Una flor de hierro

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los huertos, y siguieron el cauce del río. Los muchachos se giraban a ver las fachadas impresionantes del Seminario y de las casas de San Francisco, aquellas ventanas que parecían derretirse, los muros blancos de la Glorieta, las altas torres de la ciudad. Y todos alcanzaron la carretera de Cuenca y respiraron el campo cuajado de amapolas. Cantan los muchachos entre el fondo verde oscuro de los chopos, al pie de los pardos barrancos, cantan a la piel de piedras blancas cuarteadas, cantan entre los bancales y se asoman a la gruta del canal y se dejan acariciar la cara por las hojas de los cañaverales. Son los muchachos un rumor de aguas alegres, gritos del cauce infinito. Oyen sus canciones las sabinas solitarias, como sombras que pasean por las crestas de las lomas, y los oyen cantar las muelas, altivas y cansadas, y los cerros que vigilan el frescor del río. Allá van los muchachos, allá van sus canciones, allá va tan contento Miguelico en bicicleta, y el pequeño Blas con sus alpargatas blancas, y Marcelino con la boina nueva y el petate que le regaló su padre, antes de marchar al Riff, y Daniel, que estuvo malo pero ya está bueno, y Felipe, y Pepico, y Antonio, y Juanín, allá van todos con su merienda en su morral, dispuestos a llegar al fin del río, adonde los montes se borran y el cielo les sonríe. Allá van los muchachos, allá van caminando por la tierra roja, allá trepan a los manzanos en flor y buscan sapos en el río. Allá van riendo los muchachos, allá cortan el aire con la bicicleta, allá van sus canciones a la primavera. Allá van los muchachos, allá van.

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