CUENTOS PARA TODOS - ALCIDES IDROGO VÁSQUEZ

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Alcides Idrogo Vásquez.

Es profesor principalde laFacultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Tumbes y ostenta el título profesional de licenciado en educación y los grados académicos de maestro y doctor en educación.

Desempeñó el cargo de Secretario General de la Universidad Nacional de Tumbes, durante 25 años consecutivos, de julio de 1991 a abril del 2016.

Asimismo, de julio del 2011, a octubre del 2012, se desempeñó, simultáneamente, en el cargo de Secretario de la Asociación de Universidades del Sur del Ecuador y Norte del Perú (AUSENP), del Consejo Regional Interuniversitario del Norte (CRI NORTE) y del Consorcio de Universidades Nacionales del Norte del Perú (Organismo Universitario este que le extendió una felicitación en reconocimiento a "su invalorable dedicación, trabajo y aporte durante su desempeño en calidad de secretario del CUNNP, en el período de octubre del 2011 a agosto del 2012, contribuyendo al desarrollo de la educación superior del país").

Del 4 de noviembre del 2016, al 3 de noviembre del 2021, se desempeñó en el cargo de decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Tumbes.

Ha publicado:

a) Sobre su especialidad profesional:

- Errores en la redacción;

- Ortografía y redacción actualizadas;

- Análisis de palabras y formas de los lenguajes administrativo y jurídico.

b) Narración:

- La alegría de un niño y otros cuentos;

-Qué gran apostador.

Cuentos para todos

CUENTOS PARA TODOS

Alcides Idrogo Vásquez

Alcides Idrogo Vásquez

CUENTOS PARA TODOS

1era EDICIÓN

A doña Hormecinda Vásquez Pérez, mi venerable madre de 96 años; y allá, en el cielo, para don Neptalí Idrogo Cruzado, mi padre.

1. El niño del cementerio. 08

2. El sueño de una niña. 11

3. El ángel de la guarda. 13

4. Sueño bendito. 15

5. Orfandad. 18

6. La silla milagrosa. 21

7. Pequeña cometa. 23

8. La alegría de un niño. 26

9. Fiel amigo. 33

10. Milagro. 41

11. Falso amor. 47

12. Maldita maldición. 50

13. ¿Reencarnación? 52

14. La serpiente con patas. 55

15. La promesa cumplida. 64

16. Amor filial. 78

17. Cuestión de Fe. 89

18. Cosas de la vida. 103

19. Pandillaje. 105

20. Reflexiones. 109

21. Monólogo de la frustración. 112

El niño del cementerio

Cerca de las cinco de la tarde, la familia Ponce Negreiros abandonó el cementerio, al que habían acudido para orar en la tumba de un familiar muy amado, recientemente fallecido.

Hacía varios días que no llovía y el día transcurría mostrando su rostro más sombrío. El aire frío de la tarde abofeteaba el follaje de los árboles y husmeaba, con furia, los toldos, cruces y lápidas de las tumbas del cementerio.

Los Ponce se aprestaban a subir a su vehículo, cuando de pronto

Mateo, el adorable y engreído nieto de tres años, comenzó a gritar

¡Mi jugueteeessss, mi jugueteeeesss, quielo mi juguetess

¡Uyyy! – ululó Amanda, la abuela – se están quedando los juguetes del niño. ¡Andrea, ¡Rebeca, vayan por ellos!

Andrea era la hija mayor y la mamá de Mateo; Rebeca, la hermana menor.

Transcurridos unos minutos, regresaron las hermanas:

Andrea: No encontramos los juguetes.

Rebeca: ¿Dónde los dejaste, niño?

Mateo a punto de llorar: Mi amigo, mi amigo yoss yevó.

Amanda: ¿Amigo? ¡Cuál amigo, niño! ¡Aquí no hay ningún amigo tuyo! ¡Qué tonterías dices! Mejor regresamos a buscar.

Y regresaron todos al cementerio, incluido Hernán, el abuelo, en busca de los juguetes con los que se entretuvo jugando el pequeño Mateo, mientras la familia oraba.

Durante varios minutos, buscaron infructuosamente. Buscaron por donde habían visto desplazarse a Mateo con sus juguetes.

En ese instante, unos tímidos rayos solares, ya en retirada, maquillaron, en algo, la cara poco amable del día. Algunas hojas secas deambulaban desconcertadas y sin rumbo, sustentadas por el viento frío de la tarde.

De pronto Rebeca, que había extremado la búsqueda, por lugares a los que de ninguna manera había llegado Mateo, habló fuerte con la voz alarmada por el desconcierto: ¡Aquí, aquí están! ¡Vengan vengan! ¡Aquí están!

Y la turbación les desquició el talante.

Amanda: ¿Cómo? ¿Y por qué ahí? ¡Vamos, vamos a ver!

Y al llegar a donde Rebeca esperaba, se congelaron de asombro: Los juguetes de Mateo estaban encima de la placa nívea de la tumba de un niño, cuidadosamente dispuestos en línea: tres vehículos pequeños de igual tamaño, de colores azul, blanco y amarillo; una pequeña pistola negra; y firmemente de

pie, un ranger azul, con tres rombos blancos en el pecho y con los puños, también blancos, desafiantemente adelantados.

En el epitafio se leía: “JENNER RIVERA JIMÉNEZ 2015– 2019”.

Jenner, el niño del cementerio, que jugó con Mateo.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar.

El sueño de una niña

Para Gianella y Daylín, mis nietas.

Hola, amiguitos: me llamo Vanessa. Les cuento que me gusta mucho dibujar y que siempre dibujo. Cuando no estoy estudiando, dibujo; cuando no estoy jugando, dibujo y hasta me sueño dibujando.

La semana pasada dibujaba un hermoso paisaje matizado de árboles, flores y aves, cuando, de pronto, se me acercó mamá y entregándome una pequeña estampa, me dijo: “Por qué no dibujas a la Virgen María? ¡Mírala: qué linda es!”.

Y a mí me encantó la idea. Y entonces dibujé y pinté con especial esmero a la virgencita. Mamá, muy contenta, me dio su aprobación.

Y sucedió que anoche, mientras dormía, se me presentó, en mi sueño, la virgencita.

Sus hermosos ojos azules resplandecían ternura y amor infinitos. El vivo resplandor blanco de su velo, intensificaba la belleza divina de su rostro. Vestía de blanco púrpura, exactamente, como en la estampa que me entregó mamá. Una hermosa túnica de color celeste etéreo, ribeteada de un inmaculado amarillo oro, cubría y prodigaba su divinidad.

De pronto, un hálito de inmensa alegría se apoderó de mí, cuando la virgencita se me acercó y puso sus manos benditas en mi cabeza y con celestial dulzura me dijo: “Me gustó mucho tu dibujo. Sigue dibujando y haré de ti una gran dibujante”. Luego retrocedió y mirándome mirándome con tierna y profunda dulzura, poco a poco se fue desvaneciendo hasta desaparecer en el confín de mi sueño.

Cuando desperté tenía los ojos húmedos: dormida, había llorado de felicidad.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

El ángel de la guarda

Para Stephano y Matthew, mis nietos.

¡Hola, amigos! Soy Stephano y él es Matthew, mi hermanito menor.

Mamá dice que todos los niños tenemos un ángel de la guarda que nos protege y que el nuestro es muy bueno, pero que debemos portarnos bien siempre, para que siempre nos proteja.

Mamá dice que los niños malcriados y desobedientes hacen sufrir a sus ángeles de la guarda. Y eso no está bien. Yo no deseo que nuestro ángel de la guarda sufra por mi culpa o por culpa de mi hermanito, por lo que siempre nos portamos y nos portaremos bien.

Mamá dice, también, que en el corazón de los ángeles de la guarda anidan la pureza, la ternura y el amor. Así nos dice. Mamá siempre dice la verdad. Ella nunca miente y yo y mi hermanito, tampoco.

Matthew y yo compartimos el mismo dormitorio.

Y anoche mientras dormíamos, nuestro ángel de la guarda me despertó en mi sueño. El blanco intenso de su túnica y sus bellas y largas alas blancas, un tanto abiertas, así como la aureola divina que iluminaba su rostro, me cubrieron de inmensa

emoción. Me acarició con dulzura e hizo lo mismo con Matthew que seguía dormido. Me dijo que siempre nos portemos bien y que nunca dejemos de ser niños buenos, obedientes y estudiosos, para que nunca deje de protegernos. Después, plegó armoniosamente sus alas y se sentó a mi lado; agachó la cabeza, entrelazó las manos y cerró los ojos fingiendo dormir: zzzzzzzzzzzz… fue maravilloso verlo así y lleno de felicidad, me volví a dormir en mi sueño.

Cuando desperté, se había ido. Pero, prometo, que siempre seremos niños buenos para que nos siga protegiendo y para volver a ver a nuestro buen ángel de la guarda.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Sueño bendito

Antonelly es una niña hermosa que juega y estudia como toda niña de su edad. Tenía solo seis años, cuando su madre partió a la eternidad. Un año después, la seguía recordando con intensa ternura, sobre todo en las noches cuando se aprestaba a dormir y su amoroso padre la despedía: “buenas noches. Sueña con mamá, mi princesa”, y, entonces, un encendido anhelo sacudía su candorosa ingenuidad.

Y así cada noche: “Buenas noches, mi niña, sueña con mamá”, y se dormía con la obstinada ilusión de soñar con su adorada y muy recordada madre.

Y así hasta hace poco.

Y una noche, antes de despedirse, como lo hacía cada noche, su padre le dijo: “Mañana temprano iremos al cementerio para rezar en la tumba de mamá” y una súbita emoción agitó su tierno corazón, antes de quedar profundamente dormida. Y fue cuando soñó que corría muy alegre, por una extensa llanura tapizada de verde, salpicada de frondosos arbustos y orillada por hermosas flores de variados y encendidos colores con aroma de gloria y de perpetuidad. Corría con los brazos abiertos, como intentando volar, mientras su cabello, fibras de oro, se desplegaba copioso y armoniosamente jugando con el viento.

Y sin saber por qué, Antonelly seguía corriendo y corría y corría anhelante y vigorosa, impulsada por un dulce regocijo que, cual bendita esencia, recorría su tierna humanidad. Corría y corría, cuando de pronto, divisó en el horizonte a su madre que, transformada en ángel y vestida de divinidad, parecía flotar, a los pies de una hermosa montaña, ataviada de esplendoroso verdor y coronada por la alegría azul del cielo. Ella la esperaba sonriendo, con los brazos abiertos y Antonelly corría y corría, envuelta en la blanca y cálida bruma de su inmensa felicidad.

“¡Mamá!, ¡mamá!, ¡mamá, madre mía!”, gritaba y lloraba cuando sintió el abrazo y las celestiales caricias de su madre.

“¡Mi niña!, ¡mi hermosa niña!”. “Ya no me busques más en tus sueños, porque yo siempre estoy contigo. Desde aquí siempre te protegeré. Ya no me busques más, hija mía” y la envolvía con ese amor celestial que solo las madres saben dar y más desde el más allá.

Antonelly despertó muy agitada y llorando, pero llorando de felicidad.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar y Josselin Xiomara Veintimilla agurto

Orfandad

Una tarde, después de asistir a clases virtuales y de cumplir con las tareas del día, Gianella y Daylín, hermosas niñas de seis y ocho años, respectivamente, contemplaban desde el balcón de su casa, muy atribuladas e infundidas de desilusión y resignación, cómo los niños Carlitos, Ruth y Esthercita, la más pequeña, saltaban, correteaban y se perseguían, jugando y gritando alegremente, en la calle, que se mostraba totalmente despejada: ¿ y por qué nosotras no podemos hacer lo mismo?, ¿por qué esos niños sí salen a jugar a la calle y por qué nosotras no?, se decían.

Mamá escuchó el diálogo y les explicó, cariñosamente, que nadie debe salir de sus casas, para evitar contagiarse, pues la COVID está matando a miles y miles de personas en todo el planeta y que los padres de esos niños, son personas irresponsables, porque al permitirles salir y jugar en la calle, estaban poniendo en serio peligro sus vidas y la vida de sus propios hijos.

Pero esa explicación no les convenció para nada, pues seguían creyendo que de ninguna manera era justo que después de cumplir con sus obligaciones, no se les permitiera salir a jugar, aunque sea un momento, tal como sí ocurría, cada día, hasta hace poco.

Así se sentían, mientras continuaban mirando el bullicioso correteo de esos niños que eran sus vecinos.

Y una mañana de semblante sombrío, por la impertinencia de una persistente llovizna, gritos desgarradores y pedidos de auxilio alarmaron al vecindario. Gianella y Daylín se abalanzaron al balcón y observaron que los vecinos, sin salir de sus casas, dirigían desconcertadas miradas a la casa de Carlitos, Ruth y Esthercita, que lloraban desgarradoramente. Y de inmediato se supo que habían fallecido sus padres, contagiados de COVID.

Mamá, papá y ahora… ¿qué va a ser de esos pobres niños?: Daylìn entre lágrimas, muy apenada.

Sí, qué va ser de ellos: Gianella, al borde del llanto.

Sucedió lo que, desgraciadamente, tenía que suceder: los niños, al jugar en la calle, habían contraído el virus y fueron ellos los que, sin saberlo, contagiaron a sus padres, quienes, a sabiendas de lo que podía suceder, les permitieron salir. Y ahora han quedado sin padre y madre y con el terrible dolor de la orfandad desgarrando y golpeando sus tiernos e inocentes corazones.

Entonces, Gianella y Daylín, entendieron, con claridad, la importancia de escuchar y obedecer a sus padres, que sí sabían lo que hacían para protegerlas, pues eran padres muy buenos y muy responsables: “¡Papá, mamá, les amamos mucho!” y abrazaron con ternura infinita, a sus adorados padres.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

La silla milagrosa

Hasta el cielo, para don Neptalí Idrogo, mi padre.

Desde el día de la muerte de su padre, Inés, hermosa jovencita de piel tenuemente acanelada, porte y gracia de gacela, vivía atormentada por un intenso sufrimiento, que la desgarraba en cuerpo y alma. Había transcurrido casi medio año desde aquel trágico día y ella seguía sin encontrar consuelo. Dormía poco, se alimentaba mal y estaba a punto de abandonar los estudios. Y por más que lo intentaba, no lograba despojarse del intenso sufrimiento que, cual ventisca helada, acuchillaba su mente, su alma y su corazón.

En el día, su joven voluntad sucumbía a la tristeza y al ensimismamiento; y en las noches, a solas en su dormitorio, una angustia insufrible atormentaba su joven y lacerado corazón, mientras copiosas lágrimas de dolor inundaban, inmisericordes, su joven y angelical rostro, a la par que oraba con encendida devoción y pedía a su padre que le ayudara a sobrellevar su agobiante aflicción: “padre mío, por qué te fuiste; no puedo soportar tu ausencia; me has dejado sola y sin ti no deseo vivir”. Era hija única.

Y así transcurrían sus días.

Pero un día - ¡Oh, prodigio divino! – despertó muy temprano por la mañana, despojada de toda aflicción y sufrimiento. Sentía que un halo de irradiante tranquilidad iluminaba su cuerpo y un sentimiento de paz y de profunda quietud espiritual la confortaban y no entendía por qué. Se sentía, incomprensiblemente, feliz.

Y luego, al salir de la ducha, se dispuso a sentarse en la silla que siempre ocupaba para acicalarse. De pronto, una insólita alegría encendió su espíritu y su mente, mientras sentía que la silla se arrastraba hacia atrás, como si alguien, en son de broma, la desplazara alejándola de su cuerpo para hacerla caer. Inés volteó como buscando a alguien, a la vez que lanzaba, inconscientemente, una breve y sutil carcajada, aceptando la broma, mientras creyó escuchar la voz de su padre, riéndole tierna y tenuemente al oído:

¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¿Qué haces papá?! ¿Por qué te juegas así?

Y desde ese momento y como por milagro, Inés ya no volvió a sufrir por la muerte de su padre y solo lo recordaba con inmenso amor y dulce añoranza.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Pequeña cometa

Para Jairelly: mi primera nieta.

Hola, amigos. Soy Salvador Dioses Albarracín y nuevamente con ustedes. Les hago recordar que, anteriormente, escribí para contarles sobre mi vida y mi trabajo; sobre mis momentos felices, que fueron muy pocos, y los difíciles y desafortunados, que fueron los más en mi vida. Les reitero que mi mayor aspiración fue convertirme en escritor, pero como “lo que no nace, no crece”, mi poca pericia para el oficio, me llevó a desistir, pues entendí que en ese edén no había lugar para mí. Aun así, llegué a publicar un cuento con el título de Monólogo de la frustración, que algunos de ustedes creo que han leído. Además, en mi fallido intento por escribir, llegué a pergeñar algunos otros cuentos para nada apreciables, claro, pero que aun así los conservo para mí.

