Los escritores como criticos

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EDUCACIÓN ESTÉTICA



Los escritores como crĂ­ticos


Revista EDUCACIÓN ESTÉTICA Núm. 4: Los escritores como críticos Departamento de Literatura ISSN 1909–2504

EDITOR: Pablo Castellanos C. COMITÉ DE REDACCIÓN: Ana Cecilia Calle, Manuel Alejandro Ladino R., Gisela Molina, Laura Rubio, Francisco Thaine, Fernando Urueta G. DIAGRAMACIÓN: Pablo Castellanos C. DISEÑO DE CARÁTULA: PORTADA: CONTRAPORTADA: Impresión Cargraphics S. A. Año 2008 Rector: Moisés Wassermann Lerner Vicerrector sede Bogotá: Fernando Montenegro Lizarralde Decana de la Facultad de Ciencias Humanas: Luz Teresa Gómez de Mantilla Directora de Bienestar Universitario: Marta Devia de Jiménez Jefe Unidad de Gestión de Proyectos: Elizabeth Moreno Directora de Bienestar Universitario Facultad: Juanita Barreto Gama Directora del Departamento de Literatura: Carmen Elisa Acosta Correspondencia: Revista EDUCACIÓN ESTÉTICA, Departamento de Literatura, Edificio Manuel Ancízar, oficina 3055. Teléfono: 3165229. E-mail: educacionestetica@gmail.com Página electrónica: educacionestetica.com EDUCACIÓN ESTÉTICA es una revista de estudiantes y egresados de la carrera Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia. Está permitida la reproducción total o parcial del contenido de la revista siempre y cuando se cite la fuente. Distribución gratuita CREATIVE COMMONS




CONTENIDO

Ensayos 13

La paradoja de la racionalización: Paul Valéry como crítico de la cultura Fernando Urueta G.

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La experiencia poética en la crítica de Luis Cernuda Iván Carvajal

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Estética de la novela y fatalismo en Jacques el fatalista y su amo de Denis Diderot Iván Padilla Chasing

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Julien Gracq y los gozos de la crítica Pablo Montoya

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Walter Benjamin. La crítica literaria y el romanticismo en su obra temprana (1914-1924) David Jiménez

Autores



Ensayos



LA PARADOJA DE LA RACIONALIZACIÓN: PAUL VALÉRY COMO CRÍTICO DE LA CULTURA Fernando Urueta

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aléry fue un ensayista prolífico. De hecho, fue más prolífico como ensayista que como poeta, aun cuando su reputación se consolidó gracias a poemas como “La Jeune Parque” (1917) y “Le Cimetière marin” (1920). Sin embargo, una ironía de la historia literaria, o quizá una de sus astucias, es que parte de esa reputación ha sobrevivido más por sus ensayos que por su poesía. Clásico, decía Valéry, es aquel escritor cuyas obras se han enfriado sin perecer (1977, 18). Valéry es un clásico de la literatura moderna, pero el ascua que mantiene tibio su nombre no es tanto su lírica como sus reflexiones teóricas y críticas. En parte, esto es así porque nuestro tiempo no es propicio para la lírica, que ha sido relegada a un consumo individual cada vez más restringido, incluso en la academia; y también porque los ensayos de Valéry, más que sus poemas, fueron una piedra de toque para el desarrollo intelectual de muchos escritores del siglo XX. Los intereses intelectuales de Valéry estuvieron siempre más cercanos a la filosofía que a la poesía. La poesía, más que su vocación, era el objeto privilegiado de su verdadera vocación: un pretexto para reflexionar, como él mismo lo dijo. Esto se relaciona con una de sus ideas acerca de la obra de arte y la tarea de la crítica: “Una ‘obra’ es una sección de un desarrollo interior por el acto que la da al público, o por el de estimarla acabada”, así que “el crítico debe juzgar este acto y no la obra”. En otras palabras, “el objeto de un auténtico crítico debiera consistir en descubrir qué problema (consciente o inconsciente) se ha planteado el autor e investigar si lo ha resuelto o no” (1977, 169-170). En más de un ensayo Valéry sostiene que la verdadera obra de arte no es el artefacto que normalmente se tiene por tal, sino el proceso de producción. Ese artefacto que se considera acabado es, en rea-

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lidad, un proceso espiritual abandonado, un proceso espiritual en potencia, de modo que el objeto de la crítica, e incluso de la historia literaria, debe ser dicho proceso. En “De la enseñanza de la poética en el Collège de France”, Valéry dice que la historia literaria debería ser entendida, no como la historia de la carrera de los autores y de sus obras, sino como la “historia del espíritu” en cuanto productor de literatura (1982, 56). Muchas veces se ha intentado relacionar la crítica de Valéry con el formalismo y el estructuralismo, pero en la práctica su crítica se acerca más a esa historia del espíritu que a un análisis de problemas formales. Es difícil encontrar en sus ensayos una explicación o una descripción del funcionamiento estructural de obras particulares. Estos se ocupan, más bien, del “drama” mental y corporal en que consiste la creación. Por ejemplo, el ensayo titulado “Le coup de dés” (1920) no es una reflexión sobre el poema de Mallarmé como poema, sino sobre la intención de su autor en el momento de componerlo. Lo que le interesaba a Valéry era el deseo de Mallarmé de construir un “instrumento espiritual” que expresara los movimientos de la imaginación y del intelecto (1995, 198). En un escrito posterior, Valéry confesaría que la belleza de los poemas de Mallarmé tenía poca importancia frente a la idea del trabajo que habían exigido. Por eso su interés se concentró siempre en comprender “las vías y los trabajos del pensamiento de su autor”. Me decía a mí mismo que aquel hombre había meditado todas las palabras; había considerado y enumerado todas las formas. Poco a poco me interesaba más, quizá, por la operación de un ingenio tan distinto del mío que por los frutos visibles de su acto. Me reconstruía al constructor de aquella obra. Tenía la sensación de que había sido indefinidamente pensada en un recinto mental, de donde no se hubiera dejado salir nada que no hubiera sido prolongadamente vivido en el mundo de los pensamientos, de las disposiciones armónicas, de las figuras perfectas y de sus correspondencias. (1995, 210)

La reconstrucción del sujeto estético: ese es el problema en torno al cual Valéry ensaya buena parte de sus reflexiones. De ahí que su crítica artística y su teoría estética se acerquen tanto a una poética. En el “Discurso sobre la estética” (1937) Valéry dice que el objeto de la poiética es “todo lo que concierne a la producción

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de las obras” entendida como una “acción humana completa, desde sus raíces psíquicas y fisiológicas, hasta sus empresas sobre la materia o sobre los individuos”. En otras palabras: todo lo que se refiere a la técnica, los procedimientos y los materiales, así como a la invención, la composición, la reflexión, la imitación y el azar (1990, 65-66). En todo caso, el problema de la reconstrucción del sujeto, de la producción como una acción psíquica y fisiológica completa, no atañe solamente a las reflexiones estéticas de Valéry. Este es un problema central en la mayoría de sus ensayos, desde la juvenil Introducción al método de Leonardo da Vinci (1895) hasta los trabajos sobre Descartes, Svedenborg y Bergson posteriores a 1935. Ahora bien, la reflexión constante en torno al sujeto conduce inevitablemente a pensar en los problemas que este enfrenta en la modernidad. Por eso Valéry se interesa en el problema de la racionalización social y en sus efectos antropológicos negativos. De hecho, tal vez el tema central en sus ensayos no sea el sujeto, en general, sino el debilitamiento del sujeto provocado por el desarrollo de la sociedad, como lo sostiene Theodor W. Adorno en “El artista como lugarteniente” (114). Esta es la paradoja de la racionalización según Valéry: la cultura —la producción industrial, científica, filosófica y artística— se ha desarrollado para beneficiar al sujeto, pero ese desarrollo, basado en un proceso racional de división y especialización del trabajo, tiende a debilitar al sujeto. Así lo expresa Valéry en la primera frase de uno de los ensayos de Miradas al mundo actual (1931): “El espíritu ha transformado el mundo y el mundo bien se lo paga” (185). En este libro la palabra “espíritu” no se refiere solamente a la actividad del pensamiento que se piensa a sí mismo, por encima del cuerpo y de la materia. Este significado restringido, propio de escritos tempranos como el dedicado a Leonardo da Vinci o La velada en casa del señor Teste (1896), fue cuestionado por el mismo Valéry a partir de la década de 1920. En el bello diálogo socrático titulado Eupalinos o el arquitecto, Eupalinos dice que los actos de la mente son engendrados por actos corporales, y que estos son engendrados, a su vez, por actos mentales: los procesos psíquicos y cognitivos no se desligan de la actividad fisiológica y sensible del cuerpo. El personaje utiliza un giro en el que parece traslucirse el desengaño de Valéry con respecto a sus concepciones juveniles: “Jamás ya, en el espacio informe de mi alma, vuelvo a contemplar esos edificios

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imaginarios, que son a los reales lo que las quimeras y gorgonas a los animales verdaderos . . . Lo que pienso, es hacedero; y lo que hago se conforma a lo inteligible” (84)1. La palabra “espíritu” se refiere, pues, a una mediación de procesos mentales y corporales. Cuando Valéry dice que “el espíritu ha transformado el mundo” y que “el mundo bien se lo paga”, quiere decir que los hombres, por medio del trabajo físico y del trabajo intelectual, han modificado las condiciones materiales de la existencia, pero al precio de sacrificar muchas de las capacidades físicas e intelectuales que han permitido transformar y hacer más fácil la existencia. Hasta la Ilustración, las consecuencias antropológicas de esa transformación eran apenas perceptibles, pero durante los siglos XIX y XX se hacen completamente evidentes; esto es, según Valéry, durante el periodo de pleno desarrollo de las ciencias positivas, la empresa industrial y la cultura de masas. 2 En el prólogo de 1926 a las Cartas persas de Montesquieu, Valéry sostiene que toda formación colectiva es producto de la resistencia que ejerce el ordenamiento racional frente al instinto y la barbarie que gobiernan la “era del hecho”. En la “era del orden” los individuos son medianamente capaces de, por decirlo así, sublimar sus pulsiones (1995, 91). Esta idea reaparece en el prefacio de Miradas al mundo actual. El paso de un mundo “caótico”, en el que el hombre apenas se enfrenta a la naturaleza, hacia un mundo “civilizado”, en el que la domina y la explota poco a poco con más suficiencia, requiere de alguna forma de organización racional (22). Ese paso no se da de la noche a la mañana ni de forma Este desengaño fue expresado por Valéry de forma inequívoca en un breve ensayo titulado “Libros” (1923): “Nada lleva a la perfecta barbarie más indefectiblemente que una dedicación exclusiva al espíritu puro. Se desprecia objetos y cuerpos. Se le dedica tiempo solamente a aquello que la vista no alcance. No se quiere de ningún modo placer local, disfrute inmóvil ni permanencia voluptuosa. El espiritualista concede fácilmente que la materia es mala o malformada. No le importa la botella, sino que se limita a embriagarse, lo que no deja de proporcionarle alguna que otra vez inspiraciones peligrosas. El espíritu tiende a consumir el resto, y se ha dado el caso de que destrucción y llamas bien reales le obedezcan. He conocido ese fanatismo . . . Pero los gustos cambian, y los ascos también” (1999, 99).

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homogénea, así que es difícil señalar cuándo se produce. Pero se puede decir con toda seguridad, de acuerdo con Valéry, que hay una tendencia mundial hacia la organización social racional. La era del orden es la era de la tendencia hacia el orden, un proceso constante, quizá interminable, de superación de la barbarie a través de estructuras sociales cada vez más sólidas. El ordenamiento social —entendido como un proceso de adaptación a la vida en comunidad y, posteriormente, de asociación— se ha dado por la coacción corporal y por la institución de “fuerzas ficticias”, según una expresión de Valéry. Las normas religiosas, éticas y jurídicas constituyen un “sistema fiduciario” de ideales que determina compromisos entre las personas para mantener a raya el instinto. Por eso Valéry considera que la era del orden es “el imperio de las ficciones”: la fe, las leyes y las costumbres culturales son invenciones humanas que garantizan el vínculo colectivo en la medida que reprimen necesidades contrarias al grupo y prescriben conductas que facilitan su reproducción (1995, 91). Aunque las formaciones colectivas parezcan formaciones naturales, todas son naturalezas artificiales construidas sobre convenciones o supersticiones. Este es un remanente de las formas sociales más antiguas: los fetiches de las primeras comunidades humanas sobreviven secularizados en los hábitos colectivos, las creencias religiosas y las normas jurídicas de las sociedades posteriores. Ahora bien, por más ficticias que sean las fuerzas que vinculan a los hombres, la humanidad se habría extinguido sin el ordenamiento colectivo que ellas garantizan. De hecho, la organización social posibilitó el libre desarrollo de las potencias espirituales que han permitido el dominio sobre la naturaleza. Al someter su vida a una comunidad, a un orden colectivo que parecía movido por sus propias leyes, el hombre dejó de pensar solamente en su sobrevivencia inmediata. Estos argumentos apuntan a dejar en claro que no es el orden en cuanto tal, sino los fines y los medios de un orden social específico, lo que amenaza la sobrevivencia del individuo en la plenitud de sus facultades físicas e intelectuales. La organización gremial medieval, por ejemplo, era una sólida formación social con respecto a determinados fines, pero no era perjudicial para las capacidades de las personas. Al contrario, como lo señala Valéry varias veces, era un modo de or-

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ganización que propiciaba su desarrollo. El debilitamiento del individuo se produce en la modernidad como consecuencia de la cuantificación o racionalización de la existencia. La existencia se racionaliza en la medida que la sociedad se ordena sobre la base del cálculo matemático. Valéry dice que sólo necesitamos recordar un día de nuestra vida para ver “cómo está dividida, evaluada, dirigida, preordenada por las indicaciones y menciones de algunos aparatos de medida” (1993, 53-54). Desde luego, la organización racional a través de la técnica ayuda a mejorar nuestro rendimiento en todas las actividades, incluso fuera del trabajo, pero también es cierto que hace de nosotros “seres tanto más incompletos cuanto más equipados”. La racionalización de la sociedad, dice Valéry en “Cuestiones de poesía” (1935), se debe a la tendencia histórica de producir ganancias y acumular capital por medio de cualquier actividad. Este ethos moderno hace que “la disección del trabajo, la economía y eficacia de los actos, la pureza y limpieza de las operaciones” sean impulsadas “hasta un punto increíble, en la fábrica, en la construcción, en la palestra, en el laboratorio o en las oficinas” (1990, 38). En otras palabras, el proceso de racionalización es el proceso de división del trabajo social sobre la base del cálculo matemático. Esta división se impone únicamente cuando los hombres, sus actividades y los objetos derivados de ellas se convierten en mercancías. En épocas precapitalistas el intercambio mercantil no determinaba la forma de la estructura social. De ahí que el trabajo y las actividades humanas en general no fueran objeto de una organización matemática. Se producían objetos para satisfacer necesidades inmediatas de las personas o de la comunidad, pero no para comerciar con ellos, aunque existía la posibilidad de intercambiarlos. En este sentido, el trabajo estaba determinado por el valor de uso de los productos y no por su valor de cambio. En la modernidad, por el contrario, el trabajo tiende a ser determinado completamente por el valor de la mercancía, lo cual conlleva la situación que señala Valéry: para alcanzar el mayor rendimiento en la producción es necesario ordenar el trabajo sobre la base de principios matemáticos. La racionalización, por lo tanto, es una organización progresiva del trabajo social de acuerdo con leyes y técnicas universales, leyes y técnicas cuya universalidad consiste en generar la igualdad formal de los procesos de producción y de los productos en cualquier lugar del planeta.

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El fundamento de esa universalidad, de acuerdo con Valéry, es la división de la producción en complejos de trabajo. Ahora bien, la división de las actividades en la fábrica, en la construcción, en la palestra, en el laboratorio o en las oficinas no determina inmediatamente la homogeneidad de la producción y de los productos. La universalidad se debe a que se pueden establecer leyes y procedimientos mucho más precisos con respecto a una parte del proceso que con respecto a su totalidad. La racionalización, en este sentido, implica prever cada vez con mayor exactitud los resultados que se deben alcanzar en la producción, lo cual se consigue mediante una división detallada del trabajo que permite investigar las leyes que rigen cada complejo. Evidentemente, así se descompone también la relación entre el trabajador y el producto, que en la industria artesanal era la unidad final del trabajo de un solo hombre. En la modernidad, la producción se convierte en una conexión mecánica de diferentes complejos de trabajo, de modo que el producto se transforma en un agregado de trabajos particulares que es ajeno a cada trabajador. Esta es la característica principial de la industria capitalista: el trabajador se enfrenta al trabajo como a algo extraño, algo que no le pertenece, que funciona con independencia de él y cuyas leyes lo dominan. Este es, en palabras de Marx, el misterio de la mercancía. Valéry vio con toda claridad que esta división conlleva, después de todo, el desgarramiento de las capacidades físicas e intelectuales del individuo. Las facultades humanas se disocian y se reducen a medios de operación en sistemas productivos especializados que funcionan con independencia de la personalidad total del trabajador. De hecho, todas las actividades humanas contribuyen a la descomposición del espíritu, puesto que las leyes del capitalismo penetran en todos los ámbitos de la vida. Valéry se refiere a esto en muchos escritos cuando habla del ocaso del “hombre completo” o de la muerte del “hombre total”, es decir, de la descomposición de la antigua coordinación entre alma, ojo y mano que circunscribía la esfera de producción artesanal. 3 La industria artesanal de la Edad Media y la empresa industrial moderna son los dos extremos históricos de la forma industrial

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de producción. En el medioevo eran muy limitadas las relaciones mercantiles, en parte porque había muy poca comunicación entre las ciudades, pero además porque la población y la demanda de los productos eran escasas. Estas condiciones limitaban el proceso de división y especialización del trabajo y le daban contornos precisos a la forma de producción de la época2. La industria artesanal estaba constituida por pequeños talleres de maestros artesanos, a cuyo cargo se encontraban oficiales y aprendices. En ellos, cada obrero se encargaba de elaborar un artículo en su totalidad, a diferencia de lo que ocurre en la industria capitalista. En la modernidad, el trabajador se limita a vigilar y rectificar las operaciones en el complejo que le corresponde, mientras el material en elaboración pasa a otras secciones del sistema. Valéry compara en varios escritos estas dos formas de producción industrial, unas veces para señalar que la creación artística en la modernidad conserva características de la producción artesanal, y otras para enfatizar en cómo afectan al individuo los cambios históricos del trabajo social. En una breve nota sobre los “Bordados de Marie Monnier” (1924) Valéry habla del carácter total del trabajo artesanal. En el taller, dice, el individuo se ejercitaba hasta dominar a la perfección toda la serie de operaciones que involucraba el oficio. De hecho, cuando era necesario los artesanos salían del taller a intercambiar los artículos que habían fabricado, se convertían en mercaderes. La elaboración del objeto exigía entonces una “capitalización de causas sucesivas” que presuponía la acumulación de una gran cantidad de experiencias en el oficio. Esto garantizaba que el artesano fuera capaz de hacer cuanto era posible con el material y las herramientas de que disponía (1999, 93). Además, la posibilidad de llegar a ser maestro sedentario, que implicaba tener un taller y disponer de un grupo de oficiales y aprendices migrantes, dependía del grado de dominio que se alcanzara sobre el oficio. Por eso los artesanos albergaban un gran interés por desarrollar conscientemente todas las habilidades y concordancias particulares —entre alma, ojo y mano, como decía Valéry— que exigía su labor. El artesano ponía en juego el desarrollo pleno Es necesario acotar que la división de las actividades humanas existe desde que hay formaciones colectivas; por lo tanto, se remonta a las hordas y los clanes más antiguos. Pero sólo la industria capitalista desencadena la división y la especialización mediante principios matemáticos positivos.

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de las facultades porque su oficio, al ser objeto de una fijación casi mística y de una ética de hierro, era una ocasión de problemas constantes cuya solución requería de todos los poderes del espíritu. Esta es la paradoja del trabajo artesanal según Valéry: el artesano era un especialista que quería ser especialista, y que elevaba su especialidad hasta la universalidad, esto es, hasta desarrollar plenamente todas sus facultades físicas e intelectuales. El trabajo no era medido en virtud del tiempo invertido cuando el rendimiento económico no era el principio que regía todas las actividades humanas. Valéry utiliza una imagen estupenda para decir esto: el artesano imitaba la sutileza y la paciencia de los cambios geológicos y las formaciones naturales —una paciencia, una sutileza, una laboriosidad con la cual acabó la máquina—. A semejanza de las formaciones naturales y los cambios geológicos, el artesano construye sus artículos “por acumulación de infinidad de sucesos imperceptibles y aportaciones elementales, que consumen un tiempo muy largo y exigen tanta calma como tiempo”. En el artesano, dice Valéry, se aúnan “la terquedad del insecto y la ambición fija del místico”: el único límite de tiempo que cuenta para él es la perfección del objeto que elabora (1999, 93-94). Por otra parte, la industria artesanal garantizaba la supervivencia de procedimientos tradicionales. La división racional del trabajo, en la modernidad, rompe los vínculos que unían a los sujetos en el taller y, por lo tanto, la posibilidad de que la experiencia adquirida en el oficio se transmita de una generación a otra. En un ensayo titulado “Francia trabaja” (1932) Valéry dice que en el taller “había cantidad de secretos y de habilidades que pasaban del maestro al discípulo, de padre a hijo, de cedente a cesionario”. En la industria capitalista, por el contrario, el trabajo es ajeno a esa forma de experiencia puesto que la técnica se estandariza para la producción en serie (1954, 220). Paradójicamente, ese haber tradicional era lo que le permitía al artesano ser original. El devenir constante de los procedimientos, que no estaban fijados definitivamente, hacía posible enfrentar el oficio como una actividad en permanente renovación. Utilizando las palabras de Valéry en “Noción general del arte” (1935), se podría decir que el oficio del artesano era una “manera de hacer” tradicional que consentía “la desigualdad de los modos de operación, y por lo tanto de los resulta-

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dos —consecuencia de la desigualdad de los agentes—” (1990, 192). En la industria capitalista no hay desigualdad de los agentes, ni de los modos de operación, ni de los productos. Las técnicas de cada complejo no provienen de la tradición: no son experiencia transmitida de los más viejos a los más jóvenes y no exigen una apropiación morosa. El trabajador de la industria capitalista utiliza técnicas fijadas previamente, que no dependen de su experiencia y que funcionan sin importar quién las aplique, sin importar las diferencias entre los trabajadores, porque esas técnicas siempre son iguales. Desde luego, hay diferencias entre los trabajadores, porque cada uno tiene intereses y capacidades particulares. Pero la administración capitalista no ve en esas diferencias una fuente de originalidad sino de errores. De otro lado, las diferencias cualitativas entre un oficio y otro también pierden importancia, porque el tiempo abstracto, el tiempo requerido para llevar a cabo una tarea específica, se convierte en la medida de la eficacia de la producción. Como los trabajos se reducen a magnitudes de valor, sus diferencias específicas también se reducen. Cada actividad exige una aplicación de fuerza y unas habilidades mentales y corporales particulares, pero la administración capitalista remunera el trabajo de acuerdo con el tiempo empleado y con el resultado alcanzado en términos cuantitativos. Si en la producción artesanal lo importante era la clase y la calidad del trabajo, como sostiene Marx en las primeras páginas de El capital, en la industria capitalista lo que cuenta es la duración y la cantidad (12). Sobre estos argumentos cobra sentido la idea de Valéry según la cual la industria capitalista no exige el desarrollo completo de las facultades del trabajdor que exigía la industria artesanal. La industria moderna no necesita que un individuo articule con destreza operaciones desiguales y sucesivas puesto que está dividida en complejos de trabajo estandarizados. Al contrario, necesita un individuo que se adapte a un sistema autónomo de leyes y técnicas racionalizadas. De hecho, en estos sistemas el trabajo tiende a perder su carácter activo y a convertirse en un acto contemplativo. Valéry utiliza una imagen de la mecánica para describir el estado contemplativo del trabajador moderno. El trabajo estandarizado y la potencia de la máquina, escribe en uno de sus cuadernos de notas, constriñen al individuo a una

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disciplina estadística, modelan sus poderes espirituales de tal modo que su actividad mental y corporal se transforma “en una especie de presente idéntico, comparable al estado estacionario de un motor que ha alcanzado su velocidad de régimen” (1977, 71). 4 El arte no se sustrae a la racionalización y a sus efectos antropológicos. En la conferencia titulada “Palabras sobre la poesía” (1927) Valéry se refiere a la racionalización del arte como el proceso de su evolución histórica. Desde luego, esto no significa que se elaboren mejores obras con el paso del tiempo, sino que crece el dominio sobre los medios de producción. La evolución histórica del arte, de acuerdo con Valéry, implica un dominio cada vez más consciente de las técnicas y los materiales artísticos. La racionalización del arte también ha sido posible gracias a la división del trabajo, es decir, gracias a la constitución de cada arte como una “actividad separada” de las demás (1990, 141-142). La música, la pintura o la poesía han llegado a conocer y a explotar sus recursos particulares tanto como ha sido posible en virtud de esa división, que por lo demás comenzó muy temprano. Ahora bien, la evolución del arte no es un proceso de autorrealización. Para conocer y explotar mejor sus recursos particulares las artes se han servido, directa o indirectamente, del progreso técnico y científico en otros campos sociales. Según Valéry, un efecto palpable de este proceso es que la producción artística resulta cada vez más fácil. Cuanto más definidos y codificados están los medios, tantos menos problemas enfrenta el artista al preparar y elaborar la obra. Sin embargo, esta facilidad creciente tiene sus bemoles. La evolución racional del arte facilita el oficio artístico, pero también puede acabar con él. En la modernidad, la labor del artista tiende a convertirse en una actividad contemplativa, como la del obrero en la fábrica, frente a un sistema de leyes y procedimientos independientes. Para Valéry, esto se percibe con la mayor claridad en el campo musical. El proceso de racionalización de la música ha sido más claro que el de otras artes porque una ciencia intervino en su desarrollo desde la Antigüedad. La física trazó desde muy temprano el camino para determinar las “propiedades constantes” de los medios musicales, “sus combinaciones” y “sus condiciones

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de emisión idéntica”. Pero este camino ha llevado a tal extremo en la modernidad, el nivel de elaboración y codificación de los medios musicales es tal, que la música parece preexistir al proceso de composición, existir antes de que el compositor intervenga (1990, 142-144). Valéry no da ejemplos de esto, pero sus palabras hacen pensar en el dodecafonismo, que exige derivar la composición de la obra de una figura fundamental, de una serie: todos los movimientos particulares están regidos por esa figura primaria, en la medida que ningún sonido debe repetirse mientras no hayan sonado las notas restantes de la serie. Este procedimiento suscitó críticas cercanas a las reflexiones de Valéry. El dodecafonismo, según Adorno, es el súmmum de la intención de dominar el arte musical mediante un sistema racional, pero por eso mismo impide confrontar abiertamente el material. La reflexión autónoma y la fantasía, la libertad del compositor que hacía productiva la variación, se paralizan al someterse a un material artístico predeterminado (2003b, 65). El fenómeno de la racionalización y sus efectos antropológicos también se perciben con claridad en la esfera del arte industrial. En “Noción general del arte” Valéry sostiene que el el arte, en la época del capitalismo tardío, se convierte en una “industria utilitaria” y, como cualquier industria, ocupa “un lugar en la economía universal”. Por eso tiende a ser organizado desde administraciones que prescriben estadísticamente sus condiciones de ejecución: el objetivo es producirlo y reproducirlo en serie para el consumo masivo inmediato (1990, 200-201). El problema es que estas condiciones, así como afectan la calidad de los contenidos de las obras, afectan las facultades espirituales de quienes las producen y de quienes las consumen. El momento de la construcción artística, dice Valéry en Degas Danza Dibujo, tiende a desaparecer cuando el arte se convierte en una industria utilitaria. Las obras de gran impacto comercial se realizan sobre la base de modelos estándar, no se construyen, no se elaboran artísticamente. Cuando el criterio fundamental de la producción es el valor comercial del resultado, pierden importancia el estudio minucioso de los problemas que plantean los medios artísticos y la experimentación a través de la cual se busca su solución. El estudio y la experimentación son reemplazados por una producción mecánica cuyo fin es hacer productos

