La fotografía y el otro de Diego Lizarazo Arias

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SECRETARÍA DE CULTURA

Secretaria de Cultura: Alejandra Frausto Guerrero

Subsecretaria de Desarrollo Cultural: Marina Núñez Bespalova

Director General de Comunicación Social: Manuel Zepeda Mata

CENTRO DE LA IMAGEN

Directora: Johan Trujillo Argüelles

LA FOTOGRAFÍA Y EL OTRO

Coordinación de la colección: Alejandra Pérez Zamudio

Edición: Gustavo Cruz Cerna

Diseño: Krystal Mejía Méndez

Lectura de pruebas: Lucía Pi Cholula

Cuidado de producción: Pablo Zepeda Martínez

Primera edición en Colección Ensayos sobre Fotografía 2022

Producción: Secretaría de Cultura y Centro de la Imagen

D.R. ©2022, Diego Lizarazo Arias

D.R. ©2022, Rossana Reguillo Cruz

D.R. ©2022, de los autores de las imágenes

D.R. ©2022, de la presente edición: Secretaría de Cultura

Centro de la Imagen

Plaza de la Ciudadela 2

Centro Histórico

C.P. 06040, Ciudad de México ci.cultura.gob.mx

Las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad del Centro de la Imagen de la Secretaría de Cultura.

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de la Secretaría de Cultura/Centro de la Imagen.

ISBN 978-607-631-192-9

El presente volumen se hizo acreedor al Premio Nacional de Ensayo sobre Fotografía 2021.

Impreso y hecho en México

Cuerpo y estética de retorno DIEGO LIZARAZO ARIAS LA FOTOGRAFÍA Y EL OTRO

LA FOTOGRAFÍA Y EL OTRO

Cuerpo y estética de retorno

DIEGO LIZARAZO ARIAS

Para mi hermano Eduardo, en cuya lucidez y ternura, hallé cruciales sentidos

AGRADECIMIENTOS

Nunca nuestra voz es solitaria. En ella resuenan, como mostró Bajtín, las voces de los otros. Nuestra palabra siempre es deudora del decir de otros, y aspiramos, a su vez, a que nuestro decir sea recordado y apreciado por ellos.

Este ensayo se desata con las fotografías de Yael Martínez, Erika Diettes, Gustavo Germano, Jesús Abad Colorado y Lucila Quieto. Mi gratitud por permitirme referirlas y por abrir una ruta para dilucidar la manera en que la fuerza estética permite experimentar el tiempo como oportunidad para dar lugar a lo que violentamente fue eliminado. Pero especialmente, por la posibilidad de que este encuentro entre la palabra y la fotografía despliegue su fondo imprescindible: que sea un encuentro humano en el que la amistad le confiera su sentido. La mirada lúcida de Rossana Reguillo Cruz ha convertido esa amistad en una clarificación que abre este trabajo, su generoso prólogo me conmueve y concita a la siguiente búsqueda. Mi gratitud al Centro de la Imagen y a las y los jurados, por el reconocimiento con el que premiaron este trabajo. Mi agradecimiento por convertirlo en un libro a Johan Trujillo Argüelles, su directora, a Alejandra Pérez Zamudio y a Gustavo Cruz Cerna, quienes me apoyaron con gran generosidad para que la obra concluyera adecuadamente.

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ÍNDICE Prólogo de Rossana Reguillo Cruz ....................................................... 13 Introducción ..................................................................................... 23 Fotografía de lo atroz y ética de la alteridad ................................... 27 El cuerpo y el tiempo ....................................................................... 79 La estética de retorno .................................................................... 113 Bibliografía ..................................................................................... 159

UN EJERCICIO A LA INTEMPERIE: DIEGO LIZARAZO Y LA FOTOGRAFÍA

La fotografía es subversiva, no cuando asusta, repugna o incluso estigmatiza, sino cuando es reflexiva. Roland Barthes

La fotografía de lo atroz se ha vuelto un ejercicio necesario y urgente. En una sociedad que asiste cada día a los horrores de las violencias, a la degradación del planeta —cuyos bosques y selvas son arrasados sin remordimientos—, a la aniquilación sistemática de poblaciones “excedentes”, comunidades que no importan; en una sociedad que atestigua, con resistencias a aceptarlo, el desmantelamiento de los pactos sociales y la implosión de las instituciones, la fotografía es, o debería ser, un dispositivo de restitución de la capacidad de empatizar “frente al dolor de los demás”, un dispositivo de preservación de una memoria activa y, sobre todo, un instrumento capaz de hacerse cargo del colapso de las palabras que enmudecen o pierden su sentido frente a la barbarie de un cuerpo mutilado o una ciudad incendiada, ante el rostro de pánico de quien está a punto de ser decapitado.

¿Puede la fotografía convertirse hoy en un “principio estructurador de los acontecimientos”, como señala Diego Lizarazo en el libro que ahora nos confronta, interpela y obliga a una reflexividad (pensar el pensamiento con el que pensamos) sobre las dimensiones éticas, incluso ontológicas, de las imágenes de eso atroz que los poderes quisieran pasteurizar?

La escritura de Lizarazo es intensa, certera, dolorosa, no se permite concesiones en este ensayo sobre la fotografía y el otro.

El libro, organizado en tres ejes, nos acerca a un análisis estremecedor que documenta no solamente a través de su capacidad de “hacernos ver”, sino además con el rigor de quien entiende que la teoría debe estar

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al servicio de la comprensión, de la elucidación de lo real. No se trata aquí del dominio de fuentes asépticas que se citan para adornar un texto estéril, sino, por el contrario, se trata de un diálogo crítico, profundo, una interpelación a autores que nos preceden en el acto de arrojar luz sobre el mundo que es, que fue y que está siendo.

Al leer este extraordinario ensayo no pude dejar de pensar en Paul Virilo y su libro Paisaje de acontecimientos, y, concretamente, en el planteamiento que hace ahí en torno a lo que llamaré, de manera simplificada, “la técnica”.1 Dice Virilo que inventar el navío es inventar el naufragio, inventar la locomotora es inventar el descarrilamiento; la catástrofe como el rostro complementario de esa técnica: un accidente, un peligro.

Puede decirse entonces que, parafraseando a Virilo, la invención de la fotografía, como dispositivo “capturador” de la realidad, es también la invención de una contra técnica, una contramáquina, capaz de interrumpir el relato ordenado de una modernidad de aparador.2 Frente a la regulación de los modos visuales, del férreo control sobre lo que puede o debe ser fotografiable, mirable, representable, la fotografía es también una línea de fuga, un espacio de tensión que disputa las categorías convencionales que tienden a fijar el sentido de lo que vemos e interpretamos.

Indudablemente, Lizarazo se interesa justamente por esta dimensión de la fotografía, esa que es capaz de narrar el dolor de las y los otros, o el mío propio, como es el caso de Yael Martínez y su serie La casa que sangra (2013), que Lizarazo analiza con agudeza, un gran sentido hermenéutico y un respeto absoluto. Esa fotografía que apela al derecho de narrar el sufrimiento y reclamar no sólo la restitución de una memoria, sino además la exigencia de rasgar, develar, traer, e-viden-ciar, a través de la imagen capturada, la insoportable gravedad de acontecimientos y experiencias al límite de lo humano.

Los trabajos fotográficos que Diego Lizarazo analiza en este libro se inscriben decididamente en lo que Georges Didi-Huberman llama “conocimiento sensible”,3 el ingreso de lo que es mirado a una dimensión emo-

1 Véase Paul Virilo, Un paisaje de acontecimientos, trad. Marcos Mayer, Buenos Aires, Paidós, 1997.

2 Véase Rossana Reguillo Cruz, Necromáquina: Cuando morir no es suficiente, Barcelona, Ned Ediciones, 2021.

3 Georges Didi-Huberman, ¡Qué emoción! ¿Qué emoción?, trad. Víctor Goldstein, Argentina, Capital Intelectual, 2016, p. 32.

cional que conmociona y transforma. Escenas, rostros, paisajes de desolación al límite que trastocan lo cotidiano.

Quizás en un sentido afín a la dicotomía planteada por Walter Benjamin entre “fuerza fuerte” y “fuerza débil”,4 Michel de Certeau propuso una telúrica distinción entre “táctica” y “estrategia”.5 Para De Certeau, la estrategia es el juego de los fuertes, de los que —usando una metáfora futbolera— son los dueños del balón, cancha propia y árbitro a favor; mientras que la táctica es el arte de los débiles, de quienes juegan con todo en contra y, aún así, resisten. En ese sentido, quizás podemos afirmar con Lizarazo que la fotografía, al menos la que le interesa, opera como “fuerza débil”, como táctica, en tanto hace hablar lo negado, lo invisibilizado, a través de una “estética del retorno”, ese potente concepto acuñado por el autor para nombrar, traer y hacer visible ese pasado negado por la gestión de la “fuerza fuerte”.

Dice Miguel Benasayag, que “resistir no es sólo oponerse, sino crear situación por situación, otras relaciones sociales”.6 Crear la situación para que sea posible oponerse a la “fuerza fuerte”, eso es lo que hacen los fotógrafos cuyo trabajo táctico analiza Diego Lizarazo: Yael Martínez y la serie fotográfica La casa que sangra; Lucila Quieto y la serie Arqueología de la ausencia (2004); Erika Diettes y la serie Sudarios (2011); Jesús Abad Colorado y las fotografías sobre Bojavá, además de otros fotógrafos o fotografías que Lizarazo trae al centro de la discusión para fortalecer su argumento.

Entiendo cada uno de los proyectos citados como situaciones, en el sentido que Benasayag define “situación”: “unidad que permite volver a territorializar la vida, el pensamiento y la acción”.7 Así, Martínez y Colorado nos hablan, desde perspectivas distintas, de lo que Lizarazo llama “la fuerza

4 “Fuerza fuerte” sería aquella que reafirma y pretende comandar la interpretación de lo real, mientras que “fuerza débil” sería esa que, sin dominar el presente, puede traer el pasado negado, oponerse.

5 Véase Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano I. Artes de hacer, trad. Alejandro Pescador, México, UIA / ITESO, 1996.

6 Amador Fernández-Savater, “Miguel Benasaya: ‘Resistir no es sólo oponerse, sino crear situación por situación, otras relaciones sociales’”, en El Diario, https://www.eldiario.es/interferencias/miguel-benasayag-resistir-situacion-relaciones_132_2703351.html, 24 de abril de 2015.

7 Ibíd.

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de retorno” de la fotografía: una casa que sangra por la desaparición, por la ausencia; un pequeño barco trasportando un cadáver. Estas imágenes reterritorializan el dolor, la pérdida, lo absurdo y, especialmente, eso atroz que de otro modo queda mudo, silenciado o espectacularizado por los grandes medios de comunicación o la fotografía del dolor convertida en apropiación pornográfica.8 En las imágenes analizadas por Lizarazo, vemos la operación contraria: miradas capaces de restituir la pérdida, de provocar ese conocimiento sensible del que nos habla Didi-Huberman. Como nos dice el propio Lizarazo, a propósito del concepto de dispositivo de Agamben9 y refiriéndose al trabajo de Martínez:

A diferencia de lo que Agamben pudiese pensar, el dispositivo de control ha sido aquí torcido. Este tatuaje-cuerpo-casa profana la lógica institucional y retorna la fotografía de la persona amada a su sentido afectivo crucial: reafirma la conexión con ella, incluso y especialmente aquí, cuando el paradero de esa persona es incierto.10

Si la desaparición hace colapsar la certidumbre, el anhelo de verdad y de justicia y opera un vaciamiento de la presencia, la fotografía, con su fuerza de retorno, se convierte en un instrumento de litigio, en una controversia que instaura conflictividad. De ahí su potencia para abrir el tiempo y crear otro espacio, un locus en el que el cuerpo ausente regresa como presencia amada. Llamo “producción de presencia” a la capacidad individual o colectiva de hacerse presente, de irrumpir en el relato monocorde de la dominación a través del contrarrelato.11

8 Sobre este punto, me viene a la mente el caso de la fotografía del surafricano Kevin Carter, tomada cerca de un puesto de alimentación en Sudán y publicada por el New York Times. Carter escuchó un ruido y vio el cuerpo de una pequeña niña, en los huesos, incapaz de caminar o arrastrarse hasta el puesto, el ruido lo hacía un buitre que acechaba el cuerpecito agotado de la niña. La historia cuenta que Carter esperó veinte minutos para tomar la foto que le valió el premio Pulitzer en 1994. Al cabo de unos meses la culpa lo llevó al suicidio.

9 Agamben entiende por dispositivo “cualquier cosa que de algún modo tenga la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones, y los discursos de los seres vivientes”, citado en esta publicación, p. 115.

10 En esta publicación, pp. 121-122.

11 Véase Rossana Reguillo Cruz, Paisajes insurrectos: Jóvenes, redes y revueltas en el otoño civilizatorio, Barcelona, Ned Ediciones, 2017.

Retomo aquí la fotografía de la silla vacía en un cuarto, de la serie La casa que sangra de Martínez.12 Sombra y luz se intersectan en esta imagen, la silla no está recargada contra el muro, es como si la persona ausente que debiera ocuparla mirara la sombra de una persona proyectada sobre la pared. Dice Lizarazo: “El objeto, que ordinariamente no dice nada sobre la presencia, ahora dice, ruidosamente, que alguien no está. La fotografía enfatiza la vaciedad de la habitación. En la pared sólo está la sombra de una persona”.13 Producción de presencia, hacer hablar al cuerpo ausente.

Me interesa especialmente detenerme en el habla de las imágenes, en el sentido que otorga Saussure14 a la noción de habla como la realización de la lengua; si ésta es un sistema finito de códigos y es estable, el habla es la movilización infinita de esos códigos para generar sentido, para comunicar, para interpretar y tiene lugar de una manera continua y cotidiana. Así, las series estudiadas por Lizarazo constituyen un habla poderosa y afectiva.

Entonces, de acuerdo con los planteamientos de Lizarazo, la fotografía puede constituirse en un gran movilizador de emociones, de afectos o afecciones, según la filosofía de Baruch Spinoza; moviliza lo que el filósofo llama “pasiones tristes”.15 La mirada que se detiene en una de las fotografías de Abad Colorado,16 en la que el cuerpo inerte de Ubertina Martínez se encuentra dentro de un féretro en un bote que navega lo que suponemos es un río, experimenta un estremecimiento, una tristeza compartida con el hombre devastado sentado junto al rústico ataúd: no hay escapatoria posible. No hay pasión más triste que la que provoca la pérdida de un ser querido. Ubertina, nos hace saber Lizarazo, murió asesinada en un enfrentamiento entre la guerrilla y el ejército colombiano, un ataque de las FARC con un cilindro bomba arrojado a la iglesia de Boyajá, ese poblado del Departamento del Chocó en Colombia incrustado en una

12 En esta publicación, p. 123.

13 En esta publicación, p. 122.

14 Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general, trad. Amado Alonso, Buenos Aires, Losada, 2012.

15 Véase Baruch Spinoza, Ética. Tratado teológico-político, trad. Manuel Machado, Julián Vargas y Antonio Zozaya, México, Porrúa (Sepan Cuántos…), 1977.

16 En esta publicación, p. 138.

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geografía de dolor y terror que ha provocado un exilio masivo, un desplazamiento forzado y muchas muertes. En ese ataque murieron otras cien personas. Una cita de Stalin, “un muerto es una tragedia, un millón, una estadística”. Por ello, el sacudimiento que produce la muerte de Ubertina, humanizada por la fotografía o, para utilizar otro término de Lizarazo, presentificada, hecha presente, es capaz de hacer legible el horror de la guerra colombiana. Abad Colorado nos trasporta a una zona de turbulencia y no podemos escapar invictos.

Lizarazo se pregunta si la fotografía puede acercarnos al dolor de los otros y, a través de Virgina Woolf, nos dice: “puede hacerlo, en tanto no sólo muestra su dolor, sino que provoca una sensibilidad y una emoción que nos exige una respuesta contundente”.17 Añado que, además de exigir una respuesta contundente, la fotografía, este tipo de fotografía, introduce politicidad en el pacto de miradas: la de la persona fotografiada, la mirada del fotógrafo y la mirada de quien mira la fotografía, devenido ya testigo de lo atroz. Entiendo por “politicidad” volver visible el poder difuso que ha instituido la muerte o la desaparición que ha provocado el dolor; hay en todas estas imágenes escenas previas que intuimos por el arte del fotógrafo. La politicidad nos emplaza y al mismo tiempo nos desplaza hacia una zona de responsabilidad moral.

Quiero ahora moverme al productivo debate que Diego Lizarazo sostiene con tres enormes pensadoras: Virginia Woolf, Susan Sontag y Judith Butler. Esto sucede en la primera parte del libro, que el autor define como una conversación entre estas mujeres sobre “dolor y fotografía” (pongo énfasis en “entre” porque los ejes o ideas fuerza, que Lizarazo retoma de cada una de ellas para su propia argumentación, construyen un tejido, un fino y elocuente bordado de conceptos, problemas, ideas y escalofríos).

Qué es la guerra, cómo evitar la guerra, qué es el mal y, sobre todo, qué es la fotografía de lo atroz. Formular la pregunta por la imagen del horror a estas tres autoras le permite a Lizarazo construir un cuarto registro, en el que va hilando lo que será su apuesta teórica y heurística más fuerte: la fuerza de retorno, la fuerza de alteridad: “[…] la imagen 17 En esta publicación, p. 31.

puede, en cierto punto, tener la fuerza de permitir el retorno de una vida ocluida o negada por la propia trama de su visibilización. A veces regresa de forma inadvertida y con una potencia no imaginada”,18 nos dice Lizarazo.

Quisiera en este punto parafrasear el título del extraordinario libro de Enrique Díaz Álvarez: la imagen que aparece despliega toda su potencia, “apabulla, se recuerda, persiste”, como dice Díaz Álvarez a propósito de la palabra.19 La imagen-testigo operará entonces una transformación en el sensorium, esa sensibilidad tecnosocial que interesará a Benjamin para estudiar la relación entre la técnica y la estética.20 La imagen-testigo instaura una tensión entre los modos de regular lo fotografiable y las fugas-tácticas que irrumpen para mostrar aquello que los poderes quieren invisibilizar.

La forma genérica en la que Woolf entiende la guerra resulta un problema sustantivo para Sontag y para Butler. No todas las fotografías atroces provocarían el rechazo, puede ser que la fotografía de guerra (lo hemos visto claramente con la invasión de Rusia a Ucrania) haga despertar las simpatías o las antipatías hacia uno de los lados en conflicto. Las fotografías no sólo registran la guerra, son también “un instrumento de lucha”, nos dice Lizarazo. Habría que volver a la idea de la imagen como testigo que trae lo marginal al centro, como dice Carlos Monsiváis,21 lo obturado por un orden que no quiere ver, sino hacernos ver que las fotografías de lo atroz, como las analizadas por Lizarazo, retratan vidas que no importan, vidas no llorables.

En un esclarecedor debate con Sontag, Lizarazo asume una posición muy crítica a propósito del trabajo del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado. La postura de Lizarazo es demoledora y acertada. Sontag critica a Salgado por considerar que su trabajo es demasiado “estético”. Como señala Lizarazo, ella lo considera un fotógrafo:

18 En esta publicación, p. 74.

19 Enrique Díaz Álvarez, La palabra que aparece: El testimonio como acto de sobrevivencia , México, Anagrama, 2021.

20 Véase Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, trad. Andrés E. Weikert, México, Ítaca, 2003.

21 Carlos Monsiváis, Salvador Novo: Lo marginal en el centro, México, Era, 2000.

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[…] “especializado en la miseria del mundo” cuyo foco “se concentra en los indefensos, reducidos a su indefensión”. Los indefensos de sus imágenes, subraya Sontag, no se nombran en los pies de foto; entonces al deshacer su nombre sólo quedan como esencias o generalidades: no es la historia de una persona, sino de la calamidad.22

Me parece que, en esta controversia, Lizarazo muestra toda su potencia como analista y como intelectual: es uno de los momentos epifánicos del libro. La crítica de Sontag, descontextualizada e injusta, no encaja en lo que ha venido haciendo este fotógrafo a lo largo de su trayectoria. Con agudeza Lizarazo enfatiza que lo que retrata la lente de Salgado no son individuos aislados que deberían ser nombrados a pie de foto —según Sontag—, sino sujetos que pertenecen a mundos comunitarios. La comunicabilidad en la fotografía de Salgado estriba en su capacidad de relatar la catástrofe y su impacto en poblaciones enteras. El drama que experimentan los muchos sin perder la singularidad de la experiencia límite. Lizarazo propone, para contestar a Sontag, algunas series que han captado con nitidez el descarrilamiento de lo humano. No me detengo en la profundidad con la que Diego Lizarazo coloca la perspectiva que devuelve a la fotografía su fuerza de retorno. Ya las y los lectores podrán adentrarse en esa controversia.

Finalmente, me quiero referir al trabajo de la fotógrafa con la que cierra este extraordinario ensayo, Lucila Quieto y su serie Arqueología de la ausencia. La imagen de la figura ausente (el padre, un hermano, la madre), arrebatada por la violencia, es proyectada en una pared o en otro sitio, después los familiares se colocan junto a esa imagen proyectada y la operación reúne, deshace la dislocación, trae al presente esa ausencia. La fotografía como sutura, una reparación necesaria que Lizarazo compara con el Kintsugi, la forma japonesa de reparar la cerámica rota: una vez pegada la pieza se le rocía polvo de oro al sitio donde fue reparada, de tal suerte que queda la evidencia de que hay ahí una herida, muestra la huella de la rotura. “No niega la grieta, pero muestra, con fuerza, el trabajo de reconciliación y resignificación”,23 dice Lizarazo.

22 En esta publicación, p. 50.

23 En esta publicación, p. 156.

La fuerza de apelación de la fotografía incomoda, sacude. Y da cuenta del conflicto en un tiempo y en un locus precisos y concretos. Pero quizás lo que he logrado aprender de La fotografía y el otro es que la potencia fotográfica de lo atroz, en el sentido propuesto por Lizarazo, es la de la invención en su sentido etimológico más profundo, “in venire”, hacer venir de otro modo lo perdido, lo ignorado. Hacer venir el dolor de los demás. Rossana Reguillo Cruz *

* Profesora-investigadora emérita en el Departamento de Estudios Socioculturales del ITESO.

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Una parte de la filosofía y la estética contemporáneas parece desplegarse en un movimiento de declinación de la ontología (en la herencia de Nietzsche y de Heidegger y sus discípulos tardíos, como Foucault o Derrida). La confrontación del ser en el campo de una metafísica moderna que, al afirmar al sujeto como centro de todo, ha implicado tanto una mitología subyacente para el pensamiento, como una substancialización antropológica y política que necesariamente entraña, de una u otra forma, una violencia de la identidad y una jerarquía de privilegios como violencia. El ser sin atributos, para eludir los centramientos raciales, coloniales, patriarcales o de cualquier tipo de dominación que pueda suponer la primacía sustancial de alguna cualidad. El ser como pura relación con otro, en el cero de las determinaciones; lo que permitiría pensar una comunidad sin telos, ni substancia, proyectada a la posibilidad de superación de la exclusión o la superposición de los rasgos propios sobre los rasgos del otro.

No obstante, es visible un gesto estético que viene procurando lo contrario, un camino distinto, no en el desobrar la comunidad o en el de vaciar la ontología, sino justamente en la necesidad de visibilizar una comunidad ocluída o de llamar una ontología desaparecida. La estética como fuerza de retorno de lo negado, del ser apartado, asesinado, disuelto, olvidado o borrado. La fuerza de retorno de lo extinto o segregado. Éste es el camino que parecen indicar las fotografías de artistas latinoamericanos como Gustavo Germano, Erika Diettes, Jesús Abad Colorado, Lucila Quieto o Yael Martínez. De la persona desaparecida o asesinada, de la comunidad sojuzgada y destruída, lo que resulta es la necesidad de hacerlos visibles y valorarlos.

El tema de este ensayo es, entonces, la relación entre la fotografía y la alteridad como forma estética y política capaz de vincularse con el dolor de los otros y tomar posición y sentido frente a ello.

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INTRODUCCIÓN

En el primer capítulo, busco dar cuenta de la sustantiva y asíncrona conversación entre Virginia Woolf, Susan Sontag y Judith Butler sobre las posibilidades y límites de la fotografía para convocar en nosotros, quienes la vemos, una transitividad capaz de interpelarnos éticamente y movilizarnos para actuar de forma comprometida. No hay en ellas, por su puesto, una respuesta uniforme. Hay, en cambio, una fecunda problematización de las relaciones entre la comunicación, la política social y la ética de la alteridad. Judith Butler se centra en el análisis de las infaustas fotografías de Abu Ghraib, y con ello clarifica la operación del marco fotográfico como fuerza de encuadramiento que organiza e interpreta la realidad en un sentido político. El marco es, así, una estructura de definición del mundo y sus seres, que responde a reglas culturales que imponen principios de racialización y civilización. En esos términos, la fotografía no sólo es el resultado de la mirada del fotógrafo, sino que dicha mirada se halla inscrita en un marco que la antecede y que alinea el conjunto de lo que en la foto presenta al espectador. Butler señala que la forma en que reaccionamos al sufrimiento de los otros (como nuestras emociones, indignación, críticas o acciones) depende del marco de percepción de lo real, y dicho marco es anterior a tales experiencias. Por las reglas que lo gobiernan, el marco distingue, en última instancia, entre las vidas que cuentan y las que no, entre las vidas que, sometidas a sufrimiento o a desaparición, son llorables o no.

En el segundo capítulo planteo las relaciones entre la fotografía, el tiempo y el cuerpo; la cuestión de que, en ciertas circunstancias, la fotografía puede, en dirección contraria a lo planteado por Butler, abrir la puerta a un cuerpo escamoteado o eliminado. Ello es posible porque la fotografía pone en tensión una técnica que captura la singularidad de una existencia con un lenguaje que busca convencionalizarla para hacerla comunicable; la tensión entre la concreción existencial del tiempo y el encuadramiento del lenguaje. Abordando la densidad del tiempo fotográfico, planteo que sus posibilidades desbordan los límites señalados tanto por Barthes como por Butler. En esos tiempos posibles, el lenguaje no se alía con el límite del marco, sino con las potencias de liberación de una existencia no contenida. En otros términos, la mirada que la fotografía despliega establece un conflicto entre el encuadramiento y su liberación. Propongo el concepto de mirada matriz para dar cuenta de la organización histórica y social de la mirada, en tanto responde a esquemas y modelos generativos de visi-

bilidad e invisibilidad, de estructuración de jerarquías, de definición de ontologías y de sus valoraciones. La mirada matriz como encuadramiento, reticulación y modalización de las formas de ver. La mirada concreta, del fotógrafo o de su espectador, convertida por la mirada matriz en una suerte de máquina de sustancialización y reticulación. La mirada está allí capturada, y a la vez opera como captura (como una red de caza o pesca). Pero la mirada puede abrirse a su desfonde permanente, a su desencuadramiento, a su desmarcamiento continuo. Puede apuntar a su posibilidad estética de liberación y desustancialización sin fin. En ello se juega lo que llamo una estética de retorno.

Finalmente, a partir del trabajo de los cinco fotógrafos y fotógrafas latinoamericanas ya nombrados, doy cuenta de la potencia heurística fotográfica que muestra las implicaciones de la sustracción violenta de un cuerpo amado por operación de diversos poderes, y también de la posibilidad de presentificar sus implicaciones y la necesidad de su retorno como memoria y justicia. Llamo fuerza de alteridad a la vinculación existencial entre fotógrafo y fotografiado, que hace posible una estética de retorno en la que, incluso, y gracias a la prestancia poética de la fotografía, regresa el cuerpo eliminado, planteando un tiempo imposible, un pasado y un presente nuevos, convocados estéticamente.

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FOTOGRAFÍA DE LO ATROZ Y ÉTICA DE LA ALTERIDAD

Una conversación entre Virginia Woolf, Susan Sontag y Judith Butler

La asíncrona conversación entre Virginia Woolf, Susan Sontag y Judith Butler clarifica algunas de las implicaciones del vínculo entre la fotografía y el dolor. Las miradas de las tres autoras, en tiempos muy diversos, se enlazan en la respuesta a una pregunta, en algunos casos declarada y en otros implícita: ¿puede la fotografía acercarnos al dolor de los otros? Triple asunto: la foto como constancia de otredad, como evidencia del dolor de los otros, como potencia de sensibilización y de reconocimiento.

La conversación despunta en voz de Virginia Woolf, quien no tiene como foco de interés la fotografía, ni la pregunta que refiero. En realidad, la cuestión del dolor de los otros en la imagen se toca de paso dentro de una argumentación que da respuesta a una solicitud excepcional para la época: la que un hombre de la burguesía instruida de Inglaterra hace a una mujer sobre la forma ideal de impedir la guerra. Se trata de la misiva de respuesta que la escritora da a dicha interrogante y que se convierte en su célebre libro Tres guineas, publicado por primera vez en 1938. Woolf responde con un análisis crítico de las diferencias entre las condiciones históricas de las mujeres y los varones en el contexto de la sociedad inglesa (y, por extensión, de la sociedad moderna). La autora no identifica al hombre que formula la pregunta, pero lo caracteriza: alguien mayor que pertenece al colegio de abogados, con una posición ganada por el estudio y el esfuerzo, y a quien no duda en calificar como persona buena: “En su expresión no hay ningún rasgo de aspereza, maldad ni insatisfacción”.1 Pero el interlocutor representa la condición masculina, por eso su misiva utiliza un tono de

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1 Virginia Woolf, Tres guineas, trad. Laura García, Buenos Aires, Ediciones Godot, 2015, p. 10.

diferencia y oposición. Woolf escribe a nombre de “nosotras” (las mujeres), frente a un “usted” (el hombre). Hoy se diría que la carta de Woolf es una interrogación crítica a la estructura patriarcal de la sociedad. Por esa razón, la autora encuentra inaudito que alguien que pertenece a dicha estructura le haya dirigido a ella, siendo mujer, esa pregunta de notable trascendencia: “¿Cómo, en su opinión, podemos impedir la guerra?”.2 Valdría decir que la pregunta, además de excéntrica, le parece paradójica: la misma estructura que anula la respuesta femenina es la que formula la pregunta. Por tanto, la respuesta de Woolf no será la adhesión a algunas de las propuestas que le hace el jurista, sino un análisis de lo que dicha interrogación significa, y particularmente de la imposibilidad de dar respuesta a tal solicitud, dada la estructura diferenciadora de la que emerge. Woolf plantea que la forma de encarar la guerra implica el proceso de desmontaje de las estructuras fascistas de la propia sociedad que pretende confrontar al fascismo (en términos actuales, la necesidad de deconstrucción de la sociedad patriarcal). No me detendré en dicho análisis. Me interesa ir al núcleo de la referencia a la fotografía.

Woolf: fotografía y sentimiento universal

La respuesta a la pregunta sobre la guerra, piensa Woolf, debe dar cuenta de dos asuntos. Primero, que “la educación marca una diferencia” porque, para imaginar una solución pacífica ante la guerra, se requieren conocimientos de relaciones internacionales y de política o de filosofía, pero “no hay modo de que las mujeres, que no tienen instrucción […] puedan abordar de manera satisfactoria semejantes preguntas”.3 La sociedad a la que pertenecen ella y su interlocutor ha negado a las mujeres el acceso a la educación universitaria (además, dicha educación está estructurada en los mismos sistemas patriarcales que han propiciado la guerra). La segunda cuestión es que el combate no ha sido una práctica acostumbrada por las mujeres, en cambio sí encomiada por los hombres. Woolf

2 Ibíd., p. 9.

3 Ibíd., p. 13.

admite que, más allá de que tal diferencia no sea innata sino adquirida, ha sido normalizada por las costumbres. El asesinato de otras personas o animales ha sido siempre cosa de hombres; el belicismo, un asunto masculino (dejaré de lado el esencialismo patente en esta explicación, para seguir el argumento sobre la foto). Dado que la guerra es cosa de hombres, piensa Woolf: “[…] es difícil emitir un juicio sobre lo que no compartimos […]. ¿Cómo vamos a hacer para entender su problema? […] Evidentemente, algunos de ustedes encuentran en el combate cierta gloria, cierta necesidad, cierta satisfacción que nosotras nunca hemos sentido ni disfrutado”.4

Considerando esta incompatibilidad, Woolf se pregunta si hay algún fundamento absoluto que permita un punto de partida: “¿Será posible encontrar […] un juicio moral que todos, más allá de nuestras diferencias, […] debamos aceptar?”.5 Busca ese juicio en distintas instancias, como el clero, pero en la iglesia anglicana los obispos no se ponían de acuerdo al respecto (el obispo de Londres estaba en pro de la guerra; el obispo de Birmingham era “un pacifista a ultranza”): “Es angustiante, desconcertante, confuso, pero hay que enfrentar la realidad: no hay certezas en el cielo ni en la tierra […]: Pero además de las imágenes de la vida y el pensamiento ajenos —esas historias y esas biografías— también hay otras imágenes: imágenes de hechos concretos, fotografías”.6 En la pesquisa por un criterio que nos guíe ante la pregunta de cómo evitar la guerra, Woolf renuncia a la posibilidad de universalización que la iglesia podría proveer, pero recurre a la fotografía. Supone la contundencia referencial de la fotografía, pero no como constancia argumentativa: “Las fotografías, desde luego, no son argumentos dirigidos a la razón, son una simple exposición de los hechos dirigida al ojo”.7 Para ella, tales hechos reclaman sentimientos. Las fotos dan algo a sentir: “[…] ¿son iguales para hombres y mujeres?, ¿son iguales para todos?”. Toma por caso las fotografías que tiene sobre su mesa; fotos que manda el gobierno español dos veces por semana para informar de la guerra.

4 Ibíd., p. 15.

5 Ibíd., p. 20.

6 Ibíd., pp. 20-21.

7 Ibíd., p. 21.

28 29

Casi todas muestran cadáveres. En la selección de esta mañana hay una fotografía de lo que podría ser el cuerpo de un hombre o de una mujer […]. Cuando observamos estas fotografías ocurre una especie de fusión en nuestro interior […]. Por más diferentes que sean la educación y las tradiciones que nos anteceden, tenemos los mismos sentimientos, y son sentimientos violentos.8

En una argumentación que radica fundamentalmente en la explicación de las diferencias que la sociedad ha establecido entre hombres y mujeres, aparece, en torno a la fotografía, un punto común. Algo que sucede igual para las dos partes: una especie de concepción universalista de las emociones que la imagen fotográfica propicia en las personas:

Y de nuestros labios brotan las mismas palabras. La guerra, dice usted, es una abominación, un acto bárbaro, la guerra debe detenerse cueste lo que cueste. Y nosotras hacemos eco de sus palabras […]. Es que ahora, por fin, estamos mirando la misma imagen, estamos viendo, junto a usted, los mismos cadáveres, las mismas casas en ruinas.9

Atestiguar las mismas imágenes, gracias a la fotografía, permite el establecimiento de dos instancias de coincidencia: sentimientos análogos y, derivadas de estos, opiniones comunes. Woolf piensa que, ante los hechos crudos, sólo se puede admitir la evidente brutalidad de la guerra. Pero hay algo más: gracias a la evidencia que presentan las fotografías, las propuestas del jurista que la interpela para poner fin a la guerra resultan insatisfactorias. Ni mandar una carta a los periódicos, ni afiliarse a una sociedad antibélica en la que todos concilian la misma retórica pacifista, ni hacer una contribución económica a dicha sociedad y con ello obtener un conveniente alivio de la conciencia, ayudaría a resolver el problema: “[…] si hiciéramos lo que nos pide, la emoción que despertaron las fotografías no se apaciguaría. Esa emoción, esa emoción tan contundente, exige una respuesta más contundente”.10 Sólo una vía que se oriente a replantear

8 Ibíd., pp. 21-22.

9 Ibíd., p. 22.

10 Ibíd., p. 23.

la raíz misma de la estructura de la sociedad en la que viven podrá estar a la altura de lo que dichas fotografías manifiestan. Podría decir entonces, que, oblicuamente, Woolf da respuesta a la pregunta que antes formulé: ¿puede la fotografía acercarnos al dolor de los otros? Y responde que puede hacerlo, en tanto no sólo muestra su dolor, sino que provoca una sensibilidad y una emoción que nos exige una respuesta contundente.

En “El mensaje fotográfico” Roland Barthes refirió la polisemia de las imágenes simbólicas, de tal manera que su opuesto no parecía ser la imagen funcional, definida por su monosemia operativa, sino lo que llamó la imagen traumática. 11 Una imagen que desencaja la percepción y el intelecto al trastocar radicalmente la experiencia (como el colapso emocional que Woolf refiere ante las fotografías que tiene sobre su mesa). Barthes explica de forma distinta a Woolf el efecto de estas imágenes: generan una suerte de drenaje del sentido. El horror que produce la visión del cuerpo desarticulado vacía la significación, pone en retirada las connotaciones y quedamos, ante ellas, expuestos de alguna manera, sin refugio y a la intemperie: “[…] es el propio trauma el que deja en suspenso al lenguaje y bloquea la significación […] en fotografía, el trauma es totalmente tributario de la certeza de que la escena ha tenido lugar de forma efectiva”.12 El trauma proviene, piensa Barthes, de la certeza del acontecimiento, algo similar a los “hechos concretos” que para Woolf se dirigen sin ambages a sus ojos.