Y antes de manifestarles el verdadero motivo por el cual vuelvo a dirigirme a ustedes, deseo que sepan que fueron los momentos

amargos de mi existencia los que, precisamente, impulsaron mi pasajera determinación de coger la pluma.

Sin embargo y yendo al grano, confieso que en mi larga existencia (acabo de cumplir 78), hubo un acontecimiento familiar que, como ningún otro, aromatizó mi vida con la más sublime felicidad: el ser abuelo por primera vez. Tan venturoso suceso, me llevó a escribir lo que a continuación pueden leer, escrito con emoción y desparpajo y despojado, esta vez, de cualquier complejo de inferioridad.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Mi pequeña cometa

Vuela pequeña vuela

En la amplitud azul del cielo

Vuela que jubilosos observan tu vuelo

Los ojitos risueños de mi pequeña nieta

Vuela pequeña vuela

Y que nada te detenga

Tu cuerpo desafía al viento

Y tu cola una hermosa estela

Vuela pequeña vuela

Que a la distancia te contempla

Remontando desiertos/ páramos y valles

La gélida mirada de un hada

Vuela pequeña vuela

Que no te alcance el triste cantar

De una solitaria sirena

Que consternada llora sus penas al mar

Y luego vuelve pequeña vuelve

De tu viaje sideral

Vuelve para que mi nieta

No se canse de esperar

La alegría de un niño

Armando era un niño enjuto y carilargo, pero de facciones agraciadas. Contrastaba con el alegre color bermejo de su cabello, la luz opaca de sus ojos y su tierno semblante engastado de angustia y de evidente tristeza, así como su comportamiento retraído, que decía, a las claras, de su timidez. Era el mayor de cuatro hermanos y el trato severo de sus padres le había enseñado a ser obediente por, sobre todo.

Algunas veces y durante los períodos de vacaciones escolares, visitaba, por unos días, la casa de unos tíos, a quienes amaba, entrañablemente, por el trato tierno y amoroso queledeparaban siempre.

Los tíos vivían en San Andrés, una alegre campiña serrana, hermosamente dibujada en una amplia e inclinada planicie, que, en su extremo más bajo, está bordeada por una angosta quebrada, cargada de agua transparente, que discurre triste y silenciosa, casi del todo escondida por la abundante y tupida vegetación de las orillas. Le llaman la Quebrada de San Andrés.

Más allá de la Quebrada de San Andrés se elevan, imponentes, enormes y numerosos peñascos grises que, impasibles, cargan sobre sus poderosos hombros, uno de los extremos de una inmensa y desolada meseta, en la que el sol solo a veces se atreve a posarse mansamente y el viento atormenta al ichu noche y día y agita, sin descanso, el agua helada de pequeñas lagunas de orillas desnudas y negruzcas, unas, y amuralladas por totorales perpetuos, otras.

A la distancia y ubicado en el extremo sur de la campiña, vigila silencioso y formidable El Andino, monte majestuoso, que es la cabeza de una extensa cadena de inmensas montañas grises que se extienden, interminables, hasta unirse, a la distancia, con la infinita bóveda azul del cielo.

La altísima y medio dentada testa gris de El Andino luce pétrea y lisa, incólume a la lluvia, al viento y al tiempo, pero su enorme pecho plano está cubierto de una densa y menuda hierba oscura, así como de raleados arbustos pequeños y medianos. Por su parte más baja permite, generoso, el paso del hombre a través de una angosta y peligrosa senda labrada por la fuerza de la porfía humana.

A los pies de El Andino, corre El Antara, rio torrentoso de aguas frías y espumosas, al que, cauce abajo y muy cerca de la enorme boca de una hondonada, se une humillada e insignificante y casi inadvertida La Quebrada de San Andrés.

La gente dice que a veces y sin motivo alguno, El Andino pierde la paciencia y que cuando eso ocurre, se traga, inmisericorde, a los hombres que se atreven a cruzarlo en las noches y aun en el atardecer.

En las tardes frías o en los días de lluvia, la vista de El Andino angustiaba un tanto a Armando. Le parecía una montaña triste, cargada de soledad y a la que, a veces, apenas lograba divisar envuelta por la bruma. Otras veces, se escondía totalmente detrás de densos y oscuros nubarrones.

Pero El Andino recobra su prestancia y luce imponente en los hermosos días de radiante sol. Entonces, se ilumina su pétreo rostro de roca viva y se dilata su enorme pecho gris, para bañar la campiña con un vivo y alegre resplandor. En los días de radiante sol, Armando era muy feliz y lleno de alegría sentía que amaba intensamente a la hermosa campiña de San Andrés:

Amaba los verdes y elevados pastizales, en los que fácil desaparecía cuando jugaba a esconderse con otros niños del lugar.

Amaba los numerosos y cristalinos ojos de agua, preñados de renacuajos y usados como abrevaderos.

Amaba los hermosos y coposos alisos cargados de pequeños y comestibles frutos de color rojo oscuro.

Amaba el encendido color morado de las maduras y dulces moras.

Amaba el zumbido silencioso de los hermosos colibríes succionando la risa múltiple de las flores silvestres que adornaban la campiña.

Y amaba los enormes sauces de gruesos troncos, muy abundantes en la zona, los que, en las tardes frías de todos los días, protegen las casas del inclemente azote del viento. Frente a la casa de los tíos de Armando había muchos sauces,

dispuestos en fila, los que, al igual que en las otras casas, servían, además, para atar, en las noches, caballos, vacunos y ovinos.

En San Andrés, Armando nunca conoció la tristeza, gracias a la bondad y al desmedido afecto de sus buenos tíos.

Por las tardes le agradaba mucho sentarse en el corredor de la casa, en compañía de su amable tío. Este lo entretenía, sobremodo, con cuentos sobre almas, duendes y aparecidos y sobre cabezas humanas que en el sueño se desprenden de cuerpos sedientos para vagar en las noches y pegarse a personas o animales, a veces para sólo atormentarlos o agredirlos, pero otras para ocasionarles la muerte y luego retornar satisfechas a sus cuerpos.

Por eso - le decía el buen tío - las personas nunca deben acostarse teniendo sed.

Armando se estremecía en silencio.

Algunas veces, el tío tocaba dulcemente la quena, instrumento musical andino, cuyas hermosas notas invitan a la tristeza o avivan el sufrimiento. Otras veces, entonaba dulces melodías que el mismo componía. Durante muchos años y enfermo de añoranza, Armando recordaría una:

Qué triste es cantar triste

Al atardecer del día

Triste transcurre mi vida

Pobre y sin consuelo.

Pero sólo era un cantar, pues los tíos de Armando exhibían cierta prosperidad, gracias a las actividades comerciales y pecuarias que desarrollaban a la vez.

Al atardecer de cierto día, Armando recibió el encargo de sus buenos tíos de comprar una nueva carga para la linterna de la casa, aparato este que, en las oscuras noches, resulta de uso obligatorio en las casas de campo de la olvidada zona andina.

-Compras en la tienda del señor Alfonso – le dijeron amablemente- Oscar te acompañará.

Oscar era el hijo mayor de los tíos. Si bien tenía tres años menos que Armando, era su compañero inseparable para el juego.

Al instante partieron subiendo por el camino grande que, ondulándose, cual serpiente en huida, pasa por encima de la casa familiar, bordeando la colina que constituye el perfil superior

de la campiña. Es el único camino grande que atraviesa la campiña. Baja desde la inmensa meseta fría – orillado por cercos de piedra coronados con tunales o por pencas, saúcos o por algunos eucaliptos revestidos de plantas silvestres – y se pierde por el Bombón, un hermoso y extenso valle pintado de intenso verdor y que lindacon la enormecadena de montañas que inicia El Andino.

Armando y Oscar subieron contentos para cumplir con lo encomendado. La tienda de Alfonso quedaba cerca de la casa familiar, en la parte más alta y más llana de la campiña, frente a la única escuela del lugar.

No tardaron en retornar y fue Armando el que entregó al tío lo comprado, pero olvidó devolver el vuelto de la compra. Los buenos tíos advirtieron su olvido, pero, comprensibles y generosos como eran, no le hicieron notar y la familia continuó con su rutina esa noche.

Muy temprano, al día siguiente, la radiante e inusitada alegría de Armando sorprendió a sus tíos, quienes, sosegadamente, lo esperaban para desayunar. Lleno de júbilo se acercó a ellos casi gritando:

¡Mira tío, mira tía! – les decía entusiasmadísimo – tengo tres monedas. Ayer no las tenía. Solas han aparecido en mi bolsillo. Nadie me las ha dado.

Como los tíos sabían muy bien de qué se trataba, cruzaron sus miradas y optaron por reír quedamente, compartiendo, gustosos y felices, la desbordante e inocente alegría de Armando. Lo miraban con dulzura, con esa forma conmovedora que tienen al mirar solo quienes cobijan en sus corazones los más puros

sentimientos de amor, de bondad y comprensión y que, además, no conocen la rabia extrema ni la envidia ni el resentimiento ni el rencor.

Cómo eres un niño bueno, seguro que algún ángel ha venido del cielo para premiarte con esas monedas – atinó a decir la tía, cargada de comprensión.

Al escucharla, el rostro de Armando se congeló por un instante. Era increíble lo que decía la tía, pero tenía que ser cierto, pues no encontraba otra explicación. Seguro que en la noche y mientras dormía, un ángel bueno le había dejado las monedas. Así reflexionó por un momento y luego su rostro se volvió a iluminar, recobrando la enorme alegría que sentía. Entonces, se abalanzó y abrazó fuertemente a su tía y ella le correspondió envolviéndolo con las más tiernas caricias. Luego hizo lo mismo con su tío y sintió que su tierno corazón se agitaba desmedido, latiendo pletórico de la más intensa alegría.

-Un ángel, tíos, un ángel -repetía enormemente extasiado.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Fiel amigo

Llegó al seno de la familia cuando era un bebé.

Desde el primer momento fue objeto de mimos y de cuidados excesivos que alegraron su vida, tanto como él alegró la vida de sus amos y protectores.

Goliat lo llamaron como a su antecesor que, igualmente, fue muy querido. Pero este Goliat se convirtió en un perro muy diferente: cruzado de raza, su figura mediana y pétrea resultaba imponente; su hocico recto y severo dibujaba un rostro enjuto que infundía temor. En la frente lucía, cual vistosas monedas, dos caprichosos y pronunciados enmarañamientos circulares, que se iniciaban cual diminutos ombligos y que lo agraciaban sobremodo, rompiendo la armoniosa uniformidad de su suave pelaje rubio oscuro. El poderoso destello parduzco de sus grandes ojos desentrañaba, con facilidad, la oscuridad de las noches más oscuras. La cola frondosa en la punta y envuelta hacia arriba y las pequeñas orejas siempre erguidas, le daban un aspecto altivo. En un barrio pululado de delincuentes, como es el caso de un gran número de los barrios en Tumbes, Goliat era garantía de protección y seguridad, tanto para sus dueños como para los vecinos del barrio. Ningún delincuente osaba enfrentarlo.

En el día, Goliat era un perro silencioso, entregado a disfrutar del cariño y de las atenciones que le deparaban sus amos. Tenía licencia para desplazarse por toda la casa y era efusivo en su saludo de recibimiento a los miembros de la familia cuando estos retornaban a casa luego de laborar unos y de estudiar otros.

Pero era en las altas horas de las noches cuando Goliat se convertía en un severo guardián del barrio. Era en las noches cuando, por propia iniciativa, se ubica en la terraza de la casa, para

Hacer sentir su presencia con estruendosos ladridos que rasgaban y sacudían el silencio oscuro y sereno de las noches.

¡Gua! Es el Goliat otra vez, seguro que algo sospechoso ha vistodecía un viejo e insomne vecino, dilatando sus enormes ojeras azules.

Perro maldito- refunfuñaban los delincuentes en su deambular nocturno por el barrio y por los barrios vecinos.

Una mañana, casi al medio día y aprovechando un descuido de Ximena, la madre en la familia, quien había quedado sola, Sojo –el alias de un joven, pero avezado delincuente que igual asaltaba y robaba en el día como en la noche y en cualquier lugar – había logrado entrar en la casa para robar, mas solo pudo desplazarse unos pocos pasos, porque Goliat que dormía sosegadamente en un fresco rincón de la terraza, lo advirtió; entonces y volando las gradas se abalanzó contra el delincuente y con unos cuantos mordiscos lo hizo huir despavorido.

En otra oportunidad frustró con sus ladridos primero y con su temible presencia después luego de un felino salto desde su puesto de vigilancia (la terraza de la casa)-, la malévola intención de tres jóvenes delincuentes que a altas horas de la noche trataban de forzar la puerta de una de las pequeñas bodegas del barrio.

El hecho fue muy comentado al día siguiente. Se hablaba de la bravura y valentía de Goliat y de su salto temerario. Decían que sólo Goliat podía darse el lujo de saltar de tal altura sin sufrir daño alguno y en defensa de los vecinos del barrio.

Goliat, Goliat Superman – lo llamaban los niños desde ese día, con admiración y cariño.

Buen perro – decían los vecinos – sabe proteger al barrio.

Así transcurría la alegre existencia de Goliat, el perro guardián

De su casa y del barrio: servido y sirviendo, protegido y protegiendo.

¡Su bebé, dónde está mi bebé, qué hace mi bebé! – se dirigía a él y lo acariciaba con dulzura Edna, la hija mayor de la familia.

¡Chiquitín, mi chiquitín!, le decía Patricia, la hija menor, y le regalaban tiernas caricias que Goliat aceptaba feliz, levantando la cabeza y arqueando su cuerpo o meneando graciosamente su hermosa cola.

Él también las quería muchísimo, sobre todo a Ximena, que era quien se ocupaba de su alimentación, de su buena y sana alimentación y siempre a la hora conveniente y siempre con cariño.

Transcurrían los días y un día ocurrió el acontecimiento tan esperado por la familia: el nacimiento de Claudia, una robusta y preciosa criatura, la primera nieta de la casa. Pero fue este singular acontecimiento familiar el que cambió, para mal, la existencia del buen Goliat, porque, lamentablemente, desde ese día se olvidaron de él y pasó a convertirse en un estorbo para la familia. Decían que ensuciaba la casa, que olía mal, que constituía un peligro para la pequeñita, en fin, hasta que por

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

decisión de Ximena fue confinado al corral primero y aislado en la terraza después.

Más de seis meses duró su confinamiento en el corral, el lugar más descuidado, estrecho y desprotegido de la casa. Allí, Goliat cambió totalmente: perdió su acostumbrada alegría y se convirtió en un ser sombrío y silencioso.

En la calle se extrañaba el estruendo de su protectora y potente voz que estremecía la oscuridad de las noches.

Él también fue feliz con el nacimiento de la pequeñita y le habría gustado acercarse a ella para cuidarla, para jugar con ella, pero no, no pudo, le fue imposible.

Confinado injustamente en el corral de la casa, nadie se acordaba ni se acercaba a él. Ni sus más lastimosos ladridos, cargados de un tono suplicante y de desesperación, conmovían a la familia. Por momentos y, sobre todo, los primeros días de su encierro, lanzaba con fuerza su desmejorado cuerpo contra la pesada puerta del corral para llamar la atención o generar compasión entre sus amos, pero nada; por el contrario, recibía reprimen- das voz en cuello; entonces, desconsolado se tendía en el piso, estiraba el fino hocico en la tierra y sumido en el más profundo silencio, con lagunas en los ojos, masticaba, resignado, su tristeza y su desgracia.

Goliat, tan querido que fue un tiempo, ahora hacía abandonado en el corral día y noche, solo, triste y humillado. Solamente

podía ver a Ximena cuando esta le alcanzaba sus alimentos desdeñosa, indiferente, como disgustada por tener que alimentarlo.

Lento y opresivo transcurría el tiempo para Goliat, hasta que su mal estado determinó su traslado y aislamiento en la terraza de la casa.

Esto último de alguna manera significó una cierta mejora a su condición de cautivo: por lo menos podía observar personas y contemplar la fría indiferencia de sus amos, entrando y saliendo de la casa; por lo condición de guardián y nuevamente se volvió a escucharse su potente voz, pero ahora engastada de amargura y muy agriada por la ingratitud y el olvido.

