Yo Acuso

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Y si nos remontáramos más atrás en esta historia de las nobles pasiones que han alzado a la juventud de las universidades, veríamos a ésta siempre indignada ante la injusticia, estremecida y sublevada a favor de los humildes, de los abandonados, de los perseguidos, contra los crueles y los poderosos. Se ha manifestado en favor de los pueblos oprimidos, ha abrazado la causa de Polonia, de Grecia, se ha erigido en defensora de cuantos sufrían, de cuantos agonizaban bajo la brutalidad de una masa o de un déspota. Si corría la voz de que el Barrio Latino estaba en ascuas, no había duda de que detrás ardía una llama de justicia juvenil, ajena a precauciones, que acometía con entusiasmo obras dictadas por el corazón. ¡Y qué espontaneidad entonces, qué torrente desbordado corría por las calles! Ya sé que hoy el pretexto sigue siendo la patria amenazada, Francia entregada al enemigo vencedor por una pandilla de traidores. Yo sólo le pregunto al país dónde podremos encontrar la clara intuición de las cosas, la sensación instintiva de lo que es verdad, de lo que es justo, como no sea en esas almas nuevas, en esos jóvenes que nacen a la vida pública y a quienes nada debería ofuscar su razón recta y buena. Que los políticos deteriorados por años de intriga, que los periodistas desequilibrados por todas las componendas de su oficio puedan aceptar las mentiras más impúdicas, puedan hacer la vista gorda ante abrumadoras evidencias, es explicable, comprensible. Pero ¿la juventud? Muy gangrenada ha de estar para que su pureza, su candor natural no se reconozca a simple vista en medio de los inaceptables errores y no se enfrente directamente a lo que es evidente, a lo que está claro, luminoso como la luz del día. La historia es sencilla. Han condenado a un oficial y a nadie se le ocurre sospechar de la buena fe de sus jueces. Lo han castigado siguiendo el dictado de sus conciencias, basándose en pruebas que creyeron veraces. Después, un día, sucede que un hombre, que varios hombres, tienen dudas y acaban por convencerse de que una de las pruebas, la más importante, la única al menos en la que se apoyaron públicamente los jueces, ha sido atribuida erróneamente al condenado, y que no cabe duda de que esa prueba procede de la mano de otro. Y lo dicen, y ese otro es denunciado por el hermano del preso, cuyo estricto deber era hacerlo; y así, a la fuerza, empieza un nuevo juicio que, si resultase en una condena, conllevaría la revision del primer caso. ¿No es todo esto perfectamente diáfano, justo y razonable? ¿Dónde ven la maquinación, el perverso complot para salvar a un traidor? Simplemente deseamos, ¿quién lo niega?, que el traidor sea un culpable y no un inocente que expía el crimen. Ya lo tendréis a vuestro traidor; la cuestión está en que os den el auténtico. ¿No debería bastar un mínimo de sentido común? ¿A qué móvil obedecerían, así pues, los hombres que persiguen la revision del caso? Descartad el antisemitismo estúpido, cuya cruel monomania no ve en eso más que un complot judío, el oro judío, que trata de sustituir en el calabozo a un judío por un cristiano. No existe base alguna, las inverosimilitudes y las imposibilidades se derrumban unas tras otras, ni todo el oro del mundo podría comprar ciertas conciencias. Y hay que llegar a la realidad, que es la expansion natural, lenta, invencible de todo error judicial. La historia es eso. Un error judicial es una fuerza que avanza: unos hombres con conciencia se ven sometidos, asediados, se entregan con creciente obstinación, arriesgan su fortuna y su vida para que se haga justicia. Y no hay otra explicación posible a lo que hoy está pasando; el resto se limita a abominables pasiones políticas y religiosas, al torrente desbordado de calumnias a injurias. Pero ¿qué excusa tendría la juventud si sus ideas de humanidad y de justicia se hubieran debilitado por un instante? En la sesión del 4 de diciembre, una Cámara francesa se cubrió de oprobio al votar una orden del día «que condena a los instigadores de la odiosa campaña perturbadora de la conciencia pública». Lo digo en voz alta, con vistas al futuro que, espero, ha de leerme: un votación como ésa es indigna de nuestro generoso país, y quedará como una mancha imborrable. Los «instigadores» son los hombres con conciencia y con valentía que, seguros de un error judicial, lo han denunciado para que se repare, en la convicción patriótica de que una gran nación donde un inocente agoniza 10


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