Agur viejo Bilbao

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Álvaro Gurrea Saavedra, nacido en San Sebastián el 24-8-1945. Vive en Bilbao desde los 17 años. Estudió Derecho, Empresariales y Comunicación. Ha sido publicitario, productor y realizador de spots y también profesor en la Facultad de Ciencias Sociales de Leioa. Es autor de Kosallu y otras historias vizcaínas y Periko Kintana, marinero y gudari así como de los siguientes libros de texto: Introducción a la Publicidad, Los anuncios por dentro y Cómo se hace un spot publicitario.

Liburu honek hirurogeiko hamarkadan Bilbora bizitzera etorritako gazte donostiar baten barneko oroipena adierazten digu. Oroipen txunditua, txinboen izaera eta hizkera molde hain eder, moderno eta zuzenekoaren aurrean, baita haien agur, agur esateko ohituraren nahiz anglomaniaren aurrean. Oroipen zeharo maitemindua Botxoaz, askotariko nahas-mahas eta sirena hotsez girotua, zeinen industria taupadak gau eta egun zirauen, eta lanaren epikaren kemen handiak aurrerapenaren eta oparotasunaren ametsa pizten zuen jatorri, mota eta maila guztietako jendearengan. Burdinaz eta arroz pastelez, galtzada-harri bereziz eta pertsonaia txirenez osatutako hiria, zeinen portu-arimak oraindik bizirik zirauen bere ontziolekin, txalupa motordun eta atoi-ontziekin, baita egunkari orrialdeen antzera zabaltzen zen bi orriko zubiarekin. Bilbon denetik gertatzen zen garaia, hura: anarkistak Mola jeneralaren estatua eraisten, iraultzaileak Aste Nagusiaren lehen jaiak asmatzen, demokrazia sortu berriaren argi motelaren pean, boluntarioak uholde izugarriak utzitako basak auzolanean garbitzen; eta, bien bitartean, epoka oso baten amaiera gaine-gainean, guztien begirada txundituaren aurrean. Liburu honen egilea Donostian jaiotako bilbotarren klub mugatukoa da. Botxoa izan da haren newyork partikularra, era guztietako pizgarriak eskueran jarri dizkion hiri abegikorra. Orduko Bilboko giro jakin bat antzematea ahalbidetzen duten bizipen horien zati bat da orain memoria hauek aurkezten digutena.



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Agur al viejo Bilbao (1960-1985)

Memorias de un donostiarra bilbaĂ­no

Ă lvaro Gurrea Saavedra 431-432


Imagen de la portada y contraportada: 1970. Bilbao. La ría y el puente de Deusto abierto; al fondo, las grúas del astillero Euskalduna. Fotografía de Mikel Alonso. Depósito Legal: BI-1329-2011 ISBN: 978-84-8056-305-5 Imprime: GESTINGRAF Cº de Ibarsusi, 3 – 48004 Bilbao


Este libro se asoma a la memoria íntima de un joven donostiarra que se instala en Bilbao en los años sesenta. Una memoria perpleja ante la manera tan espléndida, moderna y directa de ser y de hablar de los chimbos así como por su adicción al agur, agur y su anglomanía. Memoria rendidamente enamorada de un Bocho cincelado a golpe de mezcolanzas y sirenas y cuyo latido industrial no cesaba ni de día ni de noche mientras el gran aliento de la épica del trabajo permitía alcanzar los sueños de progreso y prosperidad a gentes de todo origen, clase y condición. Una ciudad de hierro y pasteles de arroz, de adoquines únicos y personajes chirenes, cuya alma portuaria estaba aún viva con sus astilleros, gasolinos, remolcadores y un puente que abría sus dos hojas como si fueran páginas de un periódico. Una polis enganchada a las cerveceras donde era posible que un policía al grito de ¡No creerán ustedes que esto es Nueva York¡ detenía a una pareja por darse un simple beso en la calle mientras el futuro, aún de ciencia-ficción, irrumpía tímidamente con los primeros cerebros electrónicos. 5


Tiempos en los que en Bilbao pasaba de todo: anarquistas que derribaban la estatua del general Mola; revolucionarios que inventaban, bajo la tímida luz de una naciente democracia, las primeras fiestas de la Aste Nagusia; segadores urbanos que limpiaban el barro de la gran inundación a golpe de puro voluntariado; y, mientras, el fin de toda una época se cernía ante la mirada atónita de todos. El autor de este libro pertenece al restrictivo club de bilbaínos nacidos en San Sebastián. El Bocho ha sido su nuevayork particular, la urbe acogedora en la que se ha topado con toda clase de estímulos. Parte de ellos son rescatados ahora en estas memorias que permiten palpar una cierta atmósfera de aquel Bilbao.

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¿Qué era eso de Bilbao? Yo nací en San Sebastián a mediados del siglo pasado y si tuviera que decir algo de mi familia sería que había ido perdiendo casi todo lo que le había servido para sobresalir en los buenos tiempos. ¿Y qué nos quedaba de todo aquello? Los apellidos, algún mueble que otro, cuadros, fotografías todas amarillentas, un cierto reconocimiento social. Este último también iba bajando cada día, más o menos al mismo ritmo que el saldo de nuestra cuenta corriente. Mi madre incluiría también la educación en ese pequeño paquete de nuestra herencia. Puede que tuviera razón, no voy a discutir una vez más con mi madre y, menos aún, acerca de si teníamos o no teníamos una manera de ser distinguida y el nuestro era o no era el sentido de la dignidad de la gente a la que eso es lo último que va quedando. Son cualidades que ya casi nadie valora, pero de las que he acabado estando bastante orgulloso a lo largo de mi vida. Sin embargo, prefiero dejar por ahora mi educación fuera. A esa edad de la que hablo me avergonzaba de ella y deseaba pasarme al otro bando y abandonar cualquier indicio que delatara mi origen social. 7


Ya que he decidido hablar de Bilbao, tendré que aclarar antes que nada que no sabíamos en esos tiempos gran cosa de una ciudad que con los años resultó ser mucho más mía que la otra en la que nací. ¿Por qué iba a interesarnos?, no había entonces respuesta. Muchos bilbaínos venían en cambio a veranear a San Sebastián y otros pocos a Zarauz y cuando menos conocían, siendo como eran tan finolis, todos los grandes restaurantes de nuestra costa. Solía ver por aquel entonces cuando jugaba en Atocha el Athletic a miles de bilbaínos repartidos por la ciudad. Esos días todo Donostia, los paseos, los bares, las calles, los hoteles, y hasta casi medio campo de fútbol, se volvía rojo y blanco. Vi jugar en ese campo contiguo a la Tabacalera de muy niño a futbolistas míticos como Venancio y Zarra y al pequeño Gainza con ellos y luego, ya como único superviviente de aquella delantera única, lo vi jugar con otros durante unos cuantos años más. Y siempre, siempre nos ganaban. ¡Dios, cómo me fastidiaba! Supongo que por lo buenos que eran es por lo que también resultaban tan forofos. Pero, qué íbamos a hacer, a fin de cuentas el mundo era muy grande y no acababa ahí, conocíamos también a gente de Pamplona y sabíamos perfectamente lo que eran los Sanfermines, y yo había estado varias veces en pueblos de Navarra como Los Arcos o como Sumbilla, donde había un río lleno de truchas buenísimas que solían sacarnos para comer fritas con una loncha de jamón dentro. Vitoria no podemos decir tampoco que fuera gran cosa en aquellos tiempos. Nadie con dos dedos de frente podía imaginar que ese insecto de ciudad fuera a convertirse en la capital del País. Pero te la encontrabas siempre en medio de la carretera camino de Madrid, con lo cual podía decirse que era un lugar con un cierto sentido como lugar de paso. En cuanto a las ciudades del País Vasco francés, todo lo de allí nos parecía fantástico, tanto las casas con sus contraventanas de madera pintada, como las tiendas, las calles, los jardines, tan cuidado todo, sus increíbles hoteles, los autoservicios, tan prácticos, y los sitios de todo a cien francos y las carnicerías donde no sé 8


cómo conseguían que no hubiera una sola mosca. Francia estaba llena de todas esas cosas, tan estupendas en comparación con lo que teníamos a este lado de la frontera. Un paraíso en todos los sentidos y un país a tomar como ejemplo. Y eso que no me he atrevido a hablar de sus fenomenales playas con las mujeres medio desnudas, cuando las nuestras usaban todavía el traje de baño con falda y eran, no sé por qué razón, mucho menos atractivas que esas otras. Para cualquiera que no fuera un cochino franquista, y por lo tanto redomadamente ciego, todo lo extranjero por principio era superior. ¡Cómo ibas a compararlo con lo que ellos querían que llamáramos lo nacional! Así que no era posible que nosotros pensáramos tampoco en Bilbao como un modelo a seguir, había que estar un poco loco para apostar por una cosa así.

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Te quiero, no te quiero… Cuando conocí Bilbao no me entusiasmó en absoluto. No es que supiera gran cosa de ciudades, yo todo lo comparaba con San Sebastián, pequeña, limpia y tranquila, o con Madrid, que era todo lo contrario. Aquello otro con que me encontré no tenía nada que ver con lo visto hasta entonces y en cuanto le eché una ojeada me di cuenta de que era lo que se dice muy feo. Sólo faltaría, se me ocurrió decir, que fuera yo tan tonto como para que acabara gustándome. Ese sentimiento de amor hacia Bilbao, pero siempre con un punto de rechazo, se mantuvo en mí años y años. Me gustaba y al mismo tiempo me disgustaba, como todas esas cosas que uno encuentra en la vida y que resultan duras de roer. Sólo había estado en una gran ciudad, Madrid, que comparada con mi pequeña Donostia me parecía una metrópoli extraordinaria, y por eso esperaba que Bilbao pudiera ser una especie de Madrid en pequeño, nada por debajo de eso, cosa que a los bilbaínos, aunque no lo dijeran, les habría llenado de orgullo. Pero me di cuenta de que no tenía 11


punto de comparación con ella y me desilusionó inmediatamente. No se parecía a la idea de gran urbe que yo tenía. No era una ciudad como para enseñar y sacarle fotografías, puesto que no era brillante, ni era monumental, ni era espectacular, sabemos que Bilbao no era nada de eso. Sin embargo, no tardé nada en darme cuenta de que tenía algo muy especial y me pareció desde el principio llena de fuerte personalidad. Le habían puesto el nombre de Bocho por estar metido en un agujero entre montes, de manera que en medio de tan grandes apreturas tenía más que merecido ese nombre tan pintoresco, el nombre en vascuence del hoyo que hacíamos de niños para jugar a las canicas. El Bilbao que conocí en esos comienzos de los sesenta no puede negarse que era en muchos aspectos un verdadero desastre. Sencillamente, olía de pena, estaba todo él como en desorden, casas por aquí, fábricas por allá, barrios en lo alto de un precipicio que parecían a punto de caerse, chabolas miserables en los arrabales y más chabolas miserables en los montes de alrededor, ruidosas carreteras en lugar de paseos tranquilos, una limpieza que no se adivinaba por ninguna parte, edificios mal pintados, jardines pequeños, escasos y cuidados sin ningún esmero. Y me quedo corto hablando sólo de estos inconvenientes. Sin embargo, desde un punto de vista estrictamente bilbaíno, Bilbao, por definición, no era mejorable. No era, eso no, un lugar para el turismo, para dejar a nadie boquiabierto cuando lo viera. ¿Bilbao? ¡Por favor, se había pasado la vida presumiendo de feo sin ruborizarse lo más mínimo! ¿Qué otra ciudad podía presumir de una cosa igual? La primera vez que mis pies lo pisaron fue a raíz de un campeonato de natación en Portugalete. Viajamos desde San Sebastián con una especie de entrenador/instructor, un falangista de los muchos que vivían entonces del deporte. Se llamaba Godofredo. No es fácil llamarse así, ni siquiera en aquella época, pero yo prefería mil veces ese nombre que esos otros tan vulgares como había por todas partes. Llegamos tras un 12


viaje larguísimo en un tren que se había meneado sin parar durante todo el trayecto. Era como una vieja diligencia desbocada y tardó en hacer el recorrido no mucho menos tiempo que si lo hubieran traído arrastrado con caballos de tiro. ¡Cuatro largas horas! Me sonó al llegar muy extraño el nombre de la estación, lo mismo que me había ocurrido ya al pasar por otra poco antes y leer Echévarri. Después de eso, Basauri. Y para acabar de rematar la jugada, ahora, Achuri. ¿De dónde diablos salían esos nombres, con esas terminaciones? ¿Y de esas otras bilbainadas como Indauchu o Santuchu, que enseguida oí, qué decir de ellas, de esos extraños chus? Me sonaban a Fu Manchú, el matón chino, pero no a algo vasco. La estación de Achuri me pareció no mucho mayor que la de cualquier pueblo un poco decente. No fue, sin embargo, el tamaño lo que más llamó mi atención sino el hecho de que tuviera un cierto aire de caserío o de casa torre, pues ese aspecto tan rural no casaba con la imagen que yo esperaba de Bilbao. Pero al salir de ella comprobé al instante que la ciudad que empezaba justamente al otro lado de la puerta era muy moderna y dinámica, y eso que estaba declinando ya la tarde y la gente debería haber parado de dar el callo después de tanto faenar. Pues no, la verdad es que esos seres no podían descansar así como así, porque trabajar sin parar era el estigma de ser de Bilbao. Nos dirigimos todos en rebaño hacia la estación del tren de la margen izquierda. Bordeando la ría, que estaba de un sucio que echaba para atrás, llegamos a El Arenal. Qué gran espectáculo el de esa gran multitud andando por la calle de un lado para otro a paso vivo, todo el mundo aparentando tener grandes cosas que hacer, coches y camiones y autobuses y trolebuses subiendo y bajando por el puente que conectaba la ciudad vieja con la nueva. El tráfico era tan intenso que nadie sabía muy bien por qué uno iba y otro venía. Era hasta un poco absurdo, desde mi punto de vista de habitante de 13


pequeña ciudad de provincias, tanto ir de aquí para allá. Pero era bonito. En una gran ciudad todo lo que fuera lío y movimiento, e incluso el ruido, con tal de que no llegara a agobiar, era siempre interesante. En Bilbao uno no podía decir que faltara esa buena ración de caos en toda esa zona del centro. Lo convertía en un lugar enteramente de locos, pero al mismo tiempo muy vivo y atractivo. El Arenal, sin barcos ni muelles, no era el que, según contaban, había sido en los viejos tiempos. Lo mejor de todo lo que alcanzamos a ver fueron los grandes cafés tan llenos de sabor, como el enorme y estrafalario Boulevard, el Pacho o El Tilo. Muy impresionante también el rimbombante quiosco que se escondía bajo los plátanos en espera de que apareciera una batuta que pusiera a funcionar la banda y saltara la música de una vez. Y más allá el gran teatro Arriaga, para ser sinceros, un tanto deslucido por toda la porquería que cubría su fachada. Tenían ambos, quiosco y teatro, un cierto aire antiguo y muy digno, como de una ciudad centroeuropea que tal vez había visto en alguna vieja fotografía. Recorrimos la Gran Vía hasta la Plaza Elíptica, cuyo nombre geométrico encontré un tanto ridículo. No sabía yo cuál era el centro de esa ciudad, pero de todo cuanto vimos me impresionó lo que más la calle Navarra, tan ruidosa, con tanto movimiento, con tanta cosa en tan poco espacio. A cada metro me detenía y me quedaba mirando ese trozo de ciudad cada vez más entusiasmado. Sólo una calle aquí, oye, tú, en Bilbao, (como suele hablarse aquí, con ese tono tan cantarín, casi santanderino), y en ningún otro sitio del mundo podía llegar a tener en cien metros nada menos que tres estaciones, la Bolsa, dos grandes cafés, cantidad de comercios y un par de Bancos y la central de la Caja de Ahorros. El ajetreo y el tráfico de todo tipo de vehículos, salvo barcos, que ya no subían hasta allí, era tan intenso que creaba una sensación de total desbarajuste. ¿Y la contaminación, nos referimos de una vez a ese aire casi irrespirable? Como la cuesta desde la ría a la plaza de España 14


era más bien empinada, los autobuses se veían obligados a meter la primera marcha o la segunda y acelerar, con lo que el humo de los tubos de escape era permanente. Con esa continua humareda parecía encontrarse todo el tiempo incendiada la calle, y qué ambiente más asfixiante había. Y si hablamos del ruido, era realmente ensordecedor. Empecé a enterarme de lo que era esa maldita ciudad, y sólo llevábamos allí quince minutos. No se trataba de un decorado, como siempre han dicho ellos que es San Sebastián. No era tampoco una ciudad bonita, de la cual sería posible llevarte como imborrable recuerdo un bello atardecer. No parecía haber más amanecer o atardecer allí que la hora de abrir o cerrar las fábricas, los comercios o los bancos. Se trataba de una ciudad para trabajar y para ganar dinero, y nada más. Y si encima uno podía divertirse, oye, pues mucho mejor, ¿no? En el resto de ciudad que vimos esa tarde, la Plaza de España y las primeras manzanas de la Gran Vía, no encontramos más que bancos y más bancos. Iba a ser verdad todo eso que decían de que el bilbaíno tenía siempre el bolsillo lleno. ¿Qué pintaban si no todas esas calles tan repletas de oficinas bancarias? Me vino a la cabeza en ese momento la idea, que ya no se me quitaría nunca, de que Bilbao sería siempre la ciudad del trabajo, de los negocios y del dinero.

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Emigrando a Bilbao Me desperté un día con la sensación de que me gustaba la economía lo suficiente como para elegirla como carrera, aunque no quería dedicar toda mi vida de jovenzuelo nada más que a estudiar. Me gustaba leer, me gustaba el cine, tenía cierta afición a la vida intelectual y necesitaba tiempo libre para mí solo. Así que pensé estudiar perito mercantil, o Comercio, como entonces se llamaba. Pero en mi casa no me lo consintieron, les parecía impropia de mí una carrera de grado medio y, como estaba decidido a ir a Bilbao, me encerraron en la Universidad Comercial de Deusto. Era el centro más tenebroso en cuestión de estudio y disciplina de todo el mundo conocido. Ahora que lo pienso, no me es posible intuir ni siquiera vagamente por qué elegí ese destino, trascendental decisión que acabó convirtiéndome, pobre de mí, en un bilbaíno más. Ahora bien, ¿qué pintaba en casa a mis años, toda la vida pegadito a mis papis? En realidad, yo sólo quería largarme de ahí, adónde, eso ya me daba igual. Bilbao estaba muy a mano, eso sí que era verdad. Y Madrid… menuda pereza me daba una ciudad así, tan grande. No se me ocurría ninguna otra posibilidad, así que, por qué no, me dije, nos vamos para Bilbao. 17


El viaje tuvo lugar una calurosa y húmeda tarde de finales de septiembre. Llegué de nuevo en ese pequeño cachivache de vía estrecha al que tanto gustaba agitarnos de un lado para otro, pero esta vez, para mi desgracia, sin ninguna compañía. Si mal no recuerdo, me hice mayor precisamente ese día, al verme solo en medio de la calle en aquella ciudad extraña. Me acordé de mi casa y tuve un fugaz ataque de nostalgia que hizo que casi se me saltaran las lágrimas en ese par de minutos en que me encontré tan abandonado y tan mal. Que nadie se entere, pero me habría gustado haber venido con mi padre. Me aterraba la idea de quedarme a dormir en ese lugar insólito sin compañía de nadie y, más aún, verme obligado a hacerlo esa noche y otras muchísimas más durante cinco o seis años. Tenía que ir a la calle Botica Vieja, justamente antes del puente de Deusto. Cualquiera a quien se lo preguntara me diría qué autobús coger para ir hasta allí. Pero en esa ocasión tan especial y única, mi primer día como adulto, decidí dirigirme andando ría abajo y a un tiempo echar una ojeada a cuanto apareciera por el camino. Pensé que tenía que afrontar mi nueva vida con cierta arrogancia y mucha decisión. Así que me puse a andar y a mirarlo todo. Eran algo así como las cuatro de la tarde y he dicho también que hacía mucho calor. En cuanto inicié la marcha, y como no sabía caminar más que a paso muy vivo, enseguida empecé a sudar. La marea estaba muy alta y el agua bajaba espesa, marrón castaña, maloliente y llena de elementos que flotaban a discreción. Todo aquello iba a ser de ahora en adelante mi paisaje de cada día porque acababa de convertirme en un inmigrante y Bilbao iba a pasar a ser la ciudad que me adoptaría enseguida como a uno de los suyos. Bilbao era una ciudad acogedora y generosa, no debía olvidarlo. Con ese sentimiento mucho más tolerante y cercano fui mirando muy despacio hacia San Antón y el mercado de la Ribera, El Arenal con las hojas a punto de amarillear, la iglesia 18


de San Nicolás, escondida y como de refilón en una esquina de la plaza, el Ayuntamiento con su gran reloj, el Campo del Volantín, cuyo nombre ha sido toda mi vida y es un eterno enigma sin resolver (¿a cuento de qué vendrá lo del volantín ese?), el pequeño parquecillo de La Salve con la cervecera y los guardias al lado, el paseo de las Universidades (¿por qué hablar de varias, si sólo hay una? ¡Cómo son los bilbaínos!) y, por fin, junto al puente mecánico del Generalísimo que se abría y se cerraba como una gran puerta de hierro y asfalto, la temible Universidad Comercial, donde en mi casa esperaban que hicieran de mí en poco tiempo un hombre hecho y derecho.

Un puente y un remolcador Allí pasé cinco años, puede decirse que en un régimen no muy alejado de la esclavitud. El mejor recuerdo que guardo de ese lugar era poder examinar a placer desde el pupitre una de las últimas zonas de muelle que aún quedaban en el mismo centro de Bilbao. Justamente enfrente de donde nuestros profesores intentaban atraer nuestra atención y que volviéramos las miradas a los libros o, aún peor, a sus explicaciones, se encontraba la llamada Campa de los Ingleses. Hasta hacía bien poco había estado llena de chabolas y ahora la habían condenado a ser parque de contenedores. Los barcos que atracaban en esa zona acabaron siéndonos tan familiares como los curas que nos vigilaban o los autobuses rojos que circulaban hacia Elorrieta o San Ignacio. Al cabo de no mucho tiempo de clavar el ojo en todo lo que pasaba flotando sabíamos ya quién era cada uno y el rumbo que tomaría en cuanto llenaran sus bodegas. Allí paraba, entre muchos otros, el Ignacio Ferrer, barco que tuvo el honor de llevarnos a mi amigo Eugenio y a mí de Pasajes hasta Londres uno de esos veranos, tras una semana de duro barco-stop en los muelles. 19


Pero en una ría no hay barco más interesante ni más bonito, por pequeño que sea, que el valiente y veloz remolcador. Sin la ayuda de esa pulga flotante los barcos grandes estarían perdidos. Ni una sola de esas moles podría navegar un metro por una ría o un puerto sin la ayuda de ese barco amigo tan enano. Había uno que nos fascinaba a causa de su nombre, impropio de un barco de hierro y más adecuado para un muñeco de trapo. En cuanto aparecía, siempre con una chulería enorme debida a lo pequeño que era y dejando tras sí una gran estela de agua turbia, todo el mundo lo comentaba en clase. Era el acontecimiento más importante del día. –¡Eh, chicos, mirad, por ahí viene el Raposín! –se oía decir. También veíamos abrirse el puente, y yo nunca me cansaba de mirarlo. Era todo un espectáculo que un puente se partiera por la mitad, por lo que el solo hecho de oír las llamadas impacientes de la sirena del barco pidiendo paso te emocionaba. Y entonces se encendía el semáforo rojo, sonaba la alarma, los coches se detenían, los conductores miraban todos a un tiempo su reloj y en sus mismas narices se movían dos barreras blancas metálicas que se cruzaban en la carretera impidiendo el paso a vehículos y peatones. Nadie era capaz de dejar de clavar sus ojos en el suelo esperando esa cosa tan tremenda que era ver abrirse la tierra, mucho más aún que ver elevarse los dos trozos de puente como dos dedos señalando hacia lo alto. Si se miraba desde Botica Vieja, un poco más abajo de la Comercial, el puente parecía mucho más alto y se veían las caras de la tripulación mirando el acontecimiento como panolis. Al ver qué enormes colas de coches se formaban a uno y otro lado del puente sabía uno quién mandaba realmente en aquel Bilbao. Me hacía gracia que los conductores no pintaran nada en esa antigua ciudad portuaria y que los viejos capitanes siguieran siendo todavía los amos. 20


En toda esa zona de Bilbao que eran los aledaños del puente su apertura era un suceso que marcaba el ritmo de lo que ocurría allí. El tránsito de un lado al otro de la ría estaba siempre sujeto al imponderable de que se abriera o no se abriera el puente. Porque podía abrirse a cualquier hora del día o de la noche y nadie podía hacer nada por evitarlo. De manera que no cabía hablar tan alegremente de cuánto se tardaba de este lado al otro o de cuándo se iba a llegar a tal sitio. No debías hacerlo porque podías quedarte atascado como un idiota por el hecho intrascendente de que a un barco (y navegaban cantidad de ellos por la ría) le diera por pedir paso tocando la sirena. Para los alumnos de mi Facultad era una suerte que el puente se abriera y levantara el vuelo al cielo. Sin él Bilbao ya no sería el mismo y eso no lo deseaba nadie, ni los que, como yo, habíamos venido de fuera. No nos importaba que por culpa de ese incidente, a veces tan inoportuno, muchos días nuestra llegada a clase se retrasara. Tampoco nos dolía lo más mínimo perder más tiempo del deseado cuando salíamos disparados desde Deusto hacia Bilbao. Repito, no nos importaban lo más mínimo esos pequeños inconvenientes. Pesaban menos que la ventaja que nos brindaba el puente para llegar tarde. Al entrar en clase rezagado se miraba siempre al profesor y se le decía: perdone, don Fulano, pero se nos ha abierto el puente. El profesor no contaba con medio alguno para saber si era verdad o no, teníamos la excusa perfecta.

