Por mí y por todos mis compañeros

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POR MÍ Y POR TODOS MIS COMPAÑEROS Me llamo Gloria Montoya y soy la mejor jugadora de escondite del mundo. Llevo treinta y dos años jugando sin parar y jamás me han pillado, nunca me han descubierto, vivo agazapada en la sombra perpetua de mi escondite. Y no te vayas a pensar que es porque yo no quiera que me encuentren, que yo quiero que todos me vean, que sus ojos se crucen con los míos y tengan la valentía y las agallas de sostenerme la mirada el tiempo justo como para darse cuenta de que lo que nos separa no es más que un golpe de suerte. Es un escondite forzoso el mío, un juego de esos en los que te obligan a participar, como cuando tocaba gimnasia en el colegio y tenías que jugar al balón prisionero aunque en ese momento tú lo único que querías era sentarte y que te dejaran tranquila con lo tuyo, y al final tragabas y te tocaba jugar. Pues lo mío igual. Nací en una ciudad ni muy grande ni muy pequeña, de esas de las que se suele decir que tienen un tamaño ideal para vivir bien. Para vivir bien, dicen, y digo yo que eso será quien pueda. Uno no elige el sitio donde nace, también dice eso la gente. Desde luego, hay que ver que algunos se pasan soltando estupideces por la boca desde que se levantan hasta que se acuestan. Pues claro que uno no elige el sitio donde nace, si no que me cuenten a mí de qué iba a haber elegido yo el mío como el lugar más ideal para venir a nacer. Hace treinta y dos años que vine yo a parar a este mundo, a una familia gitana que, como es habitual que suceda, vivía en el peor barrio de la ciudad. Uno de esos barrios a los que la gente le da miedo ir de noche porque han oído historias de los miserables que viven allí, despojos sociales de la peor calaña que no tienen oficio ni beneficio y que se dedican a delinquir porque han decidido que es la manera más cómoda de emplear su vida. En todas las ciudades hay sitios así, sean grandes, pequeñas,

o

incluso simples pueblecitos con suficientes habitantes como para que unos se crean con el derecho a tildar a otros de vagos y maleantes para así poder disfrutar de la tranquilidad que proporciona el pensar que ellos no han corrido esa suerte gracias a su trabajo, a sus grandes dotes y a su esfuerzo. Fui la cuarta de cinco hermanos, y pese a que fui una niña alegre no fui una niña feliz. Yo me puse la alegría por bandera como método de supervivencia, me agarré a ella como si fuera un chaleco salvavidas en medio de la miseria que era el mar en el que se encontraba mi familia. La mía y la de tantos otros con los que compartíamos


escondite. Los apartados, los marginados, los que habíamos tenido la osadía de venir al mundo en el lugar equivocado. No recuerdo más que discusiones y golpes en mi casa. Gritos constantes que eran el sonido de fondo de cada comida, de cada cena, de cada día. De mi padre a mi madre, de mi madre a mi padre, de mi padre a mi hermana Reme, de mi hermana Reme a mi madre, de mis hermanos a mí, de mi abuela a mis hermanos. Daba igual. Siempre gritos, siempre golpes, siempre guantazos. Eres una inútil, tira a fregar la cocina. ¿Y tú qué vas a saber? Si eres una mujer. Ya están otra vez la mierda de los críos gastando dinero. La banda sonora de la infancia del que nace donde no debe. Todos los padres quieren a sus hijos, eso también lo dice la gente, y yo creo que es verdad, lo que pasa es que en unas circunstancias es más fácil querer que en otras, o al menos expresarlo, hacérselo saber a un niño. No es fácil llevar la vida hacia adelante cuando nadie quiere darte trabajo, bien porque hayas estado en la cárcel, o porque desconfíen de tu color de piel o porque no les guste tu aspecto, vete tú a saber, prejuicios disfrazados de buenas razones a la gente siempre le sobran, y cuando sucede eso y tienes cinco bocas que alimentar, se hace difícil parecerse a esas familias que salen en las películas y en los anuncios de televisión. Algunos solo conocen la violencia como forma de resolver los conflictos, no han recibido más que palos en su vida y no han tenido a nadie que les enseñe a responder al enfado sin recurrir a ellos. Es de la única medicina de la que disponen para calmar su rabia. A pesar de todo esto yo iba contenta a la escuela, envuelta en mi bandera de alegría procuraba regalar mis sonrisas de dientes mellados. Me encantaba aprender, y a pesar de que en mi barrio no vivía ninguna, me imaginaba siendo maestra algún día y teniendo mi propia clase llena de niños a los que explicar cosas mientras me miraban con los ojos como platos, como miraba yo a la mía. Jugábamos en el recreo a un montón de cosas: al fútbol, a la rayuela, al pañuelo, al escondite, en el que todos los niños del barrio éramos expertos a la fuerza, el juego estrella que aprendimos desde la cuna. También jugábamos a que unos eran policías y otros traficantes, y los policías venían a nuestra casa a buscar una cosa que no sabíamos lo que era pero que habíamos oído que se llamaba perico, los policías siempre se iban porque al final nunca encontraban nada y nosotros nos poníamos como locos de contentos y lo celebrábamos cantando y riéndonos de ellos. En nuestra imaginación siempre ganábamos nosotros.


