AMNESIA Por: Moisés Caballero Era un lindo día, el sol pegaba levemente en mis piernas cubiertas por una frazada que me había llevado mi hija, el pequeño vaso de té que sostenía en mi mano reflejaba una pequeña estrella de luz sobre el piso. Ella se acercó con esa tristeza en la cara que solo te deja el desamor; tomo una silla y con un vaso de té se sentó a mi lado. Solo el olor verde del pasto, el sol y los pequeños insectos acompañaban el momento, entonces dije. Anímate, te voy a contar una historia. Hace mucho tiempo, cuando aún pensaba, que la vida era tan larga que podía comerme el mundo de una mordida; tres de mis amigos y yo, organizamos un viaje a la playa, porque uno de ellos nunca había visto el mar. Con un auto prestado, poco dinero, la sonrisa en la cara y sin el dueño del auto, partimos tres de cuatro. Con el ansia de llegar a ningún lado, subimos la sierra que separaba nuestra ciudad del mar; en la bajada, las balatas del auto se calentaron hasta quemarse y tuvimos que detenernos para cambiarlas y ajustar los frenos; mientras tanto, en el puesto de cocos que se encontraba a un lado del taller comimos pulpa extraída de la cascara, tan suave como una gelatina y, comiendo ese suculento manjar terminamos con la ropa manchada de violeta. Al punto de llegar al mar, nos detuvimos a pie de carretera para que nuestro amigo conociera esa gran masa de agua salada, reímos y tomamos fotografías. Ya cayendo el sol llegamos a nuestro destino, el hambre nos hacia un hueco en el estómago, vimos una pequeña cabaña que ofrecía pescado frito y cerveza, se escuchaba en el ambiente una guitarra española tocando rumba flamenca, la carta estaba escrita en un pizarrón negro con gis blanco, que decía con grandes letras HUACHINANGO; satisfechos, seguimos nuestro camino hacia un hotel donde pasar la noche, era una torre de entre diez o doce plantas sobre la recepción, una alberca modesta a un lado de la playa, un lobby bar con pista de baile, televisores en las paredes y un divertido grupo en vivo que tocaba música pop de los ochentas. La noche era nuestra, después de refrescarnos y perfumarnos, bajamos al lobby bar y pedimos una mesa; para nuestra sorpresa nos instalaron en una que estaba ocupada; dado que, la filosofía del hotel era que las personas convivieran mientras rompían barreras y fronteras sin importar su origen; después de unos minutos de silencio, sonrisas nubladas y miradas evasivas que trataban de encontrar detalles divertidos en el espacio del bar, me di cuenta de lo afortunados que éramos, nos habían sentado en la mesa de seis bellos especímenes humanos femeninos; que sin temor a equivocarme, se encontraban entre nuestro rango de edad; cuatro de ellas norte americanas y las dos restantes italianas; mi corazón se aceleró, al percatarme de que estaba sentado justo a un lado de una de ellas; el espacio que nos separaba, eventualmente se cerraba por el movimiento de nuestros cuerpos haciendo que los vellos de nuestros brazos se tocaran creando un lindo cosquilleo que nos hacía voltear y hacer que nuestros ojos se encontraran; su sonrisa, su manera de quitarse el fleco de la frente, el olor a perfume mezclado con crema bloqueadora, ese movimiento indiferente. Esos errores casuales que se agradecen toda la vida. Tomo sin darse cuenta mi cajetilla de cigarros; sacó uno y se lo puso en la boca; sagaz como un depredador al acecho, al percatarme de la valiosa oportunidad que me daba el destino, tomé su encendedor y lo prendí en lo que ella lo buscaba; volteó a verme. Nuestros ojos se encontraron finalmente es un punto de contacto directo, ese color castaño me absorbió, todo era perfecto, todo encajaba en una auténtica armonía, sus