Azahabara

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A diario descuida, no sólo sus funciones, sino también el control de sus pacientes. Y lo más grave, tiene fricciones y desaciertos con los otros practicantes y el personal interno. Cada vez que la ven aparecer, los convalecientes se santiguan pidiendo la protección divina; y recelosos y desconfiados, se cubren con sus sábanas y almohadones. Temen que con su inexperiencia y aturdimiento, al ponerles una inyección en el lugar equivocado, los deje cojos o mancos, o con secuelas irreversibles después de hacerles tragar la pastilla incorrecta. No queremos ser atendidos por esa alocada, que a más de vivir en otro mundo, es tuerta –era el clamor general. Cansada de recibir amonestaciones, y ante la posibidad de cometer una equivocación que le podría complicar la vida, optó por renunciar. Admitió que, definitivamente, esa no era su profesión; que su destino estaba en el espectáculo, el aplauso y la alegría. Con la única que había llegado a congeniar era con la muchacha cercenada. Le atormentaba que a una mujer pudiera pasarle algo tan ofensivo. Cuando sor Bernarda se ausentaba, mantenía con ella largos coloquios, y el día en que le dieron de alta, Josefina también abandonó el hospital. –¿Después de esa fantasiosa vida pasada qué ha sido de tus amistades, y si has tenido o tienes algún 125


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