Por cierto, ¿dónde estaban las chicas? Hasta un año antes de que yo fuera a estudiar a Deusto no había en ese convento más mujeres que las de la limpieza. Llamarlas chicas sería exagerado, buscaban a las más ancianas y feas posibles para imposibilitar todo deseo erótico. En los tiempos de que hablo las mujeres y los 21


hombres éramos bastante incompatibles. En el colegio de los marianistas donde estudié les dio un día por meter profesoras en los cursos inferiores y en unos pocos meses varios religiosos tuvieron que dejar el hábito. Hubo algunas refriegas que no voy a contar y, finalmente, ¡tatachán!, varias bodas. En mi universidad permitieron, por fin, que las chicas estudiaran Derecho en el curso anterior al mío. Entraron cuatro, pobrecitas, eran como unos bichos raros. En mi curso la cifra se disparó astronómicamente hasta seis. En la Comercial, en cambio, no las dejaban, tenían la idea de que esos puestos de mando en las empresas no eran como para ellas. Por tal motivo, esos curitas que pensaban en todo crearon dos carreras mucho más femeninas, Letras y Turismo. La universidad se llenó de chicas, decían que las tías más estupendas de Bilbao, con lo que se nos alegraron los corazones una barbaridad y todo el mundo empezó a ducharse y a afeitarse a diario y muchos incluso a darse colonia. Como en el colegio, también en Deusto varios curas dejaron la sotana y formaron su parejita. Para mí fue muy duro, y voy a decir por qué. Como tenía una beca por medio de la cual pagaba un tercio menos por la estancia, los padres jesuitas, tan considerados, se pusieron a considerar que también yo tenía que aportar algo y me buscaron un trabajo no retribuido para que así los compensara por todo lo que hacían por mí. Me gustaría hacer números para demostrar que mi trabajo valía bastante más de lo que me daban a cambio, pero ha pasado tanto tiempo que para qué. Fue bastante después de darme la beca cuando me llamó el director del colegio mayor, me dio una llave y me dijo que yo sería el encargado del seminario de Letras. ¿De qué iba a encargarme? Realizaría labores de alto valor científico para la filosofía: abrir a las cuatro, mantener el orden en la inmensa sala, atender el teléfono, cerrar a las ocho. Por el momento, no llevaría armas de fuego. Era nada más que de lunes a viernes, o sea veinticuatro horas a la semana encerrado en el gineceo, como yo lo llamaba. 22


Al principio me daba una vergüenza enorme. Me daban vergüenza las chicas, en general, y allí me encontraba a diario con decenas de ellas. No, no toleraré que nadie piense que era una suerte estar encerrado con esas beldades, puesto que todas ellas me miraban por encima del hombro. Cuando me hablaban, hasta que me acostumbré, me ponía colorado. Cómo sufría. Tampoco podía soportar que se supiera, allí y en toda la universidad, que yo era becario. Yo era un tío elegante de San Sebastián, ¿es que no lo sabían, no veían acaso cómo iba vestido? Pues no, a partir de ahora las circunstancias iban a convertirme en un pobre. Ya se veía lo que era Bilbao: gente importante en mi ciudad, como yo, ahí no era nadie, yo mismo era un simple bedel que cuidaba un seminario. Surgió en mi interior un tremendo odio de clase. Odiaba a todas esas pijas que por verme esclavizado ni siquiera eran capaces de advertir que yo podía resultarles un chico bastante atractivo, y me miraban como se mira a un empleado de bajo nivel. Con el tiempo fui acostumbrándome, y esa humillación a que me sometieron me sirvió para entender a otro tipo de gente que hasta el momento no se había cruzado en mi camino, gente, como entonces decía yo, humilde. Sin ellos pretenderlo, esos jesuitas tan clasistas, que tenían hermanos legos a los que trataban bastante peor que mi madre al servicio, me ayudaron a ser un poco más humilde, cosa que siempre les agradeceré. No todo era tan horrible. Bañarme y nadar en el mar, o en piscina si no había más remedio, era de las cosas que más gustaban. En Donostia teníamos mar pero no había piscina cubierta para el invierno, también en esto nos ganaban. Al llegar a Bilbao me hice socio del club Deportivo. Sin embargo, enseguida empecé a cansarme de bañarme en aquellas condiciones. Las instalaciones estaban tan viejas que, nunca mejor dicho, hacían agua por todas partes. Dijeron que iban a hacer una piscina nueva, pero como ese día no llegaba hubieron de apuntalarla con vigas de madera para evitar 23


que se desmoronase. La ruina donde nadábamos era un lugar húmedo y muy oscuro y más bien frío, el agua, tan negra y tenebrosa como la del Lago Ness. A toda hora funcionaba con luz artificial, pero tan artificial que no se veía nada, y aquello era un paisaje de lo más siniestro de columnas y columnas que surgían de entre la bruma. El tufo que llegaba de la caldera con la que se intentaba calentar el agua era también insoportable. A lo mejor estoy equivocado, pero juraría que olía a brasero de carbón, de ésos que al menor descuido acaban con toda la familia con unas pocas emanaciones furtivas de monóxido de carbono. O sea que en esa piscina tan oscura y con ese hedor siniestro, una piscina, podríamos decir, un tanto terrorífica, para querer entrenarte había que ser un obseso de la natación. Yo no lo era, pero contaba con un buen aliciente, todos los días se bañaba conmigo una chica estupenda que tenía el buen gusto de poner su ojos en mí, en un triste becario. Pero yo no me atrevía a decirle nada, sólo el saludo y la despedida de cada día. Fue ella la que un día se me acercó y me habló. Me preguntó dónde vivía, le dije que en el colegio mayor, y se brindó a acompañarme. Salimos dando un rodeo por la Alameda de Recalde hacia la Elíptica. Al llegar a la plaza señaló una preciosa casa de la Gran Vía. –Mira, allí vivo yo –me dijo. –Me gusta esa casa. Una vez me hice el propósito de hacerme novio de una que viviera ahí. –le dije. –¿Serías mi novio, por ejemplo? –me dijo con absoluta coquetería. –¿Por qué no? Pero antes tendrías que demostrarme que vives allí abriendo la puerta con tu llave. –¿No crees que es un poco pronto para hacer la prueba? –me preguntó. –Puede que sí –me apresuré a contestar–, pero prométeme que mientras tanto no te cambiarás de casa. 24


Me lo juró, y mientras me acompañaba hasta el puente me explicó que tenía un medio novio que también estudiaba en Deusto. Saber que el terreno para llegar hasta a ella era tan abrupto me animaba más que ninguna otra cosa a intentar la aventura. No debí hacerlo tan mal porque enseguida dejó al otro y me vi forzado a acabar en sus brazos y ser su ligue, como solía decirse. Era la primera vez que me veía en una situación así, un poco embarazosa, la verdad, porque no es cierto que estuviera locamente enamorado. No sabía dónde ir con ella, yo quería ir a bailar para tenerla pegada a mí, pero no era fácil. Algunas veces esa chica, o sus amigas, organizaban guateques, que eran bailes con merienda que hacía la gente que contaba con un gran salón. Eran aburridos y no me permitían estar a solas con ella, para mí lo único deseable. Antes de las vacaciones del verano me estiré todo lo que pude convidándola como despedida a cenar al Gorbea, y luego a una sala de fiestas. Entonces los chicos éramos todo lo antiguos que se quiera pero también unos verdaderos caballeros y pagábamos a las chicas hasta el autobús. Tengo un recuerdo horroroso de esa noche. En esos años la diversión en Bilbao se planteaba en términos de bares, de fútbol, de toros, de frontón, pero no de bailes. ¿Cómo no se había llegado a la conclusión de que el hecho de que un hombre y una mujer pegaran sus cuerpos al son de la música podía llegar a ser divertido? ¿Por qué había que seguir dando la maldita razón al obispo y a todos los curas y monjas en una Villa que había sido tan liberal? En mis primeros años sólo había tres discotecas en toda la ciudad, Pumanieska, Arizona y Capri. Además, había bailes dominicales al aire libre en algunos barrios, siendo los más frecuentados el de Deusto y Archanda y el de los jardines de Gazte Leku, que era semicubierto. Durante años estos bailes servían no sólo como excusa para que se juntaran, no mucho, los chicos con las chicas, sino también para que se pelearan las 25


cuadrillas de los distintos barrios. Yo no asistí a ninguna de esas grandes peleas porque tampoco acudí siquiera a esos bailes. Yo era un niño bonito que tenía que enterarme de todo ese otro apasionante mundo por medio de los pocos compañeros de clase que se movían en esos ambientes. La excusa para comenzar las batallas solía ser la respuesta a alguna provocación. Esos lugares eran un campo sembrado de minas y el que no lo supiera estaba perdido. Salvo los que pisaban el baile por primera vez, allí todos sabían quiénes eran las Dalton o Juanito Tijeras. Las Dalton, con el nombre tomado de un tebeo del Oeste, eran dos chicas guapísimas de Matico que parecían gemelas porque iban vestidas igual. Era imposible que no le apeteciera a uno invitarlas a bailar, siendo tan atractivas y muy efusivas con el primer iluso que las sacara. Enseguida la tenía pegada como una lapa de arriba abajo, ésa era la trampa, y en el momento en que se consumaba esa unión aparecía el jefe de la banda. –¿Qué estás haciéndole a mi novia? –le decía al tío, empezando a empujarle. Y ya estaba montada la pelea. En esa época todo el mundo se ponía corbata los domingos y más aún para ir al baile. A Juanito Tijeras no le gustaban nada, pese a que él también la llevaba. Tijeras era un tipo muy bajo y con aspecto aniñado que se acercaba sigilosamente a las parejas y, con la rapidez de una cobra cuando ataca, sacaba del bolsillo de la americana unas tijeras y, ¡zas!, cortaba al chico un trozo de corbata. Atención, no debías enfrentarte a ese enano porque su cuadrilla estaba al acecho, lista para hacer frente a quien se atreviera a poner a Tijeras la mano encima. Gracias a estas pequeñas provocaciones de las Dalton o de Tijeras y las peleas subsiguientes, los bailes de Bilbao contaban con gran animación y excelente ambiente, todo lo contrario que en Pumanieska la desdichada noche en que decidí llevar a mi chica a bailar. El local estaba más vacío que una iglesia en plenos carnavales, no creo que hubiera más 26


de dos o tres parejas. Eso sí, para evitar la tristeza se metían mano cuanto podían sin ningún recato. Los músicos superaban en número a los clientes, lo cual creaba un ambiente de hielo. Para colmo, como era nuestra última noche parecía que yo estaba obligado a parlotear con ella de amor, una cuestión que me resultaba imposible. No sabía de qué otra cosa hablar, y salir a bailar era peor aún que darle al palique, había que hacerlo los dos solos en medio de la pista. Tampoco era un experto en besuqueos, de modo que lo pasé tan horriblemente mal que creo que será mejor para todos si con esto pongo punto final a la historia. En unos pocos años se desató en Bilbao la moda del baile, aparecieron cantidad de conjuntos de chicos jóvenes que tocaban con gran destreza rock and roll y hasta románticas y lentísimas piezas, y se abrieron un montón de discotecas y salas de fiestas, el Seis Estrellas, el Holiday, la Jaula, el Flash, el Avenida, y no he dicho todas. Con la apertura al público de tantas pistas bajo techo los bailes al aire libre pasaron a mejor vida.

Había que hacer algo con esas bragas Si los que mandaban entonces en la universidad de Deusto pensaban que iban a sorprenderme estaban totalmente equivocados. Yo ya había experimentado lo que era ser expulsado del colegio por mi supuesta indisciplina, y ese salto al vacío no me había sentado nada mal. Al revés, se me abrieron con ello las puertas a la educación laica del Instituto, con profesores tan estupendos como Manuel Agud y compañía. Es igual, los jesuitas lo intentaron no una sino dos veces, primero me largaron del colegio mayor y, no contentos con eso, cuando apenas me había repuesto me echaron como a un delincuente de la universidad. 27


Cuando me lo preguntaban solía decir que todo había sido por un asunto de bragas. Me gustaba explicarlo así, con la promesa de algo picante que luego no acababa siendo más que una tontería. Pero sí, esas prendas íntimas de mujer tuvieron mucho que ver en ese asunto. Me metió en el lío Miguel Sagüés, uno de los jesuitas jóvenes que nos cuidaban y del que me hice verdaderamente amigo. Me llenó de orgullo ser uno de los primeros a los que dijo que lo dejaba, como me había pasado poco antes con Juan Churruca, un jesuita fabuloso, antiguo rector, que dejó un día plantados a todos y se largó a la calle. Miguel me llamó esta vez a su cuarto para contármelo, y a continuación me planteó el problema. –Sólo faltaba –me dijo– que me vaya de repente y me las encuentren en la habitación. Qué más querrían que eso para contar cualquier cosa de mí. Así que me pidió que me las llevara y que hiciera con ellas lo que me diera la gana, siempre y cuando ocultara su procedencia. Como era jesuita y no sabía nada de la vida normal, ignoraba cuando las compró que nadie querría ponérselas, ni siquiera para jugar a baloncesto con eso debajo. Es cierto que los chicos no deberían jugar sólo con esos pantalones y que no tenían por qué vestir sus propios calzoncillos, sudándolos y dejándolos hechos una porquería. Miguel, como responsable del equipo, hacía muy bien en preocuparse de encontrarles algo que llevar debajo del pantalón de deporte. Pero ¿no podía haber dado con una prenda mejor y que no provocara ese rechazo que habían creado las bragas desde el primer momento? Tenía en su habitación varias cajas. Abrió una y me las enseñó. Estaba claro que eran las más baratas de Bilbao y que no las había comprado en una tienda de lencería erótica. Eran enormes, por cierto, para que cupieran a esos tipos tan gigantes. 28


–Ya veré qué hago con ellas –le dije–, pero seguro que me servirán para algo. No me avergüenza reconocer que eso fue en un periodo muy creativo de mi vida, en el que me daba por llamar la atención de todas las maneras posibles. Vivíamos unos años así de explosivos, con una gran necesidad de una revolución diaria en todos los terrenos. Yo había estado ya dos veranos en Inglaterra, a mí no podían engañarme diciéndome que el mundo no estaba cambiando muy seriamente. Porque yo creía haberlo visto ya casi todo, me había paseado por Soho, por Portobello, por Carnaby Street, y estaba al tanto de lo que se cocía en ese país, que era para mí el número uno del mundo en casi todo. Para entonces había empezado a realizar serias operaciones de transformación de mi habitación. Sepulcros blanqueados fue la expresión bíblica que me vino una lluviosa tarde a la cabeza mientras contemplaba las paredes vacías de mi cuarto, de un blanco inmaculado. Y tuve un brote de inspiración tan fuerte que me condujo a taparlas completamente con esquelas de periódico. Cuando llegué ese otro día a mi habitación con las bragas en las manos no hacía mucho que había acabado con el empapelado, y el aspecto que ofrecía el cuarto era realmente espectacular. Estaba claro que ahora resultaba muy diferente y lleno de estilo. Sin embargo, tras mi primera intervención se veía una obra interesante, sí, pero inacabada. Al tapar las paredes, el techo aparecía mucho más blanco aún que antes, dando la impresión de que iba a caérsete encima como la tapa de una losa. Con una rapidez asombrosa pensé en colgar las bragas en ese gran espacio libre que hasta ese momento tanto se me había resistido al cambio. Me puse a ello sujetándolas verticalmente con unas grapas, de modo que parecían murciélagos cuando duermen colgados en los techos de las cuevas. 29


Al volver al día siguiente a mi cuarto después de las clases noté un gran vacío. No quedaba ni rastro de las bragas ni de las esquelas y el desastre no parecía provocado precisamente por una tormenta. No era difícil imaginar qué había pasado. Por si tenía dudas, encima de la mesa había una nota de la jefa de las mujeres de la limpieza. Por favor, no sea usted tan guarro, decía de su puño y letra. Parecía tan dolida como si hubiera colgado sus bragas a la fuerza, las que llevaba puestas, quiero decir. Me di cuenta de que un ser moderno y excéntrico como yo lo tenía muy difícil en Bilbao, y con los padres jesuitas como anfitriones, imposible. Llegó junio, nos dieron las vacaciones y mis padres recibieron una cartita muy amable del director del internado. Decía no querer volver a verme por allí en su vida, con lo que perdía la beca. Él no sabía que ese sentimiento de rechazo era recíproco, o, tal vez, sí que lo sabía y lo hacía por eso. Daba dos argumentos. Uno era mi falta de espíritu colectivo, es decir, yo no le gustaba, no sé si por demasiado rebelde. El otro aludía a la improcedente decoración de mi cuarto, o sea a las bragas, más que nada. He solido ver a ese tipo por Bilbao hecho un señoritingo, de lo que deduzco que también él acabó por colgar la sotana. Resultó que la inquina hacia mí por parte de esos notables religiosos no se limitó a esta decapitación sino que lo más gordo tuvo lugar dos años después. Esta vez fue la política la que se metió de por medio entre esos franquistas y yo, creándose un abismo tan infranqueable entre ambos que, abusando de su superioridad, optaron por lanzarme al precipicio. Incluso a la universidad de Deusto, donde estudiaba la gente más pudiente y de derechas de España, había llegado, aunque tampoco debe decirse que muy tempestuosamente, el viento del cambio político. Ese sábado, en teoría el que debía ser el mejor día de la semana era el día de los enamorados, 14 de Febrero. Yo había ido a casa de mis padres con mi amigo 30


de Bilbao Charro Elgezabal. Mientras esperábamos a que se nos diera algo de cenar veíamos en la tele, lo recuerdo bien, un programa muy propio de una fecha como aquélla, en el que una tipa de lo más atractiva se acercaba a los hombres por la calle y les pedía un beso. Nadie se atrevía a dárselo. En ésas sonó el teléfono, mi madre se levantó a cogerlo y cuando volvió ya estábamos expulsados de la universidad Charro y yo. ¡Cómo se me habría ocurrido traerlo a casa un día como ése, qué inoportuno había sido!, pensé. Acababa de llamar, como si fuera una íntima amiga de mi madre que la invitaba a un té, el rector en persona. Así se hacían las cosas entonces, llamando por teléfono a mi querida madre para darle la noticia mientras veíamos la tele en familia. ¿Y por qué se nos echaba? Porque habíamos hablado a la mañana en una asamblea convocada a raíz de unas detenciones de estudiantes. Además de nosotros dos, había intervenido otro amigo de Donostia, Ansorena, también en la calle. Los tres expulsados no éramos ni mucho menos los más activos ni los más rebeldes. Daré sólo dos datos: nunca habíamos hablado en asambleas, y en ésa, la de la expulsión, estábamos tan muertos de miedo que yo tuve que colocar sobre un libro el papel con el guión porque las manos me temblaban y no podía leer. Habíamos salido ese día a dar la cara nada más que para evitar que otra gente ya muy vista, mi amigo Antonio Espasa entre ellos, pudiera ser expedientada. Pero en plena asamblea llegó la policía, que nunca había aparecido por ahí, se quedó con sus cascos y escudos tras las verjas que daban a la ría, y nos dijo con megáfonos que nos disolviéramos. No conformes, algunos les lanzaron piedras con el fin de que los que se disolvieran fueran ellos. Ni un hora más tarde, nos dijeron, el gobernador llamó al rector para que tomara medidas. Las tomó, reunió a los decanos y decidieron largarnos a la calle a los que habíamos hablado, con los mismos modales con los que en un bar se echa a uno que está borracho o que simplemente molesta. 31


Estaba teniendo muy mala suerte, me echaban de todas partes. Pero había en esas sanciones también, si uno lo piensa, grandes ventajas, me largaban de sitios que en realidad no me gustaban nada y en los que no debía haber puesto el pie jamás. De manera que seguí estudiando por libre, me pasaban apuntes y yo me los empollaba tranquilamente en mi casa. Mis padres me sancionaron dejando de mandarme dinero y yo lo conseguía con clases particulares. Pon fin, me había hecho mayor.

Con el puño en alto frente al Gobierno Civil A todo esto llegó la primavera y una mañana esplendorosa de abril salimos a pasear por Bilbao Charro, Ansorena y yo a una hora estupenda, la hora en que nuestros compañeros sufrían lo indecible en clase. Nosotros éramos libres a partir de ahora, íbamos donde queríamos cuando nos daba la gana. Al pasar por la Plaza Elíptica vimos al tipo que hacía fotografías callejeras con una de esas cámaras antiguas que tenían revelado incorporado y que llamábamos cajas de higos. Al día siguiente era el uno de mayo, por lo que pensamos que no estaría mal hacer una celebración anticipada del día de la clase obrera y tener también una imagen que sirviera de emotivo recuerdo de nuestra expulsión. Así que ante el asombro del fotógrafo nos empeñamos en aparecer mirando a cámara con el puño en alto y con el Gobierno Civil al fondo.

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La pensión Garay de la Gran Vía A los pocos días de que me echaran del colegio mayor me encontré por la calle con un amigo de San Sebastián, Luis Lerchundi, que me preguntó si me interesaba una habitación en su pensión. Era muy barata y no podía ser más céntrica, en la Gran Vía, casi enfrente de la Diputación. Me pareció una fantástica noticia, y le dije que claro que me interesaba. Era un tipo estupendo y de lo más especial ese Lerchundi. Por encima de todo y de todos lo distinguía el hecho de haber pasado su adolescencia leyendo sin tregua novelas del Oeste. Era muy normal entre nosotros en esa época dedicarnos a ese tipo de lecturas, pero la afición de éste era completamente desmedida y le dejó una huella profunda e imborrable, casi como una tara. Como su única formación cultural seria procedía de Lafuente Estefanía y otros grandes plumíferos del western, hablaba igual que ellos, que los personajes de sus novelas, quiero decir. De modo que llegó a olvidar su antigua manera de hablar y usaba para todo expresiones que sólo aparecían en ese tipo de libros. No tenía sentido llamar Luis a un tipo así, y, como es lógico, empezamos a llamarlo Lucky. Se merecía eso y más, para él una calle lejana estaba a más de cien yardas, había olvidado 33


las distancias en metros. Pasear con su novia era sacar a su pequeña Dorothy. Su bicicleta tenía cuatro patas y grandes orejas y ponerle ruedas nuevas suponía cambiarla de herraduras. ¡Ánimo, Centella!, le gritaba de vez en cuando mientras cabalgaba en ella pedaleando con las piernas tal vez demasiado abiertas. ¡Te doblaré la ración de cebada si alcanzas al alazán del sheriff!, oí que le decía una vez. Y si te hablaba de una camarera, seguro que lucía un escote generoso que dejaba entrever sus blancos y duros senos. El gran Lucky era como un libro abierto y toda su vida había quedado atrapada, como por un hechizo, en esos libros, en las llamadas novelas del Oeste. La pensión en cuestión iba de un lado a otro de la manzana y me quedé despavorido al enterarme de que mi futura habitación daría a la calle Ledesma, al duro norte, justamente en dirección al Polo del mismo nombre. Era un piso enorme y oscurísimo, limpio, con un agradable olor a jabón de fregar Chimbo y a puerros. Salvo el comedor, los cuartos eran tan opacos a la luz que no podías saber nunca si era de día o de noche, a no ser que miraras el reloj. Regentaba la pensión Garay una señora mayor viuda, doña Anselma, ayudada por su sobrina Rosi. La edad de la chica constituía un misterio, podía tener veintitantos años, por lo insulsa que era y, sobre todo, por lo que ella nos decía, pero podía también tener casi cincuenta a tenor de sus ojeras o de sus lindas patitas de gallo que nunca la abandonaban. El régimen era de pensión completa pero, qué narices, muy poco completa, mucha patata, mucha alubia, pero muy poca chicha. Doña Anselma era una mujer muy agarrada que sabía hasta las cucharadas de azúcar que echaba cada uno al café con leche, quién repetía pan o quién se llevaba las naranjas sobrantes del frutero, acción ésta la más grave de todas. Si te atrevías a repetir un entrante te fulminaba con la mirada. Los filetes y el pescado no frecuentaban mucho el comedor. Si aparecían, entre aplausos, lo hacían en raciones que serían 34


escasas incluso en un jardín de la infancia. Aún así, existía la convicción de que la carne que se nos daba era de caballo. Espero que esto fuera una gran noticia para Lucky, que tanto amaba a esos bellos cuadrúpedos. En cuanto al pescado, Doña Anselma lo obtenía, ya muy maduro, de un restaurante situado frente a nuestro portal, el Ongarri, donde un cuñado suyo le daba el que no servía ya ni para sopa. El perfume que despedían esos cadáveres anunciaba desde primeras horas lo que iba a ser el plato fuerte de la comida y muchos de nosotros, por si las moscas, ahuecábamos el ala en busca de un menú del día económico, probablemente en el comedor de Sindicatos de la calle Ercilla. Al visitar con Lucky lo que iba a ser mi nueva casa descubrí por mero azar, ya que era septiembre, que no había radiador de ningún tipo. Me fijé también en que los espacios eran amplios y los techos altos como los cipreses de un cementerio. –¿Y en invierno como se calienta todo esto? –pregunté. Lucky no me contestó. Se limitó a hacer con los brazos y la cabeza un gesto de resignación. –¿No hace un frío de mil diablos? –insistí. –¿Ves esa ventana? –me dijo señalando la de un pasillo que daba a un gran patio y por la que se descubría nada más que una pizca de ciudad. Miré y no vi nada. –Nos enteramos de que el invierno galopa hacia aquí en cuanto asoma por allá a lo lejos la corbeta de tres palos del capitán Cook, rumbo al polo Norte. –¿Para tanto es la cosa? –le dije. –Para tanto, Joe –me contestó Lucky. Me quedé, a pesar de todo. Ni haciendo guardias las noches de invierno en el servicio militar he pasado más frío que en esa pensión, que llamábamos pensión Camay en honor a la marca de helados más conocida en aquel tiempo. Cuando venía una ola de frío no tenía más remedio que dormir 35


vestido, pero al cambiar de postura y rozar una zona nueva de almohada sin templar, me despertaba. Tantas veces como vueltas diera a mi cabeza, tantas otras el frío de la tela me dejaba tieso. Tuve que recurrir a dormir con gorro o con la capucha de la cazadora puesta, como las momias. También aprendí por experiencia, madre de toda sabiduría, que si me metía en la cama tras haber ido congelándome por exceso de estudio, el maldito frío no me abandonaría en toda la noche. Así que rebuscaba en mis bolsillos y si encontraba algo de peso me iba al cine o a donde fuera con el propósito de descongelarme antes de intentar dormir. Recuerdo que gracias a esa desesperada necesidad de calor una heladora noche de febrero vi en el Filarmónica la gran película Elvira Madigan, y también subí varios grados otra noche con El Coleccionista, donde la protagonista pelirroja de ojos verdes, Samantha Eggar, me dejó tarumba y pasó a ser mi mito erótico durante una buena temporada. Estas contrariedades no eran más que leves sombras que no lograban empañar la grandeza de la pensión Camay. Por si alguien no lo sabe, lo más grande en una pensión es el ambiente humano. Nada como ver y oír lo nunca visto, aprender chistes nuevos, estar al tanto de los últimos chismes que corren furtivamente por la ciudad, disfrutar con anécdotas de dudosa veracidad pero siempre interesantes. Sobre todo si, como sucedía en mi caso, no eras más que un puñetero mocoso que no sabías todavía de la misa la media. En toda pensión de altura, y la pensión Camay lo era, debía haber una variada fauna humana, no podía faltar algún fijo que fuera como de la casa, otro más o menos zumbado y uno o varios sinvergüenzas, aparte de los consabidos pésimos estudiantes que, fieles a su deber, consumirían casi íntegramente el curso en el juego de las cartas. En la nuestra el fijo era un señor ya mayor que había sido de una gran familia de Bilbao. Se llamaba Josechu Allende y era, por encima de cualquier otra consideración, muy sim36