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que respondan a las exigencias del público. Se reemplazan, dice Valéry, “criterios objetivos” por “criterios abstractos”, criterios relacionados con las obras en cuanto objetos en construcción por criterios relacionados con la utilidad. El problema radica en el precio que paga el artista por esa sustitución: sus intenciones y capacidades se cosifican, se convierten en apéndices del sistema de producción. Cuando el artista ya no se “entretiene” en la solución de los problemas técnicos que plantea el material y entrega el oficio a las necesidades de la industria, en realidad entrega su “ser global” porque pierde la posibilidad de alcanzar una “sabiduría de sí mismo” que sólo puede alcanzar gracias a “la maniobra combinada de su intelecto, su deseo, su vista y su mano en torno a una cosa dada” (1999, 54-55). Esta sustitución de criterios provoca, pues, una “disminución de la parte intelectual del arte”. De acuerdo con Valéry, esa disminución no significa que el arte pierda contenido filosófico, ya que el momento intelectual de una obra se relaciona, no tanto con sus contenidos temáticos, sino con la elaboración reflexiva, con el ejercicio consciente de articulación de sus elementos (1990, 99). Esto último es lo que pierde el arte. La diferencia entre el arte comercial y el gran arte, según Valéry, radica precisamente en que aquél carece de composición. En una novela de “éxito estadístico” los modos narrativos, las características de los personajes, la historia, suelen desempeñar funciones previstas por estudios de mercado. Por eso la articulación de los elementos es abstracta, casual, no responde a un ejercicio de “ligazón del conjunto con el detalle” sino a determinados criterios de cálculo empresarial. En el “Discurso sobre la estética”, Valéry utiliza la imagen del arte de decorado como sinécdoque de la carencia de composición que afecta, en general, a los productos de la industria cultural: El público confunde demasiado a menudo el arte restringido del decorado, en el que las condiciones se establecen con relación a un lugar bien definido y limitado, y requieren una perspectiva única y una determinada iluminación, con el arte completo en el que la estructura, las relaciones, hechas sensibles, de la materia, de las formas y de las fuerzas son dominantes, reconocibles desde todos los puntos de vista del espacio, e introducen, de alguna manera, como una presencia del sentimiento de la masa, de la potencia estática, del esfuerzo y de los antagonismos musculares que nos identifican con el edificio por una cierta conciencia de todo nuestro cuerpo. (1990, 55)

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La potencia estática que penetra una obra completa es la de las tensiones musculares y mentales del artista. Esa potencia se percibe detrás de la articulación sensible de los elementos. Valéry sugiere que dicha potencia también implica la presencia velada de las tensiones mentales y musculares de un receptor latente. Esas tensiones, sin embargo, se han relajado en el receptor modelo del arte comercial casi hasta desaparecer. La desarticulación, la descomposición de los productos de la cultura de entretenimiento sólo tolera la recepción de efectos aislados, instantáneos. Esta sintaxis es parte del gancho del mercado, cuyos productos generan placeres efímeros que crean necesidades. La cultura moderna, en palabras de Valéry, “tiene todas las trazas de una intoxicación. Necesitamos aumentar la dosis o cambiar de tóxico. Es la ley. Cada vez más avanzado, más intenso, más grande, más rápido y en todo caso más nuevo: tales son sus exigencias, que corresponden necesariamente a un encallecimiento de la sensibilidad. Para sentirnos vivir necesitamos una intensidad creciente de agentes físicos, y diversión perpetua” (1999, 69-70). Los productos de la industria cultural se corresponden, pues, con el encallecimiento del espíritu. Los placeres que brindan le restan agilidad a las capacidades físicas e intelectuales más importantes: la atención, la memoria, las facultades meditativas y críticas, la sensibilidad afectiva y general, incluso capacidades motrices. 5 En “Necesidad de la poesía” (1937) Valéry dice que los hombres han sustituido las capacidades físicas e intelectuales que se exigían a sí mismos en otra época por métodos positivos muy precisos e instrumentos mecánicos muy potentes (1990, 166). Esta sustitución ha sido reforzada por el intento de llenar el vacío espiritual con una intensidad creciente de agentes físicos, y diversión perpetua. Para que los músculos y el cerebro no se atrofien totalmente nos hemos dedicado al deporte, al tenis, al fútbol, y a una cultura de entretenimiento muy potente, mucho más potente que la vieja cultura “del tiempo de las rimas”. Pero esta enorme y novedosa potencia ha sido excesivamente costosa para nuestra personalidad total. “Es contra eso”, según Valéry, “contra lo que quizá tengamos que reaccionar… No, reaccionar no es la palabra. Reaccionar es

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demasiado poco. Hay que actuar. Bastaría con tomar conciencia de en qué nos convertimos y hacer las cuentas de nuestro espíritu, tener un pequeño carnet, y escribir: ‘Hoy he perdido tanto... Un poco de poesía, un poco de potencia de mi espíritu. He sufrido. ¡Sólo he sufrido!’”. Tal vez la vieja poesía, el gran arte de antaño, puede todavía servirnos contra esa pérdida (167). La necesidad de la vieja poesía no es, desde luego, una necesidad de cuya satisfacción dependa la sobrevivencia de la especie. Es posible vivir sin poesía, aunque la opinión que se tenga de ella sea muy favorable. Ahora bien, esto no significa que la necesidad de la poesía sea una necesidad ficticia, de segunda naturaleza. Hoy en día carece de sentido dividir las necesidades entre sociales y naturales, y pensar que aquéllas son artificiales y éstas auténticas. Toda necesidad está determinada por momentos naturales, pulsionales, y momentos históricos. La poesía es necesaria, según Valéry, en la medida que su origen se halla en fuerzas inconscientes o momentos de “sensibilidad espontánea” que provocan determinados actos sobre medios materiales. Pero también es necesaria como revulsivo contra el debilitamiento histórico del individuo, en la medida que su producción y su recepción exigen el ejercicio simultáneo de propiedades emotivas, sensitivas e intelectuales que son disgregadas y reducidas debido a la racionalización de la existencia. El problema, para terminar, se puede plantear de la siguiente manera. Valéry distingue dos tipos de acciones. Por un lado, hay acciones que parecen de interés más inmediato, pues son las que “tienden a modificar para nuestras necesidades las cosas que nos rodean” (168). Si una persona siente sed, coge un vaso de agua y bebe, actúa para satisfacer una necesidad orgánica. Esta acción es útil puesto que modifica una situación exterior, la del vaso y la del agua, para modificar un estado interior. Por otro lado, hay acciones que parecen menos importantes porque son menos visibles, pero que también responden a necesidades fisiológicas y, más aún, a necesidades psíquicas. El objeto de este tipo de acciones es satisfacer necesidades que no se pueden satisfacer por medio de acciones útiles. Llorar, vociferar, reír, son actos que modifican un estado interior que no se puede aliviar o disipar mediante una

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modificación exterior. Valéry sitúa esta clase de acciones en el orden de las expresiones. “Tales emisiones”, dice, “constituyen un lenguaje elemental, pues son, o contagiosas, como la risa y el bostezo, o simpáticamente sentidas, como las lágrimas o las quejas”. Así como el lenguaje articulado, se trata de explosiones que nos liberan del peso de alguna impresión (169). Pues bien, la cultura se ha valido de estas emisiones, ha inventado medios de acción y ha creado objetos para conservar propiedades emotivas por más tiempo. Componer una pieza musical, bosquejar una danza, escribir un poema, implican fijar una acción que será “reproducida” en el futuro. En la danza, en el poema, en la composición musical se ha descargado la pulsión del artista, pero también una conciencia de los medios sin la cual esa fuerza inconsciente no llegaría muy lejos. De acuerdo con Valéry, las propiedades espontáneas de la sensibilidad son instantáneas, carecen de duración utilizable y de articulación continuada. Por eso es necesario conocer la técnica artística, y poseer las facultades de coordinación que se requieren para ponerla en práctica. Sin embargo, hay que aclarar que la conciencia de los medios no interviene para “dominar” las propiedades espontáneas de la sensibilidad sino para que ellas desplieguen todo su potencial (170-171). Ahora bien, cuando Valéry dice que leer un poema es reproducir una acción, no se refiere a que las impresiones y reflexiones que el poema suscita sean una restitución idéntica de las propiedades emotivas e intelectuales que el poeta descargó en su producción. Esta es, según él, una particularidad de la experiencia artística: un poema genera impresiones emotivas y exige cierto despliegue intelectual, pero que no se corresponden con lo que sintió y pensó el poeta en el momento de escribirlo. Precisamente por eso el arte es un medio a través del cual el individuo puede explorar y ensanchar sus propiedades emotivas y sus facultades abstractas, que normalmente permanecen limitadas. En este punto vale la pena señalar un ligero contacto entre Valéry y el otro gran escritor francés de su generación: Marcel Proust. Para ambos, la obra de arte tiene más valor como medio que en sí misma; los dos ven en ella una promesse de bonheur. Proust considera que la obra es un “instrumento óptico” que el autor le ofrece al lector o al observador para que pueda ver en sí mismo lo que no podría ver sin la obra. La “grandeza del verdadero arte”,

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dice el narrador de En busca del tiempo perdido, radica en que nos permite conocer o volver a encontrar la realidad de nuestra vida espiritual, esa realidad de la que nos alejamos cada día más a medida que la sustituimos por un conocimiento convencional. Ese trabajo del artista, ese trabajo de intentar ver bajo la materia, bajo la experiencia, bajo las palabras, algo diferente, es exactamente el trabajo inverso del que cada minuto, cuando vivimos apartados de nosotros mismos, el amor propio, la pasión, la inteligencia y también la costumbre, realizan en nosotros cuando amontonan encima de nuestras impresiones verdaderas, para ocultárnoslas enteramente, las nomenclaturas, los fines prácticos que llamamos falsamente la vida. (Proust 245-246)

En términos generales, Valéry comparte con Proust esta idea: las obras de arte son “instrumentos espirituales” que pueden ayudar a superar el olvido y la pasividad del espíritu. Ahora bien, de ahí en adelante sus reflexiones toman rumbos distintos. La noción del arte de Valéry no apela al reconocimiento del yo en el sentido proustiano, sino a una acción humana completa. “Lo que llamo Gran Arte”, afirma en Degas Danza Dibujo, “es simplemente arte que exige que en él se empleen todas las facultades de un hombre, y cuyas obras son tales que todas las facultades de otro se ven requeridas y deben interesarse para comprenderlas” (1999, 69). Estas palabras expresan la diferencia que había entre los dos escritores. Para Valéry, el consumidor de arte no puede evadir los efectos antropológicos de la racionalización. El lector o el contemplador ya no es, aunque lo quiera, ese flâneur de la cultura que todavía pudo ser Proust. Hoy no es posible encontrar asilo paseando por el arte como en algún momento lo encontró el habitante de la gran ciudad callejeando entre la multitud. La actitud del diletante, del aficionado, que Proust en su momento convirtió en una forma de productividad, ha cambiado de sentido: hoy sólo puede ser un guiño conciliador frente a la situación desconsoladora del individuo. El arte exige ahora mucho más, como dice Valéry. El observador debe tomarse la cultura en serio porque la amenaza es muy seria, debe concentrar su atención en las obras de arte como si fueran fetiches y tratar de emplear el último resto de sus facultades con la misma tenacidad que ha puesto la sociedad en desintegrarlas.

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LA EXPERIENCIA POÉTICA EN LA CRÍTICA DE LUIS CERNUDA Iván Carvajal

A propósito de las dificultades que tiene el crítico de poesía para

justificar los motivos que subyacen en su selección de los poemas que considera buenos, o de lo que considera auténtica poesía, dificultades que en gran medida tienen que ver con la posibilidad sólo parcial de expresar la experiencia poética —considerando que sólo parcialmente puede expresarse cualquier experiencia—, T. S. Eliot observa que “hablar de poesía es una parte, o una prolongación, de nuestra experiencia poética, y lo mismo que se ha invertido mucha meditación en hacer poesía, mucha puede invertirse en estudiarla” (32). A esta observación de Eliot debe agregarse que la escritura poética surge a partir de la “meditación” que se invierte en el estudio de la poesía que actualiza el poeta, pues no hay escritura de poesía sin lectura de poesía. La escritura de un poema es siempre resultado de la lectura y la interpretación de poemas que le anteceden, y, tal vez por una necesidad inherente a la “creación poética”, es una lectura sesgada y errática. Si esto es así, cabe preguntarse por el sentido que tendría la lectura de los textos críticos de un poeta, y más si se trata de un gran poeta, como es el caso de Eliot o Cernuda. ¿No está acaso ya contenida en los poemas de Eliot o Cernuda la “meditación” que estos poetas han “invertido” en el estudio de la poesía que antecede a sus propios poemas? Puede parecer que esta “inversión” —término que nos remite a la economía— resulte por demás excedentaria, si se considera que la experiencia poética ya es en sí misma una actividad an-económica. La crítica de poesía que realiza el poeta sería, en consecuencia, un exceso sobre un exceso, que tendería a reiterar la posición asumida por el poeta frente a la poesía que recibe como legado. Esta reiteración acentuaría el sesgo que proviene de la necesidad inherente que tiene el poeta moderno de “interpretar” ese legado poético, es decir, la necesidad de convertir a este en materia de su propia experiencia de escritura. Así, lo que diga el poeta sobre la poesía que le an-

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Iván Carvajal, La experiencia poética en la crítica de Luis Cernuda

tecede y que le es contemporánea estaría orientado sobre todo a explicitar su posición como artista, a insistir sobre aquello que ya dice en sus poemas, o, lo que sería superfluo, a explicar su propia poesía a través de una circunlocución. A semejanza de Eliot, quien dedica la primera de sus conferencias en la cátedra Charles Eliot Norton de la Universidad de Harvard a la exposición de sus presupuestos teóricos acerca de la función de la crítica y la función de la poesía1, Cernuda inicia sus Estudios sobre poesía española contemporánea (1955) con unas “Observaciones preliminares” destinadas a aclarar “ciertas cuestiones, teóricas unas, históricas otras”, que han de servir de referencia a sus estudios (1994a, 71). Esto, sin embargo, sucede luego de que antes ya ha aclarado, en el “Aviso al lector” (67), que el libro no es un manual, y que por tanto “prescinde de plantear ciertas cuestiones históricas anejas al desarrollo de nuestra poesía”, es decir, la española, y que “tampoco trata de ser un estudio sobre la poesía, toda la poesía española, sino de una parte de ella”. Diríamos, entonces, que el estudio de la poesía, con ser una meditación, demanda de manera previa, aunque sumaria, que se pongan sobre el tapete las “cuestiones teóricas” e “históricas” que orientan la lectura; es decir, que se expliciten las condiciones de lectura que asumen conscientemente, en este caso, los dos poetas —si bien Cernuda sigue a este respecto los pasos de Eliot—. Seguramente hay un escrúpulo en ambos, que surge de su posición ante el desarrollo que adquirió la crítica literaria en la primera mitad del siglo pasado, como consecuencia del desenvolvimiento de disciplinas como la lingüística y la historia cultural, a las que aquella estuvo vinculada. Ni Eliot ni Cernuda son, en estricto rigor, críticos académicos, “especialistas” en poesía; su conocimiento de la poesía no está condicionado por la “disciplina” académica. En el caso de Eliot, la explícita mención a I. A. Richards en la mencionada conferencia, señala el contexto intelectual en el que Entre estos presupuestos teóricos, cabe destacar la atención a los aspectos históricos de la poesía y de la crítica, tomando en cuenta que esta última es una experiencia intelectual moderna. “Podríamos afirmar que el desarrollo de la crítica es un síntoma de desarrollo y de cambio de la poesía, y que el desarrollo de la poesía es en sí mismo un síntoma de cambios sociales. El momento decisivo para la aparición de la crítica parece serlo aquel en que la poesía deja de ser expresión del alma de todo un pueblo”, anota en esta conferencia del 4 de noviembre de 1932.

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realiza sus estudios sobre la crítica inglesa de poesía, a inicios de la década de los años treinta (New Criticism). Cernuda es a este respecto más parco, aunque desde luego su actividad se inscribe en este movimiento de la crítica. Pero es el interés del poeta el que prevalece tanto en Cernuda como, desde luego, en Eliot. Las cuestiones teóricas e históricas que aborda sumariamente el poeta español en las “Observaciones preliminares” tienen sin duda una decisiva importancia para la crítica y para la historia literaria: las relaciones entre el lenguaje hablado y el lenguaje escrito, el contacto y la pertenencia del poeta a la realidad circundante2, la combinación de tradición y novedad en la obra poética, entre las cuestiones teóricas. Entre las históricas, Cernuda apunta, en primer lugar, el punto de vista en que han de colocarse el historiador y el crítico para “decidir, de una parte, si la época que comentan realizó lo que pretendía; y de otra, si lo que pretendía valía la pena de realizarse” (75), que introduce el tema de la valoración, no ya del poema, como señalaba Eliot, sino de toda una época. En segundo lugar, el crítico debe atender a lo contemporáneo. Para Cernuda, la contemporaneidad no es un asunto meramente generacional; a este respecto, el poeta sevillano adopta una posición perspectivista (en explícita referencia a Nietzsche), esto es, la revisión de valores que implica toda lectura de los poetas del pasado. “Con respecto a los poetas del pasado tenemos afinidades y desacuerdos”, afirma. Aquellos poetas del pasado que concuerdan con nosotros, sus lectores, retornan como nuestros contemporáneos (en sentido lato). Mas este retorno tiene que ver con periodos de olvido y recuperación —como ilustra el retorno de Góngora en la tercera década del siglo3—. En sentido “Pero el cambio de expresión poética, el cambio de estilo, no depende del capricho del poeta, sino del carácter que le ha tocado vivir. El poeta no es, como generalmente se cree, criatura inefable que vive en las nubes (el nefelibata de que hablaba Darío), sino todo lo contrario; el hombre que acaso esté en contacto más íntimo con la realidad circundante” (74). En Pensamiento poético en la lírica inglesa (siglo XIX), publicado en 1958, Cernuda dedica dos capítulos a la descripción del contexto histórico-cultural de los poetas que estudia: “Fondo histórico del romantic revival” y “Fondo histórico de la época victoriana”. 3 En una nota (inédita hasta la publicación en la edición de Harris y Maristany) fechada en 1937, Cernuda ya se refería, a propósito de Góngora, a estos periodos de reconocimiento y olvido. “Claro está que los valores literarios tienen, como todos, sus alzas y bajas, pero no he hablado gratuitamente en las anteriores líneas de nuestra tradicional antipatía a la tradición. Góngora era ya tradición 2

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estricto, “la contemporaneidad está determinada por la contigüidad histórica”, pero esto no es suficiente: “es necesario [además] que el poeta, para ser contemporáneo, perciba su tiempo y lo exprese adecuadamente”. Cernuda concluye de manera tajante: “Todos podemos recordar nombres de poetas (llamémosles así) que viven en nuestra época, pero que no son en espíritu nuestros contemporáneos” (75). Por último, hay otra cuestión fundamental a la que deben atender el historiador y el crítico, estrechamente relacionada con esta de la contemporaneidad, que tiene que ver con las raíces y los movimientos de continuidad y ruptura en la historia de la poesía (los distintos períodos literarios). El ya citado “Aviso al lector” de Estudios sobre poesía española contemporánea concluye con una cuarta aclaración: “Que no le ha sido fácil al autor prescindir de un escrúpulo arraigado, abstenerse de opinar, por escrito y en público, acerca de la obra de un autor contemporáneo, cuando este sea conocido suyo y no resulte favorable lo que sobre él deba decir. Pero puesto en el trance, ha tratado en lo posible de compaginar la veracidad de su parecer con la consideración de la susceptibilidad ajena”. Con esta aclaración, Cernuda apunta a la dificultad que implica la valoración de la obra de los poetas contemporáneos, y, a la vez, al obstáculo que para la crítica produce la circunstancia del conocimiento personal entre el crítico y el autor. Hay aquí dos cuestiones que conviene tomar en cuenta: primero, la crítica implica valoración. La referencia a Nietzsche a propósito de la “revisión de valores” con respecto a los poetas del pasado, la cual determina su contemporaneidad, señala de modo ostensible que la actualización de las obras —y de los poetas— implica siempre un juicio de valor, y que, además, supone un cambio de perspectiva; si se quiere, un cambio de los parámetros de evaluagloriosa, pero no han pasado unos años, y, otra vez, se le pone en duda y se le regatea no ésta o la otra cualidad de escasa importancia, sino nada menos que la esencia misma de su gloria: su condición misma de poeta. // Mientras la lengua española exista, el nombre de Góngora quedará, a gusto de unos y a pesar de otros, como el del escritor que más espléndidamente supo manejarla. Si se me preguntara quién es para mí el primer escritor español, yo respondería: Góngora” (1994b, 138). Desde luego, el olvido de un poeta no es el resultado sólo de una “tradicional antipatía a la tradición”, sino de lo que más tarde advierte con precisión Cernuda, el movimiento pendular que proviene de la revisión de valores.

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ción. Pero en la crítica de las obras de los poetas estrictamente contemporáneos es aún más evidente la dificultad del juicio de valor, por la intervención de un aspecto que, en rigor, es externo a la crítica: la relación interpersonal4. La segunda cuestión que conviene advertir se relaciona con el “objeto” de la crítica. Cernuda evita referirse a la “poesía”, salvando así el escollo que ya veía Eliot a propósito de la dificultad que tiene el crítico para justificar qué sea “auténtica poesía”; pero, aunque en el “Aviso al lector” se refiera a “la obra”, en realidad toda su actividad crítica gira en torno a los “poetas”. Como sabemos —al menos después de Foucault—, la delimitación de aquello que deba entenderse por “obra” entraña un conjunto de dificultades. No es lo mismo, en efecto, estudiar un poema o un grupo de poemas de un autor, que su “obra poética”. Pero aun así, el estudio del “poeta” se orienta a la consideración de lo que podríamos llamar la “figura” que resulta del contraste entre los rasgos distintivos más destacados de su escritura poética —sus “ciclos poéticos”, su “estilo”, su “tono”, su dicción, su versificación, los motivos dominantes en sus poemas más idiosincrásicos— y la poesía (o los poemas) de sus “contemporáneos” en sentido amplio (aquellas figuras que resultan de la revisión del legado y las obras de sus contemporáneos estrictos). De esta manera, la figura del poeta es una construcción que correlaciona una escritura con lo que viene de la tradición y con el mundo en que se origina. En un estudio temprano dedicado a Juan Ramón Jiménez (1941), Cernuda señala lo que para él constituye la “misión de la crítica”, a la que se mantuvo fiel hasta el fin de su vida: “La crítica de Juan Ramón Jiménez va casi siempre más allá de la figura literaria del personaje, y lo ve y nos lo ofrece como elemento de un conjunto más vasto en el tiempo o en el espacio, lo cual es en definitiva la misión de la crítica” (1994b, 172). En este ensayo sobre Jiménez, Cernuda alude a la justicia o la injusticia que conlleva la valoración crítica. “Claro que no siempre su crítica [la de Jiménez] es justa”, apunta. Sobre Cernuda Cernuda fue en extremo sensible a las opiniones sobre su poesía que consideraba injustas, así como a la falta de atención que se brindaba a su obra, como se evidencia en su “Carta abierta a Dámaso Alonso” (1948) y sobre todo en “El Crítico, el Amigo y el Poeta” (1948), en que no escatima el sarcasmo contra “A. del Arroyo” (que apenas encubre al crítico Ángel del Río) a propósito de la presunta influencia de Guillén en su obra temprana.

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se ha dicho otro tanto. Pero, ¿qué sería la crítica justa? Hay algunas precondiciones, desde luego, que caben exigirse incluso a los poetas-críticos: la consideración pertinente de los textos y sus contextos (que es lo que reclama Cernuda a sus críticos a propósito de la supuesta deuda con Guillén), la coherencia de sus puntos de vista, la consistencia argumental. Pero la cuestión de la justicia es más de fondo, va más allá de la valoración, se inscribe en un contexto ontológico. Ya el perspectivismo que supone la revisión de los valores pone en evidencia, por una parte, el carácter histórico de la valoración, y por otra, el conflicto entre valores, que deriva de las posiciones que asumen los críticos. Dejando de lado la cuestión ontológica de la justicia, que ameritaría una discusión en un ámbito por completo distinto al que aquí nos ocupa, conviene que nos acerquemos más bien a la circunstancia desde la que ejerce Cernuda su crítica poética. Se ha insistido en la falta de objetividad y apasionamiento de los juicios críticos de Cernuda, incluso en su manifiesta injusticia frente a algunos poetas españoles (Juan Ramón Jiménez, Machado), pero sobre todo frente al modernismo, y en particular, frente a Rubén Darío. En el estudio que en su juventud dedica a Cernuda, el crítico español Jenaro Talens, esforzándose por matizar la actitud del poeta sevillano, se sirve de una oposición entre el “crítico-crítico” y el “artista-crítico”, basada en el grado de objetividad y en la orientación de la crítica, sea hacia la exterioridad (la obra que se critica) o sea hacia la interioridad (la propia obra poética). El “crítico-crítico” sería entonces “el estudioso que analiza fríamente”, mientras el “artista-crítico” es el “creador que busca en su crítica más solucionar los problemas que su propia obra le acarrea que clarificar la obra criticada. De hecho —añade—, pocas veces el artista ha sido crítico objetivo” (Talens 160). A juicio de Talens, “por una curiosa coincidencia”, se dieron en España “los casos de artistas que asumían en su personalidad las dos posibilidades”, entre ellos, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Moreno Villa, Dámaso Alonso. Frente a ellos, Cernuda es un caso aparte, sería el extremo del artista-crítico. Cernuda, sin embargo, no puede ser incluido en este grupo [de los poetas españoles que menciona como notables críticos], por más que muchos hayan querido ver como objetividad lo que no era sino frialdad apasionada. En efecto, rebelde siempre, anár-

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quico, no se deja llevar por sistema alguno a la hora de analizar la obra ajena, sino por sus íntimas convicciones a menudo contradictorias acerca de cómo había de ser la poesía —de la que el modelo que tenía a mano era su propia poesía—. Prácticamente la única literatura válida era aquélla en mayor o menor grado relacionada con su particular visión de mundo. (161)5

Talens toma de Jaime Gil de Biedma, a quien cita, la paradójica calificación que contrapone a la objetividad6. Hay que reconocer que del grupo de poetas que enumera Talens es precisamente Cernuda el que continúa siendo nuestro contemporáneo, lo cual no implica, de ninguna manera, que se desconozca la calidad poética, sobre todo de Salinas y Guillén. Es cierto que Salinas, Guillén, Dámaso Alonso, notables filólogos y profesores de poesía, llevan adelante un trabajo mucho más orgánico, metódico y disciplinario que Cernuda. Lo sistemático pertenece ante todo al trabajo académico. El rigor que entraña el pensamiento poético no es ajeno, por el contrario, a una enorme libertad que permite el juego de las contradicciones, la paradoja, la ironía incluso; una libertad que al poner en cuestión la primacía de cualquier principio, y no se diga sistema, es por naturaleza rebelde y anárquica. Habría que comenzar por el reconocimiento de la integridad ética cernudiana, pues como crítico declara abiertamente el perspectivismo de su posición. Dicho esto, el análisis de la obra ajena no queda librado al capricho o la inconsecuencia; por el contrario, lo que el propio Talens reconoce en Cernuda es la “frialdad apasionada”. Lo que amerita una consideración más detenida es la afirmación en torno a la perspectiva crítica de Cernuda, que estaría orientada “por sus íntimas convicciones . . . acerca de cómo había de ser la poesía”, y que tendría por modelo “su propia poesía”. Cernuda sabía bien que no es posible dar una definición de la poesía, “lo cual resulta una tarea vana y pretenciosa” (1994a, 606), incluso en el caso en que el poeta deba iniciar una lectura con unas palabras previas que den cuenta de su posición respecto de la poesía: “Permítaseme que refiera ahora la poesía a mi experiencia El énfasis es de Talens. Gil de Biedma había dicho en el artículo “El ejemplo de Luis Cernuda” que “su frialdad es la apasionada frialdad del hombre que, a cada momento, está intentando entenderse y entender” (citado por Talens).

