cuadro la parte inferior de los cuerpos en el paredón, donde destacan las botas militares y, a pocos centímetros de ellas, las cabezas de los que han sido fusilados unos momentos antes: contra las botas negras, símbolo del soldado erguido, luce de forma chocante la cabeza de un hombre en cuya frente un orificio deja escapar un chorro de sangre. Separadas del tronco, a las cabezas anónimas en el momento de la danza sólo les resta ir al ritmo de los pies. Antítesis que le impone a la parte más elevada del cuerpo del homo erectus el nivel más bajo, aunque Georges Bataille encontrara allí, precisamente en el dedo gordo del pie, el mayor signo de humanidad. Este hecho podría entenderse en dos sentidos diferentes: como el principal objetivo de un nuevo tipo de enfrentamiento marcado por la carencia de racionalidad o, por otro lado, como la búsqueda de una racionalidad del todo distinta. El segundo aspecto tiene que ver con el nombre del centro nocturno. “Sol y sombra” sitúa el hecho, simbólicamente, en la plaza de toros. Fiesta solar animada por el enfrentamiento del hombre y la bestia. En el círculo que representa el sol, al hombre, Teseo, le resulta posible por fin encontrar su otro yo, que es monstruoso y divino, el minotauro. La incursión en ese laberinto circular permitiría la integración de su parte rechazada y reprimida por la cultura, superando el malestar denunciado por Sigmund Freud. En cuanto a la violencia y su principal producto, la mutilación, el resultado es siempre positivo: ya sea que banderillas y espadas penetren el cuerpo del toro o que la carne humana ceda ante los pitones de la embravecida bestia. Fiesta sagrada, es decir, de sacrificio violento que se salda con la destrucción de uno u otro cuerpo. Violenta, sí, pero fiesta al fin y al cabo. De forma azarosa, la sangre puede brotar tanto del tupido pelaje del animal como del traje de luces del torero. Se hiere la luz y la oscuridad, la razón y la locura. Azaroso, el triunfo oscila entre la fiera poderosa o el bailarín solar. Lo único seguro es la violencia en esta fiesta que restituye un equilibro cósmico al garantizar la integración de dos principios opuestos. Tal relación de tauromaquia y decapitación ya había sido realizada por Picasso, quien, en un dibujo de la serie las Crucifixiones (1930-36) asimiló el sudario a la muleta: el velo lleva como marca una cabeza reducida a calavera. Ralph Otto busca el sentido originario de lo sagrado haciendo a un lado el momento moral y ético, que aunque lo conforma no es parte constitutiva fundamental, para encontrar aquello que es distinto del bien y la razón: su origen. Con el término numinoso intenta explicar el sentimiento del ser humano ante el encuentro con el ‘mysteriumtremendum’, que en nuestro caso de
estudio sería la cabeza de un mensaje escrito. Lo numinoso es aquello que en su desmesura e irracionalidad provoca una mezcla de horror y atracción a la cual no se le puede oponer resistencia. Se trata de aquello que confunde los sentidos porque, aunque se intente rechazarlo, no deja de fascinar (lo aterrador seduce). Por su parte, René Girard encuentra que el sacrificio ritual obedece a una naturaleza doble: por un lado se trata de algo lícito y permitido; por el otro, implica una práctica que supone una “especie de crimen que no puede cometerse sin exponerse a unos peligros no menos graves”. Práctica ilegítima y furtiva que da como resultado la muerte de una víctima que, por ello, se inscribe en la dimensión sacrificial, es decir sagrada, precisamente con la pérdida de la vida. Y concluye: si el sacrificio “aparece como violencia criminal, apenas existe violencia, a su vez, que no pueda ser descrita en términos de sacrificio”. Podríamos pensar, como una hipótesis, que la aspiración de este acto ritual consistente en lanzar las cabezas a una pista de baile acompañadas del narcomensaje buscaría, como objetivo principal, restablecer el equilibrio roto que tiene que ver con la economía de la pena y, en consecuencia, con el proceso de construcción de la identidad del juez y el verdugo, figuras esenciales del poder hegemónico en un estado moderno. Tiene que ver, como lo podemos entender, con la construcción del discurso, con la epistemología de un saber, con la verdad. Agamben, que estudia la relación esencial entre tortura y verdad a partir de la Colonia penitenciaria de Kafka, advierte que la única forma de descifrar una escritura de este tipo es a través de las heridas. Las proezas más claras, advierte Borges en El espejo y la máscara, “pierden su lustre si no se las amoneda en palabras”. Para que la grandeza de un hecho no decaiga, para que conserve esa cualidad que lo vuelve extraordinario, ya sea por su brillo o por su suciedad –rasgos que en el mundo contemporáneo se han confundido, como aventura Jean Clair en De Immundo al constatar la cercanía de sacre y sacer– debe entrar en la dimensión discursiva: volverse palabra. Sin embargo, nos advierte el escritor argentino en esa obra, así como en El milagro secreto y Funes el memorioso, que la ganancia de la palabra implicaría, lamentablemente, la pérdida del cuerpo. Los asesinatos rituales aquí estudiados comparten la misma lógica. Como ocurre en La colonia penitenciaria de Kafka, no se obtiene esta palabra sin perderlo. Acuñado, el cuerpo deviene moneda de cambio. La sentencia de Klossowski atraviesa el tema de la escritura corpo-lingüística aquí estudiada. No podía ser de otra forma cuando me he dedicado a estudiar la relación cuerpo y palabra desde la perspectiva de una
Era digital, año XV, agosto 2014. [NARCO-CULTURA Y FARMACOPEA] Sustaita, p.5.