Por las tardes jugábamos en el barrio, o en la casa si llovía, y yo algunas tardes también hacía los deberes. Como Reme, Ainhoa y yo compartíamos habitación y mis hermanos también, en el dormitorio sólo había espacio para las camas, y la única mesa en la que me podía poner a trabajar era la del salón, donde mi madre veía la televisión cigarro tras cigarro y mi abuela, que la pobre tenía una demencia de no te menees, no paraba de gritar que le habíamos robado el dinero. Nunca vi sonreír a mi madre. La vi trabajar, la vi llorar, la vi ahogarse en sus suspiros por los rincones cuando creía que yo no la estaba mirando, mientras barría el suelo de la cocina, como si llevara la pena atada a los tobillos, la tristeza dentro, honda muy honda, saliéndole desde el fondo de los intestinos. O pegada como un chicle en la nuca, como una garrapata parásita detrás de la oreja. Supongo que no es fácil cuando recibes palizas de tu marido en días alternos, pero jamás vi que se le escapara la risa, esa risa incontenible que a todos nos asalta a veces, ridícula en su origen e imposible de domar. Otras tardes acompañábamos a mi madre a la iglesia o al centro social a que nos dieran comida, o ropa, incluso algunas veces nos miraban la cabeza y nos quitaban los piojos. Esos días volvíamos a casa más callados de lo normal. Yo era pequeña, y no sé si tonta o no, pero sí que me alcanzaba el entendimiento para darme cuenta de que vivíamos de prestado, de que parecía que nos estaban haciendo un favor por darnos aquello que nosotros necesitábamos y que al parecer éramos incapaces de conseguir por nosotros mismos. Y también me daba cuenta de que mi madre se partía el lomo fregando pisos por cuatro duros, muchas veces los pisos de aquellos que nos daban la comida pero que no eran capaces de ofrecer un salario digno, o de hacer contratos en regla. Mi padre a veces trabajaba descargando camiones, o hacía jornadas en el matadero, alguna chapuza en negro, pero cosa de poco, la mayor parte del tiempo lo pasaba en el bar. También por eso le costaba tanto encontrar trabajo, porque a nadie le gusta contratar a alguien que bebe, y mi padre bebía, vaya que si bebía. Bebía tanto que más de una vez tuvimos que llevarlo desmayado al hospital, y yo algunas veces, y sé que mi madre también, deseaba muy callada que no se despertara. Se marchó un día, cuando yo tenía ya diez años, o simplemente no volvió, ya no me acuerdo, pero lo cierto es que todos nos quedamos descansando. Nadie le echó de menos. Mi hermana Ainhoa, la pequeña, a la que yo tan sólo le sacaba un año se quedó embarazada con catorce años, en el peor de los momentos, justo cuando a mi