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Iván Carvajal, La experiencia poética en la crítica de Luis Cernuda

personal, lo cual supone no poca presunción, aunque el poeta, si es que se me puede llamar así, tiene fatalmente que referir a su propia persona las experiencias poéticas que con sus medios limitados percibe; y al fin y al cabo, acaso las experiencias del poeta, por singulares que parezcan, no lo sean tanto que no puedan encontrar eco, en sus líneas generales, a través de diferentes existencias” (“Palabras antes de una lectura” [1935], 1994a, 601602). Pero esa imposibilidad de hablar sobre la poesía más allá de la experiencia personal del poeta —experiencia que, si seguimos a Eliot, es sólo parcialmente expresable— no se concilia con un propósito que sería ciertamente pretencioso y vano, como es tomar como modelo de la poesía su propia poesía. Sin embargo, no es menos cierto que una primacía de la posición del artista sobre la del crítico supedita la actividad crítica a los hallazgos, dificultades y búsquedas que son propios de la escritura poética. En efecto, y como se dijo más arriba, la escritura poética implica un trabajo de meditación y estudio de la poesía que se actualiza ante el poeta en el proceso de su escritura que, de manera consciente o no, se inicia con la lectura e interpretación. No conocemos mucho acerca del proceso de gestación de un poema, pero sabemos que, gracias a la experiencia poética, en la lectura se aprehenden formas, motivos, palabras, versos, que se acumulan en la memoria y encuentran su forma final en el poema. El poema nunca viene solo, con él adviene un mundo, y ese mundo gravita, para el poeta, en torno a su experiencia poética. De esta suerte, la visión de mundo no es una condición previa a la experiencia poética, sino que se configura en esta, en el proceso de lectura y escritura que se extiende a lo largo de la vida del poeta, desde el momento en que entra en contacto con el primer poema que lo deslumbra. Sabemos que para Cernuda ese encuentro inicial se produce en la infancia, a los once años de edad, cuando cae en sus manos un volumen con las rimas de Bécquer (Silver 22). En un artista que se plantea como propósito la unidad total entre vida y poesía, como es el caso de Cernuda, esta formación de mundo en torno a la poesía es desde luego extremadamente intensa. Se podría decir que toda experiencia y todo conocimiento que estén al alcance de aquel artista que lleva al extremo la unidad entre vida y arte, devienen materia de este último. La “visión de mundo” de Cernuda se configura por completo en torno a la poesía. Incluso la adversidad que marca la vida del poeta, queda articulada de manera esencial a su mundo poético. No de otra manera pudo

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surgir el lema que engloba al conjunto de su poesía, La realidad y el deseo. Sin embargo, la “visión de mundo” no permanece estable, sobre todo cuando la realidad cambia de manera constante, como en la época moderna. Si de hecho la visión de mundo cambia con el transcurso de la vida, con las experiencias vitales, la transformación es aún más profunda ante acontecimientos personales y colectivos dramáticos, como lo fueron la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial. En el poeta moderno, y más todavía en el poeta del siglo XX, todas estas modificaciones se combinan con una transformación más decisiva, relacionada con el despliegue de la experiencia poética: la sucesión de movimientos artísticos, el encuentro y el conocimiento de otras tradiciones poéticas, la revisión (e incluso, la inversión) de valores que caracteriza a la cultura moderna. Para el poeta-crítico, en consecuencia, el ejercicio de la crítica es un aspecto necesario de la “meditación” a la que se refería Eliot, una de las dos facetas de su experiencia poética, un componente de su pensamiento. Por otra parte, es evidente que el lector que posee alguna experiencia poética, adopta una posición previa frente a los ensayos críticos. En efecto, a unos textos se encamina en búsqueda de información historiográfica y de análisis que contribuyan a su conocimiento de los aspectos técnicos y del desarrollo artístico; a otros, en búsqueda de interpretaciones que pongan en correlación la poesía (o, con mayor precisión, un conjunto de poemas) de una época con la configuración históricocultural en que se insertan. Para ello, se dirige al “crítico-crítico”, aunque este conviva, en la misma persona y bajo el mismo nombre, con el poeta. Pero cuando el lector de crítica de poesía quiere percibir la poesía desde el interior del movimiento artístico, sin duda va en búsqueda del artista-crítico. Quizá el crítico-crítico sea más ecuánime en sus apreciaciones, más atento al movimiento de conjunto en la historia literaria, más preciso en los detalles técnicos, pero es seguro que el artista-crítico aporta la intensidad de las cuestiones decisivas para la “creación” artística en un momento de la historia cultural. De ahí que frente a la ecuanimidad opte por el apasionamiento, porque en su actividad crítica pone en riesgo ya no un método, ya no un protocolo acordado dentro de una comunidad académica, sino el lugar desde el que vive su integral experiencia poética.

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A partir de estos presupuestos, se puede afirmar que la influencia de Cernuda en el desarrollo de la poesía en nuestra lengua, al menos en el último medio siglo, tiene que ver con la doble impronta, como poeta y como crítico, aspectos en realidad indisociables. Dado que en este breve ensayo no existe intensión alguna de exhaustividad, quisiera señalar, de manera breve, algunas de las que me parecen líneas matrices de la crítica cernudiana que fueron decisivas para la poesía hispanoamericana a partir de la década de los años sesenta del siglo pasado. 1) El poeta debe tener conciencia de su lugar en la tradición poética y, en consecuencia, asumir una posición que le obliga a delinear el horizonte poético “contemporáneo”. Es evidente que para ello no hay “método” alguno, que el poeta está librado a un perspectivismo cuyas consecuencias dependen del talento (o del genio) individual y de la riqueza de la experiencia poética que le permiten, a la vez, captar la poesía del pasado que puede actualizarse con potencia, y la posibilidad de metamorfosis en la poesía que se escribe en el momento. Es verdad que en las historias literarias ha habido largos periodos en que ha predominado el apego a determinados cánones que rigen la composición, pero en la época moderna el movimiento ha estado caracterizado, más bien, por las rupturas con respecto a la tradición. Ya Paz decía que en la modernidad la tradición no es continuidad, sino ruptura. Pero esta tradición de ruptura, como veía bien Cernuda, implicaba la revisión de valores del pasado, el retorno de Manrique, de Garcilaso, de san Juan de la Cruz, de Aldana, de Góngora. O, más bien, de cierto Manrique, de cierto Garcilaso, de cierto san Juan de la Cruz, de cierto Aldana, o cierto Góngora, porque los poetas que vuelven (los poemas que vuelven) están seleccionados e inter-

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pretados necesariamente desde el sesgo7 que imprime el poetizar del poeta que los hace sus contemporáneos. Por otra parte, el curso de la experiencia poética de un poeta (e incluso del crítico académico) está sujeto a cambios, en ocasiones radicales, de su comprensión de la poesía, y, por tanto, a modificaciones de sus valoraciones. Es cierto, además, que su valoración puede llevar a equívocos, injusticias, olvidos, y hasta a extrañas animadversiones que imposibilitan la lectura de tal o cual poeta, incluso si se trata de un gran poeta al que se desconoce por completo (como, en el caso de Cernuda, ocurre con su desconocimiento de Darío). A partir de las “afinidades electivas” se puede estar de acuerdo o en desacuerdo con el poeta-crítico. De cualquier manera, la composición que este hace de la “contemporaneidad” (en sentido lato) permite al lector una profundización de su experiencia poética, pues contribuye a la comprensión de los problemas que afronta el poeta, como también porque se acerca a una experiencia particular de aproximación a la tradición. En el caso de Cernuda, esta conciencia de su lugar en la tradición de la poesía española tiene que ver con la búsqueda de un origen para esa tradición (Manrique, Garcilaso), de un poeta fuerte que se constituya en el referente histórico de la poesía en lengua castellana (en algún momento, Góngora), en los antecedentes que le permitan delimitar su posición frente a sus contemporáneos estrictos (Bécquer frente al modernismo y la generación del 98), y en la diferenciación frente a esos contemporáneos estrictos. Desde luego, la fijación de un origen y de referentes, la representación del movimiento de una historia de la poesía, la construcción por tanto de la contemporaneidad, son de alguna manera Habría que preguntarse si existen alguna crítica o alguna historia que no estuviesen sesgadas. El ideal de la crítica formalista, en cualquiera de sus vertientes, fue siempre la objetividad y la puesta entre paréntesis de la valoración. Más allá de la descripción formal, que ya implica la delimitación del objeto que va a ser descrito, es poco lo que puede decir un tal ejercicio crítico. Pero la descripción no es conocimiento del poema, aún si es exhaustiva, como en el estudio que Lévi-Strauss y Jakobson dedican a Les chats de Baudelaire: se da cuenta de su estructura, de los componentes “moleculares” y “atómicos” del poema, pero la singularidad de Les chats rebasa por completo al trabajo descriptivo. No se trata tampoco, por supuesto, de hurgar en el poema por su sentido, por su verdadera significación; la interpretación crítica no necesariamente es hermenéutica, en tanto ésta siempre se dirige a desentrañar el núcleo oculto, la verdad o el sentido esencial de un texto.

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“arbitrarias”, si por arbitrariedad entendemos en este caso que su “necesidad” brota efectivamente de los problemas que debe enfrentar en su propia experiencia poética, que no es una situación meramente subjetiva, sino que tiene que ver con el mundo cultural que le viene dado. Sin embargo, no se puede dejar de consignar la extrañeza que provoca la ausencia de Hispanoamérica en esta configuración de la contemporaneidad que se da en el trabajo crítico de Cernuda. Los únicos poetas hispanoamericanos sobre los que escribe Cernuda son Rubén Darío y Julio Herrera y Reissig, y si en el caso de Darío es insólita su injusticia, en el caso del poeta uruguayo se puede decir que casi lo toma de manera ejemplar para demostrar la pobreza de la versificación modernista. Este vacío es, mirado desde Hispanoamérica, aún más inquietante cuando se trata de la ausencia de al menos medio siglo en que surgen poetas de inusitada fuerza, como Huidobro, Neruda, Vallejo, Gorostiza, Lezama Lima, Borges. Para un poeta hispanoamericano resultaría inconcebible ignorar la historia de la poesía española como una de las fuentes de su tradición. 2) Una segunda faceta que cabe resaltar en la obra crítica de Cernuda es su vocación europea. En su caso, es evidente que el vínculo con la poesía moderna tiene su núcleo en el romanticismo. Lector de Hölderlin, de los románticos ingleses, de Baudelaire y Mallarmé, Cernuda atiende con especial preocupación al surgimiento y despliegue de la revolución poética moderna, en sus grandes momentos. Octavio Paz, en el ensayo que dedica a Cernuda, “La palabra edificante”, hace una notable observación sobre la condición de poeta moderno, que se expresa en el sentido biográfico de su poesía, y a la vez sobre la situación de los españoles frente a Europa. Biografía de un poeta moderno de España, La realidad y el deseo es también la biografía de una conciencia poética europea . . . Por supuesto, los españoles son europeos pero el genio de España es polémico: pelea consigo mismo y cada vez que arremete contra una parte de sí, arremete contra una parte de Europa . . . Cernuda escogió ser europeo con la misma furia con que otros de sus con-

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temporáneos decidieron ser andaluces, madrileños o catalanes. Su europeísmo es polémico y está teñido de antiespañolismo. El asco por la tierra nativa no es exclusivo de los españoles; es algo constante en la poesía moderna de Europa y América . . . Así, Cernuda es antiespañol por dos motivos: por españolismo polémico y por modernidad. Por lo primero, pertenece a la familia de los heterodoxos españoles; por lo segundo, su obra es una lenta reconquista de la herencia europea, una búsqueda de esa corriente central de la que España se ha apartado desde hace mucho. No se trata de influencias —aunque, como todo poeta, haya sufrido varias, casi todas benéficas— sino de una exploración de sí mismo, no ya en sentido psicológico sino de su historia. (Paz 55)8

Es evidente que el “antiespañolismo” de Cernuda se manifiesta, en cuanto crítico, en relación con determinadas tendencias de la poesía española de su época, en el rechazo del modernismo y la generación del 98, en su aversión por lo “popular”, pero, como hemos señalado, el poeta no dejó de rastrear sus raíces en la tradición hispánica, aunque ponga el acento, según los momentos de su experiencia, en unos u otros poetas del pasado. Es en su poesía, sobre todo en sus últimos libros, donde el “asco por la tierra nativa” es más fuerte. Sin embargo, gracias a su “lenta reconquista”, no sólo su poesía sino, a través de ella y su obra crítica, la de los poetas en que tendrá influencia, salen beneficiados de la herencia poética europea, sobre todo del romanticismo, pero también de Mallarmé, del surrealismo, de la moderna poesía inglesa e italiana. El pensamiento poético de la lírica inglesa es, en esta línea, un libro que recoge la lectura que presta un poeta español del siglo XX a la poesía moderna inglesa del siglo XIX, lectura que se enmarca en su esfuerzo por alcanzar una escritura poética que asimile la concisión, la claridad y el repudio a la elocuencia, que Cernuda descubre en la lírica inglesa. Es otro mexicano, A propósito del sentimiento trágico de la vida en García Lorca, Cernuda escribía en 1938 que la muerte había sido tema casi único de su poesía, y añadía: “Esto no podía comprenderlo todo su público, sobre todo cierto público intelectual que merced a una superficial cultura europea se estimaba como factor decisivo para la transformación de nuestro país. Ahora bien, España y su gente son un ‘sí’ y un ‘no’ contundentes y gigantescos que no admiten componendas europeas. Y cuando esa afirmación y esa negación españolas se enfrentan una con otra de siglo en siglo, los pobres intelectuales europeizantes escapan a la desbandada. [Cernuda prosigue, a renglón seguido, como marcando la diferencia con su gran contemporáneo:] Federico García Lorca era español hasta la exageración. Sobre su poesía como sobre su teatro no hubo otras influencias que las españolas” (“Federico García Lorca [Recuerdo]”, 1994b, 153-154).

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Salvador Elizondo, quien precisa la importancia de este estudio del poeta sevillano: “Cernuda maneja un lenguaje poético que puede serle ajeno como poeta, pero que como poeta, por su enajenación de la utilidad de ese lenguaje que a él no puede entregarle sino su esencia concretada en poema, sí puede revelarle el trasfondo último de la poesía y la poesía misma” (Elizondo 107). Tras de Cernuda, varios poetas españoles e hispanoamericanos se aproximarían a la lírica inglesa9. Por otra parte, lo que denomina Paz “europeísmo” de Cernuda, podría considerarse como una manera particular de ampliación del ámbito de la contemporaneidad del poeta, dentro de una exigencia compartida por los poetas del siglo XX, que a lo largo del siglo fue creciendo: la apertura hacia otras tradiciones líricas de Occidente, la mirada hacia las tradiciones poéticas orientales e incluso amerindias. En el artículo citado, Elizondo señala: Si antes de ahora las influencias en las diversas literaturas nacionales eran completamente específicas, hoy en día esto ya no sucede; las influencias se entrecruzan caprichosamente, van inusitadamente de un polo al otro de la tierra sin que podamos explicarlas más que por una preferencia personal del poeta que ama abrevar ahistóricamente en fuentes que por razones tradicionales parecerían estarle vedadas. Como quiera que sea, es posible encontrar un cause oculto, casi imperceptible por el que fluye este fárrago aparentemente desordenado de influencias si atendemos más al pensamiento crítico que a la creación literaria misma. (103)

Elizondo anota de paso la “estrecha relación” que existe entre el pensamiento poético de Góngora y de Marino, de Crashaw y de Góngora, de Quevedo y de Donne, o en el ámbito del primer romanticismo, entre Heine y Bécquer10. 3) La oposición entre “dicción” y “elocuencia”, que está detrás de la oposición entre tradición francesa (particularmente el simbolismo) y tradición inglesa, se superpone con la organización de la Elizondo: “La poesía inglesa no a impregnado nuestra lengua sino en el siglo presente [XX]” (103). 10 Esta búsqueda de fuentes exóticas, por decirlo de alguna manera, fue creciendo a lo largo del siglo pasado. Hoy puede ser mirada como una faceta del proceso de mundialización. Tengamos presente que el artículo de Elizondo fue publicado en 1964, hace casi medio siglo. 9

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tradición poética española que propone Cernuda. Los equívocos cernudianos con respecto al modernismo, a Darío y a la “generación del 98” tienen que ver con su repudio a la “elocuencia”, la abstracción y lo ornamental. En contraposición, como hemos dicho ya, la lírica inglesa permite contraponer la “dicción” a la elocuencia, en la línea de una poesía concisa y concreta. Como ya a propósito de la orientación de la crítica literaria, Eliot también en este sentido es un referente de Cernuda. El lenguaje poético no es, ciertamente, el lenguaje pragmático de la vida cotidiana, pero tampoco debe ser el de la elocuencia ornamental, el lenguaje del exotismo que caracteriza al simbolismo francés y al modernismo. El tono “conversacional” y narrativo que se descubre en la lírica inglesa contemporánea permite una renovación en ruptura con el modernismo y sus inmediatos continuadores, que, entre otros aspectos importantes para la historia de la poesía de nuestra lengua, permite a Cernuda renovar el poema largo y el poema en prosa. 4) Cada poeta configura en su experiencia poética un determinado “ideal” de lo que tiene que ser el poeta, que en realidad es el ideal que procura alcanzar para insertarse en la tradición y entre sus contemporáneos. Desde este punto de vista, todo poeta tiene sus adversarios, sus espectros que lo acosan. Es con estos espectros adversarios con quienes se torna implacable y, a menudo, injusto. Pero la “injusticia” está para que la descubran y comenten los críticos. Es en este aspecto cuando el poeta pierde la frialdad analítica y cuando más se deja llevar por la pasión. Una lectura que se beneficia de la distancia de medio siglo, nos permite poner en perspectiva la posición de Cernuda. En realidad, Cernuda no se refiere a la obra poética de Darío, es más, confiesa paladinamente que no ha leído al poeta nicaragüense: “La lectura de Darío fue en mi caso personal lectura adolescente, de los 17 años más o menos; estrofas, fragmentos de estrofa o versos suyos aún quedan por los rincones de mi memoria, aunque hace unos cuarenta años que no he vuelto a leerle. ¿Por qué? Porque durante esos cuarenta años mi trabajo de poeta fue llevándome, instinti-

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va y reflexivamente, hacia una experiencia de la poesía contraria a la que representa la de Darío, y la relectura de éste me aburre y enoja. Es decir, que Darío se ha convertido para mí en negación de cuanto he llegado a admirar y de cuanto he querido realizar, según mis medios, en el terreno de la poesía” (“Experimento en Rubén Darío” [1959], 1994a, 712). El crítico académico, y más aún si es hispanoamericano, tiene razón en rechazar este modo de “experimentación” crítica11, pero quizá el equívoco radique en tomar como ensayo crítico algo que es otra cosa, que es más bien una declaración de principios, un manifiesto. Desde este punto de vista, cuanto dice Cernuda sobre Darío tiene importancia como material de análisis para el estudio de la historia de la poesía en nuestra lengua en el siglo pasado, para advertir la reacción que provoca Darío en un momento dado de esa historia y cómo tenían que abrirse paso los poetas fuertes de nuestra tradición en oposición precisamente al nicaragüense. Como crítica de la obra poética de Rubén Darío, el ensayo de Cernuda es irrelevante. 5) Cernuda tuvo que enfrentarse a otro tópico que retorna cada cierto tiempo y en distintos contextos a los debates literarios: el tema de lo popular. El romanticismo que —como se ha dicho reiteradamente— es una de las referencias fundamentales de la experiencia poética de Cernuda, creó un culto de lo popular que se refería ante todo a la configuración de determinados mitos sobre el pasado. La crítica de Cernuda se dirige a la supuesta expresión del sentir y el pensar del pueblo, que podría manifestarse en un lenguaje poético simple y sencillo, como proponían Wordsworth (aunque su ideal no se cumpliera de ninguna manera en su poesía) y más tarde Campoamor. Como anota Cernuda, la realización de una “poesía popular” así entendida sólo encuentra lectores entre “algunos maestros de escuela y tal o cual miembro de nuestras clases conservadoras” (“Poesía popular” [1941], 1994a, 476). Por otra parte, nada es más ajeno que la “voz mesiánica” del bardo para un poeta que considera que la interiorización de la experiencia poética es la vía para adentrarse en la realidad, como sucede con Cernuda, aunque el poeta reErnesto Mejía Sánchez, en “Rubén Darío, poeta del siglo XX”, al señalar la influencia de Darío en la poesía española menciona unos cuantos nombres que precisamente podrían considerarse como poetas que están en la otra orilla de la “experiencia poética” cernudiana (119). 11

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conozca que la gran poesía tiene de alguna manera su raíz en el pueblo, en el sentido que el romanticismo asignó al término. En el ya mencionado ensayo que dedica a García Lorca, sobre el carácter popular de la poesía del granadino, Cernuda apunta: “Su poesía no necesita esa póstuma deformación [esto es, convertirlo en “bardo mesiánico”] para encarnar como encarna la voz más remota, honda e inspirada de nuestro pueblo, aunque éste no lo sepa, como ha ocurrido siempre y como es natural que ocurra” (1994b, 152). Esta penetrante observación se vincula, además, con la confusión entre lo popular y el público. Cernuda fue especialmente sensible a la falta de público que tenía para su poesía, lo que le permitió discernir entre poetas que tenían su público ya constituido —los poetas conservadores, que se apegaban a las formas prevalecientes (el simbolismo, el modernismo y sus inmediatos continuadores, en su caso)— y los poetas innovadores cuya obra tenía que esperar por su público. De hecho, el poeta innovador no cuenta con un público que sea capaz de recibir de inmediato su poesía, sino que tiene que esperar que esta vaya paulatinamente creando a su público. Si Cernuda tuvo al fin un público para su poesía fue hacia el final de su vida, primero en México y sólo posteriormente en España. Incluso muchos de sus poemas tendrían que esperar el paso del tiempo, después de su muerte, para encontrar a los lectores capaces de vivir con ellos su experiencia poética. Para poner fin a esta aproximación, bien vale citar nuevamente a Elizondo, que a propósito de El pensamiento poético en la lírica inglesa propuso una caracterización que vale para el conjunto de la crítica poética de Cernuda: “La palabra del poeta rara vez es la palabra del historiógrafo de la literatura o aun del crítico literario a secas. Si bien es cierto que el poeta ve más imprecisamente que el erudito o el historiador de la literatura, es también más cierto que su mirada tiene mayor profundidad. El poeta accede, confrontado con los demás poetas, a una visión de la cual él es partícipe” (104-105). Tal vez el término “imprecisión” que usa Elizondo sea equívoco en este contexto. La “imprecisión” del poeta tiene que ver con el sesgo que provoca su proyecto poético, la autoconciencia sobre su escritura, pero por eso mismo adquiere “mayor profundidad”, pues cala en el interior mismo del movimiento de la poesía en la historia de una cultura, en un

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momento de la tradición. En la crítica cernudiana resuenan para nosotros, con una intensidad única, algunas de las cuestiones fundamentales del movimiento poético en nuestra lengua de la primera mitad del siglo pasado. Obras citadas Cernuda, Luis. 1994a. Prosa I. Edición de Derek Harris y Luis Maristany. Madrid: Siruela. Cernuda, Luis. 1994b. Prosa II. Edición de Derek Harris y Luis Maristany. Madrid: Siruela. Eliot, T. S. 1968. Función de la poesía y función de la crítica. Barcelona: Seix Barral. Elizondo, Salvador. 1990. “Cernuda y la poesía inglesa”. En Valander, 103-107. Mejía Sánchez, Ernesto. 1990. “Rubén Darío, poeta del siglo XX”. En Valander, 115-130. Paz, Octavio. 1990. “La palabra edificante”. En Valander, 51-74. Silver, Philip W. 1995. Luis Cernuda: el poeta en su leyenda. Madrid: Castalia. Talens, Jenaro. 1975. El espacio y las máscaras. Introducción a la lectura de Cernuda. Barcelona: Anagrama. Valander, James, comp. 1990. Luis Cernuda ante la crítica mexicana: Una antología. México: Fondo de Cultura Económica.