-Goliat Superman, por qué no te tiras; lánzate Superman; salta; tú puedes hacerlo – volvieron a gritarle los niños del barrio.

Y tres veces más se lanzó Goliat desde la terraza, pero ya no para atacar delincuentes o para defender a sus dueños o a los vecinos. No. Se lanzó llevado por la desesperación, corroído por el sufrimiento intenso que le causaba tan injusto cautiverio

Las dos últimas veces, sobre todo la última, Goliat se hizo mucho daño. Indudablemente que ya no era el perro fuerte de otros tiempos. Durante varios días sangró por el hocico y se tambaleaba penosamente al caminar, pero ya no aceptó las atenciones que se le quiso brindar. ¿Para qué?, ¿para continuar aislado?, ¿para continuar sufriendo el castigo del cautiverio? No.

No tenía sentido y así, malherido, permaneció silencioso en su obligado refugio, consumiéndose de nostalgia, soledad y dolor.

Luego del último lanzamiento y no obstante su lamentable situación, un verano más pudo soportar estoicamente, desprotegido como estaba, el sol abrasador y las demás inclemencias del clima, hasta que un día, muy temprano en la mañana, Ximena que había subido con los alimentos, lo encontró muerto. Si: Goliat había muerto.

Y fue, entonces, cuando toda la familia, repentinamente, sintió que lo habían querido mucho, que siempre lo quisieron mucho y lágrimas de profunda aflicción, por aquí, y lágrimas de culpabilidad y arrepentimiento, por allá.

Pero ya todo era tarde y en vano.

Enterrado en el corral de la casa, Goliat continúa con su noble tarea de protección de la familia, sólo que ahora nuevamente es libre para desplazarse por donde desea. Ha recuperado la alegría y el vigor como en sus buenos tiempos cuando vivía en este mundo. Ha vuelto a ser el noble guardián de la casa. Algunos miembros de la familia aseguran escuchar sus pasos y hasta sus potentes ladridos a altas horas de ciertas noches. Y no se equivocan, porque si bien Goliat ha muerto, continúa viviendo a través de su generosa alma blanca, para seguir protegiendo a su familia, para seguir amándola siempre y por siempre.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Milagro

Transcurría sosegada y silenciosa una alegre y soleada mañana de un lejano abril.

Simón, un humilde y conocido leñador del lugar, caminaba tranquilo con la mirada fija en el verdor del bosque, en procura de ubicar el mejor sitio para comenzar su faena.

Su avanzada edad se expresaba en la lentitud de sus pasos y en las numerosas y marcadas líneas que surcaban su rostro y que en vano intentaban ocultarse tras una raleada y sombría barba cana.

Solo el alegre canto de las aves rompía la armoniosa quietud del silencio azul del cielo.

El sol abrasaba sin clemencia la tupida vegetación, completamente dominada por el señorío imponente de colosales ceibos, hermosos árboles de gruesos y espinosos troncos; árboles silbadores los llaman y a los que no hay que abrazar para no terminar inflados por la gordura, según la gente del lugar.

En el Horizonte, el aire se estremecía en inmensos pliegues invisibles, dilatados por el intenso calor del verano.

Hacha en mano, Simón caminaba tranquilo con la mirada escrutadora abriéndose paso por entre el intricado follaje. La serena quietud del paisaje acompañaba el pausado caminar de sus pies desnudos.

Pronto llegó a un claro del bosque y pensó que ese era el lugar adecuado para iniciar su faena ese día.

Se detuvo Simón y con tranquila y serena mirada, recorrió brevemente su alrededor.

Luego y todavía con cierto desgano, se desplazó con lentitud unos pocos pasos de frente, siempre con el hacha en una de las manos.

Finalmente se detuvo, se acomodó el viejo sombrero, abrió las piernas y con el hacha arrimada a una de ellas, se frotó suavemente las encallecidas manos para comenzar su trabajo.

Simón levantó vigorosamente el hacha para descargar el primer golpe en el tronco leñoso del arbusto más alto que había seleccionado para iniciar su faena, cuando de pronto un dolor profundo en el pie derecho lo paralizó por un instante. Luego pegó un grito desgarrador, soltó el hacha y levantó violentamente el pie para envolverlo con ambas manos, al tiempo que descubrió que una enorme serpiente oscura se alejaba presurosa del lugar.

El profundo dolor y la angustia por encontrarse solo y sin posibilidades de ser auxiliado, hicieron que Simón pensara en la muerte. Al instante y sintiendo que el dolor lo debilitaba, se desplomó pesadamente.

Desconsolado apretujó los ojos, mientras sentía que el cuerpo le quemaba y que sus piernas y brazos comenzaban a agitarse.

Luego su mente se nubló y tuvo la sensación de que el dolor lo transportaba, cual hoja suelta al viento, por la oscuridad de una caverna sin fin, al encuentro de la muerte inevitable.

La muerte de Simón era inminente y sólo un milagro podía salvarlo; mas ¿cómo pensar en un milagro o esperar que éste ocurriera en tales circunstancias y solo como estaba?, ¿podría ocurrir un milagro en tan alejado, solitario y silencioso bosque?

Imposible. No, eso no podría ocurrir de ninguna manera, por lo que Simón sólo esperaba la muerte.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Sin embargo y mientras una dolorosa resignación recorría su mente y su cuerpo, esperando la inevitable muerte, inconcebible- mente ocurrió el milagro:

Al principio se presentó en forma de una intensa luz que, abriéndose paso por la claridad del día, se posó en el lugar del suceso e iluminó suavemente el aterrado y adolorido rostro del buen labrador, quien, al instante, sintió que una agradable sensación de alivio invadía su curtido cuerpo. Entonces, abrió lentamente los ojos y, muy sorprendido, descubrió que un hermosísimo

Ser, parado frente a él, le sonreía con la más dulce y tranquilizadora de las sonrisas. Su rostro era virginal. Su vestidura deslumbraba por su reluciente blancura. Una maravillosa y encendida corona dorada adornaba su también dorada cabellera. Con su diestra sostenía una pequeña vara brillante, con cuyo resplandor apuntaba y bañaba, tenuemente, el viejo cuerpo del labrador:

- ¿Cómo te llamas? -preguntó el hada.

- ¡Simón! -Contestó el labrador, que incrédulo, lleno de asombro y ya despojado de todo dolor, comenzó a incorporarse lentamente con la sorprendida mirada fija en tan dulce ser.

-Sí, sé que ése es tu nombre – dijo el hada eres un buen hombre, tienes buen corazón, amas y proteges a t tu familia y no mereces morir todavía.

Diciendo estas palabras, el hada comenzó a elevarse lentamente, al tiempo que se iba desvaneciendo en el aire, hasta finalmente desparecer en la claridad del cielo.

El leñador terminó de ponerse de pie ya sano y salvo; luego se arrodilló y se santiguó profundamente conmovido, agradeciendo a Dios por el milagro y dichoso retornó a su casa para contar lo sucedido.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar y Josselin Xiomara Veintimilla Agurto

OTROS CUENTOS

Falso amor

Luis permanecía en un rincón del salón, chasqueando los dedos y alardeando, por momentos, sutiles y presumidos pasitos de baile, con su sonrisa de “mírame que guapo soy” y la mirada puesta en Isabelita, hermosa jovencita que esa noche celebraba su fiesta de 15 años.

Cuando se inició el baile, esperó el momento propicio para acercársela y bailar con ella. Y fue cuando comenzó la siguiente historia de amor:

Después de esa noche, Luis fue infalible en su visita diaria a la casa de Isabelita, sobre todo, en las noches. Era seis años mayor que ella, lo que no fue inconveniente para lograr que lo aceptara de enamorado. Vestía bien y siempre presumido, llegaba en diferentes vehículos de propiedad de sus padres y casi siempre, también, con un hermoso ramo de flores o con cualquier otro interesante regalo para doña Gabriela, la mamá de Isabelita.

Y así, fácil obtuvo el consentimiento de los padres para llevarla a pasear y, a veces, hasta muy tarde la noche. Ella, muy enamorada, lo esperaba exhalando angustia y desasosiego: “Es lindo, muy lindo, respetuoso y muy caballero”, decía. Y en cada reencuentro, la felicidad doraba de tierno carmesí su hermoso rostro.

Transcurrían los días y ellos sofocados de amor.

Y hasta que una noche:

¡Amor, te tengo una gran noticia!

¿Ah sí? ¿Y de qué se trata, amor mío?

La mirada de Isabelita retozaba felicidad.

Estoy en cinta. Mamá ya lo sabe y no te imaginas lo feliz que está.

Con los dedos entrecruzados a la altura de lo que, en ella, ya era fuente de vida, miraba a su amado con desesperada expectativa. ¡Bravo! ¡Me haces feliz, muy feliz!

Y celebraron tan dichoso acontecimiento unidos en un intenso e interminable beso de amor: ¡Te amo! ¡Te amo, Isabelita mía!

Y al despedirse, le susurró tierna y quedamente al oído: “Mañana hablaré con tus padres y pronto nos casaremos” y ella vibró de emoción. Mas, después de esa noche, Luis nunca volvió. Y dicen que nadie lo ha vuelto a ver en la ciudad. Eso dicen.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar y Josselin Xiomara Veintimilla Agurto

Maldita maldición

¡Imbécil! ¡Farsante! ¡Eres un imbécil, un falso, un perfecto imbécil! ¡Te odio!

Los celos y los insultos de Emma Gonzales revoleteaban en la pequeña habitación con un zumbido virulento y silencioso, sacudiendo, virulentamente, a su joven esposo: ¡Desaparece de mi vista, imbécil! ¡¡Vete! ¡Te odio! ¡Te odio¡¡Lárgate! ¡Lárgateeeee!

Fernando, muy arrepentido, guardaba absoluto silencio, con la mirada sembrada en el piso y entrecruzando, nerviosamente, los dedos, muy muy abatido y preso de un sofocante sentimiento de culpa, aunque decidió que pedir perdón en ese momento, resultaría inútil: “Lo haré después, cuando amaine la tormenta”.

¡De acuerdo, me voy, me voy, pero tranquilízate ya, por favor!

¡Lárgate y muérete, muérete maldito! ¡Maldito farsante!

¡Muéreteeee!

Fernando no soportó más y optó por retirarse, en silencio. Salió de la habitación lentamente y muy devastado. Arrancó su motocicleta y partió a velocidad, calle arriba.

¡Muérete, mueéreteee! ¡Maldito miserable! ¡Maldito! ¡Malditoooo!

Apenas si escuchó este último insulto. La humedad de sus ojos lo hacía mirar como a través de una nube oscura o de una gruesa telaraña. Así conducía, presa del desconcierto y del insosiego.

Sentía un terremoto en la cabeza y el corazón le arañaba con descontrolada furia el pecho. Conducía a velocidad, como tratando de no ser alcanzado por los insultos y el furibundo mal deseo de su enfurecida esposa.

Conducía a velocidad y en su cabeza bullían los últimos insultos que alcanzó a escuchar: “¡miserable, maldito, muéreteee… malditooo…!”.

Así conducía y de pronto, en el preciso momento en que trató de ganar la avenida principal de la ciudad, un auto de color plomizo, que también venía a velocidad, lo impactó brutalmente. Fernando fue lanzado varios metros a media pista y murió al instante con el cráneo destrozado por el terrible impacto.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

¿Reencarnación?

Agosto de hace muchos años. Mes de pocas lluvias en la Sierra. Don Modesto Bustamante montó a caballo y salió de Villachala después del mediodía, rumbo a La Antara, bello caserío en el que era propietario de una mina de carbón. Para llegar allí tenía que atravesar La Peña, un escarpado y extenso cañón, de altísimas paredes oscuras, cuyas cumbres agudas solo son visibles en los días de sol. El resto de los días se convierten en la posada de densas y extensas nubes negras. Al fondo, brama incansable y casi escondido, el caudaloso Pomayoc, el arquitecto de ese prodigio natural.

Por el lado izquierdo del cañón, camino a La Antara, se abre paso un angosto, extenso y escabroso desfiladero, abierto sabe Dios cuándo y por quiénes, que desemboca al otro lado del inmenso cañón, muy cerca del viejo y rústico cementerio de Morabamba, el primer caserío que se cruza saliendo de La Peña, camino a La Antara. Se trata de un peligroso y sombrío sendero, que en algunas partes parece esconderse en las propias entrañas del cañón y cuando reaparece dibuja peligrosos recodos en las salientes.

Don Modesto Bustamante llegó a La Peña. Bajó del caballo para atravesar caminando el peligroso desfiladero. Claro que también pudo atravesarlo montado, pero caminando le era más fácil evitar el vértigo que le generaba la vista gris del abismo.

Y halando su caballo atravesó La Peña.

Y cuando se disponía a montar de nuevo, llamó su atención la figura de un anciano que bajaba por el camino ancho y pedregoso, que atraviesa Morobamba. Parecía venir a su encuentro. Vestía saco negro, camisa blanca de tocuyo y un pantalón azul oscuro de lana. Su vestimenta, aunque vieja, se

veía muy limpia, así como las negras y desgastadas ojotas y el poncho de color bayo que llevaba al hombro. Usaba un viejo bastón negro con empuñadura plateada y un sobrero palma de copa alta, no tan usado. Su rostro níveo, sus ojos claros de mirar intenso, la enrarecida barba blanca y la espalda ligeramente arqueada por el peso de los años, le daban un aspecto venerable. Al llegar junto a don Modesto Bustamante le extendió la mano y le saludo amablemente:

Buenos tardes, caballero.

Buenas tardes, amigo.

¡Qué gusto! A usted lo conozco desde siempre.

Seguro. A mí me conoce toda la gente de estos lugares.

No, no. Digo que lo conozco desde siempre, mi buen amigo.

¡Ahhh! Bueno, bueno. ¿Y cómo es eso?

Escúcheme: a usted lo conozco con anterioridad. Usted siempre fue de estos lugares, aunque su nombre fue otro, en otros tiempos. Y hasta conozco su tumba, que está en ese cementerio, precisamente. Y apuntó con su bastón al viejo cementerio.

Esta larga respuesta sorprendió y alarmó a don Modesto.

Sígame, mi amigo, le voy a mostrar, le dijo y se dirigió al viejo cementerio.

Don Modesto, muy desconcertado y llevado por la curiosidad, optó por seguirlo. El anciano se detuvo frente a una tumba que aún conservaba su vieja cruz, muy lastimada por el tiempo y oculta entre la hierba.

Agáchese y lea, mi buen amigo.

Y eso hizo don Modesto, que, agachándose, trató de leer las pocas letras legibles de la vieja cruz. Y solo pudo leer “I…RI… 1900 – 19… ”.

Desconcertado se puso de pie y volteó para interrogar al anciano; pero este ya no estaba. Había desaparecido.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

La serpiente con patas

Aquella tarde, inmensos nubarrones negros ocultaban el sol que se despedía. La campiña toda exhalaba una fría y amarga desolación. El viento guapeaba a la tarde y arremetía contra los sembríos y árboles y contra los penachos de los cercos de los caminos, cargados de hierbas, pencas, moras y tunas.

Emilio retornaba muy preocupado. Había escuchado, de boca de sus padres y de mucha gente, que quien encuentra una serpiente con patas, se convierte en una persona desdichada para siempre. Y él acababa de encontrar una, muerta, tirada panza arriba y que con un par de pequeñas patas muy cerca de la cola. La encontró a un costado del camino grande, cuando volvía de trabajar a jornal. A su padre le pasó lo mismo. Él también encontró una serpiente con patas y, toda su vida, fue una persona desafortunada y la única herencia que dejó al morir, fue la pobreza.

¡Ay, hijo!, tendrás el mismo triste destino de tu difunto padre: doña Margarita, su madre.

Y desde esa tarde, la tristeza hundió con furia sus heladas garras en la sufrida y menesterosa vida de doña Margarita: qué será de la vida de mi pobre hijo. Al igual que su padre, tal vez nunca salga adelante.

Emilio trabajaba para “reunir algún dinerito”, según el decir de doña Margarita, y poder viajar a la capital, a fin de trabajar y estudiar a la vez. Ese era su más caro anhelo. Se había propuesto levantar la mirada, cogerle las astas a la vida y conducir su destino hacia la prosperidad para sacar de la pobreza a su

madre y brindarle lo que la vida le negó a ella y a su difunto padre.

