Cuento de José Monegal

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El drama de Neco Melendes

Montó en pelo, atravesó las maletas por delante, y salió al trote. Enderezó al monte del Pitanguero. Entró por una picada, se apeó, ató el caballo a soga, y maleta en mano se arrimó a la costa. Hizo un buen fogón, recostó la calderita, sacó los aparejos de pesca, encarnó los anzuelos con pulpa de oveja, encajó el roncador de lata que traía en una estaca que clavó en tierra y sobre la lata atravesó las líneas que tendió sobre el arroyo; una de estas, que tenía una boya de tosco pedazo de ceibo, la retuvo en su siniestra mano. Lió un cigarro, que encendió a yesquero, y bebió un buche de caña que en un frasco grande venía. Se sentó sobre el único cuero que le había servido de silla y cayó en una cavilación que hacía días lo torturaba, a pesar de que su voluntad era rechazarla. Cuando rezongó el agua de la calderita, de nuevo abrió la maleta y preparó el mate. Y en un ritmo regular y espaciado comenzó a sorber la bombilla, a tragar del frasco, y chupar el cigarro. Total era la quietud del monte, terso el cristal del agua, inmóvil permanecía la boya. Y la cavilación de Neco Melendes se agudizaba martirizándolo. Había buscado el monte para combatirla; pero aquella profunda serenidad de la naturaleza no hizo más que excitarla. Ya había cambiado una vez la cebadura, bajado el nivel del frasco, y encendido cuatro cigarros. Y el problema seguía royéndole el cerebro… Era domador en la Estancia la Caballada. Hombre grandote, fuerte, un poco amulatado, de ojos negros y mansos y de manso decir. Usaba melena, negrísima, pera larga y tendida.


– 16 – Estaba cierto domingo en el comercio de ramos generales del gallego Álvarez –junto al Paso Blanquillo– pegado al mostrador de la sección pulpería, tomando por turno ginebra caliente y grosella fresca. Este era régimen suyo. En ese cumplimiento iba cuando entraron tres mujeres a la sección tienda de la casa. Irrumpieron en el negocio dando unos ¡güen día! cordiales y sonoros. Eran dos viejas y una joven. Y esta joven era lo más hermoso, lo más fantástico que viera Neco Melendes en toda su vida. Comenzó a mirarla embelesado. La puertita que comunicaba la pulpería con la tienda hacía el marco de aquella belleza. En tal marco entraban las estanterías, los dependientes que atendían, y la bizarra clientela que en ese instante había; pero los ojos de Neco sólo encuadraban a la joven en él, sólo ella una pollera de airosos vuelos; y una boca… y unos ojos… la actitud faquírica de Melendes irradiaba cierto magnetismo. ¡Y la vio sonreírle! Pasó una hora. Ella iba y venía, elegía y compraba, se arrimaba a la puertita y de allí, poniendo tenso el arco de sus cejas, le disparaba una saeta a sus ojos. Y mostraba toda su espléndida dentadura al abrir los labios en una embrujadora sonrisa. Cuando por el imperativo de la compra y del negociado medio la perdía de vista, Melendes apuraba el compás de los tragos. De ahí que a cada aparición de la beldad más lo maravillaba. Bueno; las viejas pagaron y con la joven y once paquetes se fueron. Al campo asomó Melendes y las vio trepar a un sulky y partir camino adelante. Pero al arrancar el anicarcaj y sus labios se alargaron en una risa subyugante. Ese día empezó a forjar el problema que rumiaba Neco Melendes junto al Pitanguero.


– 17 – En el correr del tiempo había podido averiguar el nombre y la querencia de aquella mujer. Se llamaba María Lucinda Báez y vivía en el Rincón del Sauce, no muy lejos del pago. El hombre recorrió cinco o seis estancias domando, y conoció que aquella visión que no le salía de los ojos le trastornaba el trabajo; y no sólo el trabajo sino el comer y el dormir. Hasta en la misma tempestad de los corcovos se le atravesaba. Fumaba sin medida y bebía igual que fumaba. Cierta vez en una súbita determinación ensilló y salió en un galope desalado rumbo al Rincón del Sauce. Cuando asomaron los ranchos de Báez sujetó, los contempló un instante, y tornó riendas. Volvió como alma que lleva el diablo. Ahora estaba allí, junto a la corriente del Pitanguero… Súbitamente zambulló la boya y el roncador crujió bajo el disparo de uno de los aparejos. Y ya sintió el tirón vio que la línea que hacía chillar la lata se le iba. Se tiró y pudo asirla cuando se perdía en el agua. Se enderezó. –¡Pucha, ni que se hubieran combinao, canejo! –masculló entre dientes. Se acomodó y comenzó a bracear tironeando los dos piolines. –¡Gran siete, deben ser machazos los bichos! Y tuvo que poner a prueba su destreza de pescador para emparejar las dos líneas que se sacudían tensas… Hasta que asomaron dos tarariras inmensas, abiertas las bocas feroces, rompiendo en mil pedazos el plácido espejo de las aguas en un torbellino de coletazos. ímpetu que los pescados fueron a dar monte adentro como media cuadra, en tanto él caía a lo largo sobre el braserío del fogón incrustándose el pico de la caldera en el vacío. El agua hirviendo y las ascuas le pusieron resortes en el lomo. Dio un salto que admirara a un yaguareté si lo viera. Y se azotó al agua pues sentía su carne chamuscada más de


– 18 – –¡No, canejo! ¡Viá terminar con esta ligazón! Enfrenó el caballo, levantó la estaca dejando maletas, aparejos y tarariras, y salió llevándose las ramazones por delante. Llegó a la estancia –lenguas de afuera su montado y él– y se enfrentó con el “agregao” Montiel –que era el que escribía las cartas. –¡Escriba, y deseguida, lo que viá decirle! Tan insólita fue la llegada de Neco, tan imponente su actitud, que en menos de lo que un pelado da vuelta el naipe, el viejo se acomodó contra un cajón, papel y lápiz en mano. –Escriba: Señorita María Lucinda Báez, salú. No quiero saber nada más, quiebro con usté. Dende que la vide he andao como alpargata de rengo, basuriao por sotretas, requemao por fogones, escaldao por calderas, dejando la comida, dándome a la bebida, todo por habérseme cuadrao una vez en la tienda y pulpería del Blanquillo ande no hizo más que mirarme y réirse. Asina es que dé por terminada la relación le agradezco. Neco Melendes. Hizo ensobrar el papel, llamó al negro Fortunato Molina, le dio dos pesos y le encargó de llevar la carta al Rincón del Sauce. Ese día, con un caballo de tiro, se perdió de vista. Cruzó la frontera y siguió viaje, se detuvo luego de caminar doscientas leguas… Y menos mal que no recibió la repuesta de Lucinda, enviada por el mismo Fortunato Molina, que decía: –“Señor don Neco Melendes: ni tengo el gusto de conocerlo ni colijo lo de su carta que más parece de hombre ido que de cristiano asentado. Si usté es un mulato grandote que vi en el comercio de Álvarez hará dos meses, le diré que si lo miraba y me reía era por el parecido que le hallaba con un chivo pastor que crió mi tío Perico Báez, no sé si lo conoce y disculpe”. [El Día, Suplemento dominical, 27 de setiembre de 1959]


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