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ESTÉTICA DE LA NOVELA Y FATALISMO EN JACQUES EL FATALISTA Y SU AMO DE DENIS DIDEROT Iván Padilla Chasing

El siglo XVII en Francia termina con el enfrentamiento entre los

seguidores de los “antiguos” y de los “modernos”. Nada resulta más revelador para entender la crisis de la estética clásica y las nuevas perspectivas que se anuncian y desarrollan en el periodo de la Ilustración. El siglo XVIII es no solamente un momento importante en la historia del pensamiento moderno y de las revoluciones sociales, sino también, y ante todo, un periodo clave para la revolución estética: los grandes géneros literarios del “Grand Siècle” son sometidos a grandes transformaciones, y la doctrina clásica, que pregonaba el orden e imponía el modelo de los Clásicos, se ve atacada por un deseo de libertad y espontaneidad que poco a poco se establece. De los géneros impuestos y practicados durante el siglo XVII, la tragedia y la comedia en particular, el XVIII crea otras posibilidades que en la doctrina clásica aristocrática no eran contempladas. En el campo de las artes dramáticas, por ejemplo, se desarrollan géneros que por su flexibilidad se olvidan de la rigidez dogmática de los seguidores de la doctrina clásica, a saber: la opera cómica a la manera de Favart, la comedia de sentimientos a la manera de Marivaux, la comedia sentimental, el melodrama y el drama burgués teorizado por Diderot y practicado por Sedaine, Mercier y Baumarchais, en Francia, y por Lessing en Alemania. Las nuevas concepciones estéticas se hacen sentir sobre todo en el campo de la novela. A pesar del ejemplo del Paraíso perdido de Milton y de los esfuerzos de un Voltaire en La henriade, el canto épico no encuentra adeptos en el ámbito literario de la época. Desde el inicio del Siglo de las Luces, los narradores franceses se lanzan en la búsqueda de nuevas formas narrativas; de la forma tradicional de la novela de caballería, de aventuras, pastoril

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y galante, practicada a lo largo del XVII por D’Urfé y Mme. de Scudery, se pasa a un modelo de novela de evidente inspiración cervantina. El modelo de la novela burlesca de Scarron y Sorel se impone, se parodian los antiguos modelos clásicos y se empieza a cuestionar todos los aspectos del género. La búsqueda pasa por la forma de las memorias, de las cartas, de los diarios íntimos, del relato “oral”, de los relatos y crónicas de viajes, entre otras que tratan de dar la impresión de lo verdadero. Si bien la mayoría de los escritores del XVIII admiraron el tono noble y solemne de La princesa de Cleves de Mme. de La Fayette, los narradores de las Luces prefieren el ejemplo de las novelas inscritas en la tradición rabelisiana y cervantina. A la acumulación de aventuras o de situaciones inverosímiles de la novela del XVII, la generación de Montesquieu, Marivaux, Crébillon, Prévost, Voltaire, Rousseau, Diderot, Laclos y Retif de Bretonne, entre otros, prefirió una narrativa de tendencia naturalista que los aproximaba a la de sus vecinos ingleses Swift, Richardson, Defoe, Fielding y Sterne. La vida pública y literaria de Denis Diderot (1713-1783) se desarrolla durante las cuatro últimas décadas de aquello que los historiadores franceses han llamado el “Antiguo régimen”. Toda su actividad social y literaria se enmarca en una sociedad en mutación. La Francia de la época vivía, desde Luis XIV, bajo una monarquía absoluta y de privilegios. A pesar del auge económico de las sectas protestantes, este monarca había hecho de su reino una nación católica. El Edicto de Nantes (1685) impone el catolicismo como religión oficial y, al mismo tiempo, conduce a una crisis económica pues obliga a los protestantes a huir con sus capitales hacia países más liberales como Inglaterra y Holanda. La reforma económica puesta en marcha después de la muerte del rey Sol trae consigo un evidente alejamiento de los principios éticos sugeridos por dicha religión. La castidad, la obediencia y la pobreza parecen no ser del gusto de los franceses de este momento y, por el contrario, la historia y la literatura registran un gusto por el lujo, por los placeres de los sentidos, por la libertad que conduce a la liberación de las costumbres y en algunos casos a la anarquía ética y moral. En este contexto emerge una nueva fuerza social: la burguesía. A pesar de que ya en el siglo XVII esta había accedido al campo cultural e intelectual, y aunque Luis XIV los haya preferido como consejeros de estado frente a los nobles, en pleno siglo XVIII la burguesía no gozaba aún de reconocimiento político.

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Consciente de este hecho, la burguesía desarrolla un movimiento ideológico que cuestiona los privilegios, el poder y en general todas las instituciones sociales de su régimen. El burgués, inspirado en valores liberales y protestantes como la voluntad, el libre albedrío y el mérito del trabajo, funda el mito del éxito social e impone su deseo de cambio. Con su actitud la burguesía pone en tela de juicio todo el orden social establecido. El auge de las “Luces” coincide en Francia con el auge de esta clase que se propone revisar críticamente la organización social, la historia de la Iglesia y el papel desempeñado por la religión a la largo de la historia de la humanidad, así como las nociones fundamentales del hombre y de la humanidad en general. No es raro, entonces, encontrar en este contexto una literatura de ideas que tuvo en la mira las instituciones sociales, políticas y religiosas. Inspirados en los presupuestos de Bacon, Hobbes, Descartes, Bayle, Spinoza, Liebnitz, Locke, Newton y Toland, entre otros. Los nuevos filósofos hicieron de su literatura un instrumento de polémica con fines didácticos para establecer un nuevo orden. En este contexto se pueden leer obras como las Cartas persas y El espíritu de las leyes de Montesquieu; Cándido o el optimismo, Zadig o el destino y El ingenuo de Voltaire; Julie o la nueva Eloisa, Emilio o la educación y El contrato social de Rousseau; el Tratado de las sensaciones de Condillac; Del hombre, de sus facultades intelectuales y de su educación de Helvetius; El hombre máquina de La Mettrie; El sistema de la naturaleza de D’Holbach, y La Enciclopedia, entre otras obras que dan cuenta no solamente de un nuevo humanismo, sino también del desplazamiento de la vida intelectual del seno de la Corte al de la burguesía. Si bien en el siglo XVII la corte había sido el centro cultural por excelencia, en el siglo XVIII, a pesar del mecenazgo ejercido por algunos nobles ilustrados, los Salones y Cafés, lugares de tertulias por excelencia, se convierten en los epicentros del pensamiento de las Luces. La imagen del hombre en estado primitivo, guiado por la razón y avanzando hacia el conocimiento y la madurez política, social, ética e intelectual se consolida en estas circunstancias. La obra de Diderot se desarrolla en y al margen de estas grandes obras. El autor de Jacques el fatalista y su amo participa directamente desde 1748 en el gran proyecto editorial que es La Enciclopedia, no sólo en calidad de coordinador sino también como autor de muchos artículos. Y, al mismo tiempo, compone una obra extraordinaria,

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única, que aborda todos los géneros literarios practicados en la época. Panfleto, ensayo filosófico, ensayo estético, drama, diálogo, novela, cuento, crítica de arte, etc., todo pasó por las manos de este escritor poseedor de un humanismo alegre y flexible propio de los hombres de este periodo. Si bien la producción novelesca del siglo XVIII europeo sorprende por su riqueza y abundancia, es preciso recordar que hasta finales del siglo la novela era considerada como un género menor, inútil, frívolo, peligroso y perturbador de la imaginación, puesto que al representar las pasiones humanas, en particular las amorosas, podía convertirse en fuente de corrupción y depravación. Debido, en parte, a la ausencia de una poética que estableciera los principios o normas de su elaboración, antes de 1750 pocos autores que hoy identificamos como novelistas reconocían que escribían novelas. Tanto Boileau en su Art poétique y su Satire IX (1674), como Montesquieu en las Cartas persas (1721), e incluso Voltaire en su Essai sur la poésie épique (1724), consideraron la novela como un género indigno de los “hombres de letras”. De acuerdo con la tesis central de George May, en Le dilemme du roman au XVIII siècle, el género se enfrentó a un dilema en el cual algunos adversarios le criticaron un excesivo idealismo que deformaba la realidad y otros un excesivo gusto por la verdad que chocaba con la moral y el buen gusto (May). Divididos entre lo ficcional y lo histórico, muchos novelistas se sintieron obligados a aclarar que lo que escribían no era una novela. Tal como lo explica Alain Montandon en su estudio sobre la novela en el siglo XVIII europeo, “el título de novela estaba demasiado desacreditado como para hacer uso de él”; los novelistas, dice el crítico, a pesar de reconocer que se movían en el campo de la ficción, renunciaron a la calificación de “novela” y prefirieron la de “historia”, “anécdota”, “memoria”, etc. (Montandon 29). La gran mayoría trató de hacer pasar la historia contada como auténtica, real o verídica. Los prefacios explicativos que acompañan las novelas, sin excepción, tratan de suplir la ausencia de normas y al mismo tiempo justificar la historia narrada. Tanto en Inglaterra como en Francia, desde Defoe hasta Fielding, desde Montestquieu hasta Laclos, los autores se debatieron entre la idea de novela e historia (romance-novel, para los primeros y roman-histoire para los segundos).

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Modelos novelescos y estrategias narrativas: narratividad, dialogicidad y teatralidad Por su carácter inclasificable, y en la medida en la cual Diderot pone a prueba en su obra todos los modelos novelescos de la época, la crítica ha considerado Jacques el fatalista y su amo como una “antinovela”, como una burla dirigida no sólo al género y sus practicantes sino también a sus lectores. A pesar de ser una obra que atrapa y seduce por su alegría y desenvoltura, el aspecto lúdico de la composición ha despistado tanto a críticos como a lectores desprevenidos. El deseo de clasificación ha llevado a los primeros a querer encasillar la obra bajo la rúbrica de la novela picaresca, pero por lo general descubren que hacen falta los elementos esenciales de este tipo de novela; la configuración de Jacques no obedece a la del modelo del pícaro, y su recorrido novelesco no narra ni su experiencia con diferentes amos ni el ascenso social propio del héroe de este tipo de relatos1. El lector al entrar en la obra espera, según lo enunciado, el relato de “los amores de Jacques”, lo que lleva a suponer que se prepara un relato de amor, pero el recorrido le descubre que tal relato amoroso no existe. De igual manera, por el hecho de que el narrador ubique sus personajes en un camino y se indique que viajan, el lector podría pensar que se trata de una novela de aventuras o del relato de un viaje, pero, igualmente, no se descubren ni los aspectos extraordinarios, ni los elementos estructurales de estos tipos de relatos. El interés de la obra no se centra ni en la acción, ni en las aventuras, ni en las peripecias que puedan caracterizarla. A Diderot no le interesan ni los detalles del idilio amoroso, ni la acumulación de episodios y aventuras novelescas en el sentido peyorativo del término. Por las manifiestas desconfianzas de Diderot hacia el género novelesco, se podría pensar que los modeles existentes hasta entonces aparecen en el relato única y exclusivamente para ser parodiados y cuestionados. La perspectiva cómica adoptada por el autor para dar cuenta de su visión del hombre, de la vida y de la condición humana lleva a pensar que dichos modelos son considerados sólo para mostrar su incapacidad, su caducidad y su perfecta inadecuación frente a este aspecto. El relato amoroso, de viajes, de aventuras, picaresco o Para establecer un paralelo más profundo en relación con este tema recomendamos ver Belic y Souiller.

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libertino, en caso de que Jacques privilegiara el aspecto sexual de sus amores, encuentran su lugar en la obra, pero han perdido su esencia para integrarse a una nueva forma de expresión novelesca y por tanto a una forma particular de evaluación del mundo. Si aceptamos que la novela está constantemente autocriticándose, parodiando los otros géneros, “que denuncia sus formas y sus lenguajes convencionales, que elimina unos y que integra otros en su propia estructura reinterpretándolos y dándoles otra resonancia” (Bakhtine 1978, 443), es preciso observar que desde su primera incursión en el género Diderot asume una posición crítica frente a ella y decide alejarse de aquello que para entonces se entendía como novela. En Las joyas indiscretas (1748), el autor resuelve encaminarse en un estilo de novela que rompía con los esquemas clásicos de la linealidad, de la unidad de acción y de la coherencia de los hechos: en este relato de corte libertino y abiertamente fantástico por inscribirse en la corriente orientalista abierta en Europa por la traducción de Las mil y una noche (17081711), a pesar de los apartes propiamente narrativos, en el sentido estricto del término, no se cuenta una historia. Construido alrededor de un fabliaux medieval según el cual un anillo mágico hace hablar a las mujeres por la vagina, en este relato prima lo heteróclito y digresivo. El tono cómico-satírico de esta obra, además de indicar la perspectiva desde la cual se abordan los problemas humanos, deja observar que la movilidad del genio de Diderot necesitaba de un género “flexible” y “anticanónico”, en términos bajtinianos, pero sobre todo abierto a todas las posibilidades. La plasticidad del género le permite contemplar en el relato aspectos, temas y problemas de su época. La estructura episódica y digresiva no sólo lo autoriza a intercalar relatos dentro del relato, sino, y ante todo, reflexiones sobre aspectos que revelan su compromiso con la nueva filosofía y con la empresa de La Enciclopedia; es decir, al autor le interesaba introducir digresiones que dieran cuenta de la volubilidad de su pensamiento e interrogantes. Más que un campo de idilios amorosos y de aventuras extraordinarias e inverosímiles, la novela se presenta ante Diderot como un género que permitía hacer, al igual que el drama, una reflexión sobre la naturaleza y la condición humana. En este sentido se puede interpretar lo dicho por él con respecto a la novela de Richardson:

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¡Oh Richardson! Me atreveré a decir que la historia más verdadera está llena de mentiras, y que tu novela está llena de verdades. La historia pinta algunos individuos; tu pintas la especie humana: la historia atribuye a algunos individuos aquello que ni han dicho ni hecho; todo lo que tu atribuyes al hombre él lo ha dicho y hecho: la historia sólo abarca una parte de la duración, un punto de la superficie de la tierra; tu has abarcado todos los lugares y las épocas. El corazón humano que ha sido, es y será siempre el mismo, el modelo del cual copias. Si se aplicara al mejor historiador una crítica severa ¿Existe alguno que la sustente como tú? Desde este punto de vista, me atreveré a decir que a menudo la historia es una mala novela; y que la novela, como tu la escribes, es una buena historia. ¡Oh pintor de la naturaleza! Eres tú quien nunca miente. (Diderot 1988, 39-40)2

Las cuestiones estéticas y literarias rondaron siempre el espíritu de Diderot y ocuparon no sólo los ensayos dedicados al drama, al genio, a la pintura, al origen de lo bello, sino también apartes de sus novelas. Al evocar la “Querella de los Antiguos y los Modernos” y el debate librado alrededor de la estética clásica, en el capítulo XXXVIII de Las joyas indiscretas, titulado “Conversación sobre las letras”, el autor pone en boca de sus personajes una serie de ideas con respecto a las reglas que dejan suponer que, aunque no estuviera de acuerdo con la manera sistemática como se impusieron, y aunque hayan sido forjadas alrededor del fenómeno dramático, las consideró pertinentes en algunos aspectos, tanto en la construcción de la obras dramáticas como en las narrativas. Para él, al parecer, aunque por el tono cómico del relato se deba desconfiar de lo dicho, de las diferentes posiciones adoptadas por los personajes que participan en la conversación se deduce una indiferencia mutua frente a las reglas, menos contra la de la imitación de la naturaleza: “¿Existe otra regla diferente a la de la imitación de la naturaleza?”, “No entiendo las reglas . . . y menos aun las sabias palabras en las cuales las han concebido; pero sé que sólo lo verdadero agrada y conmueve” (Diderot 1981a, 200-210). Por cómica que sea, de la dinámica de la conversación debe resultar un acuerdo: el autor deja entender que lo más importante es la búsqueda de lo verdadero, de lo natural. Yvon Belaval, en L’esthétique sans le paradoxe de Diderot, explica que para Diderot fue más importante 2

La traducción es nuestra.

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la idea del plan de la obra que la “técnica” y que en esta medida consideró inadecuadas las reglas cuando se convertían en un “obstáculo” que impedía hacer una “imitación auténtica de la naturaleza” (Belaval 119-120). Aquello que en Jacques el fatalista y su amo aparece como un juego, en el cual Diderot se ríe del lector y parodia la novela, puede ser observado como un cuestionamiento y una reflexión sobre la estética de la novela. Además de las intenciones filosóficas anunciadas en el título, el lector descubre un narrador que lo cuestiona, que lo interpela, que lo molesta y que lo invita, en últimas, a reflexionar sobre los caprichos de la ficción novelesca, sobre el poder del narrador, sobre el papel que juega el lector en ella, sobre la forma ilimitada e infinita que puede tener un relato, sobre la veracidad de lo dicho, sobre la existencia de los personajes y sobre otros aspectos que atañen al género novela. Desde el inicio, el autor relaciona el elemento filosófico, conocimiento del ser, con la estética de la novela. Las reservas del autor frente a la novela giran alrededor de las relaciones que esta establece con la verdad. Sin lugar a dudas, el criterio de la verdad, en relación con la novela, preocupó a Diderot. ¿Cómo aceptar o aprobar sin reservas un género literario que estaba ligado a lo ilusorio e inverosímil? Como se puede observar en la cita anterior del Elogio de Richardson, el autor opone la novela a la Historia y, tal como lo haría Aristóteles en su Poética (Aristóteles 11), parece atribuirle un valor más filosófico y de verdad a la obra de ficción que a la Historia. Como para el filósofo griego, para Diderot la imitación es una forma de conocimiento que, más allá de reflejar un objeto de la naturaleza, descubre su esencia desprovista precisamente de su apariencia sensible. Este aspecto permite explicar, como veremos más adelante, la tendencia antidescriptiva de la narrativa del autor. El calificativo de novelesco se acompaña en Diderot de connotaciones “peyorativas” como “falso”, artificial, acomodado (Rousseau 13). Al referirse al arte novelesco de Richardson asegura que este autor no hace derramar sangre a lo largo de las moradas; no os transporta a lugares lejanos; no os expone a ser devorados por salvajes; no se encierra en lugares clandestinos de lenocinio; nunca se pierde en el país maravilloso de la hadas. El mundo en el cual vivimos es el lugar de la escena; el fondo de su drama es

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verdadero; sus personajes tienen toda la realidad posible, sus caracteres son tomados del medio de la sociedad; sus incidentes se encuentran en las costumbres de todas las naciones civilizadas; las pasiones que pinta son tal como yo las siento en mí; los mismos objetos son los que las provocan, tienen la energía que yo les conozco; los inconvenientes y aflicciones de sus personajes son de la misma naturaleza de aquellos que sin cesar me amenazan; él me muestra el recorrido general de las cosas que me rodean. Sin este arte, mi alma doblegándose con pena a recorridos quiméricos, la ilusión sólo sería momentánea y la impresión débil y pasajera. (Diderot 1988, 30-31)

Este tipo de reflexiones abundan particularmente al inicio del relato en Jacques el fatalista y su amo. En nombre de la verdad Diderot incriminó y censuró los relatos que ostensiblemente caían en lo maravilloso, en el divertimento puro o que sacrificaban lo esencial de la novela ya sea a lo picaresco o a la invención gratuita de aventuras que no dan cuenta de la experiencia del ser en el mundo. El autor insinúa que estos modelos y procedimientos narrativos se utilizaban y se leían sin tener una conciencia clara de la especificidad de la novela. Los aspectos comentados, cuestionados, revelan que el autor aspiraba a una forma de novela en la cual el criterio de verdad se impusiera y predominara sobre cualquier otro elemento ya sea técnico, creativo, de gusto o moda: “Vais a creer que ese pequeño ejército va a precipitarse sobre Jacques y su amo, que habrá un evento sangriento, que se darán bastonazos y que habrá disparos; y sólo de mi depende que así sea; y entonces adiós a la verdad de la historia, adiós al relato de los amores de Jacques. Nuestros dos viajeros no eran perseguidos; ignoro lo que sucedió en la posada tras su partida” (1999, 22)3. La afirmación “Es evidente que no escribo una novela, puesto que desdeño todo aquello que un novelista no dejaría de utilizar”, realizada a pocas páginas de iniciado el relato, desconcierta pero, al mismo tiempo, funciona como un pacto narrativo que permite entender la manera como se va a desarrollar la narración. El tono burlesco hace entender al lector que no se encuentra ante un relato de corte tradicional y clásico. Diderot ironiza los procedimientos tradicionales del narrador y la actitud del Citamos la traducción de Félix de Azúa publicada en Alfaguara (1999) con algunas correcciones hechas por nosotros que considero necesarias. 3

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lector. La supuesta “curiosidad” de este último conduce a las siguientes preguntas: ¿Qué aspectos del arte novelesco se está menospreciando? ¿Qué tipo de historias presenta normalmente un novelista? ¿Qué está acostumbrado a leer el público? ¿Por qué se desdeñan aspectos tradicionales del género? ¿Los modelos narrativos eran incapaces de dar cuenta de los interrogantes del hombre del XVIII? ¿Debe confiar plenamente el lector en el narrador? ¿Debe el lector exigirle algo? ¿Puede el narrador saberlo todo? ¿Es necesario que lo sepa todo? ¿Tiene en realidad tanto poder? Al evitar el relato pseudoépico y la descripción detallada de las situaciones, Diderot hace ver cuán acostumbrados estaban el narrador y el lector a sacrificar la “verdad”. En la perspectiva del autor, la acumulación de aventuras, por demás reiterativas, y la descripción innecesaria de otros elementos, priva a la novela de lo esencial. “¡Qué fácil es hacer cuentos!” (1999, 11)4. El tono irónico de esta expresión cuestiona no sólo el genio creador del novelista, sino también la capacidad del género novelesco para contener la verdad. En lugar de sacar al lector del desconcierto, el autor de Jacques el fatalista y su amo lo sumerge en la ambivalencia absoluta. Al rechazar las imposiciones de un eventual realismo descriptivo que permitiría introducir elementos con funciones referenciales, el autor pone también en tela de juicio la pertinencia del recurso histórico en la novela. A diferencia de muchos de sus contemporáneos que buscaron hacer creer que aquello que escribían era una historia auténtica, y para ello asumían el papel de editor de un manuscrito encontrado por casualidad, Diderot demostró su plena confianza en la ficción y desechó todos estos artificios narrativos5. La novela tomó bajo su pluma un carácter experimental. Acción, intriga, personajes, motivos, forma, etc., sirven para exponer, plantear o explicar, como en un laboratorio, interrogantes sobre la existencia. En su perspectiva, la novela, El término cuento no tenía en el siglo XVIII el sentido moderno que hoy se le atribuye al género. Este designaba para la época el género de lo maravilloso, de lo fantástico; en él el autor podía entrar en el campo de lo inverosímil. 5 Diderot parodió este procedimiento e introdujo en Las joyas indiscretas un “autor africano” y un supuesto “manuscrito” con algunas “lagunas” en el capítulo 41. La parodia es flagrante puesto que las lagunas aparecen en momentos en los cuales las joyas se deciden a contar anécdotas obscenas. Ver referencia al final. 4

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más que comprometerse con la historia, con la realidad, debía comprometerse con la verdad. ¿Si no estamos ante una novela, entonces qué es lo que se lee en este relato? “Quien tome lo que escribo por la verdad, estará menos equivocado que aquel que lo tome por una fábula” (1999, 23). Suponiendo que esta obra trata de poner en contacto al lector con la verdad, ¿de qué tipo de verdad se trata? Si se menosprecia lo fabuloso y maravilloso, ¿qué funciones se le atribuyen a lo ficcional? Al ubicarse en el centro del relato y al asumir la autoría del mismo, Diderot practica una serie de estrategias narrativas que de igual manera cuestionan las propuestas hasta entonces. Aunque en primera instancia la técnica narrativa de Diderot evoque las de Boccacio, la de Rabelais o la de Cervantes, el Yo, que en principio no escribe “una novela”, nos hace sentir su presencia e interviene más para hacer sentir que es protagonista del relato que para comentar u opinar sobre la historia. Este narrador-autor refiere el relato desde varios puntos de vista. Descubrimos primero un narrador en primera persona pero que no habla de él, que no cuenta su propia historia y que en la mayoría de los casos se comporta como un acompañante de los personajes o como testigo de la acción, es decir, que asume también la posición de un narrador neutro que al distanciarse de los personajes y de la trama, suponiendo que exista, se dirige al lector y lo invita a participar en el relato señalándole en ocasiones lo arbitrario del lugar, de la escena y de la acción, y en otras disculpándose por introducir términos indebidos y de mal gusto o corrigiendo un olvido “involuntario”. El narrador-autor establece así un diálogo con el lector; aunque sólo se escuche una voz que interpela al lector atribuyéndole preguntas y contestando las mismas en tono irónico, el texto toma forma de conversación: una conversación sobre la estética de la novela. Este artificio pone en relieve el género literario preferido de Diderot: el diálogo. En forma dialogada el autor construye: “El sueño de d’Alembert”, “La Paradoja del comediante”, “Conversaciones sobre el hijo natural”, “Conversación de un padre con sus hijos”, y “El Sobrino de Rameau”, entre otras obras que recuerdan la técnica y la estrategia de los diálogos de los clásicos greco-latinos. En el híbrido de formas que es Jacques el fatalista y su amo, el diálogo ocupa, si se puede llamar así esta forma de conversación, el

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primer plano del relato. Este primer plano encierra entonces dos diálogos, el del autor con el lector y el de Jacques y su amo. Deliberadamente, los dos adoptan la forma oralizada de la conversación, es decir, el autor abandona la forma elevada del diálogo filosófico para entrar en el ámbito de la conversación prosaica y cotidiana. Sin centrarse, como sucede en el diálogo de corte filosófico, en una idea singular o un tema único que se encamine hacia un objetivo determinado, en dichas conversaciones, el intercambio de ideas, impresiones, consideraciones y demás se organiza de manera discontinua, intempestiva y heteróclita. Intencionalmente, Diderot le confiere a su obra una forma rapsódica y libre que elimina toda “intención unificadora” aparente (Guellouz 35). La discontinuidad, la movilidad y la falta de unidad de la conversación determinan la estructura del relato y hacen que, en cuanto a los aspectos formales se refiere, desaparezcan las partes o capítulos que eventualmente podrían permitirle al lector organizar lo narrado. La práctica literaria de Diderot nos autoriza a afirmar que la escogencia de la forma de la conversación para su obra no es producto de la casualidad. Un comentario hecho en su correspondencia con Sophie Volland revela hasta qué punto el autor fue seducido por los aspectos estructurales de la conversación y en particular por la forma inconsciente como se pasa de un tema a otro: La conversación es una cosa singular, sobre todo cuando la compañía es algo numerosa. Observe los circuitos que nosotros hemos realizado. Los sueños de un enfermo que delira no son más heteróclitos. Sin embargo, como no hay nada descocido ni en la mente de un hombre que sueña, ni en la de un loco, en la conversación todo se relaciona, pero en ocasiones resulta bastante difícil encontrar los eslabones imperceptibles que convocan tantas ideas dispares. Un hombre lanza una palabra que despega de aquello que ha precedido y seguido en su mente, otro hace lo mismo y después agárrese quien pueda . . . La locura, el sueño, lo descocido de la conversación consisten en pasar del uno al otro a través de una cualidad común.6

A través de esta técnica narrativa, el autor deshecha la idea dogmática del orden y de la linealidad. La estructura digresiva propia de la conversación es adaptada a la novela y permite a 6 Carta del 20 de octubre de 1760. Ver referencia al final.

