15 minute read

La psicología del mal

Philip Zimbardo, psicólogo e investigador del pensamiento y comportamiento humano

Philip Zimbardo (1933-) es uno de los psicólogos sociales más populares actualmente. Es reconocido por sus teorías relacionadas con la atribución situacional de la conducta, las conductas prosociales, la relación entre obediencia y autoridad, entre otras. Especialmente es reconocido por el clásico y controvertido experimento de la Cárcel de Stanford, realizado en la década de los 70’s en las inmediaciones la Universidad de Stanford. A continuación veremos una biografía de Philip Zimbardo, así como una breve descripción del experimento que lo llevó a ser reconocido internacionalmente como de los psicólogos sociales más representativos del siglo XX. Philip Zimbardo nació el 23 de marzo de 1933 en la Ciudad de Nueva York en, el seno de una familia siciliana radicada en el barrio Bronx. En el año de 1954, Zimbardo se especializó con un triple grado de psicólogo, sociólogo y antropólogo por el Colegio de Brooklyn.Posteriormente, realizó estudios de posgrado en psicología social y finalmente obtuvo el doctorado en la misma área por la Universidad de Yale. En esta última impartió clases, e hizo lo mismo en la Universidad de New York y en la Universidad de Columbia. Asimismo fue presidente de la Asociación Americana de Psicología (APA) en el 2002, y ha sido merecedor de numerosos premios que reconocen sus investigaciones como unas de las contribuciones más importantes para la psicología. Actualmente es profesor emérito de la Universidad de Stanford, donde ejerció como docente durante 50 años, y se desempeña también como docente en la Universidad de Palo Alto en California. En el año de 1971, Philip Zimbardo, junto con otros investigadores, condujo un experimento que lo llevó a ser reconocido como uno de los psicólogos sociales más representativos de la época. Se trata de experimento de la cárcel de Stanford, que tenía el objetivo de estudiar la influencia del entorno social sobre el carácter y las acciones de una persona.

Advertisement

El experto en experimentos e investigaciones pone a prueba las cualidades del ser humano. A través de este quería demostrar cómo las situaciones sociales tienen el poder de influir de manera importante el comportamiento individual.

A muy grandes rasgos el experimento consistió en simular una cárcel en las instalaciones de la Universidad de Stanford, estableciendo distintos roles para cada uno de los 24 hombres que participaron. Aleatoriamente se dividieron en dos grupos: unos eran guardias, mientras que otros eran prisioneros. Todos ellos eran estudiantes de universidad y habían sido evaluados previamente para determinar un buen estado de salud física y psicológica. A cambio de su participación se les ofreció una remuneración económica y, al iniciar, se les pidió que vistieran uniformes específicos de acuerdo con el rol que desempeñan. Los prisioneros fueron conducidos hasta la prisión simulando también

una detención. Estando allí se les asigno un numero y un espacio. Por su parte, a los guardas se les prohibió ejercer violencia física, al tiempo que se les pidió dirigir la prisión como lo creyeran conveniente. A pesar de que el experimento estaba diseñado para durar varias semanas, tuvo que ser suspendido antes de que terminara la primera, debido a que cada uno de los participantes había asumido su rol de tal manera que se estaban generando dinámicas graves de violencia. Con este experimento se concluyó, entre otras muchas cosas, que es la situación lo que genera conductas tanto violentas como de sumisión a la autoridad. Además, por los resultados que se desprendieron una vez finalizado, Zimbardo fue llamado a declarar como testigo experto en los juicios sobre las vejaciones ocurridas en la prisión iraquí de Abu Ghraib. Por las condiciones en las que se diseñó y se realizó este experimento, tanto Zimbardo como sus colaboradores han recibido numerosas críticas. La más difundida es el cuestionamiento ético sobre la tendencia de buena parte de la investigación científica a generar situaciones graves de estrés en los participantes, con tal comprobar una hipótesis. Por otro lado, se ha cuestionado la posibilidad de generalizar sus hallazgos, debido a la homogeneidad de la muestra que utilizaron. En el mismo sentido, se le ha cuestionado la presencia de sesgos de género (por ejemplo, sólo participaron hombres, incluidos los propios investigadores), además de que parte de con-