Así, una mañana y sobreponiéndose al conmovedor llanto de su madre y de Elvirita, su hermana menor, Emilio partió rumbo a la capital, en procura de un destino mejor. Partió temprano por la mañana, cuando las campanas de la vieja iglesia de Alto Pinar, de una sola torre, estremecía la fría mañana llamando a misa, con su vigoroso y sostenidamente triste sonar.

Ya en la capital y después de muchas idas y vueltas, consiguió hospedarse en un miserable cuartucho, en el pueblo joven

Nueva Esperanza, atestado de gente pobre, hosca y extraña, que caminaba siempre de prisa, siempre mal vestida y casi siempre malgeniada. Emilio siempre trató de entender la agria actitud de esa gente: “seguro que es por la pobreza y el sufrimiento”.

Su primer trabajo fue de mesero en un restaurante de medio pelo, en el que no solo ganó una miseria, sino que en seis meses de trabajo, nunca le pagaron completo su sueldo. El dueño, un hombre rechoncho, avaro y de mal trato, que de costumbre tenía engastados de un espeso sudor aceitoso los enormes carrillos y que caminaba adelantando groseramente el voluminoso abdomen, siempre inventaba algún motivo para recortarle el pago. Y Emilio: “¿tendrá esto que ver con lo de la serpiente? No importa. Seguiré adelante”.

Al principio vivía abrumado por el peso de la melancolía y por una perturbadora añoranza. Extrañaba a su madre, a su

hermanita y a su pueblo de Alto Pinar. A veces también pensaba en su difunto padre, sobre todo, en cómo enfrentó la vida, si bien con esfuerzo y sacrificio, pero siempre con una actitud apabullada por el pesimismo, diezmada por el conformismo y un enraizado sentimiento trágico de la vida. Pero ese agrio recuerdo, lejos de desanimarlo, fortalecía su firme decisión de luchar y de seguir adelante, a costa de todo y cueste lo que cueste.

En su siguiente trabajo, de obrero de construcción, también pasó penuria y media. Sufría, sobre todo, por lo mal que se alimentaba, pues tenía que hacerlo con la comida que a precio huevo se expendía en el mismo lugar del trabajo, toda vez que no tenía quien lo asistiera con alimentos, tal como sí ocurría con los demás obreros. Y sufría, además, por el trato seco y hostil que, a veces, recibía de algunos compañeros de trabajo.

Una mañana, a poco de iniciada la jornada, la imprudencia y la impericia de un joven obrero hizo que, imprudentemente, dispusiera mal y muy al filo, una pequeña ruma de ladrillos, en la segunda planta del edificio en construcción y que, cuando comenzaron a descargarla, una parte se precipitó al primer piso y con tan mala suerte para Emilio, que uno de los ladrillos impactó de lleno en el empeine de su pie derecho, obligándolo a descansar ese día y los siguientes días. Y cuando retornó llevado más por la necesidad y no por una franca mejoría, tuvo que trabajar descalzo y rengueando, por el mal estado de su pie, inflado y violáceo, como aguacate maduro a punto de descomponerse.

Y ya tenía muchos meses en ese trabajo, que, aunque muy fatigoso y cargado de hostilidad, sí le permitía ahorrar y hasta enviar algo de dinero a su buena madre, pero, sobre todo, le permitía afianzar su resuelta y firme decisión de luchar y hacer realidad su inquebrantable propósito de triunfar en la vida.

Pero como nada en este mundo es “a pedir de boca” y porque no existe vida humana que transcurra siempre a curso llano o siempre cuesta arriba, una tarde, cuando retornaba de laborar, fue asaltado por tres delincuentes, que, ante su resistencia, lo hirieron, levemente, en el brazo derecho y lo despejaron del dinero de su última quincena de trabajo. Él los reconoció, porque de vez en cuando también hacían de obreros de construcción; pero desistió de denunciarlos, porque hacerlo solo habría significado una pérdida de tiempo: “Seguro que otra vez la maldita serpiente. No importa. Lo que sea que obstruya mi camino, seguiré avanzando”.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Pero fue gracias a ese trabajo y, sobre todo, a resultas del asalto, que conoció a don Manuel Contreras Fajardo, un viejo obrero norteño, que hacía de maestro de obra, y que llevaba toda una vida trabajando en construcción. Él le ayudó a remediar su salud. Se hicieron muy amigos, tanto así que hasta lo invitó a vivir en su casa. Y no solo eso, sino que también conversaba con él y lo aconsejaba siempre y siempre lo alentaba, para que no desmaye en su firme decisión de salir adelante:

Para surgir, hay que saber enfrentar, a pie firme, los embates de la vida y nunca desmayar ante el sufrimiento y la adversidad. ¡Ah!: y tener muy presente que, en esta vida, todo tiene un precio, que nada llega gratis y que nada bueno y provechoso se consigue con facilidad.

También le contaba pasajes de su vida. Hablaba reposadamente, con esa dulzura y esa forma serena, pausada y armoniosa de hablar que tienen las personas sabias, esas que, con prudencia y a paso firme, han sabido nutrirse bebiendo de la propia fuente de la vida. Cierto día le contó que solo pude asistir cuatro años a la escuela, porque cuando tenía diez, murió su padre y su pobre madre tuvo que vérselas sola para mantener a una tropa de hijos y que él, por ser el tercero de siete hermanos, hizo de padre, desde cuando sus hermanos mayores enrumbaron un buen día en busca de una mejor vida, pero que jamás retornaron y que nunca más se supo de ellos:

Así de triste fue mi vida – se lamentaba respirando tristeza. Pero yo siempre fui de buen juicio. A mí nadie me enseñó nada. Yo aprendí solo, bregando en la vida y solo aprendí,

también, que en este mundo lo que vale es el trabajo; lo que vale es el trabajo, la buena fe y la honradez.

Así le decía don Manuel Contreras: hombre noble, digno y solidario; hombre hecho y derecho por donde se le mire:

Gracias a mi esfuerzo y sano juicio, tengo lo poco que tengo y mi mayor orgullo son mis dos hijos que son buenas personas y buenos profesionales. Ellos no desean que siga trabajando, pero en eso nunca nos pondremos de acuerdo. Yo voy a trabajar hasta cuando me den las fuerzas.

La amistad con don Manuel Contreras, le cambió la vida. Le envalentonó y hasta le despejó de todo pesimismo y de cualquier sentimiento fatalista. Cuando le contó lo de la serpiente con patas, de plano le desestimó: “yo no creo en supersticiones, pero sí creo en la buena suerte, porque la buena suerte sí existe y llega para todos”.

Le dijo, además, que gracias a la buena suerte llegan las grandes oportunidades. Y que cuando llegan, hay que aprovecharlas; hay que saber servirse de ellas, porque solo se presentan una sola vez en la vida. Le dijo, también, que no existe ser humano, que, siendo juicioso, esforzado y responsable, no haya tenido, alguna vez, un golpe de buena suerte para salir adelante: “pero las oportunidades no llegan así por así nomás. Hay que saber buscarlas. Y cuando se presentan o las tomas o las dejas y si las dejas, las perdiste para siempre. Las oportunidades son como los sueños, que nunca se repiten en su esencia”.

Así le hablaba y a Emilio de golpe se le borró de la mente el mal presagio por su encuentro con la serpiente con patas.

En cierta oportunidad, también le dijo que había hecho bien en alejarse de su pueblo, pues ahí solo iba a saber del amargo sabor de la pobreza y la desdicha:

Pero si, efectivamente, te has decidido triunfar, también tienes que estudiar y para eso no debes seguir trabajando en construcción, pues ese trabajo esclaviza y es muy pesado. Tienes que cambiar de trabajo. Y si has reunido algo de dinero, el comercio ambulatorio es una buena opción. Es fácil y más descansado. Además, en esta ciudad hasta las piedras se venden.

Así le recomendó.

Y fue así fue como, cierto día, se vio en la calle, envuelto por el fragor de voces enmarañadas que ofrecían baraturas, en las afueras de un viejo mercado infestado de basura y de gente maloliente: el mercado San Idelfonso. Se vio vendiendo ropa para niños, porque esa fue otra de las recomendaciones de don Manuel: “Se invierte poco y se gana bien”.

Y como era de esperarse, al principio y por muchos días, no vendió absolutamente nada. Un río de gente apresurada discurría frente a él, pero no lo veían y tampoco veían la vistosa mercadería que ofrecía, convenientemente dispuesta en la amplia acera, encima de un grueso plástico azul.

Entonces, el recuerdo de la serpiente con patas, pugnaba por volver a martirizar su mente y quebrantar su voluntad. Pero ya había aprendido a no desesperarse y a no desmayar ante la

adversidad: “Solo debo persistir”. Y un breve sacudón de cabeza, le bastaba para deshacerse de tan infeliz recuerdo.

Emilio siempre tenía presente las sabias palabras de don Manuel, de quien aprendió, entre otras muchas cosas buenas, que el sufrimiento y los malos tiempos son inevitables, por ser parte de la vida y que está siempre transcurre en una infalible alternancia de altos y bajos; es decir, que no siempre se está bien, pero tampoco no siempre se está mal, “y no hablo del padecimiento de alguna enfermedad incurable, que es otra cosa”, le precisaba. Para don Manuel: “ricos y pobres, por igual, viven largos o cortos periodos de quietud, de tranquilidad, pero también largos o cortos periodos de desgracias y sufrimientos. Y lo que tiene que ocurrir, ocurre, inevitablemente, porque la vida es así”.

Para Emilio, las sabias palabras de don Manuel tenían la connotación de un precepto que lo fortalecía y lo revestía de paciencia y nunca se desesperó: “Ya venderé, estoy seguro que ya venderé”.

Entonces, entendió que tenía que gritar anunciando y ofreciendo lo que vendía: “Amiga, amigo: ¡acérquese, acérqueseee y escoja sin compromiso! ¡No deje pasar esta oportunidad! ¡Compre, compre barato, lleve baratoooo!”.

Y fue muy bueno que persistiera, porque una mañana de risa centelleante y cuando menos lo esperaba, la suerte se le abrió de par en par y fue cuando comenzó a vender una, dos y más prendas. Entonces, más que nunca valoró las palabras y los consejos de don Manuel. Y desde esa mañana, vendía como en

todo buen negocio: a veces, mucho; a veces, poco; y casi nunca, nada.

La vida de ambulante significó, para Emilio, el trampolín desde el cual se impulsó para continuar bregando en la vida, sin concesiones. Y devanando disyuntivas, probalidades, aciertos y desaciertos, a veces con sosiego y resignación; a veces, exhalando angustias y zozobras, pero siempre con encendida ilusión, supo despejar con firmeza y decisión, los abrojos de su camino, para poco a poco, paso a paso, trocar su tétrica situación de pobreza, por una vida pletórica de perspectivas y horizontes y, finalmente, de prosperidad.

¡El fruto de la perseverancia!

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

La promesa cumplida

Era muy temprano. La noche terminaba de recogerse y la mañana se abría paso con fuertes bocanadas de viento frío que abofeteaban al pequeño centro poblado.

La familia toda estaba despierta a esa hora.

-Bueno, pues, es hora de sobreponernos y de saber sobrellevar nuestro dolor y de decidir ahora sobre qué debemos hacer en el futuro -dijo Efraín a sus hermanos Néstor y Pamela.

Esto sorprendió y provocó cierta vergüenza en Néstor, porque entendió que, siendo el hermano mayor, la iniciativa debió fluir de él.

Días antes había fallecido su padre, un modesto y laborioso agricultor, quien estuvo decidido a apoyar a sus hijos hasta que éstos consigan una profesión. Y así lo estuvo haciendo a costa de mucho sacrificio, pues Néstor ya cursaba estudios superiores.

Ante tal iniciativa, Pamela, la hermana menor, sólo atinaba a mirar con sosiego y cierta curiosidad a sus hermanos, pues entendía que aún no estaba en condiciones y que tampoco tenía la obligación de proponer soluciones.

-Uno de nosotros tiene que trabajar – insistió Efraín, encendiendo aún más la vergüenza de Néstor.

-Yo, yo soy el indicado, pues soy el mayor – se apresuró a contestar.

Sentada en un viejo sillón de madera, que tenía los brazos desgastados por el uso, Irene permanecía silenciosa contemplando tristemente a sus hijos, desde el fondo de la amplia habitación que hacía de pieza principal de la casa, construida de adobe como todas las casas del lugar, las que, además, estaban ubicadas sin ningún orden urbanístico. La casa toda, de un solo alto y tejado rojizo oscuro, lucía pintada de blanco y se diferenciaba del resto por su tamaño, ubicación y mejor estado de conservación. Constaba de cinco habitaciones distribuidas en forma de ele y que daban lugar a un amplio y abierto patio empedrado, siempre limpio. El piso de la casa, revestido de ladrillo, tenía el color y el olor que deparan los climas fríos y húmedos. En las paredes laterales de la habitación principal, se exhibían sendos cuadros de adorno con marcos de madera lisa.

En el cuadro más grande se tenía la vista de un torrentoso riachuelo blanco que bajaba corriendo de frente, desde distantes y casi imperceptibles montañas de testas grises, abriéndose paso por entre una tupida, variada y hermosa vegetación, hasta desembocar, luego de una breve caída sobre piedras lisas y negras, en el ojo azul de un remanso, en cuyas verdes orillas sobresalían floridos álamos, que contemplaban sus sombras en la claridad del agua. En el centro del remanso descansaba una enorme piedra gris de espaldas redondas, en la que dos hermosas gaviotas descansaban complacidas e

indiferentes, mientras otras, blancas o rosadas, revoloteaban el remanso con actitud de pesca.

En la pared del fondo de la habitación colgaba un pequeño cuadro de la Cruz de Chalpón, debajo del cual habían colocado, recientemente, un cuadro más pequeño con la fotografía, cuando joven, del padre fallecido.

La familia vestía riguroso luto. Sus rostros de costumbre pletóricos sobre todo por el clima, lucían apagados, sin color, marcados por el sufrimiento y las pocas horas de sueño.

De pronto, Irene se incorporó sacudiéndose el agotamiento y lentamente se acercó a sus hijos, para proponerles con ronca ternura

-Yo digo que Efraín debe trabajar, para que tú, Néstor, puedas continuar tus estudios, con el apoyo de tu hermano. Considero que es lo mejor para todos.

-De acuerdo- contestaron los hermanos.

-Pero hay algo más: deseo que, en nombre de su padre, me prometan aquí y ahora, que cuando tú, Néstor, culmines tu carrera y trabajes, apoyes a tu hermano para que también siga una carrera. Y, luego, ambos ayuden a su hermana menor, para que, igualmente, sea una profesional.

-Lo prometemos-dijeron los hermanos.

Una dulce y blanca sonrisa de agradecimiento se graficó en el hermoso rostro de Pamela.

Irene recogió las manos sobre su pecho y las entrecruzó como si fuera a orar.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

La mañana comenzaba a serenarse. El sol apaciguaba al viento y disipaba las nubes del cielo dejándolo limpio y de un intenso azul. -Que así se cumpla esté viva o muerta yo-dijo.

-Así será, madre – aseveró Néstor, mientras Efraín corroboraba moviendo afirmativamente la cabeza y expresando un seco y convincente “¡ajá!”.

Y fue así cómo quedó establecida una promesa familiar que el tiempo y la actitud de los hermanos, hablarían de su cumplimiento.

Entonces, Néstor continuó con sus estudios y Efraín, que recién había culminado estudios intermedios, se dedicó de lleno al trabajo, en la misma actividad que ocupó a su sacrificado padre. El recuerdo de éste y el compromiso asumido con la madre, alentaban su voluntad y empeño, haciendo que, salvo la sentida ausencia del padre, en el hogar casi todo volviera a ser igual. Como volando transcurría el tiempo.

Volando transcurrió el tiempo y Néstor culminó sin inconvenientes su carrera y quién sabe si con la ayuda del padre desde el más allá, al poco tiempo consiguió trabajo. Por lo tanto, era el turno de Efraín, pues tenía que estudiar, que seguir una carrera con el apoyo del hermano mayor.

Y así lo hizo Efraín en cuanto pudo. Antes tuvieron que salvar un breve inconveniente: Irene y Efraín pidieron a Néstor que, de alguna manera, se diera tiempo para mantener viva la actividad que ocupó al padre y que tan bien había continuado Efraín, pero Néstor dijo que no podía y que, además, eso no era parte del compromiso. Dicho esto, último, todo quedó superado: convinieron en que Irene y Pamela, de ser posible, se las arreglarían para ello.