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Diderot ordenar algo que en principio no se puede ordenar por escrito. Francis Pruner, en L’unité secrète de Jacques le fataliste, con la intención de demostrar que el plan de la obra fue calculado hasta en sus últimos detalles, observa que “el arte de Diderot reposa sobre un aparente desorden” y sostiene que la intención del autor era precisamente narrar “una serie de interrupciones”, que “el relato de Jacques está destinado a ser interrumpido” (Pruner 9-11). El procedimiento de Diderot consiste precisamente en ordenar, en darle forma al aspecto inconsciente y al material de la conversación, en hacer creer que se elimina la artificialidad del diálogo tradicional. Al poner en duda que la novela tradicional pudiera dar cuenta de la verdad de la situación del ser en el mundo, y al descartar la posibilidad de hacerlo a través del diálogo filosófico, el autor le confía esta tarea a la forma de la conversación. En su perspectiva, a pesar de la volubilidad de la palabra, sin aspirar a la narración de corte histórico, a través de dicha forma se podía evaluar y representar que de manera inevitable el ser humano está sujeto al orden de mundo, a las leyes de la naturaleza. Al igual que la vida del hombre, proyectada hacia adelante, la conversación está sometida no sólo a los impulsos naturales de la persona que habla, sino también a la contingencia del mundo. Las dos deben avanzar de manera progresiva, pero evitando o confrontando una serie de obstáculos, interrupciones, que las obligan a abandonar la línea recta. En este sentido, el viaje de los personajes, metafóricamente, se parece a su conversación: “Continuaron el viaje, siempre adelante sin saber adónde iban, a pesar de que supieran más o menos adónde querían llegar; distrayendo el aburrimiento y la fatiga mediante el silencio y la conversación, como es costumbre entre los caminantes y en ocasiones entre aquellos que permanecen sentados” (1999, 22-23). De manera evidente, Diderot representa la distancia que existe entre la voluntad y los deseos individuales y las posibilidades reales de existencia. La primera conversación recuerda la oralidad de los relatos medievales y populares. Como en este tipo de relatos el narrador invade la historia con su voz y su presencia: se trata del narrador que sabe que posee todos los derechos sobre lo narrado y que por lo tanto puede imponerle al relato su realidad y su propia manera de ver el mundo, pero a diferencia de estos narradores que se proponían invadir la imaginación de su auditorio lleván-

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dolos a una especie de encantamiento en el cual se podía perder el contacto con la realidad, Diderot, por el contrario, se propone perturbarlo e impedirle entrar, a pesar de la ausencia total de un realismo descriptivo, en un universo ficcional desprovisto de toda realidad. De manera sistemática, en su procedimiento narrativo el autor se propone, a través del uso de la metalepsis, mantener al lector en constante perturbación: intencionalmente, el autor superpone el nivel de la narración y el de la ficción. La interferencia permanente de estos dos planos impide que el lector entre de lleno en la ficción y pierda contacto con la realidad desde la cual se cuestionan los automatismos novelescos y de paso se expone una posición conceptual y algunas convicciones sobre la vida en general. Para evitar los hábitos del narrador omnisciente, el autor configura un lector-interlocutor necesario para el intercambio de ideas. La segunda conversación, sin perder la dialogicidad propia del género, ostenta también una evidente técnica teatral. La teatralidad de esta conversación no sólo descubre el gusto del autor por la forma dialogada sino también su confianza en la fuerza y el poder del arte dramático. A pesar de que la primera deje entender al lector que se encuentra en un relato, la segunda, aunque leída, le permite descubrir al lector la importancia que el autor le concede a los géneros en los cuales prima la palabra. La conversación de Jacques y su amo deriva de la fusión del diálogo como “forma” y como “procedimiento”, es decir, aparece a la vez como obra literaria que se presenta bajo la forma de una conversación destinada a la lectura y, en la medida en la cual es introducida por el narrador, como complemento de una narración. Los elementos narrativos le dan unidad a las situaciones, comentarios, explicaciones y digresiones, entre otras. En los dos casos, el diálogo sufre un proceso de “dramatización que deshace la responsabilidad del autor” (Guellouz 18). Este fenómeno hace que la obra pueda ser percibida como una narración dialogizada o como un diálogo narrativizado. Pero, a pesar del constante recurso a la forma del diálogo dramático, en el cual el autor distribuye la palabra indicando quién habla, y muy a pesar de la teatralidad de gran parte de las situaciones en las cuales el autor indica entre paréntesis gestos, tonos, destinatarios del enunciado, etc., el diálogo en Jacques el fatalista y su amo no funciona únicamente como en el teatro, puesto que Diderot lo fusiona con la

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estructura conceptual del diálogo filosófico. En el teatro se impone una temporalidad continua, en él la acción unifica el tiempo, a través del diálogo el dramaturgo plantea una intriga, puesto que la estructura del diálogo dramático es narrativa, mientras que el dialoguista plantea problemas, conceptos y valores. Las dos formas están novelizadas en la historia de Jacques (59-66). Diderot hace que sus personajes se debatan entre el “decir” propio del diálogo y el “hacer” y “actuar” de la obra dramática. A la unidad temática del diálogo filosófico, Diderot prefiere lo heteróclito de la conversación; a la narración de la acción, la inmediatez de la acción; al diálogo referido, la inmediatez de la palabra; a la descripción de la situación, la puesta en situación; a la descripción de los gestos y movimientos, la visualización de ellos; a la descripción del espacio, la capacidad evocadora de un decorado indeterminado y minimalista, pues el autor nunca va más allá de una especie de indicación escénica que insinúa ya sea una posada, un camino, una hacienda, una cárcel, un castillo, etc., sin ningún tipo de detalles. En este sentido, el lector se enfrenta a un vacío que debe ser llenado por su imaginación. Ante la ausencia de elementos descriptivos y pictóricos, y por el manifiesto afán de verdad, las tendencias naturalistas de Diderot, por llamarlas de alguna manera, deben buscarse en otros aspectos. Esta técnica hace que en Jacques el fatalista y su amo acción y discurso vayan en sentidos contrarios y que rara vez coincidan. Diderot descubre el carácter aleatorio del lenguaje, cada discurso, palabra, sigue un curso natural impuesto por la naturaleza, por la voluntad del emisor, por los impulsos concretos de lo sensible. Aunque la mayoría de las veces las palabras y las ideas que expresan chocan con la realidad de los actos y se contradicen, en una perspectiva sensualista, la palabra es el único medio para dar cuenta del sentir, de la fugacidad y la infinitud de los sentimientos humanos. La idea de relatar, por lo menos en la novela tradicional, implica contar algo que ha quedado en el pasado. Al parecer esta perspectiva del narrador historiador no satisfizo las expectativas estéticas de Diderot. De su práctica novelesca se deduce que aspiraba a un relato del presente, de lo inmediato, de lo fugitivo, del movimiento. Este ideal parece alcanzarse a través de la técnica dialógica que predomina en sus tres grandes relatos. El lector de obras como El sobrino de Rameau, La religiosa y Jacques el fatalista y

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su amo asiste inmediatamente al evento, interrupción o accidente que arrastra a los personajes. Diderot buscó una escritura que encarnara el “movimiento” (Rousseau 146). En este sentido, como la vida, la conversación nunca se fija, siempre está en movimiento. Convertida en elemento estructural del relato, le permite expresar, “representar” que nunca somos la misma persona, que siempre estamos en circunstancias “fugitivas” (116). En Jacques el fatalista y su amo, por ejemplo, el autor atribuye la acción referida a sus personajes narradores. Más tradicionales que su autor, estos explotan todas las técnicas narrativas propuestas hasta entonces. Como en una especie de pastiche de todos los modelos novelescos y de las estrategias narrativas, Diderot los deja perorar y deja entender que él prefiere la acción sin intermediarios. Su naturaleza sensible creyó descubrir esta particularidad de su ideal de novela, a pesar de que en Francia ya existía una tradición bien establecida de novelas por cartas, en la lectura de la novela de Richadson Clarissa o la historia de una joven dama. No sabemos si el autor pensó que el escritor inglés había llevado esta técnica narrativa a cierto grado de perfección, pero lo cierto es que por el hecho de eclipsar al narrador y por el hecho de establecer un contacto directo entre los personajes-autores de las cartas y el lector, la novela por cartas o epistolar fue considerada por los lectores franceses como la expresión de la sensibilidad, de la experiencia y de la autenticidad de las pasiones. El público fue seducido por la inmediatez de la acción y de su escritura. Las ventajas y el éxito de este género fueron incluso explicados por Montesquieu en las Reflexiones sobre las Cartas persas que sirvieron de prefacio a la edición de 1754. Consciente de que con la publicación de esta obra en 1721 había contribuido a la consolidación de una tradición, el autor del Espíritu de la leyes afirma que “este tipo de novelas normalmente tienen éxito porque uno mismo da cuenta de su situación actual; lo que hace sentir mejor las pasiones que todos los relatos que sobre ellas se puedan hacer” (Montesquieu 21). Por la forma como Diderot comenta las novelas de Richardson se entiende que, como muchos de sus contemporáneos, asimiló a la elaboración de la novela algunos de lo principios de la estética clásica dramática. En dichos comentarios predominan términos que evidencian esta tendencia. Por ejemplo, el autor no lee o es-

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cucha una narración sino que ve unas “escenas”; para él “Pamela, Clarisa y Grandisson” no son tres novelas sino “tres grandes dramas” (Diderot 1988, 33). Según lo dicho en el Elogio de Richardson, el autor quería que el lector entrara en la lectura como quien entra a un espectáculo, que el lector participara de la acción, que visualizara la situación, que no sólo involucrara sus sentimientos sino que experimentara lo que estaban viviendo los personajes: ¡Oh Richarsond! Uno asume, a pesar de que uno lo tenga, un papel en tus obras, uno interviene en la conversación, aprueba, ultraja, admira, se irrita, se indigna. Cuántas veces no me sorprendí, como ha sucedido a niños que han llevado por primera vez a un espectáculo, gritando: no le crea, lo está engañando…Si usted va allí, está perdido. Mi alma se mantuvo en una agitación perpetua. ¡Cuán bueno era¡ ¡Cuán justo era¡ ¡Cuán satisfecho estaba de mi¡ Al salir de tu lectura era aquello que es un hombre al final de un día de trabajo empleado en hacer el bien . . . Había recorrido en el intervalo de algunas horas un sinnúmero de situaciones que la vida más larga ofrece apenas en su duración. Había escuchado los verdaderos discursos de la pasión; había visto las causas del interés y del amor propio actuar de cien maneras diferentes; me había vuelto espectador de una multitud de incidentes, sentía que había adquirido experiencia. (30)

De hecho, en sus comentarios, más allá de la natural caracterización de los personajes y de la verdad de las situaciones y pasiones reprensadas en Clarisa, Diderot privilegió el dispositivo patético montado por Richardson en las últimas cartas de su novela (3637). Diderot entendió que “en la novela por cartas —como en el teatro— los personajes dicen su vida al mismo tiempo que la viven; el lector se vuelve contemporáneo de la acción, la vive en el momento en el cual ésta es vivida y escrita por el personaje; éste, a diferencia del héroe dramático, escribe lo que está viviendo y vive lo que escribe; de manera más completa que en el teatro, sustituye al autor y lo elimina puesto que él mismo es el escritor; nadie habla, ni piensa en su lugar pues es él quien sostiene la pluma” (Rousset 67-68). Esta forma de comunicar, propia de la obra dramática, es combinada por Diderot con el procedimiento narrativo, “digresivo” y “progresivo”, definido por Sterne, en Vida y opiniones de Tristram Shandy, como “dos fuerzas contrarias que se reconcilian” (Sterne 125). Las influencias del autor inglés en el francés, más que en los temas o en coincidencias superficiales,

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deben buscarse en este aspecto. Paradójicamente, la digresión se introduce como principio de estructuración del relato en la progresión y se convierte en esencia del relato. Esta combinación se ajusta a la concepción del mundo de Diderot y le concede, a la vez, el derecho de reflexionar sobre las relaciones que se deben establecer entre lo real y lo imaginario en el campo de la creación literaria y tomar una posición frente al problema de la existencia, puesto que la digresión le permite captar la experiencia de la vida. Entendida como unidad orgánica y como movimiento, el autor la integra a la esencia de la conversación de sus personajes y al recorrido existencial que estos realizan en el relato. Los relatos, intercalados en las dos conversaciones principales, son referidos por los personajes-narradores desde otras perspectivas. En estos el narrador-autor actúa como un dramaturgo que se eclipsa cediéndole la palabra a los personajes-narradores: “Lector, había olvidado pintaros la situación de los tres personajes de que aquí se trata: Jacques, su amo y la posadera: por falta de atención los habéis oído hablar, pero no los habéis visto; vale más tarde que nunca” (1999, 160). Al igual que en las conversaciones principales, en dichos relatos Diderot hace énfasis en un gusto indiscutible por el “relato oral”: todo parece indicar que, para el autor, el “relato”, aunque modelado por la escritura, debía conservar las características de la oralidad. En su caso, “la escritura no reduce la oralidad”, por el contrario, “la intensifica” (Ong 19). En Jacques el fatalista y su Amo, esta oralidad representada descubre posibilidades estéticas para el relato escrito: independientemente del orden consecutivo de los elementos lingüísticos y a pesar de estar escritos, dan la impresión de ser concebidos para ser escuchados. El lector experimenta la sensación de desorden, de improvisación, de discontinuidad y de espontaneidad de la conversación. El hecho de introducir en el relato personajes que, además de poseer un gusto desenfrenado por los cuentos, están predispuestos a tomar la palabra y a hacer lo que más les gusta es decir, hablar, le permite al lector disfrutar de los efectos específicos de la oralidad. Como los juglares y narradores de las culturas orales, todos los narradores de Jacques el fatalista y su Amo se preocupan más por sus oyentes que por su texto: “¡Ah! lector la paciencia con que me escucháis me prueba el poco interés que tenéis en mis

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dos personajes . . . Es preciso, sin duda, que algunas veces avance al ritmo de vuestra imaginación, pero también tengo que avanzar según la mía, sin tener en cuenta que todo oyente que me permite comenzar un relato se compromete a escuchar el final . . . Escuchadme, no me escuchéis, hablaré solo...” (1999, 85-85). No es raro entonces encontrar a lo largo del relato un sinnúmero de llamados de atención que tienen como fin captar el interés del “auditorio” y ubicarlo en el relato. Cada narrador, consciente de su protagonismo, pide ser el centro de atención y se permite establecer las reglas del juego. En estos casos escuchamos: “Te anticipas al relator y le arrebatas el placer que se ha prometido de tu sorpresa . . . al haber adivinado lo que tenía que decirte no le queda más que callarse, y me callo”, “Señor me parece que no me estáis escuchando”, “Señor Jacques me interrumpís”, “Te quejas de haber sido interrumpido y me interrumpes”. La dialogicidad de la conversación con su correspondiente fragmentación de la verdad y la multiplicidad de narradores y puntos de vista hacen que Diderot conciba una estructura narrativa polifónica. Las cinco voces principales del relato alternan en igualdad de condiciones y ofrecen cinco formas distintas de ver el mundo, cinco hilos del relato y cinco perspectivas narrativas diferentes que introducen, además, niveles cronológicos diversos, cambios de lugar y de acción que al yuxtaponerse, interrumpirse y confrontarse convergen en el relato principal confiriéndole la coherencia al hilo de la acción. En la medida en la cual todos los narradores son protagonistas, la técnica del “relato” se convierte en el elemento de unión del gran relato. En un “contrapunteo” (Bakhtine 1970, 79) sin precedentes, cada uno de los narradores refiere una parte importante de la historia: el narrador principal (Diderot), al conversar con el lector, desde la perspectiva de la tercera persona del observador, narra las conversaciones de Jacques y su amo; Jacques, desde la perspectiva del relato vivido, en primera persona, presenta la historia de sus amores ; la Hotelera, desde la perspectiva de la tercera persona a quien le han contado la situación, refiere la historia de Madame de la Pommeraye y del Marqués des Arcis, anécdota de un matrimonio desconcertante; el Marqués des Arcis, en la misma perspectiva de la anterior, introduce la historia poco común del padre Hudson, a quien conoce por su secretario protagonista de la misma, y por último, el Amo que en primera persona cuenta la historia del

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caballero de Saint Ouin7. De estas historias tres quedan abiertas con la posibilidad de ser concluidas según la imaginación del lector. Así, más que personajes, en el sentido de protagonistas de aventuras o de intrigas novelescas, Diderot configura narradores de anécdotas muy particulares. De aquí que ninguno de ellos sea objeto particular de una definición o caracterización física, psicológica o sociológica. Por el contrario, cada uno de ellos se constituye en sujeto de su propia voz y de sus propias ideas. Lo más importante en ellos es su voz, su discurso, razón por la cual la atención se concentra en la confrontación de sus puntos de vista, en la crítica del relato que cada uno refiere, en la forma como configuran y perciben los personajes objeto de sus narraciones, en la reflexión que suscita lo contado, etc. De manera inusitada, los narradores discurren sobre los elementos que a ellos les parecen innecesarios en una novela. Se desencadena así una serie de comentarios críticos que apuntan a los procedimientos tradicionales de la narrativa, a saber: la elaboración de los personajes, su presentación, su introducción en la intriga, la introducción de aventuras, situaciones y descripciones que no aportan a lo esencial del relato. Al lento y detallado relato de Jacques se opone el rápido, concentrado y depurado del Amo quien reclama lo esencial de la historia de los amores de su sirviente: “¿Y crees que voy a pasar tres meses en la casa del doctor antes de oír la primera palabra de tus amores? ¡Ah! Jacques, eso no puede ser. Evítame, te lo ruego, la descripción de la casa, del carácter del doctor, del genio de su mujer y de los progresos de tu curación; salta, salta por encima de todo eso. ¡Al hecho! ¡Vamos al hecho! Tu rodilla ya está casi sanada, tú ya estás bastante bien y amas” (1999, 99). Así mismo, Jacques le reprocha a su Amo los “retratos”: “. . .reemprended la historia del padre pero basta de retratos, señor, odio a muerte los retratos . . . porque se parecen muy poco a los originales, que si por casualidad uno se los encuentra, no se les reconoce”. En detrimento de la descripción física y moral y en favor de la imaginación y del análisis, Jacques reivindica los he7 En la “Introducción a una variación” de Jacques y su amo, Kundera insiste en esta característica del texto; el novelista explica brevemente cómo en el relato de Diderot, a través de la forma del diálogo, cinco narradores se interrumpen el uno al otro para contar la historia de la novela.

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chos y el discurso de los personajes como único medio de conocerlos: “Contadme los hechos, expresadme fielmente los términos y pronto sabré de qué hombre se trata. Una palabra, un gesto me han informado, en ocasiones, más que todas las habladurías de una ciudad” (309). Cada narrador hace observar las diferencias entre su relato y el de sus homólogos, así como la distancia que los separa en la forma de ver el mundo. Diderot fue consciente de que cada personaje debía tener su verbo propio. En su concepción estética de la novela, las voces de los personajes, aunque integradas deliberadamente a un sistema ordenado por el escritor, debían ser relativamente autónomas e independientes. Al sugerir esta idea, el autor de Jacques el fatalista y su amo censura las obras en las cuales los personajes se convierten en portavoces de sus autores: “¡Ah! ¿Hidrófobo? ¿Jacques ha dicho hidrófobo? No, lector, no, confieso que la palabra no es suya. Pero con esa crítica tan severa os desafío a leer cualquier escena de comedia o de tragedia, un solo diálogo, por bien construido que esté, sin sorprender la palabra del autor en boca de su personaje” (1999, 320). De la misma manera, al referirse a la presencia de las “cartas” en los relatos, sostiene que: “se leen con placer, pero destruyen la ilusión; un historiador que supone a sus personajes palabras que no han pronunciado, puede también suponerles actos que no han realizado” (293). Como se puede observar, Diderot cuestiona el monologismo de los relatos que repiten automáticamente un modelo y desea que la novela, en la medida en la cual se relaciona con la verdad de la existencia, dé cuenta de la pluralidad de conciencias que conforma el mundo. Un solo ser, el autor-narrador en este caso, no puede ser el tenedor de la verdad, razón por la cual, el autor considera que todo debe ser sometido, en honor al principio de la relatividad, al ejercicio del examen y de la confrontación8. El debate realizado 8 En el pacto que Diderot establece con el lector queda claro que su relato no se inscribe dentro de la tradición novelesca clásica: “Vais a decir que me estoy divirtiendo, y que, al no saber qué hacer de mis viajeros, me lanzo a la alegoría, recurso común de las mentes estériles” (1999, 34). Irónicamente, el autor se distancia de cierto tipo de literatura y promete librarnos de “todas esas cosas que podéis encontrar en las novelas, en la comedia clásica y en la sociedad” (26). De igual manera, en el relato de la Hotelera, sus críticos observan que a pesar de las cualidades de la narración, esta ha “pecado contra las reglas de Aristóteles, Horacio, Vida y Le Bossu”, ha ignorado los principios clásicos del “arte

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alrededor de la novela puede, en parte, ser interpretado en este sentido: metafóricamente se discute sobre la vida, sobre la condición humana, sobre la complejidad del ser, sobre el destino, entre otros temas contemplados de manera amplia en el tema de corte filosófico anunciado en el título de la obra9. En esta perspectiva, la forma dialogizada de la conversación aparece como una tentativa, como un ensayo, por dar cuenta de una realidad en la que se han eliminado las verdades absolutas. Las diferentes formas del diálogo, aunque Diderot haya llegado a la conclusión de que todo diálogo es de sordos, aparecen en Jacques el fatalista y su amo como un ideal para lograr dicho objetivo. dramático” que sistematizan la creación del personaje: el Amo le recuerda que “cuando se introduce un personaje en escena es preciso que su papel sea único”. La defensa de la narradora no se hace esperar : “. . . os he contado la cosa tal y como sucedió, sin omitir ni añadir nada”. Aunque de manera inconsciente, su réplica evoca el carácter verdadero de su heroína, el actuar ambiguo de esta da cuenta de la complejidad de la naturaleza humana, depende de las situaciones a las que se ve confrontada. Lo importante aquí es la situación existencial: “Y quién sabe lo que sucedía en el fondo del corazón de esa muchacha y si, en los momentos en que nos parecía obrar con más desenvoltura, no estaba secretamente devorada por el pesar” (190-191). 9 Como todos los elementos de la naturaleza, según Diderot, los seres humanos están predeterminados al movimiento y al cambio. En la naturaleza, según el autor, nada permanece estático. Diderot le reprocha a los tres narradores el hecho de no poder decir nada favorable sobre lo extraordinario de la actitud de la heroína. Al invitarnos a “razonar” sin parcialidad, el autor evoca también las situaciones que la convierten en un ser contradictorio y extraordinario: “¿Acaso aquella muchacha entendió los artificios de Madame de la Pommmeraye antes del desenlace ? . . . ¿No estaba continuamente bajo las amenazas y el despotismo de la marquesa? . . . ¿Se le puede acusar de su horrible aversión a un estado infame?” (192-193). Según Diderot, la concepción de los personajes debe responder a la variedad que se encuentra en la naturaleza y a las situaciones en las cuales se pretende presentarles. El genio artístico, poético, no consiste en modelarlos según cánones establecidos o según artificios o ideas preconcebidas, las únicas guías deben ser la experiencia y la observación: “la naturaleza es tan variada, sobre todo en relación con los instintos y los caracteres, que no hay nada de extraordinario en la imaginación de un poeta cuya experiencia y observación no os ofrezca un modelo que se encuentra en la naturaleza” (82). Los personajes, según Diderot, deben ser introducidos en situaciones verídicas, la novela debe presentar personajes verídicos en situaciones verídicas: “¡La verdad, la verdad! La verdad, me diréis, es a menudo fría, vulgar, llana; . . . Si hay que ser verídico, que sea como Moliere, Regnard, Richardson, Sedaine; la verdad tiene su lado picante, que se capta cuando se tiene genio ¿Y cuando no se tiene? Cuando no se tiene no hay que escribir” (50).

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El concepto de “verdad”, en sus relaciones con la novela, sugiere en Diderot una interpretación de la realidad. Más que un copista, el escritor es una especie de investigador que, en vez de dar rienda suelta a la imaginación, observa para luego recrear. En este sentido se entienden las razones de una introducción tan anticlásica. El desconcertante interrogatorio inicial, presentado bajo la forma de la diatriba, “género retórico interiormente dialogizado, construido habitualmente en forma de una conversación con un interlocutor ausente” (Bakhtine 1970, 166-167), expone inicialmente la manifiesta necesidad de dialogizar el discurso y el pensamiento y, al mismo tiempo, expone una toma de posición frente a las doctrinas estéticas así como a interrogantes filosóficos propios de la época. De manera lúdica, cómica, Diderot fusiona la reflexión estética y el interrogante sobre el destino y el lugar del ser en el mundo. Más que poner en evidencia la curiosidad del lector, las preguntas iniciales cuestionan los clichés de la novela tradicional, los automatismos del lector y del novelista10. La ausencia de datos contextuales, referenciales, explicativos e informativos perturba. En la óptica de Diderot todo esto, por lo menos en el caso de Jacques el fatalista y su amo, no es necesario. Su proceder pone en tela de juicio algunos aspectos del principio mimético del arte: para él, ponerse del lado de la verdad, del azar, de la casualidad, de las fuerzas naturales que rigen los actos humanos, no implicaba ni ser “verosimil”, ni copiar detalladamente la realidad. Diderot y el fatalismo filosófico de las Luces La intención filosófica de Jacques el fatalista y su amo no deja dudas. Diderot aborda en esta obra uno de los temas más controversiales del periodo de la Ilustración. Entendido como doctrina filosófica, el fatalismo enfrentó a los ilustrados con la Iglesia y, 10 Obsérvese que los interrogantes apuntan a aspectos precisos de la narrativa tradicional como: la presentación de una introducción en la cual se incluirían, la presentación de los personajes, con sus características físicas y morales y los respectivos datos biográficos; la configuración y descripción de un espacio físico en el cual actuarían los personajes y se desarrollaría la acción; la configuración de un lapso temporal determinado con datos que ubicarían al lector en una época determinada, y el planteamiento de una trama o intriga que se desarrollaría de forma lógica, coherente y causal, tal como lo exigía la poética clásica

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de igual manera, los lanzó en un debate que, ideológicamente hablando, los dividió de manera irreconciliable. Como en la mayoría de los relatos filosóficos de la época, en este, a través de un procedimiento en el cual predominan la sátira y la ironía, más allá del deseo de contar una historia, se busca probar una verdad universal. En esta óptica, la obra de Diderot se inscribe en una tendencia filosófico-literaria que fusiona los temas, conceptos e ideas propias del ensayo filosófico con el relato de eventos imaginarios propios del cuento o la novela. El relato filosófico, tal como lo practicaron los pensadores del siglo XVIII francés, fue concebido para exponer, atacar o confrontar, bajo formas propiamente estéticas, concepciones metafísicas, éticas, morales y políticas, entre otras. Lo esencial de la obra, es decir su intención filosófica, era anunciado desde un título, que por lo general cumplía con la función de indicar que en el contenido se unían aspectos imaginarios ,“puestos por el placer de la ficción”, y filosóficos, introducidos “por el gusto de la reflexión” (Padilla 1997, 7). Así, desde el título, como en Cándido o el optimismo, por ejemplo, la asociación de lo ficcional y lo filosófico planteaba una problemática; en el relato filosófico priman las ideas. La acción, la intriga, el espacio, los personajes y otros elementos ficcionales, en ocasiones inverosímiles, aparecen en la obra para imprimirle movimiento a las ideas, para privarlas de su carácter abstracto y atribuirles la naturaleza del evento. El caso más conocido fue sin duda el de Voltaire, cuya obra se caracteriza, sin lugar a dudas, por su alto contenido filosófico; ninguno de sus relatos se concibe fuera del compromiso con las entonces llamadas “verdades universales”11. El caso de Diderot no es una excepción12. La diferencia reside en que en para él “la intención filosófica no se anuncia, se descubre poco a poco, se revela al lector y tal vez a ella misma, a medida que se desarrolla caprichosamente el juego sobre la ficción novelesca, Ver al respecto las historias de la literatura citadas en la bibliografía. No se debe olvidar que toda una generación se entregó a esta tendencia y la hizo explícita en obras que hoy se leen como las más representativas de la época. La práctica fue tan generalizada que se extendió incluso hasta el relato maravilloso como el de Mme. de Beaumont, La bella y la bestia; al relato libertino como el de Sade en novelas como Justina o los infortunios de la virtud y la Historia de Julieta o la prosperidad del vicio; al relato moralizante de Retif de la Bretone La campesina pervertida o los peligros de la ciudad, e incluso en relatos altamente metaforizados como Manon Lescaut de Prévost y Las relaciones peligrosas de Laclos. 11 12