La fotografía traumática es para Barthes una suerte de significante crudo, devastador, casi un tajo de lo real en el sentido lacaniano.13 Sin

11 La imagen simbólica ha sido caracterizada en el análisis semiótico como un tipo de imagen cargada de una gran densidad semántica. Imagen polisémica que hallaría tradicionalmente su opuesto en lo que Abraham Moles consideraba la imagen funcional. Esta última sería casi operativa, icono que apunta a la monosemia. Veáse Abraham Moles, La imagen: Comunicación funcional, México, Trillas, 2009. Barthes complejiza el panorama al plantear algo como la imagen-trauma. La gradación de las imágenes no iría entonces de la unidad funcional del sentido a la ambigüedad y densidad constelar, sino que habría un lugar en el que las cosas se colapsan y el sentido desaparece. Una suerte de zona de sentido cero de la iconicidad. Véase mi libro Diego Lizarazo, La fruición fílmica: Estética y semiótica de la interpretación cinematográfica, México, UAM, 2004.

12 Roland Barthes, Lo obvio y lo obtuso, trad. C. Fernández Medrano, Barcelona, Paidós, 1992, p. 26.

13 Lo real, aquello que carece de sentido pero que, no obstante, halla en el síntoma una forma de presentarse en el campo del sentido, se presenta en él como significante. Significante que no logrará, de cualquier manera, cumplir con su promesa de representar algún sentido. Para Lacan, es lo que no tiene sentido y, sin embargo, encuentra en el síntoma un representante en el campo del sentido. El síntoma es lo que viene de lo real.

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embargo, esta clase de imágenes no pueden ser caracterizadas de dicho modo. No queda claro que en ellas se produzca tal silenciamiento de sentido, o que podamos asumir, como sostiene Woolf, una parálisis argumentativa. No me detendré en las perspectivas de las teorías de la argumentación visual que reconocen, en el marco de la lógica informal, que una imagen es capaz de generar argumentos.14 Pero debemos reparar en la potencia de esta clase de imágenes para convocar significaciones, para plantear dilemas humanos, para hacer cuestionamientos y rechazar con contundencia los actos realizados por las instituciones o por las personas. Las fotografías de sus familiares asesinados, en muchos casos mutilados o agredidos brutalmente, que las personas vieron en los años ochenta durante los conflictos armados en Colombia, no provocaron un shock por la naturaleza inefable de tales imágenes, lo hicieron porque ponían en juego la destrucción de sus afectos, el daño brutal a las personas amadas y con ellas la laceración de una densa ristra de recuerdos y de constancias de la vida. Golpeaban una urdimbre muy densa de significaciones, de experiencias y valores que llevaban a la impresión de rompimiento casi total de su mundo. Pero no sólo eso, dichas significaciones no fueron ni son unívocas. Lo que en el sistema de percepción de los familiares de las víctimas constituía un desgarramiento, una indignación y un duelo, entre los grupos de los victimarios era la señal de su triunfo. No es algo muy distinto lo que la guerra contra el narcotráfico ha mostrado con intensidad en México desde 2006. Las fotografías no sólo se exhiben como demostración de poder a los grupos contrarios y a la población, sino que son, literalmente, los cuerpos destazados y marcados los que anudan esos sentidos. No es la ausencia de sentido lo que caracteriza el shock de la imagen traumática, es más bien su explosión y, en algunos casos, el rompimiento de las regularidades del mundo y sus fundamentos. Ni imposibilidad de argumentación visual en el sentido de Woolf, ni colapso del sentido en la dirección de Barthes, lo que la fotografía atroz o de la atrocidad parece convocar, más bien, es un conflicto de significaciones: una guerra del sentido.

14 Véase Leo Groarke, “Toward a Pragma-Dialectics of Visual Argument”, en Advances in Pragma-Dialectics, Frans H. van Eemeren (ed.), Virginia, Vale Press / Newport News, 2002.

Sontag: la fotografía y el dolor del otro

Sesenta y cinco años después de publicada la respuesta de Virginia Woolf a su interlocutor, Susan Sontag decide proseguir la conversación. En su libro Regarding the Pain of Others, de 2003, tomará como punto de partida el análisis que realiza Woolf sobre la experiencia de ver fotos de guerra. Para Sontag es erróneo el presupuesto de la unanimidad frente al horror que las fotos disponen. Considera que el rechazo a la guerra planteado por Woolf es convencional e incluso retórico, ya que crea la impresión de que hay un consenso contra la guerra y, particularmente, unanimidad respecto al significado de las imágenes que produce: “Al invocar esta hipotética vivencia compartida […] Woolf profesa la creencia de que la conmoción creada por semejantes fotos no puede sino unir a la gente de buena voluntad”.15

De acuerdo con Sontag el problema del argumento de Woolf radica en que comienza rechazando la supuesta unidad entre la mirada del jurista y la de ella, pero al final “acaba sumiéndose, tras las páginas dedicadas a la cuestión feminista, en este nosotros”.16 Para Sontag en realidad no hay tal consenso: “Nosotros”, dice la autora, incluye tanto a quienes simpatizan con ese pequeño pueblo que lucha por su sobrevivencia (se refiere a Guernica en el año 1937, durante la Guerra Civil Española), y también a quienes sólo aparentemente están preocupados por algún conflicto en un país lejano. La diferencia entre las dos posiciones lo es todo: asumir la guerra como un mal general que debe rechazarse, o entender la especificidad y las implicaciones de cada guerra particular. La primera posición es un moralismo abstracto o retórico, la segunda da cuenta de la realidad política específica y exige un posicionamiento ético concreto. La fotografía, lejos de ser la fuerza definitoria que produce emociones contundentes como supone Woolf, es sólo un “medio que dota de realidad a asuntos que los privilegiados o los meramente indemnes prefieren ignorar”.17 Pero, según observa Sontag, Woolf afirma que no conmoverse con las fotos que mues-

15 Susan Sontag, Regarding the Pain of Others, Nueva York, Picador, 2004, p. 6. Las citas referidas en este capítulo son traducción propia.

16 Ibíd., p. 7.

17 Ídem.

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tran el brutal daño de la guerra es propio de un “monstruo moral”.18 Sin embargo, replica Sontag, tales fotos no sólo son capaces de generar una respuesta de repudio a la guerra, sino que es posible, también, que impulsen una posición de apoyo a una de las partes en conflicto. En este caso, se trata de fotos de la República española que procura resistir ante el asedio de las fuerzas fascistas: “[…] las fotografías acaso habrían fortalecido, en cambio, la convicción de que aquella lucha era justa”. 19 Dichas fotos no muestran lo que hace la guerra, sino “un modo específico de emprenderla […] y en la cual el blanco son los ciudadanos”.20 Desde esa perspectiva, la actitud ética esperada no se agota simplemente en rechazar la guerra que las fotos muestran, exige comprender el sentido de la lucha del pueblo español en su oposición a las fuerzas fascistas.

A diferencia de Woolf, Sontag no asume las fotos como enunciados abstractos, como apariciones visuales que portan sentidos generales. Contextualiza las imágenes: señala su pertenencia a un conflicto concreto, indica actores con intereses, procedimientos de guerra y posiciones. El abordaje que hace Woolf de la fotografía convierte la guerra en algo genérico que abstrae a las víctimas y las vuelve anónimas. Esta suerte de concepción generalizadora de la fotografía de guerra trae dos consecuencias: deshace la realidad específica que viven quienes se concitan en las imágenes y termina por hipostasiar la naturaleza de la imagen asumiéndola como entidad absoluta. La fotografía no es un ente que por sí mismo agote el significado, está siempre en procesos de comunicación y circulación. Toda fotografía es una enunciación, y toda enunciación pertenece a un tiempo y a relaciones sociales específicas, y lleva la marca y el sentido de una condición política irreductible. 21 Para quienes están en la guerra, los conflictos tienen orígenes, hay causas que perseguir, injusticias que deben repararse, tareas que cumplir, estrategias de acción, incluso muertes que perpetrar. La fotografía significa cosas distintas según las instancias en que se producen, circulan y se interpretan:

18 Susan Sontag, op. cit., p. 8.

19 Ibíd., p. 9.

20 Ídem.

21 Véase Diego Lizarazo, Iconos, figuraciones, sueños: Hermenéutica de las imágenes, México, Siglo XXI, 2004.

Para un judío israelí, la fotografía de un niño destrozado en el atentado de la pizzería Sbarro en el centro de Jerusalén es en primer lugar la fotografía de un niño judío que ha sido asesinado por un kamikaze palestino. Para un palestino, la fotografía de un niño destrozado por la bala de un tanque en Gaza es sobre todo la fotografía de un niño palestino que ha sido asesinado por la artillería israelí. Para los militantes la identidad lo es todo.22

Las fotografías forman parte de la guerra no sólo como su reporte, sino también como instrumentos de la lucha. Con ellas se dice algo a quienes militan en el mismo bando, y se envía un mensaje, acusación o advertencia a los enemigos. Pero no sólo eso, la fotografía es un decir a quienes están más allá de las trincheras y de la geografía del conflicto. Con ellas se habla a ese interlocutor supuesto que lee los diarios, los noticieros o los mensajes de las redes internacionales y que dará su apoyo, empatía o recriminación a una u otra causa. Más allá de la manera en que Sontag las categoriza, podemos decir que las imágenes tienen una fuerza argumentativa y performativa irreductible.

Sontag enfatiza que el señalamiento sobre la naturaleza destructiva de la guerra no constituye un argumento contra la acción bélica, a menos que se piense que la violencia es siempre injustificable. Pero para quienes, en situaciones específicas, no hay más posibilidad que el conflicto, “la violencia puede exaltar a alguien subyugado y convertirlo en mártir o héroe”.23 No basta, piensa Sontag, que el horror sea suficientemente vívido en una imagen para que la gente piense que la guerra es una atrocidad. Las imágenes han sido propuestas como recurso para construir una conciencia general que, sin embargo, no se ha producido. El célebre libro Krieg dem Kriege! que Ernst Friedrich publicó en 1924 hizo de la fotografía un instrumento contra la guerra: “[…] un álbum con más de ciento ochenta imágenes, casi todas obtenidas de archivos médicos y militares alemanes, muchas de las cuales consideraron los censores del gobierno que no podían publicarse mientras continuara la guerra”.24 Fotografías que muestran toda clase de atrocidades: matanzas, personas colgadas, rostros heri-

22 Susan Sontag, Regarding the Pain of Others, Nueva York, Picador, 2004, p. 10.

23 Ibíd., p. 12.

24 Ibíd., p. 14.

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dos, personas mutiladas. Para 1930 ya se habían agotado diez ediciones tan sólo en Alemania. El trabajo de Friedrich no es un caso aislado, la propia Sontag refiere, por ejemplo, la película de Abel Gance J’acusse (1919), sobre los millones de jóvenes asesinados en la Primera Guerra Mundial, y la sensación de vaciedad y mortandad inútil que implicó. Sin embargo, algunos años después la guerra estalló.

En su libro, Sontag orienta la argumentación a encarar el ingenuo supuesto que subyace a las creencias de Woolf sobre la fotografía. Procuraré identificar, de forma sucinta y crítica, lo que creo que constituye una suerte de analítica del dolor en la fotografía propuesta por Sontag, agrupable en seis planteamientos que expongo a continuación:

1. La representación del dolor en la fotografía es histórica. Sontag se esfuerza por mostrar que las calamidades de la guerra no se han presentado de forma uniforme a través del tiempo. Las primeras fotografías de conflicto (Crimea y la guerra de Secesión de los Estados Unidos) no mostraban el combate, sino sólo sus secuelas. La exhibición de los soldados heridos, de los instantes de las refriegas y de los daños a los civiles tuvo que esperar un tiempo hasta que se dieron las condiciones ideológicas y técnicas que lo permitieran. La Guerra Civil Española fue la primera en cubrirse en el sentido “moderno”: equipos de fotógrafos en la línea de fuego que utilizaban cámaras ligeras como la Leica y enviaban las imágenes de inmediato a periódicos y revistas de todo el mundo. La guerra de Vietnam, por su parte, fue la primera en transmitirse por televisión, introduciendo así la dinámica y las crueldades del combate en el espacio y tiempo hogareños. “Desde entonces, las batallas y las masacres rodadas al tiempo que se desarrollan han sido componente rutinario del incesante caudal de entretenimiento doméstico de la pequeña pantalla”.25 Sontag repara que con la portabilidad de los dispositivos se desplegó el vínculo de la foto con la muerte: desde sus orígenes, la pintura y las artes plásticas la han representado, pero la fotografía logró constatarla. Barthes sostuvo, en un sentido distinto, que entre fotografía y muerte hay un vínculo íntimo, de orden semiológico: todo lo que captura, deja de ser. Así la foto se convierte en una suerte de arte del embalsamiento.26

25 Ibíd., p. 21.

26 Véase Roland Barthes, La chambre claire. Note sur le photographie, París, Gallimard / Seuil / Cahiers du cinéma, 1980. Asimismo, André Bazin usaba justo el término “embalsamar” para referirse a lo

A diferencia del momento en que Virginia Woolf escribió su breve reflexión sobre la fotografía, y en el cual la novedad fotográfica dominaba la experiencia, la imagen hoy se mueve en un campo de alta densidad visual que la obliga a competir por perturbar y generar conmoción: “La búsqueda de imágenes más dramáticas […] impulsa la empresa fotográfica, y es parte de la normalidad de una cultura en la que la conmoción se ha convertido en la principal fuente de valor y estímulo del consumo”.27 La historicidad de la fotografía es patente en la actitud que las sociedades tienen ante ella en las guerras específicas y en los tratamientos mediáticos puestos en juego. No hay consenso en torno a que las guerras deben evitarse, enfatiza Sontag: “[…] la mayoría de las personas no pondrán en entredicho las racionalizaciones que les ofrece su Gobierno para comenzar o continuar un conflicto. Se precisan circunstancias muy peculiares para que una guerra sea verdaderamente impopular”.28 Aunque el fotógrafo suponga que sus fotografías producirán una conciencia pacifista, la imagen correrá su propio camino: se apropiará en las necesidades y batallas de las comunidades en que sea acogida. Tampoco son uniformes las convenciones de lo que puede o no ser fotografiado, así como el resultado generado en los públicos.

Las primeras fotografías que mostraron soldados muertos fueron de Alexander Gardner y Timothy O’Sullivan en la guerra de Secesión de los Estados Unidos. Sus imágenes rompieron el tabú de presentar lo horroroso directamente al espectador. Su justificación, repara Sontag, radicó en el argumento de que temas como el de la guerra requieren realismo: “En nombre del realismo, estaba permitido —se exigía— mostrar hechos crudos y desagradables”.29 Sin embargo, anota Sontag, los muertos no se fotografiaron tal como los encontraron, sino que los fotógrafos acomodaron los cuerpos para mejorar la imagen. Para Sontag la norma ética más estricta de la fidelidad fotográfica se debe en parte a que la televisión tomó la primacía de la imagen desde la guerra de Vietnam. El fotógrafo debía entonces competir con la inmediatez y vivacidad de la televisión.

que hacía el cine con el tiempo: encapsular una porción del devenir, el cine, para él, era tiempo embalsamado. Véase André Bazin, ¿Qué es el cine?, trad. José Luis López Muñoz, Madrid, Rialp, 2018.

27 Susan Sontag, Regarding the Pain of Others, Nueva York, Picador, 2004, p. 23.

28 Ibíd., p. 38.

29 Ibíd., p. 52.

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Quizás la fotografía que alcanzó el punto más alto de esta exigencia de crudeza fue la que realizó Eddie Adams al jefe de la policía nacional de Vietnam del Sur, general brigadier Nguyễn Ng ọ c Loan, el 1 de febrero de 1968, cuando disparó a Nguyễn Văn Lém, prisionero esposado del Viet Cong en las calles de Saigón. La nitidez de la imagen en la captura de lo que ocurría en dicha guerra mostró al público norteamericano que la narrativa oficial no correspondía con los hechos.

Las fotografías de soldados abatidos en el campo de batalla, que fueron censuradas en conflictos pasados, fueron en cambio admitidas y utilizadas en la guerra de Vietnam como estrategia para legitimar y enaltecer la intervención norteamericana: “En el clima político prevaleciente, el más amistoso con lo militar en varios decenios, las fotos de desdichados soldados rasos con las cuencas vacías, y que otrora parecieron subversivas para el militarismo e imperialismo, podrían parecer inspiradoras”.30 Pero, con el devenir de la guerra, la conciencia social cambió y el espíritu de rechazo al conflicto creció entre una población que veía cada vez menos justificadas las muertes de sus jóvenes y el sentido de la acción de los propios contra los civiles vietnamitas. Las fotografías se convirtieron en instrumentos de movilización de las actitudes críticas contra la guerra. Después de Vietnam pareciera que los poderes militares y políticos ya no estuvieron satisfechos con la exhibición de imágenes puesto que no era seguro que la percepción pública tomara la dirección esperada. Así, en el siguiente gran conflicto, la primera Guerra del Golfo, los altos mandos militares promovieron más bien imágenes de “tecnoguerra”: los puros rastros luminosos de los misiles en el cielo de las ciudades iraquíes. En Estados Unidos fueron censuradas las imágenes de la NBC que mostraban “el destino de miles de reclutas iraquíes que, habiendo huido de la ciudad de Kuwait al final de la guerra […] fueron arrasados con explosivos, napalm, proyectiles radioactivos (con uranio empobrecido) y bombas de fragmentación mientras se dirigían al norte, en convoyes y a pie, camino de Basora, en Irak”.31 La representación de la guerra en la fotografía es histórica, en el sentido de que siempre es política.

30 Ibíd , p. 38.

31 Ibíd., p. 66.

2. La imagen fotográfica de la guerra como conmoción emocional. Para quienes no viven la guerra, las imágenes que de ella se generan son presentadas en una vorágine de información de todo tipo; la posibilidad de advertirlas depende de la reiteración que de ellas hagan los circuitos mediales. 32 Esta dependencia mediática implica, en sentido inverso, que la representación y la fruición de dichas imágenes tiendan a semejarse a las formas en que la ficción mediática narra tales historias. La percepción de acontecimientos como el atentado al World Trade Center del 11 de septiembre de 2001 se moldeó a través del cristal de las historias, ficciones e imágenes que el cine y los medios realizaron al respecto. Previamente, las películas de Hollywood presentaron incontables actos terroristas que destruían los iconos del poder norteamericano, hasta convertirse en una especie de esquema de visibilidad que terminó dando cuenta de los acontecimientos reales que llegaron en esa mañana aciaga. El impacto de las imágenes radica fundamentalmente en la conmoción que producen en su público, pero no hay un valor en sí mismo asociado a la conmoción: “El sentimentalismo es del todo compatible, claramente, con la afición por la brutalidad y por cosas aún peores”.33 La gente no es menos violenta por ver dichas imágenes y, por otro lado, el embotamiento, dice Sontag, tampoco es una forma de gestionar los sentimientos. Por eso su obra regresa periódicamente a la pregunta de si deben o no mirarse ese tipo de fotografías, a lo que responde que más bien debería pensarse lo que implica mirarlas. Sontag advierte: “No todas las reacciones a estas imágenes están supervisadas por la razón y la conciencia. La mayor parte de las representaciones de cuerpos atormentados y muti-

32 Sontag señala que la atención global a la guerra no depende de cuestiones como el grado de agresión humana allí vivida, sino de su trascendencia, de sus implicaciones sobre la política global, de la importancia estratégica de los involucrados. El conocimiento de la guerra es el resultado del impacto de las imágenes y de la relevancia del conflicto encuadrado por ellas. Así, Sontag contrasta, por ejemplo, entre las fotografías de Willi Ruge quien, con “espléndidas imágenes”, cubrió el conflicto entre Bolivia y Paraguay por la provincia del Chaco (1932-1935) y las fotos de la Guerra Civil Española. Las primeras han sido olvidadas, como ha sido olvidado el conflicto (que sin embargo dejó cien mil soldados muertos); las segundas, en cambio, siguen presentes, al igual que el conflicto del que dieron cuenta. La razón es que la Guerra Civil se inscribe en un contexto de mucho mayor trascendencia: “[ …] porque era la resistencia contra la amenaza del fascismo y (en retrospectiva) el ensayo general de la guerra venidera, la europea o mundial”. Véase Susan Sontag, op. cit., p. 36.

33 Ibíd., p. 102.

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lados incitan, en efecto, interés lascivo”.34 Este planteamiento proviene de una mirada no centrada solamente en la fotografía, sino en el campo general de la imagen, asunto que le permite ejercer un juicio más amplio de la relación entre mirada e imagen, como ha ocurrido históricamente, respecto a la pintura. Entonces señala que la visualización de tal tipo de imágenes no sólo viene del examen de la razón, también de un tipo de apetencia: “Todas las imágenes que exponen la violación de un cuerpo atractivo son, en alguna medida, pornográficas”.35 De cara a Sontag, podría decir que, entonces, en el terreno del arte, estarían así incluidas según su categorización desde Poussin (El rapto de las Sabinas, 1637) y Moreau (Diomedes devorado por sus caballos, 1865) hasta Bouguereau (Dante y Virgilio, 1850), El Bosco (El carro del Heno, 1500-1516), Rembrandt (El sacrificio de Isaac, 1635) o Beckmann (Noche, 1918-1919).36 No deja de inquietarme el juicio conservador que parece subyacer a este planteamiento. Entiendo la precisión del sentido moral de una recepción que se espera que conecte con el drama humano que allí se plantea, pero creo que la percepción de la imagen no puede prescribirse en un plano puramente apolíneo. Esa es la cuestión: dionisiaco y apolíneo como fuerzas que, en una lectura nietzscheana, se debaten en la imagen, especialmente en la imagen pictórica: “[…] todas las cosas buenas fueron amargas alguna vez”. Sin duda hay un elemento erótico incluso en una obra como la Pietá (Miguel Ángel, 1498-1499) y en ello radica su riqueza. El arte, pensaba Theodor Adorno, tiende siempre a lo que está fuera de sí. El congelamiento de este movimiento es la aniquilación de sus posibilidades. Adorno pensaría que el arte como pura 34 Ibíd., p. 95.

35 Ídem.

36 No creo que sea equivalente la pornografía a la violación de los cuerpos (otro caso es la pornografía que pone en juego violaciones efectivas de mujeres u otras personas, que son en realidad, documentos de violación). No es equivalente la fotografía del horror, en el sentido que estamos discutiendo aquí, a la fotografía pornográfica. Confundir ambas cosas constituye un error de juicio de Sontag. Puede ser que tengamos objeciones morales (desde una crítica conservadora o puritana) o críticas a la imagen pornográfica (desde una perspectiva feminista que reprocha el carácter machista o patriarcal de una imagen que objetualiza el cuerpo femenino para el placer escópico masculino), pero leer la violencia de destrucción de los cuerpos de los otros como pornografía simplifica la comprensión del fenómeno cultural de la imagen pornográfica (que desde hace tiempo despliega también una pornografía hecha por mujeres y para mujeres) y reduce el análisis de la imagen horrenda. Regresaré sobre la cuestión a propósito de las objeciones de Judith Butler.

belleza está perdido, sumido en el pasado platónico que esperaba mantener su unidad, cuando su movimiento radica en el rompimiento de su propio concepto; esa negatividad que reta cualquier estabilidad, cualquier unidad formal, moral o figuracional y que muestra, por su revés, que la belleza pura (no contaminada ni perturbada por nada) tiene sus horrores ocultos.37

Sontag reconoce que, aunque en ciertas condiciones la gente puede olvidar o incluso ignorar fotografías pavorosas, éstas “no pierden inevitablemente su poder para conmocionar. Pero no son de mucha ayuda si la tarea es la comprensión. Las narraciones pueden hacernos comprender. Las fotografías hacen algo más: nos obsesionan”.38 A diferencia de lo que aquí declara Sontag, la comprensión no puede restringirse sólo a formas argumentales de orden lingüístico o matemático. La fotografía también puede (según el tipo de fotografía de la que hablemos y qué dispositivo pragmático se ponga en juego) aportar a la comprensión histórica y humana. La fotografía de Pascal Pavani que muestra, tomadas de la mano y con una intensa expresión de alegría, a las atletas Derartu Tulu de Etiopía y Elana Meyer de Sudáfrica, no sólo conmueve por la belleza del momento, sino también por el significado de la conexión entre una atleta negra que acaba de ganar la medalla de oro en la prueba de los 10 mil metros y una atleta blanca que obtuvo el segundo lugar, en el contexto sociopolítico de la conclusión del apartheid en Sudáfrica. Ante ella no sólo hay “obsesión”, sin duda también comprensión.

Por otro lado, hay fotos del horror que tienen una peculiaridad notable para Sontag: muestran acontecimientos ante los cuales hay algo que hacer:

37 En el arte contemporáneo las relaciones entre erotismo y violencia tienen una compleja confluencia que difícilmente podría reducirse sólo a la disección moral que buscaría separarlos. Creo que un criterio como este no aportará mucho en la comprensión de obras como Agua y vino (1981), de Francesco Clemente, en la que, además de una iconografía diagramática específica, se pone en tensión la doctrina cristiana de la resurrección ante la mitología hindú con sus referencias a la figura matriarcal de Aghanya y la figura protectora de Krishna. La obra de arte tiene dicha complejidad y procurar sancionar su fruición por la impronta de separar lo que quizás es indiscernible es más bien una apuesta por la inmovilización y el juicio a priori. Trabajos como los de Makoto Aida, Ashkan Honarvar, Hannah Wilke, Tamotsu Yato o Louise Bourgeois quedarían fallidamente sancionados.

38 Susan Sontag, Regarding the Pain of Others, Nueva York, Picador, 2004, p. 89.

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Al igual que las fotos de la guerra en Vietnam, como ocurrió con la prueba de Ron Haeberle de la masacre de unas quinientas personas desarmadas a manos de una compañía de soldados estadounidenses en la aldea de Mỹ Lai en marzo de 1968, se volvieron importantes al alentar la oposición a una guerra que estaba lejos de ser inevitable, lejos de ser insoluble, y que pudo haberse parado mucho antes. Por lo tanto, se pudo sentir la obligación de ver aquellas fotografías, si bien espeluznantes, porque algo había que hacer, en ese mismo instante, respecto a lo que mostraban.39

Ordinariamente, piensa Sontag, si las personas difícilmente logran asimilar los sufrimientos atroces de quienes tienen cerca (una enfermedad terminal de un pariente, un accidente grave de un amigo), son prácticamente inmunes a los sufrimientos de personas lejanas en una guerra remota. Las personas piensan en lo que les pasa a sí mismas, y muy poco en las tribulaciones de los otros. La cuestión entonces no sólo radica en que la imagen conmueva, sino en lo que la gente hace con dicha conmoción: encausarla o disolverla en el tiempo. Sontag señala que las fotografías pueden producirse con el deseo de hacer más dramática la escena de tal forma que generen cierta sensibilidad o cierto sesgo emocional. Construir las emociones con las imágenes es una forma paradigmática de manipular.

3. La fotografía triunfa públicamente sobre las narraciones de los horrores de la guerra. Para Sontag, las fotografías de los campos de concentración como Buchenwald o Dachau, exhibidas desde 1945, o las imágenes de Yōsuke Yamahata, que mostraron los paisajes calcinados de Hiroshima y Nagasaki, superaron los esfuerzos de la palabra impresa por dar cuenta del daño descomunal de la guerra. Con ello, la fotografía habría relevado todos los esfuerzos e instrumentos previos por mostrar con autoridad lo que allí ocurría. En mi opinión, aunque la fotografía aporta el dato de ser constancia perceptiva de la escena ocurrida, plantear llanamente la preponderancia de la imagen sobre la palabra (o sobre la narración) es un exceso o una absolutización. A diferencia de lo que Sontag sostiene, no creo que podamos hacer un contraste brutal entre la capacidad de la 39 Ibíd., pp. 90-91.

imagen y la capacidad de la palabra para posibilitar el entendimiento de lo que ocurre en un contexto de horror y de guerra. La palabra tiene sus poderes propios y, a veces, un relato con prestancia suficiente nos permite comprender de manera cabal las causas, los conflictos y las consecuencias de lo que allí ocurre más que cualquier serie fotográfica. No visualizo formas más fehacientes y pregnantes que las narraciones de Primo Levi o Viktor Frankl para acceder al profundo significado humano e histórico de los campos de concentración, así como de la racionalidad instrumental y suprematista que los produjo. En un contexto muy distinto, no encuentro detrimento alguno frente a la fotografía en obras literarias como Los ejércitos de Evelio Rosero40 para permitirnos comprender lo que significó el asedio brutal de diversos e indescifrables grupos armados, durante los años ochenta y noventa, para un pequeño pueblo de la geografía colombiana. Pero esto no equivale, tampoco, a establecer ahora una superioridad de la narración sobre la imagen. Dicha dualidad es inútil y reduccionista; quizás hay sentimientos que sólo pueden aflorar con la narración continuada que ofrece el relato, quizás hay visiones que únicamente la contundencia compacta de la imagen permite alcanzar.

Aunque en el último capítulo de su libro procura matizar algunos de los argumentos más toscos que presentó a lo largo de la obra, Sontag insiste en que la fotografía hace algo que ningún texto escrito puede alcanzar: reunir dos atributos “contradictorios”. Por un lado, la objetividad propia del registro mecánico de lo real (asunto en el que repara André Bazin antes que Sontag, pero explicado como una suerte de atributo mítico y psicológico) y, por el otro, el punto de vista del fotógrafo: “Semejante prestidigitación permite que las fotografías sean registro objetivo y testimonio personal, transcripción o copia fiel de un momento efectivo de la realidad e interpretación de esa realidad: una hazaña que la literatura ha ambicionado durante mucho tiempo, pero que nunca pudo lograr en este sentido literal”.41 Persiste, igualmente, cierta falla en el criterio que Sontag aduce: porque se exigiría a la literatura una fidelidad al acontecimiento que no le atañe o que quizás terminaría por deshacerla.

40 Evelio Rosero, Los ejércitos, Barcelona, Tusquets, 2006.

41 Susan Sontag, Regarding the Pain of Others, Nueva York, Picador, 2004, p. 26.

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En el sentido en que previamente cité una obra literaria para mostrar su capacidad de penetración y pregnancia en la dilucidación de una condición social o humana, su fuerza no radica ni en la transparencia ni en la exactitud referencial con la que presenta los hechos, sino en su potencia para generar experiencias y sentidos que nos permitan comprender las complejas dimensiones de una realidad muy rica e intrincada. Someterla a la expectativa de una contundencia denotativa como la que poseen las fotografías documentales es una forma de violentar su especificidad estética y semiótica. Lo mismo ocurre en el seno de la propia fotografía, porque una parte sustantiva de las imágenes fotográficas no tiene objetivos ni pretensiones documentalistas, y no por ello carece de la posibilidad de proponer sensibilidades y sentidos que diluciden aspectos significativos de la realidad. No podemos tampoco plantearnos un linde definitorio entre lo que algunos llamarían fotografía documental y fotografía poética o fictiva. Werner Herzog ha planteado que la búsqueda de lo real fotográfico o cinematográfico carga siempre cierta inocencia.42 La reducción de la imagen a efigie de la realidad le parece un empobrecimiento, por ello su reserva o eventual rechazo al documental crudo.43 En un sentido muy similar, Franz Kafka rechazaba la impronta de la fotografía como índice de la realidad. Le parecía un exceso de obviedad. La exacerbación de lo evidente era, en su opinión, una forma de opacar lo invisible: “La fotografía concentra nuestra mirada en la superficie. Por esta razón enturbia la vida oculta que trasluce a través de los contornos de las cosas como un juego de luces y sombras. Eso no se puede captar siquiera con lentes más penetrantes. Hay que buscarlo a tientas con el sentimiento”.44

42 Veáse Werner Herzog, Entrevista a Herzog en el Instituto Goethe de Buenos Aires, 1996, en http:// www.temakel.com/cinesherzog.htm [Última recuperación: enero de 2021].

43 Pero esto no significa, como sabemos, que Herzog sea un realizador que evade la realidad. Sus trabajos muestran, con gran intensidad, una pasión por comprender la vida. Para Herzog apelar sólo a escenas literales es perder el complejo sentido que se concita en una realidad natural, social o histórica siempre intrincada, móvil y multidimensional como en Aguirre, la ira de Dios, 1972; el Enigma de Kaspar Hauser, 1974, o La cueva de los sueños olvidados, 2010.

44 Gustav Janouch, citado en Susan Sontag, Sobre la fotografía, trad. Carlos Gardini, México, Alfaguara, 2006, p. 283.

4. La imagen del horror y sus exigencias éticas. La representación del sufrimiento no es cuestión exclusiva de la cultura moderna. Laocoonte y sus hijos, de Atenodoro, Agesandro y Polidoro en la remota cultura helenística (siglo I a. C.); Judith decapitando a Holofernes (1598), de Caravaggio, o Saturno devorando a su hijo (1820-1823), de Francisco de Goya, muestran el interés que el arte y las sociedades históricas han tenido por las imágenes del dolor. Ordinariamente se piensa que el gusto público por estas imágenes proviene de consideraciones éticas dadas por la indignación ante lo mostrado o por la increpación ética que demandan. Pero Sontag retoma una perspicacia que ha estado patente en el análisis filosófico y estético de la relación entre fruición e imagen del dolor: en ellas no sólo hay algo de recriminación al mal infligido, sino también de apetencia y morbo. Mezclan cierta compulsión por ver los cuerpos lastimados (análoga a la compulsión de las personas que se detienen a mirar las víctimas de accidentes), con la concupiscencia de la desnudez y la voluptuosidad: “De cuando en cuando, el pretexto puede ser la anécdota de una decapitación bíblica (Holofernes, Juan Bautista) o el folletín de una masacre (los varones hebreos recién nacidos, las once mil vírgenes), o algo por el estilo, con rango de acontecimiento histórico real y destino implacable”.45 La pregunta que aflora entonces es si esta fruición de la obra artística es equivalente a los procesos que se concitan al ver las fotografías de la guerra. Para Sontag, el estremecimiento que producen las iconografías clásicas difiere mucho del que produce una fotografía de guerra. Esta distancia radica en dos condiciones principales: su modo de producción y la conducta ética que reclaman. El primer sentido enfatiza que la obra plástica es, ante todo, un trabajo estético para la generación de una forma: “Un horror tiene lugar en una composición compleja —las figuras en un paisaje— que pone de manifiesto la maestría de la mano y la mirada del artista”.46 Mientras que en la fotografía, dice Sontag, lo que está es el registro crudo del daño a la persona. Por otra parte, el segundo sentido que la autora plantea es el más significativo. Sontag establece una exigencia moral de altas implicaciones:

45 Susan Sontag, Regarding the Pain of Others, Nueva York, Picador, 2004, p. 41. 46 Ibíd., pp. 41-42.

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Quizá las únicas personas con derecho a ver imágenes de semejante sufrimiento extremado son las que pueden hacer algo para aliviarlo —por ejemplo, los cirujanos del hospital militar donde se hizo la fotografía— o las que pueden aprender de ella. Los demás somos voyeurs, tengamos o no la intención de serlo.47

A la violencia infringida a las víctimas se suma la violencia de su exhibición y de la objetualización que su devenir en puras imágenes ocasiona. Una dinámica de desubjetivación o desidentificación acarreada por la imagen que borra las referencias de la víctima y su contexto, y que deja sólo la visualidad como su principio. “Así, desde luego, se ve la guerra cuando se mira a distancia: como imagen”.48 Es más fácil aceptar las fotos que muestran el dolor de los otros porque son lejanos, mientras que las afecciones de las personas próximas suelen tratarse con más sigilo. En tiempos de guerra el Estado norteamericano ha establecido un control sobre la imagen de la muerte: no mostrar el rostro de los acaecidos del bando propio (por ello los cuerpos se ven de espaldas o de lado): “Cuanto más remoto o exótico el lugar, tanto más expuestos estamos a ver frontal y plenamente a los muertos y moribundos”.49 Son frontales y abundantes, en cambio, las imágenes de la guerra civil de Nigeria (1967-1970); el genocidio de Ruanda (abril a julio de 1994), o los muertos por el ébola en Liberia y Sierra Leona (2014). Imágenes que “confirman que cosas como esas ocurren en aquel lugar”, y con ello “la creencia de que la tragedia es inevitable en las regiones ignorantes o atrasadas del mundo”.50 Esta forma de presentar las cosas y de producir la imagen es parte de una “costumbre periodística [que] hereda la antigua práctica secular de exhibir seres humanos exóticos, es decir, colonizados”.51

No obstante que en las lógicas mediales dominantes y en la racionalidad política (y especialmente militar) de las imágenes prevalecen las mismas subyacencias ideológicas, no me parece que hoy sea el caso de que la

47 Ibíd., p. 42.

48 Ibíd., p. 61.

49 Ibíd., p. 70.

50 Ibíd., p. 71.

51 Ibíd., p. 72.

exhibición de la muerte se reserve sólo para el otro. A diferencia de lo que notó Sontag, el discurso noticioso busca sumar una suerte de dosis de cercanía a toda imagen de crueldad, a toda imagen que genere temor o consternación como parte de sus estrategias de conmoción. Hay una singular relación entre necesidad de información y sensación de riesgo. Las imágenes del 11 de septiembre en Nueva York, las innumerables referencias a atentados de todo tipo y especialmente de ese género de terror que son los crímenes de odio y la violencia escolar en Estados Unidos han sido presentadas por los informativos enfatizando su cercanía. En nuestro contexto latinoamericano, las imágenes noticiosas sobre la guerra del narco en México o en Colombia siempre llevaron el índice del riesgo inminente. Sontag establece, decíamos, una exigencia moral de altas pretensiones: la veda a la mirada impertinente, donde la impertinencia se extiende de forma casi total (excepto, decía, para la mirada que puede hacer algo para aliviar la pena). Si tal código moral gobernara no sólo la fruición de la imagen, sino naturalmente también su producción, la fotografía del dolor sería una especie exótica y escasa (todo lo contrario de lo que ha sido y es hoy). Escasa porque la impronta de desautorizar prácticamente toda visualización haría cada vez más exigua su producción. Las fotografías se hacen para ser vistas. Sospecho que dicha pretensión en algún punto se revertiría en contra de su propia aspiración de eticidad. Me parece más desconcertante un mundo en el que no hay imágenes de dolor, un horizonte de visualidad que no corresponde con las contradicciones, los conflictos y las violencias de la vida social. Un campo fotográfico de puras imágenes asépticas, de escenas de paz y felicidad, que representen exclusivamente la fraternidad y la integridad quizás sea, más bien, una forma de simulacro y de mentira. Así, planteada de forma directa la regla moral que propone Sontag corre el riesgo de aproximarse (sin que ella persiga, por supuesto, dicho propósito) a la lisura del designio de un gran hermano, al totalitarismo visual en un mundo cínico.

