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Campus o milenio

12 o Jueves 27 de junio de 2013

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fabulaciones Juan Domingo Argüelles*

El negocio de la ignorancia y de la información

E

especial

n su libro Internet, ¿y después? (Gedisa, Barcelona, 2000), Dominique Wolton afirma razonablemente que la igualdad de acceso a la información no crea la igualdad de competencia, pues si no se tiene la formación básica para circular por las redes ni la capacidad de organizar y jerarquizar las informaciones, cualquiera que acceda a la red se hundirá bajo el número y la diversidad. El especialista francés explica: “El fantasma que trabaja en Internet es que ya no se necesitan intermediarios, profesores, jerarquía. Cada uno tiene la capacidad de construirse a sí mismo. Yo creo precisamente lo contrario: desde el momento en que cada uno puede acceder a todo, se debe revalorizar el papel de los intermediarios, periodistas, documentalistas, profesores; en resumen, de todos los que abren el acceso a la información y a la cultura”. La falsa idea de la igualdad ante la información tiene, por cierto, otras implicaciones ideológicas y políticas no menos graves. Bajo el argumento de que prácticamente todos compartimos un conocimiento común, producto de la igualdad de acceso, muchos gobiernos e instituciones llegan a sostener, con optimismo demagógico, que todos los ciudadanos están capacitados para ejercer, con igual responsabilidad, sus obligaciones y derechos democráticos. Sin embargo, el economista y sociólogo John Kenneth Galbraith no compartía tal optimismo, y en La economía del fraude inocente (Crítica, Barcelona, 2004) afirmó: “Todas las democracias actuales viven bajo el temor permanente a la influencia de los ignorantes. Dado que una democracia es una ley de mayorías y que uno puede sospechar que los ignorantes son mayoría, obviamente la influencia de los ignorantes es de temer, porque son ellos los que pueden dejarse llevar por el demagogo y sus promesas disparatadas”. Por su parte, Fernando Savater ha dicho que, en las democracias, “hay muchos políticos interesados en la ignorancia de los ignorantes, pues de alguna manera se aprovechan del hecho de que haya ignorancia para mover sus programas, sus proyectos o simplemente para evitar críticas que les pudieran ser perjudiciales”. La ignorancia realmente peligrosa, concluye Savater, es aquella que provoca que algunas personas vivan supeditadas a lo que saben o dicen otros. Lo

El deber del Estado, no es sólo abrir la información, sino propiciar las condiciones ideales para que la gente se interese en utilizar esa informacióny que, además, tengan la capacidad de valorarla.

que mucha gente olvida cuando se refiere a la información en abstracto es a la gente y sus relatividades y circunstancias. Creer, por ejemplo, en las capacidades milagrosas de las tecnologías de la información es por lo menos una simpleza. Explica Savater: “Lo mismo que un lapicero, una tostadora de pan o un video no van a salvar la vida de nadie, tampoco la van a salvar Internet o cualquier otro instrumento: son sólo instrumentos que hoy nos parecen sofisticados y que dentro de cincuenta años nos parecerán aburridamente triviales y simples, sobre todo para los que hayan nacido manejándolos. Desde luego, lo que no va a cambiar es el significado de las cosas, es decir, éste va a seguir residiendo siempre en la relación entre los seres humanos”. En el debate público y en la discusión abierta sobre este aspecto, hay quienes, como André Schiffrin, han llamado la atención sobre lo que se conoce como la censura del mercado y el control de la difusión del pensamiento, opuestos por naturaleza al ideal democrático de la cultura. Sin embargo, hay que tener cuidado con las generalizaciones y con la falta de matices. En su libro La edición sin editores: las grandes corporaciones y la cultura (Era, México, 2001), Schiffrin plantea un alegato muy inteligente en cuanto a la necesidad de que la información sea

accesible a cualquiera que la necesite, sin que ello quiera decir por supuesto que pasemos por encima de los derechos intelectuales. El esfuerzo intelectual no puede soslayarse, y por eso no es admisible que quienes no han hecho ningún esfuerzo se apropien del patrimonio intelectual de los demás. No hay contradicción entre el derecho libre y gratuito a la información y el derecho de autor. Las instituciones públicas están obligadas a proporcionar a la gente la solución a sus necesidades de información, sin que por ello violenten los derechos patrimoniales y morales de los autores. Son ellas las que deben establecer los mecanismos y respetar las condiciones; por ejemplo, pagarles a los autores por la reproducción de sus obras. Las bibliotecas, en cualquier soporte, se pagan con los impuestos de los contribuyentes. Es por esto que las instituciones públicas deben encontrar los mecanismos para seguir brindando, libre y gratuitamente, sin restricciones, la información con fines educativos y culturales. La información produce dinero, la información cuesta, pero en el caso del Estado no es un gasto, sino una inversión. Contrario es, en cambio, el objetivo de la empresa privada. Schiffrin ha aportado un elemento fundamental a este debate, al referirse a la tendencia actual de muchos editores: no invertirmásenlaedicióntradicional

y sí concentrarse en las obras de referencia y en la edición electrónica. Advierte: “Cada vez más los editores hablan de concentrarse en la punta de la jugosa pirámide de la información, haciendo accesibles por ordenador los datos que hasta ahora se obtenían en los libros. Aunque mi propósito no sea discutir aquí los méritos de esas nuevas tecnologías, que por supuesto son muy importantes, hay que señalar sin embargo que un número creciente de grupos considera este ámbito extremadamente rentable. Todavía no sabemos cómo se organizará el pago para tener acceso a la información en el futuro, pero el hecho de que los mismos que están al frente del cambio vean en él una fuente de ganancia potencial debe considerarse una señal de peligro. Ante la política del gobierno estadounidense sobre las ‘autopistas de la información’, algunos se inquietan y temen que las bibliotecas públicas y otras instituciones de acceso gratuito tengan cada vez menos facilidades para obtener la información. Se puede imaginar una situación, en un futuro no muy lejano, en la que habrá que pagar un importe elevado para obtener datos que hasta ese momento se obtenían gratuitamente. Como el comunismo, que se ha derrumbado por limitar el acceso a la información, podemos ver aparecer un sistema donde la tarjeta de crédito reemplace el carné del Partido para obtener lo que debe ser accesible a todos y gratuitamente”.

Mas no hay que equivocarnos respecto del planteamiento de Schiffrin. Él habla, por supuesto, de la información gratuita, de libre flujo, cuya obligación de difusión recae en el Estado, a través de mecanismos, procesos e instituciones que son costeados por los contribuyentes. En cambio, lo que se conoce como el “consumo cultural”, regido por las leyes del mercado, es otro asunto, porque aquí compra el que quiere y puede comprar y lo hace en función de su preferencia y de su poder adquisitivo. La plena accesibilidad a la información no equivale a la igualdad en el uso de los recursos informativos, pues para decirlo de otro modo, con un ejemplo rústico, todos tenemos derecho a comprar libros, teóricamente todos podemos hacerlo, pero sólo una minoría, en todo el mundo, por tradición, educación, cultura, interés intelectual y poder adquisitivo, tiene realmente acceso a este derecho hipotéticamente universal. El deber del Estado, en este caso, no es nada más el de abrir la información, sino el de propiciar las condiciones económicas, educativas, culturales y de bienestar social para que sean cada vez más los interesados en utilizar esa información que se les ofrece “gratuitamente”, y que, además, tengan la suficiente capacidad (por educación y por cultura) para saber jerarquizar el valor de esa información. En tanto esto no ocurra, la igualdad en el


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