Imágenes del experimento llevado a cabo por Zimbardo en la carcel de Stanford

Los peligros de la estupidez tienden a hacer mal solo por la falta de pensamiento y reflexión Hay un peligro que amenaza a todo aquel que pretenda hablar de la estupidez: la involuntaria autorreferencia. Pues de la estupidez se suele hablar en tercera persona, y con esto se da a entender, o bien que uno se tiene por inteligente o que al menos se piensa a sí mismo emancipado de la estupidez. Y es aquí, entonces, donde se cae en esa involuntaria autorreferencia, pues el primer síntoma de la estupidez es encontrarla siempre afuera, en los otros, sin querer siquiera imaginar que las murallas que evitan que engrosemos el número de estúpidos tienen el destino de todas las

murallas: caer. Intentaremos entonces, para no correr este riesgo, acercarnos a otro tipo de estupidez; una que no es de carácter personal, sino que se nos impone colectiva y cotidiana. Esta estupidez colectiva e involuntaria –que sólo por facilidad llamaremos “estupidez social”– la encontramos de modo palmario en la publicidad. Tomemos por caso una publicidad gráfica de estos días. Para vender una consola de videojuegos una empresa argumenta: “Cuando tu hijo juega, no te pregunta cómo llegó al mundo”. Que algo estúpido hay en esto no se nos escapa, pero, ¿por qué decir que lo que aquí se manifiesta es precisamente esa estupidez social, y no la simple y llana estupidez personal de un tal pequeño equipo de publicistas? Para ver esto deberemos antes aclarar qué entendemos por “estupidez social”. Dialéctica de la ilustración, el clásico estudio de Adorno y Horkheimer sobre las desventuras de la razón moderna, concluye con un esbozo genial sobre la estupidez. Allí leemos que la vida de la inteligencia –la llamada “vida espiritual”– tiene su símil en las antenas del caracol: cuando no encuentra impedimentos externos, cuando la experiencia es propicia, el caracol despliega las antenas y así ensancha los límites de su mundo; cuando, por el contrario, encuentra un obstáculo, las antenas se repliegan en la interioridad del caparazón protector, donde vuelven a “formar una sola cosa con el todo”. Las antenas esperarán un tiempo hasta arriesgar un nuevo despliegue; de persistir el obstáculo, el tiempo de repliegue será cada vez mayor, de modo que, si el obstáculo perdura, su juego se verá impedido y esa sensibilidad quedará atrofiada. “El cuerpo –escriben Adorno y Horkheimer– queda paralizado por la lesión física, el espíritu por el terror.” Y en el origen ambos son inseparables.termino aca para llenar la oración. De acuerdo con esa analogía

“Nada en el mundo es peor que la ignorancia sincera y la estupidez conscienzuda”

- Nelson mandela

podemos, junto a los autores, entender la estupidez como una cicatriz: un punto en que la inteligencia –esa curiosidad que, en un cuerpo a cuerpo con el mundo, ensancha la experiencia posible– ha sido impedida por el terror, y en su exacto lugar ha crecido una callosidad del sentir, un miedo ignorado que aprieta los límites del mundo. La respuesta ante esta limitación, es decir la conducta estúpida, se dará fundamentalmente de dos modos. Uno individual, que consiste en la repetición del momento previo a la limitación, aunque ya sin la esperanza de que esa curiosidad primera ensanche nuestra experiencia. Es el caso de esas preguntas infantiles que no esperan su satisfacción de la respuesta sino del vértigo redoblado de su formulación, o también de los rituales del neurótico, que –como citan Adorno y Horkheimer en términos freudianos– “repite la reacción defensiva que ya se mostró inútil una vez”.

La repetición nos permite mantener el camino de esa curiosidad hacia el mundo, como si el límite del terror no se hubiese impuesto, al mismo tiempo que su circularidad aleja al sujeto de esos temidos arrabales.

El segundo modo de respuesta a esa limitación –el segundo modo de acción estúpida– implica necesariamente a los otros, y es a lo que nos referíamos como estupidez social. Consiste en la conducta por la cual quien ha padecido la limitación de la experiencia por medio del terror intenta que los demás no se aventuren en aquella dirección en que su propia experiencia fue obturada. Las formas más clásicas de su formulación son el fanatismo y la crueldad, pero toda acción que se dirija a impedir a los otros experimentar ese campo que ha sido vedado a la experiencia propia

La historia evolutiva de primates explica la violencia

la conjuga de algún modo. Y es aquí donde convergen estupidez y obediencia, aquí es donde el poder tiene su mecanismo secreto. Pues, como se sabe, el poder no funciona sólo por la obediencia aterrada, sino por la lucha que los aterrados mismos libran contra todo aquello que exceda esos límites que su sensibilidad ya no reconoce sino como un dolor antiguo, persistente y olvidado; una deformación que nos recuerda no olvidar el terror vivido, para aumentar su efecto.