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quintaesencia irónica de la experiencia vivida” (Fabre 120). Además del cuestionamiento de los dogmas estéticos de la época, a través de la idea del “fatalismo”, Diderot cuestiona una serie de convenciones relacionadas con las nociones paganas y cristianas de fatalidad, destino, suerte, providencia y su contrario, la idea de libertad. A finales del XVII, el fatalismo pasa de ser una creencia popular (la fatalidad) a la cual se le atribuía el desarrollo de los hechos según lo establecido por el destino o la providencia, a ser una doctrina filosófica según la cual los eventos de la vida humana se encadenan de acuerdo con una lógica ineluctable establecida por la naturaleza y sus leyes. Sobre todo después de Spinoza, el fatalismo se convierte en un sinónimo próximo de la idea de materialismo que elimina la intervención del Dios cristiano y atribuye todas las cosas a una necesidad universal y natural. Entendido en este último sentido, el fatalismo se convierte en el Siglo de las Luces en elemento capital de reflexiones y debates porque entra a rechazar y a negar uno de los dogmas mayores del cristianismo, a saber, el artículo de la libertad. Como sabemos, este culto reza que Dios, para atribuirle al hombre la responsabilidad moral de sus actos, lo hizo a su imagen y semejanza, libre e inteligente. Para salvarse en el más allá, guiado por su voluntad, el hombre estaba predestinado a combatir, por su propio bien, el mal aquí en la tierra.Al negar esta libertad, inevitablemente, el fatalismo filosófico del siglo XVIII incluye en su campo semántico interrogantes como la existencia de Dios, la noción de causa, la existencia del mal y la responsabilidad moral, y entra a cuestionar, al mismo tiempo, la pertinencia de la existencia de la Iglesia, la ya dividida religión cristiana, la moral cristiana e incluso el orden político social establecido. El fatalismo entra en pugna con los sistemas filosóficos poscartesianos, como los de Bayle, Malebranche y Leibniz, por ejemplo. Con la intención de armonizar al creador cristiano con el orden racional del mundo, el causalismo racionalista de estos pensadores introdujo una idea de Dios que al suprimir la idea del milagro y la gracia divina lo convertía en el creador de las leyes de la naturaleza13. El fatalismo separa definitivamente las visiones Consultar al respecto Hazard (1961), especialmente la segunda y tercera parte. 13

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teológica y científica del mundo, las leyes divinas y las leyes naturales, y da origen al deísmo al estilo de Shaftesbury, Toland, Collins, Montesquieu, Voltaire y Rousseau, y al materialismo ateo de Diderot, La Mettrie, Helvetius, D’Holbach y Sade, entre otros. Para los primeros, Dios había creado las leyes universales y se las había atribuido a la máquina del mundo para que se gobernara autónomamente. Para los segundos, sólo existían leyes naturales que obedecían al ciclo de la transformación de la materia y al movimiento natural y no a los caprichos de un ser supremo todo poderoso e ininteligible. Al concebir al hombre como un elemento más de la naturaleza, y de ninguna manera como el más importante, el fatalista no admite que los seres humanos, seres naturales, puedan evitar las determinaciones que rigen la naturaleza. Ni las leyes, ni la religión, ni la educación, ni el castigo, según los materialistas, eximían a los humanos de los efectos de las leyes naturales. En esta perspectiva, todos, sin excepción, somos arrastrados por un movimiento general de causas y efectos que elimina el trillado mito del libre albedrío y de la libertad absoluta. Dicho movimiento no establece diferencias entre el mundo moral y el mundo físico, en su seno el bien y el mal, la virtud y el vicio se relativizan puesto que en el orden del mundo todo es igualmente necesario. La ley universal rige por igual el mundo físico y el mundo moral. La aparición de la física experimental de Newton y la teoría del conocimiento de Locke impone de manera radical la doctrina de la necesidad planteada desde diferentes puntos de vista por Bayle, Leibniz, Spinoza y Brucker. Newton convenció a los pensadores de la época de que el hombre y la naturaleza se sometían a una ley universal y Locke, al negar las ideas innatas, les enseñó que las ideas, incluso las más abstractas como Dios, infinito, existencia, poder, conocimiento, todas sin excepción procedían de las sensaciones y de la reflexión. La idea de fatalismo en Jacques el fatalista y su amo tiene elementos de todos los presupuestos de estos autores, razón por la cual no se debe clasificar a Diderot en una o en otra de estas tendencias sino en un materialismo, especie de determinismo moderno, libre de connotaciones morales y metafísicas, que lo separan radicalmente de la concepción cristiana de la libertad y del mundo. El materialismo de Diderot es la suma del racionalismo, del deísmo, del escepticismo, de la irreligiosidad, del empirismo y del sensualismo heredados

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de la tradición filosófica clásica y moderna. Su “fatalismo” es la resultante de un recorrido intelectual que puede rastrearse, tal como lo indica Jacques Proust en Diderot et l’Encyclopédie, desde la traducción que él hizo del Ensayo sobre el mérito y la virtud de Shaftesbury, pasando por los diferentes artículos que el autor produce para el gran diccionario, en particular l’Histoire de la philosophie, hasta la publicación de la historia de Jacques entre 1778 y 178014. Dicho recorrido descubre la manera como el autor se encamina de un deísmo evidente a un materialismo ateo que se presenta discretamente, muy probablemente, debido a la censura. No se puede olvidar que Diderot, desde la publicación de Los pensamientos filosóficos en 1746-1749, estuvo en la mira de las autoridades, razón por la cual el autor decidió no publicar sus obras en forma de libros y las hizo circular en forma manuscrita en la Correspondencia literaria dirigida por Grimm y reservada a un restringido círculo de intelectuales15. No conviene entonces, por lo menos aquí, demostrar las fuentes del materialismo de Diderot. Nuestro propósito es exponer la manera como el autor cuestiona las incoherencias y contradicciones de los sistemas de sus contemporáneos deístas y materialistas. En este aparte nos limitamos a explicar el balance del estado de la cuestión que se realiza en Jacques el fatalista y su amo. La estructura polifónica que ostenta la obra demuestra que al autor no le interesaba exponer abiertamente, o por lo menor exhibir en primer plano, su determinismo universal. Le interesaba confrontar dichos puntos de vista, en particular el de los deístas como Voltaire y Rousseau, el de los materialistas como La Mettrie, Helvetius y D’Holbach y el suyo propio que, al igual que el de Condillac, difería del de estos últimos en el artículo de la libertad. Diderot no toleró, o más bien le pareció fuera de lugar, que se reconociera que Dios no era la Naturaleza, que todo obedecía a un orden universal y natural y que se siguiera creyendo en el mito de la libertad y del libre albedrío. Desde 1756, en la Carta a Landois sobre el determinismo y el fundamento de la moral, el autor planteaba que la libertad era una palabra sin sentido y que se confundía la voluntad con la libertad: 14 15

Ver en particular los capítulos VII, VIII y IX del libro de Proust Jacques. Consultar al respecto la biografía crítica realizada por Arthur Wilson.

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Observe atentamente y verá que la palabra libertad es una palabra sin sentido; que no hay y que no puede haber seres libres; que nosotros somos sólo lo que le conviene al orden general, a la organización, a la educación y a la cadena de eventos. Todo esto dispone de nosotros invenciblemente. No se concibe tampoco que un ser actúe sin motivo, que uno de los brazos de una balaza actúe sin la acción de un peso; el motivo es siempre exterior, ajeno a nosotros, unido ya sea por una naturaleza o por una causa cualquiera que no es nosotros. Aquello que nos engaña es la prodigiosa variedad de nuestras acciones unida a la costumbre que hemos adquirido, desde el nacimiento, de confundir lo voluntario con lo libre. Hemos alabado tanto, repetido tanto, y lo hemos sido tantas veces, que creer que nosotros y los otros queremos y actuamos libremente es el prejuicio más viejo que exista. Pero, si no existe la libertad no existe acción que merezca la alabanza o la condena. No existe ni vicio, ni virtud, nada que deba ser recompensado o castigado. (Diderot 1981b, 256-257)16

En 1756, el terremoto de Lisboa inspira, en los años que siguen, una literatura que expone, en el contexto de la elaboración de la Enciclopedia, el tema de la existencia del mal y por ende el del debate del destino y de la libertad. El tema se introdujo en ella precisamente a través de un artículo anónimo, “Libertad”, que en muchos aspectos coincidía con el igualmente anónimo Tratado de la libertad17. Según Jacques Proust, este debate fue iniciado por Condillac en la Disertación sobre la libertad en 1754 (Proust 316). Ante la catástrofe natural, Voltaire reacciona exhibiendo todas sus dudas sobre la benevolencia del Dios cristiano en el Poema sobre el desastre de Lisboa; Rousseau le contesta en la Carta sobre la providencia; Cándido o el optimismo en 1759 deja entender que el debate está lejos de cerrarse, y el El contrato social en 1762 confirma que la libertad es relativa y que por lo tanto está también sometida a las leyes sociales. Diderot participa en el debate con la Carta a Landois y con una serie de artículos publicados en la Enciclopedia, como “Derecho natural”, “Spinozismo”, “Leibnizianismo”, “Autoridad política”, entre otros, y de manera no ensayística en La religiosa y El sobrino de Rameau, obras que aparecen como el camino que conduce a Jacques el fatalista y su amo. En las El énfasis es nuestro. Este ensayo fue publicado sin nombre de autor en 1743. Los contemporáneos lo atribuyeron a Fontenelle. 16 17

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tres obras, el autor plantea el problema de la libertad relacionado con el servilismo y el sometimiento social, con el problema de la alteridad, con la voluntad individual y con la contingencia del mundo. Estas tres obras pueden ser consideradas como variantes de un mismo tema. Las reacciones de Diderot ante sus contemporáneos materialistas se hicieron evidentes sobre todo en los comentarios críticos hechos con respecto a la moral en las obras de La Mettrie, El hombre máquina18, y de Helvétius, Del espíritu en 1759 y Del Hombre en 177419. En la refutación de esta última obra, Diderot sostiene irónicamente que se es fatalista y a cada instante se piensa, se habla, se escribe como si uno perseverara en el prejuicio de la libertad, prejuicio en el cual hemos sido arrullados; dicho prejuicio ha sido instituido por la lengua vulgar que se ha balbuceado y se continúa usando, sin darnos cuenta que ya no conviene a nuestras opiniones. Se ha llegado a ser filósofo en los sistemas y se sigue siendo pueblo en los propósitos. (Diderot 1990a, 619)

De aquí se deduce que para entonces las observaciones de Diderot estaban dirigidas más a sus contemporáneos materialistas que a sus detractores de la Iglesia. Como se puede observar, el autor da por hecho que el “fatalismo” se había instalado de manera definitiva en el pensamiento de los hombres de la época y que por lo tanto no se podía seguir creyendo en el mito de la libertad. O se era consecuente con los sistemas y la evolución de las ideas y se aceptaba el determinismo universal, o se seguía siendo pueblo y se le atribuía todo a una fuerza sobrenatural. En Jacques el fatalista y su amo, Diderot se propone entonces poner a prueba la noción cristiano burguesa del libre albedrío y de la libertad. Para tal fin, se inscribe en una tradición filosófico-literaria, cómico-seria que destruye precisamente la distancia entre lo trágico y lo cómico, entre lo grave y lo risible, entre lo sublime y lo vulgar. El carácter dialógico, experimental y escatológiconaturalista (centrado en este caso únicamente en la sexualidad) recuerda algunos aspectos de las menipeas antiguas y de manera 18 Diderot realiza la crítica del mecanismo de La Mettrie tardíamente en el Ensayo sobre los reinos de Claudio y Nerón en 1778. 19 La crítica se realiza en dos escritos titulados Reflexiones sobre el libro “Del espíritu” y en Refutaciones del “Hombre” de Helvétius.

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evidente inscribe el relato en la tradición paródica, satírica e irónica instituida en la novela occidental por Rabelais y Cervantes. Las referencias explícitas e implícitas a autores clásicos de vena cómica como Apuleyo, Petronio, Esopo, Anacreón, Ariosto, y a otros modernos como Molière, Regnard, Sterne, Sedaine, La Fontaine, Goldoni, Voltaire y Vadé, entre otros devotos de “la divina Bacbuc”, “inspirados de la cantimplora” de esta diosa (1999, 267), contrastan con la seriedad de autores como Montaigne, Spinoza, Richardson y Locke, entre otros que igualmente se habían preocupado por descubrir los pliegues de la naturaleza humana. Los ires y venires entre lo cómico y lo serio constituyen una de las características esenciales de Jacques el fatalista y su amo. El autor consideró esta perspectiva necesaria para plantear el problema de la voluntad y la libertad: ¿Y los amores de Jacques? – Los amores de Jacques sólo Jacques los conoce; y ahí lo tenéis, aquejado de un dolor de garganta que ha reducido a su amo al reloj y a la tabaquera; desgracia que lo aflige tanto como a vos. - ¿Y qué vamos a hacer? – No lo sé, pardiez. Éste sería el momento preciso para interrogar a la divina Bacbuc o cantimplora sagrada; pero su culto está en plena decadencia y sus templos casi vacíos. Así como cesaron los oráculos del paganismo, tras el nacimiento de nuestro divino Salvador, los oráculos de Bacbuc se enmudecieron con la muerte de Gallet; así se acabaron los grandes poemas y los fragmentos de sublime elocuencia; desaparecieron los productos firmados en el rincón de la embriaguez y el genio; ahora todo es razonable, acompasado, académico y aburrido. ¡Oh divina Bacbuc! ¡Oh cantimplora sagrada! ¡Oh deidad de Jacques! ¡Volved con nosotros! (1999, 269)

Como en las menipeas clásicas, Diderot se libera de las limitantes académicas que lo encaminarían en un relato de corte clásico, y de los elementos históricos y referenciales que en principio lo atarían a un verosimil exterior. Según él, la historia de Jacques es “una insípida rapsodia de hechos reales e imaginarios, escritos sin gracia y distribuidos sin orden” (264). La indeterminación espacial y temporal, la comicidad de los personajes principales y lo metafórico de la situación impiden que el lector se distraiga en detalles innecesarios en la perspectiva del autor y capte la problemática planteada desde el título. El “fantástico experimental”, la “imaginación” y el “universalismo filosófico”, propios de la menipea, conducen a una reflexión sobre el mundo llevada a su

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expresión extrema (Bakhtine 1970, 161). Así, el problema del destino, de la fatalidad, de la libertad, pierde su sentido transcendental y trágico y se pone al nivel de lo esencialmente humano. Al configurar un personaje cómico, casi caricaturesco, inacabado en todos los sentidos y al atribuirle a la intriga un carácter lúdico, Diderot hace que el lector tenga la posibilidad de ver el problema desde un punto de vista popular; la “carnavalización” del asunto le permite trasformar “lo abstracto en una realidad tangible” (182-183). Este acierto estético se hace efectivo gracias a la conversión del presupuesto de la casualidad en “único principio de explicación” de los hechos (Pruner 17). Si la novela, tal como la concibe Diderot, debe dar cuenta de los grandes interrogantes de la existencia humana, debería en principio representar el recorrido existencial de los humanos. La forma novelesca debe ser como un “gran rollo” en el cual no exista nada preconcebido y ordenado. Al tratar de dar cuenta de la naturaleza de las relaciones causales, la aparente forma improvisada de Jacques el fatalista y su amo sostiene que aquí en la tierra, excepto el orden, todo es posible. En la medida en la cual el hombre está sometido al orden general, la novela, al perfilarse como el espejo de su experiencia, debe adoptar una forma que le corresponda. Lo imprevisible, es decir, aquello que permanece oculto al entendimiento humano y que los hombres llaman azar o casualidad, autoriza entonces un relato en el cual todo pueda suceder, en el que todos participen autónomamente y en el que pueda exhibirse sin prejuicios lo bueno, lo malo y lo feo de la naturaleza humana. De aquí que el relato se inicie sin ningún tipo de preámbulos, in medias res, y que todo sea atribuido, desde las primeras líneas, a un fatalismo determinista: “¿Cómo se conocieron? Por casualidad, como todo el mundo . . . ¿Adónde iban? ¿Sabemos acaso para dónde vamos?” (1999, 9). Por las características atribuidas a Jacques y al Amo se entiende que entre ellos existe no sólo un tipo de relación social, sino también una diferencia de castas y modos de ver el mundo que por una lógica universal se repelen y se complementan. Como ya observamos, en este aspecto Diderot es lacónico y realiza una caracterización atípica para la época. La economía de términos sorprende, pero se debe observar que los pocos utilizados están altamente semantizados. En cuanto al Amo se refiere, a excep-

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ción del automatismo relacionado con el reloj y la tabaquera, no se sabe ni siquiera cómo se llama. El vocablo “amo” basta para identificar, calificar y configurar social y psicológicamente hablando al superior. Para el subordinado, protagonista indiscutible, a pesar de la escasez de elementos, el autor utilizó términos mucho más semantizados como “Jacques”, “soldado” y “sirviente”. Estos tres vocablos no sólo indican el recorrido existencial del personaje, representación de un hombre del pueblo y de sus posibilidades de realización social de la época, sino además, y ante todo, el carácter popular del personaje: el vocablo “Jacques”, más que un nombre propio, desde las famosas “jacqueries”, revueltas populares medievales, indica un origen campesino y un carácter franco y abierto que poco a poco se fue convirtiendo en sinónimo de natural, transparente, espontáneo, práctico, etc., es decir, todo lo opuesto a lo artificial y aprendido. Desde Molière y Regnard los sirvientes de origen campesino representan, en la literatura francesa, la sensatez y el buen juicio, entre otros aspectos que los colocaban por encima de sus amos y en muchas ocasiones los hacían superiores a los cortesanos y burgueses. El cliché literario fue utilizado de manera amplia en el siglo XVIII y entró a remplazar el mito del buen salvaje (Padilla, 1992). Diderot retiene en su personaje elementos cómicos y serios de la tradición, pero a diferencia de otros autores evita convertirlo en un dechado de virtudes burguesas y lo utiliza para conferir al relato el tono paródico, irreverente e irónico que elimina el sentido trágico de los asuntos comprendidos en el plano semántico del fatalismo. En esta dirección se podría interpretar la discusión sostenida por los personajes alrededor del término: EL AMO. - . . . ¡La muy pícara! ¡Preferir un Jacques! JACQUES. – ¡Un Jacques! Un Jacques, señor, es un hombre como cualquier otro. EL AMO. – Te equivocas Jacques, un Jacques no es un hombre como cualquier otro. JACQUES.- A veces es incluso mejor que cualquier otro. EL AMO.- Te sobrepasas Jacques. Retoma la historia de tus amores y recuerda que eres y nunca serás nada más que un Jacques. (1999, 203)

El vocablo es utilizado por Diderot en dos sentidos: primero, como nombre propio que le atribuye al personaje una identificación, y segundo, como calificativo que le otorga unas característi-

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cas psicológicas y sociológicas. La utilización elíptica del término le permite al autor obviar la caracterización clásica del personaje puesto que el lector del siglo XVIII entendía dicho calificativo como sinónimo de campesino, pueblerino y de la correspondiente jovialidad y naturalidad que se le atribuía a esta casta20. Sumado al de “sirviente” y “soldado”, el término “Jacques” revela, entre líneas, un determinismo social inevitable. Los calificativos “amo” y “Jacques” indican aquello que los personajes deben ser en el orden establecido por la “tiranía de los hombres”, por las costumbres y los usos, pero sobre todo por un orden político y social “extraño” en el cual “la diversidad de las fortunas y de rangos ha instituido acuerdos y desacuerdos” (Diderot, 1990, 510). Jacques obedece este modelo, pero su autor decide hacerlo algo “filósofo” y en particular “fatalista”, es decir, pueblo en los propósitos y filósofo en su sistema. Se trata de un campesino inspirado en una sabiduría popular, práctica, libres de elementos metafísicos, matizada con algunos elementos espinosistas aprendidos de su capitán: JACQUES. - ¿Y quién hizo el gran rollo donde todo está escrito? Un capitán, amigo de mi capitán, hubiera dado un escudo por saberlo; mi capitán no hubiera dado un centavo, ni yo tampoco puesto que ¿para qué me serviría? ¿Evitaría por ello el hueco donde debo ir a romperme el pescuezo? (1999, 20-21)21

Jacques es un fatalista en el sentido popular del término; no representa un ideal de hombre, en el sentido virtuoso como lo concibieron los moralistas de la época, por el contrario, el autor lo configura con las características básicas, elementales, de todo ser humano, A excepción de su cojera y de su sometimiento estoico a las leyes naturales, únicos elementos de caracterización física y psicológica, Jacques, como todo ser humano, exhibe una tendencia natural, necesaria, a la satisfacción de los sentidos. Sus deseos, 20 Después de Molière y Regnard en el siglo XVII, en el XVIII el modelo fue institucionalizado por Marivaux en comedias como La doble inconstancia, La isla de la razón, Arlequín educado por el amor, entre otras, pero básicamente en su novela Le paysan parvenu (El campesino arribista). De esta tradición deriva el campesino de las operas cómicas de Favard y Vadé y del drama burgués de Sedaine y Beaumarchais, todos contemporáneos de Diderot. 21 El énfasis es nuestro.

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apetitos y necesidades determinan no sólo su comportamiento, sino también la coherencia y la continuidad de la historia de sus amores. Naturalista a su manera, Diderot evita en su configuración los elementos que harían de Jacques un personaje impoluto y sobre todo aquellos que lo convertirían en un modelo ético, perfecto, digno de un tratado moralizante. Jacques destruye el ideal ético del “honnête homme”. La autosuficiencia, el perfecto equilibrio moral y mundano y el acartonado heroísmo ético de este modelo es un ideal que, según Diderot, no se encuentra en la naturaleza: la perspectiva cómica exige que el personaje exhiba sus virtudes y sus defectos: La distinción entre un mundo físico y un mundo moral le parecía vacía de sentido. Su capitán le había metido en la cabeza todas estas opiniones que él había absorbido en la obra de Spinoza que él se sabía de memoria. De acuerdo con este sistema, uno podría imaginar que Jacques no se alegraba o afligía por nada; sin embargo, esto no era cierto. Se comportaba más o menos como vos o como yo. Agradecía a su bienhechor para que volviera a beneficiarlo. Se enardecía contra el hombre injusto . . . A menudo era tan inconsecuente como vos y como yo y tendía a olvidar sus principios, excepto en algunas circunstancias en las cuales su filosofía lo dominaba completamente; en esos casos decía: “Tenía que ser así puesto que está escrito allá arriba.” Trataba de prevenir el mal, era prudente a pesar de su marcado desprecio por la prudencia. Cuando sucedía un accidente repetía su refrán y se consolaba. Por lo demás, era hombre bueno, abierto, honesto, valiente, leal, muy testarudo, conversador, y desesperado, como vos y como yo, por haber comenzado la historia de sus amores sin la esperanza de poder terminarla. (1999, 215-216)

Frente a este particular personaje aparece el Amo. Aunque en el párrafo introductorio se diga que “no decía nada”, su presencia facilita la circulación de la palabra y el pensamiento. A través de su conversación con Jacques se instala una confrontación en la cual se abordan todos los temas relacionados con el fatalismo. El tono irónico de sus preguntas y la forma como retoma a lo largo del relato el presupuesto desencadenante de la reflexión deja ver que no está de acuerdo con la creencia según la cual “todo lo bueno y lo malo que nos sucede aquí abajo está escrito allá arriba” (1999, 9). De allí deriva el juego de preguntas y respuestas que atraviesa, con motivo de los amores de Jacques, toda la obra:

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JACQUES.- . . . Sin ese balazo, por ejemplo, creo que no me hubiera enamorado en mi vida, ni sería cojo. EL AMO.- ¿Así que te enamoraste? JACQUES.- ¡Y de qué manera! EL AMO.- ¿Y todo por culpa de un balazo? JACQUES.- De un balazo. EL AMO.- Nunca me dijiste nada. JACQUES.- En efecto. EL AMO.- ¿Y por qué? JACQUES.- Porque eso no podía ser dicho ni antes ni después. EL AMO.- ¿Y ha llegado el momento de contar esos amores? JACQUES.- ¿Quién sabe? EL AMO.- Por si acaso, empieza de una vez… (10-11)

De manera evidente, aunque ha aprendido que la “naturaleza no ha hecho nada inútil ni superfluo” (313), el Amo cree en el libre albedrío y en la posibilidad de que un hombre pueda organizar su destino. De aquí en adelante, el objetivo de Jacques será el de persuadir a su amo de todo lo contrario y de conducirlo, a través de una serie de pruebas empíricas, a la aceptación de un determinismo universal que elimina la idea de la libertad. Dichas pruebas comprenden elementos fisiológicos, psicológicos, sociológicos y físicos e involucran, indiscriminadamente, hechos, ideas, seres humanos e incluso animales como los caballos de los personajes, los insectos y la perrita llamada “Nicole”. Este preámbulo en el cual el personaje le atribuye todo a la casualidad se complementa con una serie de argumentos que ridiculizan el poder que las tendencias racionalistas le atribuían a la razón y, a la vez, plantean el carácter relativo, aleatorio, de la voluntad: EL AMO.- Y si quieres ganar tiempo ¿por qué avanzas tan despacio? JACQUES.- Lo que sucede es que como ignoramos lo que está escrito allá arriba, uno no sabe ni lo que quiere ni lo que hace, por eso se obedece a esa fantasía que llamamos razón, o su razón que no es más que una peligrosa ilusión que a veces acaba bien y a veces mal. (20)22

Así mismo, al considerar el artículo de “la prudencia”, siguiendo el pensamiento de su capitán, Jacques la considera como “una 22

El énfasis es nuestro.

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suposición”. Basado en este argumento, expresa la distancia que existe entre la voluntad individual y aquello que está escrito “allá arriba”, es decir, entre aquello que separa las aspiraciones individuales de cada ser y las posibilidades de realizarlas: JACQUES.- . . . Pero añadía ¿Quién puede jactarse de tener suficiente experiencia? Aquel que ha pretendido ser el más docto en ella ¿Nunca ha sido engañado por nadie? Y además ¿Existe un hombre capaz de apreciar las circunstancias justas en las cuales se encuentra? Los cálculos que hacemos en nuestras mentes y los que están fijados en los registros de las alturas, son dos cálculos completamente distintos. ¿Somos nosotros los que dirigimos el destino, o es el destino quien nos dirige? ¡Cuántos proyectos sabiamente preparados han fracasado y cuánto fracasaran todavía! ¡Cuántos proyectos insensatos han triunfado y cuántos triunfarán!... (21)23

Paradójicamente, el personaje, al ser pueblo y filósofo, sintetiza en su actitud y propósitos la noción popular cristiano-pagana de la predestinación o de la fatalidad y la posición filosófico-erudita del fatalismo moderno. Al renunciar a un monismo que haría de Jacques un personaje plano y aburrido, Diderot configura un personaje que en realidad no ha resuelto sus dudas con respecto a la autoría del “gran rollo”, pero que, lejos de atormentarse por ello, se libera del problema haciendo gala de una alegría y desenvoltura natural que elimina la trascendencia de la primera y la gravedad libresca de la segunda. Se trata de un personaje que resignadamente acepta que no es libre, que admite que en el devenir de la cosas existen cosas que su intelecto no alcanza ni a entender, ni a explicar, que sabe que sus actos están determinados por todo lo que lo rodea, que entiende que su vida es lo que debe ser en el orden de las cosas. Sin embargo, su elemental fatalismo lo conduce a una indiferencia lúcida que le permite no preocuparse ni por el bien ni por el mal que los hombres y el mundo puedan provocarle. Si se entiende que un hombre sabio es, tal como se deduce de la obra, aquel que entiende que su ser y el mundo obedecen a un orden universal y necesario ajeno a su voluntad, la sabiduría de Jacques deriva más de una fuente natural, popular, instintiva, que lo lleva a comprender que su libertad está comprometida entre la voluntad de los hombres, las 23

El énfasis es nuestro.