Por otra parte, la fórmula moral de la veda abre una zanja difícil de definir: sólo verán tales imágenes quienes pueden hacer algo para aliviar el dolor exhibido en ellas. En algunos casos la identificación de los auxiliadores es clara: los médicos, quizás los abogados o los funcionarios que podrían atender casos de injusticia a su alcance… pero también dicha fórmula puede admitir la ampliación máxima de su visibilidad: una argu-

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mentación podría plantear, como suele hacerse, que la visualización general de estas imágenes permite producir una sensibilidad y una conciencia pública que llegue a presionar las decisiones políticas que, a escala adecuada, ayuden a aliviar las penas de las víctimas allí retratadas o de otras similares. ¿Cómo establecer estos márgenes? Obviamente esta observación crítica no pretende validar sin consideraciones los innegables procesos de mercantilización del dolor que históricamente han constituido una fuente de plusvalía y usufructo para medios y apropiaciones privadas, pero quizás muestra la inanidad del proyecto de establecer un código moral regulatorio de la fruición fotográfica (o de cualquier fruición visual).

Explorando los diversos argumentos que sustentan la prohibición de exhibir o poner en circulación ciertas fotografías, Sontag se detiene en el caso del periodista Daniel Pearl, torturado y asesinado por la facción yihadista punjabi Lashkar-e-Jhangvi en 2002. Después de una reproducción insistente en TV y medios impresos, el video y las fotos que muestran el momento de la decapitación, que se reprodujeron prolíficamente, fueron finalmente censurados gracias a la solicitud de la viuda de no agregar más dolor al que ya vivía su familia. En dicho video, además del brutal asesinato, hay una secuencia adicional con un montaje que incluye imágenes de Bush y Ariel Sharon, niños palestinos asesinados por ataques israelíes, acusaciones contra la Casa Blanca y diversas amenazas. Sontag plantea un asunto crucial: la eliminación de las referencias en el medio público y periodístico norteamericano a esa otra parte del video radica, dice, en que “es más fácil creer que el enemigo es un mero salvaje que mata y luego sostiene en vilo la cabeza de su presa para que todos la veamos”.52 Nada restará un ápice a la violencia y la brutalidad de un asesinato como este, ningún argumento de justificación permitirá atenuarlo, pero la cuestión que notablemente señala Sontag es que la caracterización del perpetrador no puede abstraerse como maldad pura. Quizás lo más intimidante ante una imagen de horror como esta es que el victimario no es un monstruo, sino otro ser humano que esgrime sus propias razones y pertenece a un contexto. Sontag ha insistido en el problema moral de convertir a las víctimas en pura imagen, lo mismo ocurre en la abstracción de sus victimarios. 52 Ibíd., p. 70.

5. Belleza y horror en la imagen fotográfica. ¿Puede ser bella la imagen del horror? El mundo prefotográfico no parecía enfrentar de forma tan intensa el dilema que subyace a esta pregunta. La mediación entre escena y figuración artística está dotada de una distancia y de una densidad que se reducen sustantivamente en la imagen fotográfica. Sontag lo plantea como una suerte de malestar moderno que emerge cuando las imágenes horrendas no inquietan lo suficiente.53 Marcando el contraste, Sontag señala que, mientras la belleza en un cuadro parece sublime, en las fotos de guerra resulta cruel. Sin embargo, “en las ruinas hay belleza”. 54 Pero el conflicto persiste, tal como Sontag lo constató en los comentarios de las personas que asistieron en 2001 a la exposición fotográfica Here is New York: A Democracy of Photographs en SoHo sobre el 11-S. La gente no hablaba de esas fotografías como “bellas”, porque tal declaración parecía desconocer el drama manifestado. Sólo se atrevían a decir que se trataba de imágenes “surrealistas”, un epíteto que, para Sontag, no es más que un eufemismo de la palabra “belleza”. Pero, a ojos de la autora, las fotografías de Gilles Peress, Susan Meiselas y Joel Meyerowitz que mostraban la huella de la devastación resultante del 11-S también “eran hermosas”. La fotografía puede transformar en algo bello lo que de por sí es aterrador. Por ello dice que la foto “tiene poderes duales”: produce documentos y obras de arte. Se espera, en cambio, que las cosas estén claramente separadas: las obras de arte pueden serlo, mientras no comprometan lo real, mientras que “las fotografías que representan el sufrimiento no deberían ser bellas”.55 La obra del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, dice Sontag, ha sido criticada por ser claramente “cinemática”, es decir, por parecerse más al cine que a la propia realidad. La falta en la fotografía de Salgado, según este juicio, sería que mezcla ambas cosas. En realidad, tal objeción es inane. En la imagen, como en la vida, las cosas son complejas. Es imposible fundamentar la superioridad intrínseca de la imagen ascética (del

53 Naturalmente no se está hablando aquí, por ejemplo, del deleite propio de la estética expresionista o hiperrealista del cine de terror o de cualquier otro subgénero. El pacto de verosimilitud de la experiencia del espectador ante el filme implica el reconocimiento de que lo allí puesto en juego es una ficción, y por tanto la imagen vista y experimentada es resultado de un convenio.

54 Susan Sontag, Regarding the Pain of Others, Nueva York, Picador, 2004, p. 76.

55 Ídem.

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realismo antiestético). No creo que las imágenes del dolor de los otros sean inválidas por su calidad formal o estética. Nada implica que las fotografías más deficientes formalmente o con menos cualidades estéticas transmitan mejor sus mensajes o sean más correctas para manifestar el sufrimiento de las personas. La idea de que la fealdad formal es más ética para dar cuenta de dichos dolores es del todo arbitraria, tanto como los propios criterios de belleza estética o de realismo visual. Por otra parte, Sontag no duda en considerar a Salgado un fotógrafo “especializado en la miseria del mundo” cuyo foco “se concentra en los indefensos, reducidos a su indefensión”.56 Los indefensos de sus imágenes, subraya Sontag, no se nombran en los pies de foto; entonces al deshacer su nombre sólo quedan como esencias o generalidades: no es la historia de una persona, sino de la calamidad.

Un retrato que se niega a nombrar al sujeto se convierte en cómplice […] del culto a la celebridad que ha estimulado el insaciable apetito por el género opuesto de fotografía: concederle el nombre sólo a los famosos degrada a los demás a las instancias representativas de su ocupación, de su etnicidad, de su apremio.57

El núcleo de la crítica de Sontag a la obra de Salgado radica en la reducción “sólo a imagen” que borra la visualización del sujeto y de la problemática concreta que padece.58 Pero quizás en cierto sentido, Sontag incurre, respecto al fotógrafo, en la misma generalización que acusa a su fotografía. La obra de Salgado es también singular y difícilmente podría colocarse en la categorización general de “fotógrafo que lucra con el dolor”. No es el caso. El argumento de Sontag sobre su complicidad con la fotografía de celebridades y famosos, que perpetúa su estatus ante los sin nombre, no ajusta aquí. Salgado no es un fotógrafo de “estrellas”. Ninguna etapa de su carrera radicó en el glamour cinematográfico, el festejo de la celebridad de escritores como la propia Sontag, o la producción de imágenes para

56 Susan Sontag, Regarding the Pain of Others, Nueva York, Picador, 2004, p. 78.

57 Ibíd., p. 79.

58 Es sabido que otros fotógrafos notables han sido objeto de críticas análogas, es el caso de Walker Evans, Dorothea Lange, Lewis Hine o Eugene Smith. No se pueden generalizar los análisis, el trabajo de cada fotógrafo o fotógrafa es una singularidad.

revistas de moda, música o linajes políticos, como sería el caso de grandes fotógrafos como Cecil Beaton, Richard Avedon o Annie Leibovitz, la pareja del último tramo de vida de la propia Sontag, y quien la hizo a ella objeto de su propia lente. Más que una opción por el anonimato o la desidentificación, la fotografía de Salgado busca dar cuenta de los individuos como pertenecientes a mundos comunitarios. No se trata de imágenes abstractas que exhiben el sufrimiento de cualquier sociedad que padece la migración forzada. Creo que verlo de esa forma es una falla en la lectura sobre las imágenes de Salgado, una descontextualización. Hablan, en concreto, por ejemplo, de los tutsis que, huyendo del genocidio en su natal Ruanda, marcharon al campo de refugiados de Benako en Tanzania, en 1994. Lo que está relatado en sus fotos no es la historia de uno de sus individuos, sino el significado complejo de un pueblo entero que se ve obligado a salir de su tierra para salvar la vida. ¿Cómo dar cuenta del sentido que entraña un éxodo de 350 mil refugiados que escapaban de la matanza de cerca del setenta por ciento de la población tutsi? El radicalismo hutu que inició la masacre desde el 6 de abril, después del atentado en el que murieron los presidentes de Ruanda y Burundi, prácticamente exterminó a quienes consideraban una etnia enemiga y también a cientos de hutus moderados que no compartían su fanatismo. Las fotografías de Salgado no se focalizan en los cadáveres o los momentos de la cruenta masacre. Su lente sigue a los despavoridos civiles que huyen para salvar la vida. En el campo de refugiados da cuenta de las incontables tiendas de tela improvisadas, de las familias agrupadas, del cuidado de los niños y de las ollas humeantes en fogatas improvisadas.59

Pregunto si en la insistencia crítica de Sontag por la referencia a la persona no actúa el supuesto de la primacía del individuo, como una emblemática subyacencia occidental y moderna. Quizás Salgado, fotógrafo de Minas Gerais, pone en juego (a sabiendas o no) una percepción que da prelación al pueblo, a la comunidad, antes que al sujeto individual. ¿Por qué todas las fotografías tendrían que serlo de sujetos individuales? ¿Por qué no podrían hablar de pueblos, de comunidades, de colectivos?

El otro lado de la acusación de abstracción que realiza Sontag se refiere a lo que, considera, se presenta como una temática general, no

59 Véase Sebastião Salgado, Campo de refugiados ruandeses de Benako, Tanzania, 1994.

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como un problema particular: “[…] las fotos de migración de Salgado agrupan, bajo un único encabezamiento, un conjunto de causas diversas y de clases de pesadumbre”.60 Sus fotos, dice Sontag, buscan producir la impresión de que es tan vasto ese dolor que la acción política local no logrará resolverlo. “Con un tema concebido a semejante escala, la compasión sólo puede desestabilizarse; y volverse abstracta. Pero toda la política, al igual que toda la historia, es concreta”.61 Sontag mantiene el mismo tópico: la fotografía puede hacer abstracto el dolor y entonces lo utiliza o lo difumina, porque pierde las circunstancias concretas. Creo en el sentido general del señalamiento de Sontag, pero también pienso que las modalidades de los pactos fotográficos y los dispositivos de su producción y uso son más amplias. La pregunta es si la concreción o lo particular son conceptos absolutos, aplicables a todo fenómeno, y si hay una medida (incluso una forma de ver) que permita identificar con exactitud en qué punto algo es concreto y en qué otro se vuelve abstracto. En todo caso hay diversas escalas de abstracción-concreción y siempre están en función del universo de discurso, de los fenómenos que encaran y de los propósitos de los procesos analíticos, de intervención o de comunicación.

Jóvenes que huyen al sur de Sudán (Sudán, 1993) de Salgado, que sería vista por Sontag como abstracta (no da cuenta de los nombres de cada uno de los jóvenes o los niños que aparecen allí), tiene el grado de concreción preciso.62 Presenta una escena de la ruta obligada de miles de jóvenes que, desde el sur de Sudán, buscan llegar a los campos de refugiados en Kenia. Es un drama vivido de forma singular por cada muchacho, por cada

60 Ibíd., p. 79.

61 Ídem.

62 Pero incluso la indicación del nombre de quien en la foto figura no garantiza un tratamiento digno. Infinidad de fotografías de nota roja, que zahieren la dignidad de los fotografíados menguándolos, etiquetándolos o revictimizándolos, dan no sólo su nombre, sino coordenadas más completas. Pienso que en realidad hay una gran complejidad en todo esto. Una fotografía sin nombre puede dar más dignidad al sujeto mientras que una que lo nombra puede violentarlo. ¿Tendría sentido que Salgado hubiese colectado el nombre de cada uno de los más de trescientos mineros que aparecen en una de sus fotografías de Serra Pelada? ¿Ello haría más personales dichas fotos? Es probable que muchos de los nombres que figuran en las fotografías que a diario vemos en la prensa los olvidemos instantes después, pero ciertas fotografías significativas quedarán presentes en nuestra memoria y probablemente contribuyan a formar nuestra opinión y quizás ayuden a que decidamos participar en acciones justas al respecto. El significado de la inclusión del nombre está en relación con el dispositivo semiótico completo de la imagen y también con sus disposiciones y usos pragmáticos.

familia que teme verlo partir y que incluso lo exhorta a ello porque, de quedarse, se verá forzado a convertirse en combatiente de alguno de los grupos en conflicto. Pero también es una violencia aplicada sobre millones de personas, vivida por un pueblo entero que Salgado invita a ver en el nivel que le corresponde. De otra forma se perdería el sentido que imprime a su trabajo: que las brutales condiciones que ha producido la llamada segunda guerra civil de Sudán (de 1983 a 2005) tienen dicha escala: cerca de dos millones de civiles asesinados y cuatro millones de personas desplazadas. La desidentificación que probablemente implica la lectura de Sontag sobre Salgado quizás radique en una relación abstracta con su trabajo: una mirada un poco apresurada, en la que no se da cuenta ni del procedimiento narrativo ni del proyecto sociológico que le subyace. Aunque las fotografías de Salgado (como cualquier obra fotográfica) puedan presentarse aislando cada imagen de sus series como si fueran átomos visuales, no han sido producidas con dicha lógica. No hay en su trabajo una colección aleatoria de instantáneas tomadas ocasionalmente en cualquier parte del mundo. Salgado presenta series fotográficas. Es decir, grupos de imágenes relacionadas entre sí de forma íntima y significativa. Semióticamente, podríamos decir que construye macrotextos.

Cuando el fotógrafo produce sus imágenes tiene una lectura de los acontecimientos y de los individuos que resulta de un análisis y un posicionamiento ante lo que sucede. No se trata del paradigma del fotoperiodista que reacciona en el lugar tomando reactivamente lo que aparece. Las series de Salgado tienen unidad narrativa y buscan un análisis temático de lo convocado. Por eso sus proyectos duran años. Dominique Versavel ha planteado que la obra de Salgado permite reconocer de forma concreta las explicaciones sobre las desigualdades económicas o la lógica geopolítica y geoeconómica del mundo contemporáneo. 63 Lo que desde la teoría económica es abstracto, en las fotografías de Salgado es algo concreto. El proyecto de Éxodos le llevó siete años, recorrió 47 países no para tomar instantáneas fugaces, sino para seguir con coherencia flujos migratorios producidos principalmente por la guerra

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63 Véase Dominique Versavel, “L’essai photographique selon Sebastião Salgado”, en Sebastião Salgado: Territoires et vies, París, Bibliothèque Nationale de France, 2005.

y la pobreza.64 Millones de personas obligadas al exilio y la errancia en devastadoras caminatas a pie, en embarcaciones saturadas y peligrosas, en trenes asediados por criminales y policías corruptos, o en autobuses repletos y baratos.65

Salgado aborda en primer lugar las migraciones internacionales en rutas como Asia-Mar Adriático-Europa, México-Estados Unidos o África-España por el estrecho de Gibraltar. En segundo lugar, da cuenta de las migraciones en África: Sudán, Ruanda, Tanzania, Burundi, Mozambique, Zaire y Goma. El tercer segmento da cuenta de las migraciones del campo a las ciudades en Latinoamérica, así como de algunas de las luchas indígenas y campesinas de la región: el movimiento de los Sin Tierra en Brasil o el movimiento zapatista en México. Por último, se concentra en los desplazamientos hacia las megalópolis asiáticas: Bombay, Yakarta, Bangkok y Shanghái, un verdadero análisis de las tensiones y oposiciones sociotopológicas entre las zonas privilegiadas (los circuitos financieros y los sectores exclusivos) y las zonas precarizadas (periferias y barrios en los que se reúnen el lumpen, los migrantes ilegales y los trabajadores peor pagados). Salgado muestra la forma concreta en que estos sujetos colectivos sobreviven y experimentan las diferencias entre las migraciones periferia-centro, propias de los flujos internacionales y las migraciones intraperiféricas. Las migraciones de Centroamérica a Estados Unidos o de Marruecos a España explican la ruta de las personas de las regiones pobres a las regiones ricas del mundo. La fotografía de Salgado contribuye a comprender este tipo de acontecimientos, que, como se ve, sólo pueden dimensionarse en un proyecto fotográfico de tal envergadura. Hace justo lo que se requiere para ello: muestra que el problema del dolor; de la tragedia e injusticia del exilio forzado, y de los infinitos campos de refugiados no es sólo cuestión de singularidades (aunque en ellas se viva con toda su intensidad), sino que es un problema global resultante de un sistema de privilegios y diferencias, de dominaciones y de sujeciones, de injusticias históricas, de modelos económicos que permiten el flujo de los grandes capitales y cierran el tránsito de las personas necesitadas. El reclamo ante

64 Véase Sebastião Salgado, Éxodos, Madrid, Taschen, 2000.

65 Véase Sebastião Salgado, Migrations, New York, Aperture, 2000 y The Children, Madrid, Taschen, 2000.

la aparente abstracción de los nombres en una u otra de sus fotografías resulta insustancial cuando se advierte este sentido. Se vuelve incluso cínico cuando proviene de los privilegiados que, bien fincados en sus departamentos y casas en Nueva York o Londres, formulan sus críticas a un fotógrafo que logró mostrar en los periódicos y revistas paradigmáticas de sus metrópolis, de forma clara y profusa, la situación, la experiencia y las vidas de quienes no tienen y no tendrán casa ni refugio seguro.66 Hay cierto cinismo en el reclamo por mostrar imágenes del sufrimiento en los entornos privilegiados, al margen de ese tipo de sufrimiento. ¿Algo hay de una actitud que no quiere siquiera que esas imágenes, resultantes de las desigualdades y usufructos de la economía y la política que sustentan sus propios privilegios, tengan que ser vistas? ¿Es esta otra variante del moralismo visual que preferiría que no hubiera imágenes de dolor en un mundo de dolor?

6. La fotografía como desmemoria. Por su propia condición de ser la captura de una escena ya acaecida, la fotografía constituye una pregnante analogía con la memoria: “Las fotografías del sufrimiento y el martirio de un pueblo son más que recordatorios de la muerte, el fracaso, la persecución. Invocan el milagro de la supervivencia”.67

La fotografía es entonces un auxilio al trabajo de rememoración de los pueblos que requieren, simultáneamente, hacer patente el oprobio que vivieron y la resistencia y la lucha que llega hasta el presente. “En la actualidad los pueblos que han sido víctimas quieren un museo de la memoria, un templo que albergue una narración completa, organizada cronológi-

66 No deja de resultarme singular que las críticas más sonadas a Salgado provengan de intelectuales y periodistas de los grandes medios impresos del primer mundo como Ingrid Sischy, editora y crítica de arte y moda en Nueva York (de orígen Sudafricano), quien trabajaba para Vanity Fair, Interview y New Yorker (famosa por sus entrevistas a Naomi Watts, Salma Hayek o Madonna), o JeanFrançois Chevrier, colaborador de Le Monde, crítico de arte parisino, comisario de exposiciones y profesor de la École Nationale Supérieure de Beaux-Arts de París. Véase Ingrid Sischy, “Good Intentions”, en New Yorker, 9 de septiembre de 1991, p. 89 y Jean-François Chevrier, “Salgado, ou l’exploitation de la compassion”, en Le Monde, 19 de abril de 2000. Quizás se trata de alguna clase de inquietud consciente o subrepticia por introducir imágenes de la miseria del mundo en un mundo de abundancia.

67 Susan Sontag, Regarding the Pain of Others, Nueva York, Picador, 2004, p. 87.

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camente e ilustrada de sus sufrimientos”.68 Pero si bien la fotografía permite constatar esa violencia, Sontag piensa que “el problema no es que la gente recuerde por medio de fotografías, sino que tan sólo recuerda las fotografías”. Si de un lado la observación de Sontag plantea el problema de la necesidad social de hacer patente la historia de deudas con el pasado más allá de sus estereotipaciones, del otro lado el argumento raya en el exceso. La gente no recuerda sólo fotografías. El hecho de que del pasado logren sobrevivir las pregnancias fotográficas no significa que los recursos de la memoria se hayan reducido. Recordábamos de muchas formas antes de la invención de la fotografía, y lo hacemos hoy también, ya que tenemos fotografías. Las fotografías no obnubilan la memoria.69 Nuestra memoria no sólo es icónica, está hecha de historias, anécdotas, sentimientos, mitos, referencias significativas a través de otros que vivieron lo que no llegó a nosotros. Este vínculo con experiencias ajenas, tenidas en otras porciones del mundo y del tiempo, es lo que nos permite constatar la vastedad de una realidad que nos rebasa, pero que se conecta con nosotros. Quizás hay cuestiones de las que no tengamos iconos fehacientes, pero construimos con los recursos de nuestra facultad de imaginar signos complejos que logramos retener, creo que esto es lo que aquí significaría el dicho de Hannah Arendt: “[…] pensar con una mentalidad amplia quiere decir que se entrena la propia imaginación para ir de visita”.70

68 Ídem.

69 Algo de la reserva de Sontag ante el riesgo de vulneración de la memoria por la fotografía recuerda el fonocentrismo señalado por Derrida en la metafísica occidental de la representación. Véase Jacques Derrida, De la gramatología, trad. Óscar del Barco y Conrado Ceretti, México, Siglo XXI, 2003. Como si de alguna manera la fotografía fuese una escritura exterior, secundaria ante la verdad más esencial de la memoria. La fotografía como diferimiento de una primeridad que, entonces, con ella se perdería. La fotografía como el fármaco que a la vez es alivio contra el olvido, pero veneno que daña nuestra capacidad de recordar, como enfatizaba Sócrates. Teuth inventa la escritura para aliviar la desmemoria, pero su rey Tamus replica que la escritura es inaceptable. No es un remedio para el olvido, más bien debilita la capacidad natural de los seres humanos para recordar. Esta centralidad supuesta por Sócrates alínea memoria, presencia, ser y naturaleza. Sospecho que en Sontag hay algún residuo precrítico ante la fotografía, algo que, extrañamente, recuerda la sanción platónica ante el engaño que las imágenes hacen ante la verdad de los entes.

70 Hannah Arendt, Conferencias sobre la filosofía política de Kant, trad. Carmen Corral, Barcelona, Paidós, 2003, p. 84.

La capacidad de recordar que tiene la humanidad no se ha degenerado con la fotografía, como la capacidad de la memoria no se degeneró con la escritura, como pensaba Platón. Otra cosa es que la sociedad moderna tardía haya apostado por la visualidad como una de sus formas de comunicación y de registro dominantes, pero nada nos indica que nuestra memoria sea inferior a la del pasado. Por otra parte, Sontag dice: “Recordar es, cada vez más, no tanto recordar una historia sino ser capaz de evocar una imagen”.71 Tampoco creo que esto sea el caso. Las personas necesitamos tanto los relatos como las imágenes. La proliferación icónica de nuestras culturas mediales y digitales no constituye territorios antinarrativos. En realidad, en la cultura contemporánea la densidad icónica es equitativa con su densidad diegética. Internet y las redes sociales están llenos de imágenes, pero también de textos y palabras.

Butler: Marcos de la imagen y vidas por llorar

Cuando Sontag revisa los argumentos esgrimidos por la prensa norteamericana para no mostrar las bajas de los propios en los conflictos bélicos o en otro tipo de agresiones (como las víctimas del 11-S), encuentra la autocontención fundada en un insólito criterio de “buen gusto”. Insólito dado que una de las fuentes primordiales de plusvalía para dichos medios ha sido la explotación de los impulsos pedestres, las apetencias, el escándalo o el amarillismo. Para Sontag, en realidad se trata de la dificultad del poder para “defender las tradiciones acerca de cómo llorar la muerte”.72 Lo que interesa a Sontag ahora no es tanto el dolor de los acaecidos, sino cómo llorarlos; la cuestión de que el llanto por los otros se encuentra encuadrado, al igual que la mayor parte de las experiencias humanas definitorias, en tradiciones y formas convenidas. Sontag muestra que, en eventos como los del 11-S, dichas tradiciones resultaron intrincadas para los modelos de representación mediática (sin duda, en pocas ocasiones los norteamericanos han vivido la guerra en el corazón de su casa, las guerras casi

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71 Susan Sontag, Regarding the Pain of Others, Nueva York, Picador, 2004, p. 89. 72 Ibíd., p. 69.

siempre han sido para ellos asuntos que suceden en países lejanos y que se ven por la televisión y en la prensa). Así, de alguna manera, adelanta una cuestión que aparecerá como eje de la reflexión que, seis años después (en 2009), será objeto de la tercera interlocución en esta conversación en torno a las imágenes del dolor: el trabajo de Judith Butler sobre el sentido y las interrogaciones de los límites y condiciones con los que las sociedades encaran y constituyen lo llorable y lo no llorable. La cuestión que convoca este siguiente momento es el planteamiento transversal de Butler de que lo llorable y lo no llorable resulta delineado por lo que llama “marco”: un tipo de encuadramiento conceptual que organiza un campo de sentidos al que responden ciertos individuos, ciertas vidas, y del que otras quedan fuera. Dichos marcos subyacen a lo fotografiable (y lo no fotografiable) y dotan de dirección las miradas de lo que se retrata. Así, la fotografía no sólo es el resultado de la mirada del fotógrafo, sino que dicha mirada se halla inscrita en un marco que la antecede y que alinea el conjunto de lo que en la foto resulta presentado. Incluso, en términos más amplios, lo que Butler señala es que la forma en que reaccionamos al sufrimiento de los otros (como nuestras emociones, nuestra indignación, nuestras críticas o nuestras acciones) depende del marco de percepción de lo real y dicho marco es anterior a tales experiencias. En uno de sus aspectos más sensibles, dicho marco establece los márgenes entre lo humano y lo no-humano: “[…] la noción de lo humano reconocible se forma y se reitera una y otra vez contra lo que no puede ser nombrado o considerado como lo humano”.73

Encuadramiento e interpretación

Remitiendo al contexto de la invasión a Irak, Butler refiere la discusión sobre lo que se dio en llamar el “periodismo incorporado”, es decir, aquella práctica enmarcada en la política militar y exterior norteamericana. Estos periodistas aceptaron informar sobre el conflicto desde la perspectiva militar y de gobierno: “Los periodistas «incorporados» viajaban sólo en ciertos medios de transporte, miraban sólo ciertas escenas y sólo

73 Judith Butler, Marcos de guerra: Las vidas lloradas, trad. Bernardo Moreno Carrillo, México, Paidós, 2010, p. 96.

enviaban imágenes y narrativas de cierto tipo de acción”.

74 Con ello, Butler identifica que no sólo se trataba del control sobre los contenidos del discurso sobre la guerra, sino de la “regulación [de] los modos visuales”. Tal incorporación se produjo sobre la base de una suerte de pacto oscuro en el que los periodistas ganaron la posibilidad de entrar en el campo de guerra y el gobierno americano aseguró el monopolio de su perspectiva. Para Butler, incluso las fotografías de Abu Ghraib pueden leerse como un tipo de “periodismo incorporado”, lo que confronta directamente la enunciación oficial que presentó las cosas como un incidente a contrapelo de la actitud americana ante el conflicto.

Si las fotografías de Abu Ghraib, tomadas espontáneamente por los soldados norteamericanos que en 2003 se hicieron cargo de la prisión, respondían dúctilmente a la lógica visual que el imperio imponía, resulta claro entonces que el poder del Estado no define la toma singular ni su contenido, basta con que delimite su marco. De esta forma, cuando el Departamento de Defensa enmarcó lo que es mostrable, también definió lo que había de quedar fuera de la realidad.

El énfasis de Butler radica, a diferencia de Sontag, en sostener que, gracias a su enmarcamiento, la fotografía no sólo ofrece elementos de la realidad, sino que los interpreta: “[…] al enmarcar la realidad, la fotografía ya ha determinado lo que va a contar dentro del marco, un acto de delimitación que es interpretativo con toda seguridad, como lo son, potencialmente, los distintos efectos del ángulo, el enfoque, la luz, etcétera”.75 Esta forma específicamente fotográfica de interpretación es lo que, decenios antes, Roland Barthes dilucidó como “procedimientos de connotación de la imagen” en Lo obvio y lo obtuso, y particularmente a través de su análisis de los recursos retóricos de lo que postuló como los “connotadores”.76 La fotografía posee así un principio estructurador de los acontecimientos. La finalidad de dicha escenificación es el encuadramiento de la interpretación tanto de la mirada de quien ve la foto como de quien la produce. Una de las preguntas que Butler destaca de Sontag (la misma que este capítulo encara) es la de si la fotografía puede acercarnos al dolor de los otros (cercanía

74 Ibíd., p. 97.

75 Ibíd., pp. 100-101.

76 Veáse Roland Barthes, Lo obvio y lo obtuso, trad. C. Fernández Medrano, Barcelona, Paidós, 1992.

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entendida como reconocimiento de alteridad y coimplicación con ella). En el orbe de Sontag, la posibilidad de dar respuesta afirmativa a esta pregunta depende de que la fotografía tenga una función transitiva, es decir, que las fotografías “deben actuar sobre los que las miran de tal manera que ejerzan un influjo directo en el tipo de juicios que éstos formularán después sobre el mundo”.77 Según Butler, Sontag reconoce cierta transitividad en las fotos dado que “transmiten afecto”, por eso la fotografía de guerra puede “apabullarte”, pero no son capaces de cambiar el sentido político de alguien y, menos aún, llevarlo a actuar al respecto. Para Sontag la transitividad de la foto es puramente emocional, pero no llega a ser política.

La explicación de Sontag a esta especie de anestesia moral radicaba en la continua exposición que las “imágenes sensacionalistas” producen en la sociedad. Veintiséis años después, dice Butler, Sontag ya no está tan segura de ello. La fotografía “puede y debe representar el sufrimiento” generando una cercanía capaz de sensibilizarnos sobre el costo humano de la guerra. Sontag desemboca así en una ambivalencia: no acaba de aceptar la producción y circulación de imágenes del dolor, pero espera que ellas sean capaces de sensibilizarnos.

Butler: una teoría argumentativa de la fotografía

Para Butler, Sontag da primacía a la escritura sobre la fotografía. La razón de ello, como dijimos, es que para Sontag la fotografía carece de “continuidad narrativa” porque su imagen está “fatalmente asociada a lo momentáneo”.78 Por esta razón la foto no produce en nosotros un pathos ético: lo atroz aparecerá instantáneamente y luego será olvidado en el caudal de otras cosas. Para Sontag la fotografía tiene una especie de defecto de memoria. En la literatura o el periodismo narrativo, en cambio, no hay “desgaste” del pathos invocado. La narrativa tendría la prerrogativa de la comprensión, mientras que la foto se detendría en el puro principio de la enervación. Butler replica: “No deja de ser interesante que, aunque las narrativas puedan movilizarnos, las fotografías sean necesarias como

77 Judith Butler, op. cit., p. 101.

78 Ibíd., p. 103.

pruebas testimoniales contra los crímenes de guerra”,79 y señala que fue justamente Sontag quien recordó que la definición contemporánea de atrocidad exige pruebas fotográficas. Siendo así, dice Butler: “[…] la fotografía está incorporada a la argumentación a favor de la verdad o [en otros términos] no puede haber verdad sin fotografía”.80 Butler presiona a Sontag para admitir que, con ello, la fotografía sí ofrece una interpretación: “[…] juzgar acerca de si se ha producido o no una atrocidad es una especie de interpretación, verbal o narrativa, que busca recurso en la fotografía para prestar base a su afirmación”. 81 Según Butler, Sontag no entiende muy bien cómo es que argumentan los medios no lingüísticos. Con esto Butler asume otra posición ante la fotografía. La imagen fotográfica carga efectivamente una emotiva (como pensaban Sontag y Woolf), pero su centro gravitacional radica en su fuerza argumentativa, que está en el enmarque o, de forma más precisa, en la manera en que, a partir de ciertos marcos (los de la ideología, los del poder, los de la política) produce la interpretación de la imagen. Dar marco es dar interpretación. La fotografía, entonces, presenta una interpretación de la realidad y, por tanto, su función es dual. Sontag había distinguido “entre estar afectados y ser capaces de pensar y comprender”,82 lo primero vinculado con la fotografía, lo segundo con la “prosa”. Así, Sontag pensaba que era posible que sintiésemos con la foto sin que nuestro juicio fuese afectado y sin que nuestra volición se activase. Para Sontag, estas separaciones serían vitales por razones éticas, pero tal impronta parece apoyarse en una compartimentación cuyo sustento no es estable. Vale la pena apelar a Derrida y recordar la arbitrariedad propia de estas dicotomías. En sus análisis sobre la pintura, uno de los temas clave fue justamente el cuestionamiento sobre los límites entre la pintura y la escritura. Entre ellas hay un campo de disolución y tránsitos mutuos que, en el fondo, obedecen a que la pintura es también una forma de escritura, y la escritura sobre la pintura puede ser una forma de arte. Para Derrida, como sabemos, la sustentación estricta de cualquier dicotomía oculta una metafísica impuesta por un sistema de

79 Ídem.

80 Judith Butler, op. cit., p. 104.

81 Ídem.

82 Ídem.

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poder.83 La separación de Sontag entre narrar con palabras y sólo presentar con imágenes, o comprender con palabras y sólo sentir con fotografías, oculta esa distribución arbitraria. En algún punto la descripción se vuelve narrativa, en algún punto la narración es descriptiva.

Pero la razón ética que en el fondo preocupaba a Sontag de desdibujar los límites tiene su núcleo en algo que Butler nos recuerda: los sentimientos arrobados se concitan en torno a la imagen, no a los acontecimientos mostrados por ella: “[…] su preocupación es que la fotografía sustituya al acontecimiento hasta el punto de estructurar la memoria más eficazmente que la comprensión o la narrativa”.84 El riesgo radica, así, en sustituir una comprensión de argumentos, por una emotiva y fugaz memoria de imágenes. Ante ello Butler dice que la cuestión es que la imagen ya es interpretativa y, por tanto, da estructura de argumentos. El lugar en que ello es claramente visible está en el campo del periodismo incorporado. Ante el deseo ético de argumentación de Sontag, Butler indica la realidad de un periodismo incorporado que enmarca la realidad para dar una argumentación que conviene al poder.

Así: 1. La foto lleva su trasfondo político, aunque no tenga pie de foto o comentario. 2. Dicho trasfondo se formula y renueva por el marco.

3. La función del marco es doble: delimita la imagen y la estructura. 4. La imagen estructura nuestro registro de la realidad, la imagen nos ofrece un marco interpretativo. 5. La fotografía es interpretación; por eso, para Butler, el punto analítico fundamental ante la fotografía bélica no se encuentra en lo que muestra, sino en la manera en que lo muestra. Es en ese lugar donde podemos identificar las fuerzas políticas y sociales, los poderes que la constituyen, porque su finalidad no sólo es organizar la foto, sino organizar nuestra forma de pensar y percibir la realidad en cuestión.

