Nos reunimos esta noche en torno del Dr. Alejandro Ordóñez Maldonado, Procurador General de la Nación, para dar testimonio de la simpatía, la admiración y el apoyo que suscitan en nosotros sus muy apreciables condiciones personales y, sobre todo, la actividad ejemplar que ha venido adelantando como supremo director del ministerio público, a cuyo cargo ha dado elocuentes lecciones de patriotismo, responsabilidad, entereza y decoro que han dado lugar a que vastos sectores de la comunidad reconozcan en él un paradigma de servidor del Estado que merece elogiarse y ser presentado como ejemplo digno de imitación por quienes tienen a su cargo el manejo de los asuntos colectivos. Rasgo distintivo de la gestión del Señor Procurador a lo largo de estos años ha sido su lealtad, esa sí inquebrantable, al cumplimiento de los arduos deberes que le impone el oficio de velar por la integridad del ordenamiento jurídico en representación de los intereses de la sociedad, lo que ha emprendido dentro del marco no sólo de una rigurosa y profunda formación jurídica, sino de unas convicciones filosóficas y religiosas que lo ubican dentro de una corriente de pensamiento que ha contribuido decisivamente a configurar nuestra civilización occidental. Digo con esto que el Señor Procurador ha querido desempeñarse como jurista, avezado como pocos en el arte y la ciencia del Derecho, pero ante todo como creyente fervoroso en las enseñanzas del Evangelio, tal como han sido desarrolladas por la tradición de los apóstoles y sus sucesores en la magna tarea de dar a conocer al mundo la buena nueva del advenimiento del Reino de Dios y la promesa de la exaltación de la humanidad a estadios superiores de vida espiritual libre de las ataduras de la imperfección de su naturaleza. Lo que más ha reconocido la comunidad en él es la coherencia entre lo que prometió y ha cumplido, que trasunta la que reina entre su pensamiento y su acción. Esta coherencia resalta más en momentos en que se le quiere hacer creer al pueblo que las políticas que lo animaron a depositar su voto en una elección pueden cambiarse de la noche a la mañana por las contrarias, sin que se le dé explicación suficiente del porqué de ese cambio, ni se asuman las responsabilidades políticas pertinentes, so pretexto socavador de la moralidad democrática, según el cual quien detente el poder está legitimado por sí y ante sí para hacer los virajes que se le ocurran para bien o para mal, como si fuera atributo suyo y no del pueblo que lo instituyó y lo confirió. En contraste con lo que otros vienen haciendo en medio del aplauso de dirigentes que han perdido tanto el contacto con el pueblo, como la noción de que la solidez de las convicciones es indispensable para conducirlo hacia la realización del bien común, el procurador Ordóñez se ha mostrado firme en defensa de sus ideas fundamentales y lo que según la justicia y el derecho señalan que es lo mejor para el buen ordenamiento de la comunidad. Reitero que esas ideas fundamentales no son cualquier cosa, sino, nada más y nada menos, lo mejor del patrimonio espiritual de nuestra civilización que hoy se ve amenazada de muerte por ideas disolventes, nihilistas en el sentido cabal de la expresión, que las desdeñan como si fuesen asunto de un pasado ya sin vigencia, o ideas de justicia de hace dos mil años, tal como se atrevió a decirlo en estos días un neo bárbaro que ocupa hoy la Fiscalía General de la Nación. Hay que tener en los tiempos que corren mucho coraje, esa fortaleza que es don del Espíritu Santo, para confesarse cristiano y actuar de conformidad en la vida pública, pues las élites que controlan sus resortes en la universidad, la academia, los medios de comunicación social y en general las más elevadas esferas del poder, valiéndose de subterfugios y manipulaciones de muchas clases, ejercen una ominosa persecución, a veces soterrada y no pocas veces explícita, contra todo lo que consideren que sea manifestación de creencias religiosas y específicamente cristianas, con más veras si son católicas. Esas élites, que se dicen democráticas, liberales y modernas, o quizás justas, modernas y seguras, no vacilan en desafiar las creencias religiosas y los sentimientos morales del pueblo, que en sana lógica deberían impregnar la fisonomía y la acción del Estado, para imponerle dizque en aras de unas concepciones de la dignidad humana que más bien conducen a la degradación y la destrucción de nuestra especie, unas ideas de los derechos que los desligan de todo significado espiritual y unas novedades institucionales letales para la civilización.