Una flor de hierro

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-¿Y por qué la saludas con tanta cosa? -le dijo la madre, que volvió la cabeza pero todavía sujetaba los lentes con un delgado y fino mango de marfil. -Nada me afectaría más que un disgusto de su marido -contestó el marqués-. Hay que tenerla contenta. Arreciaba la lluvia. Los monaguillos que sujetaban los estandartes aprovechaban la poca presencia de público para vaciar el agua de sus bonetes y volvérselos a poner. -Y qué raro que no salga Pilarín, con lo meapilas que es también, ¿no te parece? -dijo la marquesa, cuando las damas habían ya traspuesto el balcón, y sólo se veían sus sayas negras y sus mantillas bajo el resplandor de las velas de la Dolorosa. -Pobre Pilarín. El día del teatro su padre le dio dos bofetadas y la metió en el Sagrado Corazón de Jesús, a que se le pasen las ganas de ir en bicicleta -dijo el marqués, más serio de lo que hubiera esperado su madre, que ahogó un comentario malicioso que ya iban a pronunciar sus labios. -Por Dios, qué bárbaros -dijo la marquesa luego-. Estos que se hacen ricos con los ladrillos nunca sabrán comerse un higo con delicadeza. Los dos callaron para ver pasar las hermandades de Jesús Nazareno y María Santísima del Rosario y la de los Caballeros del Santo Sepulcro y del Cristo del Amor. -Has salido a tu padre, Leopoldo -dijo de pronto la marquesa-. Te piensas que no sé lo que significa la hiperestesia. Mira, hijo, te está saludando Joaquinito Torán con la mirada. El marqués apenas devolvió el saludo con sobriedad y cortesía, un movimiento de un dedo y una levísima inclinación de cabeza desde las alturas. El joven Joaquinito, que llevaba en hombros el Santo Sepulcro, hizo coincidir un rictus de esfuerzo con una sonrisa cordial. -¡Qué efusividad! -se sorprendió la madre.

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