pático y un gran caballero. Soltero, por supuesto, hacía ya muchos años que se había arruinado completamente. No le fueron mal los negocios, ése no fue el problema. No le traicionó tampoco la Bolsa, ni le timó ningún socio rastrero. Su hundimiento no tuvo lugar en el capítulo de los ingresos sino en el de los gastos. Dilapidó su fortuna hasta la última perra. Se contaban de Josechu hazañas como la de haber cerrado una noche a golpe de cartera todos los bares de La Palanca, el barrio de putas de la calle de las Cortes. Mi padre, que casualmente fue su amigo, me contó que otra de sus hazañas fue comprar al amanecer el carro entero de cantinas de leche que se disponía a repartir una aldeana por las casas y vaciarlas una tras otra por la calzada de la Gran Vía. Dejaron la calle de un blanco lechoso tan intenso que parecía el inicio del deshielo en una calle de Moscú. Había entonces por todas partes muchos señoritos tan chuletas o más que él y con la cartera no menos llena, entonces en Bilbao sobraban tipos de ésos. Pero Josechu Allende era especial, estaba por encima de todos ellos porque era mucho más que un vulgar pollo pera y un fanfarrón. Desde muy joven llamaba la atención hasta por su manera de vestir. No es que fuera más presumido o más elegante, era más bien diferente a todos los demás, un extravagante lleno de clase. En verano solía ir con pantalón blanco, chaqueta blazier y gorro del Club Marítimo del Abra. Pero, ojo, con ese atuendo tan dandy solía calzar nada más que unas simples alpargatas, como si viniera entonces mismo del puerto de descargar barcos. Me dijeron al ir el primer día a comer que me fijara en su ojo derecho. Se lo habían sacado en el frontón de un pelotazo, porque había sido también un gran palista en el Deportivo, y el que tenía era de cristal. Se lo solía quitar en medio del comedor, lo limpiaba en el vaso y volvía a ponérselo como si tal cosa. Me daba pena más que asco verlo así, tan hundido. Sus hermanas le pagaban la pensión y cada un cierto tiempo doña Anselma le daba por cuenta de ellas unas perras para que se tomara unos chiquitos 37


y demás. Si de ella dependiera, decía, no le daría ni gorda para que no empinara el codo. ¿Cómo no iba a encantarle el vino a un tipo como él, que llegó a beberse quince bitters después de un partido de pala, tal como me contó mi padre? Era una lástima que ahora no tuviera medios para ser un borrachín, como a él le gustaría. A veces me lo encontraba por la calle y le pagaba unos tintos. Le hacía para todo el día la persona más feliz del mundo. En una habitación doble con alcoba italiana vivían dos tipos que, casualmente, se llamaban Arsenio los dos. Cada uno tenía su propio nombre de Arsenio, no usaban el mismo, y eran de la provincia de Santander. Alejandro, o Jandro, vestía un sucio batín de cuadros que se enfundaba a raíz de la primera helada y ya no se lo quitaba hasta mayo, como pronto. Dormía en la zona sur, cerca de las dueñas, y más aún de la joven, por lo que no lo veíamos demasiado. Era mecánico dental, pero nadie sabía a qué horas trabajaría en su taller de San Ignacio porque lo veías a toda hora por casa, siempre con el batín y el periódico de varios días atrás. Tan pequeño como era y embutido en esa prenda que él consideraba signo de elegancia, se parecía al pequeño rey de los tebeos. Le llamábamos El Reyecito. Por las tardes salía con una novia mucho más alta que él y también más vieja. Seguramente era la que tenía el dinero, y decían que se lo sacaba a manos llenas. No cabe imaginar que esa pensión pudiera contener ningún adelanto moderno. No contábamos ni por asomo con un televisor, ni pequeño ni grande. Ni siquiera una salita donde poder estar. Algunas veces nos apetecía ver uno de los programas nocturnos o una película, y nos íbamos al Café Rimbombín de la calle Hurtado de Amézaga. Muchos días lo más interesante de la película era lo que venía después, ya que a un paso de ahí, si se cruzaba el puente, se llegaba a la calle de las Cortes. Siempre era Rodil el que proponía el plan. Rodil era un tipo de Astorga bastante sinvergüenza y que se 38


las daba de rojo. No solía salir con chicas, que nosotros supiéramos, pero era un gran putero. O tal vez no, porque no debe llamarse así a quien no paga nunca a esas mujeres ni un céntimo. Procuraba hacerse la buena persona con ellas y de esa manera conseguía intimar con alguna furcia jovencita fácil de engañar. Se hacía amigo de ella, se interesaba por su situación, la compadecía, seguro que le decía que iba a ayudarla, cualquier cosa con tal de impresionarla. Al cabo de unos días conseguía con un poco de suerte venirse con la muchacha a dormir a la pensión. Me consta que consiguió traerse a varias putillas diferentes. Gracias a esas hazañas y hasta que lo conocí mejor, admiraba a Rodil. Era de esos individuos habilidosos que consiguen engañar a todo el mundo, un auténtico sinvergüenza que acabó, como es lógico, metido en política a gran altura. Antonio era mi gran amigo y me ayudó mucho a madurar intelectualmente. Fue también quien me introdujo en el dogmatismo marxista, tan temible, según comprobé más tarde. Era asturiano, de un pueblo minero. Ese mero hecho despertó en mí desde el principio una admiración incondicional hacia él. Toda su familia era comunista. Cuando cumplió dieciséis años su padre le regaló El Capital, una edición en castellano de Moscú. Nos lo enseñaba como si fuera una reliquia, nos dejaba que lo miráramos y pasaba de unas manos a otras. Cuando lo tocabas, creías notar algo difícil de describir. Esa emoción no existía con su lectura, que era aburridísima. Toma, le dijo su padre al dárselo, para que vayas aprendiendo lo que es de verdad la economía, y no las tonterías que van a enseñarte cuando vayas a Bilbao. A veces yo se lo pedía prestado e intentaba leerlo. Tan difícil de entender, no me cabía en la cabeza que pudiera estar escrito para liberar a la clase obrera. Antonio es quien me ayudó a dar el salto, me enseñó a ver la vida de otro modo. Tenía una manera de pensar que era como un sistema de conexiones perfectas, en el que cada cosa encontraba su explicación. 39


Resultaba cómodo, por lo que podía comprobar, disponer de un método de pensar así, tan automático. No te veías obligado a improvisar a cada momento, como me pasaba antes de empezar a aplicar lo que Antonio llamaba un método marxista de interpretar la realidad. En fin, me fui a trabajar y a estudiar a Londres durante seis meses y cuando volví, encantado con Inglaterra, resulta que lo que se puso de moda fue Francia, a cuenta del Mayo del 68. En Bilbao tenía que hacerse también algo, pensé, no podíamos quedar indiferentes ante un fenómeno de repercusión mundial. Aunque de todo eso poco tenía yo que decir, no era ya estudiante, a mí no podía exigirme nadie nada, mi tiempo había pasado ya. Que dieran la cara otros, los del curso siguiente al mío, me dije. En ese curso tenía yo un buen montón de amigos, incluso más que en el mío si exceptuamos a mi gran amigo Antonio, que acababa de casarse y se había ido con Toñi a Londres a hacer un doctorado. En ese otro curso, haciendo la licenciatura en la Comercial, estaba Iñaki Uriarte y estaban Charro y Antonio Cortines, José Luis Aguirre, Echebe y más gente estupenda. Como no podían contar con nadie en la universidad para montar el lío, se dedicaban de momento a sintonizar día y noche radios francesas para enterarse de los acontecimientos. Llevaban así desde antes de semana santa y podías preguntarles lo que te diera la gana de la situación francesa que ellos lo sabían. Hasta que llegó un día en que se vieron entre la espada y la pared. Ellos a punto de dejar la universidad para siempre y los estudiantes de medio mundo en pie de guerra. Estaba claro que no podían quedarse de brazos cruzados. ¿Por qué no crear un movimiento como el del 22 de Marzo de Nanterre, que fue el inicio de todo? ¿Qué o quién se lo impedía? Y un 23 de Mayo lo crearon. No era fácil sin embargo encontrar utilidad a algo que había surgido, más bien, sin mucho sentido. Nadie se movía en la universidad ni había ninguna intención de hacerlo, por lo que su movimiento por el momento se encon40


traba completamente inmóvil. Mis amigos eran ya mayorcitos, ¿sabéis?, no iban a cometer la tontería de iniciar acciones a la desesperada nada más que por hacer algo. Por lo cual tomaron una decisión que sólo comprometía a ellos mismos, los cuatro o cinco miembros del Movimiento 23 de Mayo. Ese mismo día resolvieron no presentarse a más exámenes. Por decisión unánime de ese pequeño gran colectivo revolucionario su vida de estudiantes había concluido felizmente. No obstante, no tengo más remedio que reconocer que en septiembre flaquearon. Habían dedicado todo el verano a reflexionar y esos chicos eran listos, pensaban bien, llegando uno por uno a la conclusión de que el gesto ya estaba hecho y de que no tenía sentido prolongarlo. Acabaron la carrera todos menos Iñaki, que se quedó para todo el resto de sus días en el punto en que estaba. No dio ni un pasó más, porque llegó individualmente a la conclusión de que su vida como abogado y economista de Deusto sería algo despreciable. Así que de manera ejemplar decidió no acabar los estudios y hacer votos para trabajar de lo que fuera y, en cualquier tiempo y lugar, lo menos posible. Ha llovido mucho desde entonces, y cualquiera que lo conozca un poco dirá que ha sido totalmente fiel al objetivo que se fijó en su juventud.

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¿Qué vamos a tomar? Me entusiasmaban las cerveceras de Bilbao, donde además de cacahuetes era posible también comer todo el pollo que te apeteciera, con ensalada y patatas fritas, sin arruinarte. Todo ello, para que lo sepamos, al aire libre. Las cerveceras eran, como casi todo en Bilbao, un invento industrial. Fueron los propios fabricantes los que, viendo la oportunidad de vender su cerveza directamente en la fábrica, pusieron mesas fuera. Ocupaban lugares que eran como jardines, muy agradables por cierto, como ocurría en la Cervecera del Norte de Basurto. Allí, junto a la fábrica, que era un edificio precioso, había decenas y decenas de mesas en un gran jardín a varios niveles. Con el tiempo todas las cerveceras que ocupaban tanto espacio en el centro acabaron desapareciendo, no podía esperarse otra cosa. ¡Cómo iba a merendar el proletariado en las mejoras zonas de la ciudad! Quedaron las de la periferia, en Deusto, en Archanda, pero no eran ni la sombra de las primeras. Al bilbaíno le quedó sin embargo la pasión por el pollo, una comida suculenta y barata, y en bastantes bares podían 43


comerse pollos asados en máquina. Conocí uno en Santuchu donde usaban la grasa sobrante para hacer bocadillos a precio de saldo. Los vendían a jóvenes, sobre todo, y a indigentes. El camarero abría el pan, lo untaba en la grasa de la máquina de asar y se lo largaba seguido al cliente para que lo comiera calentito. Nunca probé uno, pero debían estar bien ricos, y a falta de otra cosa… Solíamos ir a menudo a tomar pollo con ensalada al Amadora de la calle Egaña. Una noche llegamos bastante tarde, algo bebidos, y al pedir pollo nos dijeron que de esos simpáticos animales no les quedaban ni las plumas. Yo estaba muerto de hambre, llevaba no sé cuánto tiempo soñando, como Carpanta el de los tebeos, con un pollo asado con la piel crujiente. –Pues entonces sáqueme una pechuga de águila –dije mirando al pajarraco del techo. El camarero no entendía nada. El emblema del bar Amadora era desde tiempo inmemorial un águila colocada en la pared, casi encima de donde se asaban los pollos. Estaba disecada en la postura de tomar tierra, erguida, con las patas derechas, las uñas fuera, y todavía aleteando. Supongo que la colocarían antes de decidir vender pollos. No se entiende si no por qué no pusieron una gallina, madre simbólica de todos esos pollos asados, en lugar de un águila. Ese ave sería todo lo elegante que se quiera cuando volaba, no voy a negarlo, pero estaba totalmente fuera de onda en una pollería. Su relación con los pollos, sin embargo, se fue estrechando a medida que pasaba el tiempo, hasta que casi se convirtió en uno más de ellos. El humo de la máquina la había ennegrecido totalmente y olía fuertemente a pollo, lo mismo que cualquier otra cosa en aquel local, salvo los ceniceros. Nadie debe pensar que porque hubiera bocadillos rellenos de grasa de pollo en Bilbao no se comiera bien. Pero no vamos a pasarnos, no era tampoco el nivel de Donostia, ya que eso supondría, por decirlo con palabras simples, la más absoluta perfección. Los bilbaínos eran, no obstante, 44


los reyes en algunos platos. No me gustaba el bacalao, pero lo probé en la cafetería del restaurante Guría y me pareció excepcional. Lo comí de todas las formas, sin poder decir cuál de ellas me gustaba más. Del pil pil de Jenaro Pildain no tuve más remedio que hablar en un libro de publicidad (sic) a propósito de la idea de lo minimal y las grandes cosas que pueden llegar a hacerse con muy poco. Aceite, ajo y bacalao son suficientes para encandilar a los dioses, por qué no. Pues sí, el bacalao del Guría era el mejor del mundo. Se sabía hasta en San Sebastián, no lo estoy descubriendo aquí. Hacía muchísimos años, Gabi Ameztoy, gran tripero y padre de Bixente, el famoso pintor donostiarra, solía hacer ida y vuelta en tren en el día con una gran cuadrilla sólo por degustar el excelso bacalao del Guría. En ese tiempo se comía bien y, cuando se podía, también se comía muchísimo. No hace ni un año, un amigo que me vio con mi hijo pequeño le dijo al chico que yo era la persona a quien más alubias había visto comer en su vida. Lo decía sin necesidad de haber estado en el Hogar Navarro el día del récord. En ese local de la Plaza Nueva hicimos una cena de curso en tiempos de la universidad consistente en alubias blancas, acompañadas de chorizo y morcilla para que la digestión nocturna fuese más ligera. Un valenciano, Miguel Álvarez, me dijo que iba a comer tanto o más que yo, y nos pusimos a competir. Él se tragó cuatro platos, pero yo uno más y aún así él pasó, según dijo, una noche horrible. Esto me recuerda también a algo que me contó mi amigo José A. Mingolarra y que ocurrió en La Zornozana de la calle Somera. Pero para eso antes tenemos que enterarnos de que un tipo de Bilbao que iba en coche camino de Lekeitio derrapó poco antes de Ereño, y el coche se le quedó en la cuneta y no podía moverlo. Un aldeano, vecino del padre de mi amigo, le ayudó a sacarlo con un pequeño tractor, el tratorsito lo llamaba, y como obsequio el bilbaíno le dijo que le dejaba pagada una comida para cuatro a base de cordero 45


asado, dándole la dirección y el teléfono del restaurante en Bilbao. En la fecha acordada apareció el aldeano, pero solo. La mesa estaba puesta, así que se sentó y dijo que esperaría a los demás. Pasaba el tiempo y nadie venía, por lo que el hombre fingía estar muy preocupado. Pero qué va a estar preocupado, sólo muy impaciente y hambriento. Llegó un momento en que dijo a la camarera: –Bueno, pues si no vienen, sáquemelo a mí todo, no vamos a tirarlo. No era otra que ésa su intención desde el principio, y se comió las cuatro raciones de cordero, las cuatro ensaladas y los cuatro postres, sin pestañear, y con todo el vino que quiso. Cuando apareció el otro a pagar se lo contaron con todo detalle y le costaba creerlo. Se dijo que una cosa así él no se la perdía. O sea que cogió un día y se llevó al de Ereño en su coche a comer a Lequeitio, sólo para ver lo que era capaz de tragar el tipo. Yo creo que ya nadie come así, que tantas alubias y tanto cordero entre pecho y espalda eran cosas de antes. Una vez, con Anita Baráibar, amiga de mi familia, y mi madre fuimos a comer al Luciano de Barrencalle, que entonces pasaba por ser el mejor de Bilbao. Comimos muy bien a cuenta de Anita, que era muy espléndida, pero es preciso reconocer que lo que de verdad impresionaba allí era la manera de sacar los platos. El comedor estaba separado de la cocina por el cantón que iba hasta la plaza de Santiago y los platos circulaban por mitad de la calle. Aquel día, como tantos, llovía a cántaros y las camareras llevaban los platos en una mano y el paraguas en la otra. Qué curioso, no sé por qué pensé que eso no era Bilbao, que era una imagen de un país lejano, de China, de la India. Además del Luciano y el Guría, otros grandes restaurantes de la época eran el Machinventa y el Víctor de la Plaza Nueva. Tengo que decir que me interesaban más otros de inferior categoría, pero con mucho más sabor y con nombres como Santi el 46


Marinero o Mari la Cochina. El primero estaba junto a la plaza de toros y la gente solía subir a comer la merluza rellena, que era deliciosa. Tengo una idea confusa de la única vez en que estuve. Pasamos a un comedor pequeño del fondo cruzando la cocina y todo estaba lleno de gente, de humo y de ruido, y era el sitio de comer más cálido que he conocido nunca. Mari la Cochina, una gran tasca en plena zona portuaria en la calle Uribitarte, era conocida por el mote de la dueña. Había una leyenda urbana terrible en torno a Mari la Cochina. Se contaba que una noche su marido, muy borracho, tuvo una enorme bronca con ella y le dijo que se iba de su lado para siempre, salió corriendo e intentó cruzar la ría a nado. Pero nadie lo vio llegar al otro lado, y apareció al cabo de unos días flotando en las rocas de la Galea. Aún no existía el invento de la imagen corporativa y uno podía encontrarse cualquier cosa en un rótulo. En Bermeo había en plena Alameda un bar que se llamaba Oker y que yo creí que sería el bar de un holandés, pues un ciclista muy famoso de entonces se llamaba Okers. Pero Oker era el mote del dueño, que por casarse de penalty era Oker Eskondu, o sea mal casado. Otro nombre gracioso, el del bar del indiano de Dima, el Bar Pijón. Le llamaban así por la pinta que tenía, siempre llamando la atención. Lo conocí un día de invierno, nevaba, y él estaba en la barra con una camisa hawaiana y un gran pendiente colgando de una oreja y no sabéis qué tranquilidad transmitía sólo por ello. No puede haber ciudades sin bares, hace mucho tiempo que son lo más importante, mucho más que las iglesias, por Dios, e incluso que las tiendas, que huyen cada vez más asustadas de la ciudad hacia los centros comerciales. En fin, es imposible hacer un resumen serio de todos los sensacionales bares y cafés que había en Bilbao, muchos de los cuales aún tienen abiertas sus puertas. De modo que casi mejor si empezamos picando algo, porque esto puede alargarse y acabaríamos con el estómago en los pies. ¿Qué tal 47


empezar con unas ostras? Si un bilbaíno oyera esa maravillosa palabra no podría pensar en otro lugar que en La Concordia, el gran café contiguo a la Bolsa. Había allí unos camareros que las abrían a tanta velocidad como puede uno abrir un libro y, más tarde, con una pequeña máquina, ni os cuento. El café era archiconocido por ofrecer ese tipo de provisiones tan celestiales, pero también por ser la sede de la tertulia más famosa de Bilbao. Los sábados a la tarde, de siete a diez, se daban allí cita lo más selecto de los intelectuales, de los cuales los más destacables eran Blas de Otero y Aresti. ¿Se os ocurren mejores poetas bilbaínos? Esa misma gente se citaba también donde Pepe Gorriti, en la trastienda de la Librería Bilbaína de la Plaza Nueva. Gorriti estaba muy fichado, y la policía registraba la tienda cada dos por tres en busca de libros prohibidos. Me dijo su hija que los colocaba en un lugar en el que nunca miraban, en el escaparate. Eran tertulias ésas de gente mayor y, para mi gusto, un poco antigua, comunistas ortodoxos la mayoría. Yo sólo pisaba La Concordia por lo otro, por las deliciosas ostras gallegas, en Navidades, y no todos los años. Algunas veces nos juntábamos los de la oficina y el día de Nochebuena, cuando aún se trabajaba esa mañana, nos premiábamos con una ostras riquísimas antes de bajar el puente camino del Bar Los Fueros a degustar las gambas a la plancha. Asaban las gambas junto a una ventana que daba a la calle y el aroma era tan irresistible que la gente se fue negando en redondo a pasar por ahí camino de la Plaza Nueva o de la estación de las Arenas para no ser seducida por ese perfume, como los antiguos marinos por el canto de las sirenas. Hay percebes y percebes. Los del Ontegui, un bar con grandes ventanales a un paso de la Elíptica, puedo jurar que eran imbatibles. Los cogían mis amigos de Bakio, Lizardi, Puchades y Joseba el de Txoberne, o sea que eran los mejores de todos. La gente de Bilbao que entendía se dejaba de tonterías 48


de marisquerías tipo Madrid y se ponía las botas en el Ontegui, a unos precios muy razonables. En esos tiempos también se tomaban en los bares, además del imprescindible marisco, otras cosas ricas y no tan prohibitivas. En el Bar Eme de General Concha, hoy todavía al pie del cañón, prácticamente sólo se comían sandwichs, las famosas torres. Estaban tan embadurnadas de una salsa picante y dulzona que cada vez que intentabas hincar el diente a esa mole de tantos pisos era imposible que no te impregnaras las manos con ella y se te escurriera también mandíbula abajo, probablemente hasta caer goteando por el mentón. Apuesto a que era el Eme el mayor consumidor de servilletas de papel de todos los bares de Bilbao. Ya que tenemos las manos manchadas como un asesino por ese tomate aketchupado podría ser el momento de visitar otro clásico del Bilbao joven y no muy pudiente, el Everest de Iturribide. Era el templo de los famosos tigres o mejillones en salsa picante, por lo que seguiremos comiendo con las manos y poniéndonos perdidos de nuevo, ahora con la salsa de tomate y pimiento choricero. El Everest, segundo consumidor de Bilbao de servilletas de papel, fue el escenario de una historia más picante incluso que sus famosos tigres y que oí a Mugu, compañero mío del servicio militar. Había oído hablar mucho de ese famoso bar en el que las cáscaras de los moluscos decían mis amigotes bilbaínos que llegaban a alfombrar el suelo, aunque yo aún no había llegado a verlo. Pues bien, la historia que me contó Mugu hizo que se me despertaran unas enormes ganas de darme una vuelta por esa tasca, por si tenía tanta fortuna como él. Muguruza, dibujante de una de las grandes imprentas de Bilbao y de España, la Industrial, se encontraba una tarde con sus amigos, el bar a rebosar y en la mesa de al lado, pegados a ellos, una pareja de novios. Notó junto a sus piernas las de la chica aunque, pese a sentirse muy halagado por ese contacto tan inesperado en un lugar así, no prestó al hecho demasiada atención. 49


Más tarde sí, cuando creyó comprobar que por mucho que él restregara su pierna contra la de ella, la chica no la retiraba. Así que puso en marcha una iniciativa más audaz aún y se atrevió a emplear la mano aprovechando que en medio de aquel tumulto nadie se enteraba de nada y que, siendo dibujante, la movía con gran destreza. La expedición parece ser que dio resultado y la otra no decía esta boca es mía a pesar de que él le metía mano como un descosido. Y no sólo eso, la muy caradura era capaz de hablar con el chico que le pagaba la merienda mientras se dejaba sobar por el otro. Esa historia me hizo pensar en el Everest como en uno de los mejores bares de todos los tiempos. Como es natural, el grill del Carlton era frecuentado más que nada por bebedores empedernidos de whisky, pero por todas partes se respiraba en ese magnífico hotel un aire encantador y muy especialmente en su hall y en el gran salón contiguo. Hubo una época en que lo usábamos de oficina para nuestro grupo de publicidad. No podía aún llamarse empresa a un grupo tan disparatado como el nuestro, que hacía todo tipo de inventos y también anuncios en horas libres. Tampoco teníamos local, y tuvimos que recibir a nuestro primer cliente en mi casa. Le explicamos que yo estaba tan enfermo que no me dejaban bajar a la oficina. Josepe Zuazo fue el que propuso usar el hall del Carlton para las reuniones de trabajo y a cuenta de eso tomamos decenas de cafés con leche en ese estupendo grill, hasta que dimos con un pequeño departamento encima del Iruña. Hubo un tiempo en que Heminway puso de moda entre los escritores trabajar en los cafés. Josepe no era escritor, pero vivía en un piso muy pequeño y tal vez por eso los utilizaba para hacer sus deberes. Cuando se le ocurrió organizar en Bilbao nada menos que el Congreso Mundial de los Zuazo tenía que conectar con gente de su apellido en los cinco continentes y, desbordado de trabajo, necesitaba espacio, una secretaria y, por supuesto, un lugar agradable donde estar. Eligió uno de los 50


mejores cafés de Bilbao, el Boulevard, habló con Aseguinolaza, el dueño, y consiguió para su uso exclusivo a partir de las seis de la tarde una mesa de las del fondo, que compartía con su hermana, que le hacía de secretaria. Por si a alguien le interesa saberlo, el congreso familiar resultó todo un éxito. No me importaría que en un rato perdido alguien me explicara qué diferencia hay entre un café, un bar o una cafetería, yo no las veo hoy día. Para salir de dudas, sepamos que el Bilbao de la Plaza Nueva había tomado la delantera en este asunto colocando hace ya muchos años un rótulo que decía Café Bar. Era un café, o un bar, según se mire, precioso y puede que mucho de su encanto residiera en su tamaño, tan pequeño, o, más bien, en el porcentaje tan grande que ocupaba la barra, que era cuadrada, y en el hecho de que tuviera también un pequeño altillo. Lo atendían dos hermanos a quienes fui viendo envejecer dentro de esa barra, siempre serios pero siempre amables. El café que hacían, pésimo, tenía a su favor ser el más barato de Bilbao. Y a propósito de gente, en mi época de huésped de la pensión ‘Camay’ el Toledo, en mitad de la Gran Vía, era el bar de Bilbao donde uno encontraba más público y más variado. Por ese motivo fue el lugar elegido por un tipo de mi pensión para un gran plan de suplantación. Yo ya había oído decir a mi abuelo que a comienzos de siglo un tal Laffitte, un caradura colosal que había sido alcalde de San Sebastián, se juntó con un amigo y vestidos de árabes tomaron el tren en Hendaya y se dieron una vuelta por París con esas trazas hablando en euskera para parecer extranjeros. El chico de mi pensión, Carlos Romero, era de Madrid, muy simpático, y tenía también una cara como el cuarzo. Una tarde se nos presentó impecablemente vestido, también de árabe, con la intención de pasar tarde y noche sin gastarse un duro a cuenta de los bilbaínos, tan acogedores y tan espléndidos. Sabía que eso era casi imposible en Madrid, y no digamos en Barcelona. Nos dejó que lo registráramos para comprobar 51


que iba sin una perra antes de salir a la calle, le seguimos a una distancia prudencial y toda la gente lo miraba al verlo pasar vestido de blanco, como un bandido del desierto, y con gafas de sol oscuras. No se le reconocía. Entró al Toledo y ahí desapareció en medio de la multitud que atestaba el local. Ya de día, llegó a la pensión y nos dijo que había cenado de maravilla, había bebido cuanto quiso y la jornada había sido fantástica, sin entrar en más detalles. Bilbao era la ciudad más llena de contrastes que he conocido. A pocos metros podías encontrar lo mismo un bar de los mejores de España que una bodega que por no tener no tenía ni máquina de café. Lo raro era que el público de uno y otro podía no ser tan diferente. Hablo del Ducale y del ‘Palace’. En el primero todo era del máximo nivel, un gran bar con un servicio impresionante y un barman extraordinario, y una cocina de primera con la mejor merluza frita de España, empatada a los puntos con la del Kirol, el sótano mágico de la calle Ercilla. No me cabe duda de que muchos de esos exquisitos que iban al Ducale se dejarían caer también de vez en cuando por la bodega de Rodríguez Arias. Como carecía hasta de rótulo exterior para el nombre, algunos la llamaban la bodeguilla pero a mí me gustaba mucho más el pomposo nombre de ‘Palace’, o, aún mejor, el Palas (como el hotelito tan precioso que había en la plaza del Ayuntamiento en Plencia). Lo típico de ese local maravilloso e invencible (nadie ha logrado enterrarlo aún) era tomar el vino en porrón y que los bocadillos fueran, por así decirlo, a la medida. Se manufacturaban en la zona del público en una mesita colocada atrás junto a la pared. Salvo en horas de mucho aprieto a la hora del almuerzo y de la merienda, uno decidía a su gusto el tamaño del pan y lo que quería dentro. El Metrópoli, en una esquina de la plaza Elíptica, era un bar muy fino y muy bilbaíno y muy taurino. Sus clientes habituales eran tan del Athletic y tan forofos que durante años solían alquilar el día del derby un vagón entero del tren 52


Pullman para asistir, ya vemos que de forma completamente deslumbrante, al partido contra la Real. Se aficionaron tanto a esa excursión que al bajar la Real, el equipo ascensor, a Segunda siguieron con el mismo ritual acompañando al Indauchu en las visitas a Atocha, normalmente bastante fructíferas por duro que me resulte reconocerlo. Lo de menos es que hubiera entonces en Bilbao más o menos bares que ahora, eso a quién le importa. Nos da igual si eran así o asá, más bonitos o más feos. El caso es que sabemos de sobra que entonces se bebía muchísimo más que ahora. En Bilbao, al menos, se soplaba una barbaridad. Si hablamos del trago corto, del poteo, las cuadrillas de poteros deambulaban de bar en bar todos los santos días. Por la mañana una ronda corta de blancos, y a comer. A la tarde, largo recorrido, como en la Renfe. Hasta había una especie de juego-concurso consistente en tomar un total de cien potes en un día. Se le daba un nombre que no recuerdo a esa gran proeza y la gente lo intentaba para alcanzar el título de bebedor de primera. Era una plaga. En cualquier calle de cualquier barrio encontrabas cuadrillas y cuadrillas de poteadores, hombres, como ya se sabe, sólo hombres. En todo Bilbao, de punta a punta, el poteo era el pasatiempo ideal de cantidad de individuos que llegaban cada noche a casa a mesa puesta y con todo la pesada carga del alcohol encima. ¡Pobre la que tuviera que aguantarlos! Pero hay que hablar también del trago largo, en el que nuestra ciudad, con lo fácil que corría entonces el dinero, estaba muy por delante de cualquiera otra. Según me dijo el dueño del Jado, había gente que se tomaba un alto número de gin tonics todos los días sin excepción. Me habló de los diez o doce que tragaba un amigo común, al que llamábamos Perico el Cubano, y de muchos otros por el estilo. En aquellos tiempos el Jado de Colón de Larreátegui tenía veintitantos empleados y la fuente principal de ingresos era el grifo por 53


el que manaban líquidos de más de treinta grados. No tendría interés decirlo si fuera el único abrevadero de whisky, ginebra, cocktails y todo tipo de combinados. Pero otro tanto ocurría en todos los buenos bares de la Villa.