La publicidad, en tanto promoción, no de un mero producto, sino de un “estilo de vida”, es decir, una particular limitación del mundo, es quizá la manifestación más explícita de esa estupidez social. Por esto, esa publicidad que mencionábamos, que nos ofrecía la inhibición del origen mismo de toda curiosidad y de toda sensibilidad –la experiencia infantil de la pregunta por el propio origen– no es una simple estupidez personal. O lo es, pero en el sentido de esos “idiotas sagrados”, que muchas culturas veneraban porque por su boca surgía una verdad divina, o en términos más actuales, inconsciente. En nuestro caso, la del terror que da contorno y forma a nuestra vida social y nos propone, como única experiencia posible, la estúpida repetición de la noria. De acuerdo con esa analogía podemos, junto a los autores, entender la estupidez como una cicatriz: un punto en que la inteligencia –esa curiosidad que, en un cuerpo a cuerpo con el mundo, ensancha la experiencia posible– ha sido impedida por el terror, y en su exacto lugar ha crecido una callosidad del sentir, un miedo ignorado que aprieta los límites del mundo.

La respuesta ante esta limitación, es decir la conducta estúpida, se dará fundamentalmente de dos modos. Uno individual, que consiste en la repetición del mo-

mento previo a la limitación, aunque ya sin la esperanza de que esa curiosidad primera ensanche nuestra experiencia. Es el caso de esas preguntas infantiles que no esperan su satisfacción de la respuesta sino del vértigo redoblado de su formulación, o también de los rituales del neurótico, que –como citan Adorno y Horkheimer en términos freudianos– “repite la reacción defensiva que ya se mostró inútil una vez”. La repetición nos permite mantener el camino de esa curiosidad hacia el mundo, como si el límite del terror no se hubiese impuesto, al mismo tiempo que su circularidad aleja al sujeto de esos temidos arrabales.

El segundo modo de respuesta a esa limitación –el segundo modo de acción estúpida– implica necesariamente a los otros, y es a lo que nos referíamos como estupidez social. Consiste en la conducta por la cual quien ha padecido la limitación de la experiencia por medio del terror intenta que los demás no se aventuren en aquella dirección en que su propia experiencia fue obturada. Las formas más clásicas de su formulación son el fanatismo y la crueldad, pero toda acción que se dirija a impedir a los otro.

“LA PERSONA ESTÚPI- DA ES AQUELLA QUE CAUSA DAÑO A OTRA PERSONA SIN OBTENER PROVECHO O INCLUSO CAUSÁNDO PREJUICIO”

CARLO M. PICALLO

Cipolla no consideraba la estupidez como una cuestión de cociente intelectual, sino más bien de falta de inteligencia relacional. Parte de la idea de que al relacionarnos podemos obtener beneficios y proporcionar beneficios a los demás o, al contrario, podemos causarnos perjuicios o causar daños a los demás. Una persona estúpida es aquella que daña a los demás y a menudo también a sí misma. Su comportamiento es irracional y difícil de entender, pero es probable que recuerdes a más de una persona que te obstaculizó el camino generando dificultades, frustraciones y perjuicios, aunque no ganase absolutamente nada con ello. Según su teoría de la estupidez humana, “existen personas que, con sus inversosímiles acciones, no solo causan daños a otras personas, sino también a sí mismas. Estas personas pertenecen al género de los superestúpidos”. Según Cipolla, olvidamos continuamente el peligro que representan las personas estúpidas. Afirma que “los estúpidos son peligrosos y funestos porque a las personas razonables les resulta difícil imaginar y entender un comportamiento estúpido”. Generalmente su ataque nos toma por sorpresa e incluso cuando lo sufrimos, nos resulta difícil organizar una defensa racional porque el ataque en sí mismo carece de racionalidad. Al subestimar su poder, nos quedamos vulnerables y, por ende, a merced de su imprevisibilidad.