La vida transcurría sin sobresaltos y en plena armonía para la familia: Efraín estudiando con ahínco, Néstor trabajando y la madre y Pamela también hasta donde les era posible hacerlo.

El tiempo avanzaba y Pamela que había culminado sus estudios intermedios, se preparaba para iniciar estudios superiores, demostrando la misma voluntad y tesón de sus hermanos.

Así como estaban de bien las cosas para la familia, Pamela no tendría por qué esperar hasta cuando Efraín culmine sus estudios, para ella iniciar una carrera.

Sin embargo, ocurrió algo inesperado: Pamela conoció a Enrique, un joven profesional recién asentado en el lugar, por motivo de trabajo, y se enamoró de él; es decir, se enamoraron. Irene y los hermanos se informaron, al poco tiempo, de la relación y la tomaron con naturalidad. No obstante, pocos meses después, Pamela los sorprendió:

-Voy a casarme con Enrique – les dijo.

-Es una decisión inconveniente tratando de mantener la calma le respondió la madre, aún eres muy joven

-Es mi decisión y les ruego que la respeten – insistió amablemente, Pamela.

-Si es así, no podremos cumplir con lo prometido-intervino Efraín.

-Así es -agregó secamente Néstor.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Pero a los pocos meses, Pamela se casó y el matrimonio se separó de la familia para constituir otro hogar.

Pasaba el tiempo y Efraín logró culminar su carrera. Esto hizo que Irene abandone totalmente toda actividad, pero no tanto por su edad ni por la separación de Pamela, sino porque entendió que no tenía sentido continuar sacrificándose, teniendo la protección de dos buenos hijos, pues, Efraín también comenzó a trabajar profesionalmente.

En esos momentos de su vida, Irene se sintió una mujer bendecida. Consideró que, si bien el destino le quitó un buen esposo, le dio, a cambio, mejores hijos, que la aureolaban con verdadera felicidad. Frecuentemente visitaba a Pamela y encontraba que ella también era feliz.

Corrían los días y porque así es la ley de la vida, las cosas iban cambiando para la familia, aunque siempre en ese marco de felicidad, pues Pamela fue mamá y poco después Néstor también se casó. Ambos acontecimientos generaron gran alegría en Irene, quien sentía que su vida y la de su familia transcurrían desenvolviéndose con la calma transparente de un alegre y limpio remanso, como el del cuadro grande que adornaba su casa.

Así estaban de bien las cosas.

Estando así de bien las cosas, un día Pamela recibió lainesperada visita de sus hermanos:

-Tenemos que hablar – le dijo cortésmente Néstor – es sobre la promesa a mamá. Debes estudiar.

- ¡Oh, no! – Exclamó ella muy alarmada – ya no puede ser, Tengo esposo y una hija.

-Tiene que ser-insistió Néstor.

-Hermana: -Intervino Efraín – la promesa a nuestra madre se ha cumplido en lo que a mí y a Néstor concierne, pero no en lo que a ti toca.

- ¡Qué es esto! ¡De qué hablan! – intervino Enrique, completamente desconcertado.

Pamela no había comentado nada a su esposo sobre la promesa realizada por los hermanos, ante la madre, en el momento más triste y de mayor dificultad para la familia. Ellos gustosos le explica- ron que esa promesa cimentó el desarrollo familiar, por lo que estaban decididos a cumplirla a cabalidad. Con la explicación efectuada y el desconcierto un tanto malhumorado de Enrique culminó la visita ese día.

Al día siguiente, retornaron los hermanos y esta vez acompañados de Irene. Ella tomó la palabra:

-Hija: tus hermanos desean cumplir contigo, conmigo, con tu difunto padre y con ellos mismos.

-Ya es muy tarde para eso, madre.

-Existe una promesa pendiente, hija.

-Promesa que yo nunca hice, madre.

-Pero que la aceptaste gustosa. Recuerda.

-Ahora me debo a un esposo y debo criar a mi hija como se debe.

-De acuerdo; pero tienes que estudiar, hija. Es un compromiso que debes honrar por mí, por tu padre y tus hermanos.

El diálogo sucedió ante la actitud pasiva y silenciosa de los hermanos y se interrumpió, bruscamente, por la intervención un tanto grosera de Enrique:

-Por favor, señores, déjennos vivir en paz. Olvídense de promesas imposibles. Pamela es mi esposa y hacemos sólo lo que yo y ella decidimos. No obstante, se sucedieron otras visitas más, que terminaron por desesperar a Enrique, quien, ante la insistencia de los herma- nos, optó por la lamentable decisión de romper relaciones con su

suegra y cuñados y no de buenas maneras, precisamente. Esto determinó que Irene decidiera desistir de su exigencia y buscar de restablecer la armonía en la familia; pero distinta fue la actitud de los hermanos que decidieron continuar insistiendo con Pamela, pues, consideraban que una promesa en nombre del padre fallecido y ante una madre a la que no sólo amaban intensamente, sino que, además, respetaban y admiraban, devenía sagrada y, por tanto, de obligado cumplimiento.

Finalmente, Enrique terminó por explotar. Entonces, demandó primero y enjuició después a sus cuñados, acusándolos de interferir malévolamente en su vida familiar y de intentar destruir su hogar al tratar de separarlo de su esposa. Como consecuencia, se sucedieron citaciones y comparecencias que terminaron por afectar el buen prestigio familiar y de comprometer, seriamente, la situación legal de los hermanos, cuyos argumentos, en su defensa, no fueron acogidos, porque, según les dijeron, carecían de valor ante la justicia, por lo que se les conminó “a desistir de su propósito, bajo apercibimiento de ser detenidos”. Pero Enrique llegó a más prohibió a Pamela todo contacto con su madre y hermanos, para quienes, además, cerró las puertas de su casa.

Entonces, el mundo de Irene y Pamela se tornó gris. Sin posibilidades de contacto sentíase como separadas por la muerte. Los hermanos también sufrían mucho y seguro que el padre, en el más allá, también. Él que siempre deseó y buscó lo mejor para sus hijos, trabajando mucho para ello, ahora estará muy triste, viendo cómo se desintegraba su familia, por tratar de

materializar lo que él, indudablemente hubiera logrado de haber seguido viviendo.

Irene se llenó de silencio y se convirtió en una sombra en la casa. Se movilizaba actuando como si no existiera, como si de pronto hubiera adquirido la extraña habilidad de silenciarlo todo. Movía las cosas como si no las tocara, como si éstas se movieran solas, imbuidas de un silencio cómplice. Sus hijos trataban de reanimarla:

-Mamá, por favor, nada solucionas sintiéndote así – le decía Néstor.

-Sólo esperemos, madre. Sé que todo esto pasará pronto –trataba de consolarla Efraín.

Ella meneaba suavemente la cabeza y los miraba detrás de incontenibles lágrimas impulsadas por un incontrolable sufrimiento.

-Enrique va a reflexionar y todo volverá a ser como antes. Madre.

Estoy seguro- agregó Efraín.

-Además, de ninguna manera volveremos a insistir con Pamela. Sólo esperemos un poco y luego solucionaremos todo, madre –insistió Néstor.

Pero pasaban los días y ni Enrique cambiaba de actitud y ni los hermanos podían hablar con él ni con Pamela. Esto fue mucho para Irene, quien finalmente enfermó.

Al principio los hermanos tomaron el resquebrajamiento de la salud de Irene como algo pasajero y creyeron que, con un poco de cuidado, en unos pocos días se restablecería, pero no fue así, pues no obstante las atenciones que la deparaban, empeoraba cada día. La consumían la tristeza, la desolación y, sobre todo, los pocos deseos que tenía para seguir viviendo. La vida se le iba y ella deseaba que así fuera.

Una mañana muy temprano pidió a sus hijos ver a Pamela. Que deseaba despedirse de ella, les dijo. Su voz, aunque muy queda, sonaba suave, serena y hasta agradable, pero se entrecortaba con suaves quejidos y parecía venir de más allá de su cuerpo enfermo, de una distancia desconocida. Una imperceptible sombra negra enlutó su cabeza y su rostro se desencajó. Los hermanos se desesperaron.

Casi enseguida llegaron Enrique y Pamela. Ella se postró ante su madre y llorando le tomaba las manos, le cogía la frente, le acariciaba el rostro:

-Madre: no te mueras, por favor. Te juro que cumpliré tu voluntad y la voluntad de mis hermanos. Seré profesional como ellos – le pidió desconsoladamente.

Al oírla, Irene reaccionó: abrió grandemente los ojos como impulsaba por una última energía. Su rostro se animó como por milagro y miró dulce y tiernamente a sus hijos y hasta tuvo la fuerza suficiente para dirigirse a Pamela:

-Te creo, hija. Y tus hermanos seguro que también, hija mía.

Ese mismo día murió Irene y fue al encuentro de su esposo, allá, en el más allá

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Amor filial

¿Por qué será que en nuestro diario trajinar en la vida – bueno o malo, feliz o infeliz, largo o breve – no tenemos en cuenta a la muerte y vivimos de espaldas a ella, como si nunca fuéramos a morir?

¿Será porque nunca la esperamos o porque, simplemente, ella no avisa ni anticipadamente da señales evidentes para arrastrarnos, infalible y arbitraria, hacia el más allá para siempre y casi siempre cuando más vida se tiene para seguir viviendo?

La muerte no distingue ni respeta edades ni cualidades ni tiene en cuenta condiciones ni clases sociales ni situaciones o circunstancias.

Ante la muerte no sirven los ruegos ni los sacrificios ni las creencias ni los milagros ni nada de nada, porque con ella siempre se pierde la batalla.

La muerte nos pone el límite definitivo y cuando llega, disemina, inmisericorde, sufrimiento y dolor extremos entre los que se quedan y amaron al que se va, sufrimiento y dolor que en un primer momento parecen insoportables y eternos, pero que luego y tal como desaparece el polvo o se esfuma el humo en el aire invisible, se van diluyendo poco a poco, hasta convertirse, con el transcurrir del tiempo, en sólo un triste y amargo recuerdo que anida para vivir, imperecedero, sembrado en la memoria, en el corazón y en el alma.

Pero esto último y por muchos meses, no ocurrió con Alipio, un sensible y bien criado adolescente, cuyos padres fenecieron un lluvioso y triste amanecer de un aciago mes de mayo, cuando felices retornaban de un breve viaje y absurdamente colisionaron, con su desgastado vehículo, en la esquina de una de las estrechas calles de Villaposada, pequeño pueblecito, que, como muchos otros, descansa, escondido, el sueño de la indiferencia y el olvido, en las entrañas recónditas del país.

Desde el día del fatídico accidente y a diferencia de Estela, su hermana mayor, que si enfrentó con mucha entereza el funesto suceso familiar, Alipio se rindió al sufrimiento. Abandonó el último año de sus estudios en el único colegio del pueblo y se enclaustró en su casa para evitar cualquier contacto familiar o amical

Alipio solo aceptaba la compañía de Estela y a duras penas se alimentaba a insistencia de ella. No sólo no aceptaba la muy lamentable desgracia de haber perdido a sus padres, sino que consideraba que este funesto hecho constituía una gran injusticia para él y para su hermana y no teniendo a quien expresar directamente sus reproches por tan irremediable situación, optó por aislarse para vivir a solas y abiertamente su hondo pesar.

Sólo a veces, muy pocas veces, establecía diálogos lacónicos con su hermana. Con nadie más:

¿Por qué nos pasa esto a ti y a mí? ¿Por qué?

Porque así es la vida; porque así lo ha querido Dios.

No. No puede ser. No es justo.

No es justo ni injusto: es la voluntad de Dios.

¡Es injusto, muy injusto!

Transcurrían los días y Alipio seguía a cuestas con su padecimiento. Presentaba un aspecto pálido y desmejorado y en muchas oportunidades manifestaba su deseo de no seguir viviendo:

Quiero morir. Será lo mejor para mí – decía – las pocas veces que se animaba a hablar con su hermana.

Transcurrían las semanas y los meses y Alipio continuaba sometido por la soledad y el sufrimiento.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Vano resultaba todo esfuerzo de Estela, para hacerlo entender lo que son y cómo deben enfrentarse los rigores infalibles de la vida, así como lo inevitable e irremediable que es la muerte.

Alipio se mostraba pertinaz e impersuasible. Sosegadamente silencioso, parecía resistirse a todo sentimiento de resignación y de alivio espiritual.

Así estaban las cosas.

Sin embargo y cuando parecía que la obstinada actitud de Alipio no tendría remedio, por lo menos no en el corto tiempo, inesperadamente despertó una mañana más temprano que de costumbre y con actitud resuelta y severa, buscó a su hermana, para decirle lo que había decidido hacer:

¡Me he propuesto comunicarme con mis padres!

No. Eso no es posible; pero mamá y papá están bien y siempre estarán con nosotros en cada momento y en cualquier lugar para protegernos y ayudamos. Eso debe tranquilizarte.

¡He dicho que voy a comunicarme con ellos y lo voy a hacer!

Lucía casi repuesto del todo, como si, repentinamente, un extraño e inesperado encanto lo hubiera despojado del sufrimiento que lo agobiaba.

¡Voy a comunicarme con mis padres! – insistió, muy seguro, ante la mirada de extrañeza y de turbación de Estela.

No sé cómo puedas hacerlo.

Sé cómo hacerlo.

Rebosaba una aliviadora seguridad.

Su decisión consistía en tratar de contactarse con sus padres por medio de la meditación. Había asumido la seguridad de que lo e que conseguiría. Estaba plenamente convencido de que lo lograría

Entonces, se determinó a alcanzar su propósito:

Dispuesto de la mejor manera en el rincón más cómodo de su habitación, cada noche, sentado con las piernas cruzadas, la cabeza inclinada, les ojos cerrados, las manos unidas por las palmas y levantadas a la altura del inclinado rostro, se entregaba a prolongados periodos de meditación, sin, previamente, haber aprendido técnica alguna para ello, porque tampoco sabía que existieran técnicas para ejercitar la meditación. Sólo meditaba fervoroso en el más absoluto silencio y en la total oscuridad, tratando de lograr comunicarse con sus padres.

Y así continuó por varios días.

Lógicamente que sus esfuerzos resultaron vanos, pese a su admirable insistencia, pero, al menos, había logrado conseguir cierta paz interior y, consiguientemente, sustraerse del lamentable estado de desmedida aflicción en que se encontraba.

Una noche, después de una larga jornada de meditación, se sintió agotado y se quedó sosegada y profundamente dormido. Dormía con placidez. El sueño lo cubría dulcemente con su manto reparador.

Sereno dormía Alipio.

Dormía serenamente, cuando de pronto comenzó a soñar que mientras reposaba en su lecho, con la intención de dormirse, vio a su padre entrar por la puerta de la habitación y caminar directo hacia él. Caminaba con lentitud, como midiendo o contando sus pasos y mirándolo fijamente y con extrema ternura. Su rostro dulce y severo a las veces (siempre fue así), irradiaba sublime bondad. Vestía, como cuando en vida, uno de sus infalibles ternos de color marrón oscuro y una impecable camisa blanca, sin corbata.

Cuando se acercó del todo a Alipio, por un instante lo acarició la cabeza con el más delicado y tierno amor de padre. Luego levantó, lentamente, la mano derecha y con actitud casi inexpresiva e inclinando, un tanto, la cabeza, señaló con el índice a la distancia, por la única ventana de la habitación. Después, retrocedieron unos pocos pasos y se quedó contemplando a su hijo brevísimamente y con indescriptible dulzura de padre apesadumbrado por la separación irremediable. En seguida, dio media vuelta y optó por retirarse. Caminando rápido y con seguridad, sin atender el lastimero sollozo de Alipio que desesperado lo seguía y suplicaba que no se fuera, que no lo dejara, que se quedara con él.

¡No te vayas, papá, por favor…, vuelve; no me dejes…. Papá; no te vayas, no te vayas… quédate papá ¡

Su padre desapareció en la oscuridad de la noche y Alipio despertó muy perturbado. Tenía los ojos llorosos y creía haber vivido un hecho real. Creía que, efectivamente, su padre estuvo con él y ya no pudo conciliar el sueño.

Desde esa noche, Alipio se olvidó de la meditación y centró su esfuerzo en lograr interpretar el enigma que le generó la señal de su padre: “¿Qué quiso decirme, qué debo entender de esa señal?”, se preguntaba conmovido.

Si bien adoptó la firme decisión de no descansar hasta descifrar dicha señal, anímica y físicamente iba recuperándose poco a poco y hasta retornó al colegio, en donde fue recibido con algarabía. Corría el penúltimo mes del año.