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leyes, la organización social, la educación y el orden general. Por tal razón, Jacques “ni cree ni descree” (20)24 y decide burlarse de todo, primero, para tratar de liberarse de todo tipo de preocupaciones y, segundo, para ser amo de si mismo: “Algunas veces soy así, pero lo malo es que no dura mucho y, aunque me mantengo duro y firme en las grandes ocasiones, a menudo un contratiempo, un detallito me perturba; es como para darse bofetadas. Así que he renunciado; he decidido ser como soy; y, reflexionando un poco, he observado que da casi lo mismo, y me digo: ¿Qué importa cómo seamos? Es otro tipo de resignación, más fácil y más cómoda” (105). Aceptarse tal y como se es implica, en la perspectiva de Diderot, escuchar el llamado de la naturaleza, regirse por sus sabias leyes; la voluntad individual, los apetitos, los deseos y necesidades son una emanación de la naturaleza. El instinto que ella instala en cada ser humano permite, de acuerdo con la naturaleza de las sensaciones individuales, distinguir el bien del mal, lo falso de lo verdadero, lo aprendido de lo natural. El personaje de Diderot, instintivamente, le rinde culto a la naturaleza. Su sumisión al determinismo universal, más que el resultado de una operación intelectual, es resultado del instinto. La desenvoltura, por qué no, felicidad, de Jacques deriva de su instinto y no de un fatalismo libresco procesado y adquirido de segunda mano. Esta actitud entra por supuesto en conflicto con la moral cristiana puesto que libera al ser de la responsabilidad de sus actos; al negar el libre albedrío y la noción de libertad y al considerar que no “existe hombre capaz de apreciar las circunstancias justas en las cuales se encuentra” (21), toda la responsabilidad recae sobre las circunstancias. El inacabamiento del hombre lo somete a leyes ajenas a su voluntad. La inconstancia, la volubilidad, la variabilidad de lo humano están en la naturaleza: constancia, celos, infidelidad, “vicios y virtudes, todo está indiferentemente en la naturaleza” (Diderot 1990b, 507). Cuando un ser humano realiza un acto cualquiera, obedeciendo a un impulso natural, dicho acto es un acto natural y sólo se convierte en un acto moral cuando se observa lúcidamente desde las categorías éticas de bien y mal. 24 Hemos decidido conservar el juego de palabras establecido por Diderot entre “creer” y “descreer” para representar las contradicciones del personaje quien a pesar de su fatalismo en ocasiones reza.

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Según Diderot, no se debía confundir el hombre natural y el hombre moral. Tal confusión había hecho y seguía haciendo del hombre un ser infeliz. Esta problemática fue tratada en el Suplemento al viaje de Bouganville en 1772: el autor planteó aquí las “inconveniencias de unir las ideas morales a ciertos actos físicos que no las admiten” (445). En el diálogo entre “A” y “B” que ocupa gran parte de este escrito, Diderot afirma que a lo largo de la historia los seres humanos han estado subordinados a tres tipos de códigos que se contradicen, “el código de la naturaleza, el código civil y el código religioso” (505). Según él, los dos últimos han alejado a los seres humanos de “la naturaleza y la felicidad”, razón por la cual, a pesar de la tiranía de las instituciones sociales, la naturaleza siempre reclama sus derechos: “El imperio de la naturaleza no puede ser destruido”. Del intercambio de ideas, “A” deduce que “el código de las naciones sería corto si se conformara rigurosamente al de la naturaleza” y “B” concluye con una síntesis de la “historia” de “nuestra miseria” que, al confirmar este ideal, ilustra el conflicto estetizado en un personaje como Jacques el fatalista: ¿Desea usted saber la historia abreviada de casi toda nuestra miseria? Hela aquí. Existía un hombre natural, en el interior de este hombre se ha introducido un hombre artificial; así se ha armado en la caverna una guerra perpetua que dura toda la vida. A veces el hombre natural es el más fuerte, a veces es remplazado por el hombre moral y artificial; en cualquiera de los dos casos, el triste monstruo es destrozado, torturado, atormentado, sometido a suplicios; aunque un falso entusiasmo lo alegre y lo embriague o aunque la infamia lo doblegue y abata, siempre se queja y es infeliz. Sin embargo, existen circunstancias extremas que lo conducen a su estado primitivo. (511)

En Jacques habitan las dudas institucionalizadas por los prejuicios del cristianismo, del racionalismo moderno y, entre otros, por un “fatalismo” inconsecuente que persevera en el mito de la libertad. Diderot no elimina las dudas, por el contrario mantiene las contradicciones y ambivalencias. Además del finalismo libresco, el lector puede adivinar también, en el imaginario de Jacques, la presencia de una fuerza trascendente. En la medida en que el personaje no sabe a quién atribuirle la autoría del “gran rollo que está escrito allá arriba”, la causa es ambivalente: ¿Dios o la naturaleza? En los dos casos, la libertad está comprometida

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entre fuerzas incomprensibles para el hombre. Jacques supera los obstáculos sin eliminar el conflicto que se libra en su “caverna” gracias a un amoralismo estoico, especie de “moral galante” (511), que lo invita a vivir alegremente, sin abandonarse al libertinaje, resignadamente, pero sin conformarse a no tratar de entender la complejidad de las cosas humanas y del mundo. El amoralismo de Diderot no deber ser confundido con inmoralismo; la problemática planteada en Jacques el fatalista y su amo tan sólo expresa la necesidad de concebir los códigos éticos y sociales de acuerdo con las leyes naturales a pesar de que se entienda que “el hombre no desea ser ni perturbado ni distraído en sus goces” (507). No es gratuito entonces que el autor cierre su relato diciendo que Jacques se dedicó a buscar seguidores de “Zenón”25 y de “Spinoza” (1999, 342). El hecho de que Diderot no resolviera el problema y tan sólo se limitara a plantear “problemas conceptuales fundamentales para la existencia”, ha sido observado por Lucien Goldmann, en su ensayo sobre “La filosofía de las Luces”, como uno “de los primeros pasos”, más allá del pensamiento individualista de las Luces, “en dirección del pensamiento dialéctico”. Aunque no compartimos el hecho de que se refiera a Jacques el fatalista y su amo solamente como un “ensayo” y no diga nada sobre los aspectos novelescos de la obra, resulta pertinente considerar sus apreciaciones en cuanto al aspecto revolucionario del pensamiento de Diderot. El crítico deduce que esta característica de la obra ensayística del autor ilustra la manera como expresó sus dudas “no sólo en relación con el valor general de la sociedad burguesa y de su ideología, sino también en relación con el valor general de un gran número de categorías mentales de las Luces”. Esta particularidad resulta controversial si se considera que Diderot dio a “la visión del mundo de la burguesía su expresión más admirable” en la Enciclopedia (Goldmann 6364). Como hemos tratado de demostrar, el carácter universal de la verdad y el hecho de fundar la conciencia individual en la libertad son bastante cuestionados en la obra que aquí nos ha ocupado. Llama la atención que Diderot haya sentido la necesidad de realizarlo en una obra que, por considerar la relaciones de la novela con la verdad, reivindica sus funciones es25

Diderot se refiere a Zenón de Citiun.

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téticas disimulando el cuestionamiento conceptual de algunos valores, es decir sus funciones puramente filosóficas. Causa curiosidad precisamente, el hecho de que el autor abandonara la forma del ensayo, género que privilegia el pensamiento individual, para adentrarse en la forma de la novela, mucho más ambivalente e irónica. Diderot descartó la posibilidad de convertir la novela en un escrito de corte filosóficometafísico: “concibes lector hasta donde podría llevar esta conversación sobre un tema del cual se ha hablado mucho, se ha escrito mucho desde hace dos mil años, sin haber avanzado un solo paso” (1999, 16). Aunque sea de tipo filosófico, la reflexión está orientada por un pensamiento práctico que deshecha lo que no puede ser aprendido por las sensaciones y demostrado por la experiencia sensible. En la perspectiva del autor, la novela debe abordar este tipo de problemas pero sin dirigirse por la ruta de lo abstracto, evitando las formas sistemáticas de pensamiento. La novela debe, según él, sumergirse en lo real, apoyarse en una forma que le exija al intelecto, pero que sobre todo involucre las sensaciones, que el lector se sienta perturbado en su automatismos, en sus costumbres, en sus valores, que experimente la angustia así como la risa. El procedimiento de Diderot, indudablemente, se inscribe en una perspectiva sensualista que recuerda la premisa lockiana según la cual las ideas dependen de la sensación y experiencia personal: “Quien no quiera engañar debe construir sus hipótesis sobre hechos y demostrarlas por vía de experiencia sensible, y no establecer una presunción de hecho en favor de sus hipótesis, es decir, suponer que así es el hecho” (Locke 88). Así, Diderot convierte la forma de la conversación en la expresión del fatalismo. El delirio verbal, lo improvisado, la incongruencia, lo inconsciente, lo digresivo y lo heteróclito propios de esta forma oral le permiten al autor hacer sentir la inestabilidad de la vida, la fugacidad y movilidad de todas las cosas humanas, el predominio del orden universal, lo imprevisible de los asuntos de la naturaleza y, sobre todo, el inevitable sometimiento de los seres humanos a leyes ajenas a su voluntad. Para Diderot, la libertad humana se debate entre las leyes naturales, las normas sociales y los principios éticos religiosos que rigen la sociedad.

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

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JULIEN GRACQ Y LOS GOZOS DE LA CRÍTICA Pablo Montoya

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Lettrines plantea de entrada el abrazo intertextual. En español el

título de esta obra de Julien Gracq remite no sólo a la letra con que inician el párrafo o el capítulo, sino también al pequeño signo de llamada en el ámbito del texto. Por ello se establece, ante el lector, la idea del vaso comunicante, de la senda sinuosa que favorece el hallazgo en la libertad interpretativa de la literatura. Un nomadismo caro a la observación, así se podría definir el halo que cubre estas prosas escritas en 1964 y 1974. Un viajero, que va de libro en libro, de autor en autor, de geografía en geografía, de remembranza en remembranza, y se detiene en la consideración aparentemente estable de los objetos disfrutados. La escritura nace de ese vaivén que añora las quietudes de la delectación estética. En tal proceso no es necesario, y esta es una de las enseñanzas de Gracq, plasmar la rapidez de lo vacuo o la apreciación superflua de una vanidad cualquiera. Al contrario, en Lettrines se expresa una suerte de convincente axioma: en el disfrute de la lectura y de la escritura hay que obrar con lentitud. Para escribir crítica literaria, así ésta tenga un relieve fragmentario, se necesita rumiar la soledad. Esta apreciación conduce a Nietzsche quien, en medio de los excesos de su vitalismo decadente, hablaba del lector vacuno cada vez más en vía de extinción. Nietzsche, en su prólogo a Aurora, exige un lector y un escritor lentos. Un paradigma incómodo para los hombres que viven apresurados. A este paradigma Nietzsche lo llama “filólogo”, palabra que definiría con claridad al maestro de la lectura y la escritura lerdas1. Los tiempos de la velocidad, de los que

“Filólogo quiere decir maestro de lectura lenta, y el que lo es acaba por escribir también lentamente” (Nietzsche 12). 1

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tanto abominó el quietismo de Goethe en su retiro de Weimar, ya se han establecido en el siglo XX. Y la dinámica que se presenta ahora es la estandarización de un lector que desprecia la lentitud. La voracidad indigesta del lector consumista, el delirio clasificatorio y aséptico del lector académico, la verborrea insípida, por no decir ridículamente hermética, de los nuevos profetas de la interpretación textual, la sórdida pereza de esa colectividad sin rostro que cree leer. A ninguna de estas categorías, por supuesto, pertenece el lector que insinúa Gracq. Lo que él propone, siguiendo la dirección del filósofo alemán, es un nómada paradójico, no lejano al ir y venir por las cosas y por los hombres, pero sí proclive a la detención. En tal consideración textual está implícita la relectura. Se sabe que ésta, cuando aparece como hábito, no es más que uno de los pilares que ancla en la vejez. Sólo cuando se vislumbran las fatigas del cuerpo y el espíritu se siente asfixiado con la fatua novedad, se busca de nuevo la brisa que antes refrescó. Hay un pasaje en su novela Le Rivage de Syrtes donde uno de los personajes se refiere a la dicha tranquila que hay en ese “égoïsme des anciens” donde se gustan las cosas con una cierta manía ya cansada y a la vez intensa (2005b, 278). Gracq sabe de ese egoísmo y, llegado a la madurez, no lee sino que relee. Es decir, se deja rozar de nuevo por los libros como si en ello sintiera que esa es su forma de saberse desgastado por el tiempo y por los hombres. Lettrines, En lisant en écrivant y Carnets du gran chemin, como escrituras fragmentaria, significan la resolución de Gracq de no lanzarse a planes de largo aliento e insertarse en una de las estéticas de la contemporaneidad. Pero, en realidad, asumir el fragmento es hundirse en la propuesta más audaz de la sensibilidad romántica. Frente a las grandes sinfonías beethovenianas y los longevos dramas wagnerianos, Schubert, Schumann y Chopin proponen el fragmento a partir de momentos, escenas y nocturnos. Frente a las extensas novelas de los miserables de la tierra de Victor Hugo y las aventuras sin fin de condes y mosqueteros a lo Alexandre Dumas, Baudelaire propone la pequeña prosa poética. Incluso hoy parecen más inquietantes los esbozos de Delacroix y de Géricault que sus obras terminadas. Y es que el fragmento parece desdeñar el fresco épico renacentista, las vastas novelas de formación que han proliferado desde que en escena apare-


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cieron el arribista Wilhelm Meister y la rústica Julie ou la Nouvelle Héloïse. El fragmento levanta los hombros con indiferencia ante la definición de obra literaria como edificio sacrosanto donde los lectores deben acudir con prosternada admiración. El fragmento surge, casi como una presencia marginal, en medio de la entronización triunfal de la novela decimonónica, ese gran museo de la imaginación burguesa donde cabe todo tipo de trasto y de trebejo, cualquier delirio megalómano de autor y la digresión o paráfrasis del narrador que a veces devora sin misericordia las pretensiones de la perfección literaria. “Ce que nous ne voulons plus, c’est la littérature-monument”, escribe Gracq en En lisant en écrivant (1995, 755). Gracq se parece al Borges que se enorgullecía no sólo de los libros que había leído sino de los que se le releía en su decrepitud de sombras. Pero hay otro lazo que hermana a ambos escritores. Los dos transitan de lo barroco a lo clásico. De la grandilocuencia vanguardista al recogimiento silencioso más o menos iconoclasta. Los dos comienzan en la escritura pretendiendo una modernidad forzada. De hecho, la gran preocupación en los inicios literarios era para ambos “ser modernos”, o “ser contemporáneos”, o “ser actuales”. Para Borges ser ultraísta, para Gracq surrealista. Con los años, empero, llegan a una manifestación sabia, otros dirán clásica y por ello mismo conservadora, del cultivo de la escritura. Logran ser, como lo afirma Borges de sí mismo en su prólogo a El otro, el mismo, no sencillos, pero sí modestos y secretos en la complejidad2. Gracq entonces, pasada la Segunda Guerra Mundial, la que para él fue La drôle de guerre, relee y la nota surge. De hecho no se trata aquí de una escritura manantial que brota del gesto automático tan promovido por los surrealistas, ni de una escritura propia del obrero de las letras que se pone el overol todas las madrugadas en un acto de férrea disciplina monástica o militar. Gracq no sigue a Flaubert en la diaria pelea con las palabras. No siente el horror alucinatorio de las letras como el Kafka de los diarios. Se sabe incluso de sus grandes períodos de silencio. 2 “Es curiosa la suerte del escritor. Al principio es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad” (Borges 236).

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Aunque también son conocidos sus arranques juveniles en los que de una sentada escribió páginas y páginas de su primera novela Au château d’argol, donde lo que importa es el caudal de palabras que describen un paisaje de novela gótica surrealista. Pero esto último corresponde al joven escritor de las primeras obras de ficción y no al escritor maduro de sus libros de crítica. Me atrevo a suponer, sin embargo, que la manera en que se elaboraron los libros críticos de Gracq, desde Lettrines hasta En lisant en écrivant, es ambigua. Obedece a un gesto a la vez repentino, casi aleatorio, pero es producto de una interna rumination del texto literario. Gracq lee, digiere bovinamente sus solitarias relecturas y, de pronto, un ademán de alguien que pasa por la calle, una luz crepuscular que se extravía entre las ramas de las aulagas, el sucinto recorrido por un paisaje de castillos medievales, la observación de una pintura en un museo, precipita la conexión entre un pasaje literario y otro, entre un autor y las sombras que lo han precedido. Así, producto de estos fulgurantes movimientos de la revelación, se ha estructurado uno de los mapas críticos más sugestivos de la literatura francesa del siglo XX. En realidad, Gracq escribe para ser leído y, sobre todo, para ser releído. Y aquí es donde actúa la búsqueda estilística que lo vincula con algunos escritores franceses. Sólo quien cultiva la obsesiva perfección en la escritura busca el ademán de la relectura. El eco de Valéry resuena aquí con nitidez. En sus reflexiones sobre los Cánticos espirituales de San Juan de la Cruz, Valéry se refiere a su gusto poético por la perfección. Dice el crítico francés que una inclinación de este tipo pertenece a la madurez del hombre3. La perfección sería entonces un hábito consolador de la ancianidad de algunos escritores. Un vicio que les permite entender que sólo en la laboriosa escritura de lo breve el genio de la contemporaneidad se revela con fuerza. Hay algo en Gracq que proviene de los moralistas del siglo XVII. La precisión y la agudeza de sus reflexiones lo vinculan con Les caractères de Jean de la Bruyère y los Pensées de Blas Pascal. Aunque en Gracq no existe ni la intensión didáctica del primero, ni el horror metafísico del segundo. Gracq, al contrario, es jugue“. . . mi vicio es amar tan sólo lo que me da el sentimiento de la perfección. Como tantos otros vicios, éste se agrava con la edad” (Valéry 19). 3


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tonamente escéptico y aunque se haya dedicado a la enseñanza durante casi toda su vida —Gracq fue profesor de geografía desde 1947 hasta 1970 en diferentes liceos— jamás creyó que la literatura fuese un instrumento didascálico. Pero escribir para ser releído no significa necesariamente escribir para la posteridad. Nadie escribe, opina Gracq, para esta curiosa circunstancia hecha de tiempo y de hombres más o menos imprevisibles, que no tiene nada de cómoda ni de ilusoria. La posteridad, con sus gustos y sus juicios, no es más que la forma de la literatura militante del mañana (Lettrines, 1995, 190). Mejor dicho, es la faz de una cierta literatura triunfante de la que él como escritor no espera mayores complacencias y sí enormes decepciones. La escritura de Lettrines se sostiene, además, en una convicción atractiva: la de estar trasladándose a ninguna parte. Es un trasegar que sólo se contenta con el movimiento de la observación y no añora ni procedencias ni destinaciones. ¿Adónde conduce la poesía?, se preguntaba Gracq en su carta enviada en 1978 a una encuesta que trataba sobre la falta de poetas en tiempos donde hay suficientes razones para que ellos proliferen. A ninguna parte, respondía el escritor, o quizás sólo a la poesía misma (“Réponse à une question sur la poésie”, 1995, 1173-1175). A ese terreno forjado de coordenadas que oscila entre la vastedad y lo contingente. De hecho la mayoría de los personajes de ficción de Gracq no tienen casa, se desconocen sus familias y se trasladan a sitios que parecen detenidos en unas encrucijadas de espacio y tiempo delicuescentes. Van y vienen por soberbios parajes que reclaman la voz poética de una descripción geográfica esplendorosa. El lector está confrontado, como dice Vila-Matas a propósito de Les Rivages de Syrtes, a singulares narraciones de la inactividad, a divagaciones oníricas de un viajero solitario y a una mágica contaminación nebulosa entre la trama y el estilo (Vila-Matas 53). En una sugestiva ficha de filiación de los personajes de sus novelas que hay en Lettrines, Gracq señala de ellos: “Époque : quaternaire récent. Lieu de naissance : non précisé. Date de naissance : inconnue. Nationalité : frontalière. Parents : éloignés. État civil :

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célibataires. Enfants à charge : néant. Profesión : sans. Activités : en vacances. Situation militaire : maginale. Moyens d’existence : hypothétiques. Domicile : n’habiten jamais chex eux. Résidences secondaires : mer et forêt. Voiture : modèle à propulsión secrète. Yacht : gondole, ou canonnière. Sports pratiqués : rêve éveillé – noctambulisme” (1995, 153)4. Por ello en Lettrines suenan, como un trémolo sostenido, algunas consideraciones de Baudelaire. La primera de ellas tiene que ver con el ensueño traslaticio que abre Le spleen de Paris5. Ese allá que señala el hombre enigmático y que se confunde con las nubes tiene que ver con las comarcas fronterizas que llaman la atención de Gracq. Se escucha aquí, además, el eco de una de las enseñanzas más perdurables de Baudelaire. En Le peintre de la vie moderne se dice que entre lo transitorio y la eternidad oscila el arte6. El arte como camino, el arte como transeúnte y el arte como esa atmósfera que rodea a quien avanza por las sinuosidades del mundo y que exige de él no tanto la verdad, pues ésta no existe en las dimensiones de lo estético, sino el sentido coherente de su interpretación. La otra referencia que se establece es con Paul Valéry, ese hermano mayor de Borges. Aunque Gracq jamás menciona a Borges en sus obras, sí lo hace con Valéry. Lo considera, en tanto que prosista, como el Mefistófeles de las letras francesas. Ahora bien, ¿por qué demonio? La alusión demoníaca es de simpatía y no de prevención. Valéry es una compañía mefistofélica porque no cansa y nunca hace nada malo. Gracq le profesa una suerte de admiración y a la vez lo cubre con una curiosa categoría: Valéry 4 “Época: cuaternario reciente. Lugar de nacimiento: sin precisar. Fecha de nacimiento: desconocida. Nacionalidad: fronteriza. Parientes: lejanos. Estado civil: solteros. Hijos a cargo: nada. Profesión: sin. Actividades: de vacaciones. Situación militar: marginal. Medios de existencia: hipotéticos. Domicilio: jamás viven en sus casas. Residencias secundarias: mar y bosque. Vehículo: modelo de propulsión secreta. Yate: góndola, o lancha de cañones. Deportes practicados: soñar despierto-noctambulismo”. En adelante las traducciones cuyo traductor no se señale son mías. 5 Se trata del primer poema en prosa “L’étranger” (Baudelaire 1975, 277). 6 “La modernité c’est le transitoire, le fugitif, le contingent, la moitié de l’art, dont l’autre moitié est l’éternel et l’immuable”. (“La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”.)


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es el coloso de una literatura de tarjeta postal o de álbum (1995, 154). Es como si en la referencia a este autor francés, se le dijera al lector que en el deambular por tantos lugares y estancias que conforman los espacios de Lettrines fuera necesario buscarse un compañero de éxodo. Y de hecho no son sólo los libros como Rhumbs de Valéry los que hacen pensar en una determinada literatura hecha exclusivamente para viajeros de la que Gracq se alimenta. Los libros de éste también, y me refiero tanto a su obra de ficción como a su obra crítica, podrían entrar en el rótulo de la literatura de tarjeta postal. Prosas que podrían acompañar un paisaje invernal de las landas o algún bosque levantado entre los meandros del Loira, estampadas en fotografías a las que el tiempo no tarda en tornar mustias sin poder hacer lo mismo con la densidad poética de la palabra que describe. O alusiones siempre reveladoras, las que Gracq por ejemplo escribe sobre Poe, Balzac, Rimbaud, Flaubert, Hugo y Proust, y que podrían también acompañar los daguerrotipos de tales escritores. Sin embargo, la noción de viaje que caracteriza a Gracq es de estirpe surrealista. En el “Lâchez tout” propuesto por el Breton de Les pas perdus, es decir en esa ausencia de lugares de llegada y de referentes estables en lo que es una continua trashumancia sin limitaciones, se hunde uno de los ejes existenciales de la obra de Gracq. Por esta razón la alusión que se hace en Lettrines a la noción del movimiento surrealista es diciente: “Le surrealisme est ainsi”, escribe Gracq, “et c’est sa gloire secrète : plein de départs qu’aucune arrivée ne pourra jamais démentir” (1995, 205)7. Una de las particularidades de este nomadismo que se aferra a la quieta perplejidad es que no hay pretensión de plasmar paisajes exóticos. Ni, lo que parece que prima en la literatura latinoamericana desde que Andrés Bello escribió su silva a la zona tórrida americana, de entronizar el pincel descriptivo de tintes telúricos a favor de causas de identidad nacional o continental. La impronta surrealista en la descripción geográfica de Gracq no tiene nada que ver con aquellas defensas fogosas de una naturaleza que es benigna con los hombres y favorecedora de deslumbramientos regionales que se funden ora en la civilización ora en la barbarie. “El surrealismo es así, y esta es su gloria secreta: lleno de salidas que ninguna llegada jamás podrá desmentir”. 7

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Simplemente es un deleite verbal al servicio de un deleite onírico, que equivaldría a decir a un deleite estético. Y sin embargo, el surrealismo, quiero decir todo el andamiaje poético que hay en sus visiones de la naturaleza, está muy presente en la forma en que los escritores latinoamericanos de una buena parte del siglo XX asumieron los ríos, las selvas, las montañas, las islas con sus habitantes a bordo. Alejo Carpentier, que estuvo tan cerca del surrealismo como para impregnarse de sus fórmulas retóricas, propone en sus descripciones telúricas tipo Los pasos perdidos y El siglo de las luces una poética al servicio de una determinada utopía americana. Pero han corrido tantas aguas bajo los puentes de los colores locales de una literatura llamada maravillosa o mágica, que valdría la pena preguntarse si no es saludable para nuestra literatura, y acaso para nuestra naturaleza también, frecuentar poéticas que indaguen en otras vetas y no se queden en el exotismo que pide ese americanismo de postal de palmeras tan típicamente humboldtiano. En fin, el carácter fragmentario de Lettrines, ese singular espejo de una errancia asombrada, ha sido interpretado a través de símiles particulares. Patrick Modiano habla de un conjunto de prosas que presenta un fluido movimiento de nubes (Modiano 165). Bernhild Boie, quien estableció la edición de las obras completas de Gracq para la colección de la Pléiade, se refiere a un movimiento de escritura semejante al que presentan las olas del mar (Boie 1334). Símiles propios para una obra que se dedica en parte a dar cuenta de las ondulaciones geográficas de varias regiones de Francia (La Bretagne, La Normandie, Saint-Germanen-Laye, Nantes, Bordeaux, Caen, Quimper, los distritos y las calles de París). Ahora bien, en estas comparaciones paisajísticas está presente uno de los rasgos fundamentales de la escritura de Lettrines: el ritmo. El abanico de formas que conforman esta obra —el apunte de lectura, los recuerdos de infancia, la anécdota, la nota de viaje— goza de un ritmo que a veces es veloz y luminoso, generalmente cuando se trata de un apunte literario, pero que también se explaya en la minucia que detiene el ímpetu de la lectura, cuando se trata de una anotación de tipo geográfico. Este sístole y diástole es pues uno de los movimientos de Lettrines. El otro es la lectura como a saltos que se le ofrece al lector y que va del vertiginoso trazo de opinión a la lentitud propia de las descripciones poéticas de ese piéton fabuloso que es Julien Gracq.


