Adopción y escuela (I)

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Una infancia diferente Al contemplar la adopción como una forma alternativa de construir una familia, podemos caer en la trampa de perder de vista algo esencial: la adopción es, ante todo, un mecanismo de protección de menores en situación de desamparo. Tras cada historia de adopción, se encuentra un niño o una niña a la que la vida ha golpeado con dureza. Por una u otra causa, han perdido a sus progenitores y, en casi todos los casos, les han faltado cuidados y estímulos adecuados durante períodos a veces muy largos. A través de la adopción, la sociedad les devuelve la posibilidad de crecer en el entorno cálido y afectuoso de una familia, el contexto óptimo para desarrollar todo su potencial y reparar los déficits y las secuelas del pasado. La adopción, pues, cumple una función reparadora, en la que padres y educadores juegan un papel fundamental. Desde los años 80, existe un amplio consenso en torno a la importancia de los primeros meses y años de vida en el desarrollo intelectual y emocional de los niños. En cualquier librería podemos encontrar decenas de títulos sobre cómo estimular a los recién nacidos o cómo proporcionar a los más pequeños las bases para un sano desarrollo psíquico y mental. Lo descrito en sus páginas poco tiene que ver con el modo en que estos niños empezaron su camino vital. Para empezar, todos ellos perdieron a sus primeros padres y han vivido separaciones y rupturas más o menos traumáticas. Generalmente provienen de lugares donde la atención sanitaria y la alimentación son deficientes. Muchos de ellos nacieron en ambientes donde los embarazos no controlados y de riesgo son frecuentes. Puede que hayan pasado largos períodos en familias desestructuradas o en centros donde la estimulación y el afecto eran escasos. Incluso puede que

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