Y aunque su vida volvió a la normalidad, siempre buscaba estar a solas para lograr interpretar su sueño.

Cuando podía, Alipio permanecía prolongados momentos contemplando a la distancia, en dirección a donde señaló su padre, que es la parte más accidentada que rodea al pueblo. Se inicia con numerosas y extendidas lomas, apenas habitadas, y se prolonga a la distancia en innumerables colinas tupidas de pequeña vegetación, las que terminan uniéndose a una enorme montaña gris, desolada e inhóspita.

Al principio ese paisaje, tan familiar para él, no le decía nada y sólo lo contemplaba porque sí, pero después fue encontrando cierto placer al recorrer con la mirada serena el extenso verdor, esparcido por cientos de arbustos de diferentes formas y tamaños, dueños y señores absolutos del lugar. Luego le fue gustando la misteriosa tranquilidad que habitaba ese solitario lugar y hasta le fue generando mucha tranquilidad y hasta cierta inspiración.

Entonces, todo lo que observaba a la distancia, comenzó a conmoverlo agradablemente:

Le conmovía la bravura silenciosa del paisaje y la blancura de las inmensas nubes que dibujaban interminables y enormes montañas en la inmensidad del cielo.

Le conmovía el soplo transparente del viento que sacudía la intensa soledad que reinaba en tan desolado lugar.

Y fue así como un día, cuando tranquilo contemplaba la limpia sonrisa de un claro amanecer que creyó encontrar la solución al enigma que lo asosegaba:

Seguro que la señal de su padre fue para indicarle que acudiera solo a alguna parte de ese intricado lugar para encontrarse con ellos: con su padre y su madre. “Y eso tendrá que ser en la noche, en la más oscura y cerrada de las noches”, se dijo, plenamente con- vencido y muy aliviado a la vez.

Y así lo hizo, la noche que consideró la más apropiada para el logro de su propósito.

Enrumbó muy seguro de sí, abriéndose paso casi a tientas en la pesada oscuridad, mientras sentía que el viento atropellaba la noche fría y las copas de los árboles se inclinaban silenciosas, esperando, tal vez, la lluvia buena, muy asidua en el lugar.

Su angustiada presencia, trémula de soledad, deambulaba lentamente y sin horizonte, en la intensa oscuridad de la noche fría.

Se detuvo y sintió que el miedo sacudía su asustado cuerpo. Entonces, pensó en desandar su camino.

De pronto, levantó la mirada y descubrió en la oscuridad del cielo un pequeño círculo blanco tenuemente luminoso que parecía desplazarse en dirección a él. Alipio contuvo la respiración y se mantuvo expectante y desconcertado, a la vez. El círculo se acercaba creciendo lentamente y aumentando la intensidad blanca de su luz. Irradiaba una muy suave claridad que, para mayor desconcierto de Alipio, parecía que sólo se centraba en él. Cuando estuvo bastante cerca, el círculo se detuvo y se sacudió brevemente hasta quedar dividido en dos círculos pequeños y del mismo tamaño. Alipio, paralizado, quedó cargado de una profunda ansiedad. La noche se estremeció ligeramente sacudiendo su enorme manto negro.

Seguidamente, los pequeños círculos iniciaron un lento y simultáneo desplazamiento hasta descender y detenerse muy cerca de Alipio. Entonces, lentamente fueron creciendo otra vez, a la par que poco a poco se iban transformando hasta adoptar formas definitivamente humanas y fue cuando Alipio, asombradísimo y maravillado, reconoció a sus padres, que se mostraban serenos y relucientes, en el sinfín de la pétrea y fría oscuridad. Alipio avanzó hacia ellos, resueltamente, impulsado por la fuerza ciega de su amor y la apremiante ansiedad que lo embargaba.

¡Papá, mamá…!

El viento continuaba atropellando la noche fría… las copas de los árboles se movían silenciosas, esperando, la lluvia buena.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Cuestión de Fe

“Yo creo que en el más allá, en el otro mundo, las almas de las personas buenas cuando vivas, siguen siendo buenas siempre y seguro que viven entregadas a su fe en Dios, tan igual como lo hicieron en vida durante su vida terrenal; y las de las personas malas seguro que siguen siendo malas, pero seguro que también imploran a Dios”, meditaba Carolina Llanos, una agraciada jovencita de veinte años, muy querida y admirada en el barrio donde vivía por su belleza y recta conducta.

Carolina Llanos, como muchos, creía en la vida después de la muerte, pero la concebía a su manera, como una replicación de la vida terrenal, pues pensaba que las almas viven, felices o infelices, manteniendo las virtudes y defectos propios de sus cuerpos cuando vivos en la tierra; es decir, que las almas buenas viven amando y haciendo el bien siempre; que las almas malas lo pasan mal, viviendo cargadas de odio, de envidia o de rencor; y que las muy malas, tan igual como lo hicieron en este mundo, viven actuando con maldad y crueldad. Creía, además, que estas últimas son las que más visitan la tierra y que lo hacen para asustar a las personas o para hacerlas daño. “Son las almas en pena”, se decía

“Seguro que las almas, sean buenas o malas, tampoco tienen vida eterna. Seguro que existen en tanto son objeto de añoranza, recordación e imploración en la tierra. Y cuando ya nada de esto ocurre, seguro que desaparecen para siempre”, reflexionaba.

A diferencia de sus padres, Carolina leía muy poco La Biblia y no le gustaba acudir a actos religiosos. Nunca lo hacía; pero igual creía en Dios con mucha devoción. Decía que todo es cuestión de fe y ella tenía mucha fe, pero una fe diferente, una fe que le daba seguridad, que la fortaleció y que de ninguna manera la invitaba al Llanto ni a la resignación ni al conformismo desmedido como, lamentablemente, siempre ocurría con sus padres.

Sus padres asistían a diario al templo principal de la ciudad. Eran muy creyentes e insistían mucho con Carolina para que los acompañara.

No olvides, hija – le decía el padre que el Señor todo lo sabe y todo lo puede y solo Él va a ayudarte, solo Él va a protegerte.

Ella le contestaba que sí, que así lo creía, porque así lo sentía además; pero siempre encontraba un buen pretexto para no ir con ellos.

Carolina estaba muy segura de que su fe en Dios, profesada sin cultos ni ayunos ni oraciones frecuentes y prolongadas, también valía y que igual era del agrado de Dios.

Algunas veces en ausencia de los padres y de los hermanos menores, se entrega a orar con fervor. Pedía a Dios que la iluminara siempre, que le señalara el camino que debería seguir, que la acompañara en sus esfuerzos para triunfar en la vida. Entonces, se sentía muy bien y con la fuerza suficiente para sobrellevar los inconvenientes y las dificultades que

cotidianamente se generaban en su hogar, por la actitud displicente y conformista de sus padres para enfrentar la vida, pues todo lo dejaban a la “buena voluntad” de Dios.

La madre era costurera, pero denotaba poca disposición para el trabajo, pues casi siempre se pasaba leyendo La Biblia, interpretándola y comentándola a su manera, a su regalado antojo. El padre, que también se entregaba a prolongadas lecturas de La Biblia, presumía de contratista y decía ser dueño de una empresa que nadie conocía.

Muy temprano, todos los días, salía de su casa diciendo que iba a inspeccionar tal obra o a suscribir tal contrato o a recibir cierta cantidad de dinero por tal o cual trabajo:

Regreso. Hoy será un buen día – decía al salir.

Que Dios te bendiga - lo despedía con entusiasmo la esposa.

Y siempre era lo mismo.

Cuando retornaba por las tardes, aducía mil dificultades e inconvenientes, pero ¿dinero? No, nada o sólo a veces y muy poco, sobre todo cuando conseguía prestado pequeñas cantidades, las que, claro, nunca devolvía. Más igual hablaba de la empresa, de su empresa y de uno o varios contratos o de unas varias obras. Envolvía a la familia en una densa atmósfera de

delirio y alucinación, pues mencionaba cifras y más cifras y hacía cálculos y más cálculos y luego hasta ofrecimientos difíciles o imposibles de cumplir y que, por tanto, nunca cumplía. Luego se refería a algunas citas bíblicas que hablan de resignación y asunto arreglado: todos se sentían bien, pues, al fin y al cabo, entendían que, después de todo, la empresa iba bien y porque mañana seguro que sería un día diferente, favorablemente diferente para ellos, gracias a la voluntad de Dios.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Sólo Carolina escapaba de la situación engañosa que con relativa facilidad lograba imponer su padre en el hogar. Ella no aceptaba ese ambiente falaz e irreal y se planteaba sus propios proyectos para sola procurarse una vida mejor.

Carolina estaba decidida a iniciar una carrera sin la ayuda de sus padres. Con tal propósito y con mucho sacrificio trataba de reunir y ahorrar un poco de dinero que obtenía de los trabajos ocasionales que por breves temporadas conseguía, sobre todo en pequeños establecimientos comerciales.

¿Qué hay para comer?, preguntaba, al retornar a su casa, pensando, anticipadamente, en larespuesta que con frecuencia recibía. Hoy día solo arroz, hija. Aceptemos lo que el Señor se digna a brindarnos - contestaba la madre, entregada al conformismo.

Gracias, madre - aceptaba con resignación Carolina

Y así transcurría la cotidianidad de la familia Llanos, engullida por un falso sentimiento de felicidad, que a Carolina le resultaba insufrible.

Un denso sentimiento de desasosiego e incertidumbre la perturbaba. Deseaba que sus padres rezaran menos y que trabajaran más, pero, por, sobre todo, que obraran mejor.

Su padre había optado por la estafa como medio de vida, lo que espiritualmente no le afectaba en absoluto y tampoco afectaba a Esther, su mujer, pues decían que Dios perdona todo, cuando uno se arrepiente de verdad.

Y para orar y arrepentirse de verdad asistían a cultos y participaban en ayunos, esa forma de devoción muy común en las principales religiones del mundo, consistente en castigar al cuerpo, absteniéndose de comer y beber o a veces sólo de comer, para fortalecer la fe y expiar el alma, en procura de alcanzar la salvación y gozar de las bondades del cielo.

Los vecinos conocedores de los desvaríos y alucinaciones de los padres de Carolina, se burlaban despiadadamente:

Empresa bamba, empresario bamba, secretaria (por la esposa) bamba, religiosos bamba, todo bamba – decían.

Estos no tienen salvación – decía Elena, una de las vecinas, refiriéndose a los padres de Carolina.

Carolina amaba a sus padres, pero en sus oraciones pedía fervorosamente a Dios que le ayudara a ser diferente y mejor que ellos. Meditaba diciéndose que Dios ayuda, pero ayuda cuando uno se esfuerza, se sacrifica y se entrega con firmeza y decisión y, sobre todo, de buena fe a la consecución de un propósito y nada de esto ocurría con sus padres. “Además, Dios no puede estar ayudándonos siempre”, se decía.

Con mucha convicción repetía, para sí, que la fe en Dios es importante, muy importante, pero que para hacer bien las cosas o para alcanzar objetivos y abrirse paso en la vida, depende únicamente de la persona misma, de cómo enfrenta la vida. Y nada de pensar en el más allá como consuelo: “el más allá es el más allá”, reflexionaba, y ella se había propuesto triunfar y ser feliz aquí, en la tierra.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Carolina tampoco comulgaba con los cultos y ayunos. Los consideraba innecesarios, pues, definitivamente, entendía que lo importante de la fe, es la fe misma, la fe en Dios y, sobre todo, la fe en uno mismo, la fe para luchar hasta encontrar el camino y labrarse el triunfo y la felicidad, de la mano protectora de Dios y con un poco de buena suerte también. “La suerte siempre acompaña al sacrificio y lo que se logra con facilidad, resulta inconsistente y, por lo tanto, dura poco”, se decía.

Entonces, poco a poco fue entendiendo Carolina, que para luchar y lograr triunfar en la vida, tenía que alejarse de su familia, irremediablemente. Alejarse de ese ambiente de dejadez, alucinación y falsa esperanza.

Con mucho pesar transcurrían los días para Carolina.

Transcurrían los días, hasta que un buen día y con el poco dinero que había logrado ahorrar para intentar iniciar una carrera, partió con rumbo a la gran ciudad.

Carolina no se despidió de sus padres y sólo les dejó una breve y sentida nota en la que les decía el porqué de su partida y lo mucho que los quería.

Enrumbó Carolina cual ave solitaria que por instinto devora distancias desconocidas en procura del apreciado alimento. Ella estaba segura que encontraría el suyo y que encontraría, además, la felicidad, haciéndose camino con la fuerza inquebrantable de su voluntad, de su juventud y de su fe en Dios.

A sus padres les pidió, en la breve nota que les dejó, que la bendijeran y que rezaran mucho por ella para que le fuera bien. Y ellos si rezaron mucho, pero no para que le fuera bien, sino para que Dios la libre del fuego infernal y eterno, porque consideraban un grave pecado su partida sin motivo alguno y sin aviso y sin su consentimiento.

La gran ciudad la recibió una mañana sin sol y la oprimió con sus tentáculos de inmensidad, bullicio y agitación. Ése era el monstruo en el que tendría que luchar hasta encontrar su camino y alcanzar la felicidad que con seguridad le habrían negado la desidia y el fanatismo religioso de sus padres, si hubiera continuado viviendo junto a ellos.

Instalada en unos parientes cercanos, cuya dirección tuvo la precaución de conseguir anheladamente, inició un diario trajinaren busca de trabajo en la gran ciudad.

Y fue, entonces, cuando conoció todo el rigor del sufrimiento: en la gran ciudad abundaba todo, menos trabajo.

Las calles interminables, ennegrecidas y anchísimas, hervían de gente y los enormes edificios se sacudían con el bullicio y el ininterrumpido paso de miles de vehículos, desplazándose por inmensas avenidas, que se extendían cual cadenas interminables perforando la distancia sin fin.

Al principio caminaba precavida, temerosa e insegura, porque sus parientes capitalinos – tan provincianos como ella en su

lenguaje, en sus rasgos y costumbres - le advirtieron de los peligros existentes en la gran ciudad.

A su paso miraba cada rostro como tratando de encontrar uno conocido, algo imposible en esa vorágine de gente apresurada, con semblante de desconfianza y traza de insensibilidad.

La angustia, el miedo, el hambre, la fatiga y el peligro acompañaban sus pasos.

Pronto entendió que su belleza y la frescura de su juventud, la favorecían peligrosamente en su afán por conseguir trabajo, porque en muchas oportunidades, notó que ojos libidinosos de machos insanos, recorrían sin piedad su grácil y bien dispuesta figura. Su belleza se expresaba en un rostro angosto y trigueño, trazado de hermosas facciones. Sus lindos ojos negros dejaban entrever un halo de dulce tristeza. Su agraciada figura despedía una involuntaria aureola de armoniosa cadencia al caminar. De tipos así Carolina siempre recibía respuestas favorables:

Puedes quedarte; si hay trabajo para ti – le decían.

Pero ella, presintiendo malévolas intenciones, optaba por retirarse apresurada, casi huyendo de ese tipo de personas.

Ofrecimientos, falsas promesas, insultos, agresiones, ultrajes, pagos exiguos, tratos injustos y hasta intentos de violación, huellaron el camino de Carolina Llanos en la gran ciudad.

Al principio, todo esto melló la fortaleza de su cuerpo y de su espíritu, situación que se agravó por la actitud de sus familiares capitalinos, quienes la trataban con indiferencia, como a una extraña, casi como si no existiera para ellos. Al poco tiempo entendió que de ellos también tendría que alejarse y así lo hizo.

Por esta última decisión, se vio en la imperiosa necesidad de aceptar el primer trabajo que le ofrecieron y durante un breve periodo, trabajó de doméstica en la casa de una de esas familias que a la par que poseen riqueza económica, exhiben, abiertamente, una marcada circunspección y una profunda religiosidad.

Una noche y después de un agotador día de trabajo, Carolina se acostó temprano y muy pronto quedó profundamente dormida por el agotamiento. Dormía sosegada, pues se sabía con un trabajo fijo, por lo menos por algún tiempo. Además, sentía la seguridad que le deparaba trabajar en tan respetable familia. La tranquilidad de su hermoso semblante y su apacible respiración evidenciaban la tranquilidad de su sueño, de un sueño reparador.