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Una ciudad de hierro Bastaba con levantar un poquito los párpados nada más y mirar, y veías cómo Bilbao estaba situada en otra galaxia si de lo que hablamos es de lujo y distinción social. San Sebastián a su lado no era más que una ciudad de provincias completamente en manos de tenderos. Ni siquiera cabía hablar en ella de pequeños industriales, ésos que vivían en la provincia y venían a la capital los domingos por la tarde a tomar batidos de vainilla con sus niños en la cafetería California. No había tampoco grandes potentados como en Bilbao ni, menos aún, obreros, nunca los vi. El ambiente social era plano, como si a una chuleta le quitas el hueso y la grasa, una sosada. Qué decir en cambio de Bilbao, una explosiva mezcla de capital y trabajo, de obreros y patronos, de vascos e inmigrantes, de potentados y parias. Mezcla, por todas partes mezcla, eso era lo bueno, lo que daba a esa ciudad toda la gracia. En la comarca de la ría se daba la mayor concentración obrera de toda España y, como contrapartida, en ningún otro sitio había más ricachones por metro cuadrado. Contábamos mucho en San Sebastián el chiste de los bilbaínos que van a un concesionario y cada uno compra un coche diferente: A mí me pones ese Mercedes, a mí el Porsche, a mí…¡ese Ferrari!, etc. Pues a mí, oye, a mí ponme ese Rolls Royce tan discreto. ¿Cuánto es todo, oiga? ¡Eh, Peru, déjalo, que esta ronda me toca a mí! 55


¿Para tanto era? Para tanto, claro que sí. Me había cansado de oír decir a mi padre, que vivió en Bilbao en los años treinta, que no había en ninguna parte ricos como los bilbaínos. Solía hablar entusiasmado de los coches de Bilbao, de las casas de Bilbao, de las añas de Bilbao, de cómo se vestía de bien en Bilbao. El uno y el otro te hablaban de Bilbao y de los bilbaínos hasta cansarte, la verdad. Pero luego había que verlo y ya no era lo mismo. Era todavía mucho más de lo que contaban. El día en que vi Neguri por primera vez me dije: ¡de qué pueblo más miserable he venido, esto sí que es lujo! Casi no podía creerse lo que estaba ante mi vista, todos los que me habían hablado de ello se habían quedado cortos. Llamaba la atención que cada mañana, no al filo de la madrugada precisamente, una larga hilera de coches se acercara lentamente desde Las Arenas y Neguri. Casi todos ellos, o un buen montón al menos, conducidos por chóferes. Llevaban a sus dueños a su lugar de trabajo, dejémoslo así puesto que decir tanto como a trabajar sería una exageración. Todos los chóferes o mecánicos iban más o menos igual vestidos, todos muy elegantes con sus trajes grises o azules marino y sus gorras de plato y sus guantes de cuero negro en invierno y de algodón blanco inmaculado en verano. Era impresionante comprobar cómo se cuidaba en esa época en Bilbao hasta el vestuario del servicio. Me refiero a los mecánicos, a las añas, famosas en toda España por su tan grotesco y vistoso atuendo, a las cocineras, a las doncellas o a los jardineros, a todo tipo de personas del servicio doméstico. Vaya por delante que buena parte de los coches conducidos por esos mecánicos eran de fabricación inglesa. Inglaterra no era en aquellos años más que un gran almacén del que los bilbaínos importaban de todo. La anglomanía fue una enfermedad bilbaína durante todo el siglo veinte, aunque empezó incluso antes, cuando aparecieron los ingleses por las minas de hierro y, extrañados de que en Bilbao nadie les diera fe de su existencia, inventaron el Athletic. 56


Llegaban con sus Hillman, Austin o Jaguars despacio cada mañana al trabajo, con el metal reluciente, los cristales brillantes y el propietario en el asiento de atrás vestido con traje gris oscuro o con pantalón gris y blazier azul marino, leyendo aburrido en el periódico seguramente algo referente al fútbol, además de las cotizaciones de Bolsa, que en aquellos buenos tiempos no paraban de subir un poco más cada día. Algunos de esos bilbaínos importantes vivían en el centro de la Villa en invierno. En la Gran Vía, en la Alameda de Mazarredo o en el Campo del Volantín había pisos impresionantes. Pero la mayoría de la gente bien había tomado la decisión de mudarse a la costa, donde vivían felices y contentos en magníficas casas en su enclave particular de Las Arenas-Neguri, rodeados de los suyos y de prácticamente nadie más. Allí tenían también a su entera disposición el club Marítimo, el club de tenis de Jolaseta y el club de golf de La Galea, además del Club Sporting en verano, una plataforma flotante en medio del Abra nauseabunda. Tengo que contar el caso del tío de mi amiga Sara Anduiza porque era tan señorito y tan bilbaíno que iba en coche a todas partes. El tío Michelo, se llamaba así, no trabajaba desde hacía años, en el caso de que alguna vez lo hubiera hecho realmente. Era un individuo de muy escasa estatura, gordito, más bien feo y muy tranquilo. Se parecía un poco a George Robinson, el pequeño gángster de las películas. Su mujer, la tía Adela, con la que no tenía hijos ni ella parecía tampoco agotada de haberlo intentado, era muy alta y delgada, y muy activa. Nada más verla pensabas en una jefa de aquellas damas sufragistas inglesas. No hacían ninguna vida de pareja, una decisión muy razonable porque de tener que ir juntos a algún lado él no podría seguirla ni los primeros cinco metros, so pena de acabar agotado. De modo que cada uno hacía su vida, él vida de caracol y ella de gacela. Vivían al comienzo de la Alameda de Mazarredo y todas las mañanas Juan el mecánico, un hombre euskaldun, esperaba 57


al señor en el portal de su casa a las doce menos cinco en punto del mediodía con el fin de acompañarlo en su duro periplo matinal. El tío Michelo bajaba las escaleras, salía a la calle, se decían mutuamente egunon, subía al coche, y Juan lo conducía tranquilamente, todos los días de la semana de lunes a viernes, hasta el café Iruña de los jardines de Albia. El café estaba a ciento cincuenta metros exactos de su casa, ni uno más, conque no creo que a Juan le diera tiempo de meter ni siquiera la tercera marcha del coche. Llegados al café, abría la puerta trasera y decía al tío Michelo: que usted lo pase bien, señor. Eskarrikasko, Juan, le contestaba siempre. El tío Michelo había quedado con sus amigos para charlar sentados a una mesa de las llamadas en los cafés mesas de mirones, y por el nombre de la mesa ya me diréis a qué dedicaban el tiempo esos señorones colocados junto a la ventana. Llegaban las dos menos cinco en punto y todos los días se repetía el viaje en coche, esta vez en dirección contraria, transportando a ese pequeño gran bilbaíno de manera tan confortable a su casa de la esquina de al lado, donde le esperaría con toda seguridad una suculenta comida. En este punto debo decir que a las seis de la mañana, aproximadamente, se había puesto en marcha otro tipo de tráfico humano desde las barriadas obreras a las fábricas, y también en sentido inverso. En casi todas las grandes empresas se trabajaba a tres turnos y en ellas dejaba su sudor la gran mayoría de la población obrera. De manera que muchos trabajadores llegaban cada día a casa de madrugada, dando cabezadas en el tren o en el autobús. Tanto industrias como viviendas se habían ido ubicando en medio del más fenomenal desorden sin que nadie con criterio hubiera dicho jamás tú aquí y tú más allá, que molestas. O sea que no existía un único flujo desde las zonas residenciales a las industriales, no era posible porque unas y otras se confundían, como se han confundido siempre Sestao con Altos Hornos o Uribarri con Echevarría y tantos otros barrios y pueblos con 58


sus fábricas. Se veían miles de trabajadores, incluso a esas horas tan intempestivas, por todas las calles, por todas las plazas, por todos los puentes. Hacia Sestao, hacia Baracaldo, hacia Erandio, Basauri, Galdacano. Iban y venían, subían y bajaban, seguían o se paraban o volvían. Y también entraban o salían de los bares, que abrían a eso de las cinco o cinco y media de la madrugada, incluso los sábados y los domingos. Eran muchos miles de hombres, estaban por todas partes y hacían que todo Bilbao y alrededores mezclara el día con la noche y no los supiera distinguir, y que toda la ciudad estuviera también a turnos, agitada como esa gente proletaria, y no descansara nunca. ¡Qué ciudad aquella tan eternamente activa, tan incansable! No pocos de aquellos individuos que deambulaban tempranamente por las calles tenían su puesto de trabajo en el propio Bilbao, viniendo cada día de sus pueblos en la comarca del bajo Nervión o Gran Bilbao, como decidieron más tarde llamarlo. Las estaciones iban escupiendo cada poco tiempo oleadas de gente, hombres la mayoría, no necesariamente jóvenes. Buena parte de ellos iba a la fábrica con las tarteras de la comida envueltas en papel de periódico. Sus caras, por una u otra razón, tanto al ir al trabajo desganados y dormidos, como al volver de él con el cansancio encima pero con el pelo grasiento recién peinado, eran siempre sombrías. A partir de las ocho llegaba el turno a decenas de miles de empleados, de corbata y con ropa más bien oscura, y empleadas con pelo recogido y elegantes trajes de chaqueta, al asalto de bancos, agencias de seguros, navieras y todo tipo de oficinas. Más tarde, hacia las diez, miles de dependientas, mucho más jóvenes y probablemente más alegres también y maquilladas y vestidas con la mayor presunción, invadirían el centro de la ciudad. Era un grandioso espectáculo ver entre calles a tanta gente trabajadora moviéndose a toda hora de un lado para 59


otro, tantos miles y miles de seres, hombres y mujeres, jóvenes y adultos, obreros y empleados, que fueran o volvieran del trabajo, que surgieran de todos lados y se dirigieran a cualquier lugar. En pleno centro, además de oficinas y comercios había por aquel entonces decenas y decenas de pequeñas industrias y talleres, como la fábrica de lejía El Conejo en la plaza de Indauchu o la de chocolates Chobil, casi pegada al Ayuntamiento y llenando de su olor dulzón todo el barrio. Pero también en medio de la Villa se encontraba uno con dos enormes factorías, con miles de obreros cada una de ellas. Una era el astillero Euskalduna, que llegaba hasta el parque de doña Casilda y al puente de Deusto. Desde arriba del puente cualquier jubilado podía asistir al faenar de los operarios soldando la chapa o trabajando en las gradas que crecían junto a los barcos. La otra era la acería Echevarría, ingente siderurgia a unos pasos nada más del Ayuntamiento y del Arenal. La cocina nos da justo a la proa del petrolero, se oía que alguien decía. O, si no, vivo ahí enfrente, un poco más a la izquierda del alto horno. O puede que se escuchara esta otra frase: niños, a la calle, que van a empezar la colada en la fundición y os la vais a perder si no os dais prisa. En cualquier hogar de Bilbao y alrededores, donde fábricas y viviendas coexistían a la fuerza, era posible oír todo esto y más. La actividad industrial teñía de un gris oscuro y pesado como el plomo toda la vida de la ciudad. Se extendía por toda la comarca el olor amargo del metal fundido, entraba por todas las ventanas. ¿Se me creerá si digo que sigo oliéndolo todavía? Pues sí, y me imagino que ocurrirá lo mismo a mucha gente como yo, que continuará teniendo metido muy dentro ese olor espeso, pastoso, que estaba pegado a Bilbao y a todos los pueblos industriales de la comarca. Todos esos sonidos y colores y olores del metal daban a la ciudad una enorme dureza. Bilbao era una ciudad de hierro en todos los sentidos, no es una exageración que se 60


la haya llamado así y que así la sigamos recordando. Porque durante años y años vivió del hierro y con él creció. Y si llegó a ser lo que fue, tan boyante y poderosa, lo fue sin duda alguna gracias a él, para bien y para mal. Y también puede ser llamada así por lo duro y tenaz y arriesgado que era el trabajo de entonces en la metalurgia y en mil industrias más, y también por eso, con toda franqueza, era dura como el hierro esta ciudad. Siento decir que comparada con esta gran metrópoli de duros obreros y oligarcas tan poderosos mi pequeña ciudad de tenderos empezó a parecerme una población sin acabar de desarrollar. Le faltaba algo, claro que sí. En comparación con Bilbao, tan madura, una verdadera ciudad de carne y hueso, llegó a parecerme nada más que una criatura adolescente, de la cual incluso cabía dudar que pudiera llegar a hacerse adulta alguna vez. Bilbao era una enorme y pesada máquina, rápida y exacta. La mía, una ciudad como de juguete. Tras conocer Bilbao, San Sebastián resultaba como el parque de atracciones del Monte Igueldo, sólo que un poco más grande. La montaña rusa dando vueltas y vueltas, la osa Úrsula comiendo en su jaula, con algo de suerte, lo que le arrojaban los turistas. Y no sé si mucho más.

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Cerebros electrónicos en el Bocho Supongo que poca gente sabrá que el primer gran ordenador que se fabricó en el mundo tuvo que ser transportado directamente desde Cabo Cañaveral hasta Bilbao, y que se quedó en esta gran ciudad hasta que lo jubilaron. Fue el primero que dio un servicio profesional a empresas en España. De saberse entonces algo menos de fútbol y más de informática la noticia hubiera ocupado la primera plana de todos los periódicos. Se trataba del aparato que había utilizado la NASA para hacer volar cohetes y poner en onda sus famosos primeros satélites. Decían que era un desarrollo de otro artefacto mucho menos potente que los alemanes habían construido en tiempos de Von Braun para calcular los vuelos de los temibles cohetes V1 y V2 y así conseguir reducir un poco la población de las islas británicas. Nos dijeron que gracias a él había podido iniciarse la gran aventura del espacio, que culminaría dos años más tarde con la llegada a la luna. No podía creerse que hubiera dado tanto de sí ese aparato, desde mi punto de vista era una mole informe que no tenía ningún aspecto moderno. 63


Lo habían acomodado en una de las alas de la planta baja de la Comercial y todos los alumnos de la universidad pasamos por turnos a ver ese auténtico monstruo de la nueva tecnología electrónica. Juraría que todo el mundo se quedó más bien indiferente. Entonces todavía no existían los ordenadores, no con ese nombre, ni siquiera se decía computadora, eso llegó más tarde. Todavía, con una jerga mucho más cercana a la biología, se hablaba de cerebros electrónicos. La mole, no exagero, tendría de diez o doce metros de longitud por dos o tres de ancho y otro tanto de alto, y supongo que el hecho de que se lo hubieran regalado a los jesuitas no tendría que ver con el deseo de ganar el cielo los donantes. Como todo lo muy tecnológico, el aparato se habría convertido pronto en un saldo y la compañía de Jesús, siempre al tanto de por dónde van los tiros, se haría con el cerebro gratis, a cambio sólo de sacarlo de allí. Era exactamente una gran caja de chapa metálica con un motor la mar de ruidoso que se calentaba como una caldera. Fue necesario instalar un sistema de aire acondicionado ex profeso para que no acabara al rojo vivo a las dos o tres horas de ponerse en marcha. Parecía uno de esos Inventos del Tebeo del Profesor Franz de Copenhague, con tanta hojalata y tan poco cristal. Ni pantallas, ni luces que se encendiesen y apagasen, ni sonidos extraños, era todo él de un antiguo que echaba para atrás. Aún no se había estrenado 2001 Odisea en el Espacio, pero estábamos ya hartos de ver esos cerebros electrónicos en el cine y eran mucho más vistosos, no se parecían en nada a ese enorme cajón de hierro que daba hasta miedo. Por qué llegó a Bilbao era un completo misterio. No quiero decir que Bilbao no fuera ya muy importante, ¿pero tanto? En la Comercial un año antes nos habían dicho ya al empezar las clases que había una asignatura nueva con un nombre misterioso: Informática. La daba un individuo muy listo, encantador de simpático, y que hacía bromas con una 64


facilidad pasmosa. La verdad es que no parecía la persona indicada para hablar de un tema tan aburrido e incomprensible. Se llamaba José Miguel Rincón, y fue uno de los grandes profesores que he tenido en mi vida. Nos pareció enormemente abstracto todo lo que dijo de los inputs de la información y del lenguaje binario, pero al acabar la clase uno de mis compañeros nos dijo: –Chicos, ¿no os dais cuenta? ¡Esto va a ser la bomba! La informática, los cerebros electrónicos, todo esto va a cambiar el mundo. Se llamaba Germán Echebarría y, paradójicamente, acabó siendo poeta. Pero antes de eso pasó media vida en el centro de proceso de datos del Banco de Bilbao. Habíamos recibido la primera clase de informática que se impartía en España en un centro universitario. Es decir, nos había tocado la primera fila. Eso nos obligaba a tener que ser más modernos que nadie, a innovar, a ser inquietos de por vida. Pensé, pero sólo a raíz de ese aleatorio suceso, que haberme traído obligado a estudiar con los jesuitas en algún sentido no era lo peor que podía haberme ocurrido. Mientras hacía la tesina sobre informática trabajé con Rincón en el centro de cálculo Deusto, con el cerebro. El cerebro no sabía castellano, menos aún euskera. ¿Qué hacer para comunicarte con él? Yo había aprendido en Londres algo de uno de sus lenguajes. Se llamaba Fortran. Sería curioso ver ahora cómo funcionaba ese cacharro. Toda la información le entraba a través de una ranura por medio de fichas de cartón. Tú escribías las órdenes de trabajo y una perforista tecleaba las fichas para traducirlas a lenguaje binario. Todo un lío, cualquier mínimo cálculo exigía tiempo y esfuerzo de muchas personas y el gigantesco cerebro era lento como un caracol. Tenía muchísima menos potencia y memoria que el más mínimo de los ordenadores domésticos de hoy día. 65


También trabajaba con nosotros Gabi del Moral, llamado al principio, cuando era nacionalista, Gabi Zabala, por su segundo apellido. Era una de las personas más lúcidas de Bilbao, y eso que en Bilbao había, como se sabe, gente listísima. Era fantástico, muy delgado y con cara muy afilada, como la de John Carradine, el predicador de Las uvas de la ira, o incluso más. La nariz recta y delgada, la boca muy fina. La mirada era la de alguien que podía atravesarte con ella. Pero no le hacía falta, no era nada agresivo. Nunca miraba mucho rato seguido al mismo sitio, cambiaba. Era tan nervioso e inquieto que ni a los ojos les daba descanso, los movía al mismo nivel que todo lo demás, las manos, los brazos, las piernas. No paraba quieto, no podía, se daba una vuelta y volvía, ese incesante ir y volver era muy característico suyo. La mirada nunca se le iluminaba si sonreía, esa mirada siempre conservaba una gravedad inmensa. Por lo demás, Gabi era de una gran austeridad. No fumaba, no bebía, comía lo justo, gastaba en libros y en el cine, y se acabó. Y no paraba de hablar, qué agudo, y qué escéptico siempre. Yo estaba convencido de que Gabi y Diógenes eran almas gemelas, tan cínicos los dos, y además a Gabi también le encantaba el sol, igual que al otro. Solía irse al borde del mar y leía horas y horas sentado en una campa, o en la playa si es que no había gente. En invierno se encontraba más triste aún de lo normal y cuando empezaba el calor se animaba un poco. Le gustaba mucho el viento sur, el viento africano cargado de cucarachas voladoras, solía hablar así. Vivía completamente enamorado de una chica. Yo creo que él sabía que era un amor imposible pero fingía que iba a conquistarla, fingía que iba a hacer lo que estuviera en su mano por hacerse con su amor. Lo cierto es que nunca lo intentaba. Gabi se limitaba a tratar de verla todo lo posible y nada más. Bilbao, a pesar de su nombre de Bocho, no era pequeño, no era fácil encontrarte por azar con una persona siempre que quisieras. De manera que muy a menudo veías a Gabi errando de un lugar a otro en su busca. A veces te veía y sin llegar a saludarte te decía: 66


–Oye, no la habrás vista por ahí, ¿no? Jamás decía su nombre, ni nadie tampoco delante de él lo mencionaba. Era como si no lo tuviese, porque para Gabi carecía de él. Supongo que preguntaba lo mismo a todo el mundo, su vida no tenía otro sentido que verla. Cuando eso ocurría, ni se acercaba a hablarle y, normalmente, al cabo de unos segundos huía. Andaba muy rápido, a grandes pasos y con la cabeza siempre erguida y ladeándola una y otra vez. –¿Para eso has estado horas buscándola? –solía decirle. No sabía qué contestarme, parecía un niño avergonzado. Gabi era una persona muy lúcida, demasiado lúcida, pensaba muy rápido, él sí que era un cerebro electrónico. Tenía siempre presente la idea de la muerte, sabía que era una posibilidad entre otras, no muchas, por cierto. Un día en su casa buscaba en una maleta colocada sobre el armario un libro que me había traído de no sé donde. Antes que el libro me enseñó un frasco con una sustancia sospechosa que guardaba allí. –¿Sabes qué es? –me preguntó. Se rió. –Cianuro. Me gusta tenerlo a mano, por si acaso. Eso es lo que más me impresionó de todo lo que le oí en mi vida, con diferencia. Dejé de verlo unos años después y ya no supe nada más de él. Hace no mucho me dijeron que Gabi había muerto. Pregunté si se había suicidado. Me dijeron que no, que lo había arrollado un camión cuando iba por la noche paseando por su querido Bilbao en bicicleta. Leí también hace poco un poema de José F. de la Sota que hablaba de la muerte de Gabi, y después de eso no pude dejar de pensar bastantes veces en él. Estoy seguro de que pese a sus años iría muy deprisa, en bicicleta también muy deprisa, no podría ser de otra manera. 67