En mi opinión estamos no sólo ante una propiedad de la fotografía bélica, sino ante una propiedad de la fotografía. El asunto es que, en este tipo de imágenes, la fuerza de encuadramiento (Butler no le llama de esta forma) lleva la intensidad que proveen las estructuras institucionales. Hemos de reconocer que toda foto encuadra, pero la fotografía de guerra pone en juego los intereses estratégicos de los poderes estatales, por

83 Véase Jacques Derrida, op. cit.

84 Judith Butler, op. cit., p. 105.

ello, a diferencia de otro tipo de fotografías, el encuadramiento aquí es una intensa imagen del poder. Pero hay una contrapartida que Butler no visibiliza o no discute en su reflexión, y sin la cual no me parece que podríamos dar cuenta fehaciente de esta suerte de política de la fotografía que aquí se está debatiendo. La imagen bélica puede estar sometida a debate. A dos modalidades del debate, especialmente: el de las propias imágenes, en tanto que, ante las fuentes de imagen oficial, hay diversas fuentes periodísticas o ciudadanas que pueden ofrecer otras imágenes y, por tanto, proveer otros encuadramientos. La segunda modalidad del debate es la que se da desde la sociedad que, por su heterogeneidad, ofrece múltiples interpretaciones de las mismas imágenes. Quizás en el contexto de la guerra contra Irak la sociedad no encontraba con tanta ductilidad espacios para tener dicho debate (que sin embargo se dio en ese tiempo, como señalaré en breve), pero hoy, con las redes sociales, la interpretación diversa, muchas veces contraria al punto de vista del encuadramiento oficial, es inevitable. Esta dinamicidad es fundamental para la comprensión de la política de la fotografía, y el conflicto, por decirlo así, entre marcos. Butler, ante el contexto en el que está, se pregunta si hay alguna manera en que la fotografía pueda cuestionar su propio marco: “Como interpretación visual, la fotografía sólo puede conducirse dentro de cierto tipo de líneas, y de cierto tipo de marcos, a no ser […] que el encuadre prescrito se vuelva parte del relato o que exista alguna manera de fotografiar el marco”.85 La relación marco/enmarcado puede plantearse también en términos de la representabilidad y la representación, de tal forma que Butler pregunta si el Estado logra controlar plenamente dicha representabilidad, y si la fotografía puede llegar a dar cuenta de ella. La respuesta es doble: el Estado no logra controlar totalmente la representabilidad, y la representación no logra capturar la representabilidad porque, por definición, está fuera de ella.

Butler, sin embargo, no parece preguntar por la posibilidad abierta de la problematización del marco en la propia fotografía, sino por las condiciones concretas, en el contexto bélico (y teniendo en mira la invasión de Irak durante 2003), en las que dicho marco no puede representarse 85 Ibíd., p. 106.

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porque hacerlo implicaría un desafío a la autoridad y sería leído como “insurreccional y, por ende, sometido al castigo y al control estatal”.86 A la fotografía bélica que la prensa produce en ese momento, subyacen (pero no son visibles) un conjunto de perspectivas y planteamientos que “constituyen el trasfondo no tematizado de lo que está representado y, por consiguiente, constituyen uno de sus rasgos organizadores ausentes”.87

Cuando la propia Butler apela a las fotografías de Abu Ghraib (ese otro tipo de periodismo incorporado), reconoce, a través de la sentencia de Donald Rumsfeld, que si dichas fotos (que estaban del lado de lo invisible) podían hacerse visibles, era porque para el Estado dicho acto le permitía “definirse como americano”.88 Pero en el acto mismo en que lo invisible pasa a lo visible (acto en que el Estado tiene que admitir dichas imágenes, una vez que han sido filtradas en los medios), lo que la autora lee no es que ese gesto responda a la tradición democrática norteamericana (como esperaba Rumsfeld ser interpretado), sino que “las fotografías […] convertirían nuestra capacidad de cometer atrocidades en un concepto definidor de la identidad estadounidense”.89 Es decir que, de alguna manera, el encuadramiento no-visible se hacía visible justamente porque alguien como Butler y como una parte de la conciencia crítica americana en tal contexto (incluida la propia Sontag y Noam Chomsky) podían oponer una interpretación disidente a la interpretación del Estado. Es decir, Abu Ghraib y su campo de interpretabilidad muestran que, incluso en ese momento de alto control de la percepción por parte del Estado, la dinamicidad política de la imagen era patente. En otras palabras: la interpretabilidad es un campo en disputa, no un territorio sólo perteneciente al poder oficial.

Vidas dignas de llanto

Cuando Butler se pregunta por el marco más allá de la pura inscripción comunicológica que acota la acción mediática, identifica el ámbito de una normativa “de corte racializador y civilizatorio” que parece gobernar delimi-

86 Ibíd., p. 108.

87 Ídem

88 Donald Rumsfeld, citado en Judith Butler, op. cit., p. 107.

89 Ídem.

taciones socialmente cruciales. La cuestión que se plantea es el abordaje de aquellas normas que dictaminan: “[…] qué vidas humanas cuentan como humanas y como vivientes, y qué otras no”,90 asunto que se revela cuando interroga: “[…] cuándo y dónde la pérdida de una vida merece llorarse y, correlativamente, cuándo y dónde la pérdida de una vida no merece ser llorada y es irrepresentable”.91 En esa conspicua demarcación, Butler reconoce que ciertas vidas están entre los dos lugares (el de lo representable y el de lo irrepresentable), son las de las personas que viven su cotidianidad en el contexto de la guerra, por lo cual “son, a la vez, lloradas y no lloradas, […] están marcadas como perdidas, pero […] no son plenamente reconocibles como una pérdida”.92 Podemos decir que estas normativas son, entonces, el a priori histórico (en el sentido foucaultiano) del que emerge el marco que define lo perceptible y que delimitan el campo de lo visible, y más sustantivamente, el a prioi que sustenta el marco en el que se delimitan las vidas como humanas y no humanas.93 El contexto en el que escribe Butler rezuma gran intensidad antiárabe, y un reiterado acoso a quienes se identifican como tales. Así, la suspensión de garantías civiles es, de facto, una manera de suprimir en ellos algunos de sus derechos humanos, lo que significa considerarlos menos humanos o incluso no humanos, como sucede con los presos de Guantánamo. En ello se juega entonces la cuestión de, dada la pérdida, qué vidas son llorables y cuáles no: “[…] ¿qué vida, si se pierde, sería objeto de duelo público y qué vida no dejaría huella alguna de dolor en el espacio público, o sólo una huella parcial, mutilada y enigmática?”.94 A través de la visualidad y la narrativa, el marco, sustentado en dichas normas, define las vidas que quedan dentro de lo llorable y las que quedan fuera. Pero es posible hallar también que hay ciertas vidas que no acaban de localizarse, con claridad, en ninguno de los extremos, de tal forma que allí el marco es inestable.

90 Judith Butler, op. cit., p. 109.

91 Ibíd., p. 110.

92 Ídem

93 Butler no usa las categorías kantiano-foucaultianas de “a priori histórico”, pero me parece que es una forma muy clara de comprender lo que implica esta fuerza de demarcación de la norma a través del marco.

94 Judith Butler, op. cit., pp. 110-111.

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Para clarificar la visualidad de la guerra ante la cuestión de qué vidas merecen duelo y cuáles no, Butler moviliza una relación de tres términos: las normas, el marco y el sufrimiento. Ya indiqué el sentido que da a los dos primeros, queda, entonces, dar cuenta del tercero. Comienza con una interrogación ontológica sobre el sufrimiento en la que no voy a detenerme. Sólo señalo tres consideraciones que hace, y son importantes:

1. El riesgo de preguntar por el sufrimiento humano es el de reificar un antropocentrismo que ha avalado las múltiples formas de violencia sobre los animales y sobre el ambiente. 2. El sufrimiento animal no está separado del sufrimiento humano, incluso nuestro sufrimiento es de animales humanos. 3. La guerra no sólo produce sufrimiento humano, sino también sufrimiento animal y ambiental (porque destruye su mundo). Las tres cuestiones reclaman “reconcebir la propia vida como una serie de interdependencias […] lo que implica que la ontología de lo humano no es separable de la ontología de lo animal”.95 Con ello asume una estrategia de abordaje de carácter, digamos, metodológico: examinar el sentido de “lo humano” no como interrogación ontológica (forma parte de la visión que hoy cuestiona la delimitación diferencial humano-animal), sino como “norma diferencial”. Adopta una especie de solución wittgensteiniana: revisemos el sentido que se ha dado a “lo humano”, es decir, indaguemos por lo humano “como un valor y una morfología”.96 Tales categorías son mutables: cambian con el tiempo y soportan diversas intensidades y énfasis: “Siempre que está lo humano, está lo inhumano; cuando ahora proclamamos como humanos a cierto grupo de seres que anteriormente no habían sido considerados humanos, estamos admitiendo que la afirmación de «humanidad» es una prerrogativa cambiante”.97 Hay así vidas humanas que no cuentan para ciertas normas y ciertos discursos. La cuestión de la norma humana, en su sentido foucaultiano, es entonces un poder que ejerce dicho principio de diferenciación y jerarquización, y ante él, piensa Butler: “[…] debemos aprender a leer, a evaluar cultural y políticamente y a impugnar en sus operaciones diferenciales”.98 En este punto

95 Ibíd., p. 111.

96 Ibíd, p. 112.

97 Ídem

98 Judith Butler, op. cit., p. 113.

Butler retorna al marco: apoyada en Emmanuel Lévinas, quien señala que el rostro del otro convoca en nosotros la pregunta ética, dirá que, por tanto, la que define lo humano y lo no humano es una forma visual, en el sentido de que esa visualidad es capaz de confrontar con un rostro o, de alguna manera, de borrarlo o escamotearlo.99 Así, la normalización de la agresión contra el otro o la indignación ante ello provendrán de la eficacia del encuadre para incluir o excluir a dicho otro de su campo de humanidad.

Entre la capacidad de gestar la sensibilidad por lo humano o su forclusión, se hallan las potestades del marco. La primera posibilidad regresa la reflexión de Butler a la discusión ya señalada con Sontag: la comunicación del dolor de los otros, posible en un marco alterno al del poder que instituye el usufructo de la guerra, habría de redefinir nuestras axiologías, y ello implica que la fotografía cuenta con una función transitiva que da lugar a nuestra acción ética.100 Por otro lado, las fotografías de la violencia cometida por los agentes del Estado en la prisión de Abu Ghraib, piensa Butler, no producen ni un “embotamiento” como podría imaginar Sontag, ni generan “una respuesta concreta”, porque no están definidas en una unidad espacio-temporal concreta. Para Butler, la recontextualización continua de estas imágenes (que aparecen en distintos medios, que incluyen y excluyen imágenes, que se retoman por distintas voces y posiciones) implica su tránsito por distintos marcos que van a dar ciertas condiciones de la “interpretación pública de la tortura”. Esto es, las fotografías no conceptualizan ni debaten las normas de la tortura o de lo humano, sino que, más bien, “negocian” la relación del “observador del primer mundo” con

99 No necesariamente “el otro” (esa otredad radical convocada por Lévinas) se advierte por la vista. Hay cierto ocularcentrismo aquí que es importante identificar. El otro también nos llega por su voz. En las situaciones de dolor y sufrimiento, el otro nos llega, generalmente, por una súplica o un grito de horror. Creo que Lévinas da una metáfora de la patentización del otro, y dicha metáfora admite dos interpretaciones: a) la naturaleza viviente y frágil del otro nos llega visualmente; b) la naturaleza viviente y frágil del otro nos llega por una percepción y una sensibilidad que no se detiene en la imagen, sino que recubre las posibilidades abiertas de tocarlo, escucharlo, sentirlo de diversas maneras. En mi opinión restituir la primera interpretación del planteamiento de Lévinas es una decisión que ocluye la complejidad de su comunicabilidad. Véase Emmanuel Lévinas, Totalidad e infinito, trad. Miguel García-Baró, Salamanca, Sígueme, 2021.

100 Esta vía lleva a una interrogación crucial para quien hace fotografía: ¿qué potencias en la fotografía podrían permitir una coimplicación ética y política con el dolor de los otros? Pero no es una línea que Butler propiamente siga, dado que privilegia el análisis de la forma en que los marcos fotográficos más bien actúan para deshumanizar a los otros y, así, hacerlos no llorables.

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eso que allí ocurre a ciertas personas. La foto no describe lo humano, pero muestra que allí la humanidad “está aquí en juego”.101 Lo que señala Butler, y esto me parece lo definitivo, es que tales fotos no pueden restituir una humanidad degradada o lastimada, pero son la posibilidad para que sintamos la indignación y con ello generemos la actitud política que ello requiere. De alguna forma, este planteamiento de Butler es una respuesta a la actitud solicitada por Sontag ante las fotos de guerra o de dolor, según la cual no estamos autorizados a verlas. La foto en algún punto puede hacer posible una indignación signada políticamente.

Marco: fotógrafo-cámara-escena

La foto exhibe una escena delimitada a través de un marco establecido por una cámara situada en dicho espacio, pero invisible. La cámara está en la escena, pero no aparece en la imagen. Su aparición, siempre deducida o pensada en su elisión, será el resultado de la ampliación de la escena: de la extensión del campo de interés visual más allá de lo fotografiado, para dar cuenta del fotógrafo y su cámara. En el caso de Abu Ghraib, ello ocurrió tiempo después, cuando la opinión pública comenzó a reparar en quién había tomado las fotos, con qué intenciones y con qué implicaciones. La nueva escena, piensa Butler, involucra también el espacio social ampliado en el que las fotografías fueron mostradas, censuradas, publicitadas o debatidas: “Así, podríamos decir que la escena de la fotografía ha cambiado con el tiempo”.102 Al desbordar el espacio carcelero en el que se produjeron, las fotografías: “Por una parte, son referenciales; por la otra, cambian su significado según el contexto en el que son mostradas y según el fin invocado”.103 Es decir, la fotografía (en realidad no sólo la de guerra, sino cualquiera) es indudablemente pragmática. Esa variación interpretativa corrió según la publicación de las imágenes en Internet o en periódicos impresos, según las decisiones tomadas por cada medio.

En la opinión estadounidense la cuestión de los autores de las fotos se enfocó en una disyuntiva: ¿las fotos se hicieron para testimoniar la tortura

101 Judith Butler, op. cit., p. 115.

102 Ibíd., p. 117.

103 Ibíd., p. 118.

o eran parte de ella? Despejando el campo de la interpretación de las probables motivaciones psicológicas que tal autoría podría implicar, Butler busca una explicación capaz de mostrar las condiciones sociales e históricas que las aclaren: “[…] una explicación de cómo las normas de la guerra neutralizaron en este caso unas relaciones moralmente importantes con la violencia y el daño”104 en una situación política concreta. Estudiar las estructuras dinámicas y espaciales de las fotos permite entender cómo operan las normas de la guerra en dichos acontecimientos.

Las fotografías de Abu Ghraib muestran a unos torturadores que posan ante una cámara que los encuadra: “La relación entre el fotógrafo y los fotografiados tiene lugar en virtud del marco”.105 Como si dicha relación fuese orquestada por el marco. Es en este punto en que Butler puede decir que dicho enmarcamiento exhibe la lógica del periodismo incorporado, aunque quienes las hicieron no hayan tenido autorización del Departamento de Defensa. Forma parte del mismo enmarque, porque tenían el mismo punto de vista, la misma perspectiva del enemigo en el que se sostiene que los presos son torturables, y que ello es objeto de celebración. En dicho encuadre, la fotografía permite que un acontecimiento como éste (de triunfo y supremacía sobre el enemigo) pueda continuarse. Creo que el análisis de Butler es correcto, las fotografías tomadas en Abu Ghraib no sólo registran la escena de tortura, sino que la proyectan y, de algún modo, la continúan. Pero es importante tener claro que esto no puede significar que la fotografía, necesariamente, participe del sentido de propósito que algunos de los actores del acontecimiento imprimen en él, justo porque puede haber otros marcos. En mi opinión la fotografía tiene una potencia mayor, y lo que abre es un abanico de posibilidades, no se agota en ser continuación de la acción y del sentido que los actores (o algunos de ellos) ponen en juego; hay fotos que, ante actos infames, buscan patentizar el horror o dignificar a sus víctimas. Si los torturadores tienen un propósito y muestran una significación, los torturados disponen otro. Así, la fotografía puede continuar la acción del verdugo o indignarse contra ella, justo en ello radica la cuestión del encuadre en situaciones como estas: ser cómplice del victimario o ponerse del lado de la víctima.

104 Ibíd., p. 120.

105 Ídem

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Butler define con acierto que en las imágenes de Abu Ghraib la cámara parece participar, incluso invitar a la crueldad. Y no sólo eso, también la escena y el tono en que es producida dicen algo del público pretendido de dichas fotos. Butler propone tres lecturas: 1. El fotógrafo puede estar haciendo el registro con el fin de “reproducir las imágenes para quienes están perpetrando la tortura”,106 en cuyo caso se puede pensar que ellos esperan disfrutar su acto y poder difundirlo. 2. El fotógrafo (o fotógrafa) puede hacer las imágenes como prueba de que el castigo ha sido aplicado. 3. El fotógrafo puede hacer las imágenes como promesa de que la tortura está en curso y seguirá produciéndose. Es posible encarar esta delicada cuestión desde un lugar distinto al que Butler adopta. Dos nociones de la semiótica, el texto y su fruición, pueden ser de utilidad: todo texto, sabemos, tiene tanto una función textual de su autor, como una función textual de su lector. En la terminología de Umberto Eco serían algo así como autor y lector implícitos, en la de Wolfgang Iser, autor y lector modelos. ¿Cuál es el autor modelo de dichas fotografías? Sin detenerme en un análisis que no es pertinente hacer aquí, es claramente identificable que dicho autor participa tanto del sentido de los acontecimientos mostrados, como del lugar posicional de los torturadores. Es una suerte de autor institucional sin que explícitamente se ostente como tal. Las fotografías en las que la soldado Lynndie England sujeta a un preso tendido en el piso con una correa, como si fuese un perro, o en la que posa junto con su prometido Charles Graner con el pulgar hacia arriba ante una pirámide de presos desnudos se realizan desde planos directos, abiertos, a la altura de los torturadores en una franca interlocución. La segunda foto, especialmente, ofrece una versión de la foto de pose postal. Se trata de una toma en la que el fotógrafo parece encuadrar una escena turística en la que los sujetos posan serenos, optimistas, mostrando sus conquistas. Las sonrisas y las miradas directas a la cámara sugieren un autor implícito de la imagen que ostenta cercanía, casi familiaridad con los protagonistas. El autor implícito resuma ser parte de ellos. Por su parte, el lector implícito de la imagen, el espectador imaginado para ver toda la acción es alguien que comparte los mismos valores y que incluso aprecia lo exhi106 Judith Butler, op. cit., p. 122.

bido. El lector implícito de estas imágenes es alguien que valora lo que los torturadores presumen.

Butler destaca, por su parte, que las fotos muestran cuerpos atados, felaciones forzadas, agresiones de diverso tipo, ante las cuales no hay muestra alguna de incomodidad de la cámara o de intentos por obstruir la toma. Ello sugiere cierta complicidad o, cuando menos, algún tipo de acuerdo con el fotógrafo: “Esto es tortura a la vista de todos, delante de la cámara, incluso para la cámara”.107 Pero quizás la observación más notable que realiza la autora es que la condición de estas torturas ante la cámara puede leerse como lo que Estados Unidos es capaz de hacer “como señal de su triunfalismo militar, demostrando la capacidad de este país para consumar una completa degradación del enemigo putativo, en un esfuerzo por ganar el choque de civilizaciones y someter a los ostensibles bárbaros a nuestra misión civilizadora”.108 Butler piensa que es posible, incluso, que las fotos hayan tenido también el propósito de ser mostradas a los torturados (y que ello haya ocurrido). La imagen cumpliría entonces el papel no sólo de socavar y dañar el ánimo de las víctimas, sino también el de amenazarlas: “Está claro que fueron utilizadas para chantajear a los retratados con la amenaza de que sus familias verían su humillación y vergüenza, especialmente la vergüenza sexual”.109

El enmarque de estas fotos, señala Butler, disuelve la separación entre lo que debe considerarse actos de guerra y actos criminales. Lo que esto muestra es que las reglas de la guerra aquí son las mismas que la dinámica del crimen de guerra.

El futuro anterior de la fotografía

En Regarding the Pain of Others, uno de sus últimos libros sobre fotografía, Sontag pide sin ambages ante las fotografías de guerra: “¡Que estas imágenes atroces nos persigan insistentemente!”. Sontag, que siempre tuvo una actitud de inquietud e incomodidad moral por la exhibición de las imágenes de violencia sobre los otros, ahora más bien pide que tales

107 Ibíd., p. 123.

108 Ídem.

109 Judith Butler, op. cit., p. 124.

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imágenes estén, persistentemente, en nuestra memoria y nuestra conciencia. Butler nota el cambio de actitud en la autora: “La foto nos acerca a una comprensión de la fragilidad y la mortalidad de la vida humana, ese estar en juego de la muerte en el escenario de la política”.110 Siguiendo a Barthes, Butler repara en que la foto no dice tanto lo que ya no es, sino lo que ha sido. 111 El retrato fotográfico habla en dos tiempos: tanto el de lo que ha sido, como el de lo que habrá sido. Así, la fotografía muestra un pasado absoluto: eso que captura ha sido, pero, a la vez, señala el futuro que vendrá después de ese instante capturado. Como dice Barthes: “Esto va a ser y esto ha sido”. En la fotografía del condenado a muerte, antes de su homicidio, lo que se revela es que “morirá”.

Dada la condición de la fotografía de dar cuenta tanto del instante pasado capturado por ella, como del pasado posterior (o futuro anterior) que, aunque invisible, está en ella constatado, se nos revela que estamos ante una vida: una vida que deviene. Una vida de la que vemos su pasado y advertimos un acaecer que proseguirá después de lo visto. Una vida, entonces, con la dignidad para ser llorada: “En este sentido, la fotografía, mediante su relación con el futuro anterior, instala la capacidad de ser llorados”.112 En este punto es importante reconocer que Butler se ha planteado, previamente a Marcos de guerra, una suerte de ontología de la vulnerabilidad, donde la cuestión clave es el reconocimiento de la precariedad o la fragilidad de la vida como una condición común capaz de establecer una suerte de comunidad a partir de la experiencia del dolor. En Precarious Life. The Powers of Mourning and Violence (2004), Butler señala que es posible tal ontología de la vulnerabilidad porque todos estamos expuestos a la violencia y tenemos un cuerpo que puede ser lastimado. Pero también la vulnerabilidad da cuenta de la condición inexorablemente relacional en la que vivimos: nuestra vida depende de otros. Basándose en el planteamiento de Lévinas sobre la interpelación ética que el rostro del otro nos produce (en un sentido distinto al que visitamos previamente), Butler repara especialmente en el hecho de que los “cuerpos abyectos” (esos cuerpos que

110 Ibíd, p. 138.

111 Véase Roland Barthes, La chambre claire. Note sur le photographie, París, Gallimard / Seuil / Cahiers du cinéma, 1980.

112 Judith Butler, op. cit., p. 140.

están fuera de lo legítimo y de lo inteligible) despiertan una violencia a la que reacciona una moral, con antelación a cualquier discurso. Pero Butler, a diferencia de Lévinas, da cuenta de lo político que está aquí involucrado en el lugar mismo de la ética. Porque es una matriz de perceptibilidad la que produce la diferenciación y la organización biopolítica de la vida —en este caso, de los cuerpos—, estableciendo a unos como dignos de duelo y, a otros, como ajenos a ello. Así, la relación entre el futuro anterior propio de la fotografía y su capacidad de convocatoria ética radicaría en tres cuestiones: 1. La fotografía muestra el devenir de precariedad y dolor al que el cuerpo del otro puede (y es sometido). 2. Esa constatación nos vincula en tanto que pertenecientes a una comunidad del duelo. 3. Esa posibilidad de reconocimiento en el duelo (o la fragilidad que compartimos) es posible porque esa vida (incluso aunque ese otro no sea del todo inteligible para el encuadre) es constatada como una vida que devine en su dolor. Esta última implicación da cuenta de la forma en que Butler refiere esas vidas que el poder (en este caso la fuerza del estado norteamericano en su campaña militarista) procura dejar fuera del estatuto de humanos para poder ejercer sobre ellas cualquier clase de fuerza. Butler dice que, no obstante la deslegitimación que el encuadre busca hacer de ellas, son vidas que persisten y aparecen o se filtran como espectros. 113

Por otro lado, paralelamente a lo que apunta Butler, pienso que las fotografías (en este caso, las fotos de Abu Ghraib) pueden actuar a contrapelo de lo esperado por la lógica de su producción y del propio poder que procura reificar un sentido en ellas. Las fotos se parecen aquí a los poemas de algunos de los presos de Guantánamo que, filtrados también, lograron deslizarse al campo de la opinión pública estadounidense, como la propia Butler había constatado. Esos poemas que contaban de las torturas, de la vida hacinados en celdas minúsculas, de la muerte inminente daban cuenta de que se trataba de seres humanos con los cuales las personas podían identificarse en algún punto, y hacían, cuando menos por momentos, inestable el discurso que racionalizaba la guerra como lucha por la libertad y la paz y, en particular, posibilitaban el cuestionamiento de por qué esas vidas humanas no entraban en el campo de los derechos humanos.

113 Estos espectros son referidos previamente en el texto cuando Butler repara en el borramiento de los rostros y en la oclusión de los nombres.

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La prohibición del Estado de la poesía mostró entonces la capacidad de dicha poesía para identificar el nexo de fragilidad humana, que podía establecerse con esos cuerpos, en ella manifestado. Las fotografías de Abu Ghraib, en mi opinión, realizan la misma operación: la espectralidad de la que habla Butler es, en realidad, ese punto en el que el encuadre del poder no logra ocluir del todo el rostro-cuerpo del otro, no logra borrarlo totalmente y queda como un espectro, algo indecible, pero también vida patente, que de alguna forma llega hasta nosotros y nos interpela. A esto le quiero llamar la fuerza de retorno. En términos generales, con ello doy cuenta de una potencia estética de la fotografía que da un paso más allá del futuro anterior señalado por Butler, a partir de Barthes: la imagen puede, en cierto punto, tener la fuerza de permitir el retorno de una vida ocluida o negada por la propia trama de su visibilización. A veces regresa de forma inadvertida y con una potencia no imaginada.

Volviendo a Butler, la razón por la cual la dilucidación de Barthes sobre el futuro anterior le parece definitoria para la posibilidad de hacer una vida digna de duelo, ante el marco de desligitimación e ininteligibilidad de dichas vidas así fotografiadas, radica en que con ello se muestra como vida vivida. Vida vulnerable, como la nuestra y que, como la nuestra, es vivida.

Esta posibilidad de hacer dignas de duelo las vidas precarias, en el futuro anterior que la fotografía hace patente, Butler la advierte en la imprecación de Sontag: “¡Que estas imágenes atroces nos persigan insistentemente!”. En tanto que persecución, tales imágenes podrían no alcanzarnos o no ser pertinentes para nosotros, por ello Butler señala lo definitivo de esa insistencia, en el sentido de las tres cuestiones que previamente señalé sobre los nexos entre el futuro anterior de la fotografía y su capacidad de interpelación ética. Butler dice: “Pero si nos sentimos sacudidos o «perseguidos insistentemente» por una fotografía, es porque ésta actúa sobre nosotros en parte sobreviviendo a la vida que documenta, porque establece por adelantado el tiempo en el que esa pérdida será reconocida como tal”. 114 Ello no radica en una propiedad suprafotográfica o de orden mágico o metafísico, sino en su propia estructura témpica: “[…] la fotografía está relacionada mediante su «tiempo gramatical» con la capacidad de una vida

114 Judith Butler, Marcos de guerra: Las vidas lloradas, trad. Bernardo Moreno Carrillo, México, Paidós, 2010, p. 140.

para ser llorada, anticipando y realizando esa capacidad”.115 Así, “podemos sentirnos perseguidos por adelantado de manera insistente por el sufrimiento o por la muerte de los demás. O podemos sentirnos perseguidos con posterioridad, cuando no se ha hecho la comprobación del dolor”.116 Por último, no es sólo un registro de orden afectivo, instituye también y, sobre todo, cierto modo de reconocimiento (lo que indiqué en la cuestión número 2):

Si podemos sentirnos perseguidos insistentemente es porque podemos reconocer que ha habido una pérdida, y, por ende, que ha habido una vida: es el momento inicial del conocimiento, una aprehensión, pero también un juicio potencial, que exige que concibamos la capacidad de ser llorados como la precondición de la vida, la cual es descubierta retrospectivamente mediante la temporalidad instituida por la fotografía.117

La cuestión clave para Butler, en tanto apela a una comunidad del duelo como suelo posible para este reconocimiento, está dada por la condición témpica de la fotografía que, al mostrar con el pasado también el futuro anterior (lo que devendrá para esa vida), hace patente la pena por esa vida, es decir, lo que la hace una vida llorable.

La fotografía: de la reticencia al narcisismo a la posibilidad de la memoria Butler destaca un asunto más en la mirada de Sontag sobre la fotografía del dolor: su reticencia a aliarse con nuestro narcisismo. A propósito del interés que despertó en Sontag la exposición fotográfica de Jeff Wall, Butler destaca una sutil pero definitiva observación: “[…] a los muertos no les importa si vemos o dejamos de ver. Para Sontag, ésta es la fuerza ética de la fotografía: reflejar el definitivo narcisismo de nuestro deseo de ver y negar la satisfacción de esa exigencia narcisista”.118 Ante ello, tengo una impresión diversa: por una parte, pienso que es certero el planteamiento,

115 Ídem.

116 Judith Butler, op. cit., pp. 140-141.

117 Ibíd., p. 141.

118 Ibíd., p. 143.

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porque ya nada de lo que hagamos, indudablemente, será de interés para los muertos. En esa ruta, efectivamente, la fotografía cancela la posibilidad de reconfortar nuestro narcisismo. Pero la fotografía, como las propias Sontag y Butler señalan, está siempre en contextos o se halla inscrita en marcos. Hay cierto lugar, sin duda, donde no son ya los muertos (apelar a ellos es obviamente imposible, a menos que se esté en una conciencia mágica o religiosa), sino sus deudos, sus coetáneos o quienes estén llamados por razones éticas, afectivas, históricas o políticas los que habrán de reclamar el reconocimiento de lo sucedido (al igual que, en otras circunstancias, pudiesen pedir que tales imágenes no sean circuladas o vistas). Pero, en un sentido crucial, hay condiciones en las que quienes están a punto de morir tienen interés en que los veamos a ellos o a sus imágenes, aunque sea de manera póstuma. Desde cierta necesidad, cierta reivindicación ocluida o imposibilitada por el marco, esas imágenes reclaman ser vistas. Creo que es, justamente, a lo que apela Didi-Huberman en Imágenes pese a todo, cuando reflexiona en torno a las cuatro fotografías tomadas por un Sonderkommando en el Crematorio V de Auschwitz-Birkenau.119 Los Sonderkommandos eran grupos de judíos obligados, bajo amenaza de muerte, a la atroz tarea de conducir a las personas a las cámaras de gas, para luego recoger los cadáveres, llevarlos a los hornos crematorios y limpiar los restos. En dicho momento, se llegó a ejecutar diariamente a 24 mil judíos húngaros. La saturación de las cámaras de gas, que funcionaban las veinticuatro horas del día, y la escasez del Zylon B, sustancia con la que se generaba el gas letal, hicieron que los nazis empezaran a arrojar vivos a los judíos para su incineración en las fosas. En ese contexto, y contra toda posibilidad, Alex, un judío griego del Sonderkommando, ocultó una cámara fotográfica en una cubeta para tomar las fotografías que dan testimonio de lo sucedido en las cámaras de gas. El rollo, junto con algunos escritos, salió del campo de concentración oculto en un tubo de pasta de dientes. Rebasó el marco imposible y circuló hasta llegar a la resistencia polaca, y de allí hasta nosotros. No quiero detenerme en la compleja cuestión que en el libro de Didi-Huberman se pone en juego, ni en la sustantiva polémica que sostuvo con Claude Lanzmann, quien criticó severamente

119 Véase Georges Didi-Huberman, Imágenes pese a todo: Memoria visual del Holocausto, trad. Mariana Miracle, Barcelona, Paidós, 2004.

la exhibición de tales imágenes en una exposición en París, para la cual el propio Didi-Huberman escribió en el catálogo. Me detengo sólo en un señalamiento que este último hace al pasar y que, en mi opinión, requiere de una mayor reflexión: esos “cuatro trozos de película arrebatados al infierno” que llevaban las marcas de lo fragmentario, del horror, del peligro de las condiciones de su toma, de su imposibilidad, sobrevivieron incluso a “la ineludible desaparición del propio testigo”.120 Quien tomó la foto de esas mujeres que se desnudaban para marchar hacia los hornos sabía que, inevitablemente, también moriría ahí. Los ojos de los muertos ya no tienen interés alguno en que los veamos, pero las personas pueden dar su vida para que esto suceda. No hay manera de recontactar con ellos, pero tienen un hondo y denso sentido existencial, ético y político escuchar su palabra, ver sus imágenes y aprehender lo que dicha otredad experimentó y lo que, en ciertas ocasiones, procuró dejar para nuestra memoria. Butler cierra “La tortura y la ética de la fotografía”, el segundo capítulo de su libro, con la afirmación y la demanda de “aprender a ver el marco que nos ciega”. En el contexto de la guerra, la revisión, el análisis y la discusión de los marcos con que se nos entregan las imágenes es crucial. Con ello es posible identificar y reaccionar ante la matriz del poder que constituye: “el conductor de la norma deshumanizadora, el que limita lo que se puede percibir y hasta lo que puede ser”.121 Y esto no significa deshacer todo marco, romper todo encuadre. En realidad, no podemos ver más que a través de ellos (esa es la condición de la mirada, podríamos decir), pero es posible cuestionar, deconstruir, interrogar, lo que dichos marcos permiten y lo que dejan fuera o borran. En el contexto de la guerra de Irak, Butler enfatizó ese rasgo nacionalista y suprematista que la fuerza militar norteamericana desplegó en Irak y que se fundó en la negación de cualquier forma disidente de ver o de su búsqueda. Como señala Butler, Abu Ghraib mostró lo que ello implicaba: el esfuerzo del poder por imponer el no ver como norma del ver (la oclusión de la tortura y de la violencia suprematista que en nombre de la civilización y la democracia imponía el poder estadunidense).

120 Ibíd., p. 22.

121 Judith Butler, Marcos de guerra: Las vidas lloradas, trad. Bernardo Moreno Carrillo, México, Paidós, 2010, p. 143.

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EL CUERPO Y EL TIEMPO

La fotografía es un asunto del cuerpo. No sólo porque el cuerpo sea objeto inagotable de la fotografía, sino porque incluso las fotos que lo eluden son imposibles sin la mirada. La foto emana de una mirada que pertenece a un cuerpo, a una historia y una trayectoria en el espacio.1 La carnicidad de la fotografía, digámoslo así, radica en que deviene de la mirada. Sabemos que, en términos transversales, la mirada articula una dimensión corpórea (fisiología, percepción, sensibilidad) y una dimensión simbólica (pertenece y se forma en un mundo cultural, en un campo icónico y axiológico). La mirada del fotógrafo siempre pertenece a un mundo concreto; la sociedad de la que proviene y por las que circula en su historia vital y profesional. Las sutiles relaciones que de alguna manera destellan en la fotografía de Adriana Zehbrauskas (São Paulo, 1968), por ejemplo, no sólo emergen de su gusto por la literatura de Gabriel García Márquez o Marguerite Yourcenar, sino también, sin duda, por el mundo de sentido y tierra de su natal São Paulo y su devenir por Chiapas, Guerrero o por las calles de Tepito en la Ciudad de México. En su trabajo, en su sensibilidad y sus elecciones, tiene un lugar su interés por la música y la penetrante huella del rugido de aquel lacónico león que escuchó de cerca en un par-

1 No abordaré aquí la cuestión clave de la posfotografía que pretende la superación de la mirada cárnica, al ser resultado de programas de observación en dispositivos automáticos (como en Google Street View). Pero incluso allí, el cuerpo es ineludible, en el doble sentido de que las imágenes resultantes son para el ojo-en-cuerpo de quien las usufructa, y porque, en su mayoría, son imágenes que vigilan cuerpos. Una elaboración estética de esta condición es la que realiza el artista alemán Michael Wolf (Múnich, 1954) en su proyecto Series of Unfortunate Events (2010), al recolectar imágenes de accidentes captados por las cámaras de Google. Wolf toma una foto de la pantalla definiendo su propio encuadre y distancia. Son sus ojos-en-cuerpo los que producen la nueva imagen, definida sobre una imagen que ha causado en él una atención, una impresión corpórea. Por otra parte no podemos olvidar, como lo hace cierta crítica de abstraccionismo a lo visual proveniente de las filosofías deconstructivas del “ocularcentrismo”, que el ojo también es cuerpo.