De pronto, comenzó a soñar que una enorme y volátil criatura, ley provista de innumerables y poderosos brazos, perseguía por los desolados y desconocidos paisajes. Tenía el aspecto de una deforme, densa y oscura nube. Carolina corría despavorida salvando todo tipo de obstáculos para no dejarse atrapar. La criatura la perseguía adoptando diferentes y monstruosas formas y cada vez se le acercaba más y más, lanzando intermitentes y espantosos chirridos. Su enorme boca, armada de descomunales

dientes negros, se abría y se cerraba contorsionándose horrible y cambian- do de ubicación en el deforme y monstruoso cuerpo.

Los brazos se agitaban sin control. Algunos parecían agredirse entre sí, mientras otros, la mayoría, se pegaban y se extendían apuntando a Carolina, para atraparla, la que impulsada por el terror, corría como la más ágil y veloz de las gacelas, huyendo del más fiero y veloz depredador.

La persecución parecía interminable y el cansancio hacía presa de Carolina. Las fuerzas ya no le daban más. Entonces y sintiendo que no podía seguir Corriendo, desesperada opto por volar y eso es lo que hizo. Primero ganó altura cuanto pudo y luego comenzó a desplazarse velozmente cual ave horrorizada. Viendo esto, la criatura también ganó altura y continuó con la persecución. Carolina huía volando sobre enormes y desnudas montañas que amenazaban con destruir su frágil cuerpo con sus acuchilladas cimas. Luego voló sobres extensos e impenetrables bosques oscuros, de cuyas entrañas emanaban estruendosos ruidos que parecían alentar a la criatura en su persecución. Pero Carolina volaba veloz, tan veloz como una centella y poco a poco iba dejando atrás a la monstruosa criatura. Mas, inesperadamente, el horizonte comenzó a oscurecerse frente a ella y de pronto se encontró volando a ciegas por un oscuro, largo y estrecho túnel sin salida. Entonces y ya sin escapatoria posible, se sintió atrapada por infinidad de brazos fríos como el hielo, que la envolvían con desesperación para triturarla.

Y fue cuando el enorme peso del voluminoso cuerpo del dueño de la casa la despertó. Se había tirado encima de ella para

violarla. Con ambos codos paralizaba los débiles brazos de Carolina y con ambas manos le tapaba la boca, mientras muy quedo le decía cosas obscenas al oído. Aturdida por el susto, Carolina no reaccionó en los primeros instantes, pero inmediatamente comprendió lo terrible de su situación y fortaleciéndose con su enorme fe en Dios, decidió defenderse y luchar por su honor y por su vida. Entonces y fingiendo acceder al malévolo propósito del desalmado, se dejó estar por un momento. Este cayendo en el engaño, retiró sus poderosas manos de la boca de Carolina y ella aprovechó para pedir auxilio primero y luego con la fuerza del más fiero de los carnívoros, asestó un severo mordisco a su agresor que lo desparramó en agudos y cobardes quejidos de dolor.

Como siempre ocurre en estos casos, el incidente terminó con el injusto despido de Carolina del trabajo.

Y Carolina continuó con su lucha diaria.

En los momentos más difíciles, reflexionaba sobre la vida y lo hacía con madurez, con la madurez que se consigue a golpe de sufrimiento y sacrificios, pero también con fortaleza y valentía espiritual para enfrentar y vencer las adversidades. Su fe en Dios era grande y a Él se dirigía cada día en procura de consuelo y de ayuda.

Casi siempre recordaba a sus padres, a quienes si bien amaba mucho, no extrañaba en absoluto y a quienes alguna vez volvería triunfante, estaba segura que sí, para hacerles entender que tener fe en Dios, no implica vivir determinados por una actitud pasiva y conformista, sino que somos nosotros mismos los que

debemos gobernar nuestras propias vidas, pensando y decidiendo sobre la mejor manera de hacer las cosas, teniendo en cuenta que se pierde o se triunfa en la vida, fundamentalmente en virtud de nuestros propios actos.

Cuatro largos y penosos años transcurrieron, hasta que por fin la primavera se animó y desprendió, generosa y copiosamente, promisorias flores de esperanza y felicidad en la sufrida vida de Carolina Llanos, en la gran ciudad.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Cosas de la vida

“Soy don Apolinario Zapata y desde hace varios meses estoy muy enfermo. Estoy seguro que es por culpa del maldito cáncer. Y estoy seguro, porque es intenso el dolor que me estruja y porque así lo veo en la mirada atribulada y esquiva de Matilde, mi amada mujer, que pronto será viuda. Ella se empeña en negarlo y dice que pronto voy a recuperarme. Claro que no la creo. Mis hijos están informados ya de mi triste situación, pero todavía no han podido venir a verme. Lo harán cuando dispongan de tiempo para hacerlo. Los tres son profesionales exitosos y viven muy bien en diferentes lugares, lejos de nosotros”.

¿Se han vuelto a comunicar contigo los muchachos?

Sí. Y están muy preocupados, aunque no pueden venir a verte todavía.

Ya vendrán. Vendrán cuando dispongan de tiempo y voy a sentirme feliz de volver a verlos.

Les he pedido que nos apoyen con tu tratamiento.

¡Oh, no! ¡Eso, no! ¡Eso no está bien! ¡Para qué molestar a los muchachos!

¡Cómo que no! ¡Son nuestros hijos y están en la obligación de apoyarnos!

Así dialogaban los buenos ancianos.

Desgraciadamente y unos días después de este diálogo, la muerte extendió su implacable garfio y se llevó para siempre a don Apolinario Zapata.

Y al fin pudieron viajar sus hijos.

Frente al féretro de su padre, se lamentaron, grandemente, porque ya no pudieron abrazarlo en vida; porque ya no pudieron agradecerle lo mucho que hizo por ellos; porque ya no pudieron decirle cuánto lo amaban.

Así terminó sus días don Apolinario Zapata, que vivió 78 años, codo a codo con la pobreza, por educar a sus hijos, pero que fue velado y sepultado como un acaudalado.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melga

Pandillaje

La pandilla se desplaza numerosa e incontenible por una de las calles de la ciudad.

Es muy de noche y los pandilleros no tienen ningún inconveniente para avanzar y actuar.

Momentos antes han consumido drogas en uno de los más alejados parques de la cuidad, a vista y paciencia de los vecinos.

El que hace de jefe se llama Ismael y es un joven de baja estatura, que no obstante su aparente debilidad exhibe un temperamento feroz y cruel. Al igual que sus compañeros, tiene los ojos espantosamente enrojecidos y los labios resecos y color de yeso como consecuencia de la droga. Él y todos sus acompañantes no han probado bocado alguno en todo el día. Además, por ahora, no lo necesitan. Les basta y sobra con la droga.

¡Queremos matar! ¡Qué vivan los destructores! - Grita Ismael.

¡Que vivan! - contestan los otros.

Y luego se desgañitan con insolencias y obscenidades irrepetibles.

Han llegado a la inmediación del mercado central de la ciudad y a su paso han apedreado puertas y destrozado las ventanas de muchas casas. También han agredido salvajemente a algunos solitarios y desafortunados transeúntes que tuvieron la mala suerte de cruzarse en su camino. Están armados de piedras, pequeñas y no muy pequeñas.

Las calles están desoladas y silenciosas.

Sólo algunos perros callejeros se atreven a ladrar al paso de los delincuentes, que avanzan pisoteando sus deformes y confusas sombras y perturbando el silencio de la noche.

Continúa imparable la marcha delincuencial.

De pronto, enfurecido y descontrolado por los daños ocasionados a su casa, uno de los vecinos adopta la imprudente y lamentable decisión de enfrentarse a los facinerosos.

¡Desgraciados! ¡Malditos delincuentes! ¡Qué creen que están haciendo! – les dice.

Y fuera de sí intenta golpear con los puños a algunos de los delincuentes que marchan últimos en el grupo.

Los delincuentes son muchos y jóvenes y algunos muy jóvenes. Todos llevan muy sucia y desgastada la vestimenta; la mayoría visten pantalones jeans a la cadera que se arrastran como tratando de esconder mugrosas sandalias o viejas y también mugrosas zapatillas. Anchos y larguísimos polos o camisas desgastados cubren estrambóticamente sus aceitunados y escuálidos troncos. Todos exhalan un fuerte y desagradable olor a sudor macerado en días.

La imprudente y lamentable actitud del vecino, genera una inmediata y descontrolada reacción de los jóvenes delincuentes.

¡Viejo de m…! ¡Te vamos a matar! – Gritó Ismael - ¡A él muchachos! ¡Sáquenla la …!

Al instante llovió una andanada de piedras en todo el cuerpo del vecino que lo hicieron caer cogiéndose la cabeza con desesperación y pidiendo auxilio con desgarradores gritos.

¡No paren! ¡Denle duro hasta que muera! – insiste el jefe, con incontrolable irascibilidad.

Desesperada una vecina toma el teléfono y llama a la Policía:

¡Por favor, vengan pronto! ¡Están matando a una personal!

Las piedras llueven, incontenibles, estrellándose en el indefenso cuerpo del vecino, que se recoge y se retuerce de dolor en el piso.

La vecina insiste en su llamado:

¡De prisa, por favor, lo están matandoooo!

Las piedras siguen lloviendo.

Momentos después el cuerpo del vecino no soporta más y se queda totalmente inmóvil.

La vecina persiste:

¡Dios mío! ¡Vengan, por favor! ¡Creo que ya lo mataron!

Ante tan macabro espectáculo, los familiares lloraban desconsoladamente, lanzando desgarradores gritos, pero sin atreverse a salir por temor a ser atacados también.

¡Listo! ¡Vamos! ¡El tío está muerto! ¡Vamos! - Ordenó Ismael.

La pandilla reanudó su alborotado y destructor camino y lanzando piedras e insultos se perdieron contaminando a su paso la oscuridad de la noche.

Una hora después, se hizo presente la Policía y sólo para constatar la muerte del buen vecino.

Al día siguiente se hará presente el fiscal para el levantamiento del cadáver. Ahora nadie puede tocarlo. El fiscal levantará un acta; luego realizará la denuncia, pero después no pasará nada, absolutamente nada.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Reflexiones

Con traje de luto y regando sufrimiento corre el tiempo en estos tiempos, como nunca antes fue así.

Cada día las antiguas creencias y profecías prolongan más y más sus inmensos cuellos de siglos, para decirnos con miles de voces convencidas, las causas del infortunio del mundo que sufre y sufre como nunca antes fue así.

Exhibiendo doctrinas diversas se abre paso la devoción. La fe se agiganta soberana e indiscutible. Se ablandan y enternecen los corazones, pero igual el mundo sigue sufriendo y sufriendo como nunca antes fue así.

Las contradicciones celebran a carcajadas, observando cómo cuánto más se predica la fe, cuánto más se propicia (solo se propicia) la práctica del bien y se señala el camino para alcanzar la salvación, los males crecen y se agigantan cada día y caminan, orondos, con paso tenebroso, haciendo que el mundo siga sufriendo y sufriendo como nunca antes fue así.

Cómo fuera así, que eso que llaman paraíso y que dicen está en el cielo, tuviera, alguna vez, un lugar en cualquier lugar de la Tierra y acudieran a él los muy pobres y los intensamente marcados por el infortunio, para que conozcan, al fin, la felicidad. Pero no. Eso no sucederá. Nunca será así y el mundo igual sigue sufriendo y sufriendo, como nunca antes fue así.

Seguro que miles y miles de nuestros hermanos, desconcertados y dubitativos, seguro que se preguntan, aquí y en todo lugar, si razones tienen para agradecer:

Por el hambre cotidiana que los alimenta y los mata cada día. Por la injusticia que huella sus caminos.

Por los oídos eternamente sordos a sus imploraciones y lamentos. Por la insufrible cara de la indolencia.

Por el dolor que emana de la desesperanza infinita que los acompaña y agobia.

Por la pobreza extrema que magulla sus sueños y aspiraciones. Por el sino que signa sus destinos.

En fin: por ser los desposeídos, de la tierra, no conocer la felicidad y nunca tener navidad.

Esta misma realidad que a muchos otros nos ofrece algo o simplemente poco o muy poco o sólo pobreza tolerante, nos asfixia, además, con sus consabidos males de inseguridad y desprotección extremas frente a la violencia y a la delincuencia de todos los días y el mundo sigue sufriendo y sufriendo como nunca antes fue así

¡Ahl, esta tan lamentable realidad, la de ahora, siempre presta a desgraciamos la vida en cualquier momento y en cualquier lugar.

Y

el mundo sigue sufriendo y sufriendo como nunca antes fue así.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Monólogo de la frustración

Soy Salvador Dioses Albarracín, su amigo para servirles, ciudadano honrado (que ya es mucho decir), natural de Villa posada, pequeño, pero hermoso pueblecito de mirada alegre y transparente, en el que las horas pasan lentas y sosegadas, cabalgando en el lomo invisible de un tiempo que transcurre igualmente lento y sosegado como si se tomara su propio tiempo.

Pero es de mí y no de mi pueblo – del cual me alejé siendo niño –que deseo hablarles en las siguientes líneas:

La semana pasada cumplí 70 años y hoy me cesaron en el trabajo ¡Qué joder! ¡Es una vaina ser viejo en este país!

Laboralmente nos desechan como objetos inservibles. No obstante, considero una tontería sentirme abatido o ponerme triste o sentarme a llorar por mi actual situación. Después de todo, considero que he vivido bastante, lo suficiente creo. Sí, pues.

Eso sí: gozo de buena salud y aún me siento bien, física e intelectualmente, para seguir trabajando y eso es lo que haré en cuanto pueda. Lo malo es que aún no sé en qué, pero algo saldrá por ahí. Estoy seguro. Aunque, sinceramente, no puedo evitar sentirme solo, tan solo que ni la agradable compañía de mi buena y anciana mujer me libra de la soledad.

Dije que la semana pasada cumplí 80 años; así es; pero no ocurrió nada especial: los hijos llegaron, de uno en uno, me saludaron y así como llegaron se fueron con las mismas. ¿Amigos? No, no. No tengo amigos. Ocurre que como toda mi vida fui un trabajador

honrado y aunque trabajé mucho, nunca pude ahorrar dinero y ustedes saben, amigos, que, sin dinero, en este país, no vales ni miércoles y ni siquiera el saludo en el día de tu onomástico mereces.

Bueno: les comento que fui un lector consuetudinario. Eso sí. Me alucinaba culto. Me gustó leer mucho y siempre tuve el deseo ferviente de escribir sobre algo, pero nunca lo intenté, tal vez porque nunca se me ocurrió algo interesante o quizá porque seguí una carrera que poco tiene que ver con las letras. Tal vez por eso. Lo cierto es que nunca tuve el atrevimiento para escribir.

Creo que por complejo también; pero ahora que me he puesto a escribir estas líneas, deseo contarles, amigos, las vicisitudes de mi vida, de lo que recuerdo y considero interesante, aunque, claro, no creo que para ustedes lo sea. Aun así, ahí voy:

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Sobre mi niñez y mi adolescencia:

De mi niñez y de mi adolescencia tengo poco que decir, pero fue en esas etapas de mi vida cuando fui enteramente feliz; es decir, hasta donde se puede ser feliz en este infeliz país de pobreza, de desigualdades e injusticias, pero que, aun así, es un lindo país

Sobre mi vida universitaria:

En la universidad fui un alumno dedicado y sobresaliente y lo fui hasta cuando opté por joderme solo, ¡puta madre!, pues se me dio por incursionar en la política y convertirme en dirigente estudiantil. Entonces, descuidé los estudios y anduve metido de lleno en reuniones, reclamaciones, gestiones y marchas de protesta. Presumía de revolucionario, de un digno admirador de Lenin, de Mao Tse Tung, de Fidel Castro. Casi ya no me bañaba y lucia estrafalaria. Hecho un cojudo abría la boca para protestar por todo, por todos y contra todo. Acompañaba a los trabajadores de construcción civil y de cualquier otro sector, en sus protestas callejeras. Me encantaba el protagonismo. Aprovechaba cualquier oportunidad para discursear. Es decir, todo un dirigente estudiantil “revolucionario, clasista y combativo”, como cojudamente rezaba uno de esos huevones eslóganes políticos de entonces.

Pero eso no me duró mucho, felizmente, porque de a pocos me fui informando primero y comprobé después, que la honestidad no es el factor común entre los jovenzuelos metidos a dirigentes universitarios y opté por retirarme a tiempo, pero muy decepcionado y, sobre todo, arrepentido como un imbécil, aunque ya no volví a ser el alumno aplicado de antes.