‘Saltos’ Conste que en esos años no podías librarte de esos compromisos y por eso ni sé a cuántas manifestaciones de todo tipo tuve que acudir, legales e ilegales, de cuatro pelados o de miles y miles de personas. Fui por primera vez siendo casi un chaval a una manifestación prohibida el uno de Mayo en la Avenida en San Sebastián, donde no había más que los cuatro rojos que existían entonces, los hermanos Múgica, José Ramón Recalde, Paco Idiáquez y demás. Entonamos Asturias, patria querida, canción que me pareció completamente absurda en aquella situación, y luego salimos corriendo porque llegaron los grises. A mi amigo Eugenio del Río lo detuvieron por quedarse a gritarles en lugar de correr como un loco como hice yo. En Bilbao fui a otra, también el uno de mayo. Tenía diecinueve o veinte años ya, pero no me aclaraba de nada, aunque me sentía muy antifranquista. Acabamos en el parque junto al museo y ahí había un grupo de obreros y antes de disolvernos cantamos una canción muy emocionante que se cantaba despacio y era muy triste. Decía así: Clase obrera, clase obrera, clase obrera tralará/no tengas penas, tralará/no tengas penas, 69


tralará/Clase obrera, clase obrera, clase obrera, tralará/ no tengas penas, que vamos a triunfar. Durante el franquismo se hicieron cantidad de manifestaciones, siempre clandestinas y minoritarias, siempre duramente reprimidas por la policía. En los últimos años se pusieron de moda unas muy divertidas. La poli no era capaz de enterarse de ellas, y si quería detenerte o darte una buena tunda se quedaba con las ganas. Se llamaban saltos y el nombre tenía que ver con el hecho de que los manifestantes, confundidos entre la gente normal de la calle, saltáramos de repente y empezáramos a corear consignas y a arrojar octavillas. La gente era avisada por los distintos partidos que la convocaban con todo tipo de cautelas. El lugar y la hora del salto no se daba ni siquiera por teléfono, podía estar controlado. Te decían, por ejemplo, a las ocho en la Plaza de Eguileor, y a eso de las ocho menos cinco empezaba a verse gente joven por los alrededores de la plaza, cada uno por su lado, tomando algo en un bar, una parejita achuchándose y tal y cual, todos disimulando hasta que llegaba la hora. Y ¡zas!, en ese momento empezaba el lío. No solíamos ser más de doscientos o trescientos, en alguna fecha muy especial llegó a haber casi mil, pero eso era ya muy arriesgado. La gente gritaba consignas y daba palmas durante cuatro o cinco minutos. Es lo que podía tardar la policía en aparecer. Para cuando llegaban, allí no quedaba ni el apuntador. Todo el que estuvo en la primera manifestación autorizada no podrá ya olvidarla y por eso pasará a la historia de Bilbao. Se trató de una gran protesta contra la central nuclear de Lemóniz, pero eso es un decir. No podíamos limitarnos a hablar sólo de cuestiones energéticas como si todos fuéramos ingenieros y siendo la primera vez que permitían que miles y miles de personas nos juntáramos en la calle. La razón de la manifestación no importaba y cada cual gritaba lo que le daba la gana. No sé cuánta gente nos 70


juntaríamos, pero fuimos un montón. ¿Cuarenta o cincuenta mil personas? Puede que sí. La emoción fue irrepetible, para mí ese día será uno de los grandes de mi vida, como el de mi primera comunión o el día en que me licencié del servicio militar, o incluso más. A alguna gente, la de más edad, personas de setenta y hasta de ochenta años y más que apenas podían hacer todo ese recorrido a pie, le invadió tal emoción que cada dos por tres soltaban unas lágrimas. Algunos incluso lloraban a moco tendido. Y a mí, y a todos nosotros, al verlos nos dio también por llorar un poco, no era para menos con lo que había costado conseguir vivir libres. Aunque éramos jóvenes, llevábamos ya muchos años soñando con ese gran día y puede decirse que hicimos lo posible para que llegara cuanto antes. Aunque, lo que son las cosas, no sabíamos cómo celebrarlo. En los grandes momentos solía cantarse entonces el Eusko Gudariak, pero en un día como ése no tenía sentido un himno en el que se hablaba de soldados dispuestos a derramar su sangre. O sea que llegó la hora en que podíamos cantar lo que nos diera la gana y no teníamos canción. En la zona donde yo estaba, gente del PCE empezó a cantar una del aragonés Labordeta que se había hecho muy popular como himno de la libertad y que era, con todos mis respetos por ese señor, bastante cursi (Veremos una tierra llamada libertad, etcétera). Para colmo, alguna gente se agarraba por los hombros e intentaba dar pasos de vals y eso era lo que más nervioso me ponía, no podía soportarlo. El caso es que a falta de otra cosa la canté muy a gusto, y por el mero hecho de que lo hiciéramos en esa ocasión tan memorable la recuerdo con agrado. Pues bien, para unos la fecha mágica del cambio será el día en que salieron de la cárcel, él, sus hijos, sus amigos, sus compañeros, quien sea. Para otros, el día en que legalizaron su partido. Para la mayoría, aquel 15 de Junio de 1977 en el 71


que por fin pudimos votar, eso emocionó a la gente. A mí esa manifestación me emocionó mucho más que meter un sobrecito en una de esas urnas tan horribles de metacrilato. Que no se diga que votar no es un acto frío y solitario como pocos, no sé por qué, nunca ha acabado de gustarme. Votar así de secreta y mecánicamente es uno de los actos más ridículos que uno realiza en toda su vida, y tienes que hacerlo, además, delante de una mesa electoral que no hace más que controlarte y apuntarlo todo. Nada que ver con el momento en que me encontré ese día en mitad de la calle Gregorio Balparda y miré hacia adelante y la marea humana llenaba toda la calle y miré para atrás, y otro tanto. ¡Era la primera vez que una cosa así de espectacular era posible! Pasó el tiempo y aunque había democracia muchas de las manifestaciones no estaban autorizadas. La razón para hacerlas era protestar por el trato que el Estado daba a quienes no estando de acuerdo con él lo hacían de la manera más violenta posible. Yo no voy a explicar aquí, y menos aún a justificar, por qué me veía bastantes veces en medio de esas manifestaciones prohibidas. El caso es que lo estaba, eso es cuanto tengo que decir, y me parece extraño recordar que todas o casi todas fueran en la zona de Zabálburu. Cuando paso por esa plaza aún me vienen recuerdos de cargas policiales. En esas marchas no autorizadas solían dejarnos avanzar un buen rato y cuando ya pensábamos que no pasaría nada nos atacaban y salíamos de allí como podíamos. Solía pasar casi tanto miedo como en la época de Franco. A propósito, una vez bajábamos por Hurtado de Amézaga un grupo como de unas trescientas personas, a la altura de la Quinta Parroquia. La gente estaba muy tensa esperando el momento en que aparecieran los guardias y no se oía el vuelo de una mosca. Yo iba muy al final y estaba muy nervioso y quise hacer algo para relajarme. Se me ocurrió, nunca me lo he explicado, lanzar una consigna muy extraña teniendo en 72


cuenta dónde me encontraba. Grité con todas mis fuerzas: ¡Viva la Guardia Civil! La gente se volvió de una manera especial. Primero, como asustada. Más tarde muchos de ellos no sabían si hacerme algo, y me miraban como a un enemigo. La verdad es que no era momento para una broma de ésas, pero, debido seguramente al miedo que llevaba encima, fue lo que se me ocurrió sin pensarlo demasiado. Me gustaría también decir que leí una vez no sé dónde la noticia de una supuesta demolición de la estatua de Mola en El Arenal realizada a finales de los setenta. El que escribió eso no sabía lo que decía si se refería a que se procedió con esa estatua como con tantas otras que se erigieron en tiempos de Franco. Yo lo vi. No fue un derribo oficial sino una acción vandálica, por usar una jerga más adecuada que la de demolición. Ocurrió en el transcurso de una manifestación, aunque por la maquinaria utilizada sí pudo parecer una demolición en toda regla. Tengo idea de que la manifestación había sido de las legales y de que había acabado en El Arenal; la gente estaba ya para retirarse pero había un grupo reunido junto a la estatua de Mola que aún se levantaba junto al puente. Alguien dijo que era una vergüenza que estuviera todavía en pie ese atropello al buen gusto, pues ya sabemos que este general fue el que dirigió a los requetés en la conquista de Bilbao en 1937. Se encontraban por ahí un chico y una chica con pinta extraña. Oí decir que eran anarquistas en el mismo momento en que a esos dos genios de las obras públicas se les ocurrió la idea. –Ahora vais a ver lo que es bueno –dijeron, y se fueron andando hacia las obras del solar donde toda la vida había estado el Hotel Almirante. No sé cómo abrieron las puertas ni cómo la arrancaron, pero se vinieron con una excavadora. De entrada, fueron recibidos con grandes vítores. El delirio, no debo usar un término menos entusiasta, llegó cuando derribaron la estatua de Mola. 73


Una vez en tierra le sacudieron unos buenos golpes con la pluma, como si de verdad fuera el general en persona y no una copia de piedra. Con lo que les ha gustado a los carlistas atacar Bilbao, a ver quién entiende que, hoy en día, Zumalacárregui tenga una calle enorme en esta ciudad que tanto odió. Y en cambio se la han quitado a Espartero, que liberó dos veces la ciudad de la intransigencia txapelgorri. ¿Hay derecho a una cosa así?

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¡No creerán ustedes que esto es Nueva York! No espero que todo el mundo se entusiasme al enterarse, pero que se sepa al menos que en esa época se hacían por ahí fuera cosas muy raras que nos fascinaban. Hubo un cuadro en una exposición famosa que era sólo el marco y el lienzo en blanco. En un concierto en Boston John Cage se dedicó nada más que a colocar una radio encendida encima del piano en el que pretendían hacerle tocar. Cosas así de exóticas estaban a la orden del día esos años entre los creadores de éxito. Algunos de esos artistas tan atrevidos que había en el extranjero vinieron también por aquí a provocarnos e intentar que a pesar de Franco fuéramos espabilando. El Living Theatre de Nueva York vino a actuar a Bilbao y esos chicos después de la función no pararon, se entromparon de vino y pintarrajearon las habitaciones del Hotel Arana donde dormían. Tenían, dijeron a Luis Iturri, que fue quien los trajo, una fuerte necesidad de expresarse. ¿Y aquí, qué? Se hacía lo que se podía. Cuando cuento lo que me ocurrió en un examen en la universidad donde era profesor no suelen creerme. Unos alumnos míos muy modernos y simpáticos decidieron montar un gran número 75


al acabar el examen y, aprovechando que era en una planta baja con grandes cristales a la calle, decidieron grabarlo desde fuera todo en vídeo. Había tanta gente para examinarse que la mitad se quedó abajo, vigilados por una compañera mía, Elena Olábarri, y yo me subí a un aula del segundo piso con la otra mitad. Estando ahí arriba sentado en la última fila a la espera de que fueran acabando sus rollos, oí la voz de alguien que acababa de entrar. –Me ha dicho Elena que entregue el examen aquí. Levanté la cabeza por encima de la revista que leía y empecé a ver el cuerpo, desnudo de cintura para arriba, de un alumno al que reconocí perfectamente por su enorme bigote. En un primer momento no me extrañó, venía de haber visto esa noche por la tele un partido de fútbol donde el público, achicharrado de calor, se había quitado toda la ropa posible. Pero éste había llegado más lejos, comprobé que estaba completamente en cueros. Así que me quedé cortadísimo, tanto o más que él. Ninguno de los dos sabíamos qué hacer y lo mío era más grave porque al fin y al cabo yo era el jefe de aquello y se supone que algo tendría que decir. Pero no se me ocurría nada. Invito a que se considere muy seriamente si era una dura prueba o no para un profesor que un alumno se le pusiera en pelotas en medio de la clase. ¿Qué podía hacer en un caso así una persona en el fondo tímida como era yo? Tuve mucha suerte de que una alumna con una gran sangre fría le dijera: –Oye, tú, ¿por qué no nos haces un pase y te vemos tus cosas tan tranquilamente? Dicho y hecho, el nudista se fue andando despacito hacia adelante por medio del pasillo. Llevaba su examen en la mano, que dejó delicadamente sobre la mesa. Hubo aplausos y después de eso se retiró. Habían planeado, como he dicho, que se desnudarían dos y que un tercero estaría fuera para inmortalizar la escena con el vídeo. Luego supe que al pobre chico, el del bigote, 76


lo dejaron más plantado que al tilo de El Arenal. Al final, decidió lanzarse en solitario, se desnudó lentamente ante la mirada incrédula de la profesora y se fue donde ella. Estaba sentada a la mesa y quedó tan paralizada al verlo como si le hubieran disparado una cerbatana con curare. Era el primero en entregar el examen, así que el chico preguntó a la profesora: –¿Dónde pongo esto? Elena Olábarri, lo mismo que me ocurrió a mí, no sabía qué contestar. –Súbeselo a Gurrea –le dijo finalmente, pensando en quitárselo del medio. Por eso es por lo que apareció en nuestra aula, aunque para ello hubo de recorrer desnudo el hall de la facultad y dos pisos de escaleras en medio de un cachondeo imponente. Me dijo ella más tarde que cuando vino por la mañana a clase tenía casi treinta y ocho de fiebre, debido a una gripe. Cuando volvió a casa a mediodía, y gracias a la tensión del espectáculo, le había bajado a treinta y seis y medio. El héroe nudista estimuló a sus compañeros con ese número, porque fue muy comentado y todo el mundo quería hacer grandes cosas como él. Así que al año siguiente el día del examen me encontré con que de repente todos miraban por la ventana. Me volví, y vi asombrado que dos bomberos se estaban descolgando con cuerdas desde el tejado. No había fuego, eran alumnos disfrazados. Dije que les abrieran la ventana y entraron por ella como si tal cosa. Uno era un tipo muy espabilado que hacía escalada, y a quien un día yo había dicho que tenía ideas de bombero. No se le había olvidado, y había liado para este número a otro de clase, uno muy alto. No dijeron nada, sólo que perdonara el retraso y yo tampoco quise hacer comentarios. Se sentaron y se pusieron a hacer el examen. Al alto le temblaban tanto las manos que no le era posible escribir. 77


–Me había dicho que lo de bajar era algo de lo más sencillo. ¡Será mentiroso el tío! –me dijo, y hasta le costaba también hablar. Le hice un examen oral al pobre muchacho. La gente necesitaba en esos años hacer cosas extrañas y sentirse artista. Solía pasar muy a menudo a la tarde por la galería Grises en la calle Banderas de Vizcaya y encontraba siempre a gente interesante con quien hablar. En pleno franquismo no se paraba de hablar de política en todos los lados. En Grises se hablaba, además, de pintura, de literatura, de cine y de lo que fuera. Como la sala era pequeña, las tertulias no se hacían dentro, a no ser que lloviera. Un día había fuera más gente de lo habitual. Todo el mundo hablaba de Paradiso, la novela de Lezama Lima. A Merino, el dueño de Grises, le gustaba mucho la literatura, tanto o más que la pintura. Incluso hacía pinitos escribiendo, y le había dado muy fuerte por esa novela de la cual acababa de salir una edición preparada por Cortázar. Se le ocurrió deshacer un ejemplar de ese libro y, hoja a hoja, pegarlo entero en la pared. Una exposición de palabras. Pensé que ese empapelado no era muy distinto que las esquelas de mi habitación. Ese mismo año tuvo lugar el estreno mundial de la película Duración en el Ateneo de Cultura Hispánica, y ya no volvió a asomarse por las pantallas nunca más. Algo había de misterioso en ese pequeño filme de Santos Zunzunegui para que todo el mundo hablara de él pero nadie fuera capaz de decirte ni palabra sobre el argumento. El Ateneo estaba a rebosar, incluso con gente de pie, cuando se apagaron las luces y sin ningún título de crédito previo apareció la imagen en blanco y negro de un cronómetro. La aguja recorría pausadamente la esfera y eso era todo. Ningún sonido por el momento. Ya al medio minuto aquello te cansaba y pensabas que al llegar la aguja al comienzo cambiaría el plano. Pero no fue así, la aguja se obstinaba en repetir el recorrido de manera idéntica, envuelta 78


en el mismo silencio. Horror, me dije, era una cinta sin fin, y al poco empezaron lo murmullos. Pasaba el tiempo y eran más masivos, por una parte, y, por otra, más y más fuertes. Ahora se explicaba uno por qué la película carecía de sonido: lo ponía el público. Al cabo de tres o cuatro minutos ya había mucha gente en pie. Lo más interesante de la sesión fueron las discusiones que se montaron. La gente discutía en círculos, a voz en grito, discutíamos sobre el cine y sobre el arte en general, discutíamos sobre si era legítimo o no atreverse a montar un espectáculo como el que se nos estaba dando. De repente, la pantalla quedó completamente oscura. No sólo eso, no había luz en el local, salvo el piloto de seguridad. ¿Formaría parte también esto de la perfomance?, te preguntabas. La respuesta debería ser: sí y no. La película era, obviamente, una provocación, una llamada a la discusión. Pero tan abierta que también era, por qué no, una posible llamada al sabotaje. Se acabó sabiendo que unos duros estalinistas del grupo de teatro de Cefe del Olmo habían decidido salvarnos de ese caos llevándose los plomos del cuadro de luces. La luz volvió, pero la película no. Fue un día muy divertido. Una película sobre el tiempo, decía Santos que era Duración. Duraba hasta el momento en que el último espectador abandonaba la sala. Santos empezaba entonces a ser amigo mío. Estudiaba también en la Comercial, dos cursos detrás, y formaba parte de un grupo que intentaba descifrar El Capital de Marx con la ayuda de Rincón. Llevaba una melena rubia larguísima, la única entre los tíos de toda la universidad. Un día el tirano Bernaola le dijo que o se la cortaba o se iba a la calle. No se la cortó y no le pasó nada porque era muy buen estudiante. Sin embargo, por una tontería lo detuvieron un día, a pesar de ser tan buen chico. Estaba sentado en la terraza del bar Rívoli de la calle Elcano con su novia, Marina Rodríguez, y a ella se le ocurrió darle un inocente beso en la mejilla. De repente oyeron a sus espaldas una voz de mando que decía: 79


–¿Pero qué estoy viendo? ¡No creerán ustedes que esto es Nueva York! Al volverse se encontraron con un furibundo sargento de la policía armada con un gran bigote y cara de traficante de armas que se había levantado y venía donde ellos. –¡Una guerra de tres años y tantos sufrimientos para esto! Vamos, por Dios, ustedes se vienen conmigo. Se los llevó a un cuartel de los grises que había allí mismo e intentó una denuncia por escándalo público, que el juez no admitió. Las cosas eran así, aquella sociedad era muy casta y muy decente. En San Sebastián hubo una temporada por aquel entonces en que detenían y multaban a los hombres sólo por ir en mangas de camisa. ¡Bilbao no podía quedarse atrás!

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Navidad en La Palanca Por hablar de algo menos sórdido de lo que a primera vista parece, diré que La Palanca era también un lugar muy animado, lleno de bares y música. En los años en los que yo la conocí en muchos locales había orquestinas con músicos de la banda municipal o de la orquesta sinfónica, donde no debían ganar gran cosa. Tengo la imagen de unos señores ya mayores y de uno que me llamaba la atención por cómo tocaba el saxofón, con la boquilla completamente de costado. No sé si era un defecto adquirido o una postura que adoptaba únicamente allí y se ponía de refilón para que se le viera menos o para no tener que mirar ese lugar de pecado. A ninguno de ellos tendría que hacerle gracia tocar en esos antros, pero la necesidad los arrastraba ahí cada noche. En La Palanca se puso de moda ofrecer espectáculos de transformismo y había muchos hombres que cantaban o bailaban disfrazados de mujer. En el Bataclán bailaba un andaluz de cerca de dos metros a quien llamaban La Giralda. Parecía un jugador de baloncesto vestido de sevillana, y era de lo más graciosa cuando se ponía a hacer de nena. En el sótano del Variedades cada noche el gran cantante Colorines brillaba como una estrella en el firmamento. La gente pensaba que era nada 81


más que un mariquita de tantos. La gente piensa cuanto quiere y a veces las mayores tonterías, porque Colorines vivía en la calle García Salazar en el mismo portal que unos amigos míos y era padre de cinco hijos. Un año de esos participé en una inocentada con mis amigos de Txomin Barullo. Consistió en disfrazarnos de niños y conseguir cantar media hora de villancicos alemanes en pleno quiosco del Arenal. Al acabar los cánticos, premiados con un injusto segundo premio, nos fuimos a cenar a la Peña del Athletic Bittor, Eladio, Santi, Trabol, Marga, y demás. La sobremesa se prolongó lo suficiente a base de gin tonics como para salir ya bastante colocados. Pero como esa noche tenía que ser larga insistimos en la visita a bares, dos, tres, no más, hasta que al ver que sólo la ría y una pequeña cuesta nos separaba de Colorines no tuvimos más remedio que subir a hacerle una visita. Hacía un frío tremendo, caía aguanieve incluso, por lo que refugiados en aquel sótano seguro que íbamos a encontrarnos de maravilla. Cuando acabó el espectáculo nos quedamos casi solos en el local con la amable compañía de unas cuantas chicas profesionales del sexo y los borrachos de rigor. Nos invadió a todos la blanda melancolía de la Navidad. Qué mejor que cantar villancicos, nos dijimos, y en cuanto empezaron a oírse las primeras notas de Noche de Paz los del local apagaron la música y todo el mundo se puso a cantar. Una de las chicas era marroquí, hablaba casi como una de aquí aunque tenía pelo muy africano. Me dijo que se llamaba Saida. No sé cómo se enteró de que éramos comunistas. Según esa tal Saida, éramos los únicos que defendíamos a la gente desgraciada como ella, y tras decirlo empezó a llorar. Entonamos el Aurtxo Txikia a tres voces y a mí enseguida se me pusieron los pelos de punta. La marroquí, que en realidad no era tan chica sino más bien de casi cincuenta años, se quedó callada porque no sabía la canción. Pero estaba muy emocionada también, o eso parecía. Yo creo que eso se contagió y todos estábamos muy emocionados por cantar esas canciones tan conmovedoras en 82


un local como el Variedades y rodeados de esa gente. Y de pronto, en medio de esa canción sonó como un trueno la voz desgarradora de la chica marroquí gritando: ¡Gora Euskadi mi guitarra! Nos dijo que era lo único que sabía decir en vasco. También nosotros acabamos tocando en La Palanca, pero lo hacíamos fuera de horas. Cuando empezó a ponerse de moda el jazz yo era amigo de Larrandia, promotor del Festival de Jazz de San Sebastián. Él nos puso en contacto espiritual con Coleman, con Gillespie, con los grandes de entonces y, por supuesto, con el rey absoluto del jazz moderno, John Coltrane. Además de eso, había montado un bar en la calle San Martín, el Zorongo, donde se escuchaba el mejor jazz posible, y donde, he aquí lo importante, nos dejaba ensayar siempre que nos diera la gana. Fuimos verdaderos pioneros actuando como único grupo no extranjero en el festival en la sección de aficionados, pero éramos tan aficionados que, sin pretenderlo, hicimos que a mucha gente que nos escuchó se le fuera la afición. Hicimos allí cosas muy novedosas para entonces, como una jam-session donde tocaban juntos un pianista y un guitarrista negros americanos y unos txalapartaris de Usúbil y, por supuesto, mi amigo Eugenio del Río al bajo y yo con el saxo. La primera tarde en que toqué, descalzo y con un sombrero negro para intentar dar el pego y parecer un jazzman de verdad, hacía sólo unas horas que se había muerto mi abuelo y yo había ayudado a amortajarlo. Tal como prometí a mi abuela, dediqué esa actuación al abuelo muerto. Caso de estar en el cielo y tener la mala suerte de oírme desde ahí arriba, estoy seguro de que pensaría que lo habían bajado, como mínimo, al purgatorio. Después de dos o tres años con ese grupo, montamos otro en Bilbao. Se llamaba Dabil Trio pero siempre tocábamos más de tres, a veces hasta cinco y nuestro principal fan era sordo, Parpi Paradinas. Hacíamos free jazz, es decir, cada uno no llegaba a tocar exactamente lo que le daba la gana, pero casi. Que sepáis que un ignorante musical como era yo se sentía muy 83


cómodo con esa modalidad libre, donde toda equivocación era imposible. En el grupo estábamos Javi Estrella a la percusión y Juan Carlos (no sé el apellido) al bajo eléctrico. Luego se nos unió Javi Peña que tocaba muy bien el piano. O sea que por fin había alguien en el grupo que sabía tocar un instrumento, qué suerte la nuestra. Había sido pianista de Los Mitos, un conjunto mítico, y no es un chiste, y fue él quien nos llevó a ensayar donde Theo. El bar de Theo estaba en mitad de la calle de Las Cortes, más o menos frente al Gato Negro. En el rótulo, con grandes letras rojas, podía leerse: Chez Theo. Chicago. Me parecía un buen tipo y llevaba siempre unas gafas de sol bastante chulas, incluso dentro del bar. Hacía bien, porque ayudado por esas gafas, el bigote y la perilla, podía parecer el dueño de un bar de postín de Casablanca o de Miami. Habiendo sido marino y vivido en Chicago no era fácil encontrar un motivo que explicara que hubiera acabado en un burdel en Bilbao. Pero de su negocio y esas cosas no hablábamos, como mucho de música y de viajes, y de todo más bien poco. Tres veces por semana quedábamos con Theo a las cinco, y con el bar completamente vacío ensayábamos a nuestras anchas. A esas horas tampoco había apenas gente por la calle y la mayoría de las chicas estaban en la siesta. Pero en Las Cortes, un lugar tan acostumbrada al jaleo, a nadie importaba que tocáramos incluso a gran volumen, daba lo mismo que fuera free jazz o el coro de cornetas de semana santa. Eso sí, a las siete en punto había que largarse. A las siete y media empezaba lo otro, como él decía, y a Theo no le gustaba mezclar la jodienda con el jazz. En esos años el país zozobraba, pero en Bilbao no se enteraban y tenían al mejor Athletic de muchos años. Lo intenté, pero nunca me fue posible hacerme fan de ese equipo. El sentimiento que te acerca o, mejor aún, te ata a un club de fútbol ya se sabe que es de un tipo tan turbio que se resiste a cualquier explicación. Normalmente uno lo 84


arrastra desde la infancia y, si no es así, no hay tu tía, es muy difícil conectarte. Mi amigo Bittor Allende era de una familia inmigrante, jamás le había dicho nadie de pequeño que era vasco, de modo que se quedó sin serlo, así de sencillo. Pero desde muy niño descubrió al Athetic y para él fue estupendo, decía, porque empezó a sentirse de un sitio. Por lo menos, de Bilbao. Fue cuestión de unos años nada más. Un gran día le dijeron que también era vasco y él lo asumió encantado. Cuando yo vine a Bilbao había hecho ya todo ese tránsito, no podía pedírseme que volviera a afirmarme ante la vida de otra manera. Luego tuve hijos, y eran del Athletic como su madre, y eso me empujó a intentar cambiar mis preferencias sobre el fútbol. Cuando vi con mi hijo Josetxo por la tele la final de copa en la que los bilbaínos ganaron al Barcelona estuve completamente entregado al equipo. Pero, al no ser un sentimiento firme, se me evaporó. Sólo hizo falta que un presidente del Athletic, uno bajito, no recuerdo su nombre, dijera que en Euskadi no había sitio más que para un equipo de primera división, no refiriéndose precisamente a la Real. Fui dos veces en mi vida a San Mamés, bueno, casi podría decir que tres, porque una vez vi un partido desde un ático de unos amigos frente a La Catedral. Se veía todo el campo menos una esquina de nada, aunque faltaba el sonido ambiente. Otra vez fui a la concentración del Bai Euskarari, pero ese día no había equipos ni balón. Por cierto, sí hubo un aviso de bomba que nos puso a todos muy nerviosos. Dijeron por los altavoces que era una provocación y que no íbamos a movernos, y eso hicimos. O sea que lo que se dice a ver un partido de fútbol sólo fui una vez y fue a ver a la Real con mi amigo de Bakio Lizardi que, naturalmente, era hincha del Athletic. Lo que pasó fue suficiente para quitarme las ganas de volver a pisar un lugar como ése donde uno perdía la cabeza a la menor ocasión. Era preferible mil veces ver esos espectáculos en la tele, 85


pensé. Lo cierto fue que durante el partido todo estuvo muy bien, incluso el resultado, porque hubo empate. Estábamos a punto de salir cuando un tipo situado en una zona más alta, separada de nosotros por un muro de unos dos o tres metros, no sé por qué, la tomó conmigo. Yo le respondí que en Atocha íbamos a darles para el pelo y el otro, incomprensiblemente, se puso como un loco. Empezó a insultarme, yo también, y él me amenazó con romperme la cara y todo eso. Ahí es donde tuve la convicción de que en un campo de fútbol la gente está enteramente poseída. Sin darme yo cuenta, Lizardi, que era como un perro de presa, había empezado a trepar con el objetivo de poner al otro en su sitio. Así que el individuo de arriba, viendo que corría serio peligro si dejaba subir a mi amigo, se dedicó a pisarle con todas sus fuerzas las manos. En cuanto vi de qué manera le sangraban perdí la razón y me puse a trepar yo también. Sucedió lo mejor de todo lo posible, aparecieron un par de grises blandiendo las porras y eso fue suficiente para poner fin a la batalla. Ahí acabó también mi interés por todos los campos de fútbol. Cuando el equipo ganó dos ligas seguidas, y la segunda con copa incluida, Bilbao y toda la comarca de la ría habían empezado a irse a pique a cuenta de la imparable crisis industrial. Tal vez por eso es por lo que surgió entre la gente tan enorme entusiasmo, porque el del fútbol era el único terreno en que el triunfo aún era posible. Se ganó la liga, se hizo una subida en gabarra y yo estaba fuera y no pude celebrarlo. Al año siguiente Bilbao explotó con la segunda liga y la copa juntas. Estaba recién separado de mi primera mujer, fanática total del Athletic. Ella por culpa de una gripe no podía unirse a la procesión por la ría, yo en cambio tenía un plan fantástico, ir con mis amigos en una gran embarcación. Me daba tanta pena que se quedara sin celebrar el triunfo de sus héroes que se me ocurrió disfrazarme con su ropa y parecerme a ella lo más posible. 86


Así que le pedí un vestido a rayas rojas y blancas que siempre usaba en estas ocasiones y unas medias también de rayas, como las de los futbolistas pero hasta el muslo. Con un esfuerzo enorme y teniendo que descoser alguna costura que otra me vestí todo eso, me maquillé cara, labios y ojos y me encasqueté una peluca de su madre que yo ya había utilizado en las vaquillas del puerto viejo de Algorta. Con todo aquello y bajo su paraguas rojiblanco parecía bastante más ella que yo mismo, cogí la maleta con el saxofón y me fui al muelle de las Arenas y me embarqué. Como nuestro barco iba todo el tiempo pegado a la gabarra del Athletic, mi única preocupación era que se me viera todo lo posible, o mejor dicho, que ella se viera a sí misma en la tele, pues lo transmitían en directo. Conque me coloqué en la zona más alta que pude para no pasar desapercibida. Creo que pudo calificarse lo mío como de una muy buena acción, ya que no sólo logré que ella se viera varias veces sino que incluso la llamaran diciéndole que la habían visto en la tele en lo alto de un barco. Al llegar a Bilbao yo no tenía otra ropa que ésa y andaba un poco avergonzada por mitad de la calle. Daba igual, era tal la fiebre que había en la gente que nadie me miraba por ir así, ni siquiera para pedirme baile.

