Fabricación británica

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–Me parece muy razonable. Yo también tengo un amigo al que me gustaría enseñarle sus manos. –Ja, ja, ja –estalló la señorita Owen–. Es usted un bastardo, señor Lamb, pero si es un buen pintor, a mí me da lo mismo. Yo mi vida ya la tengo resuelta. –¿Cómo se llama su amigo? –le pregunté, mientras pasábamos junto al angelote mohoso de la fuente. –Tadeus Hunt. –¿Tadeus Hunt? –¿Lo conoce? –¡Naturalmente que lo conozco! ¡Tadeus Hunt es el marchante más importante de todo Londres! –Quizá si sonriese un poco no parecería que estamos hablando en serio –insistió la señorita Owen, volviendo a mirar al cielo. En ese momento, las campanas de la ciudad comenzaron a sonar a muertos, y las nubes negras, excitadas por los lúgubres badajos, empezaron a derramar su lluvia. Yo me quité la levita y la puse por encima de Florence, a un palmo de su peinado, en una posición algo ridícula porque Florence era muy alta. Volvimos al salón sacudiéndonos las gotas entre risas y grititos de sorpresa. En el salón todo el mundo estaba muy serio, paralizado en sus butacas. Las campanas seguían retumbando en los cristales. Junto al piano, el padre de Florence, un tipo achaparrado y con cara de borracho, jugueteaba con la leontina del reloj. –¿Sucede algo? –dijo Florence. –Ha muerto Su Majestad. Debemos aplazar la boda –dijo, muy seca, tía Holly. –¡Oh, sí!, ¡oh, sí! –sollozaba tía Margaret–. ¡Guardemos luto por Su Majestad! El escocés con cara de borracho se acercó entonces hasta donde estábamos, goteando, Florence y yo. Se quitó el puro de la boca y me señaló con él: –Si tu tío William es confirmado como primer ministro, ya volveremos a hablar de vuestro matrimonio. Ahora diles a tus tías que ya se pueden largar.

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