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feliz mediante el suministro de distracciones banales. Otro genio, George Orwell, imaginó en su 1984 (1949) una sociedad con unos habitantes ignorantes y totalmente controlados por un Gran Hermano. Las cámaras de vigilancia siempre presentes y una manipulación de las noticias son las armas que utiliza el gobierno para mantener a la población bajo su yugo. Y, por último, Ray Bradbury, con su Fahrenheit 451 (1953), nos muestra un mundo donde está prohibido pararse y detenerse, porque una mente ociosa tiende a pensar, por lo que la velocidad y la rapidez son usadas como formas de manipulación del individuo, junto con una quema masiva de libros. ¿No hay ciertos aspectos de estas sociedades que se cumplen en la nuestra? Aunque, con el auge de la tecnología y el surgir de los nuevos zombies—aquellos que pululan por nuestras ciudades mirando fijamente a las pantallas de sus móviles, ajenos a todo cuanto sucede a su alrededor—, no hay duda de que el premio a la predicción más acertada de los tiempos actuales recae en manos de Huxley. Pero, ¿hacia dónde apunta nuestro futuro? ¿Qué imaginan los escritores actuales? El resultado no es nada halagüeño: la mayoría nos muestra distopías similares a las anteriores, sociedades dónde un poder absoluto y corrompido domina con tiránica mano de hierro a la plebe, desprovista de derechos y victimizada. En las trilogías Los juegos del hambre (Suzanne Collins, 2008) o Divergente (Verónica Roth, 2011), el poder encaja opresivamente a los ciudadanos en unos distritos o facciones determinadas, sofocando cualquier síntoma de rebeldía. Además, en el guión cinematográfico In Time (Andrew Niccol, 2011) y en la novela There possession mambo (Eric García, 2009) el sistema bancario y el comercio están tan por encima de la vida de las personas que el tiempo es la moneda de cambio en el primero —si tu tiempo se agota, mueres— y la extracción de los órganos implantados por impago es una práctica empresarial normal en la segunda. Luego, ante un mundo futuro en decadencia, con crisis energética y de recursos, muchos autores imaginan las

mismas sociedades despóticas pero con miras al espacio. Ambientada en 2154, el guión de Neill Blomkamp muestra una Tierra superpoblada y contaminada en la que los pobres enferman y mueren, mientras que los potentados viven en un hábitat lujoso cercano en el espacio llamado Elysium (2013). Y James Cameron, en su Avatar (2009) nos lleva a explotar yacimientos minerales en la lejana luna de Pandora, aunque con ello haya que arrasar con toda la civilización nativa. Y todavía empeora si un cataclismo destruye el mundo tal y como lo conocemos. En una sociedad post-apocalíptica parece ser que no hay escapatoria: o intentas sobrevivir por cuenta propia en un planeta agonizante y sin recursos, como en la novela La carretera, de Cormac McCarthy (2006), en El libro de Eli (guión de Gary Whitta, 2010), —o en las ya clásicas películas de Mad Max (1979), o Waterworld (1995)—o, en caso de que renazca un nuevo orden social, éste probablemente será un verdadero infierno. Lo atestiguan la saga El corredor del laberinto (James Dashner, 2009), o el autoabastecido e imparable Rompehielos —impresionante película basada en la novela gráfica homónima de Jean-Marc Rochette y Jacques Loeb— ,un magnífico tren que recorre nuestro planeta congelado tras el cambio climático y que constituye una micro sociedad en sí mismo: sus viajeros son todo lo que queda de la población mundial, dividida en clases sociales según sus vagones —y, por supuesto, en el vagón de cola malvive la clase baja. Si según Huxley nosotros ya vivimos en una distopía, estas escalofriantes visiones del futuro vaticinan que nuestro sistema actual nos lleva irremediablemente hacia sociedades todavía peores. Y eso hace que me cuestione: ¿No será mejor que en un futuro sea otra la especie que tome el relevo de la evolución, tal como sucedía en la novela El planeta de los simios que Pierre Boulle escribió en 1963? Y en todo caso, ¿dónde quedó aquel lugar maravilloso llamado Utopía?

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