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que de Zimbabue. Pero en una densidad mayor, quizás indiscernible hoy, están los años de estudiante en la Sorbonne Nouvelle, su convivencia con las comunidades afrodescendientes del suroeste mexicano, la vida diaria en Ciudad Juárez o las experiencias en Haití después del terremoto de 2010. La mirada está en su cuerpo, en el de una mujer con una complexión delgada, ágil para moverse en el espacio, rápida en sus reacciones, motil en su condición y sus proclividades, distintas hoy a las que tenía veinte años atrás cuando iniciaba su carrera de fotoperiodista. La mirada está aquí, jugando un papel en quienes, siendo profesionales o habitantes ordinarios del icónico mundo contemporáneo, con nuestros cuerpos robustos o delgados, con miopía o gran agudeza visual, siendo jóvenes o viejos, retratamos espacios y personas a diario con nuestros teléfonos celulares. Mirada cárnica y mirada textual en la fotografía

Nuestra mirada no es algo abstracto; pertenece a un cuerpo, habita en una organicidad óptica concreta, como la del fotógrafo neoyorkino Gregory Crewdson (Brooklyn, 1962), quien en algunos de sus proyectos incluso renuncia a operar él mismo la cámara, pero define, desde esa condición cada vez más robusta, desde su mirada cárnica, los objetos, las condiciones, las técnicas, las características y el sentido de lo que procura fotografiar. Incluso en un fotógrafo ciego como Eladio Reyes (Matanzas, 1952 – La Habana, 2009) hay una mirada, porque hay una concepción de la imagen y un cuerpo que siente (aunque no vea). Ve con los oídos, por la cuidada atención que pone al sonido de los objetos y los movimientos de las personas; ve con las manos y los dedos, porque palpa los rostros y los cuerpos de aquellos a quienes fotografía; ve con la piel, porque los rayos del sol sobre su cuerpo le dan las luminosidades de los espacios que retrata.2

2 Eladio Reyes, fotógrafo nacido en Matanzas (Cuba), perdió la vista a los 17 años en un accidente futbolístico. Articuló sus conocimientos de arte dramático y técnica fotográfica para la producción de una obra singular (tanto de teatro como de imágenes) que combinaba con la enseñanza de la fotografía a ciegos y videntes. Falleció en el 2009 y dejó tanto una obra visual como una concepción de la producción de la imagen: el acto de creación, pensaba Eladio, genera tres fotografías: la que él imagina al percibir la imagen a través de sus otros sentidos, después, la que la cámara registra y el público ve, por último, la imagen que surge, “procesada” en su mente

Pero la mirada no sólo es un asunto del cuerpo propio, es, sustancialmente, una forma a través de la cual los cuerpos se comunican. La mirada no se cierra sobre sí, está constituida como puente para acceder a los otros y lo otro. Por ello, al ser la fotografía el resultado de una técnica que permite fijar la mirada, es también una fuerza para dar cuenta del lugar del otro: de su cuerpo, su mundo e incluso, de manera especial, de su mirada. En la foto se suscitan, a su modo, los procesos y las relaciones de la mirada; las relaciones intersubjetivas e históricas del mirar. La mirada social se fija en la foto, pero también en la foto se despierta y habla la mirada que reta a dicha mirada social para, en ciertos casos, renovarla. Una extraordinaria fotografía de Margaret Bourke-White (Nueva York, 1904 – Connecticut, 1964), de entre muchas que comparten esa cualidad, encara los primeros momentos del proceso de liberación de los prisioneros del campo de concentración de Buchenwald en Alemania, el 28 de abril de 1945.3 La liberación había iniciado apenas el 16 de abril y la fotógrafa neoyorkina ya estaba en el terreno, con la ansiedad de atestiguar lo ocurrido, pero también con el trastorno que el lugar le producía. La cámara no sólo revestía un valor profesional y técnico, le prestaba un servicio emocional, como una criba psicológica: “Usar una cámara era casi un alivio. Esta interponía una ligera barrera entre el horror delante de mí y yo misma”. Pero su cámara también era una puerta que abría el paso entre ella y los otros, una puerta que liberaba lo sucedido allí para acercarlo a miradas tan lejanas e improbables como las nuestras. Los 16 cuerpos visibles en la imagen son una elongación de los cuerpos invisibles pero presentes en el espacio de ese barrancón. Y no sólo eso, estos cuerpos significan los cuerpos de las demás naves del campo, hasta completar casi 250 mil personas que por allí pasaron, de las cuales quizás 56 mil fueron asesinadas. Los cuerpos visibilizados por el sentido fotográfico, pero invisibles en la fotografía, abarcan tanto las víctimas sobrevivientes como las aniquiladas. Su fotografía nos enfrenta de forma inmediata y cruda con los cuerpos socavados, cuando confronta sus impresiones iniciales con las descripciones y apreciaciones de quienes han visto su obra.

3 Margaret Bourke-White. Prisioneros demacrados tumbados en sus camastros y de pie semidesnudos en el campo de concentración de Buchenwald durante su liberación por las fuerzas estadounidenses, Alemania, 13 de abril de 1945. Colección fotográfica de la revista LIFE

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disminuidos y enjutos que padecieron ese infierno. Nos vincula con esos rostros que, en su mayoría, muestran una expresión sorprendentemente serena en medio del horror.

Hannah Arendt señaló que todas las fotos de los campos de concentración son engañosas porque no dan cuenta del horror ordinario, sino del momento extraordinario en que los aliados entraron en ellas. La insólita serenidad de esas caras proviene del alivio y la esperanza de la liberación. Pero también del hecho de que las condiciones de deshumanización producían en ellos una suerte de anestesia moral y emocional, la única forma de subsistencia psíquica en un lugar en el que las personas era asesinadas por nimiedades de manera recurrente. La foto nos ofrece la relación fundamental entre el cuerpo del otro y el lugar que habita. En las fotografías de Bourke-White, se trata de un espacio hacinado, sucio y oscuro en el que se advierten las marcas del maltrato, pero también de una peculiar apropiación que los prisioneros tenían sobre las parcelas de la cama común. Ese que no fue nunca su mundo era, sin embargo, el mundo de esos cuerpos que difícilmente esperaron salir de él con vida. Los cuerpos se relacionan en la imagen. Las proximidades físicas señalan enlaces definidos por la necesidad de sobrevivir. El estatuto de esas relaciones es difícil de discernir, y los testimonios, así como los estudios realizados en la posguerra, han mostrado que la vida en los campos estaba definida por la impronta mayúscula de la sobrevivencia. Eso implicaba alianzas, pero también conflictos, ajustes, y la reproducción en las barracas de las violencias, los abusos y la lógica de los más fuertes sobre los más débiles, incluso entre los prisioneros. La vida propia o la de un amigo se sobreponían sin miramientos cuando era preciso: la degradación humana, como señalaba Primo Levi.4 En la foto las posiciones de los cuerpos y los brazos, la dirección e inclinación de las cabezas de quienes están en los camarotes denotan la regularidad a la que estaban sometidos. Sin embargo, en el instante de la imagen se vivía el tiempo peculiar de la liberación, lo que se registra como transición del cuerpo serializado y homogéneo a la recuperación de la singularidad, expresada en el gesto y la actitud propias. Además de la parcial desnudez (una notable falta de pudor como señal de cuerpos a los que se les ha quitado casi totalmente, por la vía de la violencia sistemá-

4 Véase Primo Levi, Trilogía de Auschwitz, trad. Pilar Gómez Bedate, Barcelona, Península, 2018.

tica, la dignidad de sí), es notable la interpelación de sus miradas. Son miradas directas, orientadas hacia nosotros. Miradas sin ambages, como quizás hace tiempo no podían dirigirse a quienes no fueran parte del grupo de los prisioneros. Ellos, que por fuerza de la opresión del campo escamotearon y sometieron su mirada ante los ojos de los oficiales y los soldados nazis (y quizás algunos Kapos),5 ahora nos miran abiertamente. Nos pueden ver a la cara. Para sus ojos, atrás de la cámara está Margaret y, a través de ella, incontables miradas: las de aquellos que ahora somos testigos de un fragmento, una minucia, de lo que vivieron. Pero en esas miradas se rebasa la curiosidad de la presencia imprevista, el cansancio, la melancolía, el desafío de seguir viviendo, el horror. En ellas hay una interrogación profunda, un cuestionamiento que bien puede tener el rango de totalizador. Después de todo lo vivido, pueden poner en duda los fundamentos del mundo. Viktor Frankl decía: “[…] el sufrimiento hace al hombre lúcido y al mundo, transparente”,6 y esa valencia es la que reluce en sus ojos: ya vivieron el fondo, el linde más bajo y brutal del mundo, el piso del infierno. Su mirada despliega los extraños extremos de no saber qué vendrá y de saberlo todo. Al mirar esas miradas, acopiamos lo que de la guerra hemos sabido, la historia leída o contada, la narrativa fictiva o documental, las opiniones, las visiones, los relatos cercanos y remotos. Y también aquí, en el lugar otro en que nos encontramos, lo ignoramos casi todo. En realidad, existencialmente, sabemos prácticamente nada de esa vida. Sin embargo, algo persiste: un sutil vestigio de esa experiencia se comunica a través de la foto. La fotografía hace añicos, en la concreción de los ojos rotundos del rostro cadavérico del hombre a la derecha, cualquier abstracción que sobre la guerra hagamos; él está ahí, con un rostro único que expresa, sin gesticulaciones ni poses, una historia de dolor irrecusable. Y en el hombre al fondo de la sección visible que se inclina de lado, atrás del preso de camisón de rayas que vemos de cuerpo entero, la foto también muestra una realidad que ronda la locura.

5 Nombre que se les daba a los prisioneros usados y destacados por las SS para tareas administrativas básicas, generalmente realizadas como operaciones de control y represión. Los Kapos contaban con privilegios de alimentación, trabajo y resguardo que les pronosticaba mayor oportunidad de sobrevivir.

6 Véase Viktor E. Frankl, Logoterapia y análisis existencial, trad. José A. de Prado y Roland Wenzel, Barcelona, Herder, 1990, p. 180.

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Podríamos decir que la fotografía tiene la capacidad de poner en juego una suerte de fuerza de alteridad: su capacidad de abrir un mundo en el que el otro real, corpóreamente concreto, nos interpela. El dicho de Barthes es certero: no es la realidad la que valida la fotografía que de ella se toma; es, en este punto, la fotografía la que nos permite una constatación existencial de eso que ha sucedido.7 Dicha constatación proviene, en mi opinión, del lugar en que nuestra mirada se encuentra con la mirada de los otros. La mayor o menor fuerza de alteridad de la foto radicará, así, en su capacidad de propiciar este encuentro. La mirada del fotógrafo —de Margaret, en este caso— es el sustento que hace posible la sincronización de esas miradas con la nuestra. La fuerza de alteridad se sostiene en la ductilidad de esa triangulación de miradas: la mirada cárnica y concreta de Margaret, la mirada de quienes la miran y nuestra propia mirada al ver la foto. Bourke-White, quien después de sus años de fascinación mecanicista por las fábricas y sus formas geométricas, ya fuera en Estados Unidos o la Unión Soviética, accedió a un tiempo de apertura y sensibilidad ante las condiciones de pobreza de las poblaciones del sur de Estados Unidos (cristalizada en su libro You Have Seen Their Faces) o frente a la oprobiosa revelación del infierno nazi. Bourke-White, que osciló entre la admiración por la monumentalidad del poder y la sensibilidad frente a la fragilidad y la intemperie humanas, hace de su mirada concreta un documento a través de la operación fotográfica. La mirada-en-cuerpo deviene mirada-foto. Pero lo registrado en esa fotografía es otra mirada: la de quienes la interpelaron ese día en el campo de concentración. Al ver la fotografía, en nosotros se reaniman dichas miradas.

La relación que tenemos con la foto no es sólo una mecánica operación de visionado de figuraciones. Si así fuera, la fotografía en nada se distinguiría de un diagrama o de un esquema. Por la condición del “esto ha sido” señalada por Barthes, o del índice de real que dilucidó André Bazin, la fotografía implica una especie de semántica existencial en la que, al ver los ojos-texto de la imagen, en nosotros se produce una refiguración capital: ya no son sólo formas pigmentadas, emulsiones sobre el papel, pixeles ordenados sobre la pantalla digital; son miradas que nos

7 Véase Roland Barthes, La chambre claire. Note sur le photographie, París, Gallimard / Seuil / Cahiers du cinéma, 1980.

miran. Se realiza, así, el movimiento icónico propio de la fotografía: hace texto la mirada para hacer mirada el texto. La intensidad de esta operación radicará en la fuerza de alteridad que la fotografía logre sustentar. Si jugásemos a una suerte de singular matemática estética diríamos (al estilo de los juegos de Milán Kundera) que la fuerza de alteridad de la fotografía es directamente proporcional a su capacidad de vivificar la mirada fotografiada.

No es azarosa la elección de esta fotografía para despuntar el reconocimiento de la íntima relación entre fotografía, cuerpo y tiempo, paso siguiente de la prodigiosa discusión Woolf, Sontag, Butler que abordamos en el capítulo anterior. La fuerza de alteridad constituye una de las cualidades más notables de la fotografía. Esto no significa que las fotografías naturalistas, arquitectónicas o abstractas carezcan de valor, lo que debemos tener presente, por el momento, son dos cosas: que la otredad es también lo otro, como claramente resulta en el trabajo de Fritz Pölking (Krefeld, 1936 – Greven, 2007) o Frans Lanting (Rotterdam, 1975), en el que el mundo de la naturaleza —de nuestros otros: los animales o las plantas— resulta abordado en sus dramas, sus diferencias y su específica dignidad, al punto de adquirir claramente la condición de otredad. En Derrida,8 por ejemplo, un otro radical capaz de confrontar la arquitectura que nos constituye. La cuestión es, justamente, que esa otredad muestra que entre ellos y nosotros hay continuidades que no hemos estado dispuestos a aceptar. Buena parte de la frontera entre lo humano y lo animal es una metafísica que impone una jerarquía y una violencia que tiene no sólo implicaciones ontológicas, sino también éticas y políticas. De alguna manera, en ciertas condiciones, el discurso fotográfico contribuye al cuestionamiento (a la deconstrucción) de la lógica binaria hombre-animal.9 Para Derrida, el problema no radica en preguntar por el habla o la razón de los animales, sino en si ellos son capaces de sufrir. El sufrimiento que convoca, a la vez, nuestra continuidad con ellos y la irreductible interrogación ética sobre nuestra responsabilidad.

8 Véase Jacques Derrida, El animal que ahora estoy si(gui)endo, trad. Cristina de Peretti y Cristina Rodríguez Marciel, Madrid, Trotta, 2008. 9 Ídem.

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El ya referido amigo de Derrida, Emmanuel Lévinas, mostró la primacía de la responsabilidad con el otro sobre la autonomía y la afirmación del yo. El otro en Lévinas es todo aquel que me excede, todo aquel que me rebasa, pero también, en el sentido aquí transitado, aquel que me permite superar la ficción de que puedo englobarlo y apropiarlo.10 El animal estaría, precisamente, en esa condición de contraste con una civilización que ha pretendido abarcarlo en su totalidad y reducirlo a su designio. ¿Es la fotografía una fuerza posible para acceder a esa reticencia del animal, a esa imposibilidad de reducirlo a nuestro designio antropocéntrico? Yo creo que hay fotografías con esa fuerza de alteridad, como la imagen de Frans Lanting en la que un chimpancé se mira a sí mismo en su reflejo en el agua o su famoso “Retrato de Bonobo” de 2016, en las que podemos apreciar la solvencia de una alteridad que se despliega.

Por otro lado, la más abstracta fotografía es también una manera de encarar una concepción de lo visible, de la forma, a veces incluso de las emociones y, con ellas, de la condición de algo o alguien que habla en ella al mostrarnos un sentido. Es preciso reconocer que lo que llamo fuerza de alteridad puede estar retenido, o incluso particularmente disminuido, en ciertos tipos de fotografía. La cuestión que ellas elaboran es otra. Y esas imágenes, en otro régimen, son plenamente legítimas. La fotografía no es unidad. Hay muchas formas de fotografía, muchas modalidades de su técnica, diversas son sus semánticas y múltiples sus relaciones con lo que producen y toman. La fotografía es pluralidad.

La fotografía del último cuerpo

Tres hombres se reúnen en algún lugar de California en esta foto anónima de 1911. La heterogeneidad de los personajes parece regularse por cierta unidad de las posturas y de la indumentaria, a fuerza unificada. Por una parte, la marcada diferencia entre el anglosajón del centro y los hombres de los costados; por la otra, una sutil continuidad en los trajes y su tonalidad, además de las posiciones de los cuerpos, que sugiere mayor 10 Véase Emmanuel Lévinas, Totalidad e infinito, trad. Miguel García-Baró, Salamanca, Sígueme, 2021.

cercanía entre los dos de la derecha, mientras que el tercero a la izquierda luce satelital. No es tanto que el occidental rompa la continuidad de los hombres de los lados, más bien es la cuestión fática de los cuerpos que se rosan, sugiriendo cierta relación afectiva. El de la izquierda está, incluso, girado suavemente en otro sentido. No es la foto típica del colonizador imprimiendo su diferencia y su jerarquía, como en las postales de exposiciones que Estados Unidos y los países colonialistas europeos realizaron a fines del siglo XIX, en las que africanos e indígenas se mostraban como objetos exóticos capturados.11 Esta imagen es distinta: la simetría entre ellos es excepcional para el momento histórico. Pero hay discontinuidades: los hombres laterales portan sus trajes de modo precario. Particularmente el de la derecha, quien lleva la ropa como algo ajeno. Sus pies descalzos marcan una pertenencia diferencial de tipo étnico y de clase, pero también de desinterés por los códigos occidentales. En esta imagen, particularmente en este personaje, el tiempo histórico y el existencial se reúnen, resaltan. La foto da cuenta de la vida de Ishi, el hombre de la derecha, y de la desaparición de un mundo histórico que, con él, se perderá. El futuro anterior, en el sentido en que Butler recupera la noción de Barthes,12 muestra aquí no sólo una vida que deviene (y que morirá), sino también un pueblo que con él persistía (y que desaparecerá). Como veremos, no sólo es una vida llorable la que la foto hace patente aquí, es un pueblo entero el que desaparece y, al hacerlo, una lengua, una cultura, un modo de ser en el mundo que se ocluye.13

Ishi es un sobrenombre que, como su ropa, le fue dado por Alfred Kroeber, el anglosajón del centro: un prominente antropólogo norteamericano, sucesor de Franz Boas. Le llamó Ishi porque entre los Yahi el nombre propio no se divulgaba. En dicha lengua, Ishi significa “hombre”.

11 En ese género son célebres las fotos de Ota Benga en el zoológico del Bronx, para mayor información véase Luis Ángel Sánchez, “Ciencia, exotismo y colonialismo en la Exposición Universal de París de 1878”, en Cuadernos de Historia Contemporánea, vol. 28, 2006, pp. 191-212; Zeynep Çelik y Leila Kinney, “Ethnography and Exhibitionism at the Expositions universelles”, en Assemblages, núm. 13, diciembre de 1990, pp. 34-59, y Peter H. Hoffenberg, An Empire on Display: English, Indian and Australian Exhibitions from the Crystal Palace to the Great War, Berkeley, University of California Press, 2001.

12 Véase el primer capítulo de esta publicación, pp. 71-75.

13 Lévi-Strauss decía que la mayor tragedia de la humanidad radicaba en la desaparición de las culturas.

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Lo que aquí significaba, en realidad, “el último hombre”, el último sobreviviente de los Yahi. Esta foto reporta el final de una cultura, un tiempo aciago. No es esta una imagen atroz, como las que constituyen el objeto de conversación entre las autoras que seguimos en nuestro primer capítulo. No hay violencia en ella, incluso testimonia una amistad intercultural. Pero el relato que le subyace, el mundo que se despliega detrás de su marco, es el del exterminio colonial del pueblo de Ishi. Es una foto, en este sentido, ambigua. Mejor aún, ambivalente: da cuenta de una relación de afecto, y da cuenta también de una relación de exterminio. El lado intersubjetivo y el lado histórico.

La sociedad Yahi vivió el asedio de los emigrantes europeos en las tierras de California durante la segunda mitad del siglo XIX, en plena fiebre del oro. En 1850, los Yahi eran más de dos mil personas; dos décadas después sólo quedaban veinte individuos merodeando al Este de Sacramento. Para 1908, Ishi estaba entre los últimos cuatro sobrevivientes. Tiempo después, por el matadero de Oreville, los carniceros hallaron un hombre enfermo y hambriento, al que supusieron mexicano. Ishi era ya el ultimo sobreviviente de los Yahi. Por las gestiones de Kroeber y Thomas Waterman, Ishi vivió en el Museo de Antropología de la Universidad de San Francisco. Para el examinador de San Francisco Ishi era “el mayor tesoro antropológico […] jamás capturado”.14

Aunque se llegó a considerar amigo de Kroeber, Ishi aparecía como parte del acervo de un museo que miles de visitantes conocieron desde 1911 para verlo prender fuego o practicar tiro con arco. En el capítulo anterior introduje lo que he querido llamar la fuerza de retorno de ciertas fotografías, un componente que, de alguna manera, muestra rasgos a contrapelo de la lógica dominante de la propia imagen. A propósito de la noción de marco o encuadre de Butler, podríamos incluso pensar en una especie de tensión, de lucha de fuerzas que en la fotografía se concita.

14 Hay múltiples referencias a la vida de Ishi, la más significativa es la de Theodora Kroeber, en la que da cuenta de la mayor parte de su devenir desde que fue hallado: Theodora Kroeber y Robert Heizer (eds.), Ishi, the Last Yahi: A Documentary History, Berkeley / Los Angeles, University of California Press, 1979. Un buen resumen se puede hallar en Miguel Tofiño Vian, “Recordando a Ishi: el hombre entre dos mundos”, en Anthropologies. Antropología y Diversidad, 20 de mayo de 2019, en https://www.anthropologies.es/recordando-a-ishi-el-hombre-entre-dos-mundos-segunda-parte/ [Última recuperación: enero de 2021].

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Autor no identificado. De izquierda a derecha: Sam Batwi, A.L. Kroeber, Ishi, 1911. Universidad de California, Berkeley, Museo de Antropología Phoebe A. Hearst

La fuerza de encuadramiento sería, así, aquella potencia con que el marco de la fotografía dispone y significa la escena y sus sujetos (Butler decía respecto al marco que con él se ordena el sentido del mundo). 15 Ante ella, quiero decir, que en la foto hay también una fuerza de retorno reticente a este encuadramiento, una especie de señal de alteridad, un lugar en el que el otro despunta como liberación ante el encuadre, en su inconmensurabilidad.16

Esta fotografía lleva un encuadre convencional: un plano general de frente en el que encaramos de manera franca a los protagonistas. Es un retrato de grupo que oscila entre la foto institucional y ciertos rasgos de postal de amistad sugerida entre ellos. Los elementos del encuadre —el escenario boscoso, las actitudes del antropólogo y su informante, y, quizás, un segundo antropólogo (no lo sabemos), no occidental— definen lo que podríamos llamar retrato antropológico moderno. Imagen propia de la nueva tendencia de la ciencia modernista norteamericana de la primera mitad del siglo XX, llevada por un movimiento relativista que procuraba rebasar la disimetría sujeto/objeto y entrar en una lógica epistémica más democrática y racional. La foto, sin embargo, señala la fuerza colonizadora impuesta sobre Ishi: la corbata desviada, la camisa mal plegada, el tiro del pantalón desajustado, los pies descalzos sobre el terreno. La ropa que porta Ishi es parte de la fuerza de encuadramiento que le obliga a vestir según el código moderno, pero, simultáneamente, todo su desajuste es una fuerza de retorno. Está llena de señales de quien no se esmera por portarla según las reglas del vestido, de quien la desdeña como anodina. Pero ello está articulado con la sutil empatía con Kroeber, expresada en ciertas simetrías de los cuerpos. La mano lánguida y clara de Kroeber se repite en la posición de la mano de Ishi; el brazo de Ishi se recarga ligeramente en el de Kroeber marcando, suavemente, esas complicidades entre cuerpos cercanos.17

15 Véase Judith Butler, Marcos de guerra: Las vidas lloradas, trad. Bernardo Moreno Carrillo, México, Paidós, 2010.

16 En el sentido de Emmanuel Lévinas, Totalidad e infinito, trad. Miguel García-Baró, Salamanca, Sígueme, 2021.

17 Para nosotros es un enigma el tercer hombre que aparece en la fotografía. Su traje desaliñado, sus manos resguardadas y su mirada exhausta, velada por los gruesos lentes. Su mirada, a diferencia de los otros, es invisible. Está presente, pero también, de algún modo, está ausente. Como nosotros,

Ishi murió en 1916 debido a la tuberculosis, que colapsó sus pulmones con una hemorragia masiva.18 El antropólogo intentó evitar la disección de su cuerpo, pero fue tratado por las instituciones académicas como objeto de investigación científica. Separaron su cerebro, que luego desapareció en un laberinto de instancias departamentales y museísticas a las que pudo haber llegado. La presión de los nativos del Comité Cultural del Condado de Butte logró que fuese localizado en 1997 en el Museo Nacional de Washington. Para 1999, la pieza estaba en una bodega del Museo Smithsoniano en Maryland. Dicha institución lo retuvo no obstante las disputas legales, bajo una cláusula que establece que los restos sólo podían entregarse a descendientes directos o a miembros de su tribu, y nada de ello existía para entonces. El pueblo de Pit, que probablemente era descendiente de los Yana, comunidad vecina de los Yahi, logró finalmente recuperar lo que quedaba de Ishi.

La fotografía articula el doble tiempo de la historia y de la existencia. La foto no es sólo lenguaje y por ello logra mostrar, a contrapelo, la existencia (en ella organizada por el encuadre, pero también por aquello que se escapa a la voluntad de este). La fotografía logra encuadrar y rebasar el encuadre porque es, siempre, una interpretación del tiempo. ¿Cómo lo hace? A través de la compleja relación de una técnica que media entre la existencia y el lenguaje. Butler reparaba, como vimos, en la célebre exploración de Barthes acerca del doble tiempo de la fotografía. Yo creo que en realidad se despliega en ella, gracias al enlace de técnica y lenguaje, un ovillo más vasto de temporalidades. El tiempo múltiple de la fotografía se juega en una tensión con el lenguaje. es una suerte de testigo. El artificio técnico de sus ojos es el artificio técnico de la foto en la que vemos la escena. No es un occidental, pero está occidentalizado. La colonización ha actuado más enfáticamente en él que en Ishi. No tiene nombre para nosotros, es cualquiera, como nosotros. Sin embargo, probablemente se trata de Sam Batwi, un descendiente de los Yana, que hablaba la lengua Yana y quien sirvió de traductor de Ishi en el Museo, durante su introducción. Es posible hacer esta conjetura a partir de una foto en el teatro Orpheum, en la que aparecen juntos, y en la cual también están Alfred Kroeber y Thomas Waterman. De cualquier manera, si se tratase de Batwi, la interpretación que realicé no resulta afectada. La relación entre ellos fue distante. A Ishi le parecía que Batwi comprometía su dignidad al abandonar las costumbres de su pueblo, como lo mostraban sus gestos a la manera anglosajona, el esfuerzo en su acento británico y hasta su crecida barba.

18 Véase Theodora Kroeber, Ishi in Two Worlds: A Biography of the Last Wild Indian in North America, Berkeley / Los Angeles, University of California Press, 1967.

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Tiempo y lenguaje en la fotografía

La fotografía es la triangulación de imagen, tiempo y mirada. La singularidad fotográfica, como indicó Barthes, radica en que da cuenta del tiempo en una desaparición.19 El enlace mirada-tiempo de la fotografía se produce en una nostalgia de la pérdida. Toda mirada está construida por el tiempo, y la fotografía mira un tiempo que se va. Pero conviene distinguir el ver de la mirada. Ver siempre responde a mirar. Ver no sólo consiste en contar con las estructuras ópticas que posibilitan la aprehensión fisiológica y sensible de los estímulos visuales, sino en que la visión se organiza según una matriz de expectativas, de márgenes y distinciones socialmente constituida. Llamo mirada matriz a esa configuración histórica que organiza las posibilidades de lo visible y lo invisible, de la diferenciación entre entes, de la significación y valoración de lo visto. Nada de esto está en las estructuras fisiológicas que nos permiten ver, pues pertenece a los esquemas con los que nos socializamos, en los que aprehendemos y organizamos lo visual, y todo ello está sometido al tiempo. No le llamo simplemente mirada, porque en el lenguaje ambas categorías tienden a intercambiarse; y porque quizás el atributo más importante apelado aquí es que se trata, justamente, de una matriz. Esa configuración histórica invisible, pero que conforma la posibilidad de lo visible, es una estructura generadora de miradas concretas, de formas institucionales, colectivas y subjetivas de ver. Está detrás de todas ellas, haciendo un telón que lucha por unificarlas y delimitarlas. De alguna forma, Martin Jay intuye el asunto cuando reconoce, en la filosofía y la cultura occidentales, un “ocularcentrismo”,20 un esquema de prevalecencias del ver sobre otros sentidos; y también es, según mi criterio, algo de lo que Walter Benjamin consideró una “mirada enervada”, aquella que,

19 Esta clarificación muestra la base de una semiología de la fotografía. Toda imagen reúne el tiempo y la mirada, pero la fotografía da cuenta del tiempo, del momentum fotografíado, en su extinción. El cine, a diferencia de la foto, como explicó André Bazin (veáse André Bazin, ¿Qué es el cine?, trad. José Luis López Muñoz, Madrid, Rialp, 2018), más bien corta un tramo de tiempo y lo repite; y la televisión o el streaming están más cerca de un tiempo simultáneo (donde hoy pueden sincronizarse la emisión, descarga y visualización).

20 Véase Martin Jay, “Returning the Gaze: The American Response to the French Critique of Ocularcentrism”, en VV. AA., Definitions of Visual Culture II. Modernist Utopías – Postformalism and Pure Visuality, Montreal, Musée d´art contemporain de Montréal, 1996, pp. 29-46.

jugando con las categorías que acabo de introducir, permitiría desacomodar la mirada moderna que encorseta nuestras posibilidades, en pos de una nueva forma de mirar. En Benjamin esa otra mirada disiparía el ensueño (algo así como un “sueño dogmático” en el sentido en que Kant encomiaba en Hume su capacidad para despertarlo del sueño de la metafísica).21 Por otro lado, para Benjamin la “mirada enervada” permitía la recuperación de la relación entre las imágenes y el cuerpo. En este sentido la mirada es tiempo. Es organización dada por el tiempo, capaz también de reorganizarse de otras formas. En la fotografía, en algún sentido, la mirada producida por el tiempo se esfuerza por ver el tiempo que la ha producido. Tiempo que encara su propio devenir en la memoria que el instante coagulado de la foto hace patente. Por eso puedo decir que con la foto el tiempo se mira a sí mismo. Las imágenes constituyen claridad para visualizar las posibilidades del ver, lo invisible y lo visible, lo valioso y lo insulso, que un mundo histórico define. Es decir, en ellas advertimos su mirada matriz, aunque quizás también la lucha contra ella.

Tanto Bazin22 como Barthes23 identificaron una cualidad crucial de la foto, presente como una paradoja: la fotografía muestra a la mirada la condición de agotamiento, de extinción del tiempo, fijándolo, cuajándolo. Esta cualidad se produce en la tensión entre lo efímero (el acontecimiento que deviene) y la operación de retención (la captura fotográfica); un esfuerzo técnico, semiótico y estético. La técnica y el lenguaje son el recurso constitutivo con que la foto lucha para la contención imposible del tiempo. La técnica fotográfica se vale del lenguaje, el lenguaje se vale de la técnica para establecer los eventos como memoria visual (es decir, descifrables por la memoria), como imágenes comprensibles (esto es, como parte del mundo visual), como formas de fotografiar (a saber, reconocibles en el universo de lo que llamamos “fotografía”). Todo ello es lo que podemos entender como gramática fotográfica. Así, podríamos decir que el lenguaje es lo que fija el tiempo fotográfico. El lenguaje como la fuerza que captura

21 Véase las obras de Walter Benjamin, “El surrealismo: última instantánea de la inteligencia europea”, en Imaginación y sociedad: Iluminaciones I, trad. Jesús Aguirre, Madrid, Taurus, 1980 y The Arcades Project, trad. Howard Eiland y Kevin McLaughlin, Cambridge, Harvard University Press, 1999.

22 André Bazin, ¿Qué es el cine?, trad. José Luis López Muñoz, Madrid, Rialp, 2018.

23 Roland Barthes, La chambre claire. Note sur le photographie, París, Gallimard / Seuil / Cahiers du cinéma, 1980.

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el acontecimiento según una gramática que lo hace comprensible y, en algún sentido, esperable para sus espectadores. De esa manera, el acontecimiento resulta legible y su legibilidad será el resultado de interpretar su singularidad con categorías convencionales que nos permitan entender lo que allí se ve. Su correlato, su contraparte, es aquella condición témpica de la foto que se resiste a fijarse como significación convencional y plenamente legible.

Los rasgos resistentes de Ishi, las conexiones sutiles con Kroeber, la exterioridad del tercer personaje, aquellas cosas que impiden cerrar totalmente la imagen en el encuadre de postal antropológica. La paradoja persiste porque, en su complejidad, es el trabajo del propio lenguaje en una fotografía el que logra contener y liberar, lo que permite que esa resistencia se haga patente. La lengua es, simultáneamente, la fuerza emancipadora y la cárcel fascista, decía Barthes.24

En su serie México Tenochtitlan , Francisco Mata Rosas (Ciudad de México, 1958) incluye una fotografía en la que una mujer carga dos bebés. El que lleva amarrado en la espalda (a la manera indígena tradicional) es, presumiblemente, su hijo; el que trae en brazos es el “Niño Dios”. Uno de carne y hueso, el otro de yeso y materias espirituales. El encuadre de la fotografía (el lenguaje) logra dos cosas cruciales: aísla la unidad madre-niños de la continuidad tumultuosa de un evento que probablemente tiene lugar en las calles del centro de la Ciudad de México,25 y otorga a los personajes un carácter conspicuo gracias a la posición en contra-picada del objetivo de la cámara. El lenguaje fotográfico los inscribe en el tipo-imagen “madre con el niño”, pero también hace posible ver la densidad casi metafísica de esta articulación de creencia mítica y compromiso materno concreto con la criatura que lleva en la espalda. La cámara incluye en el tipo la escena, y a la vez libera ciertas significaciones culturales, que aquí se despliegan en una suerte de maternidad doble que fusiona a un niño de rasgos indígenas, colgado en un rebozo, con un niño anglosajón, ata-

24 Véase Roland Barthes, El placer del texto. Lección inaugural, trad. Nicolás Rosa y Oscar Terán, Buenos Aires, Siglo XXI, 2011.

25 Probablemente la foto fue tomada un 2 de febrero, el día de la Candelaria, cuando se celebra la purificación de la Virgen María a los cuarenta días de haber dado a luz a Jesús. Desde lo años cincuenta la cultura popular mexicana lleva a la iglesia sus niños para ser bendecidos. Entonces también se acostumbra vestirlos especialmente para la ocasión.

viado con un ropón de gala o de bautizo que, por el color blanco de la tela, denota que quien lo viste está en su primer año de vida.

En dirección paralela, en la obra de Ralph Eugene Meatyard (Illinois, 1925 – Kentucky, 1972) el lenguaje parece altamente concentrado en dar nuevas posibilidades para su desbordamiento. Un lenguaje para superar el lenguaje. Ese parece ser uno de los esfuerzos con el que sus fotografías usaban la exposición múltiple, los fuera de foco y, especialmente, las posibilidades del barrido. Sus niños enmascarados, los adultos enigmáticos con máscaras o sin ellas, borrosos por su movimiento o por el de la cámara, validan una imagen no estándar, que, sin embargo, de algún modo tiende a volverse estándar (no porque el barrido o el montaje múltiple sean en sí mismos recursos de la gramática fotográfica, sino porque en la propia obra de Meatyard dichas imágenes terminan por caracterizarlo). Esta motilidad visual apuesta por una confrontación con el tiempo fotográfico usual. En sus imágenes los hechos no se coagulan con perfección, al contrario, parecen evitar hacerlo. Como una gelatina que se frustra porque queda demasiado líquida, en la imagen el tiempo

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Francisco Mata Rosas. La doble jornada, de la serie México Tenochtitlan, La Villa, Gustavo A. Madero, Ciudad de México, 1993. Cortesía del autor

no cuaja del todo, entonces no sólo se evidencia el fracaso de la foto, sino también el flujo del tiempo.

El presente-pasado de la foto de Meatyard no es el instante matemático (el instante como punto abstracto), sino el registro de una porción del flujo.26 Por eso los objetos y las personas resultan borrosas, líquidas, erráticas. En uno de los autorretratos de Meatyard (sin fecha), lo vemos en un bosque, en un medium shot, con la cámara en ligera contra-picada como tomada desde la altura de su cintura. 27 Meatyard está casi de tres cuartos, mirando hacia el objetivo, su imagen borrosa registra un tramo de movimiento en el que advertimos una posición más erguida y lejana a la cámara; y otra más cercana y ligeramente encorvada. De traje y con corbata, quizás utilizando lentes, todo en él es inestable. Su fotografía me comunica ese carácter móvil del tiempo. Esto amplía el abanico de tiempos fotográficos reconocidos en la referencia Barthes-Butler, dado que tendríamos que decir que la foto no sólo muestra un pasado y un futuro anterior, sino también un movimiento del tiempo pasado. Pero hay algo más que me comunica, como valencia existencial, como puro tiempo, en el sentido de la fuerza o reticencia de la imagen singular a volverse gramática: la foto me habla del sujeto. Su sujeto está en condición inestable, como la propia foto. Quizás, como sucede en las pinturas de Francis Bacon, la imagen está poblada de ambigüedades. Los rostros y los cuerpos son sus variaciones, sus dubitaciones; el rompimiento de sus márgenes. Los rostros no están claramente delineados y los cuerpos son reticentes a los límites de la forma. Las figuras se desfiguran y de su desfiguración surgen nuevas figuras.

26 La idea de que la fotografía “congela” el tiempo es en realidad errada. Al ver la imagen fotográfica usual asistimos a una captura infinitesimal de un movimiento que, por tanto, en la interpretación fotográfica, aparece como si tanto la cámara como el ente fotografíado estuviesen inmóviles. No lo están, como nada lo está, pero el tiempo de registro es tan breve que ante la foto no vemos ese fragmento de segundo en que el obturador estuvo abierto y capturó un trozo del flujo de la vida. Aparece pero no podemos verlo. El movimiento que somos capaces de ver es aquel que se produce, digámoslo así, a “escala humana”. Tanto lo demasiado rápido como lo demasiado lento es invisible a nuestra mirada (y justo la cámara fotográfica, en ciertos casos, con sus posibilidades de dispositivo técnico, nos permite ver algo de ello).

