Azahabara

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Movida por los celos y la desesperación, Ninelly pidió ayuda a Azahabara, que ahora también vivía sumida en una pena de la que no quería salir. No obstante, la aconsejó y le prometió que, pasara lo que pasara, ella le ayudaría con la crianza del hijo sin padre. Que, al no haber más remedio, continuara con su embarazo. Y se centró en disuadirla de tomar alguna represalia contra el faltón: hay que retirarse con dignidad. Su casa, La Yocasta, también le pertenecía, allí nada le iba a faltar, y sería bien atendida durante y después del embarazo. –El que la hizo, la tiene que pagar. No quiero favores sino del referido, –le respondió la despechada. Y rechazaba el dinero y todo artículo que la comedida mujer le enviaba con la mejor voluntad. Ninelly optó por un desquite sangriento. Hacia el atardecer de un día martes se encubrió con una peluca plateada que le tapaba la frente y los pómulos, vistió un abrigo negro de peluche, calzó unas botas altas, y se armó con un cuchillo de carnicero. Los curiosos notaron cómo un insólito ser que blandía un arma, con paso decidido se dirigía al parque de San Sebastián. En el portón de los Aguilar, Marina se deshacía en risas ante el enredado galanteo con que la solazaba el extranjero, quien también se mostraba feliz.

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