Ana Arzoumanian/ Nada de lirismo

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NADA DE LIRISMO Ana Arzoumanian

Arzoumanian, Ana

Nada de lirismo/ Ana Arzoumanian - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Barnacle, 2023. 118 p.; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-8952-35-2

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título. CDD A863

Editor General: Alberto Cisnero

Diseño de tapa: Azúcar Ramón y Merlina H. Cisnero

Fotografía de tapa: Silvina Báez

Primera edición: Octubre de 2023

(c) 2023, Ana Arzoumanian

Buenos Aires- Argentina

ISBN 978-987-8952-35-2

BARNACLE

Libros homogéneos y comerciales

barnacle.cia @gmail.com

www.barnacle.com.ar

Impreso en la Argentina

Printed in Argentina

Queda hecho el depósito que previene la ley 11723

—T e vamos a quemar la fábrica, armenio. —No soy armenio. Soy argentino.

No supe de esa frase. Ni de la anterior. Lo que sabía era lo de las cinco de la mañana. El ruido del baño y un poco más tarde los pasos por el corredor. Los pasos por el corredor y a continuación el ruido a motores. Primero unos, y un poco más tarde otros. Y, al rato (en el momento en que ya era casi las siete de la mañana) un concierto de poleas, cortadoras, ruido a hierro frotándose. Entonces él venía hasta donde yo dormía. Me tocaba los pies. No me gustaba que me despertaran hablando. Aunque ya estaba despierta, me hacía la dormida para convocar ese ritual: sus manos, mis pies, el silencio.

Te vamos a quemar la fábrica, armenio.

No escuché esa frase. Lo que escuchaba eran los ronquidos. Mientras roncaba, no moría. Apenas hacía una pausa en su respiración espesa yo contaba el tiempo: un segundo, dos, tres. No dormíamos juntos. Yo tenía mi cama en la habitación contigua. Había una puerta que no separaba los cuartos. La puerta estaba siempre abierta. Él dormía en calzoncillos. Yo, con un camisón largo de una tela que compraba por metro, un plush de poliéster estampado.

Él afirmaba que lo había salvado una abogada. Eso sí escuché. No el despido. Ni al secretario del sindicato gritando desde la calle: te vamos a quemar la fábrica. Un sindicalista que cojeaba. Eso lo supe después. Él no pronunciaba mi nombre cuando se dirigía a mí, decía: la chica. Yo era la chica. Dijo que tenía miedo, que iba a cerrar la fábrica. ¿Dónde hubiéramos ido? Durante quince días el sindicato le obligó a recibir a los obreros despedidos. Los obreros despedidos tenían que entrar y marcar tarjeta, estar en sus puestos de trabajo. Él abría el portón y colocaba una varilla metálica con la marca de hacienda que se utiliza candente para identificar el ganado detrás de la entrada. Durante quince días sus hermanos hacían guardia detrás de la puerta. Y yo esperaba el reloj de sus manos en mis pies. Las siete de la mañana y el

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momento de vestirme para ir al colegio. Él me preparaba un té con limón y galletas. Subite las medias, me ordenaba. Y yo partía.

En la calle no cantaban: los muchachos peronistas. Eso era lo que latía en el aire por las tardes. Cuando ellos se escupían la palma de las manos y se la pasaban por el pelo. Eso era los viernes cuando hacían fila para firmar unos papelitos. En los papelitos la fórmula: vale por. Vale por la roña, vale por la estrechez, lo sórdido. Vale por un brazo, un dedo. Aunque ni el valor del brazo, ni el valor del dedo estaba escrito en ningún lugar. No estaba escrito hasta el día que la cortadora bajó su lanzadera de plomo, su filo impaciente, constante, aceitado, sobre un brazo que se demoraba. Fue el día que no hubo grito, cuando todo el ruido se hizo silencio. De golpe. Y él pidiendo ambulancia para un negro de mierda que se distrae. No, no dijo un negro de mierda. Mientras los médicos corrían por ese corredor a auxiliar al cabecita negra. No, no pronunció el cabecita negra. Era Enrique, en el accidente, en la herida, cada quien tomaba su nombre. En el pasillo, los médicos se apresuraban, marciales, según los acordes de la marcha. Que la chica espere para ir al colegio, él decretaba. La chica era yo. Y yo imaginando la frase que seguía: todos unidos triunfaremos.

Cuando el pasillo se vaciaba de gente salía para la escuela. No tomaba el camino directo; esas dos cuadras. No hay que caminar delante de la cooperativa. Puede haber una bomba. Caminaba derecho mirando atenta el piso. Puede haber una bomba. Él aseguró que no iba a hacer más asados los 1º de mayo. Prohibió que pusieran radio. A partir de ese momento decidía él qué música escuchar. Como si detrás de toda zamba, de cada milonga, hubiese un: qué grande sos, cuánto valés, sos el primer. Pero no se llamaban trabajadores, ni obreros, él les decía negros o pis casti, aquello que en armenio significaba argentino sucio.