27 Ralph Eugene Meatyard. Autorretrato-Superposición de movimiento con Morton en Getshemani, Kentucky, Estados Unidos, 1967.

La obra de Meatyard da cuenta de la crisis de los bordes de la persona, la dislocación de sus fijezas, la ruptura de sus categorizaciones. Al vibrar la foto, Meatyard pone a vibrar también al sujeto fotografiado. ¿Qué nos delimita?, ¿somos sólo lo que creemos que somos, lo que se nos ha dicho que somos? Y al ser un autorretrato, entonces muestra también la propia inestabilidad del fotógrafo. Nada está del todo contenido, capturado: ni la foto, ni el sujeto fotografiado, ni el fotógrafo.28 La experiencia de ver la foto, como clarificó Dubois, es la de religar un acontecimiento vivido.29 O incluso, en el fondo, un ser extinto; como ocurre a Barthes cuando halla la foto de la madre en la imagen del invernadero en casa de los abuelos.30 Sin embargo, el tiempo fotográfico no es sólo registro, no es calca, ni propiamente una repetición. En eso falla la ontología icónica de Bazin. No podemos describirlo, crudamente, como tiempo embalsamado.31 No está ante nosotros el cadáver, la momia del instante, el cuajo de acción allí petrificado, detenido en la nada. No hay presencia. Todo lo que nos queda es su efigie, su fantasma, que nos proporciona una evocación, una débil fuerza de contacto. Derrida diría que lo que nos deja la foto es sólo la marca.32 Yo prefiero plantear que aquello que la foto nos ofrece es una interpretación de ese tiempo.33 Entre la infinidad de posibilidades de aludirlo, la foto nos muestra una saga. Ante nosotros coloca una versión de tiempo.

28 Quizás su reticencia a dar cuenta de los sujetos fijos en la foto tiene algo que ver con su lectura ávida y su interés por el mundo zen, la cuestión de la ilusión del sí mismo y el reconocimiento de que nuestro yo es una construcción. De igual manera, en otra dirección (pero sin desconexión), la estrecha relación que para Meatyard tenían la música y la fotografía se despliega en la fluidez de la imagen, en su juego libre, como ocurre con el jazz que fue también su pasión.

29 Véase Philippe Dubois, El acto fotográfico: De la representación a la recepción, trad. Víctor Goldstein, México, Paidós, 2013.

30 Roland Barthes, La chambre claire. Note sur le photographie, París, Gallimard / Seuil / Cahiers du cinéma, 1980.

31 André Bazin, ¿Qué es el cine?, trad. José Luis López Muñoz, Madrid, Rialp, 2018.

32 Jacques Derrida, “Nous avons voué notre vie à des signes”, en Aletheia, volumen colectivo, Burdeos, William Blake & Co Éditeurs, 1996.

33 La interpretación no es la cosa. La busca, pero no constituye su presentificación. Por eso entender la foto como interpretación del tiempo da cuenta de que el tiempo mostrado en ella no es más que interpretación de un tiempo que ya no está.

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La interpretación fotográfica del tiempo

Sin que sea exhaustivo, quiero reparar en cinco sentidos en los que la fotografía es una interpretación del tiempo:

La fotografía es interpretación del tiempo para la mirada . Toda fotografía proviene de una mirada en el tiempo que se dispone para ser mirada por otro tiempo. La interpretación visual del tiempo que la fotografía realiza tiene la forma de un diálogo. Por tanto, podemos hablar de una interpretación dialógica que radica en un acto de confluencia entre foto-texto y mirada-fruición, como adelantaba en la primera sección de este capítulo. La fruición es el proceso de ver la imagen fotográfica (la foto-texto): experiencia emotiva, degustativa, intelectual. Ver una foto es una experiencia de los sentidos, una experiencia cognitiva —en ella algo se conoce o reconoce— y es una experiencia emocional. La fotografía está en el diálogo que con ella establece quien la ve (aunque quien vea la imagen sea quien la ha producido).34 Se trata de un diálogo visual entre la imagen de la foto, y la imagen recibida por quien la ve. En ese circuito todo comienza como una mirada y todo regresa a una mirada.

Esta imagen de Francisco Mata permite reparar en la riqueza del diálogo de mirada que la fotografía entraña. El danzante identifica su imagen a través del espejo y ve el reflejo de su mirada cuando mira la máscara. Quien mira es mirado. En la mirada de la máscara conviven dos miradas: una congelada, pintada sobre la madera con los rasgos de la iconografía de la tradición de las danzas de conquista; la otra es la que está viva y dislocada en dos partes, en la mirada reflejada en el espejo que la máscara lleva en su corona, y en la mirada escondida detrás de los agujeros invisibles de la máscara. La doble mirada viva es, simultáneamente, expuesta y oculta.

34 Hay cierta parentela entre el proceso de ver una foto de sí mismo y ver una foto tomada por sí mismo. Hay cierta identidad entre lo fotografiado y quien la ve. La disyunción se da, por su puesto, en la cuestión de la experiencia de generarla. Pero, por otro lado, la discontinuidad entre la foto de sí tomada por otro se repite, en otro sentido, en la foto de sí tomada por sí mismo: el que está en la foto y el que la ve son de alguna forma distintos. Esta experiencia suele implicar cierta extrañeza: algo de nosotros que no reconocemos en nuestra imagen, incluso, aunque se trate de imágenes recientes. La foto permite, en algún sentido, vivir la condición de ser uno mismo y ser otro.

La foto de Francisco Mata es una lectura de las relaciones de la mirada entre conquistadores y conquistados, desde la tradición de las representaciones lúdicas y simbólicas de la conquista, hasta su actualización urbana contemporánea. Pero también puede ser leída como una reflexión hermenéutica y estética de las relaciones de mirada que toda fotografía pone en juego. La mirada de la máscara puede verse como metáfora de la textualización de la mirada del fotógrafo en su imagen: ese proceso en que la mirada del fotógrafo, concreta, empírica, perteneciente a un contexto y una situación se vuelve un texto, se hace fotografía. Su mirada vital está simbolizada en el reflejo borroso de la mirada del danzante en el espejo circular. Borrosa porque esa mirada cárnica está ya desliéndose en la imagen, está dejando de ser mirada-en-vida para ser mirada-en-texto. El tramo que va de la mirada-espejo en la corona de la máscara, a la mirada-pintada en la máscara es el proceso de transfiguración de la mirada del fotógrafo a la mirada de la fotografía. Pero la foto incluye también la metáfora de la vía de regreso: nuestra mirada, que oscila entre el rostro reflejado en el espejo y los ojos de la máscara, está a la espera de una mirada que, detrás de esos ojos, pueda vernos. La fuerza mítica que se halla en la mirada de la máscara es también un movimiento que permite sacar la foto del puro juego de representación de la mirada, y señalar esa suerte de revivificación de la mirada del fotógrafo, que se produce en nuestra mirada cuando vemos su foto. Ver una foto es poner en sí mismo la mirada que el fotógrafo tuvo al tomar la foto.

Decía que las danzas de conquista dan cuenta de la contienda entre conquistados y conquistadores, pero esta foto nos dice también que quien se ve en el espejo es probablemente quien se pondrá la máscara para bailar. Se trata de una máscara propia de la danza de los santiagueros: la barba rubia, el rostro de lisa blancura y los ojos nazarenos. Pero el rostro español arquetípico tiene, sin embargo, un reverso, un otro que lo habita: el rostro mestizo que oculta y que le subyace en todo ritual.

La fotografía, de alguna manera, está anticipada en la mirada del fotógrafo. Así, el tiempo fotográfico interpretado en la imagen es el que está anticipado por el campo de mirada de su fotógrafo. En cierto sentido, hay fotografías que parecen imposibles en los ojos de ciertos fotógrafos, mientras que algunas imágenes parecen ser posibles sólo a través de la mirada y la técnica de ciertos fotógrafos. Mirada-posibilidad-fotografía. Sin embargo,

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la interpretación fotográfica no se agota en la anticipación de la mirada del fotógrafo.

En el capítulo anterior señalaba, respecto a Sontag, que la fotografía no es puro azar. Ahora tengo que decir que tampoco es pura anticipación. La anticipación consiste en preferir ciertos lugares, ciertos personajes y momentos de la luz, indagar en determinados rituales individuales o sociales, elegir ciertas condiciones técnicas en sus equipos y procedimientos; pero también está, por su puesto, la inquietud de lo inesperado. Lo incierto es un campo que abre la fotografía en dos regiones: ya indiqué la primera, se trata del instante que obliga a obturar de forma insospechada, la segunda región es la fruición de la fotografía. La relectura que el espectador hará de ella es una región ignota. En términos históricos, sociológicos o antropológicos, podríamos prever ciertos rasgos o inclinaciones de lectura, pero en el fondo es algo que se escapa. Diálogo de miradas: el tiempo se hace imagen en la mirada empírica del fotógrafo que la produce. Esa mirada-texto se vuelve nuevamente mirada empírica en los ojos de su espectador que subsume, en su tiempo de fruición, el tiempo de la fotografía. Da curso a un acto de tiempo que allí estaba en el filo. Esa mirada que la imagen ahora despierta y anima es también, al ser vista, zona de incertidumbre, evocaciones, vínculos, valoraciones y sentimientos, de razones que el fotógrafo no puede calcular ni controlar.

La fotografía como reinterpretación narrativa. El acontecimiento, para nuestra condición humana, resulta aprehendido en una trama narrativa. Una suerte de fatalidad narracional constituye nuestra experiencia del tiempo. Ricoeur ha mostrado que, con la narración, logramos dar sentido al devenir inaprehensible del tiempo (aquello que San Agustín, en una prosa conocida, declaraba comprensible si no intentaba comprenderlo, pero incomprensible si intentaba hacerlo); 35 el tiempo se narra y la narración es tiempo. Pero no sólo ello, incluso la cuestión de la tentativa de la unidad de sí mismo es, para MacIntyre, una cuestión fundamentalmente narrativa: el self es la narración articulada de la multiplicidad de experiencias y acon-

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35 Paul Ricoeur, Tiempo y narración. Vol. I: Configuración del tiempo en el relato histórico, trad. Agustín Neira, México, Siglo XXI, 2004. Francisco Mata Rosas. Tercer ojo indígena, de la serie México Tenochtitlan, La Villa, Gustavo A. Madero, Ciudad de México, 2001. Cortesía del autor

tecimientos de su devenir.36 El ser de sí mismo como relato. Pero dicho relato tiene, por una parte, múltiples fuentes: no se cuenta a una sola voz, otros (los padres, los otros significativos para nosotros, quizás ciertos referentes sociales, ciertas instituciones) parecen tener algo que decir sobre lo que devenimos. Mientras que, por otra parte, es un relato que presenta inconsistencias, tiene zonas en silencio, relaciones ambiguas, veneros diegéticos que se ramifican; la complejidad narrativa que somos.

Para Ricoeur la identidad narrativa (aquella que teje sobre sí un sujeto que enlaza, a través de múltiples sentidos, los distintos acontecimientos vividos) implica el cambio y la transfiguración.37 Dicha coherencia es la articulación entre lo que llama mismidad, es decir, aquel que es idéntico a sí mismo, e ipseidad, aquel que deviene a través del tiempo. La identidad narrativa es, así, el puente entre las identidades constituyentes del ser humano: aquella que permanece (la mismidad) y aquella que varía (la ipseidad). Pero tal ipseidad incluye, desde su propio fundamento, una alteridad dada en dos movimientos: el que se da del sí a lo otro distinto del sí, y que radica en el reconocimiento del otro como un semejante a mí: “[…] el otro no está condenado a ser un extraño, sino que puede convertirse en mi semejante, a saber, alguien que, como yo, dice yo”.38 Y el movimiento que se da del otro hacia mí, que muestra la imprescindibilidad del otro. El otro me conmina más allá de mí mismo o, en otros términos, ser conminado es el momento de alteridad de la conciencia. ¿En qué radica esa conminación? Es un llamado a las elecciones que implican vivir-con el otro.

De cualquier manera, el tiempo es siempre interpretado. El tiempo vivido o la vida-tiempo que somos está narrado, significado. En el fondo esta semiosis-tiempo proviene de la convergencia ontológica de ser tiempo y ser lenguaje. Nuestra condición témpica no es experiencia desnuda, inenarrable, es significación explorada, convocada en ella. El tiempo acaece en una narración: es la historia pasada a la que se accede por ser narrada; y el tiempo por venir se encuentra, de alguna forma, prenarrado. ¿Cómo opera la fotografía en todo esto? Yo diría que es una suerte de fuerza de retorno de un tiempo acaecido, como interpretación y reinterpre-

36 Veáse Alasdair MacIntyre, After Virtue, Indiana, University of Notre Dame, 1984.

37 Véase Paul Ricoeur, op. cit.

38 Paul Ricoeur, Sí mismo como otro, trad. Antonio Neira, Madrid, Siglo XXI, 1996, p. 372.

tación continuas. La foto que captura el momento lo ofrece en todas las postreras aprehensiones como reinterpretaciones de un relato que no deja de modificarse, pero que también permanece. La reinterpretación témpica que la fotografía realiza constituye una forma de narrativa que, en el sentido ricoeurtiano apenas mencionado, es mismidad e ipseidad: el relato que permanece, el relato que cambia.

No es que el tiempo sólo se narre al ser fotografiado, las personas vivimos en un tiempo narrativo: el tiempo construido histórica y socialmente. Un tiempo complejo narrado por instituciones y ciencias, por sistemas de calendarización y usos horarios, un tiempo de ceremonias culturales y ciclos políticos. El tiempo ya está interpretado en la égida social, clánica o individual. La fotografía, en ese sentido, contribuye a la continuación de la narrativa o da ocasión para reinterpretarla. Sobre el tiempo-narrado, la fotografía permite renarrar. Por ello la fotografía puede estar en el núcleo de contiendas y dilemas éticos o políticos, de encrucijadas históricas o ideológicas. Pero la reinterpretación fotográfica no es equivalente a otras reinterpretaciones del tiempo (no es equivalente a la reinterpretación de la poesía o de la crónica, aunque pueda emparentarse con ambas). Su narratividad segunda está situada sobre el suelo perceptivo que la conforma. La materia narrativa de la fotografía es su ductilidad de registro de la escena, como la percepción. Ello la dota de una pregnancia de tiempo, una contundencia de acontecimiento que ofrece a su reinterpretación una especie de impresión de justeza, de alineamiento con lo vivido. Los acontecimientos no figuran en una lejanía especulativa o abstracta, al aparecer ante nuestra percepción óptica se viven con una potencia de interioridad. Cuando vemos las fotos de un padre fallecido o de un amigo que se fue, la narración que allí está sintetizada —en ese fragmento de vida que da cuenta de una magnitud de existencia que la rebasa, pero que a la vez está en ella indizada— es una narración que nace de nuestro enlace con la foto. La narración no emerge de la foto, ni emerge de mi fondo solipsista, es ipseidad de una alteridad que la foto trae a mí y que permite que, del fondo de mí, emerja como narración de la memoria. Memoria que ya, por ello, no es sólo mía. Con ella retorna lo otro a mí (incuso cuando veo una foto de mí mismo, porque lo que retorna a mí es el que fui, mi ipseidad). La fotografía es, así, la fuerza de retorno de una narrativa que se continúa o se renarra al ser apropiada en el presente.

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La fotografía interpreta tiempos. Al igual que Barthes, Sontag ha encadenado la fotografía a la nostalgia.39 No se trata, sin embargo, de una conexión inexorable. La fotografía, aunque constitutivamente fincada en el pasado, abre un abanico de posibilidades. La sociedad dispone sus fotografías con distintos intereses y expectativas. Es parte de la condición de pluralidad fotográfica de la que hablé al inicio de este capítulo. La interpretación fotográfica del tiempo no radica solamente en construir un pasado simple, un cierre fatal, el “esto ha sido” de Barthes. Creo que ciertas fotografías convocan una ristra más vasta del tiempo.

La fotografía con la que Stanley Forman (Massachusetts, 1945) ganó el Premio Pulitzer en 1977 muestra el instante en que Joseph Rakes, un joven blanco, arremete con un asta que porta la bandera de Estados Unidos contra Ted Landsmark, un abogado y activista negro (Stanley Forman, The Soiling of Old Glory, 1977). La imagen se captura en el contexto de los conflictos de lo que se conoce como la “crisis de transporte de desagregación de Boston”, que consistió en el control judicial de las escuelas de la ciudad de Boston con el propósito de combatir la segregación a través de un sistema de transporte escolar compartido por negros y blancos, y su uso obligatorio entre zonas blancas y negras de la ciudad. La fotografía sintetiza la reacción violenta de algunos de los grupos de comunidades blancas que vieron amenazada la segregación y los privilegios racistas que esta reforzaba. La fotografía condensa no sólo los disturbios de ese día, sino todo un tiempo de violencia racial mucho más amplio, junto con el proceso de lucha por los derechos civiles que, como sabemos, se continúa hoy (esta fotografía podría ser invocada en nuestros días, como parte de la memoria histórica que se conecta con el movimiento Black Lives Matter). La fotografía pone en juego una nítida interpretación simbólica en la que vemos la bandera norteamericana apuntando hacia el cuerpo de un abogado negro que lucha por la igualdad y la democracia social del pueblo americano (valores permanentemente invocados como fundamento de la política norteamericana). En su puro intervalo, esta fotografía parece elidir tanto las acciones previas a la toma como las prosecuentes. No se ve en ella la llegada de los atacantes, ni la captura que hacen de Ted o del otro

39 Susan Sontag, Sobre la fotografía, trad. Carlos Gardini, México, Alfaguara, 2006.

hombre atrás del activista, del que sólo advertimos su pierna resistiendo a otro grupo de captores. No vemos el momento de exacerbación de los ánimos racistas, ni el instante en que Joseph Rakes toma el asta bandera y se encamina hacia Ted para agredirlo con ella, como si fuese una espada. Pero todo ese tiempo está también en la imagen. Es invisible, pero visible. La foto lo involucra, como acciones que llevan a este instante feroz y que lo impregnan de significación. Incluso el tiempo más basto que recién mencioné, el de la lucha por los derechos de las minorías raciales en Estados Unidos, ese elongado tiempo de represión y resistencia por la operación simbólica invocada, está también, de alguna forma, en la imagen. Pero también en ella está, como necesidad, la interrogación por el devenir de los acontecimientos: ¿la bandera americana golpeó el cuerpo de Ted?, ¿cuál fue el destino del abogado?, ¿se libera de sus captores o cae abatido por ellos?

El tiempo que vendrá en ese pasado, el “futuro anterior” (tal como lo referían Barthes40 y Butler41) no es una constatación. Tiene, digámoslo así, una condición híbrida de incertidumbre y de memoria. La fotografía no puede mostrar lo que ocurrirá después, es su dimensión incierta y abierta de futuro, pero en la prosecución de lo que ya está en marcha tiene, necesariamente, alguna resolución. Ese impulso de resolución es patente en la propia foto. Pero el futuro aquí es también memoria, lo ya ocurrido que puede ser memoria signada dependiendo de si la historia nos resulta familiar, o si la obra (la fotografía) reclama en nosotros, moral y experiencialmente, la necesidad de saberlo (como señalaba Schleiermacher respecto a la obra de arte: la conexión intuitiva con ella, en la medida que es genuina, obliga a un trayecto de investigación que busca comprenderla).42 Con todo esto, sabemos ahora que la fotografía no sólo da dos tiempos pasados: el presente-pasado y el futuro anterior, sino el pasado-pasado, el presente-pasado y el futuro anterior.

40 Roland Barthes, op.cit.

41 Judith Butler, op. cit.

42 Ted Landsmark no sólo sobrevivió al encuentro, sino que, después él, y con la atención pública derivada de la premiada imagen, trabajó por la creación de conciencia social sobre los problemas subyacentes a la crisis del transporte, referenciándose como voz de la lucha antirracista. Desarrolló después una significativa labor académica, cultural y social. Hoy es profesor distinguido de Política Pública y Asuntos Urbanos de la Northeastern University.

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La anónima y sobrecogedora fotografía de la bomba atómica en Nagasaki carga el sentido y la imagen de la ciudad posteriormente devastada no como una exterioridad, sino como parte de su intrínseco significado (Hiromichi Matsuda, Nagasaki explosión de la bomba atómica, 9 de agosto de 1945). Es foto no sólo del momento aciago en el que advertimos la apocalíptica explosión, la onda expansiva que crece hacia nosotros de forma amenazante, sino también de los instantes posteriores, en que todo seráfue abarcado por esa marea de muerte que mostró, como dijera Gianni Vattimo, ya no la posibilidad, sino la facticidad temible de la autodestrucción total. Esta pregnancia del futuro anterior que se advierte, aunque no se ve en la fotografía, adquiere aquí una valencia dislocadora porque entre el pasado-pasado, el futuro anterior y el presente-pasado observado en la imagen, solemos sentir una continuidad. En otras palabras: porque de alguna forma el tiempo pretérito, que en cualquier foto opera por la fuerza semiótica del futuro en ella inscrito, resulta subsumido en una ductilidad imaginaria del flujo de los tiempos que nos traería desde entonces al presente. En la generalidad fotográfica sentimos de alguna manera que ese pasado transita hasta el presente y así la coherencia témpica se conserva. Al contrario, en esta foto (y las que alcanzan su condición), algo de ello entra en crisis, porque lo que la foto muestra es justamente el rompimiento del mundo que aquí se advierte y su imposibilidad de continuar hasta el presente.

Las instalaciones fabriles, la calle, el coche estacionado y las personas que conversan de perfil a la hecatombe se oponen claramente a la hiperbólica explosión que se expande destruyéndolo todo, como el remolino de la nada. El momentum es singular, extraordinario, porque en él se aprecian en realidad dos tiempos: el de lo ordinario, el de la vida común aún en su transcurrir, y el del cataclismo. En ella vemos la imperiosa potencia de la destrucción que se acerca y lo arrasa todo. Dislocación de la vida, dislocación del tiempo aquí patentizado en la imagen.43 La fotografía puede, 43 La fotografía fue tomada desde la ciudad de Kokura, a muy corta distancia de Nagasaki. La expresión japonesa “suerte de Kokura” se refiere a que, en realidad, el destino de la bomba atómica no sería Nagasaki, sino Kokura, considerado por los estadunidenses objetivo más relevante por sus fábricas militares y sus arsenales. Los bombarderos B-29 se dirigían el 9 de agosto hacia Kokura, pero el objetivo no era visible porque la ciudad estaba cubierta de negras nubes producidas, presumiblemente, por el humo que los bombardeos dejaron, desde el día anterior, en la ciudad

entonces, dar cuenta de ese otro tiempo, un tiempo cataclísmico, de ruptura total, de la nada.

Esta fotografía de Francisco Mata dispone, en su prístina riqueza, un tiempo otro, además de la triada témpica anidada en el pasado que vengo señalando. La imagen tiene la capacidad de leer rasgos del imaginario de un mundo social que, en la peculiar fusión de las creencias prehispánicas y cristianas que la dualidad figurativa de la imagen presenta, despliega un tiempo no ordinario. Es el trabajo de la espléndida fotografía que, en una sutil sincronización cultural, muestra que aquí están el tiempo ordinario y el tiempo extraordinario de lo sagrado. Las miradas de la mujer (probablemente una danzante de la tradición azteca) y del santo niño (un Santiaguito con plumas de avestruz) evocan una dimensión sagrada que, más el encuadre, sincroniza con el cielo luminoso y abierto

vecina de Yawata. Las órdenes demandaban lanzar las bombas sólo después de localizar visualmente el objetivo, con el fin de maximixar el rendimiento destructivo. En ese momento el mayor Charles Sweeney, al mando del Bockscar, decidió lanzar la bomba sobre Nagasaki. La fotografía puede verse en https://minimuseum.com/notes/nothing-would-ever-be-the-same.html [Última recuperación: enero de 2021].

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Francisco Mata Rosas. Concherito, de la serie México Tenochtitlan, Santiago Tlatelolco, Cuauhtémoc, Ciudad de México, 1998. Cortesía del autor

que los hace casi hierofanía. La fotografía puede dar cuenta, entonces, de un tiempo sagrado o mítico.

El futuro anterior, que ya es pasado, tiene algo de peculiar en una de las imágenes de pescadores del fotógrafo colombiano Leo Matiz (Aracataca, 1917 – Bogotá, 1998). En ella no sólo apreciamos la red como plumaje marino extendido, como magnífico pavoneo del pescador-ave, sino que también está presente, aunque invisible, la caída de la red sobre el agua y la captura del tesoro de peces en función de la que se da este poético espectáculo (Pavo real del mar, 1939).44 Algo hay en el movimiento del pescador que no sólo nos lleva a la reminiscencia del ave que abre su abanico, sino que también nos recuerda el paso de la cumbia o del bullerengue de la costa colombiana; algo que, como en toda foto de danza, guarda en sí la continuidad del movimiento, la cadencia, el ritmo, que sólo es posible en el entrelazamiento de imágenes y tiempos, en el presente de un movimiento que ya espera el siguiente paso. El tiempo en su despliegue rítmico. Así, la foto es capaz de dar cuenta de un tiempo rítmico, un tiempo que retorna regularmente.

La fotografía como incertidumbre del presente. Hay un campo de fotografías, en la irreductible heteróclisis de la imagen, que se resiste a la inexorabilidad del pasado fotográfico. Aunque constitutivamente la fotografía preserva una marca del pasado, semiótica y fenomenológicamente puede poner en juego un énfasis de presente. En ella la prestancia de una suerte de presente, de estar-aquí, alcanza gran fuerza. Una de las fotografías de Luigi Bussolati (Parma, 1963) exhibe un caracol desde su cúspide, en una alta abstracción contextual.45 La neutralización está fundamentalmente dada por una iluminación blanca y brillante que viene, principalmente, de la base sobre la cual está el caracol.46 Pero la base misma es invisible, sólo tenemos una luminosa blancura que permite apreciar la magnifica textura anillada y

44 La fotografía puede verse en https://www.babab.com/2013/09/07/leo-matiz-el-documentalistavisual-de-america-latina/#jp-carousel-4969 [Última recuperación: enero de 2021].

45 Luigi Bussolati. Sin nombre, 20, de la serie Mandala, 2013.

46 La célebre serie fotográfica In the American West (1979-1984) de Richard Avedon (Nueva York, 1923 –San Antonio, 2004) utilizó la misma técnica de descontextualización con fondo blanco, pero en ella no son objetos lo que se neutraliza, sino a las personas que constituyen esa suerte de galería, que logra romper el mito del “Oeste Americano”.

estriada de su espiral ascendente. En esta imagen no está patente la tensión de un futuro anterior, ni la del pasado-pasado. La estética fotográfica parece darnos un tiempo absoluto, una especie de ahora sin otro compromiso. Sin embargo, la densidad de tiempos no es inexistente. La foto nos dice, también, que el caracol estuvo ante la cámara y, por otra parte, que ese acontecer (la concha del molusco ante el objetivo en un set de montaje) se ha disuelto. Con ello, de alguna forma podemos advertir también, gracias a la fotografía, la cuestión clave de la fragilidad del presente, justo en una imagen que tiende a un presente absoluto. Al verla está lo figurado (el caracol, en este caso) y su vacío (sabemos que ya no está). No se estabiliza o fija en el presente-pasado, porque está asediado por su pasado anterior (bien sea el devenir del propio molusco o el trabajo de montaje fotográfico) y porque dejará de ser en su futuro anterior.

En La viuda de Kosovo (6 de noviembre de 1998), la fotógrafa Dayna Smith (Dakota del Norte, 1962) encuadra el momento en que una joven mujer, derruida emocionalmente, es consolada por un grupo de personas (familiares y vecinos) durante el funeral de su esposo. El abatimiento de Ajmane Aliu, con la mirada y el ánimo perdidos, el ambiente lluvioso de la imagen, las expresiones de tristeza, ira y dolor de quienes la rodean en ese paraje de Izbica en Kosovo establecen, con mucha fuerza, el momento. En términos de lo que Erwin Panofsky llamaba “la significación expresiva”, esta imagen tiene una compacta unidad emocional: la viuda, quienes la rodean, el ambiente, el paraje, todo ello parece conectarse en un sentimiento de desazón y congoja. Por otra parte, la cercanía de la toma, así como su altura, justo al nivel de la doliente, nos coloca a los espectadores en relación directa e íntima no sólo con la escena, sino con la propia Ajmane, ante la cual no tenemos elusión posible. El momento presente con toda su potencia fotográfica. Podríamos no saber que Ilmi Aliu, su esposo, había sido asesinado la noche anterior mientras participaba en una patrulla del Ejército de Liberación de Kosovo; pero no es posible leer ese momento sin que la propia imagen nos obligue a suponer que la mujer vive una tragedia producida antes del instante fotográfico. En ese presente está el pasado; sin él, no tiene sentido. El presente lleva activa la fuerza del pasado, sin la cual no tendríamos experiencia del tiempo. O quizás, de una forma más exacta, no seríamos tiempo. De alguna manera la fotografía (no sólo ésta) logra visibilizar esa potencia del pasado en el presente, y con

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ello mostrarnos la manera en que el tiempo que somos va emergiendo de nuestra actividad de existir en un mundo conectado con otros en complejas relaciones y escalas. El tiempo no como cosa, sino como la dinámica misma de la existencia (Ek-sistencia en el sentido de Heidegger) que somos. Por otra parte, quien ve la foto está siempre en una condición fenomenológica posterior a la experiencia de la primera imagen. Nunca vemos una imagen de cero. En nuestra proximidad con una fotografía en el periódico, con una imagen en un blog, con un documental en nuestro celular, está la experiencia de haber visto otras imágenes y otras fotos. Tanto semiótica como existencialmente, la imagen de ahora está en buena manera situada en una complejidad de imágenes que han definido nuestra mirada. Como sabemos, históricamente hay una mirada matriz compartida y anterior, como una suerte de a priori visual (social e históricamente producido) que asiste nuestra experiencia. Pero no sólo ello, también parte de la apreciación futura, por todas estas razones, está ya trazándose. No en el sentido de una pre-determinación totalizadora o un destino, sino de una suerte de pre-visión —en el sentido hermenéutico— que orienta las experiencias que vendrán. Estéticamente, la mirada individual y social deviene en la tensión entre las articulaciones y límites, que la mirada matriz establece, y las potencias de heurisis, transfiguración y singularidad de la experiencia. La experiencia de ver nunca está totalmente sometida a la mirada matriz,47 pero tampoco es libre de ella. Puede, como veremos en el siguiente capítulo, confrontar los encuadramientos de dicha mirada matriz, y proponer otras formas de mirar. La fotografía nos permite entender, especialmente en esa experiencia de ver una foto en distintos momentos de nuestra vida, que el pasado propugna por una continuidad y persistencia de memoria, pero que está atravesado por fuerzas de relectura irreductibles. Ese pretérito no está tampoco sellado, se redefine en la mirada que en este momento dirijo, se interpreta, quizás con un nuevo acento, en nuevas posibilidades de narración. Justo porque esa narración es siempre frágil y parcial: abierta.

Finalmente, una hermeneusis nos muestra que la problematización icónica que la fotografía hace del tiempo señala las múltiples interferen -

47 A los patrones del ver, a los encuadramientos en el sentido de Butler en Marcos de guerra: Las vidas lloradas, trad. Bernardo Moreno Carrillo, México, Paidós, 2010.

cias de los tiempos y su no definitividad. Derrida, a propósito de Husserl, mostraba que el presente absoluto es deconstruido al reconocer que no hay presente sin retención del pasado, y que dicho pasado se configura en su protensión de futuro. Al igual que la conciencia no está totalmente presente para sí misma, el presente no está plenamente presente. Así, la fotografía da cuenta de que el pasado no es sólo pasado, como no lo son el presente ni el futuro.

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LA ESTÉTICA DE RETORNO

Una estética de la mirada no sólo busca la comprensión de las formas en que la mirada matriz establece los límites de lo visible en un mundo histórico y la manera en que se organizan y gobiernan las formas del ver, sino que también procura clarificar los procesos y espacios de tensión y liberación cuando lo invisible entra en el campo visual, lo imposible se hace posible y lo inadmisible se despliega. La tensión entre la mirada como imposición de la visibilidad y la mirada como fuerza de emancipación. Si podemos identificar una matriz de mirada que establece los campos de lo visible y sus sujetos, también es posible advertir sus reticencias. Hay miradas que irrumpen, que desbordan, que infringen o dislocan esa mirada. Es posible advertir las contramiradas. La mirada está siempre en disputa, lo social es el espacio doble de conflictos y alianzas de la mirada; de luchas y comunicaciones en torno a la posibilidad y las maneras de mirar. Por ello no es posible pensar una estética de la mirada sin reconocer la dinamicidad, la conflictividad, la transfiguración y las rupturas que históricamente advienen a la mirada.

Estética es entendida aquí no en su sentido restringido de prácticas o pensamiento de lo artístico, sino del campo de la sensibilidad y sus experiencias en la cultura. En el sentido en que, por ejemplo, Aby Warburg1 se resiste al esteticismo y el historicismo y considera la supervivencia, como la manera en que las emociones y los sentidos del pasado, los símbolos y las imágenes traen, gracias a la memoria social, una herencia que regresa reconfigurada por las condiciones del contexto cultural actual.2 La estética

1 Véase Giorgio Agamben, “Aby Warburg y la ciencia sin nombre”, en La potencia del pensamiento: Ensayos y conferencias, trad. Flavia Acosta y E. Castro, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2007, pp. 157-187.

2 No en el contexto de una suerte de culto a los ideales históricos o intemporales, en su sentido platónico, dado, por ejemplo, en el culto a los héroes, a la belleza etérea o al genio, que lee el pasado en el presente, interpretado como afloraciones en personas o individuos, sino como “fuerzas sociales formativas”, energías, podemos decir, de la cultura.

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como interrogación sobre la sensibilidad abarca el horizonte de la cultura. Es entonces un problema social, psicológico, político, antropológico. Por eso el abordaje de la imagen en Warburg se expande a todo tipo de iconografías y no se restringe sólo a las artísticas. O, también, en el sentido en que Jacques Rancière apela a lo sensible como territorio primario de la realidad. El mundo, para nosotros, es un campo de sensibilidad (con la reminiscencia kantiana del mundo como fenoménica), en tanto todas y todos estamos, en primer lugar, en el mundo de la vida.3 La estética de la mirada procura clarificar ese sentido amplio en el que la mirada constituye campos transversales de sensibilidad y, a la vez, es producida por ellos. Parto aquí de la comprensión de la mirada como articulación de la sensibilidad, la técnica y la política. Bien mirados, todos estos ejes se subsumen. Las técnicas de la mirada organizan la sensibilidad del campo de lo visible y sus bordes. En la sociedad contemporánea, más que en ninguna otra, el poder se despliega como técnica y la técnica es generadora de poder. Finalmente, el poder es asunto de establecimiento y disputa de lo sensible. O de regreso, la sensibilidad tiene la capacidad de redefinir los campos de lo político (como argumenta Rancière). La eliminación de uno de estos ejes impediría comprender cabalmente la cuestión de la mirada. La fotografía nos confronta, por ejemplo, con la cuestión de si en su técnica están inscritos los procesos de acotamiento, recorte y encuadramiento de la mirada, en el sentido en que Michel Foucault o Giorgio Agamben enfatizan la visión de la técnica como dispositivo, es decir, como confluencia de discurso y poder para la vigilancia, el control y la imposición identitaria (tal como aparece, por ejemplo, en el análisis de la fotografía en Sontag o Butler respecto a Abu Ghraib). Pero es posible que, en el trabajo de fotógrafos y fotógrafas como los que abordaré en este capítulo, la técnica pueda ser leída como potencia para la apertura a una nueva sensibilidad; como reconocimiento del dolor de un cuerpo que no es ajeno al nuestro, y como necesidad de retorno de lo que ha sido expulsado o sojuzgado. Es preciso, entonces, alcanzar una claridad teórica que reconozca en

3 Por ello Rancière puede partir, no de las estructuras de diferenciación, segregación y reparto con que está distribuida esa sensibilidad, sino de la condición de igualdad originaria de la condición de ser en el mundo sensible. Veáse Jacques Rancière, El reparto de lo sensible: Estética y política, trad. de Cristóbal Durán, Helga Peralta, Camilo Rossel, Iván Trujillo y Francisco de Undurraga, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2014.

la técnica su capacidad de emplazar nuevas sensibilidades emergentes de la confluencia comunitaria, que hallan así su “superficie de inscripción” simbólica y que harían posible el mundo común de la experiencia,4 pero que, no por ello, desconozca la fuerza y la práctica de encuadramiento que el poder realiza sobre la mirada. Las técnicas de la visión son productoras de formas de ver, en tanto establecen las tramas de encuadramiento, reticulación, delimitación y sujeción,5 pero también disponen una tela comunitaria sin la cual no habría mundo común, no habría intersección de la percepción, ni habría materia disponible para un nuevo ejercicio de rearticulación de la mirada, en el sentido en que Walter Benjamin clarifica que un determinado aparato (la fotografía, el cine) hacen posible la emergencia de un nuevo sensorium. 6 Agamben define el dispositivo como “cualquier cosa que de algún modo tenga la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones, y los discursos de los seres vivientes”.7 Los dispositivos ponen en juego procesos de subjetivación que, finalmente, generan su propio sujeto. Es decir, el dispositivo no sólo da al sujeto la posibilidad de realizar ciertas acciones para actuar sobre el estado de cosas del mundo (un smartphone, los reglamentos, la televisión, la cultura de los fans, la cámara fotográfica), sino que también participa en la configuración de dicha subjetividad. Según Agamben, el capitalismo contemporáneo ha plagado la vida de dispositivos, de tal manera que las antiguas formas de subjetividad, más definidas y fuertes, han cambiado por figuras múltiplemente capturadas, fantasmagóricas y débiles. La docilidad, la división y la fragmentación, que la proliferación de dispositivos actuales pone en juego, producen, ya no procesos de subjetivación, sino de desubjetivación (la multiplicación de sistemas de subjetivación termina por dispersar y generar la experiencia de no saber quién se es o de no ser nada). La vida actual desplegada en una miríada de dispositivos que

4 Veáse Jean-Louis Déotte, ¿Qué es un aparato estético?: Benjamin, Lyotard, Rancière, trad. Francisca Salas Aguayo, Santiago de Chile, Metales Pesados, 2012.