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¡Que vienen los de Bilbao! Antes de instalarme en el Bocho había conocido a unos cuantos y lo cierto es que, en general, me caían bastante bien. En mi familia había dos, un tío y una tía. Ella, Mercedes Verástegui, era durísima, podía decirte la mayor burrada sin pestañear. Estaba casada con mi tío Carlos, a quien llamaban en la parte vieja Carlos Tinto. No hace falta que ahondemos en el motivo, y si dejamos de lado sus pequeños problemas a la hora de quitarse la sed diré que era una persona maravillosa. Ella, como buena bilbaína que era y manejando como manejaba algún dinerito, lo tenía completamente dominado. Mi tío Miguel, marido de mi tía Paloma, aunque nacido en Inglaterra era espiritual y espirituosamente bilbaíno. Amante de los grandes bares como el Basque, el Carlton o el Café París, en su casa había mandado hacerse dos para no sentir que le faltaba algo, un gran bar junto al salón y otro, más pequeño, en un ático con terraza desde la que veíamos las regatas y los fuegos artificiales. Cambiaba de coche casi cada año y tenía siempre dos o tres, un Bentley, un Aston Martin, un Mercedes, ese tipo de utilitarios, de manera que la gente no podía dudar de que, como mínimo, era de Bilbao. Pero su padre, Miguel Larrinaga I, había sido aún más bilbaíno. 89


Estudiando en Zaragoza se enamoró de una muchacha de extracción muy humilde, y en seguida los padres de ella, que eran de un pueblo de mala muerte, sospecharon que ese señorito quería aprovecharse de su hija. A él no le cabía en la cabeza que alguien dudara de su amor y pensó en hacer un gesto que lo dejara claro. Como era de Bilbao mandó construir un impresionante palacio modernista a las afueras de Zaragoza para que se mudaran del pueblo y vivieran allí los viejos. Pobres, murieron antes de que quedara terminado, imaginad cómo era de grande que tardaron nueve años en hacerlo. La pareja se había casado y se había ido a vivir a Liverpool, donde Miguel I tenía una naviera. Al nacer la última de los tres hijos, (Asunción, como su madre y como mi prima Asunta Larrínaga Saavedra) murió la mujer, con lo que no pudo cumplir su sueño de ir a vivir con su familia a Zaragoza. Algo fatídico había en ese Palacio de Larrínaga. Nació como demostración de amor y quedó condenado a permanecer vacío más de treinta años, hasta que lo vendieron por dos gordas, a unos curas, cómo no. En Zaragoza se lo conoce aún con un nombre muy romántico, el Palacio del Amor. A través de estas curiosas anécdotas que se contaban en mi familia me iba haciendo una idea de lo que significaba ser bilbaíno en la vida. Me parecía una cosa importante y muy a tener en cuenta. Pero había otras facetas bilbaínas más fascinantes aún que construir palacios que luego nadie usaba. Cuando mi padre se casó, llevó como testigo de boda a un amigo con un nombre de lo más bilbaíno, Camilo Hurtado de Amézaga. Era dueño de las bodegas Riscal y en los bares se sentía, lógicamente, como en su casa. Llegó a San Sebastián la víspera y se sumergió en el Bar Basque hasta altas horas de la madrugada. De ahí tuvieron que llevarlo al hotel en un estado lamentable, así que le resultó del todo imposible aparecer por la iglesia a la hora convenida. 90


El mejor amigo de mi padre y el más loco y divertido, Luis Fernando Echevarría también era bilbaíno. Solía llevar el pelo mucho más largo de lo normal y cuando vino a casa a dar el pésame por la muerte de mi abuelo apareció, además de con una melena más larga que la de mi abuela, con una camisa hawaiana y unas alpargatas de color verde botella. En ese momento pensé que ese hombre era excepcional. Luis F. era de los de la fábrica Echevarría, pero toda su familia era especial, no sólo él. Su tío Juan fue un gran pintor, amigo de Baroja, y también pintaba muy bien su hermano Fede, que vivía en Madrid y en el jardín de su casa se había hecho una pequeña plaza de toros. Otro hermano, gay reconocido, vivía con su madre, que al quedar viuda y con el fin de no atosigarse con los problemas domésticos se fue al Carlton con sus doncellas y su hijo a pasar en una suite el resto de sus días. Luis F. se casó con una mujer guapísima pero de poca alcurnia. Para evitarse líos se fue con ella unos años a París donde vivieron felices con lo que sacaban cantando y tocando la guitarra en los bares. Luego volvió y, fiel a su sangre empresarial, se dedicó a montar negocios innovadores. Uno de ellos fue el de alquiler de velomares o pedalones en la playa. Excelente idea, los usábamos gratis siempre que queríamos. La mayor alegría en verano era que nos dejaran ir a comer a casa de los Echevarría. Esa casa era un monumento a la libertad, se comía a la hora que fuera, y si hacía muy buen tiempo a lo mejor era a las cinco de la tarde y nos quedábamos hasta entonces prácticamente solos con toda la playa para nosotros y, por supuesto, con los velomares. Me acuerdo de un coche americano precioso que tenían, un Studebacker rojo, y de cómo nos metíamos en él a veces las dos familias, once en total. Como me había dado por la natación, en los campeonatos me hartaba de conocer a nadadores bilbaínos del Deportivo Bilbao, los mejores con diferencia. 91


Se les habían subido un poco las medallas a la cabeza, pero eran simpáticos y estaban siempre de buen humor. La gran figura de los de mi edad era Mincho Espinosa hijo, uno de los mejores de España. Era un pez, no tenía un solo pelo en el cuerpo y nadaba de una manera perfecta. Le miraba abobado cómo metía las manos en el agua sin levantar ni una gota, los dedos siempre muy juntos, y con qué suavidad las movía dentro y cómo cimbreaba la cintura y las piernas. Ese chico no había hecho otra cosa en su vida que nadar y eso se notaba. Había uno que siempre iba con bañador rojo y le llamaban Obispo, y su apellido era Manene y era muy bromista. Me contaron una muy buena de su padre, muy famoso y chalado. Le gustaba mucho el anís, pero el médico se lo limitó a una copita después de cenar. Todas las noches salía con su mujer a un bar cercano al Deportivo a tomarse su copa. El dueño se llamaba Aniceto y todos le llamaban Anis, y Anis le ponía su copita de anís junto a un gran vaso de agua. Su mujer no entendía que le hiciera tanto efecto el anís como para que todas las noches saliera del bar casi dando tumbos, pero un día lo probó con el dedo y comprobó que en la copa de anís había agua y el vaso entero de agua era de anís. En San Sebastián vivía un hermano del lehendakari Aguirre que era calvo y tenía un montón de hijos pequeños, todos rubios, todos iguales y, con el pelo al cero, parecían calvos como su padre. Hablaban siempre en vascuence, cosa muy rara entonces. Y estaban también los Uriarte, amigos nuestros, y sus primos los Valdés. A mí no me parecían bilbaínos, me parecían de Madrid porque vivían en unas casas estupendas en Ondarreta y eran buenísimos jugando al tenis. Sólo años más tarde, porque lo llevaban muy en privado, me enteré de que eran muy nacionalistas y que su abuela se negaba a ir a Madrid hasta que hiciera falta pasaporte, y que tuvieron años escondido en su casa a Juan Ajuriaguerra. Yo no conocí en 92


San Sebastián a otra gente así de vasca y que lo disimulase tanto. La familia Zamora era vecina de mis abuelos y su única hija, Pilartxo, tenía un novio bilbaíno que se llamaba Martín. Al venir él de Bilbao a presentarse invitaron a mis abuelos a esa cena. Era una cena espectáculo y ellos no lo sabían. Sacaron no sé qué plato de huevos duros y el tal Martín se dedicó a hacer malabarismo lanzándolos al aire como hacen los del circo con las pelotitas, y parece ser que lo hacía bastante bien. Mis abuelos sacaron la conclusión de que el novio de Pilartxo era un chalado, imaginaos hacer eso delante de su futura suegra, una mujer más tiesa que doña Urraca. Pero estoy seguro de que en Bilbao se habría dicho simplemente que Martín era un poco chirene y punto. Pilartxo Zamora me invitó una vez a comer a su casa de Bilbao y entonces me enteré de que el malabarista era hijo del conde de Aresti, uno de los más importantes de Altos Hornos. Para entonces el hombre estaba ya muy mayor y bastante ido. Esas grandes familias bilbaínas, lo mismo que la de los Echevarría, por suerte o por desgracia estaba visto que ya no eran las de antes. Me ha asaltado más de una vez a lo largo de estas páginas el deseo de hablar de cualidades de los bilbaínos y, por supuesto, de las bilbaínas, pero algo me echaba para atrás. ¿Sabéis qué? Tener que explicarlo con palabras que a saber cómo se entenderían, porque hablar de cualidades resulta siempre, aunque uno se empeñe, muy abstracto. ¿Qué es, por ejemplo, una persona natural? A mí me parecieron siempre esos bilbaínos gente muy natural, porque no se falseaban ante los demás, aparecían como lo que eran, como Josetxu Allende limpiando su ojo de cristal sin vergüenza alguna en el comedor de mi pensión. No tenían complejos y no trataban de engañar aparentando, y digo todo esto no muy seguro de que se entienda lo que quiero expresar, lo mismo que quizá me pase más adelante. 93


Me acuerdo de que una vez traje de Madrid a un amigo que tenía la manía de hablar con la cabeza inclinada hacia un lado. O no sé si era un defecto del cuello, nunca se lo pregunté. El caso es que en cuanto llegamos a Bilbao una amiga mía muy salada le dijo nada más verlo: –¿Tú cómo consigues sacar la cabeza por la ventana? Supongo que en tu casa las tendrás inclinadas con ese mismo ángulo, ¿no? Para ser sincero, no diría que eran maleducados, pero sí gente muy descarada. Encontraba a las mujeres muy atrevidas también, y te soltaban a la cara cualquier cosa. Que le preguntaran si no a mi alumno qué le pareció la reacción de su compañera al verlo desnudo. El bilbaíno era de los que siempre pensaba que todo iba a salirle bien. Se llama a eso ser optimista, pero a mí no me gusta la palabra, prefiero mil veces decir que tenían mucha seguridad en la vida, que creían en ellos mismos y se sentían capaces de cualquier cosa. Había una cierta locura en su manera de actuar, cierta precipitación incluso, de ahí la anécdota del bilbaíno que compró la motosierra y fue a reclamar porque no cortaba tanto como le habían dicho. Cuando el vendedor la arrancó para hacer la prueba con un árbol, el otro le preguntó extrañado: ¿y ese ruido? No me extraña nada que la gente que nació o se hizo en esta ciudad fuera segura y confiada. A la mayoría les fue más o menos bien, mejor que en otras partes. Durante decenas de años Vizcaya fue la provincia más rica de España y de eso se beneficiaron todos, no sólo los que se hicieron millonarios. Conocí a un tipo de Ceuta, Luis Moya, que no tenía dinero ni para el tren y se vino desde Algeciras andando y a medio camino encontró a otro que hacía lo mismo que él. Moya era duro como he visto a pocos. Fue uno de los sindicalistas mas destacados en las famosas huelgas de Laminaciones de Bandas y de Altos Hornos y acabó siendo una personalidad en el movimiento obrero. Como él vinie94


ron otros muchos, con lo puesto, como solía decirse. Durante años lo pasaron mal, vivieron en chabolas, trabajaron en minas o en las tareas más duras de las fábricas. De una manera u otra salieron adelante. No se sintieron extraños aquí porque otros compañeros les echaron una mano. En Bilbao surgió el nacionalismo y la discriminación hacia los maketos, como los llamó Sabino Arana. Pero también fue aquí donde antes cuajaron las ideas de izquierda, sindicatos y partidos que lucharon por imponer la idea de respeto a la gente sin importar de dónde viniera. Pablo Iglesias salió elegido diputado por Bilbao la Vieja y el secretario del PCE en 1924, Bullejos, era de Bilbao. En este ambiente de mineros y obreros metalúrgicos y de uniones gremiales y huelgas y cajas de resistencia y de cooperativas de viviendas y de consumo y de mutuas obreras se forjó el bilbaíno moderno, interesado por el progreso, muy solidario y con un sentido muy fuerte de lo colectivo. Sabía cómo eran de espléndidos, pero fijaos en lo que me ocurrió en el negocio de publicidad en que trabajaba con mis amigos Bittor y Josu. Yo hacía colaboraciones y ellos me sacaban las cuentas y si había dinero me lo daban al momento. Pues esa vez no estaba de acuerdo, porque no era lo que habíamos hablado, pero ellos siguieron erre que erre con lo suyo. Al final les dije: –Sabía que antes o después íbamos a terminar mal, y que nos pelearíamos por el maldito dinero. No conseguí rebajar la liquidación que me habían hecho, en la que, según mis cálculos, querían pagarme casi el doble de lo que me correspondía. Eran fanfarrones, eso nadie va a discutirlo, y a veces abusaban del dinero para pasárselo a uno por el morro. En su libro Otoño en Madrid hacia 1950 Juan Benet cuenta una reconfortante anécdota de donostiarras con bilbaínos millonarios de por medio. En aquella época de estudiantes Benet y sus amigos Machinbarrena y Martín Santos habían 95


conseguido los favores de unas señoritas de vida fácil a quienes unos ricachones bilbaínos habían puesto un piso, como entonces se decía, para tenerlas siempre a mano cada vez que venían a Madrid por negocios o de juerga. Lo que no sabían esos chimbos ilusos es que en los periodos de brazos caídos las chicas retozaban con los de San Sebastián. Los bilbaínos solían aparecer sin previo aviso a cualquier hora del día o de la noche, pero los furtivos contaban con una escalera exterior de incendios para huir por ella en cuanto alguno de ellos, o de ellas, soltaba la terrorífica amenaza: –¡Que vienen los de Bilbao! No se cuenta en el libro, no sé por qué, lo que le sucedió a Benet y que yo leí en una entrevista. En una de esas escapadas precipitadas por la escalera de incendios se dio de bruces al llegar abajo con uno de los bilbaínos, que le dijo: –¿Tanta prisa tienes, muchacho? Toma, para que cojas un taxi –y le metió en el bolsillo del abrigo un billete de cien pesetas. A pesar de tanta fortuna reciente, no eran nuevos ricos, o habían aprendido a no serlo, y se enseñaban ese difícil oficio de rico unos a otros. Bilbao era elegante en todo y no era posible creer que con tanta gente como se enriquecía en poco tiempo no hubiera más cursilería. En Bilbao no había sitio para eso. Una ciudad que era como una fábrica, una mina y un puerto, todo a la vez, no podía tolerar la falsa afectación. En esa ciudad tan dura como el hierro se practicaba también una manera de hablar muy directa, aquí la gente no se andaba con contemplaciones. Estudiaba conmigo en la Comercial un chico muy simpático que se llamaba Peru Jáuregui, y al que el estudio no le apasionaba. Le había quedado una en septiembre y tenía que aprobarla en febrero porque en esa reproducción a escala natural del penal de Alcatraz no era posible repetir curso. Estaba yo en el hall cuando justamente Peru vino a ver la nota de la convocatoria de febrero. No le 96


hizo falta acercarse al tablón de anuncios, al ir hacia él se oyó la voz de Bernaola que le preguntaba desde el segundo piso qué le había traído por ahí. –Vengo a ver las notas, padre –le contestó. –Tú aquí no tienes por qué aparecer ya para nada, ¿me oyes, Jáuregui? Tenía esa manera bilbaína de hablar incluso para darle la mala noticia de que había suspendido. Pues bueno, eso de hablar claro no sé si era muy bilbaíno o no, pero daba la impresión de que sí. También en la universidad, en una conferencia, conocí a un bilbaíno muy ilustre que era Michel Azaola, el escritor. Yo era íntimo de sus hijos, Ramón y Javier, que estudiaban conmigo. Pero ésa era una parte ínfima de la familia, pues eran nada menos que catorce hermanos. Su padre entonces trabajaba en la UNESCO y vino a hablar sobre la superpoblación del mundo y el control de la natalidad. Casi me quedo sin poder contar lo que me proponía, porque en plena charla llegó la noticia de que habían agujereado la cabeza a Kennedy y estuvieron a punto de suspender el acto. Durante un rato hubo un receso para que la gente mostrara su indignación y asombro y luego todo continuó. Al acabar, sus hijos me presentaron a su padre, y enseguida noté que era una persona simpatiquísima. Le dije que me habían dado ganas de soltar en la sala la noticia de que el que hablaba de superpoblación tenía catorce hijos, y el tío se reía. –¿Cómo puede hablarse del control de natalidad con esa trayectoria familiar? –me atreví a preguntarle. –Precisamente por eso, querido mío –me contestó–. Con tal de darles de comer yo hablo de cualquier cosa si me pagan. Mi amigo Antonio solía decirme que los bilbaínos eran gente de grandes convicciones. No estoy seguro. Me da miedo hablar de eso, me lo da la gente que cree muy fuertemente en grandes cosas y me inclino a pensar que los bilbaínos, a pesar de Unamuno, no eran una raza de místicos. Prefiero creer que 97


su gran convicción era la de que ser bilbaíno era una cosa estupenda, sin más, y ni morían ni mataban por ella sino que les servía para pasar la vida tan agradablemente. No era posible que uno quisiera a su ciudad tanto como aquí. Es increíble lo de mi amigo de Lequeitio que llevaba toda la vida en Bilbao y se había hecho más chimbo que nadie. Vivía en Santuchu en un piso interior de mala muerte con sólo una ventana con vistas sobre la ciudad. Le dije si no echaba de menos poder ver su playa de Carraspio. –Pero qué me dices, compañero, mira lo que veo desde aquí. ¡El arco de San Mamés! –me dijo, y me pareció la respuesta de un loco. Presumidos y faroles, como nadie, eso no es ningún secreto. Cuando yo vivía en la Casilla era cliente de un padre y un hijo fantásticos. El hijo se llamaba Donato y tenía una hamburguesería y su padre la frutería de al lado. Al hijo le gustaba que le llamaran Dona, pero para chincharle le llamábamos Nato. Si lo hacías al pedirle algo, te decía: –¿Nato? Pues te jodes un rato –y no te servía. El bar estaba lleno de carteles propagandísticos de los ingredientes de sus hamburguesas: huevos con los que se aclaraba la voz Maria Callas, carne de vaca de los montes de Archanda, lechuga con la que se limpiaba la sangre Julio Iglesias… Era de lo más espléndido, te bebías una caña y te volvía a llenar el vaso y no pagabas. ¿Pero qué es esto?, Dona, le dije la primera vez, y me contestó que dinero y chulería le sobraban. Una vez me la llenó por tercera vez, me miró y me dijo que no había dos sin tres. Su padre, Natín, siempre que iba a la final de Copa era de los que paraba en Burgos y en mitad de la ciudad vaciaba dos botellas de champán en un cubo y limpiaba el coche con las burbujas, que parecían jabón. Una vez vi por la mañana en la tienda cómo una clienta le preguntaba la hora. Ahora mismo te la digo, hermosa, le contestó, abrió la caja registradora, contó 98


uno a uno los billetes que había, hizo la suma y le dijo: serán como las diez o diez y cuarto. Llegados a este punto tengo que decir que de todos los bilbaínos chirenes que conocí Chino Amézaga era el campeón. Era gracioso, pero todo lo contrario de un payaso, y cuanto más en serio hablaba más gracia hacía. La mayoría de las veces él no sabía lo que tenía gracia y lo que no, y se enteraba si es que la gente se reía. Se parecía más a un loco que a la típica persona chistosa que cada vez que abre la boca prepara lo que va a decir para que resulte cómico. A Chino nunca le oyó nadie contar un chiste, eso era imposible porque él no se dedicaba al humor, no tenía ni idea de hacer ni decir cosas graciosas. Nos conocimos en una excursión al Gorbea una dura noche en la que hacía un frío del demonio y había bastante nieve arriba. Paramos a dormir en un refugio y al irnos en retirada vimos que Chino tardaba un montón en hacerse la cama. Acabó, por fin, y la verdad es que había logrado colocar cantidad de mantas. ¿Cuántas en total, Chino?, le preguntó uno, y contestó que dieciséis. –¿Pero cómo que dieciséis? –le comenté inocentemente yo, que acababa de conocerlo. –Es que no había más –me dijo impertérrito. Nos reímos y él se quedó igual, como si no nos oyera. Lo había dicho de un modo muy natural, no parecía mentir. Simplemente quería tener la seguridad de que no iba a pasar frío. En la época de Franco nos hacía carnets de identidad y de conducir falsos. No podía decirse si Chino era de derechas o de izquierdas, su padre, sí, había sido republicano y consiguió ser desterrado, pero él no siguió la estela del viejo. Me ayudaba porque era su amigo y eso para él estaba por encima de cualquier cosa. A veces le pedía también su casa de Simón Bolívar para hacer reuniones clandestinas. La primera vez me preguntó si íbamos a llevar armas, le hacía verdadera ilusión que por su casa apareciera gente con pistolas. Le defraudé al decirle 99


que era una reunión de gente normal. Le dije también que era mejor que no nos viera, pero yo tenía la completa seguridad de que Chino no iba a poder resistir la tentación de espiar a quienes se reunían tan secretamente en su propia casa. Llegó la hora convenida para marcharnos y antes de que empezáramos a salir se abrió la puerta y apareció Chino completamente desnudo y con la cara embadurnada de espuma de jabón. –¿Tiene alguien una cuchilla de afeitar? Se me han terminado y no puedo irme a la cama así –nos dijo, y aprovechó para saber quiénes habían venido a la reunión. En una ocasión yo tenía que ir a no sé qué a casa de una feminista de las duras y él pretendía acompañarme. No se lo consentí, pero tanto me insistió jurándome que no abriría la boca que cometí el error de ceder. Acabamos enseguida y yo quería abandonar cuanto antes ese lugar. Comprended que aquello era un tanque de gasolina y Chino la cerilla encendida. Pero nuestra anfitriona trató de ser agradable con nosotros y dijo que no podíamos irnos sin antes probar unas pastitas que acababa de hacer. Traté de masticar una y al ver lo durísimas que eran temí lo peor. ¿Que va a pasar ahora, cuando este hombre terrible las pruebe?, me dije. Pues no pasó nada, Chino comió un trozo y pareció no tener ningún interés en hablar de repostería. Le interesaban mucho más las incursiones de esa mujer en el mundo de la pequeña artesanía. –Oye, ¿tú hace mucho tiempo que te dedicas a la cerámica? –le preguntó mostrándole la pasta. Paco Arteta, un individuo mayor, ya jubilado cuando lo conocí, era todo lo contrario a Chino, un profesional de las tomaduras de pelo. En Bilbao se había hecho casi tan famoso como la virgen de Begoña y eso hacía que a veces lo reconocieran y le echaran la broma a perder. Por ejemplo, cuando llamó a la Escuela de Ingenieros como jefe de ventas de Saneamientos Roca reclamando el pago de una factura de más de doscientos retretes servidos ese año. Fue capaz de engatusar 100


al primero que le atendió, hasta que se puso más tarde el jefe de administración. –Son casi veinte al mes, ¿no se dan cuenta? ¿Qué hacen sus chicos con ellos para romper tantos? –le dijo Arteta con voz de preocupación, y el otro le escuchaba aturdido. La llamada llegó hasta el director, pero ahí se acabó todo porque lo identificó al momento. Una mañana leyó en el periódico que una aldeana de un caserío próximo a Bilbao prometía una gratificación al que encontrara una vaca desaparecida hacía días. No tardó nada en llamar identificándose como el dueño de un bar de la calle Anselma de Salces y diciendo que la vaca había aparecido por el barrio y la tenía en la trastienda del bar. La aldeana se presentó a media mañana y en el bar había nada más que dos o tres clientes, el dueño, y, por supuesto, el autor de la llamada apócrifa. Cuando la aldeana preguntó por la vaca, el dueño se quedó como si un extraterrestre le preguntara por señas por su platillo volante. Entonces intervino Arteta. –¿Cómo va a haber una vaca en el centro de Bilbao, no se da usted cuenta o qué? –A mi me han llamado diciendo que estaba aquí –dijo la aldeana. –Habrá sido una broma –dijo uno de los clientes. –Pues vaya una broma. ¡Hacerle bajar hasta aquí a por una vaca que no existe! ¡A quién se le ocurre una cosa así! –dijo Arteta. Era un caradura terrible. En otra ocasión un amigo y él vieron que una maceta caía de un balcón y por un pelo no le daba a un transeúnte. –¡De buena me he librado! –dijo el tipo mirando la maceta rota en el suelo y atusándose el cabello. –Pues no será por que no lo hayan intentado –le explicó Arteta, parado en mitad de la calle y haciendo todo tipo de aspavientos en dirección al balcón-. He visto cómo lo apuntaban a usted desde ahí. 101


El amigo, un tal Salinas, le decía también que habían intentado atizarle pero les había fallado la puntería. –¡No puede ser! –dijo la persona que había estado a punto de ser asesinada. El hombre se dedicaba a entregar diversos recados por las casas y había llevado a ésa, les dijo, una factura. –Pues entonces está claro –concluyó Arteta–, seguro que le han cogido a usted ojeriza sólo por eso. –¡Se van a enterar esos tíos! –dijo el recadista. –Eso es, hombre, suba y póngalos en su sitio –le dijo Arteta. Y en cuanto vieron que se dirigía donde un guardia urbano pusieron pies en polvorosa los dos amigos.