Cuando volvía a la casa, un camionero pasaba cada tarde, me gritaba: te hago un hijo. Yo me miraba el uniforme del colegio, el lugar de las tetas donde no había, las piernas peludas que

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ocultaba con las medias hasta las rodillas y me preguntaba hijo cómo si todavía no sangro.

Un día oí: fuego. Todo fue delirio. Pero no era la fábrica, era el vecino, se había prendido la pirotecnia que había guardado en su bolsillo. No había sido uno de los despedidos. Era el hijo del vecino que no decía: negros de mierda; decía: el derecho de los trabajadores.

Qué singular rareza, hoy miro tus fotos y te veo parecido a ese general. ¿Será por eso que siempre proclamabas: yo soy el general, y te tocabas el hombro?

¿Si vos eras el General, yo que era Papá?

Por las noches, la chica yo cerraba las puertas, la llave de gas; entraba el perro a la casa. Revisaba la llave de gas para que ningún escape provocara una catástrofe. Que ningún incendio cumpliera la amenaza del “te vamos a quemar la fábrica, armenio”.

El fuego era lo que había que evitar. El fuego era lo que había comido las arenas del desierto de Siria. El desierto rocoso, plano de flujos de lava volcánica. Combinación de estepa y desierto que se encuentra en el norte de la península arábiga. El desierto de Sham que vio los tiempos del expansionismo del estado islámico, los tiempos de la preponderancia kurda, ese desierto que vio las tensiones entre norteamericanos y rusos.

Der Zor.

La frontera siria con Irak.

Der Zor. La ciudad fantasma donde ruedan, ¿rodarán aún? El desierto donde ruedan las calaveras que aparecen en todos los afiches del colegio. Voy al colegio y en la entrada, y en los pasillos, y en los actos: ese afiche, esas cabezas.

Esas cabezas no son las de mi familia.

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Los sábados no hay clase. Nos reunimos en la escuela para arengarnos, para desmenuzar el odio y comerlo vivo. A mí me toca hacer jugar a los niños pequeños que van al jardín de infantes. Los tengo que dividir en roles, por un lado los turcos; por el otro, armenios. Y que jueguen a matarse. Yo soy una chica dulce que puede hacerlos jugar muy bien. Algunos sábados a los jóvenes como yo, que somos suficientemente dulces para entrenar a los niños, nos mandan a Tiro Federal para aprender a sostener el arma, buscar el blanco, disparar.

Como los vascos. Como los serbios. Nos hablan de rebeldes, de pasamontañas, de granadas. Y que no contemos nada a nadie. Y nadie es la familia que nos espera en casa. Nadie es el armenio que no es armenio y que es argentino y que amenzan con quemarle la fábrica.

Los sábados trabajan algunos de los operarios. Aquellos a quienes no se les escuchó decir: andá a laburar vos. No se les escuchó: mañana es San Perón.

Aprendí de tanto ver cortar el cuero, aprendí eso del cuerear. Por eso sabría cómo sacarle la piel para ver cuántos años tiene adentro. Lo haría desde el furor. La herida genital de Urano, la sangre que cayó sobre Gea y fecundó dando lugar a un parto triple: las Furias.

Levantarle la piel para que me riegue con su sangre, la sangre de su miembro. No semen, la sangre.

Yo voy desprendiendo la piel y él me acaricia con su mano que es la mano áspera de mi padre. La piel escamada, levantada por sacarse a rasguños los restos de cemento.

En la casa no hay libros, ni biblioteca. Hay un tacho de cemento y cortes y hormas. Y unas revistas de fotografía en blanco y negro que él compra de los kioscos del centro. En las revistas hay fotografías de heridos de guerra, de mujeres desnudas. No mujeres, una lupa que acerca parte del cuerpo de mujeres:

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piernas, pechos, caderas en blanco y negro. Brazos interminables de hombres interminables.

Aún. Acabar. Con una erección todavía. Con su potencia todavía. Más adentro todavía. Pegada a él todavía.

Un hijo, pienso.

Aún. No aún, más. Todavía ahí. El lugar del hijo.

Él ahí, aún.

Lo que persiste. Como mi perro que hacía hoyos escondiendo la comida que volvía a buscar. Cavar y desenterrar una capa fresca de tierra a la que el sol no ha llegado. Manos, dedos actuando como palas, siguiendo el rastro.

El desierto sirio ha calcinado hasta los perros. Nadie desentierra. De todos modos ¿para qué? si las cabezas están allí. Rodando.

Aún.

Los obreros o los cabecitas negras nombraron a un delegado. El delgado controla el trabajo que se asigna, el tiempo del almuerzo, el feriado, los pagos.

Negros de mierda, dice él. Todavía que les doy trabajo.

Aún.

Con todo el despelote que es este país y yo todavía que les doy trabajo; joden todavía. ¿Quieren controlar? se pregunta, mientras insistente el perro se lleva el pedazo de hueso al patio, hociquea el piso y nada. No hay tierrita para esconder el caracú que lame y lame.

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NADA DE LIRISMO de Ana Arzoumanian fue impreso en la nobilísima ciudad de Buenos Aires, año veintitrés del siglo. TOLLE, LEGE.

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