También podemos caer en el error de pensar que una persona estúpida solo puede hacerse daño a sí misma, que somos inmunes a sus acciones, pero con este pensamiento confundimos la candidez con la estupidez y, al creernos invulnerables, bajamos nuestras defensas.

“Todos los seres humanos están incluidos en las cuatro categorías fundamentales: los incautos, los inteligentes, los malvados y los estúpidos […] La persona inteligente sabe que es inteligente. El malvado es consciente de que es un malvado. El incauto está penosamente imbuido del sentido de su propia candidez. Al contrario que todos estos personajes, el estúpido no sabe que es estúpido. personas teniendo en cuenta a quién benefician o perjudican sus comportamientos y sus alrededores.

La persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe, y solemos subestimarlos.

Personas buenas, de repente, actuan de forma malvada en determinadas condiciones ambientales.

Muchos han sido los investigadores que han intentado acercarse al concepto de ciencia del mal en un intento de averiguar qué hay detrás de las conductas malvadas. La neurociencia investiga hace tiempo qué hay en el cerebro de las personas que hacen el mal y muchos psicólogos sociales han desarrollado experimentos con la misma esperanza. Lo cierto es que parece que tengamos verdadera necesidad de saber qué esconden las personas malvadas y cuánto son de diferentes a nosotros. Como seres humanos buscamos incansablemente dónde puede estar esa diferencia.

LA CIENCIA DEL MAL

En el fondo a todos nos gustaría que se encontrara algo que pudiera darnos una pista para poder evitar la amenaza que representan, quizás. O poder asegurar que nosotros somos diferentes. Que hay una diferencia física que nos define. A pesar de que tenemos ya algunas pistas y hemos encontrado pequeñas diferencias a nivel estructural en el cerebro, seguimos sin tener una clave absoluta y libre de error. Y es que parece que esta cuestión no es tan sencilla como separar a los buenos de los malos. Estos seres malvados se nos están revelando más semejantes a los “seres no malvados” de lo que estaríamos dispuestos a aceptar. Vamos a hacer un repaso a los posibles factores que influyen en que una persona se convierta o actúe de forma malvada. Son más de cuarenta años lo que llevamos de investigaciones a este respecto. Parece que hemos conseguido aislar algunos de estos factores que condenan a los individuos a ese grupo amenaza. El tipo de apego que se desarrolla durante la infancia parece ser uno de los factores que más precipita que la maldad se instaure en un individuo. Las investigaciones sobre trastornos de personalidad en adultos revelan un alto índice de abuso y negligencia emocional en la primera etapa de sus vidas. Obviamente, este hecho por sí mismo no moldea a la persona malvada, pero sí parece ser un denominador común a una buena parte de ellas. El desarrollo de esta idea nos explica que el maltrato emocional en la infancia supone un obstáculo para desarrollar la capacidad de cuidar de otros. Este sería el nivel más leve de todos. Aún así, este hecho no explica por sí mismo la maldad. En algunos casos de personas realmente malvadas

no se encontraron sospechas de haber sufrido este maltrato. Así, seríamos demasiado reducccionistas si apuntásemos a este factor como predictor absoluto. Algunos genetistas han encontrado que la versión del gen MAO-A puede afectar el riesgo de desarrollar un trastorno de conducta, incluso episodios reiterados de delincuencia durante el período adolescente y la edad adulta. Este descubrimiento llevado a cabo por Avsshlom Caspi encontró además una interacción de este gen con abusos sufridos en la infancia. Es decir que, nuevamente, parece que la biología se vería condicionada por el ambiente en el que se desarrolla un ser humano. Una brillante criminóloga, Julia Shaw, ha publicado recientemente sus estudios en un libro que intenta abordar también el porqué de la maldad en el ser humano. Shaw luego revisa cuidadosamente los descubrimientos neurocientíficos sobre el bajo y alto nivel de activación prefrontal ventromedial en el cerebro de las personas malvadas.

Este parece ser otro factor relacionado con lo que Shaw denomina un proceso de deshumanización y autojustificación del daño ejercido sobre terceros.

La manipulación psicológica juega un rol importante en la maldad de un sujeto

EN LA CABEZA DE HULK

CAPÍTULO 3.

La lucha entre Banner y Hulk, su alter ego bestial

This article is from: