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atracciones de pesadilla. Parecía haber el mismo número de hombres que de mujeres, pero era difícil determinarlo con exactitud. Casi todo el mundo compartía conmigo la palidez del rostro y una falta total de vello corporal, y todos llevábamos los mismos monos grises y zapatos de plástico. Se diría que éramos extras de THX1138. La cola desembocaba en una serie de controles de seguridad. En el primero de ellos, a los reclutas se los sometía a un escaneado exhaustivo con un Metadetector de última generación que garantizaba que nadie ocultara dispositivos electrónicos, bien en la ropa, bien en el cuerpo. Mientras esperaba mi turno, vi apartar a varios de la fila por llevar miniordenadores subcutáneos o teléfonos activados por voz en los empastes de las muelas. Se los llevaban a otra sala para extraérselos. Un tipo que me precedía en la cola llevaba una consola Oasis en miniatura de la marca Sinatro en una prótesis de testículo. Eso sí era tener huevos. Una vez que hube pasado unos cuantos controles más, fui conducido a la zona de pruebas, una sala gigantesca ocupada por centenares de cubículos pequeños e insonorizados. Me sentaron en uno de ellos y me entregaron un visor barato y un par de guantes hápticos más baratos todavía. Aquel equipo no me permitía el acceso a Oasis, pero aun así sentí cierto alivio al ponérmelos. A partir de ahí, empezaron a someterme a una batería de tests de dificultad creciente pensados para medir mis conocimientos y mis habilidades en todas las áreas que pudieran ser de utilidad a mi nueva empresa. Aquellos exámenes, claro está, tenían que ver con la información falsa sobre mi formación académica y mi vida laboral que y o había proporcionado al crear la identidad fraudulenta de Bry ce Ly nch. Deliberadamente, me esforcé por responder a la perfección todas las pruebas relacionadas con el software, el hardware y las redes de Oasis, pero no las que tenían que ver con James Halliday y el Huevo de Pascua. No quería que me asignaran a la División de Ovología, porque era posible que allí me encontrara con Sorrento. No creía que pudiera reconocerme —nunca nos habíamos visto en persona, y y o y a no me parecía a la imagen que figuraba en mi expediente escolar—, de todos modos no quería correr el riesgo. Con lo que estaba haciendo, y a estaba tentando a la suerte mucho más que cualquier persona en su sano juicio. Horas después, cuando terminé el último test, me trasladaron hasta una sala de chats virtuales para que conociera a mi consejera de aprendizaje. Se llamaba Nancy y, en un tono hipnótico y monocorde, me informó de que, gracias a la excelente puntuación que había obtenido en los tests y a mi impresionante currículum laboral, me habían « premiado» con un puesto de Representante II de Asistencia Técnica. Me pagarían veintiocho mil quinientos dólares al año, de los que deducirían el coste del alojamiento, la manutención, los impuestos, la


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