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Bilbao y ella eran una fiesta Les parecía raro el nombre, y cuando alguna vez me preguntaban por qué se llamaba así yo solía explicarles cómo sucedió todo, más o menos como voy a contarlo ahora. El año en que se hicieron las primeras fiestas de Bilbao yo era uno de los de la comisión e incluso un poco más porque formaba parte del grupo de gente que, bajo el seudónimo ‘Txomin Barullo’ (comisión de Arte y Cultura de EMK), habíamos ganado el concurso convocado por el Ayuntamiento para organizarlas. La idea fue de mi amiga Rosa Olivares; fue ella quien, un día de abril, me citó en el Pacho y me expuso el plan para que me pusiera a elaborar a toda máquina un proyecto de fiestas populares; estaba convencida de que, esta vez, el triunfo era inevitable. Y lo fue. Lo mismo que el resto de mis compañeros y compañeras puede decirse sin mentir que no viví para otra cosa durante los dos meses y medio que duró aquello. El problema era que a medida que pasaban los días no sólo se acercaba la fecha de las fiestas sino también el día en que mi hija tenía que nacer, pues habría sido un abuso intolerable por su 103


parte pretender pasarse toda la vida dentro de su madre. Estaba yo ocupadísimo con la puesta en marcha de la Aste Nagusia, pero también muy pendiente de qué sucedía con el parto, y me pasaba el día colgado del teléfono como en el film Annie Hall de Woody Allen donde un ejecutivo hiperactivo se pasaba la película telefoneando a su oficina y diciendo: “tome nota, Jane, ahora ya no estoy en el número 5678483, ahora estoy en el número 97l9387” y así una y otra vez; yo hacía lo mismo, llamando a cada instante a mi casa o adonde se encontrara en ese momento mi mujer. Parecía que en la carrera que se había iniciado la niña (o quien fuera, porque no se sabía quién venía) ganaría de todas todas a las fiestas, a las que llevaba una ventaja teórica, según su madre, de casi dos semanas. Pero iban transcurriendo los días sin que ocurriese nada y todo hacía temer que el resultado final fuera incierto. Llegó el jueves y el noventa y nueve por ciento del programa festivo estaba concretado, dieciséis comparsas listas, y Mari Puri Herrero había llamado preguntando qué hacía con Mari Jaia, que, lo mismo que mi hija, estaba presta para salir. Pues bien, ese día recibí una llamada de casa sobre unos supuestos dolores de parto que me hicieron pensar en la derrota de las fiestas, pero no fue así. No fue más que una falsa alarma. En esa carrera a la desesperada por ver quién nacía antes, las fiestas ganaron finalmente a la niña por una clara ventaja de casi dos días. A mí me daba igual, espero que se entienda que al fin y al cabo también con ellas tenía una cierta relación de paternidad. Las fiestas empezaron con la bajada frente a la basílica de Begoña el sábado 19, más o menos a las siete de la tarde, y ella, mi también queridísima hija, no nació hasta el 21 a las cinco en la clínica de Andoni Abando, el ginecólogo más cachondo de Bilbao. Ese primer día de fiestas fue uno de los más emocionantes de mi vida. La verdad es que lo que hicimos ha resultado ser una cosa muy importante para este maldito o bendito Bilbao (del que, sin saber lo que decía, juré irme en cuanto acabara la 104


carrera, y aquí sigo). Pero entonces no sospechábamos lo que iban a ser esas fiestas, ni nos importaba, lo digo sinceramente. Sólo estábamos pendientes de un objetivo: que la idea que teníamos en la cabeza acerca de lo que iba a pasar se hiciera de momento realidad, y más adelante Dios diría, tal como suele decirse. De manera que una vez que iniciamos la bajada la gran cuestión que nos inquietaba era saber cuánta gente estaría esperando en El Arenal y qué ambiente habría. Yo iba tocando con la charanga de Txomin Barullo, lo que me había liberado de hacer el ridículo bailando con todos los demás el carnaval de Lanz. Iba tocando el bombo, más y más fuerte a medida que nos íbamos acercando, Josepe Zuazo, la persona con la que yo había compartido más estrecha y entrañablemente la preparación de las fiestas y la formación de nuestra comparsa. Antes de llegar a pisar El Arenal y ver de qué manera más fantástica se había volcado Bilbao en sus fiestas recién estrenadas, ya se intuía lo que nos estaba esperando por el bullicio que nos llegaba. El último trecho era el recorrido por mitad de la calzada, como en un sprint final, desde la altura del quiosco hasta el Arriaga. Lo enfilamos en medio de un ambiente imponente y rodeados de miles y miles de personas completamente entregadas. Yo no dejaba de tocar, pero hacía un buen rato que no hacía otra cosa también que soltar lagrimas sin parar. En ese momento me importaba un huevo que alguien me viera así. Me fui para atrás, donde Josepe, y también él estaba hecho un mar de lágrimas, y lo mismo Rosa. Pero Josepe no por ello dejaba de tocar, que era lo que al fin y al cabo se nos exigía en aquellos momentos. Alguna vez me han dicho mis amigos si no me ha importado que nunca me hayan invitado a ser pregonero de las fiestas, por el protagonismo que tuve en las primeras, y hasta por el hecho casual de que me tocara escribir el primer pregón, que luego no sé ni quién leyó. Yo les digo que no, por dos razones. La más importante es que jamás me vestiría el traje de pregonero. Lo encuentro ridículo, y eso que lo diseñó mi amigo 105


Josepe, muerto hace ya casi veinte años, con sólo cuarenta. Y la otra razón es que yo ya tuve, como lo tuvo él y los demás de la comisión, ese momento máximo de gloria el primer año al llegar a El Arenal y ser recibidos de esa manera tan fantástica, aunque nadie supiera ni quiénes éramos ni lo que habíamos hecho ni se nos aplaudiera exactamente a nosotros, a quienes maldita falta hacía ser nombrados y recordados o no en ese momento, inolvidable e irrepetible por siempre jamás. Estaba visto que esa semana era de fortísimas emociones, de modo que el lunes fue el parto y de paso nació mi hija, y como yo estaba sin dormir, cansado y turbado por tanta novedad por un lado y por el otro y con los sentimientos a flor de piel, también lloré como un tonto cuando me dijeron que había nacido. Una niña, ahora una niña como regalo de estas fiestas tan atómicas, pensé, seguro que ella será así también, una mujer completamente atómica. A mí me parecía, no sé por qué, que también ella tenía que ver con las fiestas, que formaba parte de la misma historia. Y por ello se llama Jone Jaia, y por mucho que le dé vueltas y más vueltas no encuentro ninguna razón para que no se llame exactamente así.

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¡Qué cosas pasaban! Bilbao había sido una ciudad encantadora, como casi todas cuando apenas había coches. Sus calles eran tranquilas y más bien silenciosas, uno paseaba cómodamente sin agobiarse ni jugarse la vida al intentar cambiar de acera. Pero el progreso trajo dinero para todos y el dinero trajo los coches. La gente empezó a soñar con tener uno de esos simpáticos cacharros, el sueño era posible, y en unos diez o doce años todo el mundo, más o menos, lo consiguió y la ciudad cambió de arriba abajo. Decir que a peor sería mucho suponer. También los coches cambiaron. Sabemos que antes eran extranjeros, ingleses en su mayoría, grandes y oscuros. Ahora eran pequeños, de colores más bien chillones y casi todos de fabricación nacional. A propósito de esos cacharros, a mí me gustaban las motos y los descapotables y nada más, pero la mayoría de mis compañeros soñaban con acabar la carrera para comprarse un Seiscientos. Inmediatamente después se echaban una novia y para celebrarlo iba la parejita a la Comercial y la novia era presentada al padre Bernaola, conocido indistintamente con los simpáticos apodos de el Jefe o el Führer. Meses después, en la pequeña capilla de la Comercial, cuartel, escuela, hogar, y, 107


como vemos, también santuario, en una sencilla ceremonia la pareja era declarada por la autoridad militar y religiosa de esa plaza marido y mujer. Tras ello, los afortunados continuaban la búsqueda de la felicidad por un nuevo camino previamente allanado por Bernaola, que solía ofrecer como regalo de bodas al novio un empleo en el Banco de Bilbao o de Vizcaya o en Iberduero. Todos querían un coche, sí, pero unos lo necesitaban mucho más que otros. No poder conducir uno llevaba a un chico vecino mío por la calle de la amargura, pero es que al ser completamente cegato no le daban el carnet. Sus gafas eran tan gruesas como los faros de un coche y por eso lo llamábamos Semáforo. No se resignaba, y en cuanto tenía ocasión robaba uno y se daba una vuelta con él hasta dejarle el tanque seco. A menudo la policía localizaba a Semáforo, gran conocido de ellos, conduciendo un coche robado y lo detenía. Al ser reincidente, cada dos por tres ingresaba en Basauri. Menos mal que el capellán de la cárcel, amigo de la familia y sobre todo muy íntimo de su hermana, solía interceder y enseguida lo ponían en la calle. Sus padres se desesperaban, ellos le comprarían un auto, decían, aunque fuera uno viejo, pero, Dios mío, ¿con todas esas dioptrías? A Semáforo le era imposible ver un coche a su alcance y no robarlo. Como era tan cegato, una vez llegó a llevarse uno del 091 que tenía las llaves puestas. Se dio cuenta de su error al arrancarlo y sonar la sirena. Los polis, que estaban en un bar próximo, también, y esa vez lo tuvieron más tiempo encerrado, casi dos meses, pobre Semáforo. Cuando Bilbao se llenó de coches intentaron arreglar el caos construyendo parkings, pero antes señalaron las zonas OTA para los residentes. Yo vivía en la calle Diputación y había comprado un Seiscientos de segunda mano y tenía derecho a aparcarlo debajo de mi casa. No sé qué había en ese pequeño coche para que me lo robasen con tanta familiaridad. La primera vez me di cuenta al bajar a por él por la mañana, llamé a la poli y me dijeron que estaba retirado por mal aparcamiento. 108


No puede ser, les dije, soy residente. Pero el coche había aparecido en otra zona. Lo habrían robado por la noche y lo dejarían por ahí, no podía haber otra razón. Decían que tenía que haber denunciado el robo antes de que ellos lo retiraran. Pero ¿cómo? ¡Si a las nueve y media mi coche ya había sido secuestrado por la grúa! Ellos, los muy canallas, se reían y acabaron volviéndome loco. Tuve que pagar. Me ocurrió lo mismo sólo una o dos semanas más tarde. Lo robaron y di el aviso cuando ya lo habían retirado por mal aparcamiento. Pero para entonces ya conocían mi caso y yo confiaba en que mi palabra fuera suficiente. No lo fue. Soy abogado, ¿sabe usted?, conozco la diferencia entre la ley y la justicia, reclamaré donde sea pero no pago, les dije. Pues si no paga, no se lo lleva, ¿qué le parece eso?, contestaron malvadamente. Me enfurecí tanto con ellos que el sargento quiso denunciarme por desacato. Lo robaron por tercera vez. Me fui al muelle de Ripa a por él y al verlo, ¡tate!, descubrí que estaba lleno de juguetes. Se conoce que habían dado con él un palo en una juguetería y, por lo que fuera, habían abandonado el botín. Hice números, valían más los juguetes robados que lo que me iban a robar los municipales. Así que me callé, pagué, y me fui con todos esos estupendos regalos donde mis sobrinos. Hubo aún una cuarta, todo ello en unos dos meses, y ese día, como vamos a ver, se pulverizaron todos los récords. Al no conseguir clemencia alguna intenté una entrevista con el jefe de los guardias para, aún a riesgo de dejarlo llorando, contarle mi drama personal. Me recibió un subalterno al que dejé tan hecho polvo con mi caso que me mandó al juzgado. Allí hice no sé qué declaración, fui con ella a Ripa y ¡me dejaron sacar el coche sin pagar! La justicia había triunfado por fin en Bilbao. Ojo, eso fue por la mañana, después de comer fui en coche a la oficina de unos amigos en la zona de la Casilla y al volver a buscarlo había desaparecido. 109


¿Qué me estaba pasando? ¿Qué horror de ciudad me había acogido traidoramente entre los suyos? Había puesto equivocadamente un ticket de otra zona y la grúa me lo llevó, era ése el motivo. Expliqué mi lapsus, me negué rotundamente a pagar, y no conseguí nada. Acabé escribiendo una carta al alcalde Robles, de la que mandé una copia a los periódicos. Le contaba en ella todos mis recientes avatares como usuario de la OTA y de qué manera más inclemente sus sicarios habían castigado mi reciente descuido. Por último, no pudiendo ya más, le exigía su intervención. De lo contrario, finalizaba así, me arrojaría por la ventana del sexto piso en que vivía. No contestó, y la carta salió en el periódico. No sabía el alcalde que la ventana de mi casa, por la que prometía arrojarme, había servido al anterior inquilino para besar el suelo del patio desde ella, seguramente por problemas menos graves que los míos con los tiparracos de la OTA. Hay el acuerdo de que esos años fueron de lo más duros. Debido a la droga más que a la crisis, hubo una época en que en Bilbao estaban los delincuentes desatados. Una muestra: una vez iba a media tarde tan tranquilo en mi coche por la calle Henao y me pasó uno haciendo el idiota y poniéndome en peligro y yo le llamé, creo, cabrón. Llegamos a un semáforo, paró su coche junto al mío y vino hacia mí. Era verano y yo iba con la ventanilla abierta. Me puso un estilete en la garganta y aunque yo sabía de casos de ésos en que el otro llegaba a matarte, mi ángel de la guardia me dio fuerzas para decirle en tono chuleta: –¡Anda tío, quítame eso de encima y lárgate! A todo esto, fue como si lo hubiera dicho otro, no yo. Él espadachín se largó después de la exhibición de esgrima y desapareció con su coche. Yo no podía arrancar, me había quedado fuera de combate. Fue tan gordo el susto, que temblaba de pies a cabeza. Me di cuenta entonces de que a veces el miedo llega, por suerte, con efecto retardado. 110


Intentaron robarnos varias veces en casa. En una de ellas se llevaron cantidad de cosas. En otra, mi mujer oyó al caco cuando andaba en la cerradura. Después de decirle que estaba preparada para matarlo con un cuchillo, el ladrón intentó entrar por la claraboya del tejado, y esta vez ella le dijo que la poli estaba en camino y lo asustó. Mi mujer tenía mala suerte, también la atacaron en plena calle, lo mismo que a otras amigas y amigos nuestros. Sin embargo, nos habíamos pasado meses antes de eso sin cerradura, con la puerta sujeta con una cuerda, y los vecinos nos decían que estábamos locos. Pero fue en el piso de abajo donde entraron, no en el nuestro, y les limpiaron un poco la casa. ¿Más desgracias? Una vez oímos cómo mataban a dos personas. Desde entonces llamamos al tío que disparó, y al que tuvimos ocasión de conocer, el asesino de Barrencalle. Estábamos comiendo Bittor, mi mujer y yo donde Iñaki el del bar Cantábrico y oímos pum, pum, un rato de silencio, y otra vez pum. La poli no solía entrar entonces en el Casco Viejo, y nos extrañó. Oímos luego que era una pelea por un asunto de drogas, salimos a la calle a ver qué pasaba y una señora que andaba por ahí muy asustada nos dijo que habían matado a dos personas en Barrencalle. Pues allá nos fuimos, y vimos cómo venía un tío por mitad de la calzada con una escopeta y un poncho. Parecía sudamericano, aunque a lo mejor quería ser como Clint Eastwood, no había manera de saberlo. Al pasar por delante de la taberna de Txomin Barullo estaba en la puerta un camarero, Juan el mallorquín, que no debía saber nada de nada. Era muy chuleta, y al ver al otro con esa pinta no pudo callarse. –¿Qué, no crees que es un poco pronto para el Carnaval? –le dijo. El del poncho, a pesar de que iba de escapada, se paró. –Acabo de matar a dos –le dijo–. A ver si vas a ser tú el tercero, gracioso de mierda. 111


O sea que ése era el asesino de Barrencalle, ya podíamos contar a todo el mundo que nos habíamos tropezado con él. Hasta ese periodo en que la gente se disparó mucho con la heroína daba gusto vivir en Bilbao por lo tranquilo que era. Más tarde, tras esos años de tanto susto, la ciudad volvió recobrar, robo más o robo menos, la calma de antes. Era también encantador ver cómo continuamente subían y bajaban los barcos por la ría. Hubo, sin embargo, tres o cuatro días en que en el puerto no entró ni salió ningún barco nuevo. Como nadie se enteró, mejor será que siga sin saberse. No se debió a una huelga sino a un problema informativo, y me lo contó mi mujer, que trabajaba en TVE. En la tele el periodista encargado del asunto, para no fatigarse en exceso, tomaba la información de entrada y salida de buques del diario de la tarde Hierro. Pero cambiaron de persona en el Hierro y la que llegó nueva decidió a su vez obtener esa información de la tele, sin saber que así copiaba a uno que también copiaba. Pasaron varios días copiándose uno a otro y el otro al uno, con lo que, lógicamente, todos los días entraron y salieron los mismos barcos sin que ellos se dieran cuenta, ni, menos aún, sus tripulantes. Otra cuestión es llegar a entender cómo pudo vivirse tanto tiempo en Bilbao y alrededores sin puentes. Digamos que los puentes son como el metro, y eso es tan importante para una gran ciudad que uno no imagina que hayan podido existir Madrid o París o Londres sin él. Aquí por lo menos teníamos los botes, por muy húmedos que fueran, para cruzar la ría. Pero, con todo, se vio que no eran suficientes y que ya estaba bien de paraguas a bordo y de catarros, y se proyectaron nuevos puentes. El de Róntegui era incomprensiblemente alto (tiene 45 metros de altura en bajamar). Se les ocurrió hacerlo así sin tener en cuenta que nos venía encima la crisis del sector naval, con lo que desapareció Euskalduna de un plumazo. O sea que nunca llegó a pasar bajo ese puente un barco grande, fue un despilfarro lo que encargaron al 112


gran ingeniero Torroja, padre de Ana la cantante del grupo Mecano. Aunque más curioso aún es saber que antes que puente fue monumento. Había puente, pero no conexiones por carretera, ni a un lado ni al otro. Durante seis años no podías llegar al puente, y para el caso de no llegar no podías no salir tampoco de ninguna forma. Era un objeto aislado de todo allá arriba, de un tamaño impresionante, y no servía para nada. La gente decía que era un monumento al puente y se sentía muy contenta porque así Bilbao contaba durante esos años con la mayor escultura del mundo. Más o menos por la misma época se proyectó el de La Salve, llamado de los Príncipes de España, aunque nadie en Bilbao lo sepa. No era tan alto, 25 metros, pero para los peatones, aunque hubiera ascensores, excesivo. Era divertido si te tomabas deportivamente el hecho absurdo de trepar por las escaleras e ir descubriendo la ría y Bilbao. La primera vez que subí tuve un enorme vértigo y al llegar arriba y asomarme pensé que era un lugar magnífico para quien tuviera el capricho de suicidarse. Un día me bajó en coche de la universidad una compañera que al enfilar la ría me contó cómo una amiga suya acababa de utilizarlo para viajar al otro barrio, me lo dijo así mismo. Vaya, pensé, no estaba yo equivocado. Luego hubo más casos, no llevo la cuenta. El más famoso fue el de Viñaspre. Llegó a ser un personaje en Bilbao y fue muy triste que muriera así. Viñaspre era un apóstol urbano que disfrutaba protestando. Siendo interventor de los trenes de la margen derecha se empeñaba en llevar una pegatina antinuclear en su uniforme y lo pusieron de patitas en la calle. En el paro, se radicalizó hasta convertirse casi en un perturbado. No andaba bien, deambulaba por la ciudad agitándola con sus pancartas y sus proclamas contra la OTAN, el gobierno, la energía nuclear, el nacionalismo, ETA. Había sido comunista, ahora sus ideas iban mucho más lejos y era un profeta del cambio total. Por su aspecto, lo era. Esquelético, el pelo revuelto, la cara afilada, moviéndose como un felino, agitando pancartas y gritando 113


cuanto le era posible, el público lo escuchaba alucinado en medio de la calle. Su lugar preferido era la acera del palacio de la Diputación, ahí era posible verlo casi todos los mediodías. Si llovía, se defendía del agua con un enorme paraguas, que con tiempo seco usaba como puntero y como espada. Un día, un ciudadano indignado al oir a Viñaspre acusar al PNV de pastelear con ETA, lo denunció. No se daba cuenta el pobre bobo de que Viñaspre era nada más que un poeta. Al cabo de un tiempo llamaron al bardo al juzgado para imponerle una multa de dos mil pesetas, que nunca pagó. Tres días más tarde su cuerpo aparecía destrozado contra el suelo al pie de las escaleras del gran puente de La Salve. Al saltar valientemente al vacío ni siquiera se deshizo de una de sus pancartas, que yacía junto a él y era como el arma que acompaña al soldado muerto en combate.

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Los años más duros Cuando la crisis industrial se extendió, adueñándose de toda la comarca, la ciudad se fue apagando sin remedio como un árbol de navidad al que se le van fundiendo las bombillas. Una fábrica tras otra cerraba y la gente estaba cada vez más asustada. No fue sólo la solidaridad con los obreros lo que hizo que la gente se estremeciese al ver a los operarios en la calle. Fue también el sentimiento de pertenencia a una ciudad y a un país que se hundían. Cada fábrica que cerraba era una pieza del sistema que dejaba de funcionar. ¿Adónde vamos a ir a parar?, se preguntaba la gente, aterrorizada por lo inservible que resultaba lo que hasta ahora nos había dado a todos de comer. Por eso también cuando se hizo la gran manifestación de apoyo a Euskalduna no dejaron de ponerse a la cabeza todas las autoridades, lehendakari incluido. Nosotros, me refiero a mis amigos músicos y yo, también quisimos arrimar el hombro a esta causa. Nos llamaron de una fábrica para que con nuestros cantos les alegráramos el mal trago que les estaba tocando pasar. Estaban a punto de echar la persiana, los obreros no se resignaban a perderlo todo y se encerraron. 115


La fábrica en cuestión era la Fundición Aurrera de Sestao, contigua al astillero La Naval. Yo tocaba en un grupo folk, Oskorri, y nos llamaron para actuar un sábado por la noche. ¿Un sábado a la noche un serial de música vasca en una fábrica en crisis de la margen izquierda, estamos oyendo bien? Sí, se hacían esas cosas en aquellos años duros, o al menos se intentaban. Por la razón que fuera, a la hora de ir éramos sólo tres, y nos dijeron que no lleváramos tampoco equipo de sonido, que no hacía falta tanto lío. De modo que aparecimos con dos guitarras en sus fundas, mi flauta travesera y el saxo. Parecíamos un trío de canción sudamericana, pero seguimos adelante, por la clase obrera, por la patria vasca. –¿Y vosotros adónde vais, payasos? –nos preguntó un obrero nada más poner el pie en la fábrica. Si lo que pretendía era hacernos desear nuestra camita caliente no pudo hacerlo mejor. Hacía una noche de lo más larga y negra y al llegar a la fábrica seguía todo casi igual de oscuro porque apenas había luces. Ofrecía un aspecto lamentable, yo no entendía de fábricas pero no parecía que eso pudiera echar a andar nunca. Se veían instalaciones antiguas, ruinosas, con aspecto de decadencia total. Olía muy raro, también recuerdo eso. Así se encontraban cantidad de fábricas más, no se habían renovado y estaban que se caían. Vino a recibirnos uno de los del comité de fábrica, Paco Vega. Iba vestido con un buzo y todos los demás, aunque no trabajaban, ese uniforme los convertía en obreros de verdad. Un obrero era mucho más obrero, pensé, con el buzo puesto. Paco estaba nervioso, se conoce que tenía otros asuntos más graves en la cabeza. Esperad un poco, ¿queréis?, nos dijo, y nos pusimos a mirar por aquí y por allá, pero sin movernos mucho de donde estábamos. Nos daba vergüenza y poco a poco empezamos a sentirnos ridículos y a maldecir por haber aceptado venir. A esas horas, con esa oscuridad y esa enorme tristeza que había en esa fábrica que casi parecía abandonada, 116


¿cómo íbamos a ponernos a cantar? Cuando Paco acabó por decirnos que no se tocaba, nos dio en realidad la mejor noticia y nos fuimos para casa. Eran las doce de la noche y los obreros seguían pululando por la fábrica, no se sabe qué hacían, pero veías a gente que se movía en medio de la oscuridad de un lado para otro, todos con sus buzos grises y los brazos caídos de desesperación. Me fui contento, había entrado hasta las mismas entrañas de una fábrica en lucha.

Segadores urbanos Un día oímos en la radio por la mañana temprano que la ría había derribado varios puentes en Bilbao y que eso daba una idea del terrible caos en que estaba sumida la ciudad. Estábamos en Ea mi mujer y yo con mis hijos y nos vinimos volando y comprobamos que, aunque se había exagerado como siempre pasa, la ría las había hecho gordas. Bilbao parecía un cementerio, lo recuerdo oscuro y vacío, y con todo cerrado parecía como si estuviéramos en guerra. Al día siguiente bajamos a limpiar el Casco Viejo, nos dieron una pala y unas botas de agua y ya no las soltamos en toda la semana. Había una capa de lodo de más de un metro en algunos sitios y dentro del lodo te encontrabas de todo. Unos descubrieron el cadáver del mendigo Madriles, que se había ahogado al quedarse encerrado en el bar donde solía dormir. Nos decían que tuviéramos mucho cuidado y nos pusiéramos guantes para coger cualquier cosa, y que ni se nos ocurriera comer ni beber nada de lo de allí. La verdad es que la gente que trabajaba en sanidad estaba encantada con esa calamidad, todo el día diciendo lo que debía hacerse y lo que no, nunca se habrían sentido tan importantes. Al principio, todo nos daba un asco enorme. ¿Qué decir del olor tan repugnante que emanaba del lodo en las zonas en las que había montones de comida pudriéndose? Se te hacía un 117


nudo en el estómago. Por culpa de ese olor pasé mi primera mañana de salvador de Bilbao casi con arcadas. Pero fue cuestión de un día y enseguida nos acostumbramos. Hacía mucho calor y la sed apretaba a toda hora con ese trabajo tan duro. ¡Como para no beber los refrescos que uno encontraba por ahí! También nosotros, los voluntarios, nos sentíamos importantes, estábamos salvando la civilización occidental. Los que dirigían a las patrullas y planificaban el trabajo y distribuían el material, ésos ya ni os cuento. Parecían estar al frente de un soviet, qué insoportables se volvieron. El día en que limpiamos la Plaza Nueva fue magnífico desde todos los puntos de vista. Nos juntamos por la mañana un montón de gente en una fila muy larga de lado a lado por el lado del restaurante Víctor, y yo estaba con mi mujer y con Santos y Marina y con Javi Villanueva. Éramos unas cien personas, cada una con nuestra pala, algunas con mascarilla en la cara, otras no, nadie te obligaba a ello. Nos dedicamos a quitar el barro, que tendría medio metro de altura, avanzando como había visto yo de niño que avanzaban las cuadrillas de segadores. Era ésa la imagen que dábamos, por la fila que formábamos, por el sol cegador y el calor y porque muchos llevábamos, como ellos, sombreros de paja y pañuelos anudados en la cabeza. ¿Os imagináis esa escena en plena ciudad? Mi amigo Javi sabía qué era el campo, y nos enseñó a apoyar un pie sobre la pala y las manos sobre la rodilla para descansar. También nos dijo que en su pueblo (Peralta) muchos fumaban nada más que para tener una disculpa para parar un rato. El trabajo con la pala era durísimo pero la gente tenía una especie de fe que la hacía aguantar y aguantar, una hora y otra y un día y otro. Ese día acabamos con todo el barro de la plaza justamente al morir la tarde. ¡Qué atardecer más emocionante nos esperaba cuando paramos y el tiempo refrescó y nos bebimos todas las cervezas que nos dio la gana viendo el trabajo que habíamos sido capaces de hacer! 118


Solían fijar una hora para parar a comer y todo el mundo la respetaba. Había un régimen casi militar, a los responsables les encantaba que todo recordara la manera de actuar en una ciudad sitiada. Uno de esos días al llegar la hora me faltaban nada más que cinco minutos para limpiar una zona y me quedé solo a terminarla. Estaba en medio de la plaza de los Santos Juanes cuando vi a una persona mayor que venía sola por la calle de la Cruz, andando deprisa con unas katiuskas verdes. Me fijé en su cara y no tuve ninguna duda, era el peneuvista Arzalluz . En toda la calle estábamos nada más que él y yo, pero él hacía como que no me veía. No sé si me conocía y por eso no quería saber nada conmigo. El caso es que yo no podía reprimir el deseo de decirle algo, era el momento, nunca más en la vida iba a estar cara a cara con él en una situación así, uno frente a otro en la más absoluta soledad. –¡Arzalluz! –le grité, haciendo como si yo fuera el peón y él el terrateniente– Espero que no digas que los rojos no servimos para nada. Se detuvo y me miró mientras preparaba la respuesta. –Eso es –me dijo–, a ver si entre unos y otros levantamos este país. Él era de los unos y yo era de los otros, naturalmente. Que se sepa que admiraba su habilidad como político, pero esta vez se había pasado. Había conseguido dar toda la impresión de que él, nada más que por llevar esas botitas verdes, estaba haciendo tanto o más que yo para expulsar ese maldito barro de las calles.

