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nada: toda la nouvelle vague con Truffaut a la cabeza, el new american cinema, las películas de carretera, Hitchcock, Polanski, Visconti, Losey y una larga lista de nombres, todos ellos los he visto en esos años donde aparentemente no pasaba nada. Esa es la paradoja de las ciudades supuestamente pequeñas o alejadas. Me ha tocado vivir en otras ciudades por donde pasa el mundo, como Nueva York o Barcelona, y termina sucediendo algo extraño: te acostumbrás a la oferta generosa de revistas, libros, espectáculos y entonces vas dejando para después. Está Bob Dylan mañana en la ciudad y terminás quedándote en casa porque llueve o queda un poco lejos el teatro. Mi generación es más cercana a la de Darnauchans, que era novio de mi hermana, y Eduardo Milán, que vivía al lado de casa. Benavides, Circe, Tomás y Alamón eran los maestros, de la edad de nuestros padres.
Me he encontrado con mi padre a través del arte y también por medios más sutiles, de esos que trascienden las palabras. Uno de ellos fue al conseguir hace poco la misma edición de uno de los primeros libros que me regaló cuando yo era niño, llamado Un huésped del cosmos, una serie de relatos de ciencia ficción rusa que durante mucho tiempo me pareció el peor regalo de todos y nunca pude leer en su totalidad. Cuando me reencontré con el libro hace poco, vi que el primer relato de todos se llamaba “Un artista extraordinario”. Eso me reconcilió con el libro y el regalo. No importa si mi padre sabía que ese relato se llamaba así, pero en algún nivel de conciencia sí lo sabía y me estaba diciendo algo, indicando un camino y presagiando lo mejor. Siendo cariñoso a su manera, silenciosa. La cual iba a descubrir años más tarde, una mañana en Buenos Aires. Esa es mi lectura a través de los años y una manera de encuentro.