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El fragmento manifiesta así su mayor atractivo: es un trozo literario que no es capítulo, ni elemento secuencial de un discurso amplio, sino que se configura como un cuerpo semántico con existencia insular. De ahí que cada fragmento, así haya nacido de una impresión fugitiva, sea mascullado hasta el cansancio y deba ser cerrado con la mayor perfección posible. Piélago de islas sobre las que pasea el lector empujado por el punto final de un fragmento que lleva al inicio del siguiente. Tránsito discontinuo que caracteriza, según Friederich Schlegel, esa coexistencia libre que respiran los hallazgos de las obras no estructuradas como totalidad (Schlegel 93). 2 En 1950 Gracq publica La littérature à l’estomac. El libro, algunos lo catalogan como un panfleto más o menos incendiario por las dimensiones de su irreverencia, es una critica destinada más que a los escritores a la crítica literaria misma. Sería mejor decir, no obstante, que es un ataque a la entronización malsana de un tipo de lectura y de escritura que se dio en la fragilizada Francia de la posguerra. Gracq arremete contra la mediocridad de editores, jurados, escritores y lectores de una sociedad que se creía, desde los tiempos del Antiguo Régimen, letrada por excelencia. El blanco del ataque es la foire de las vanidades literarias francesas en pro de la defensa valiente de una literatura creativa. Gracq delinea el horizonte quizá más inquietante de La littérature à l’estomac al mostrar cómo en plena ascensión del capitalismo de la posguerra el factor industrial, que cubre como una baba maravillosa aunque asquerosa escritores, editorial y lectores, es el que provoca la degradación de la literatura contemporánea. Gracq disecciona, a partir de una mirada siempre irónica pero nunca cargada de rencor, los protagonistas de este desmoronamiento. Se podría pensar, en cierta medida, que los más fustigados son los representantes del establecimiento literario. Y es factible concluir, después de la lectura del panfleto, que más que una crisis de la literatura lo que se presenta en la Francia de mediados del siglo XX es una crisis del juicio literario. Esta presencia de la opinión de unos cuantos círculos sagrados y generalmente ocultos —pues quien se ve es el escritor de moda— que dictaminan lo que debe publicarse, publicitarse y premiarse es dueña de una

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sugestiva paradoja. Jamás, dice Gracq, se ha promovido tanto una literatura y jamás se ha desconfiado tanto de ella. Es como si los grandes manipuladores del mundo literario estuviesen empecinados en promover algo que sirve a unos intereses económicos y sociales particulares pero que, y eso lo saben con claridad, poco sirve para el desarrollo de una gran literatura. Este fenómeno es relevante porque nos empuja a realizar una comparación doble. La primera se establece con lo que pasó en la primera ola de democratización literaria que hubo en la Francia del romanticismo, cuando las novelas por entregas publicadas en los periódicos provocaron un cierto grado de madurez en el público lector. Se sabe ahora que los nombres que se pregonaron y que estuvieron activos en el ruedo literario del siglo XIX son los que el siglo XX consideró como parte de la buena literatura de entonces. La segunda actúa con lo que ocurre en estos inicios del siglo XXI. Al leer La littérature à l’estomac, una de las preguntas que se propician es: ¿qué quedará de todas estas flores de un día, de estas obras indigestas de palabras que el circo literario de hoy vende como las mejores novelas del momento? Un interrogante similar se plantea Gracq, pero él no tiene la necia obviedad de responderlo para la literatura que se estaba publicando en la década del cuarenta. Gracq fustiga también al país que lee y que se vanagloria de sus escritores. La expresión “país letrado” es un equívoco. En rigor, no hay países letrados, hay más bien masas de lectores extraviadas. Lo que sucede en la Francia de los años cuarenta es que se lee poco así se crea con fervor en las obras ejemplares del espíritu. Esta otra paradoja es risible y Gracq la precisa así: “Il sait [se refiere al público] qu’il a toujours eu de grands écrivains, et qu’il en aura toujours, comme il savait jusqu’à 1940 que l’armée française est invincible” (2005a, 7-8)8. Tal prepotencia de rasgos imperialistas que manifiesta el lector francés es ridiculizada por Gracq. Más que lo que lee, lo que le importa es tener sus opiniones sobre la literatura. Y estas opiniones, que para lectores de otros países serían un asunto privado, son dichas de tal modo que semejan al rumor excitado, afiebrado, inestable de una bolsa “Él sabe que siempre ha tenido grandes escritores, y que los tendrá siempre, como si supiera hasta 1940 que el ejército francés era invencible”. 8


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de valores. En general, se trata de un público sin norte, intimidado, incapaz de emitir un concepto propiamente literario. Un público que, sin embargo, tiene a su favor la ventaja, si se le compara con los países subdesarrollados de hoy, de que aún lee a pesar de que no sabe muy bien por qué y para qué. Un establecimiento literario que guía a su público es la figura desmontada por Gracq en La littérature à l’estomac. Lo que sucede, en realidad, es que ambos se sienten que van por un camino que, como los de la ciencia y las armas, es uno de los patrióticos caminos de la Francia civilizada. Ambos, tanto jueces como público, han creído que es en este país donde la grandeza letrada de la antigüedad entregó su posta argentada. Ambos son ostensiblemente conservadores en sus preferencias estéticas. Ambos creen que existe una literatura francesa, que es la mejor sin duda, y una literatura extranjera, de segundo orden y que comprende a la más o menos amorfa masa de los demás países del mundo. Por tal razón, los dos saben muy bien que su función es elegir eméritos presidentes de la república de las letras. Y en este sentido, tomándose la cosa muy en serio, son afectos a construir “cocinas parlamentarias”, “intrigas de serrallo”, “maniobras de pasillos”, “excesos clientelistas”, “chismorreos periodísticos”, “cursos honorables llenos de trampas” que tornan la vida literaria francesa en algo turbio y bajo pero altamente excitante. Y es aquí donde viene una de las fórmulas más contundentes de Gracq al decir que el escritor francés, atento a todo esto, siente que existe en la medida en que más se hable de él y no en la medida en que se lean sus obras9. Esta relación entre el público y las obras, sin embargo, es lo que suscita un interés para los investigadores de la sociología de la literatura. Ante la falta de calidad literaria, hay en cambio una proliferación de espacios montados por los medios de comunicación —lanzamientos, firma de libros, cocteles, salones, ferias, programas de radio y televisión e incluso coloquios académicos a granel— que insuflan al universo de las letras un ritmo vertiginoso y un vigor que incluso empujan a los especialistas del tema 9 Dice Gracq: “Car l’écrivain français se donne à lui même l’impression d’exister bien moins dans la mesure où on le lit que dans la mesure où l‘on en parle’” (2005a, 31).

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a considerar a tales escritores, que escriben más para el ojo que para la inteligencia, con sus obras mediocres, como representantes del canon literario de su nación y de su lengua. Gracq, por otra parte, no escatima contundentes ataques contra la ecuación existencialista de una literatura comprometida con la militancia política y afecta a la noción paradigmática de progreso comunista. Como buen surrealista en la ascendencia de Louis Aragon, Gracq se acogió inicialmente a los fervores de una militancia que se creía más o menos redentora y que veía en la faena literaria un útil instrumento de acción social. En 1936 entra al Partido Comunista francés, pero muy rápido dimite. En 1939, ante el pacto germano-soviético, Gracq degusta los putrescentes sedimentos que guarda la izquierda europea de entonces y renuncia a su intelectualismo de partido. Esta posición, la del alejamiento mas no la de la indiferencia frente a los acontecimientos políticos, será mantenida por el escritor hasta su muerte. Pero Gracq no reniega, en La littérature à l’estomac, de las obras literarias del absurdo tipo Camus y Sartre. Sopesa las polémicas, más propias de la farándula que de los genuinos mecanismos de la creación estética. Polémicas, las que entablan por ejemplo Sartre y Camus, que tienen un cariz de exorbitante exhibicionismo mediático, de corrillo periodístico y humaredas de cafetería, si se les compara con las que tuvieron Drieu la Rochelle y Montherlant, o Morand y Giraudoux en los años de la entreguerra. Es este aspecto publicitario que convierte a los escritores en vedettes con convicciones de ser grandes personajes del momento, aspecto que se distancia casi completamente de lo literario, el que favorece la crítica demoledora en Gracq. En La littérature à l’estomac tampoco se desdeña lo que la recién nacida tendencia, Le nouveau roman, consideraba como el verdadero camino a seguir: la experimentación. Aunque en el momento de la publicación del panfleto no se había acuñado el nombre de esta tendencia literaria —el término lo utiliza por primera vez Émile Henriot en 1957 para referirse en sentido negativo a La Jalousie de Alain Robe-Grillet— Gracq tiene el suficiente radar para percibir las nuevas propuestas que surgían en el medio parisino. La experimentación cerebral, por no decir racionalización excesiva en los tópicos del narrador y de los personajes, que proponen los nuevos exponentes del estructuralismo narrativo, es mirada


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también con reserva. Para Gracq lo preocupante de estos novelistas no es el estallido de los códigos estructurales que lanzan en sus novelas, sino la triste ausencia de una fuerza reguladora que debe sostener el discurso literario. Es como si en estas historias actuara con fragilidad la cohesión nuclear propia de toda gran novela y, en cambio, aparecieran con desmesura unos toques de magia centrífuga que tornan la obra en un congelado artefacto literario. Hay una frase diciente en Lettrines con la que Gracq se refiere a esta quebradiza vitalidad que caracteriza a los nuevos acróbatas del arte de la novela: “La théologie s’installe et la foi s’en va” (1995, 175). En Lettrines, en este sentido, hay un fragmento que ayuda a entender el equilibrio y la cohesión que reclama Gracq para la novela. Y aunque está destinado a iluminar el proceso de construcción de Les Faux monnayeurs de André Gide, bien puede tomarse para las obras del nouveau roman. De hecho se conoce el papel precursor que ocupa la novela de Gide, publicada en 1925, en el desarrollo de estas propuestas por parte de la nueva escuela. Gracq llama cohesión nuclear a la fuerza de atracción central que está presente, así sea de forma escondida, en toda obra literaria digna de tener en cuenta. Se trata de una fuerza orbital que hace que todos los elementos de la novela estén atados a ella, así como los humanos están pegados a la superficie del planeta (1995, 177). En una gran novela, dice Gracq, a diferencia del mundo imperfectamente coherente de lo real, nada puede quedar al margen y la conexión debe extenderse por todas partes (149-150). Hay, no obstante, otro elemento que Gracq señala y que es acaso el más representativo de su manera de comprender la novela. Para él lo que debe primar, como genuina matriz que absorbe y expulsa todo, en la construcción del universo novelesco, es el relieve onírico. En la medida en que la novela sea fiel al sueño, podrá alcanzar su mayor pureza. El credo es digno de ponerse al lado de los más llamativos que propusieron los surrealistas a propósito de lo bello, lo maravilloso y lo convulsivo. Éter novelesco sería, pues, el rótulo indicado con el cual la novela alcanzaría su máxima perfección. “Quand il n’est pas songe… le roman est mesonge...”, concluye Gracq en su respuesta a la encuesta que se le hizo en 1962 sobre la novela contemporánea, año en que las fórmulas del nouveau roman estaban siendo asimiladas por los escritores más jóvenes de entonces (1995, 176).

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3 En lisant en écrivant es la cumbre de la obra crítica de Julien Gracq. Publicado en 1980, marca el punto más elevado de su carrera. La escritura fragmentaria, al decir de Maurice Blanchot, refleja aquí el carácter de la madurez de un artista y de una sociedad (Blanchot 510)10. Los temas son ya de índole propiamente libresca. En Lettrines se le otorga un buen espacio a las notas de viaje y a los recuerdos de infancia, adolescencia y juventud que En lisant en écrivant no se considera en absoluto. Tal contorno le da a este segundo libro un aspecto más compacto y menos aleatorio. Y aunque no haya capítulos, sí aparecen divisiones claras nominativas. Hay secciones dedicadas al arte de la novela, a la escritura y a la lectura. Se trabajan, siempre con la excelente agudeza y el profundo conocimiento de quien ha releído, vínculos entre literatura y pintura, entre literatura e historia y entre literatura y cine. Hay momentos reveladores en que el crítico, en el buen sentido de la palabra, establece nuevos e inesperados abrazos entre obras, escritores y épocas literarias. En En lisant en écrivant Gracq despliega su arte con humor fino pero nunca con amargura. No desprecia, sino que valora con precisión y jamás con la premura del resentido. Hay una especie de jubilación constante, un ameno sentido de la diversión y nunca el bilioso ajuste de cuentas con los escritores del pasado, ni mucho menos con sus contemporáneos. Este rasgo que es, entre otras cosas, la constante en la crítica de un libro como Mes Poissons de Sainte-Beuve, brilla por su ausencia en las reflexiones críticas de Gracq. En la sección dedicada a Stendhal, Balzac y Flaubert, se deslizan análisis de tal modo que la figura que sobresale es el autor de Le rouge et le noir. La relectura de esta novela, realizada en la década del setenta se confronta con la que hizo Gracq, y que habría de marcar su posterior condición de novelista, cuando tenía quince años y era estudiante pensionado en Nantes. Un método de interpretación así, de superponer varias lecturas desplegadas en el tiempo, es uno de los rasgos de la crítica más madura. Sucede en 10 “Le problème que pose l’oeuvre de fragment c’est un problème d’extrême maturité: d’abord chez les artistes et aussi dans les sociétés”. (“El problema que plantea la obra fragmentaria es un problema de extrema madurez: primero en los artistas y también en las sociedades”.)


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el lector frente al conocimiento de los libros, algo parecido a lo que pasa en el creador con sus personajes. Los dos se acercan mejor a la esencia de su objeto después de diferentes observaciones escalonadas en el tiempo11. Este es, incluso, uno de los puentes que enlazan las reflexiones de Gracq sobre Stendhal con las que Valéry escribe en su célebre ensayo sobre el escritor romántico. El otro, y acaso el más entrañable, es la raíz de esta admiración incondicional. Valéry y Gracq aman a Stendhal por la dosis de vitalismo, por el flujo de felicidad con ondulaciones epicúreas que brotan de sus páginas. Ambos encuentran en el universo stendhaliano una especie de ser primaveral que favorece, ante la vulgaridad de las masas populares y la de los círculos dominantes in crescendo, los goces del individuo en medio de los estragos de una Restauración tocada por la mentira y el arribismo social. Stendhal es renovador, oxigenante, su mundo está misteriosamente iluminado por un espíritu goloso y pleno de movilidad (En lisant en écrivant, 1995, 586) que ayuda a vivir cuando todo alrededor es confirmación de derrota y de abismo. Nada extraño que el Nietzsche de las teorías del superhombre se haya fijado en un autor que, para las décadas finales del siglo XIX, sólo suscitaba repudio en los círculos literarios representados por Sainte-Beuve. Y habría que preguntarse si algo de esta fascinación nietzscheana por Stendhal no tiene que ver con la que sienten Valéry y Gracq. Porque es justamente el entusiasmo por la juventud, el valor y la inteligencia, y el delicioso deseo de felicidad y de tener talento por crearla y poder disfrutarla, lo que suscita el elogio en los dos ensayistas. Lo que ocurre, sin duda, es que los registros de la fascinación son distintos. Nietzsche asimila a Stendhal para alimentar su condición de profeta nervioso de la modernidad, mientras que los dos franceses lo leen en medio de un retiro ocioso y atento hecho muy a la medida precisamente de su tranquila condición de burgueses. El interés especial de Gracq por Stendhal explica las decepciones que le produce la obra de Flaubert. A excepción de la valiente 11 Dice Bernard de Fallois: “Una de las reglas de la psicología y de la poesía proustiana preceptúa que no conocemos a un ser hasta que no podemos comparar una impresión anterior con una impresión nueva, que todo conocimiento tiene lugar en dos tiempos” (Citado en Proust 8).

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capacidad de lucha que ve en Emma Bovary, la menos pasiva de los personajes bovaristas de una literatura que habría de inaugurar la publicación de la novela del adulterio, Gracq se siente incómodo, por no decir asfixiado, en el fracaso y la frustración del mundo flaubertiano. La repugnancia, por ejemplo, con que Flaubert describe el París de L’Éducation sentimentale y sus personajes, provoca en Gracq un rechazo rotundo. Todo en Salammbô le parece artificioso desde el punto de vista de la investigación histórica. Lo que en Stendhal es fresco ritmo de allegro, en Flaubert significa monotonía musical de andante de frases cuyo esquema rítmico de anapesto es el siempre taciturno breve-breve-largo (1995, 608). El mundo de Flaubert, en fin, carece de jovialidad y está irrigado por una baba nihilista y una misantropía sin pausa que para un admirador de Stendhal y sus finales felices, como lo es Gracq, resulta evidentemente intolerable. Balzac, por su lado, es farragoso y agotador en la longeva descripción. Es, además, un autor que opina más de la cuenta a propósito de sus personajes. Los mecanismos de la creación novelesca balzaquiana son los propios de un titán, pero esta monumentalidad tiene que ver más con la cantidad que con la calidad. De ahí el perfil deforme de su obra. Sin embargo, Balzac es demasiado importante como para desdeñarlo con la frase injusta que le propinó Flaubert, su alumno más avanzado: Balzac no es más que un gran monigote de segunda categoría. En Gracq no hay jamás este tono despectivo frente a un Balzac que tiene, para él, más interés que el autor de Madame Bovary, puesto que rastrea mejor los conflictos de una sociedad y dibuja con más espesor sus contornos. Sí, Balzac es extenso en el detalle mobiliario. Pero la burguesía que éste pinta, en tanto que se extasía con la posesión material, para ser nombrada hay que describirle sus trajes, sus aposentos, su parafernalia de joyas, perfumes y relicarios. Balzac, dice Gracq, compite y sale ganando con el más colosal mercado de las pulgas que se pueda realizar de la Francia decimonónica (1995, 571). Dinero y bienes raíces son los distintivos de los personajes de La comédie humaine. Y por ello la relación política y sociedad en este escritor ha interesado tanto a los sociólogos de la literatura, desde Karl Marx hasta Arnold Hauser. Mientras que en Stendhal, al menos para Gracq, el factor político está tratado con la encantadora volatilidad de los cuentos de hadas. En La chartreuse de Parme, por ejemplo, el dinero no juega


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ningún papel y las relaciones entre ricos y pobres son vistas más o menos como las que se presentan entre los pastores y los reyes en las novelas bucólicas. Y en Le rouge et le noire sucede algo similar a pesar del desprecio de Julien Sorel hacia los ricos que lo rodean. Es interesante, en todo caso, ver cómo en Gracq este asunto de la economía y la política en las dos novelas de Stendhal despierta su curiosidad en tanto que es más o menos escurridizo por no decir fantasioso. Mientras que para un crítico como Hauser las novelas de Stendhal son eminentemente crónicas políticas. Obras donde por primera vez el andamiaje político de su tiempo (la Restauración en Le rouge et le noir, la Santa Alianza en La chartreuse de Parme y la Monarquía de Julio en Lucien Leuwen) es el verdadero tema novelesco12. Las consideraciones de Gracq sobre Stendhal no poseen la extensión de las que ofrece Valéry en su ensayo. Sin embargo, las de En lisant en écrivant son más densas y gozan de una mayor precisión. En primer lugar porque Gracq sólo habla de este escritor o de los otros con quienes se le compara y no de sí mismo. Sin negar las virtudes que ofrece el texto de Valéry, a veces éste se explaya en opiniones bastante personales sobre tal o cual asunto que se desprende de la lectura de Henri Beyle. Si fuera por Valéry su ensayo tendría la faz de lo interminable ya que cuando se habla de Stendhal es “cosa de nunca acabar”13. Gracq, al contrario, va directo a asuntos precisos como el análisis de su prosa, el de las relaciones entre literatura y política, hasta el seguimiento de la recepción de la obra stendhaliana en las diversas generaciones de lectores franceses. Valéry y Gracq representan, cada uno en su época, el retiro, la lucidez, el goce por lo exquisito propio de la literatura de una burguesía ya suficientemente decantada que tiene en Stendhal, escritor nutrido por los deliciosos sueños individualistas de Diderot, acaso su piedra de toque. Hay un relieve que Borges señala en Valéry que es pertinente evocarlo a propósito de la esencia del Gracq crítico: “un hombre que, en un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre Para las relaciones entre la política y Stendhal ver Arnold Hauser (38-53). “Es cosa de nunca acabar con Stendhal. No veo mayor elogio para él”, así termina Valéry su ensayo “Stendhal” (Valéry 107). 12 13

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los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden” (“Valéry como símbolo”, Borges 65). Entre tantas otras consideraciones plausibles que manifiesta En lisant en écrivant, frente a tópicos como la escritura y la lectura, hay una que llama poderosamente la atención. Gracq plantea uno de los problemas que se le presentan al crítico literario, sobre todo en períodos de confusión en los que, como el de ahora, proliferan más autores banales que obras memorables. Se trata de hacer un manual de enseñanza de la literatura a partir de presupuestos que señalen la calidad de la obra y no el nombre de su autor. Una buena parte de las historias de la literatura se han visto atravesadas por la necesidad, a la manera frenéticamente enciclopédica de Bouvard y Pécuchet, de registrarlo todo. Hay un deseo delirante de seguir a cuanta obra escrita haya salido de las regiones de un país o de los rincones de una lengua. Hay incluso historias que exigen de los escritores simplemente publicar para que puedan salir en sus páginas gloriosas. Gracq propone, como clave en la elaboración de esta historia única, el criterio de la excelencia estética. Una historia de la literatura contraria a la noción misma de historia literaria, basada menos en nombres de fracasos que en nombres de victorias (1995, 675). Y es aquí donde Gracq se torna displicente con las formas pedagógicas que usa el establecimiento educativo. Se diría que lo que ataca Gracq es el carácter explicativo de los profesores, cuando el verdadero, o al menos el que tiene que ver más con las sensibilidad, y tanto la literatura como el dominio de las artes son actividades dirigidas a esta parcela del ser humano, debería ser el de enseñar a amar la literatura. Ahora bien, enseñar la pasión por las letras es algo que, por lo demás, no se relaciona mucho con el claustro académico. La investigación universitaria, dice Gracq, por razones profesionales, no se ocupa del gozo. Poco le interesa construir un discurso organizado donde prevalezca la comunicación íntima con la obra de arte (1995, 676). Lo que le preocupa es decir cómo debe situarse el objeto literario, cómo ha de diseccionarse a partir de una metodología y un marco teórico. Esta doble circunstancia, es decir la de racionalizar con exceso las sensaciones que se tienen al leer, es lo que torna la mirada de Gracq esquiva frente a la crítica académica. Todo lo que es propenso al teorizar, todo lo que tiende a la generalización en la


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“ciencia de la literatura”, este incómodo “impressionnisme à multiples facettes” (1995, 681), es motivo de sospecha. Empero, y este es uno de los curiosos malentendidos que favorece la literatura, es sabido que un libro como En lisant en écrivant, según sus exegetas universitarios, está repleto de temas propios para interesantes disertaciones académicas. Gracq desconfía, finalmente, de las palabras clasificatorias bajo las que se apertrecha el crítico. Ellas son trampas que corren el riesgo de empobrecer la comprensión de la literatura que, cuando se trata de las obras más trascendentales, traspasa con facilidad las fronteras de lo mágico, lo maravilloso, lo fantástico o lo extraño. Lo que espera, entonces, Gracq del crítico es un tipo de revelación. Éste no sólo debe dilucidar aquellas esencias secretas del texto, sino expresarlas de una manera suprema. Frente a una exigencia luminiscente de este orden es claro la crítica pocas veces logra sustituir la dicha íntima que otorga la lectura de la obra. Gracq pide, para que se pueda cumplir este requisito, la utilización de una voz justa que ha de estar distanciada del espíritu atrabiliario, o prepotente, o insoportablemente enciclopédico, que suele acompañar los devaneos del crítico. Esta voz precisa, este tono lúcido, esta inflexión mesurada distante de las modulaciones de la vanidad, es lo que hace pensar al lector que el crítico, como él, es un enamorado de la obra comentada. Y Gracq a propósito escribe, como si estuviera trazando una definición irónica que también le atañe, y a él sin duda más que a ningún otro: “Quelle bouffoniere, au fond, et quelle imposture même, que le métier de critique: un expert en objets aimés!” (1995, 680)14. Obras citadas Baudelaire, Charles. 1975. Oeuvres complètes I. París: Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade. Baudelaire, Charles. 1863. Le peintre de la vie moderne. http:// www.baudelaire-irremediable.com/livre/peintremoderne. pdf (consultado el 27 de diciembre de 2007). Blanchot, Maurice. 1969. L’Entretien infini. París: Gallimard. Boie, Bernhild. 1995. “Lettrines, Lettrines 2, Notice”. En Gracq

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“¡Qué payasada, en el fondo, e incluso qué impostura, el oficio del crítico: un experto en objetos amados!”

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Pablo Montoya, Julien Gracq y los gozos de la crítica

1995, 1330-1349. Borges, Jorge Luis. 1996. Obras completas II. Buenos Aires: Emecé. Gracq, Julien. 1995. Oeuvres complètes II. París: Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade. Gracq, Julien. 2005a. La littérature à l’estomac. París: José Corti. Gracq, Julien. 2005b. El mar de las Sirtes. Traducción de José Escué. Barcelona: Mondadori. Hauser, Arnold. 1979. Historia social de la literatura y el arte 3. Barcelona: Guadarrama. Modiano, Patrick. 1989. “Pour Julien Gracq”. En Qui vive? Autour de Julien Gracq. Compilación de Jean-Louis Poitevin, 163-175. París: José Corti. Nietzsche, Friedrich. 1978. Aurora. Medellín: Bedout. Proust, Marcel. 1971. Ensayos literarios I (Contra Sainte-Beuve). Traducción de José Cano Tembleque y Guillermo Camero. Barcelona: Edhasa. Schlegel, Friedrich. 1978. L’absolu littéraire. París: Seul. Valéry, Paul. 1956. Variedad I. Traducción de Aurora Bernárdez y Jorge Zalamea. Buenos Aires: Losada. Vila-Matas, Enrique. 2007. “La froid lumière des Syrtes”. Le magazine littéraire 475 (junio): 51-54.


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