5 Veáse Judith Butler, Marcos de guerra: Las vidas lloradas, trad. Bernardo Moreno Carrillo, México, Paidós, 2010 y Jonathan Crary, Las técnicas del observador: Visión y modernidad en el siglo XIX, trad. Fernando López García, Murcia, CENDEAC, 2008.

6 Veáse Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, trad. Andrés E. Weikert, México, Ítaca, 2003.

7 Giorgio Agamben, op. cit., p. 23.

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no fijan en nada, sino que disuelven al sujeto en un consumo hedonista y disgregador. Ante ello, como es usual, Agamben apela a una honda exploración arqueológica que lo lleva a la contraposición entre los dispositivos de sacrificio y profanación. En el campo teológico el sacrificio permite el paso del mundo profano al sagrado, constituye el principio de tránsito de lo mundano a lo numinoso. En consecuencia, la profanación constituye su dispositivo contrario, el contradispositivo, que entonces permitiría la recuperación de aquello que en la vida ha sido sustraído para mandarlo a otro mundo. Lo que el capitalismo hace es justamente la operación del sacrificio: nos separa de las posibilidades de definición de nuestra propia subjetividad, nos lleva en una lógica de desarcimiento en la que nos dislocamos en la multiplicidad de capturas que de nosotros se hacen. Los dispositivos de profanación, al contrario, rompen con esta captura disgregante, desmontan los sistemas de sujeción y descreen de toda la urdimbre.

No sé si el diagnóstico de desidentificación que realiza Agamben es del todo certero y si tiene el nivel de totalización que le confiere, pero creo que algunas de las metáforas que pone en juego son útiles para pensar la fotografía, en el sentido que quiero imprimir aquí. No me parece que un dispositivo se articule necesariamente en una sola dirección, o, en otros términos, que no sea posible reconfigurar, resignificar o reorientar los dispositivos. La fotografía puede verse como un dispositivo de captura y sacrificio, pero también puede disponerse en la lógica de la profanación del poder. La fotografía como profanación de las grandes urdimbres de dispositivos que el capitalismo o el fascismo despliegan en el mundo, al tener como elemento sustantivo una forma distinta de narrar el cuerpo del otro y su relación con el mío, en el sentido que plantearé en lo que viene. La mirada no sólo es el punto en el que se reúnen la técnica y las leyes de lo simbólico, sino también el lugar en el que se articulan la imaginación, el acceso a la otredad y el cuerpo. Regreso a la cuestión de la mirada como asunto del cuerpo: el cuerpo en su mirada y la mirada en el cuerpo. La mirada como forma a través de la cual los cuerpos se comunican, en cualquiera de sus condiciones, incluso las más insospechadas e imposibles. Las fotografías no son en realidad objetos, sino actos.8 La fotografía

8 Diego Lizarazo, La fruición fílmica: Estética y semiótica de la interpretación cinematográfica, México, UAM, 2004.

es una acción social, un performance que dispone alianzas y diferendos. Carga tanto la memoria, como los impulsos del devenir. Las fotografías son pulsiones y potencias creadoras, pero también sistemas de sujeción y de oclusión.

En el capítulo anterior, a propósito de la fotografía de Ishi, daba cuenta del cuerpo exterminado. La fotografía que lo encuadra también es una especie de contraimagen que constituye una fuerza de visibilización en la que ese cuerpo (el último cuerpo) retorna para recordarnos que, así como su mundo y su sociedad han sido eliminados, también, de alguna forma, aquí persisten y se muestran. La misma técnica de visión que lo ordena en el marco de la postal antropológica es también una entrada de su supervivencia, de su persistencia diciente, tanto del mundo que fue, como de la necesidad de recordar que ese exterminio ocurrió. La fotografía como una mirada que opera el retorno de cuerpos que han sido eliminados. El camino recorrido así, a contrapelo de las fuerzas dominantes de la imagen, es el que abre, por la fuerza de alteridad que cierta fotografía despliega, el proceso que va del último vestigio al cuerpo que falta y al cuerpo que retorna. El cuerpo que falta

En su serie La casa que sangra (2013), el fotógrafo mexicano Yael Martínez (Taxco, 1984) aborda el colapso humano y social producido por la violencia en el Estado de Guerrero. No una violencia lejana o visitada profesionalmente, sino una violencia vivida desde el corazón de su propia casa. Con su obra fotográfica da cuenta de la falta del cuerpo de una persona amada. La serie devela la tragedia que sobreviene a su familia con la desaparición de Ignacio y David, y el asesinato de Beto, todos hermanos de su esposa. Esta serie se realiza en un momento de profundo dolor y desgarramiento del tejido familiar, del ánimo y de la vida. La fotografía como forma de encarar lo indecible y a la vez como forma de buscar, de algún modo, significarlo.

En el pasado capítulo señalé que la fotografía permite hacer una nueva narración sobre los acontecimientos que la persona, la comunidad o la cultura narran y que, con la imagen, potencian una nueva diégesis. Ahora estoy en condiciones de plantear una cuestión más. A veces, la

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fotografía permite narrar (desde algún punto) lo que era inenarrable. Como veremos con las fotografías que Martínez toma de su familia después de los acontecimientos aciagos, se tiene la impresión de que dan curso a una historia atorada en el cuerpo y los sentimientos de las personas que deambulan por esa casa llena de sufrimiento. Las fotografías de Yael Martínez en La casa que sangra comenzaron con la visibilización de un drama particular, el de una familia de Guerrero que sufrió, en 2013, la desaparición de dos jóvenes en Iguala, pero pronto quedó claro que tenían una conexión con la dislocación que otras familias cercanas vivían. En particular, porque en el mismo municipio, un año después, sucedió la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa. Su fotografía se extendió, de esa forma, a otros circuitos. Su mirada se hizo la mirada de otras familias que, al ver sus imágenes, se vieron a sí mismas en su drama.

La imagen que da título a la serie La casa que sangra muestra una figura triple: en el centro, el propio fotógrafo juega con su hija lanzándola hacia un techo roto, con algunas tablas reventadas y placas de adobe desgranado. Las miradas del padre y la niña están trenzadas tanto en la concentración del juego de equilibrios como en el momento lúdico y de amor compartido. Pero sobre la pared izquierda, a la luz de la lectura de la propia familia de Yael Martínez, aparece un ahorcado. La sombra muestra un cuerpo en contrapartida del cuerpo de amor sustentado en el vértigo del vuelo de la niña y la destreza del padre para recibirla. Dos cuerpos diversos: el del amor presente y en juego, y el cuerpo-sombra del ahorcado como señal trágica.9 En la misma foto la dualidad del momento de alegría y el momento del suplicio. La hermenéutica del presagio que la familia realiza se triangula con la pared de la derecha que, como índice del nombre de la serie fotográfica, muestra una mancha colgada, a la altura de las otras dos figuras que penden del techo, que pareciera ser la huella de un cuerpo sangrante. Los cuerpos dichosos custodiados por cuerpos de dolor: sombras y sangre.

En la casa herida, las cosas adquieren la impresión de vacío y abandono, o de grave ruptura y rompimiento. El estado de ruina se va cavando

9 Beto, cuñado de Martínez, murió en la cárcel en espera de ser enjuiciado. Aunque la familia vio señales de violencia en su cuerpo, la policía dijo que se había ahorcado.

en el espacio como en esa tierra donde las losas agrietadas se sumergen (quizás como trozos enterrados de la vida). El poeta peruano José Watanabe dice:

[…] yo mismo vivo inmensamente pegado a mi casa, tanto que a veces las paredes tienen manchas de mi sangre o mi grasa. Sí, mi casa es biológica. En el aire hay un latido suave, un pulso que con los años se ha concertado con el mío.10

Entre la casa y el cuerpo hay continuidades: en algún punto nuestras casas, en tanto que son realmente apropiadas, devienen extensiones de nuestro cuerpo. La alta ductilidad con que nos movemos en ella, en una lógica de dominios espaciales y conocimientos es, en un fuerte sentido,

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José Watanabe, Cosas del cuerpo, El Caballo Rojo, Lima, 1999. © Yael Martínez/Magnum Photos. De la serie La casa que sangra, 2013. Cortesía del autor

análoga al control que tenemos de nuestro propio cuerpo. Incluso nuestra casa tiene zonas fallidas, lugares atrofiados o rotos, como ocurre con nosotros en la enfermedad, la vejez o los accidentes. La casa está significada y vivida como espacio de realización y resolución de apremios y necesidades fundamentales: la protección, el descanso, la regeneración, la sexualidad, la compañía.11 Los lugares son más que espacios físicos y geométricos, son territorios fenoménicos organizados e impregnados por las vidas y las relaciones que en ellos se despliegan. En el espacio corren flujos sentimentales y se configuran sistemas afectivos.

En la imagen Corazón de familia, las paredes adhieren la expresión clara de un amor truncado, un signo esperanzado del regreso y un testimonio de la ansiedad y la necesidad de escribir sobre los muros lo que se siente, lo que se añora; de dar evidencia de una situación del alma: las imágenes de los ausentes forman un corazón que procura, de alguna

11 Veáse Yi-Fu Tuan, Space and Place. The Perspective of Experience, Minneapolis, University of Minnesota Press, 2001 y Gaston Bachelard, La poética del espacio, trad. Ernestina de Champourcin, Buenos Aires, FCE, 2000.

forma, exteriorizar ese grave estado de existencia. Marcar los muros, adherir imágenes en ellos, es quizás una forma atenuada o extendida del tatuaje en el cuerpo. La mayoría son fotos de identificación. Sólo una de ellas, la de mayor tamaño, es una toma de orden familiar, al parecer en la misma casa en la que están las fotos adheridas. Estas fotografías han vivido una refiguración dada por la mirada. En sus formatos de fotografías de identidad, pertenecían a la mirada del sistema: el encuadre institucional de control poblacional según un orden clasificatorio y estadístico. Pero aquí se hacen otras. Son contraimágenes de una mirada resistente que las transfigura, rompe todos los acartonamientos y la nimiedad institucional, y les da un nuevo sentido, expandido, intensificado; puedo decir, casi, que ha ocurrido una transmutación ontológica. La forma del corazón convencional de las tarjetas de felicitación y los emblemas del día del amor y la amistad está aquí radicalmente resustancializada. La fotografía de Yael muestra la superación plena de dichas codificaciones. Tanto el dolor como el amor interminable rebasan y doblegan totalmente cualquier significado convencional que pretenda cerrarlas. A diferencia de lo que Agamben pudiese pensar, el dispositivo de control ha sido aquí torcido. Este tatuaje-cuerpo-casa pro-

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© Yael Martínez/Magnum Photos. De la serie La casa que sangra, 2013. Cortesía del autor © Yael Martínez/Magnum Photos. De la serie La casa que sangra, 2013. Cortesía del autor

fana la lógica institucional y retorna la fotografía de la persona amada a su sentido afectivo crucial: reafirma la conexión con ella, incluso y especialmente aquí, cuando el paradero de esa persona es incierto.

La casa, como el cuerpo, exhibe la ausencia. Los objetos señalan que falta quien debe ocuparlos, como en la fotografía de la silla desierta que proyecta su sombra en el linde de la luz y la penumbra. El objeto, que ordinariamente no dice nada sobre la presencia, ahora dice, ruidosamente, que alguien no está. La fotografía enfatiza la vaciedad de la habitación. En la pared sólo está la sombra de una persona, pero dicha sombra está dislocada: el muro devuelve una silueta de la que no tenemos su referencia, la sombra muestra la ausencia. En la serie de Yael Martínez, como hemos visto, la sombra ocupa un lugar estético y existencial sustantivo: es un cuerpo sin cuerpo. Señala la horadación: tiene el lugar inestable que nos dice que alguien está presente, persiste en el espacio de afectos de la casa-cuerpos, pero, a la vez, está perdida, es pura añoranza y nostalgia. La horadación es una presencia que, por el deseo y el dolor, se siente a diario en esos objetos que lamen las orillas de los cuartos, en esos espacios que ocupó, en lo que fue tocado por ella (la silla vacía apretada contra la

pared). La oscuridad del fondo de la habitación en pleno día apenas deja entrar una luz solar disminuida. En la imagen se reúnen el día y la noche. Lo presente y lo que se fue. Triunfa la luz nocturna.

La casa adquiere una significación ambigua, vicaria: es el lugar de los amores con quien ya no está, pero también es el espacio de la melancolía y la pérdida. La constancia de la propia casa, su permanencia, es experiencialmente un recordatorio de la pérdida, como la fotografía muestra. Tal como señala Alicia Lindón: “el espacio redobla la duración de la violencia/ miedo. La permanencia resulta de la componente material que siempre es parte constitutiva del espacio. Esa materialidad recoge y almacena el sentido de la experiencia de la violencia/miedo”.12 Fenomenológicamente, el espacio absorbe, de alguna manera, el acto violento en él sucedido. En la desaparición, la ausencia se prolonga y se hace permanente en el espacio. La representación cultural de la casa como refugio, espacio seguro y de confort, tan propia de la modernidad, es relativa. La casa no es espa-

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12 Alicia Lindón, “Violencia/miedo, espacialidades y ciudad”, en Revista Casa del Tiempo, vol. I, época IV, núm. 4, 2008, p. 12. © Yael Martínez/Magnum Photos. Corazón de familia, de la serie La casa que sangra, 2013. Cortesía del autor © Yael Martínez/Magnum Photos. De la serie La casa que sangra, 2013. Cortesía del autor

cio seguro para muchas personas. En ella pueden experimentarse diversos tipos de violencia, desde los maltratos infantiles, los conflictos de pareja o la agresión a las mujeres hasta, como en este caso, las pérdidas y la intervención destructiva del crimen organizado, grupos paramilitares o la represión de los agentes del Estado. El término “casa” se usa en todo tipo de conversaciones públicas y privadas, pero es poco analizado. Ante la topología imaginaria que la figura como espacio urbano de dos plantas en el que vive una feliz familia nuclear, hay una multiplicidad de habitaciones concretas que hacen estallar dicha representación: espacios minúsculos y hacinados en circuitos urbanos inseguros e hiperconcentrados, vecindades y terrenos de invasión en los que grupos mezclados de múltiples familias se pelean y a la vez se solidarizan por la supervivencia.

Con el concepto de “espacios de desaparición” Pamela Colombo da cuenta de las implicaciones que, sobre la experiencia social del espacio, tuvo el proceso de terrorismo de Estado vivido en Argentina de 1975 a 1983. El espacio asociado social y subjetivamente con las dinámicas de secuestro, traslado, concentración, inhumación, parcelas del espacio de las ciudades o lotes en el campo cargados con la significación emocional

y vivencial de estas operaciones de la violencia. Las casas devienen, de su lógica de operación familiar ordinaria, a “muchas más cosas que una ‘simple casa’: pareciera volverse una especie de cenotafio, un monumento funerario vacío, para un cadáver que no está, que no se tiene, pero que se espera”.13 Colombo pone una contraparte a la idea común de habitar una casa. Después del secuestro o la desaparición forzada de un miembro de la familia, las personas comienzan, más bien, a “(des)habitar” el lugar. “La casa es el espacio donde se continúa el proceso de esta muerte irresuelta y suspendida, y a la vez es el espacio donde la vida no puede hacer más que continuar, reinventarse”.14 No puede decirse entonces que la casa sólo se habite, porque en ella está la huella de la falta y la muerte inconclusa del otro, por lo que no se habita del todo; pero, a la vez, en la casa debe proseguir la vida: hacer la comida, dormir, hacer tareas, prepararse para el trabajo. Al estar habitada y no, más bien se (des)habita. Las fotografías de Yael Martínez logran, a través de las sombras de las personas, de los estados de alienación y nostalgia de los rostros, de los estados de las cosas, dar cuenta, justamente, de esta condición paradójica del (des)habitar. En otra imagen se encuentra un machete en la habitación del abuelo Digno Cruz, en Santiago Temixco, Guerrero. Muestra, por sinécdoque, la ausencia del hijo desaparecido. Theodor Adorno señaló que el arte constituye una forma sustancial de encarar la violencia del poder totalitario que no sólo destruye el cuerpo, ahoga la vida y controla la existencia; un poder que busca desaparecer incluso el recuerdo del otro, la huella de tiempo de quien estuvo en el mundo. En Los abusos de la memoria, Tzvetan Todorov analiza la persistente acción del poder para modificar o suprimir la memoria que le resulta adversa.15 Pero es en el siglo XX, particularmente, cuando el poder ya no sólo busca la eliminación de los espacios públicos que remiten a fuerzas o grupos antitéticos, que conservan imaginarios compartidos que considera amenazantes, sino que incluso, para eliminar el recuerdo, penetra en las casas de las personas, en sus territorios propios y singulares.

13 Pamela Colombo, Espacios de desaparición: Vivir e imaginar los lugares de la violencia estatal (Tucumán, 1975-1983), Buenos Aires, Miño y Dávila Editores (Justicia transicional, derechos humanos y violencia de masa), 2017, p. 27.

14 Ibíd., p. 88.

15 Tzvetan Todorov, Los abusos de la memoria, trad. Miguel Salazar, Barcelona, Paidós, 2000.

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© Yael Martínez/Magnum Photos Machete, de la serie La casa que sangra, 2013. Cortesía del autor

En El libro de la risa y el olvido, Milán Kundera relata el drama del exilio de Tamina al inicio del régimen autoritario.16 En su huida se vio obligada a dejar las cartas y diarios en los que se fijaban los recuerdos cruciales de su existencia. Poco a poco, la memoria de lo que fue termina extinguiéndose entre el olvido y el control burocrático que ahora la posee, y sobre el que ella no tiene potestad alguna. La obra no sólo plantea la manera en que el régimen encarcela, persigue, extermina y somete a los disidentes, sino especialmente su capacidad para hacer caer sobre ellos el peso del olvido en vida, al deshacer la posibilidad de ser identificados por sus amigos; la potencia para cancelar su lugar en el mundo, negar sus profesiones, sus intereses, sus logros y relaciones, para reducirlos progresivamente a una existencia nimia y vacía. La vida concreta que se silencia, a la que se le impide escribir, publicar, que pierde su trabajo, sus amigos, que se elimina progresivamente de toda referencia pública y deshace su lugar en el tiempo. La historia de Tamina es la del propio Kundera exiliado, perseguido y negado por el régimen checoslovaco. La novela, habitada tanto

16 Milán Kundera, El libro de la risa y el olvido, trad. Fernando de Valenzuela, Seix Barral, México, 1982.

por el reconocimiento de la ignominia del olvido como por la ironía de la nimiedad de quienes pretenden hacer, como contraparte de su vida, una relación novelesca, constituye, a la vez, una fuerza en el tiempo, como pensara Adorno, para encarar el silenciamiento: “La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”. Adorno realiza una observación sutil: que el poder alcanza su forma más plena como un ejercicio de violencia sobre el tiempo. El máximo sometimiento de los otros va más allá de controlar sus acciones, impedir sus deseos o someter sus cuerpos. El poder alcanza su mayor penetración cuando sojuzga el tiempo del otro, no sólo cuando lo desaparece, sino también cuando ocluye su tiempo en el mundo. El poder como borramiento, invisibilización y olvido, como negación existencial e histórica, a tal punto que ni siquiera la violencia sufrida sería recordada. Ni el presente, ni el futuro podrán visualizarlo. De lo que se trata es de colapsar su existencia al punto de imposibilitar el conocimiento, la constancia, la huella dejada por su presencia en el mundo. Esto puede ocurrir incluso cuando la víctima está viva; cuando es segregada, excluida, al punto de que pierde su capacidad de narrarse, de comprender y relatar su historia.

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© Yael Martínez/Magnum Photos. De la serie La casa que sangra, 2013. Cortesía del autor © Yael Martínez/Magnum Photos. De la serie La casa que sangra, 2013. Cortesía del autor

La memoria particular de la víctima ocluida bajo la historia del dominio que la saca del mundo. Por eso la recuperación de la memoria y la salvación del olvido constituyen una forma primordial de justicia. Pero esa restitución no encuentra su forma plena en el concepto, en la argumentación propia de la elaboración teórica, sino en las formas artísticas. El lenguaje abstracto de la filosofía o de la teoría poco tiene que decir en la vivificación de la experiencia singular, concreta de la víctima. Su rostro sólo podrá ser recordado en la visualización viva que el arte le confiere, no en la alusión abstracta, generalizada, que la teoría argumenta. Como afirma Adorno en su Teoría estética: “El sufrimiento, cuando se transforma en concepto, queda mudo y estéril: esto puede observarse en Alemania después de Hitler. En una época de horrores incomprensibles, quizá sólo el arte pueda dar satisfacción a la frase de Hegel que Brecht eligió como divisa: la verdad es concreta”.17 El arte como fuerza de reconstitución de una memoria herida por la ausencia, por la incertidumbre y el dolor. Pienso que quizás una forma adecuada de comprenderla es como la potencia del arte para activar un retorno, probablemente imposible. La fuerza para hacer visible lo que ha sido exterminado, la fuerza poética de su regreso.

Pero la fotografía de Martínez no refigura a la víctima como sugiere Adorno. Da cuenta del cuerpo del sobreviviente, en cuya nostalgia se advierte el cuerpo de la víctima. El cuerpo presente es también un cuerpo que falta. En él es visible la conexión con el cuerpo otro que le fue violentamente arrancando. La fotografía da indicios de esa conexión que llevamos con los cuerpos amados, como un sutil tejido que nos vincula. En nuestro cuerpo están los cuerpos que se nos van. La alienación de nuestro otro es un rompimiento, una mutilación en el cuerpo propio. Por eso los cuerpos quedan abatidos, cercenados de su energía y de su pasión. La violencia que succiona un cuerpo es la misma que extirpa simultáneamente parte del cuerpo del sobreviviente. La fotografía que hace Yael Martínez a su esposa Lucero, en la que es perceptible una ausencia dolorosa, lleva, de alguna manera, las marcas de los cuerpos desaparecidos de sus hermanos Ignacio y David, y el cuerpo de su hermano Beto, asesinado. El abatimiento del cuerpo de Lucero coincide con el estado del cuerpo de

17 Theodor Adorno, Teoría estética, trad. Fernando Riaza, Hyspamérica, Buenos Aires, 1984, p. 33.

Ajmane Aliu, “La viuda de Kosovo”, en la fotografía de Dayna Smith que referí en el capítulo anterior. La fotografía logra algo fundamental aquí: permite reconocer, en quienes aman, la comunidad del dolor que nos vincula. No es sólo que la fotografía muestre la fragilidad del cuerpo, como indica Butler, sino que muestra, también, eso que la propia Butler entiende como una ontología de la vulnerabilidad. Y no es sólo que nuestra vida dependa de otros, porque de ellos recibimos los cuidados y los afectos, es también porque cuando sufren un daño, cuando son enajenados, nuestro propio cuerpo también lo sufre, como infligido en él. La fotografía puede mostrar al otro en nosotros.

El trabajo del fotógrafo argentino Gustavo Germano (Chajarí, 1964) muestra, de forma enfática, la sustracción del cuerpo amado, la notable ausencia en una comunidad a la que pertenecía y de la que fue arrancado. En sus fotografías vemos diversas escenas familiares en las que el grupo aparece completo y, después, en el mismo espacio y procurando reproducir las posiciones y los gestos, el estado del grupo mutilado. La serie lleva por nombre Ausencias y remite a los más de 30 mil desaparecidos por la dictadura militar argentina entre 1976 y 1983. Da cuenta de catorce casos de desapariciones, partiendo de los álbumes familiares de pobladores de la provincia de Entre Ríos.18 Germano hace algo más que lo esperado por Adorno: da cuenta del tiempo sustraído. Los signos de la edad, de la maduración, dicen con firmeza el tiempo robado por la acción tiránica. No sólo el tiempo suprimido del otro, sino también la experiencia de vida común que ha sido eliminada a quienes sobreviven. En la fotografía que se toma con sus hermanos, 18 Gustavo Germano no sólo ha realizado esta serie, sino que se ha propuesto un plan más amplio en el que muestra las implicaciones de los procesos de desaparición en varios países de la región. Así, en 2012 realizó una serie en Brasil mostrando, igualmente, el contraste entre los grupos reunidos en el pasado, y luego la imagen actual en el que resalta la persona o las personas horadadas. Incluso ha planteado que su trabajo busca dar cuenta de las implicaciones humanas concretas de lo que fue el Plan Cóndor, coordinación represiva de las dictaduras del Cono Sur de América. Como es sabido, el Plan Cóndor o la Operación Cóndor constituyó, efectivamente, una amplia estrategia de represión política en la forma de terrorismo de Estado, consistente en la eliminación de opositores y el establecimiento violento de los regímenes militares del Cono Sur. Toda la operación fue respaldada, asesorada y asistida por Estados Unidos durante los gobiernos de Johnson, Nixon, Ford, Carter y Reagan, en el contexto de la Guerra Fría. Abarcó Argentina, Chile, Brasil, Uruguay, Bolivia y Paraguay, y en ciertos momentos Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela. Véase Henry Torres-Vásquez, “La operación cóndor y el terrorismo de estado”, en Revista Eleuthera, vol. 20, enero-junio 2019, pp. 114-134.

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Gustavo Germano. Méndez Oliva, de la serie Ausencias Argentina, 2006. Cortesía del autor Gustavo Germano. Eduardo Germano, de la serie Ausencias Argentina, 2006. Cortesía del autor

hay una adecuación adulta por retornar a las poses y las miradas de niños, con un fondo neutro, en la misma secuencia de posiciones. Sin repetir burdamente la ropa que portaban el día de la fotografía de infancia, en la imagen contemporánea llevan prendas que pueden evocarlas; todo parece repetir el momento originario, pero ahora, es evidente, falta Eduardo. Gustavo y Eduardo enmarcan la primera foto (presumiblemente son el primogénito y el benjamín), interpelando de forma muy firme nuestra mirada. Al reunirse en el díptico, el grupo nos mira y produce la compleja impresión de que dos tiempos nos observan simultáneamente, mientras que nosotros, los que vemos, estamos sometidos al salto secuencial de uno al otro. Pero la obra no sólo habla de la comparación entre los dos tiempos, no pone únicamente en juego el contraste de presencia y ausencia, porque la imagen primera ya está, también, ausente. Ausencias no sólo habla de lo que ahora está ausente, habla de lo que desde entonces ya no estaba, y de lo que ahora es falta.

En otro de los dípticos de la serie, muestra la escena de alegría de una joven pareja con su bebé que transmuta drásticamente a la de una mujer solitaria en una habitación que remite a la de la primera fotografía, interpelando, con su mirada y una grave expresión, a nuestra mirada tras la cámara. Se mantiene el tono íntimo entre una y otra imagen, la impresión de ser foto de un momento de la cotidianidad familiar. Sólo que la segunda foto marca, definitoriamente, que la mujer que sostiene la continuidad entre las dos imágenes ha perdido a su familia. El cuerpo que falta aquí es, en realidad, el cuerpo de todo su núcleo. Esta fotografía muestra la eliminación de una vida familiar que, aunque fácticamente se hubiese realizado con parientes cercanos o una familia adoptiva (no lo sabemos), no ve restituida esa amplísima riqueza de sinergias, momentos, afectos, experiencias y sentidos de la vida que fue borrada por acción del poder.19

19 Durante el llamado Proceso de Reorganización Nacional, el terrorismo de Estado en Argentina implementó la práctica de la apropiación de menores, que consistió en secuestrar y quitar la identidad de los hijos de las personas que el régimen militar capturaba y desaparecía. Algunas mujeres embarazadas que fueron detenidas estuvieron capturadas hasta el término del parto, sus hijos fueron apropiados, y luego ellas asesinadas o desaparecidas. Los bebés se entregaban después a parejas que encubrían, en su mayoría, la apropiación y los asesinatos realizados. La investigación de Eduardo Tesone muestra que el hecho de que las madres estuvieran detenidas o secuestradas ilegalmente, breve tiempo después de su parto, implicó una “huella psíquica” incluso anterior al nacimiento que llama “identificación pre-primaria”, lo que muestra la relevancia del nombre de pila y el vínculo con la

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Gustavo Germano Hermanos Amestoy, de la serie Ausencias Argentina, 2006. Cortesía del autor

La foto da muestra de las numerosas vidas vividas aquí cercenadas: la que ella no vivió con sus padres, la de la madre y sus tejidos de relaciones, la del padre y su constelación de vínculos. Todos esos tiempos-vidas desgranados. La fotografía, además de la densidad de tiempos referida en el capítulo previo, puede poner en juego, ahora lo vemos, la indicación de un tramo de vida que no está; una narrativa posible, en suspenso, que nunca se pudo narrar. Vida en el vacío. El vacío es uno de los elementos más potentes en las fotografías de Germano. La elipsis del otro, como es patente en las fotos de los Amestoy.

En el primer capítulo señalé la insistencia de Susan Sontag respecto a que las personas suelen tener dificultades para comprender el sufrimiento de los otros, incluso cuando se trata del dolor de un pariente cercano. No es el desconocimiento de las implicaciones de la enfermedad, del dolor en el cuerpo, del sufrimiento psicológico; Sontag lo considera un problema de acceso a la experiencia que en el otro sucede, dado que, naturalmente, el dolor no puede transferirse. Hay una suerte de impenetrabilidad del sujeto. Pero sabemos bien, en contraparte, que es posible avanzar en los grados de acercamiento, en los procesos de reconocimiento de las condiciones de sufrimiento de la otredad. A veces los dolores propios son un recurso que halla el ser para entender lo que el otro experimenta, a veces es un esfuerzo de la inteligencia, pero especialmente es un asunto de consentimiento resultado de la empatía y la voluntad sensible.

¿Cómo poder comprender lo que significa la desaparición forzada de una persona? Germano encuentra en la fotografía una potencia diáfana que nos permite no sólo advertir la ausencia, sino avizorar una alteridad a la cual no se le permitió vivir todo aquello que en los otros dejó años de experiencias, felicidades o dolores, amores o desengaños, planes de vida, proyectos propios, descubrimientos y recuerdos; vida en su densidad propia y existencial. La fuerza de alteridad que estas fotografías ponen en juego radica en la posibilidad de permitir a quien las ve, ubicado muy profamilia de origen. La cuestión puesta en juego es que la violencia con que se escamotea y se usurpa el origen implica una deflación del sujeto que se carga durante toda la vida. Véase Juan Eduardo Tesone, “El robo de la identidad de los niños: restitución de su identidad y el valor que adquiere la recuperación de sus nombres”, en Aesthethika. Revista Internacional de Estudio e Investigación Interdisciplinaria sobre Subjetividad, Política y Arte, vol. 10, núm. 3, septiembre de 2014, pp. 71-83.

bablemente en otro contexto y otra experiencia, no sólo entender que su propio dolor vivido es análogo al dolor del otro, sino que la vida vivida fue usurpada en el otro.

Estas fotografías, como las de Yael Martínez, no responden a la mirada matriz propia de los medios, que buscan principalmente mostrar heridas físicas, cuerpos asesinados o mutilados. Hacen algo más, especialmente difícil: dan cuenta de la herida existencial que impregna el ánimo. Quizás esto es así porque, propiamente, la operación fotográfica no es una “captura”; las cosas no se producen en la lógica de un montaje o una pose. En las imágenes de Martínez tal vez convenga mejor hablar de una suerte de “emanación”.

Creo que, de alguna manera, se puede decir que no es del todo el fotógrafo quien capta lo que ocurre, hay algo del tiempo aciago y del dolor de las personas que captura al fotógrafo y halla curso en su fotografía. La razón principal por la que estas imágenes se hallan dotadas de estas cualidades radica en que fotografía y fotografiado no son una dualidad, no se trata de la segmentación típica del encuadramiento profesional, en la que hay un objeto de captura. Hay en esas imágenes (como en las de Germano o las demás que revisaremos en lo que viene), una inmersión en el campo

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© Yael Martínez/Magnum Photos. De la seria La casa que sangra, 2013. Cortesía del autor

de las vidas que se retratan, una suerte de compromiso humano que, en realidad, es el sustento más fuerte de esto que estoy llamando fuerza de alteridad de la fotografía.

No sólo es que Yael aparezca como sujeto autofotografiado en algunas de ellas, es más bien que, al dar cuenta del dolor de quienes padecen el quiebre del mundo, da cuenta de su propio quiebre, porque hay un compromiso y una continuidad vital con lo que allí sucede. Esta es una constatación de las posibilidades de reunión entre la técnica y la sensibilidad. No de una técnica que impone una sensibilidad o de una sensiblería que usa una técnica. Un lugar, más bien, en el que sensibilidad y técnica son un continuum. Al fotografiar el dolor, transparenta su propio dolor, lo que queda no sólo como fotografía de la que emana un dolor, sino de una fotografía-herida, una fotografía-ausencia, una fotografía-desaparición. Fotografías heridas, es decir, el acto fotográfico como continuación de la propia escisión humana. Una especie de singular continuación entre vida y fotografía, que casi sólo en estas condiciones puede darse.

Don Digno Cruz pone su mano en el pecho. La camisa está trazada por tres signos: el primero es el paso del tiempo, la tela deteriorada mues-

tra los años decantados en ella, en continuidad con la rugosidad añosa de su piel; el segundo es el de la pobreza, expresada por la tela muy delgada, por el estilo de la prenda, por la forma en que se lleva en ese cuerpo, entrañable y cansado; por último, el trabajo duro , la camisa lleva las manchas, el polvo y la tierra ya impregnados con los años de ardua labor, de esfuerzo diario, implacable. Pero es especialmente en la propia piel donde estos signos, y otros, manifiestan el mundo y la persona que se encuentra ante nosotros. Las manos gruesas y expresivas tocando el corazón, el centro de la vida, del ánimo. Las arrugas, los brazos venosos y poblados con los lunares de la edad. Manos fuertes, pero ahora expuestas y manifestando una ternura que quiere llegar hasta dentro, donde están guardados los suyos, ahora inasibles. El rostro anciente, con una palabra a punto de brotar o guardada, casi reprimida. Un rostro del que sólo vemos el mentón y los labios, y que nos lleva, gracias a la cercanía, a la intimidad del encuadre y del gesto que realiza el anciano a la correspondencia, a la reciprocidad, a la necesidad de comprender y de acompañar. No vemos sus ojos, pero es una foto que nos mira, y que nos exige mirar. La fuerza de alteridad de esta fotografía recoge, con muy pocos elementos (el encuadre, la luz, el gesto), el estado y parte del ser de la persona que vemos y que, sin exigir nada, nos convoca a escucharla o, simplemente, acompañarla.

Lucero lleva el celular en la mano izquierda, la vemos a la altura de su mirada, mientras su mano derecha limpia el llanto y cubre uno de sus ojos. La mirada está en otra parte, en el lugar ignoto en el que está quien ya no está. La luz de la imagen presentifica, con claridad directa, ese instante de profunda tristeza en el que se revela, como un golpe, que los brazos, el corazón, la mente, los huesos han sido partidos con un tajo brutal. La fotografía exhibe, a la vez, la oscuridad que la rodea; el estado en que ella queda allí, envuelta por la ausencia, por la nada. La foto permite advertir que, en su cuerpo, está contenida toda la historia, la carga de esa ausencia. Ella lleva, en este instante, la violencia del Estado que declaró y ejecutó la guerra contra el narco en México en 2006; ella carga la muerte de su hermano por esos desconocidos; ella carga la colusión de policía y crimen, o del crimen como policía, o del narcotráfico. En su llanto se vacía la confianza, caen las certidumbres y las alegrías, por allí salen de su cuerpo las constancias de familia, por allí se desangran las solidari-

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© Yael Martínez/Magnum Photos. De la serie La casa que sangra, 2013. Cortesía del autor

Jesús Abad Colorado. Aniceto va en el bote “Joven Atalaya” junto a Clirio y otras dos personas, para enterrar el cuerpo de su esposa Ubertina, quien murió por el impacto de una “bala perdida” por combates entre el Ejército y la guerrilla de las FARCEP en la comunidad de Napipí, Río Atrato, Bojayá, Chocó, 7 de mayo de 2002. Cortesía del autor

dades valoradas, por allí se fugan los abrazos, las comidas comunes, los encuentros de los hijos. Estamos en el momento aciago en el que todo eso está ocurriendo en ese cuerpo que ha sido transfigurado para siempre, que aquí ha sido cambiado, marcado, vaciado.20

Esta bandera blanca es una sábana recogida con premura de una de las camas de la casa de Laura, en el poblado de Bojayá, Departamento del Chocó, al noroeste de Colombia, de cara al mar Pacífico. Durante 2002 se suscitaron cruentos combates entre la guerrilla de las Fuerzas

Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia, que buscaban controlar la zona y ganar el acceso estratégico al río

Atrato. La imagen es de Jesús Abad

Colorado (Medellín, 1967), un fotoperiodista colombiano, quien desde 1992 ha desarrollado un sensible

20 Felipe Calderón, presidente de México de 2006 a 2012, declaró al inicio de su mandato “la guerra contra el narcotráfico”, que comenzó con la “Operación Michoacán”, a partir de la cual desplegó las fuerzas federales (incuido el ejército y la marina) en una lucha de gran alcance contra el narcotráfico. El resultado fue una sangría sin precedentes, dejando cerca de 60 mil muertos al final de su administración, y cerca de 270 mil hacia el 2019. Lejos de “resolver” el problema del narcotráfico, el país entró en una situación de violencia generalizada, de corrupción del ejército y los cuerpos policiales (en 2019 fue detenido en Texas, EE. UU., por colusión con el narcotráfico y recepción de sobornos del Cártel de Sinaloa, Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública durante el gobierno de Calderón). Entre las numerosas víctimas asesinadas a manos de fuerzas del narco, la policía, el ejército y los grupos paramilitares, a las que el gobierno llamó “daños colaterales”, están defensores de derechos humanos, líderes sociales y civiles, así como muchos periodistas. El Comité para la Protección de Periodistas (CPJ) ha señalado insistentemente que “México ha sido por mucho tiempo el país más peligroso para los periodistas en el hemisferio occidetal”.