hermano Ángel le acababan de mandar a la cárcel. Mi abuela estaba peor que nunca, no era capaz de valerse por si misma, mi madre trabajaba y trabajaba, recibía alguna ayuda por la dependencia de mi abuela, pero aún así eso no era suficiente para mantener a la familia, y nos cortaron la calefacción y en alguna ocasión la luz. Cuando a Ángel le echaron de la obra, desesperado pensó en trapichear con algo de marihuana para que al menos nos alcanzase para pagar las facturas, pero le pillaron y lo mandaron para la cárcel, y ahí ya sí que olvídate de dinero para las facturas. Mi otro hermano, Diego, trabajaba en un almacén, pero el dinero seguía sin alcanzarnos y con la criatura que estaba por venir menos aún. ¿Y qué podía hacer yo con ese panorama? Pues lo que hace todo el mundo, lo que habrías hecho tú, me dejé el instituto y me puse a trabajar. No podía tomar otra decisión que no fuera esa, y mira que a mí el instituto me gustaba, iba con las amigas, me lo pasaba bien, a veces nos fumábamos algún cigarrito en los recreos y encima iba aprobando, y sin academias ni profesores de apoyo como tenían muchas otras, que las pobres muchas luces no tenían y sin esa ayuda extra yo no sé si no lo hubieran dejado también, pero claro, estaban las cosas en mi casa como para pedir que me pusieran un profesor particular. Pues sí hombre, sólo faltaba. Así siguió pasando la vida. Entre trabajo y trabajo se me ha escapado ya un buen trozo sin darme cuenta. Mi abuela faltó, mi madre siguió fregando suelos y mis hermanos se casaron y se llevaron la pelota de las estrecheces y la escasez a sus nuevas familias, como el que tiene una enfermedad crónica que sabe que le acompañará de por vida, al parecer es nuestra herencia muy a nuestro pesar. Espero que no se llevaran los gritos también. Yo fui la única que no me casé, si lo que había visto entre mis padres era el matrimonio, bien sabía yo que no lo quería para mí. Y no sé, que estaba yo viendo ahora a los niños jugar en el parque de enfrente, aprovechando que el supermercado está vacío y que no tengo lío en la caja, y los veo jugando al escondite y se me pone a mí un nudo en el estómago que no se cómo deshacerme. Porque los miro jugar y pienso que yo, como tantos otros en tantos otros lugares, me he pasado toda mi vida escondida, desde el momento en que nací, como si de alguna manera no hubiese existido para el mundo, como si nos hubiesen echado un velo por encima, un velo negro y opaco que oculta a la vista aquello que no se quiere ver, lo que incomoda y hace daño, aquello que se elige ignorar para que sea más fácil vivir y continuar con el trajín del día a día, sin pararse a pensar qué papel juega la fortuna en esta historia. Y es que la gente prefiere pensar que los pobres están en otros lugares, que los desafortunados no son sus vecinos, que no habitan en


sus ciudades y que las injusticias y las desgracian les quedan lejos, en sitios tan remotos que hacen que la solución se les escape de las manos. Prefieren no oír el ruido del contenedor al abrirse, los gritos de la mujer en la casa de al lado, ni ver a los niños que van al colegio sin cuaderno ni lápices de colores con los que pintar su infancia. Y es que escuece pensar que si contamos con más privilegios que el de al lado, no es más que por un golpe de suerte, por una jugada de dados o una vuelta de la ruleta. Descubrir nuestro castillo de algodón construido al lado de una fortaleza de cartones. Creo que voy a hablar con mi jefe para pedirle que me cambie el horario. Si me pone turno de mañanas puedo ir al instituto nocturno, que me he enterado de que dan clases más tarde, y si me saco el bachillerato con buenas notas igual hasta me dan alguna beca para estudiar. ¿Te imaginas? Yo en la universidad, estudiando para maestra. ¡Ay, cómo me cambie el turno! ¡Menuda oportunidad!. Igualdad de oportunidades, eso también dice la gente que hay. La gente dice tantas cosas que una ya no sabe lo que creerse. 
 Ya verás cuando se lo cuente a Reme.

La tacones


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