La batalla de Euskalduna Yo había empezado hacía dos o tres años a dar clases en la universidad y con uno de mis Seiscientos (tuve tres seguidos) subía cada mañana temprano a Lejona. El camino lógico para tomar la carretera de Enekuri me llevaba a atravesar el puente 119


de Deusto y estoy hablando de lo que a la sazón era el gran campo de operaciones de los obreros en huelga de Euskalduna. Allí experimentaban todo tipo de números para llamar la atención y dejar claro que resistirían hasta el final. Los dos grandes instrumentos de esos señores tan fieros eran los tiragomas y las barricadas. Los tiragomas se empleaban contra las llamadas fuerzas del orden y eran unos enormes artefactos de acero de fabricación euskalduna con los que ellos podían arrojar cualquier cosa a enorme distancia. A través de la imagen del tiragomas, que fue su emblema, varios carteles inmortalizaron ese conflicto. Normalmente lanzaban bolas de acero, lo cual los hacía temibles a los ojos de los policías nacionales que traían de no se sabe dónde con pañuelos de colores en el cuello. Las barricadas eran el medio para incordiar a la población, sí, ya sabíamos todos que con la mejor voluntad, pero su asunto era incordiarnos todo lo posible. Tenía un conocido y compañero de partido entre esos obreros, era muy alto y lo llamábamos el Chopo. Toda la vida fue un notable luchador en el astillero y al endurecerse las acciones él no dejó de dar la cara. De manera que cuando yo iba con mi pequeño coche camino del trabajo y veía de lejos al Chopo Cortázar ya sabía lo que me esperaba, ese día tocaba llegar tarde a clase. Alguna vez llegó a ser él quien me mandó parar, como un guardia municipal. ¡Cómo te atreves a dejar a más de cien personas sin mis lecciones!, le dije un día fingiendo indignación. Era increíble lo rápido que lo hacían todo, se plantaban en un plis plas en mitad de la carretera, colocaban los neumáticos y los prendían fuego. Se notaba que ensayaban mucho. Pues sí, el primer premio en resistencia obrera con accésit especial para la defensa del puesto de trabajo fue con toda justicia para ellos. Las hogueras que lograban hacer eran literalmente infernales y servían para que la situación del tráfico en toda la ciudad se convirtiera en pocos minutos en un caos. Levantaban una altísima fumata de humo negro, muy útil 120


para anunciar a distancia a cualquier conductor de Bilbao y alrededores por dónde no tenía que intentar el paso. Cuando había niebla la humareda servía también para que los pilotos localizaran media hora antes la posición del aeropuerto de Sondica. El evento empezó a conocerse en todo Bilbao con el cinematográfico nombre de la Batalla de Euskalduna y duró varios meses. ¿Pero no hay manera de que la policía meta mano a esos putos vándalos?, se preguntaba mucha gente. No la había. Había intereses en que no se creara un conflicto aún mayor, se trataba del último suspiro de rebeldía obrera en esta tierra. Más aún, sabemos ahora que aquello fue el punto final a toda una era, la señal de que al viejo Bilbao le había llegado la hora.

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Bollos de mantequilla, pasteles de arroz, baldosas, sirenas, sardineras, ‘azulitos’, degustaciones, ferreterías… Bilbao era diferente en cantidad de cosas. Aquí cuando uno pisaba el suelo estaba pisando con toda seguridad suelo de Bilbao y no otro. No ocurría, que yo supiera, en otras ciudades. Bilbao estaba formado por calles, calles por todas partes, porque en aquellos años los jardines brillaban por su ausencia. ¿Para qué más hierba con el Pagasarri a un paso y Bilbao rodeado de verde por delante y por detrás? Pues bien, el suelo de esas calles bilbaínas era bilbaíno, era de unas baldosas que el Ayuntamiento diseñó y mandó construir en exclusiva para la ciudad. Tenían un dibujo de cinco círculos grises sobre nueve cuadrados, para que uno nunca pisara sobre el agua, y eran de hormigón con una pizca de hierro. Así el pie no resbalaba. La llamaban, y la llaman, la baldosa Bilbao. Si ibas por la mañana por la calle era muy probable que vieras una especie de café siempre pequeño y sencillo y lleno de mujeres. Casi en cada esquina otro más, y así por toda la ciudad. Mujeres que se tomaban un cafecito y, como mucho, un bollo o un pastel. Ellas, que entonces apenas trabajaban fuera de casa, cogían allí fuerzas antes de empezar con la limpieza y la comida. Y charlaban con las amigas un buen rato y se enteraban de cosas. Habían dejado a los niños en el colegio y seguramente venían con la compra ya hecha. Aquello era una degustación, se llamaba con ese nombre tan pintoresco. Coloquialmente, la degus. 123


Las cerveceras, otro invento chimbo. Alguien me dirá: cervecerías las ha habido en todas partes, menudo descubrimiento. Pero no hablo de ellas sino de cerveceras, ojo a esa diferencia. Ya lo he comentado, eran locales al aire libre (en un lugar tan lluvioso tiene más mérito, aunque solían tener zonas cubiertas) Y además de la cerveza se tomaban ricos pollos asados. ¿Y no vamos a hablar de los bollos de mantequilla? Pues claro que sí, porque para muchos fue la más importante aportación que Bilbao hizo al mundo. Este notable invento bochero no era más un bollo suizo partido por la mitad y relleno de una mantequilla muy ligera mezclada con nata montada. Un taxista de Barcelona, que había sido camarero en los coches cama de los trenes, en cuanto me oyó la palabra Bilbao me habló de ellos. Cuando hacían el recorrido Barcelona-Bilbao, me dijo, compraban cada madrugada decenas de esos bollos en una pastelería del Bocho. No podía faltar una cosa tan rica en el desayuno de sus clientes, lo mismo vascos que catalanes. Era también muy bilbaíno el pastel de arroz. Al principio no me hacía gracia, demasiada novedad pastelera para mí, que no soy goloso. Luego me ha ido gustando más y más. Eran famosos los de la pastelería (o confitería) Santiaguito de la calle Correo. Sólo con fijarte en la forma de vestir de la gente, me refiero a la gente elegante, sabías que estabas en Bilbao, dónde si no. Si la comparaba con la de Donostia, diría: Bilbao era mucho más clásico y conservador, pero mucho más pera. La gente gastaba un dineral en vestir, pero ¿había algo especial que marcaba de dónde eran? Yo pienso que sí, diré cómo recuerdo los prototipos. El de bilbaína de diario, con falda escocesa y un jersey y una chaqueta de punto, lo que se llamaba un conjunto. En la cabeza pañuelo de seda natural, y mejor aún si era de Hermès. A mi amigo Iñaki le parecía que esa costumbre del pañuelo era como la del velo de las mujeres musulmanas. Cuando no lo llevaban en la cabeza lo anudaban en el bolso, un detalle de lo más chic. Los hombres usaban ropa oscura y 124


a ellos les iba el azul. Lo más característico cuando no llevaban traje era el pantalón gris y la chaqueta azul marino. La gente de más edad, cruzada, lo que llamaban un blazier. Yendo así, un poco de sport, calzaban mocasines americanos. Bilbao tenía su propio sonido. En las ciudades entonces se oían cada vez menos voces y más el ruido de vehículos y bocinas, y restos de campanadas de iglesia de la vieja época. Pero en Bilbao se oían también las sirenas de los barcos llamando al puente, que no cesaban ni siquiera de noche, y el run-run de los motores marinos si uno vivía cerca de la ría, y el ruido de fondo de talleres y pequeñas fábricas, incesante también. Muy de vez en cuando, sin fallar nunca, dos grandes sirenas se imponían a uno y otro lado de la ciudad a todos los demás sonidos. Al este era el cuerno de Euskalduna, así llamaban los trabajadores del astillero a la sirena que marcaba el inicio y el fin de los turnos de trabajo. Al oeste, con un sonido diferente que yo ahora no puedo distinguir en el recuerdo, la de la fábrica de Echevarría. Esos aullidos que nunca acababan producían en mí, y creo que en todos cuantos los oíamos, un efecto contradictorio. Eran una señal de actividad y de vida, porque la vida de Bilbao estaba ligada a la vida de sus fábricas, y estas sirenas eran latidos de algo que estaba en marcha y transmitían entusiasmo. Pero al mismo tiempo era ésa una señal trágica, de esclavitud y sufrimiento para miles de personas que limitaban su vida a poco más que su trabajo. Por eso el sonido de las sirenas era triste, era la alarma ante una cierta fatalidad, como las sirenas de las guerras que no conocimos y de las que nos hablaron nuestros padres y que avisaban de la llegada de los aviones con su carga mortífera. Una vez vi en la calle Licenciado Poza a unas mujeres vendiendo sardinas. Iban tan elegantemente vestidas de sardineras que era como para hacerles una fotografía para una postal con el Puente Colgante al fondo. Yo creí que sería una fecha especial ésa al verlas tan elegantes, pero no, supe que era la ropa que utilizaban siempre para vender el pescado en 125


el Bocho. Solían moverse así por todo el centro de la ciudad. Las sardineras, o las pescateras, así las llamaban. Voceaban el producto y cantaban, eso era lo más gracioso. Entonar a pleno pulmón Desde Santurce a Bilbao, lo mismo que Tonetti, cuando hacía en el circo su show más famoso. Pensé que eso sólo era posible en una ciudad como Bilbao. En una ciudad costera no tendría sentido. Hacerlo en San Sebastián, por ejemplo, sería como disfrazarse de esquimal en Alaska. Tampoco más al interior, en Vitoria o Pamplona. ¿Quién iba a irse hasta allá con la cesta y las sardinas? No podía creerlo, cuando en Bilbao vi por primera vez una banda de cartón me quedé como si hubiera visto un coche con ruedas de goitibera, y sentí una enorme vergüenza por aquella pobre gente. Creo que ya no queda ninguna banda de ésas, mucho mejor así. Tocaban, o hacían que tocaban, falsos instrumentos de cartón acoplados a esa boquilla que llaman turuta. Hacían el ruido con la voz, mientras un cosquilleo muy desagradable les torturaba el paladar, y lo sé porque una vez hice la prueba. Lo que me llamaba la atención era que fueran tan mayores los músicos. Si hubieran sido niños, me habría parecido hasta gracioso. ¡Pero aquellos hombres tan enormes! La verdad es que el ruido que hacían era mínimo y en medio de toda la algarabía de la fiesta casi ni se les oía. Pero no creamos que les importaba, ellos se tomaban muy en serio su papel, como si fueran una verdadera banda de música, con director y todo, eso era lo ridículo. Y todavía más ridículo era que estuvieran tan uniformados, con sus trajes multicolores y formados en filas por la calle. Ese espectáculo tan pobretón me parecía una humillación sin ningún sentido para una orgullosa ciudad como ésta. Con tanto dinero como había no era de recibo recurrir a ese simulacro para contar con un poco de música. Que se dieran una vuelta por ahí, por Guipuzcoa, por ejemplo. O por Iparralde. Menudas fanfarrias había ya entonces en el País Vasco francés. Solía venir a Donostia una 126


de Bayona que era explosiva. Tocaba el bombo un individuo enorme, al que habían tenido que hacer el instrumento a la medida, gigantesco también. Arriba tenía colocada una plataforma y en ella iba sentado una chica diminuta que era la que tocaba los platillos, y era como un muñeca de feria. Si mal no recuerdo, una cosa de las que más sorprendían eran las añas, las más estrafalarias del mundo, y encima había cantidad, la mayoría más bien gordas. Ni siquiera en Madrid, con lo grande que era, había tantas, ni mucho menos de ese tamaño. Las añas eran una institución en la Villa, se tenía a gala que fueran las más elegantes y diferentes a todas. En ningún lugar había esas ropas y esos complementos como en Bilbao. ¿Para qué todos esos delantales y esas cofias o como se llamasen y esas agujas para los moños y esos zapatones?, te preguntabas. Pero eso ya es otro cantar. Para olor inconfundible en Bilbao, el de la ría. Oí decir al biólogo Antton Azkona que ese desagüe inmundo debía mantener un determinado nivel de residuos químicos y orgánicos y que la justeza de la mezcla era lo que daba el equilibrio y ese olor tan característico. No era tan fétido como nuestro Urumea, ni apestaba a química, lo esperable de una ría tan industrial. Era un olor bastardo, el inconfundible olor a Bilbao que recordaremos siempre. Se intensificaba, por supuesto, cuando uno iba acercándose al agua, por llamar de alguna forma a esa masa líquida. Con altas temperaturas y bajamares muy vivas era insoportable, pero fuera de esas ocasiones la ría no podía decirse que hediera. Aunque, cuidado, eran los residuos químicos los que se encargaban de anular el efecto de los componentes orgánicos, por lo que sería terrible que las industrias dejaran de repente de verter sus inmundicias. No habría manera de aguantar a cuenta de todas las cochinas alcantarillas de la ciudad. ¿Y si éstas quedaran anuladas, qué? Peor todavía, los agresivos agentes químicos no tendrían con quién pelearse en el agua y mantendrían intacta su fuerza, con lo que la ría podría llegar a devorarse a la ciudad entera a 127


base de ir disolviéndola como si fuera un chupa-chup. Había empezado a ocurrir ya en zonas muy industriales, donde la contaminación química se estaba zampando hasta las escaleras de hormigón que entraban en contacto con las aguas de ese Nervión tan tóxico e infecto. Era increíble cómo les gustaba todo lo inglés, o sea que cuando en Londres decidieron deshacerse de un montón de sus famosos autobuses rojos de dos pisos, ¿qué mejor destino para esas preciosidades que el Bocho? Tengo idea de que había la doble modalidad de autobús y trolebús. Pero lo mundialmente bilbaíno fue el autobús-taxi. Lo propio de un bilbaíno era ir en taxi, no en autobús, pero, vamos a decirlo claramente, no todos los bilbaínos eran tan pudientes como para eso, aunque casi. Y a alguien se le ocurrió una combinación, un pequeño autobús de unas quince plazas, no creo que fueran más, que podías parar en mitad de la calle e igualmente decir al conductor dónde deseabas bajar. Era autobús porque tenía un recorrido fijo y llevaba a muchos, pero también taxi por la posibilidad de la parada a discreción. Azules, muy graciosos, la gente los llamaba azulitos, y algunos, en plan extremo, cielitos. Ellos, los chimbos, no lo notaban pero tenían un deje al hablar muy marcado, cualquiera de fuera se daba cuenta. Creían que su acento era vasco, sin más, pero no era así. En San Sebastián y la comarca ocurría algo similar, la manera de hablar, tanto en castellano como en vascuence, tenía un ligero deje navarro. En Bilbao tiraban hacia el santanderino. Desde Galicia hasta aquí se iba perdiendo el acento cantarín de toda la cornisa cantábrica, hasta llegar con un poco nada más a la margen izquierda (de Baracaldo, jolín, etcétera) Y en El Arenal empezaría el deje más puramente vizcaíno. Estaba también la jerga bilbaína, muy divertida. Palabras y palabras distintas a las castellanas, unas que venían del vascuence y otras a saber de dónde: uguerdo, chirene, cho128


choladas, y demás, todas recogidas por Arriaga en su Lexicón Bilbaíno. Sería una imperdonable omisión por mi parte ocultar las ganas tan enormes de esta gente de parecer la más vasca del mundo. Cualquiera se extrañaría de la manera tan insistente como se usaba el agur, agur por aquí, agur por allá, nadie te decía adiós, no les parecía bien. En San Sebastián no se decía adio más que cuando se hablaba en vascuence. También sorprendían otras fórmulas. La de bienvenida por medio de un ¡aupa! era difícil de digerir, me echaba para atrás tanto como el hecho de cambiar Bilbao por Bilbo, como empezaron a hacer los jóvenes y han continuado haciendo (Aresti se ponía enfermo cuando oía decir Bilbo, por algo sería). Les obsesionaba ser más vascos de lo que eran y si uno se llamaba Ángel lo llamaban Gotzon y si era Lola enseguida le ponían de nombre Nekane. Empecé a oír lo de tomar potes e ir de poteo en cuanto llegué. En el Bocho uno que tomaba vinos era un poteador. En Donostia siempre se había chiquiteado. Yo no solía ir a bares a tomar chiquitos, pero un día me fijé en los vasos que había en Bilbao para servir el vino. Me acordé de que solía hablarse de gafas de culo de vaso. Se referían sin duda a esos vasos pesadísimos con una gruesa base de cristal. De esa manera se hacía un poco de ejercicio, por eso había oído hablar del deporte ‘levantamiento de vidrio’. No era broma, podía ponerse uno muy fuerte a base de levantar y levantar. Pero, a lo que íbamos, a esa mole tan pesada no debía llamarse chiquito. Me parecía mucho mejor que eso fuera todo un pote. En una ciudad con tanta ría de por medio y tan pocos puentes era normal que hubiera embarcaciones para pasar a la gente de un lado al otro, no iban a cruzarla nadando aunque fueran de Bilbao. En los tiempos en que las fábricas trabajaban al cien por cien se movían en esas lanchas miles y miles de personas al día. Una de las estampas que recuerdo con más fuerza es la de los botes, de las cosas más primitivas 129


que uno encontraba en Bilbao. Durante años y años los movieron a remo y en los gasolinos no hubo cabina ni para el conductor hasta casi entrados los años ochenta. Cuando llovía, casi siempre, tenía que accionar el hombre los mandos bajo el paraguas, los pasajeros también lo llevaban, así que la imagen que me viene a la cabeza es ésa, la de los paraguas en la ría, una imagen realmente formidable. En el recuerdo que yo tengo apenas se ve bote alguno, sólo los paraguas negros que se mueven en pelotón por encima del agua, todos juntos en un racimo, los hombres que van o vienen de la fábrica, todos apiñados y con cuidado de que las goteras del paraguas del de al lado no le hagan al otro la puñeta. Imaginad ahora la escena desde dentro del bosque de paraguas, el calor de los cuerpos apretados, las voces y las risas mezcladas con el sonido del motor, el olor a tabaco, a los alientos de vino de garrafón y de carajillo mezclados con el tufo del gasoil y el olor apestoso y tóxico del tubo de escape del gasolino. Pero estos bilbaínos cómo son, solíamos comentar los donostiarras al venir por aquí. Fijaos en ese detalle de nuevos ricos, poner ascensores para subir al monte, lo decíamos por el de Solocoeche, y el de Begoña. Entonces no se veía una cosa así ni en las películas americanas. ¡Ascensores en las calles! Pero ¿no les bastaba con unas escaleras como Dios manda? No, a los bilbaínos no les bastaba con unas escaleras, nada era suficiente para ellos y, aunque se dejaran la piel si era preciso, intentarían tener siempre lo mejor de lo mejor. Paseando por el centro y, mejor todavía, por el casco viejo, uno sabía que era jueves (día de las compras, tarde libre en los colegios) por los globos que llevaban todos los chiquillos. Los regalaban a la puerta de La Palma, la zapatería de la calle Correo. Eran amarillos y los inflaban con una máquina a la puerta de la tienda y el operario los entregaba colocados en una varilla de madera y, naturalmente, con la marca puesta bien grande, porque todo eso era el comienzo de lo que luego se llamaría el marketing. De vez en cuando, 130


los veías también volando por todo lo alto. Era imposible que esos niños no soñaran con llegar con su pequeño globo hasta el cielo, por qué no, si aquello gris de ahí arriba no era más que el cielo que tenía Bilbao para él solo. Cuando llegué a esta ciudad la llevaba algún que otro viejo y poco más. Miraba uno fotografías antiguas y tampoco la encontrabas. Veía a la gente del pueblo con boina negra, como los marineros y los aldeanos, nunca azul, y a los señoritos siempre con sombrero. No creo que la boina azul, tan bonita y tan bilbaína, se haya usado mucho en la Villa. Su azul desvaído sirvió en todo caso para definir el azul Bilbao. En Donostia se contaba la siguiente historia cuando yo era un crío. Se decía que los navarros en Pamplona llevaban la misma boina que en Madrid y que el donostiarra llevaba boina en Donostia, y que para ir a Madrid se ponía sombrero. Pero el bilbaíno lo hacía al revés, iba con sombrero en Bilbao y se ponía la boina para ir a Madrid. Más tarde desaparecieron la boina y el sombrero y el Bocho se convirtió en una ciudad cada vez más conservadora en el vestir, donde cualquiera que se saliera de la norma era considerado un extravagante. Una vez la tía de un amigo nos convidó a una gran merienda cena, toda ella a base de salsa vizcaína. Soy un loco de los caracoles y del bacalao a la vizcaína, pero me da un asco enorme cualquier tipo de víscera en esa salsa. La tía de mi amigo nos puso callos, morros y patas. Por poco me da algo. Como le habían dicho que yo comía mucho se empeñó en llenarme los platos cuanto pudo. Yo dije que todo estaba exquisito, pero que no me encontraba muy bien del estómago y debía medirme. Que tomase un poco más, me decía a cada rato. Tenía que tragar la comida a base de vino y más vino, hasta que acabé tan borracho que no sabía ni lo que comía. Fue una prueba durísima, pero ni por ésas dejó de gustarme esa salsa tan estupenda. Eso sí, con caracoles o con bacalao, y punto. Los bilbaínos presumían mucho de su bacalao y de sus angulas, pero deberían ir todos 131


al cielo nada más que por haber inventado la salsa vizcaína. Esa salsa roja dulzona tan maravillosa no se conocía fuera, y aún ahora sigue siendo un privilegio de esta tierra poder comerla tan rica como se hace aquí. Era la ciudad de las ferreterías. Alguna, la de Bilbao Ercoreca, era muy espectacular porque daba entera a la Ribera. Otras estaban escondidas entre calles en la ciudad antigua, en las calles Santa María, La Pelota o El Perro. Las había de todos los tamaños y algunas eran verdaderos almacenes de hasta tres pisos. Entraban a comprar los particulares y los representantes y viajantes y los mayoristas de otros lugares, del País Vasco y de media España. En todas las ciudades del mundo había ferreterías, pero en ninguna de ellas había, como en Bilbao, un barrio entero de ferreterías. Bilbao era la capital del hierro en todas sus modalidades. El gran puente, si hablamos del Bilbao que se conoce fuera, era el Colgante, ahora patrimonio de la Humanidad, aunque no sé muy bien en qué consiste esa distinción. Pero poco antes de la guerra se hicieron los dos puentes levadizos, únicos en España, el de Deusto y el de Begoña, que luego se llamó del Ayuntamiento. Eligieron un mal momento porque uno de ellos quedó inutilizado en la guerra y hubo que volver a hacerlo. Los copiaron de los puentes de Chicago, adonde mandaron al arquitecto Bastida que dirigió las obras. Como aquello era América, no había uno ni dos sino más de treinta puentes levadizos en total en esa ciudad, lo cual, por si acaso, nunca llegó a saberse en Bilbao. Yo pasé, como he dicho, cinco años de estudiante todo el día enfrente del de Deusto. No puedo imaginar nada más típico del viejo Bilbao que la imagen del puente abierto y un barco pasando por debajo. La estación central de carga de combustible del muelle de Ripa tenía, antes que nadie, tanto súper como normal. Me refiero al combustible de los barcos, cuando éstos eran tan importantes en la Villa. El súper era el gasoil, y con el tiempo fue lo que se impuso. Pero yo llegué a conocer también el normal, que era el 132


carbón. Casi frente al Ayuntamiento había siempre grandes gabarras fondeadas, unas con gasoil y otras repletas de carbón. El gasoil se reponía desde un barco. Cuando se vaciaba una de las de carbón, subía otra por la ría y la gabarra vacía era remolcada hasta un cargadero y la llenaban de nuevo de mineral. Un día por la tarde entré en una tienda pequeña de la calle Astarloa donde me atendió una anciana. Tenía en una mano un rosario y al fondo se oían en la radio esos rezos que no podían resultar más monótonos. Volví a escuchar ese mismo rosario radiofónico más veces, en otras tiendas, en la cocina de alguna casa y en la pensión, y creo que me quedo corto, aunque nunca volví a ver una mano huesuda y seca como aquella llevando la cuenta de las avemarías con aquellos rosarios que se hacían con las semillas marrones de las acacias. Medio Bilbao, como quien dice, pero más que nada sus mujeres, rezaba el rosario con la radio. Porque todas las tardes radio Bilbao trasmitía el rezo del rosario desde la basílica de Begoña. Misterios dolorosos, Jesús condenado a muerte, Primera caída del Señor, y demás. Cómo resonaban de fuertes y de trágicas y de inculpatorias esas palabras. No entendía nada, ¿una radio era para eso? La última especialidad de la casa que recuerdo, son las canciones sobre Bilbao. Qué bonito me pareció que en una ciudad hubiera canciones para que cualquiera pudiera declararle su amor, y que esas canciones se llamaran bilbainadas. Me gustaba y me gusta mucho oírlas y pienso ahora en lo grande que ha sido el amor a Bilbao por parte de toda esa gente y en lo contenta que debe estar la ciudad de que sus hijos la hayan querido siempre tanto. …viva Bilbao, que es mi pueblo. Que viva, que viva, que viva Bilbao, que viva Vizcaya y su buen bacalao. Retumban en mis oídos esa copla y otras muchas más como ésa. Qué divertidas son.

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Índice ¿Qué era eso de Bilbao?. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 Te quiero, no te quiero. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 Emigrando a Bilbao. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 Un puente y un remolcador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 Por cierto, ¿dónde estaban las chicas? . . . . . . . . . . . . . 21 Había que hacer algo con esas bragas. . . . . . . . . . . . . 27 Con el puño en alto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32 La pensión Garay de la Gran Vía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33 ¿Qué vamos a tomar?. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 Cerebros electrónicos en el Bocho. . . . . . . . . . . . . . . . . . 63 ‘Saltos’. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69 ¡No creerán ustedes que esto es Nueva York!. . . . . . . . . . 75 Navidad en La Palanca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81 ¡Que vienen los de Bilbao!. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89 Bilbao y ella eran una fiesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103 ¡Qué cosas pasaban! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 Los años más duros. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115 Segadores urbanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117 La batalla de Euskalduna. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119 Bollos de mantequilla, pasteles de arroz, baldosas, sirenas, sardineras, ‘azulitos,’. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123 135







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