Una flor de hierro

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La locomotora Mastodonte bajaba en un atardecer de marzo por la vega seca del Jiloca. Los montes azules de Gúdar jalonaban el paisaje. El convoy descendía poco a poco para juntarse en la estación de Teruel con la vía de la Compañía Central. Tomás ayudó en el fogón a su compañero, que le prestó un mandil. El ruido de la máquina cargada casi no les permitía hablar. De todas formas, Tomás estuvo callado todo el tiempo. Sólo una vez, cuando estaban ya entrando en la estación de Teruel, Tomás le preguntó a Facundo algo. -¿Dónde está la calle Alcañices? -dijo, quitándose el mandil de fogonero. Facundo le indicó, y también le preguntó por qué lo quería saber. -Hay una plaza de oficial en los talleres de El Vulcano -dijo Tomás, y se apeó de la locomotora, que había llenado los andenes de vapor. Al decir adiós a Facundo con la mano, le gritó:- ¡Lo he leído en el periódico! La sombra sorprendida de Facundo se alejó con la locomotora, y al disiparse la nube de vapor Tomás vio a una familia en el andén que casi no podía respirar. El vestido verde brillante de la señora se había tiznado de negro, y el señor trataba de disipar con el bombín la carbonilla. Parecían quejarse al jefe de estación de que aún no habían bajado sus muebles del vagón, pero Tomás no los entendía del todo bien. Hablaban un castellano raro. Tomás no había oído nunca a nadie hablar en catalán.

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