Jesús Abad Colorado. Clirio, amigo de Aniceto y Urbetina, levanta una sábana blanca en medio de los enfrentamientos entre el Ejército y la guerrilla de las FARC-EP para que no le dispararan a él y a las demás personas que iban en el bote llamado “Joven Atalaya” a enterrar el cuerpo de Urbertina, Río Atrato, Bojayá, Chocó, 7 de mayo de 2002. Cortesía del autor

trabajo que da cuenta del desplazamiento forzado, atendiendo con especial cuidado las huellas sobre las víctimas, en el contexto de la violencia en el campo y en las regiones indígenas y afrocolombianas, especialmente. El 2 de mayo de 2002, las FARC lanzaron un cilindro bomba a la iglesia del poblado, produciendo una terrible masacre que dejó cerca de cien personas muertas en el recinto. Como comenta Colorado, la bandera es llevada para colocarla en el lugar donde sería enterrada una mujer asesinada, cuatro días después, en los enfrentamientos posteriores. La gente le decía: “Por favor, no se vaya, que la guerra sigue”. En el bote va el cadáver de Ubertina Martínez Guardia, asesinada ya no en medio de los enfrentamientos entre los paramilitares y la guerrilla de las FARC, sino entre la guerrilla y el ejército colombiano. La sábana la tomó Clirio, amigo de Aniceto Córdoba (esposo de Ubertina), probablemente para significar que en el bote viajaba población civil.

La secuencia de imágenes genera, poderosamente, un relato. El relato de la brutalidad y la muerte, producidas contra la población civil por acción de una guerra que la ha tenido como objeto de su destrucción (como sucede también en el caso mexicano). De esto da cuenta la amplia cobertura fotográfica que Colorado ha hecho de los conflictos colombianos. En otra toma, Aniceto llora sobre el modesto ataúd de madera en el que está el cuerpo de Ubertina. A los signos de la pobreza y la marginalidad (la ropa modesta, los pies descalzos), se suma la inhóspita condición del paraje para un acto funerario: un rincón de la selva, debajo

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de matorrales, sobre la tierra abierta. Cuando Jesús Abad Colorado nos muestra esta foto, dice: “Él… es hermano tuyo”. Con ello el fotógrafo insufla de toda su significación la búsqueda de la fuerza de alteridad de la imagen. Ante la mirada matriz en la cual la imagen, fotográfica o no, está puesta en un sistema de intercambiabilidad —como puros valores de cambio, en la lógica de vaciamiento y premura con que se leen y descartan las imágenes en la sociedad medial y posmedial—, Jesús Abad antepone otra mirada, que nos obliga a detenernos sobre la imagen, a reparar en ella. Reclama un puente entre ese cuerpo remoto y nuestro propio cuerpo, devela que hay una liga invisible pero fundamental que nos conecta. Es un ser humano (un ser vivo), que puede (y es) nuestro hermano. No importa qué tan lejano creamos que se encuentra de nosotros, por el tiempo, por el espacio, por las imaginarias diferencias raciales o por las distancias sociales; el fotógrafo afirma, ante ello, que hay entre nosotros una liga de alteridad irrecusable. Lo es porque él vive (o vivió) como nosotros, y porque sufre y es frágil, como Ubertina.21 Jesús Abad Colorado está poniendo en el centro el sentido de la comunidad frágil a la que apelara Butler, pero quizás, en mi opinión, nos da una concreción que va más lejos: el enlace que realiza entre Aniceto y nosotros (todo aquel que vea la fotografía) articula una comunidad de la pura comunicación. No se necesita nada más que ver la foto para asir el vínculo de vida en el que nos comprometemos. Cuando Jean-Luc Nancy plantea el concepto de “comunidad desobrada”, justo lo que está diciendo es esto.

21 Cuando tuve la oportunidad de presentar a Jesús Abad Colorado el preliminar de este texto me hizo una precisión que muestra con claridad la relación que establece con las personas fotografiadas, y de la que emana la imagen. Yo había confundido a Aniceto Córdova con Clirio en la primera foto que aquí presento. Quien porta la bandera es Clirio, un vecino de Aniceto. Para Jesús era fundamental que no se mezclaran los nombres, porque la imagen sólo vale en relación con los seres humanos que aparecen en ellas y con su experiencia y vida, que son el sentido de su contenido. En un audio de WhatsApp me dijo: “No es sólo fotografía…. No es la importancia de presentar en un medio o trabajar para un medio… es ser testigo de lo que ha vivido este país y la indolencia con la que muchas veces actúan agentes del gobierno… a veces las discusiones de cifras en las que se terminan convirtiendo los muertos, los desaparecidos, los mutilados… a mí me gusta ponerles rostro y nombre a las víctimas”, después definió con claridad: “nombrar para no olvidar”. Esta fuerza de alteridad (esta alianza fraterna) que el fotógrafo establece con las personas es la base de la diferencia de sus imágenes con la objetualización y captura icónica que realizan buena parte de los medios industriales. Son las relaciones de conexión humana profunda, de convivencia comprometida en espacios de alto riesgo con las víctimas, y la relación que luego continúa, a través de los años, con ellas, lo que da el estatuto de emanación fraterna a estas imágenes.

Su comunidad no exige una raíz cultural común, ni un propósito político, ni una identificación morfofisiológica o lingüística, no pide ninguna inmanencia, ni un mito fundacional, ni siquiera una utopía.22 No importa dónde vivas o cuáles sean tus bienes, no es relevante si eres europeo o latinoamericano, no es significativo si careces de educación básica o eres de prestigiado reconocimiento, lo único que aquí cuenta es que, con la foto, Jesús Abad te hace hermano de Aniceto y pariente de Ubertina, la mujer asesinada. Hay aquí cierto retorno al lugar de la fotografía en el que todo se debe a la conexión, al vínculo de la mirada de quien la produce y de quien la ve, de quienes están en ella y de quienes, al verla, los alcanzan en el tiempo. No como miradas abstractas y lejanas, sino como miradas que, gracias a la técnica y a la sensibilidad fotográfica, pueden, en ciertas condiciones, mirarse. Aniceto enterró a su esposa acompañado por

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22 Jean-Luc Nancy, La comunidad desobrada, trad. Pablo Perera, Arena Libros, Madrid, 2001. Jesús Abad Colorado. Aniceto entierra a su esposa Ubertina, muerta por el impacto de una “bala perdida” por combates entre el Ejército y la guerrilla de las FARC-EP en la comunidad de Napipí, Vigía del Fuerte, Antioquia, 7 de mayo de 2002. Cortesía del autor

un pequeño grupo de personas: tres monjas “misioneras de la madre Laura”, dice Colorado, una prima, el papá de Ubertina, Clirio y el fotógrafo. Por los enfrentamientos, Aniceto no pudo llevar el cuerpo de su esposa a Napipí para enterrarla, así que tuvo que buscar un lugar, por la ribera del río Atrato, donde poder hacerlo.

Por la transfiguración del tiempo, Aniceto es aquí la elongación de Antígona, luchando por enterrar a sus muertos, tanto como las multitudes de madres de desaparecidos en México, que buscan por casi todo el territorio nacional, entre los parajes y los terrenos baldíos, las fosas de huesos, restos y harapos de miles de personas. Excavan la tierra con sus manos o con utensilios de labranza, como Antígona, para hallar partes de sus deudos y poder enterrarlos en la dignidad del alma que merecen.

Sudarios es una serie de fotografías emanadas del vínculo y la conversación con mujeres que fueron obligadas a ver el asesinato de sus familiares, realizada por la artista y antropóloga colombiana Erika Diettes (Cali, 1978) en 2011. Diettes ha recorrido municipios como Argelia, Guatapé, El Peñón o Cocorná, del Departamento de Antioquia.

El sudario es una tela con la que se envuelve el cadáver de una persona para ser enterrada. En la tela, de alguna forma, quedan impregnadas ciertas huellas del difunto. En ese sentido, el sudario es una imagen de quien ha fallecido. La serie de Diettes pone en juego, así, una doble significación: la simbolización del duelo de las veinte mujeres fotografiadas y el deseo de dichas mujeres por embalsamar el recuerdo más infausto de su experiencia: “Allí, mujeres obligadas a presenciar los asesinatos de sus familiares, relatan ante la artista y el lente de su cámara, los detalles del momento en que sus vidas dejaron de ser eso precisamente, el momento en que las más horrorosas imágenes se llevaron algo de ellas para siempre”.23

En el corazón del procedimiento fotográfico de Diettes hay una sustantiva relación entre imagen, técnica y memoria. El relato de las dolientes se cristaliza cuando la foto advierte su punto cardinal, tanto por lo dicho como por el gesto que transparenta la profunda emoción vivida y rememorada. El tiempo dilatado de la narración se contrae en el núcleo cardinal haciéndose imagen. La imagen ha capturado, como en un sudario,

23 Erika Diettes, “Sudarios”, en https://www.erikadiettes.com/sudarios-ind [Última recuperación: enero de 2021].

el horror que yace en su memoria y que, al ser narrado, logra emerger de alguna manera hasta la cámara y embalsamarse en ella. Con su técnica, Diettes hace de esta particular circulación icónica una suerte de transmutación: la memoria herida e íntima deviene en un sudario, una imagen impresa sobre seda en un formato de 228 × 134 centímetros. Después, las telas son instaladas en parroquias, iglesias o catedrales, en las que encaramos los rostros de estas mujeres al ser colgadas a distintas alturas en una visión que nos permite, simultáneamente, aprehender cada rostro singular, cada vida concreta, y el conjunto de vidas entrelazadas en esta historia. Lo íntimo se transforma, en un recinto de sacralización, en enunciación y diálogo colectivo de miradas.

Con lo que llama “distribución diferencial del derecho a duelo”, Judith Butler ha hecho referencia a los marcos culturales e institucionales que distinguen entre quienes alcanzan el estatuto de vidas, y quienes, al no ser cobijados por dichos marcos, no acceden a esta condición. Vidas reconocidas y vidas ignoradas.24 Sobre los cuerpos de los desaparecidos o de los asesinados en contextos de guerra recae esta taxonomía infame de elisión; en ello, el cuerpo no llega hasta los deudos. Como señala Silva Catela, de los desaparecidos hay tres faltas: la del cuerpo, la del duelo y la de la sepultura.25 No hay, entonces, la posibilidad sustancial de ritualizar la

24 Véase Ludmila Silva Catela, “Lo invisible revelado. El uso de las fotografías como (re)presentación de la desaparición de personas en la Argentina”, en Claudia Feld y Jessica Stites Mor (comp.), El pasado que miramos. Memoria e imagen ante la historia reciente, Buenos Aires, Paidós, 2009, pp. 337-371. 25 Ibíd.

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Erika Diettes. De la serie Río abajo, 2008. Cortesía de la autora

muerte, de cerrar la experiencia de la vida, honrándola. El ritual queda pendiente, como en suspenso, en el vacío como la propia desaparición. El proceso estético que Diettes realiza ha convocado, por la fuerza de sacralidad asociada culturalmente al espacio religioso y por la naturaleza alcanzada en sus imágenes y su montaje, una oportunidad de establecer socialmente cierto tipo de ritual funerario. Refiriéndose a la exposición itinerante de otra de sus obras, Río abajo, en la que las personas podían ver el retorno de las imágenes de las prendas de sus parientes desaparecidos que le confiaron para fotografiar, Diettes dice:

Cuando empiezo a exponer la obra en las regiones (Río abajo viajó por 18 municipios), a llevar la obra a los familiares, la sorpresa fue infinita. La primera exposición fue tímidamente con 50 velas y terminó siendo un acto simbólico en diferentes catedrales con 800 velas. Se terminaba con una oración, no porque yo lo sugiriera, sino porque la gente lo hacía espontáneamente. Este peregrinaje me dio la noción de lo que estaba significando esta obra para la gente. Fue elevar, honrar esas memorias en un libro, en una exposición. Eso la gente lo valora muchísimo. Es una forma de volver digna esa memoria.26

El trabajo artístico de Diettes permitió, en un sentido crucial para las comunidades afectadas, la resustancialización de las prendas marcadas por la tragedia a prendas sacralizadas y, por tanto, operadoras del ritual funera-

26 María Gabriela Méndez, “Erika Diettes: transformar el duelo de un país”, en Tiempo Libre, Entrevistas, 147, septiembre de 2018, en https://www.bienestarcolsanitas.com/articulo/erika-diettes.html [Última recuperación: enero de 2021].

rio con tanta necesidad reclamado.27 Por otra parte, la obra de Diettes también, en algún sentido, da ciertas condiciones para una estética del retorno, en tanto posibilita lo que estaba imposibilitado: ofrece cierto espacio para el desaparecido. Como lo ha señalado Pamela Colombo, en el desaparecido se produce una “muerte des-espacializada”, una muerte que no tiene referencia espacial, que flota peregrinando sin hallar dónde fijarse. Una muerte irresuelta topológicamente. La ubicación de las prendas en la iglesia coadyuva a la experiencia de localización del cuerpo que falta. Simbólicamente contribuye, en cierto grado, a situarlo.28

27 El delicado trabajo que Diettes da a los objetos de los deudos, a través de la impecable visión de una prenda que trasluce en el fondo de aguas diáfanas (las fotografías están impresas sobre cristal), genera una fuerte significación de hierofanía, un devenir del objeto amado en objeto sagrado. Sin duda este tratamiento estético jugó un papel, junto con el respeto de la artista por las personas, en la recepción que recibió de ellas, la árdua investigación social y antropológica que le subyace y el trabajo lúcido del montaje en los espacios religiosos, en la respuesta sustantiva de las comunidades de Granada y La Unión en Antioquia, donde Diettes inauguró su obra (comunidades en las que se produjeron numerosos hechos de violencia contra los civiles). Esa suerte de intersección entre experiencia artística y experiencia sagrada que aquí, en sentido inverso a la separación esperada por Benjamin, es justo lo que se precisa del arte. La obra, en la que la materia del agua es el medio de purificación y sacralización, está también interpelada por sus significaciones entreveradas: “Los ríos de Colombia son los cementerios más grandes del mundo”, citado en Erika Diettes, “Río abajo”, en https://www.erikadiettes.com/rio-abajo-ind [Última recuperación: enero de 2021].

28 Sin embargo, no deja de orbitar el sentido liminal, incluso, de este espacio simbólico. Laura Panizo define los cuerpos de los desaparecidos como liminales, en tanto se encuentran en un lugar limítrofe y resultan en correlato con espacios que cargan también dicho carácter: “[…] el desaparecido como sujeto liminal resulta representado en espacios también liminales. Monumentos como el Parque de la Memoria, la marcha de los jueves de las Madres de Plaza de Mayo, los rituales en el río, entre otros, son espacios colectivos donde se recuerdan hechos igualmente colectivos. Por cierto, las manifestaciones, los rituales políticos, los monumentos y placas recordatorias, dotan de un espacio físico a la persona liminal. Estos espacios sociales transforman un problema individual en una cuestión colectiva, inscribiendo a los desaparecidos en una identidad común y reforzando lazos de solidaridad entre miembros de las familias que han atravesado situaciones similares.

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Erika Diettes. De la serie Sudarios, 2011. Cortesía de la autora Erika Diettes. De la serie Sudarios, 2011. Cortesía de la autora

La fotografía de Diettes muestra el rostro de un recuerdo cruel. Nos comunica con lo que queda en el cuerpo, sedimentado, de ese pasado. El recuerdo no es una cicatriz, no está marcado de forma directa, no está detentado en la piel como huella de una herida o como una mutilación. Es algo más sutil, pero también más profundo, está como un quiste en el alma. Se talla en el gesto y su repetición: un tipo de movimiento del rostro que lo moldea según la reminiscencia. Pero dicho gesto no es sólo una referencia individual o del presente. Al volverse imagen fotográfica, aflora un venero vasto, una memoria intertextual, en el sentido del pathosformel de Warburg. Figuraciones y elementos icónicos del pasado que superviven y retornan en las imágenes del presente. Las imágenes como conductos que muestran la permanencia del pasado.29 De la profundidad del tiempo emergen los gestos en la imagen. Usando un término que introduje antes, podríamos decir que Warburg da cuenta de la manera en que la historia emana en la imagen. Nachleben, la “supervivencia”, es una categoría clave con la que Warburg dilucida esta presencia del pasado en otros tiempos, la cuestión de la no-pérdida definitiva, la vida que pervive. Así, el arte o la imagen aparecen como una suerte de órgano del pasado, y la fuerza expresiva de la imagen que el artista descubre-construye es más vasta que el instante de creación. En términos culturales, la imagen nos muestra hoy, en conexión con nuestras propias vivencias, lo que otros han experimentado y vivido. El mundo moderno vería así, apareciendo como supervivencia, lo que está en la memoria social desde el mundo antiguo. Pero no sólo ello, la imagen se revela, como un campo de cruces y tensiones entre diversas fuerzas del sentido, la cultura y la memoria. En palabras de Georges Didi-Huberman, Aby Warburg ya había entendido que cualquier imagen —cualquier producción de la culSin embargo, muchos de estos rituales refuerzan el espacio liminal al demarcar públicamente el estado social del desaparecido dentro de una identidad común”. Laura Panizo, “Cuerpos desaparecidos. La ubicación ritual de la muerte desatendida”, en Cecilia Hidalgo (ed.), Etnografías de la muerte: Rituales, desapariciones, VIH/SIDA y resignificación de la vida, Buenos Aires, CLACSO, 2011, p. 30. 29 Warburg estudió con sumo interés la permanencia en el Renacimiento de los mitos de la antigüedad y la forma en que diversos aspectos de la vida cultural antigua se cristalizaban en las imágenes mágicas y alquímicas. El legado clásico, señaló Warburg, nunca se extinguió totalmente, a través de las supervivencias, la remota cultura ejerció su fuerza sobre las generaciones venideras.

tura en general— es un cruce de múltiples migraciones.30

En esa dirección, estas imágenes no sólo traen el instante de rememoración trágico que cada una de estas mujeres vivió, sino una significación mucho más antigua, en la que se sedimenta una historia de infamias y dolores sufridos a través de los siglos. Los gestos y cuerpos que vivieron lo que los colombianos llaman la Violencia, ese cruento período, de 1946 a 1958, en que la confrontación política, con hondas raíces en la hegemonía oligárquica, constituyó una brutal guerra con participación clara de los gobiernos, perpetrados en concepciones atávicas y conservadoras, y en la que se desplegaron, como en el presente, múltiples grupos armados que cometieron las mayores atrocidades (los “Chulavitas”, los “Pájaros” o los “Cachiporros”). Pero también están los rostros de dolor de las poblaciones campesinas y de las mujeres indígenas, que han soportado, desde la Conquista, una historia de agresiones, desplazamientos forzados y daños inimaginables. Depara aún la tarea de un análisis pormenorizado de los cruces entre estos gestos y el amplio río de expresiones de dolor que la historia colombiana y regional ha producido. Pero también, seguramente, el cruce con la semiosis numinosa de las creencias religiosas tan pregnantes en la cultura campesina, rural y popular de Colombia. La virgen de Chiquinquirá pareciera estar, de alguna forma, en el gesto resignado y bello de la mujer que recuerda su dolor. Dadas las condiciones de asimilación y elaboración hierofánica con que la obra de Diettes es socialmente recibida, no es azarosa la asociación significacional que las lecturas sociales pueden darle en este sentido.

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30 Georges Didi-Huberman, “II. ATLAS. Portar el mundo entero de los sufrimientos”, en Atlas: ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?, trad. M. D. Aguilera y S. B. Lillis, Madrid, TF Editores / Museo Reina Sofía, 2010, pp. 60-116. Erika Diettes. De la serie Sudarios, 2011. Cortesía de la autora

El cuerpo como fuerza de retorno

La fuerza de alteridad de la fotografía abre un camino frente a la mirada matriz, frente al encuadramiento, para cierto regreso de lo invisibilizado, de lo eliminado, del cuerpo desaparecido. Una estética de lo imposible donde lo ocluido se libera de la oclusión, donde, en un punto, la desaparición puede vencerse, lo liminal deja verse, lo (des)habitado se habita, donde resplandece una reaparición posible.

En La sangre y la lluvia, Yael Martínez sigue los rituales de petición de lluvia en Guerrero donde los “pueblos indígenas […] ven la sangre y la lluvia como sagradas”.31 Aborda, a través de una imagen onírica, las relaciones físicas y metafísicas entre las personas, lo sagrado y la naturaleza. Los procesos de donación de la sangre y del dolor en la comunidad de Zitlala, como devolución a la tierra “la generadora de vida” y “el inmenso ser sagrado”. En la experiencia, en medio de un temblor en el ascenso al

31 Yael Martínez y Orlando Velázquez, “La sangre y la lluvia”, en revista Elementos, BUAP, vol. 25, núm. 110, abril-junio de 2018, p. 33.

cerro de Cruzco, uno de los tigres32 fue golpeado por una roca en el rostro, “miré toda la sangre que se había derramado en el cerro, un tigre ya había ofertado sacrificio”.33 Después, Martínez entró con otros hacia el corazón de la montaña (“la cueva era fría, húmeda, espiritual”, refiere), y pudo ver el mundo como lo ven los tigres.

La casa que sangra no está separada de esta nueva serie. La relación que las une es la búsqueda de curación, el propósito de reinterpretar el dolor de la violencia en ritos que permitan subsumir el presente en un tiempo cósmico. Martínez confiesa: “Estuve trabajando en las montañas con las familias de los desaparecidos […] Ya conocía algunos de los rituales. Intentaba hacerme una limpieza espiritual después de trabajar con las desapariciones forzadas”.34 La fotografía, acrecentada con el trabajo de

32 Un tigre es un guerrero en un ritual que personifica a un tigre, cuya sangre se ofrenda a Tláloc, como solicitud de lluvia.

33 Yael Martínez y Orlando Velázquez, op. cit., p. 35.

34 David González, “Galería: imágenes del mundo espiritual de las comunidades indígenas de México”, en The New York Times, 9 de mayo de 2019, en https://www.nytimes.com/es/2019/05/09/ espanol/cultura/mundo-espiritual-indigena-mexico.html [Última recuperación: enero de 2021].

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© Yael Martínez/Magnum Photos. De la serie La sangre y la lluvia, 2017. Cortesía del autor © Yael Martínez/Magnum Photos. De la serie La sangre y la lluvia, 2017. Cortesía del autor

ilustración y gráfica de Orlando Velázquez, no sólo permite dar cuenta de algunos de los rituales que no pueden ser fotografiados, sino que abre un camino para hacer presente lo que se ha ido, para visibilizar lo invisible y traer de regreso lo ausente.

Entre las ramas magníficas de un árbol robusto afloran personas, un pueblo con sus músicos, conectados en un ciclo que va de la tierra a la gente, y de ésta al árbol que, con sus raíces, se sumerge de nuevo en la tierra.

En otra fotografía de Jesús Abad Colorado se observa cómo, pasados algunos meses de la tragedia de la iglesia de Bojayá, los pobladores realizan un ritual con velas para honrar a sus muertos. Orar y danzar, en el mismo lugar en el que otros hicieron la guerra, para resustancializar el suelo y darle otro significado. No se trata sólo del acompañamiento de las almas con las luces, es también liberar de culpa los lugares. Un ritual nacido ante la violencia, como forma cultural de confrontar el rastro de terror dejado en el espacio. Justo la fuerza de retorno con que la cultura procura deshacer la virulencia impregnada en los “espacios de desaparición” o los “paisajes del terror”. La posibilidad de hacer rehabitable lo deshabitado, la fuerza

Jesús Abad Colorado. Acto simbólico con velas que dibujaban el mapa del Chocó sobre el mismo piso donde cinco meses antes, el 2 de mayo de 2002, la comunidad había recogido a sus muertos. Cada vela honraba la vida de los 79 muertos al interior de la Iglesia San Pablo Apóstol de Bellavista, pero a la vez representaba la esperanza, Bojayá, Chocó, octubre de 2002. Cortesía del autor

poética y mítica, dispuesta para transmutar, en algún grado, la experiencia del daño.

Diez años después de que fuera expulsada, bajo amenaza de ser asesinada junto con todo el pueblo de Mampuján, departamento de Bolívar, Colombia, Ana Felicia regresó a su casa. Mampuján se encuentra en Los Montes de María, zona de tránsito usada por diversos grupos armados para llevar drogas, armas y rehenes, buscando el mar del Golfo de Morrosquillo. En el año 2000, los paramilitares realizaron, en la cercana vereda de Las Brisas, una masacre que provocó el desplazamiento forzado de más de trescientas familias.

A su regreso, Ana Felicia cortó plantas frescas del pueblo ahora cubierto de maleza, y las llevó a su casa destruida para colocarlas en el florero que, junto con un mantel, había rescatado de su hogar diez años antes. Jesús Abad Colorado intercambia con ella la mirada, y la escucha: “Chucho, yo no quería que mi casa estuviera triste y por eso la llené de flores”. El fotógrafo, con lucidez poética define: “Ana Felicia hizo de su casa destruida

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Jesús Abad Colorado. Ana Felicia Velásquez dignificó la casa que 10 años atrás tuvo que abandonar por la violencia de grupos paramilitares, Mampuján, María La Baja, Bolívar, 10 de marzo de 2010. Cortesía del autor

una obra de arte”. Esta capacidad de reconocer, en medio de las más duras condiciones humanas, esos momentos de belleza y amor que confrontan la destrucción y el odio, proviene de una profunda conexión emocional que permite la emanación de la fuerza de alteridad de la imagen. No se trata de ninguna apelación metafísica, es, más bien, el necesario reconocimiento de que en la raíz del trabajo fotográfico puede haber un vínculo de respeto, correspondencia y cuidado del otro, y que tal disposición abre la posibilidad de dicha emanación. Por eso, Colorado dice, con mucha claridad: “[…] cuando uno hace fotografía son pulsaciones del alma. Yo estaba acompañando una familia, un hombre o una mujer que está huyendo con sus hijos, es una historia de vida”.35 La fuerza de alteridad significa la producción de la imagen en el reconocimiento de la comunidad que fotógrafo y fotografiados establecen, el reconocimiento doble de que en ambos hay una posibilidad de afirmar la vida y, simultáneamente, de que ambos son frágiles en el sentido de Butler y Lévinas: “A veces siento debilidad en el cuerpo, pero sobretodo en el corazón […] le he dicho a la gente que yo aprendí a ver con el ojo izquierdo, porque está cercano al corazón, porque yo trabajo mucho los sentimientos… eso me ha hecho un ser mucho más humano, mucho más frágil también”.36

La artista argentina Lucila Quieto (Buenos Aires, 1977) exhibe, en 2004, Arqueología de la ausencia, una serie fotográfica que permite a los hijos de los desaparecidos conquistar la imagen imposible de una coexistencia ansiada, pero cercenada por el poder y su violencia. La artista produce una foto ausente pero imprescindible: aquella en la que se reúne con el padre que nunca conoció y quien fuera desaparecido en 1976, durante el proceso militar argentino. A la fuerza militar y política que impidió su vínculo, la artista opone el movimiento poético de generación de una imagen que lo hace posible.

En 1987, Gilles Deleuze dictó una conferencia en la Fundación Europea de Oficios de la Imagen y el Sonido (La Fèmis, por sus siglas en francés) en París, que tituló “¿Qué es el acto de creación?”. En el punto nodal de

35 Jesús Abad Colorado, “Hay que convertir la fotografía en un vehículo de la memoria”, en El Espectador, video, en https://www.youtube.com/watch?v=rkzzp0Vkp24 [Última recuperación: enero de 2021].

36 Ibíd.

su argumentación, dejó claro que se trata de un “acto de resistencia”. Cada acto de creación es un acto de resistencia contra algo. La resistencia que, por ejemplo, en la obra de Bach, dice el filósofo, se plantea contra la separación de lo sagrado y lo profano. Pero, ante todo, el acto de creación, piensa Deleuze, es un acto de resistencia a la muerte.37 Creo que se trata también de un acto de retorno. Porque además de resistir a la muerte, la obra poética tiene también la capacidad, en ciertas circunstancias, de retornar un pasado que debería estar en el presente. Oyarzún Robles, a propósito de la distinción que Walter Benjamin hacía entre la “fuerza fuerte” que domina el presente y la “fuerza débil” que resiste, señala: “el predominio del presente no hace otra cosa que expresar la violencia de una dominación que busca coincidir consigo misma e hipostasiarse en el presente”.38 La “fuerza fuerte” de Benjamin habla de lo que es, de lo que, estando aquí, se reafirma como lo idéntico a sí mismo. Hace coincidir el ser y el tiempo, como si todo ajustara en su lugar. Ante ello, la “fuerza débil”, sin dominar el presente, es la posibilidad para el pasado negado. El pasado es lo que la “fuerza fuerte” elige para fundamentarse, para imponer su pretensión de totalización. Lo demás del pasado le resulta residuo y nimio. La dominación del presente requiere, persistentemente, de esa “fuerza fuerte” que lo impone. Pretende negar el conflicto inexorable de toda historia, pretende ignorar el lugar de la “fuerza

37 Gilles Deleuze, “¿Qué es el acto de creación?”, trad. Bettina Prezioso, en Fermentario, Universidad de la República de Uruguay, núm. 6, 2012, pp. 3-16.

38 Pablo Oyarzún Robles, “Cuatro señas sobre experiencia, historia y facticidad”, en Walter Benjamin, La dialéctica en suspenso: Fragmentos sobre la historia, trad. Pablo Oyarzún Robles, Santiago de Chile, lom, 2009, p. 27.

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débil”. Olvida que en todo presente hay algo del pasado que fue truncado. El presente de los vencedores que la “fuerza fuerte” establece se basa en una doble violencia: la que realiza al cortar el pasado para recoger de él sólo lo que la legitima, y la violencia de negar y ocultar el pasado truncado, el que no prosperó, en el presente. Benjamin reclama, como nueva visión del presente, aquella que escuche las voces borradas del pasado. Las fuerzas débiles del pasado son las que permiten el rebrote de lo negado, el pasado con el que el presente tiene un adeudo. La obra de Lucila Quieto hace retornar, presentificándolo, ese pasado trunco. Es justo una operación que interviene sobre el “esto ha sido” de Barthes y sobre “el futuro anterior” que analiza Butler. La estética del retorno es aquella que potencia la fuerza débil del pasado, lo negado y, por un acto de creación, resiste a la muerte de ese pasado. En el corazón mismo del sistema de operación del tiempo fotográfico, introduce una anomalía que renarra el futuro anterior de otra manera, de la manera que debió ser.

La operación fotográfica de la artista consiste en proyectar una fotografía de la persona desaparecida o asesinada sobre una pared, o algún espacio elegido, en la que el familiar se ubica de tal forma que resulta

integrado en la imagen. De dicha escena se toma una nueva foto, en la que, por el prodigio de la conexión entre imagen figurada (la de la foto proyectada) e imagen fáctica (la imagen capturada), se reúnen los que habían sido dislocados por la violencia. Resistencia a la violencia, resistencia a la separación, resistencia a la historia quebrada, resistencia a la muerte como vías de un retorno. Esta contramirada que con ello se pone en juego no sólo es un acto estético y existencial, sino también político. Se inscribe, con su heurística, en el conflicto por el pasado; es rebelde a la definitividad del pasado y al triunfo pleno del presente dominante. La fotografía tiende una suerte de dispositivo mítico de creencia: la foto, decía Barthes, constata lo sucedido. Esa es la valencia que tienen las fotografías para las instituciones de registro y control de poblaciones. La estética de retorno se soporta en la mirada matriz para torcerla y poner, en el continuum de la vida, ese faltante de historia existencial. Fragmento no sucedido, pero debido. En una recuperación del sentido aristotélico que separa historia factual de historia fictiva, a partir de la distinción entre narrar lo que fue o narrar lo que debió ser. La imagen de Quieto reúne, por la autoridad fotográfica, lo que fue con lo que debió ser.

Los hijos eligen su imagen, definen el lugar de la refotografía e incluyen a quien faltaba: entonces traen a sus propios hijos para que resulten reunidos con los abuelos que no conocieron. La estética de retorno permite regenerar escenas acaecidas o producir nuevas. Es un acto mágico, en el sentido que lo son los performances, los rituales o los investimentos: un acto estético de refiguración en el que fluye una fuerza de creación y sentido que permite articular las cosas de otra manera; pero en él hay, también, una clara conciencia de su principio ilusorio. No se trata de un montaje fotográfico ordinario en el que se borren las huellas de la edición, del artificio, no es una fotografía que engaña. No es tampoco un acto de postfotografía, un recurso en el que un programa digital permite reunir, con alto realismo, lo que no está junto. En la obra está claro que los cuerpos convocados no tienen el mismo estatuto: uno es luminoso, fantasma de luz; el otro es un cuerpo cárnico, instalado en los trazos etéreos de la proyección. La nueva foto deja ver claramente ese espacio a la vez diferenciado y fusionado. Es un espacio heteróclito y a la vez articulado. Quizás la forma más precisa de dar cuenta de esta forma particular sea el kintsugi, el arte japonés de reparar una cerámica rota. En ella

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el objeto se pega y se rocía polvo de oro sobre la sustancia adhesiva, de tal forma que la pieza queda restituida, pero lleva la marca de las roturas, que alcanzan así una nueva dignidad. No niega la grieta, pero muestra, con fuerza, el trabajo de reconciliación y resignificación. La belleza del rostro anciano radica justo en que en él están las huellas del paso del tiempo, las batallas, los recuerdos, los momentos de dificultad y de dicha. Por eso los rostros ancianos son tan preciosos. Como indiqué previamente, Adorno reparaba en la acción de un poder autoritario que penetra hasta lo más íntimo para capturar los recuerdos y deshacer las señales de la presencia del otro en el mundo. En síntesis, eliminación del tiempo que fue, pero también del tiempo posible que los sobrevivientes reclaman no haber vivido con sus amados. Ante la mirada sistémica que ha perpetrado la eliminación del tiempo, el trabajo poético produce el tiempo imposible de la estética del retorno. La estética del retorno dice que la fotografía no pertenece totalmente al pasado. Fuerza heurística para mostrar que en la fotografía el tiempo no está nunca decretado totalmente. El presente de la foto se amplía, crece en esta acción poética que reinserta otro

presente (y otro pasado). Construye un nuevo aparato de la sensibilidad (pasar los retratos a diapositivas, proyectar, recapturar), en el sentido que da a dicho término Jean-Louis Déotte: una disposición de técnica que permite el surgimiento de lo individual y a la vez de lo colectivo.39 El aparato estético de lo imposible, que hace posible un tiempo imposible.

El cuerpo retorna en un doble sentido: el cuerpo amado reaparece, ligado al cuerpo de la hija, del padre, del faltante. El cuerpo-amado que retorna del pasado y del tiempo intangible y el cuerpo-propio que se inserta desde el presente en el tiempo pasado-presente. Al recuperar el espacio robado, el cuerpo negado del otro resulta incluido de nueva forma en la memoria. Se rehabita lo deshabitado. Pero también el cuerpo propio, al que se negó la relación con el cuerpo desaparecido, logra insertarse en la escena ocluida. Así, el aparato estético de lo imposible genera un espacio en que los cuerpos reaparecen y se vinculan.

El cuerpo arrancado retorna: entonces es posible el abrazo, el encuentro, la sonrisa. Con su sonrisa presente, ella repite la sonrisa remota de la madre. Esa sintonía del gesto produce el espacio común, imposible, pero fehaciente.

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39 Jean-Louis Déotte, op. cit. Lucila Quieto. De la serie Arquelogía de la ausencia, 1999-2001. Cortesía de la autora

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La noche americana, dir. François Truffaut, Francia / Italia, 1 h 56 min, 1973.

La ventana indiscreta, dir. Alfred Hitchcock, Estados Unidos, 1 h 52 min, 1954.

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Este libro se terminó de imprimir en noviembre de 2022 en los talleres de Offset Rebosán, S.A.de C.V.

Tiraje: 1000 ejemplares

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