Madame Bovery

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Después, cien pasos más adelante, se paró de nuevo; y a través de su velo, que desde su sombrero de hombre bajaba oblicuamente sobre sus caderas, se distinguía su cara en una transparencia azulada, como si nadara bajo olas de azul. -¿Pero adónde vamos? Él no contestó nada. Ella respiraba de una forma entrecortada. Rodolfo miraba alrededor de él y se mordía el bigote. Llegaron a un sitio más despejado donde habían hecho cortas de árboles. Se sentaron sobre un tronco, y Rodolfo empezó a hablarle de su amor. No la asustó nada al principio con cumplidos. Estuvo tranquilo, serio, melancólico. Emma le escuchaba con la cabeza baja, mientras que con la punta de su pie removía unas virutas en el suelo. Pero en esta frase: -¿Acaso nuestros destinos no son ya comunes? -¡Pues no! -respondió ella-. Usted lo sabe bien. Es imposible. Emma se levantó para marchar. Él la cogió por la muñeca. Ella se paró. Después, habiéndole contemplado unos minutos con ojos enamorados y completamente húmedos, le dijo vivamente: -¡Vaya!, no hablemos más de esto... ¿dónde están los caballos? ¡Volvámonos! Él tuvo un gesto de cólera y de fastidio. Ella repitió: -¿Dónde están los caballos?, ¿dónde están los caballos? Entonces Rodolfo, con una extraña sonrisa y con la mirada fija, los dientes apretados, se adelantó abriendo los brazos. Ella retrocedió temblando. Balbuceaba: -¡Oh! ¡Usted me da miedo! ¡Me hace daño! Vámonos. Y él se volvió enseguida respetuoso, acariciador, tímido. -Ya que no hay más remedio -replicó él, cambiando de talante. Emma le ofreció su brazo. Dieron vuelta. Él decía: -¿Qué le pasaba? ¿Por qué? No la he entendido. Usted se equivoca conmigo sin duda. Usted está en mi alma como una madona sobre un pedestal, en un lugar elevado, sólido a inmaculado. Pero la necesito para vivir. ¡Necesito sus ojos, su voz, su pensamiento! ¡Sea mi amiga, mi hermana, mi ángel! Y alargaba el brazo y le estrechaba la cintura. Ella trataba débilmente de desprenderse. Él la retenía así, caminando. Pero oyeron los dos caballos que ramoneaban el follaje. -¡Oh!, un poco más -dijo Rodolfo-. ¡No nos vayamos!, ¡quédese! La llevó más lejos, alrededor de un pequeño estanque, donde las lentejas de agua formaban una capa verde sobre las ondas. Unos nenúfares marchitos se mantenían inmóviles entre los juncos. Al ruido de sus pasos en la hierba, unas ranas saltaban para esconderse. -Hago mal, hago mal -decía ella-. Soy una loca haciéndole caso. -¿Por qué?... ¡Emma! ¡Emma! -¡Oh, Rodolfo!... -dijo lentamente la joven mujer apoyándose en su hombro. La tela de su vestido se prendía en el terciopelo de la levita de Rodolfo; inclinó hacia atrás su blanco cuello, que dilataba con un suspiro; y desfallecida, deshecha en llanto, con un largo estremecimiento y tapándose la cara, se entregó. Caían las sombras de la tarde, el sol horizontal que pasaba entre las ramas le deslumbraba los ojos. Por un lado y por otro, en torno a ella, en las hojas o en el suelo,

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