Azahabara

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–¡Ah!, metódico sí, ordenado, ¡quizá…! El hombre solía comentar con sus pocos amigos que el recurso del oro tenía sus límites y tropiezos, pues a menudo, mientras cavaban siguiendo el filón, de súbito se les esfumaba. No obstante insistir ahondando, y buscarlo en todas direcciones, el rastro nada que volvía a aparecer. Muy sentido, decía que aún así, sus hermanos, tíos y demás parientes vivían derrochando en frivolidades el producto de las minas, sin considerar que el mañana podía ser incierto. Era muy sabia su inquietud; eso, ni dudarlo, – interviene Azahabara, ansiosa por averiguar todo acerca de esa familia. Tenía que estudiar la estrategia para manipular al impredecible José Valerio Del Randall sin herirlo, y de ese modo asegurar su permanencia allí, y por qué no, un futuro seguro y estable. Quien en un principio ayudó a Aristarco –continúa Irma– fue el indio Mápura. Cuentan quienes lo conocieron que, aún nonagenario, su lucidez era ejemplar. Un chamán muy popular y querido, que mezclaba la alquimia con la medicina tradicional, y éstas con otras artes, por lo que sus seguidores eran muchos. Refiere la leyenda que Mápura era hasta brujo: ante el desprecio de una mujer, él la miraba de un modo tan intenso que ella perdía la voluntad, y lo peor, se sentía desnuda ante los transeúntes. El terror la invadía, siendo tanta su 161


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