(Poco tiempo después que culminé mi carrera el país comenzó a desangrarse por obra del terrorismo, pero no sólo del terrorismo. Entonces, de a pocos, el ser estudiante universitario y mucho más dirigente estudiantil, se convirtió en un verdadero peligro. De la que me libré carajo).

De mi vida universitaria recuerdo, también, mi simpatía extrema por los líderes políticos de izquierda. Por todos. Creía ciegamente en ellos. Conocí a muchos y en más de una oportunidad llegué a levantar en hombros a más de uno durante manifestaciones políticas públicas. Sólo años más tarde fui consciente y me di cuenta, con claridad, de la forma conchuda cómo esos políticos de la jijuna se roban espacio y protagonismo entre ellos mismos y que de llegar al poder, seguro estoy que estos grandes pendejos se sacarían los ojos o se morderían entre si cual feroces canes rabiosos (aunque hubo uno que fue diferente; es decir, transparente y desprendido. Alfonso Barrantes Liñán se llamó; tuve la suerte de conocerlo y de tratar con él).

Ahora y desde hace mucho tiempo, todos los políticos, todos, me llegan “muy altamente”, como decían los jóvenes de mi época.

Asimismo, recuerdo que me adhería fácilmente a los puntos de vista que expresaban ciertos líderes de opinión que escribían en diarios y revistas de la época. Me gustaba el enfoque pesimista, malintencionado,casi trágico de sus escritos. Me parece que con el tiempo este tipo de personajes (politólogos les dicen) no han cambiado mucho que digamos. Son los que siempre recomiendan que, para cambiar al país, hay que reformar y

modernizar el Estado. Pero nunca dicen cómo y joden si alguien intenta hacerlo. Son los “todo está mal”.

Sobre mi vida laboral:

Más tarde, como profesional, cuando me propuse, fácil logré mi nombramiento en una institución del Estado y aunque casi siempre gané una cojudez, me destaqué por mi responsabilidad e idoneidad. Decían que era un trabajador creativo y emprendedor y no sé qué otros calificativos huevones que se manejan en este país de pendejos, que con tanto emprendedor y creativo nunca sale de misio.

Pero, como sea y después de algunos años, el ser emprendedor y creativo me valió para ser designado, por mérito propio, claro está, en un cargo de jerarquía; es decir, en un cargo importante y, además, bien remunerado.

Y fue, entonces, cuando me ocurrió y tuve que sortear huevada y media.

Para comenzar, les cuento que sentí la envidia viva de los amigos, de algunos familiares y hasta de hermanos y hermanas: les afloró lo muy peruano a los muy cojudos y se sentían recontra mal, porque comencé a ganar bien y porque de a pocos me fui convirtiendo en un ciudadano visible, distinguido y respetado.

Recuerdo que no obstante su envidia, todos recurrían a mí y me pedían apoyo: “que mira esto…”, “que tú sí puedes”, “que para

ti es fácil”, “hazlo, por favor” y cosas así, comprometedoras todas, y como no me fue posible complacerlos, a rajar se ha dicho, a hablar cojudeza y media de mi persona y a retirarme su amistad.

Así son los amigos y los familiares también, aunque supongo que no todos, porque siempre hay excepciones, claro, como en todo orden de cosas.

Pero lo más difícil de todo fue que tuve que aprender a protegerme para no caer en la tentación de corromperme.

Al principio fui instigado por algunos “angelitos” con muy buenas maneras (obsequiosos los cojudos) y hasta con halagos y tentadores ofrecimientos y con la seguridad de que nunca pasaba nada, salvo enriquecerse, claro está.

-Cómo es, pues, Salvador – me decían los muy pericotes

Aquí jugamos en equipo, por lo que tienes que alinearte, compadre, de todas maneras. Es por tu bien. Entiéndelo.

Pero yo nunca me alineé con los corruptos, porque siempre fui un hombre honesto.

Esto último lo aprendí de mi padre. Él siempre me repetía que en la vida solo vale el trabajo, la buena fe y la honradez. Mi padre fue un hombre con valores y muy circunspecto; por eso que murió tranquilo, sin necesidad de arrepentimientos ni de imploraciones de última hora ni de ningún tipo de ayuda religiosa. No los

necesitó. Yo también espero no necesitarlos cuando me llegue la hora de partir, que espero no sea pronto, porque, como sea, la vida es linda, carajo.

Pero volviendo a lo mío:

Les cuento que trabajé con esmero y sin permitir que me alcancé el mínimo roce de las extensas y efectivas alas de la corrupción. De lejos observaba la sucia actuación de contratistas y proveedores, corrompiendo funcionarios y directivos. Para mí los contratistas y proveedores son una plaga, unos grandes pendejos de mierda: todo lo que tocan lo enlodan de corrupción; aunque, si vemos las cosas con realismo, creo que no tienen otra opción para poder trabajar en este país.

Luego y convencidos ya los “angelitos” de que yo, definitivamente, no transitaría por el “paraíso” de la corrupción, optaron por desacreditarme, por atacarme sin piedad y por tenderme zancadillas y, al final, terminaron por joder mi buen desempeño laboral.

Fue en esa corta etapa de mi vida, cuando conocí y entendí, con claridad, ciertas cosas que ocurren y que, lamentablemente, se dejan pasar en la vida laboral, como aquello de "ver pero callar" y se justifica, creo, toda vez que de nada o de muy poco sirve denunciar la corrupción, porque esta extiende sus poderosas marañas hasta envolver a fiscales y jueces, quienes constituyen el último eslabón de los indestructibles círculos corruptos.

Tal vez estoy equivocado, deseo estar equivocado, pero eso fue lo que vi y eso creo que sigue sucediendo ahora.

Sobre un amor que no pudo ser: Bueno. Recuerdo haber dicho que como funcionario gané bien, Si, pues, lo suficiente como para caer en la tentación de dejarme arrastrar y envolver por la casi infalible costumbre que lacra la

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

actuación de la gran mayoría de autoridades, directivos y funcionarios de importancia en este país: es decir, la costumbre de enamorarse, de conseguirse otra hembrita, la sucursal, la suplente, la trampa, la jugadora dicen ahora. Y yo no quise ser la excepción y al toque me fijé y me enamoré de una jovencita trabajadora de la misma institución. Camila se llamaba. Bonita ella y, además, soltera. Yo frisaba los cincuenta años, creo, y ella tal vez los veintisiete o veintiocho.

Recuerdo que como un huevón correteé a Camilita durante mucho tiempo. La invitaba a cenar, le obsequiaba presentes de todo tipo y valor y hasta chocolates le regalaba. ¡Qué chucha, no me importaba nada, pues deseaba conquistarla a como dé lugar!

Ella se negaba siempre. Me decía que no podía, que, además, no le gustaban los viejos y mucho menos viejos comprometidos y con hijos y nietos, como yo.

-Si al menos fueras viudo o divorciado – me decía la terriblona, pero solo por joder.

Pero siempre me dejaba un resquicio de posibilidad; siempre me regalaba una sonrisita pendeja o una miradita maliciosa y matadora:

-Insiste nomás por si acaso, Salvador. Por ahora te digo que no, que no puedo, porque realmente no puedo; pero ya veremos qué pasa más adelante – me esperanzaba.

Y yo me quedaba plantado frente a ella, mirándola como un cojudo, perdidamente ilusionado, embelesado, pasmado, templadísimo cual perfecto imbécil. Ella también quedaba contemplándome por un instante, aparentemente conmovida también, pero seguro que, cagándose de risa por dentro, pensando “ya lo reventé; lo tengo en mis manos y voy a seguir aprovechándome de este idiota”. Seguro. Segurísimo.

-Eres un viejo atractivo; me gustas; pero dame tiempo –agregaba, conchuda y despiadada y terminaba encendiendo impíamente, más la llama de mi amor por ella.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

Cuando la invitaba a bailar, casi siempre accedía gustosa. Yo no bailaba tan bien que digamos, pero me defendía. Ella, en cambio, deparaba un espectáculo de encendida sensualidad:

Abría medianamente los brazos agitando las manos con los dedos abiertos y adelantaba y movía rítmicamente los hombros y los exuberantes volcanes de su adorable pecho, mientras su grácil cintura describía sutiles y encantadores movimientos armoniosamente concordantes con los que, en simultáneo, ofrecían sus turgentes y arrebatadoras caderas, en tanto que, como suspendidos en el aire, menuditos y encandilantes pasos parecían frotar suavemente el piso, con ligerísimos desplazamientos hacia delante y hacia atrás.

Cuán hermosa se veía.

Cuando bailaba apaciblemente lo hacía con el rostro serio y la mirada extraviada, como contemplando el vacío. Por momentos se acordaba de mí y me regalaba tiernas miraditas cargadas de cautivadora coquetería y sus labios, apretujaditos, descongelaban la seriedad de su rostro y me ofrecían una cálida sonrisita conchudamente teñida de falsa dulzura; entonces, era cuando aparecían dos pequeños orificios que haciéndose un lugar uno en cada lado de su lindo rostro, encendían más su belleza y sonreían con ella.

En fin (estoy suspirando de añoranza): un metro sesenta y siete o sesenta y ocho, más tacos, de armoniosa anatomía rebosando sensualidad y alegría supremas. ¡Cómo no templarse, carajo, de la forma cómo me templé! ¿Qué será ahora de ella?

Pasaba el tiempo y en vista de mi fracaso verbal, comencé a escribirle cartas y más cartas que yo mismo las entregaba. ¡Tremendo tarado!

Fueron muchas las cartas que la escribí todo un baboso. Hasta ahora recuerdo cómo buscaba estimularme al máximo para expresarle cosas bonitas, pero sin conseguirlo, definitivamente. Aún conservo algunas líneas de la carta más inspirada que la escribí, Lean esto:

“Cómo deseo que esta insoportable aflicción que me asfixia, rebose la barrera de mi frustrada ilusión y emanen de mí, hecho poesía, exquisiteces de amor, en el tono más sublime, que sólo los tocados por la mano de Dios saben hacerlo”,

“Cómo deseo ofrecerte versos divinos capaces de prender en ti el fuego sublime del amor y diluir el hielo a través del cual me contemplan, indiferentes, tus lindos ojos y tu impenetrable corazón".

Luego de esas insulseces y para demostrarle la firmeza y cimiento de mi amor (qué tarados somos a veces los hombres) rematé la carta así:

"Cuando me dices que no puedes, yo si te entiendo, amor; mas no este mi empecinado corazón, que decidido a forzar 'lo que no puede ser', se ha empecinado en inmiscuirse en tu vida, para alcanzar la merced de tu amor. No entiende que el amor no se mendiga, como hace el mendigo para recibir un mendrugo, matar su hambre y seguir viviendo".

¡Puta madre, huevadas! Dígame, amigos, ¿qué jovencita, carajo, en su sano juicio (así dicen en mi tierra), puede sentirse atraída y acceder a los requerimientos amorosos de un viejo presumido, por sólo leer unas líneas escritas así?

Bueno, pues, a esas alturas del partido ya fui consciente de mis deplorables limitaciones para escribir. Se esfumaron mis sueños de escritor, aunque eso poco o nada me importó, porque me sentía recontra templado de Camilita y deseaba conquistarla como sea, a como dé lugar. Luego se me ocurrió y decidí escribirle versos (digo versos, no poesía) como último y desesperado recurso para conquistarla. Y así lo hice. Ahora lean, amigos, la huevada de versos que escribí, tratando de describirla, para impresionarla, conmoverla y animarla a corresponder mi amor. ¡Qué enamorado para más pelotas!

“Admiro el suave ondear de tu hermoso pelo suelto /y el teñido escarlata de tu adorable rostro/ Admiro tus risueños ojos negros/ y el blanco cintilar de tus senos de nieve/ Me cautiva el serpentear de tu flexible talle y la perfumada alegría de tus cadenciosos pasos/ Me consume la Inalcanzable ilusión de tu amor”.

Al poco tiempo de tan pendejo e inútil atrevimiento, se me acabó la ilusión, pues me sacaron del cargo, pero no por inepto o por andar templadísimo de Camilita, no, no, de ninguna manera, sino, simplemente, por estúpido, digo… por honrado. Esa es la verdad. Para qué mentir.

El retorno a mi realidad:

Entonces, volví a mi grupo ocupacional y nivel de carrera, como dice la Ley y otra vez a vivir con un sueldo de mierda y a pasarla de misionero.

Claro que ya sin dinero, se me esfumó total y definitivamente el amor por la susodicha, por lo que humillado y hecho un pelotas, tuve que arreglar mis desavenencias con la buena de mi mujer y volver a ser el buen marido que, como buen misio, siempre fui, porque a los misios sólo nos queda hacer de buenos maridos. No tenemos otra alternativa. Hay que ser muy idiotas para intentar ser infieles con los bolsillos vacíos, aunque claro que sí existen misios cojinovas que se atreven y se enamoran y son infieles a sus mujeres, pero siempre les va muy mal y está bien que les vaya mal, por cojudos.

Al principio y ya totalmente reincorporado a mi grupo ocupacional, no pude evitar sentir cierta corrosión anímica, pero no tanto por haber sido injustamente destituido de tan importante cargo, sino por haber conocido de muy cerca a la monstruosa corrupción y quedar plenamente convencido de que ésta reina y reinará siempre y sin redención posible, en las podridas entrañas de este lindo, pero jodido país. Pero igual seguí trabajando con mucho empeño, porque, como a todo huevón, me gustaba que la gente hablara bien de mí, que me señalaran como a alguien diferente; es decir, como a alguien honrado y trabajador y que mis hijos y mis nietos sintieran el orgullo de tener un padre-abuelo honrado, por sobre todo, como si eso sirviera de algo o significara mucha cosa en este país. A ellos, a mis hijos, también los reventé para toda su vida, porque (¡Oh!, gran

cojudo!) los he formado honrados y ahora, como yo, son parte de esa especie de ciudadanos en extinción, a los que siempre les costará muchísimo llegar a triunfar, porque siempre y a cada paso las puertas de las oportunidades les cerrarán.

Mis últimas palabras:

Transcurrido el tiempo de mi vida y viejo y jubilado como estay, se me ha dado por la reflexión, por meditar en muchas cosas, ya no de interés personal, porque creo que se terminó el tiempo para pensar y emprender algo bueno o algo nuevo para mí, sino sobre la forma injusta como trata la vida a los hombres justos y honrados. Aunque vivo despojado de todo resentimiento, siento que la frustración marca mis solitarios días y mis cansados pasos, porque no me dejaron hacer lo que tuve y pude haber hecho, sencillamente, por ser honrado. Ahora y envuelto en la desesperanza y la desilusión, he llegado al convencimiento irremediable de que este mundo es el mundo en el que mandan los crueles de alma y corazón; que es el reino de los despiadados, de los que buscan el infortunio de otros para alcanzar la felicidad. He llegado al lamentable convencimiento de que este mundo se ha convertido en el paraíso de la envidia, del resentimiento y del rencor, es el mundo del engaño, de los homenajes póstumos, de los golpes bajos, de los plazos incumplidos, de los compromisos sin honrar. He llegado al convencimiento de que este mundo es el mundo de los que adoran en Dios para desvestir al desnudo, de los que disfrutan con la desgracia de los otros y sufren por la dicha cuando no es su dicha.

A veces me pregunto, ¿por qué los corruptos, perversos y malvados llegan primero o casi siempre llegan y triunfan y por qué a los buenos y honrados les cuesta llegar si es que alguna vez llegan a triunfar?

¿Por qué fácil se encumbran los que mal obran y gastarse el overol deben los de bien obrar?

¿Por qué los que bien y honradamente trabajan sólo trabajan, mientras otros trabajando poco o sin trabajar engordan con la corrupción?.

¿Por qué nos gobierna esa estirpe ominosa que llamamos políticos?

¿Y qué de la amistad si no nos estimamos?

¿Y qué del rencor, del odio y la venganza?

¿Y qué de la hipocresía y de la envidia?

¿Y qué de la maldad y el engaño reinando en el mundo?

¿Dónde han quedado la bondad y la caridad?

¿Dónde los valores, las buenas costumbres y las buenas intenciones?

Por favor: que la gente ya no rece tanto, Señor, y que solo traten de ser cada día mejores, Señor.

Hasta aquí llego, amigos, con mi remembranza, mi frustración y mi reflexión y aunque todavía no pienso morirme, creo que ya no tendré tiempo para volver a incomodarlos otra vez.

Les pido que me disculpen por mi procacidad, en algunas partes de mi relato. Discúlpeme, amigos. Gracias.

Su amigo de siempre Salvador Dioses Albarracín.

Adaptación: Keren Anneliz Villena Melgar

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