TRANSTORNO DE CONDUCTA “DISOCIAL”
Vivian Gabriela Ruano Peña (202040374)
Balter Orellana Marroquín (202041364)
UNIVERSIDAD DE SAN CARLOS DE GUATEMALA CENTRO UNIVERSITARIO DE EL PROGRESO
Orientación educativa e Intervención Psicopedagogía
Licda. Heidi Magali Grajeda Boche Guastatoya 29 de octubre de 2022

Introducción
En la presente investigación se desarrollará los conceptos básicos, así como una amplia fundamentación teórica que nos explicará la importancia que tiene en la actualidad el trastorno de conducta disocial, es un tema que requiere de mucha atención ya que es trastorno muy común en los adolescentes , por tal razón como estudiantes de la carrera de profesorado de enseñanza media decidimos elegir este tema, ya que constituye un verdadero reto para todos y más en la función de profesor o educador, debido a su causa multifactorial y lo complejo de su intervención. Su prevalencia se ha incrementado en las últimas décadas, y puede ser más elevada en los núcleos urbanos. El trastorno disocial se caracteriza por un patrón de comportamiento anormalmente agresivo o desafiante, que viola los derechos básicos de los otros o las normas sociales, más de lo que sería aceptable para la edad del individuo afectado y las características de la sociedad en que vive. Hoy día las tasas varían en función de la población estudiada y los métodos de análisis: en varones con edad inferior a los 18 años, las tasas oscilan entre 6 y 16 %; y en hembras entre 2 y 9 %, por lo que constituye una de las condiciones frecuentes que se encuentran en consulta a diario, en mayor o menor grado en esta especialidad. Según (Palomero y Fernández, 2001). Nos encontramos en una sociedad en cambio constante en donde la velocidad de dichos cambios ha reducido en gran parte el tiempo de adaptación de las personas. Estos cambios (intergeneracionales, sociales, tecnológicos y comunicativos), crean en muchas ocasiones un desbordamiento de información y la creciente complejidad de que todo lo existente debe ser comprendido por las nuevas generaciones para su integración y desarrollo social. Ante una conducta disruptiva, violenta o agresiva manifestada por un niño o adolescente dentro y fuera del aula, cabe preguntarse, ¿los niños son agresivos porque fueron educados de esta forma o porque nacieron así? Las controversias en torno al origen, desarrollo y mantenimiento de la agresividad han sido objeto de enorme polémica a lo largo de los siglos desde diversos contextos (religión, filosofía, antropología, psicología, etc.), intentando dar una explicación lógica al fenómeno de la

violencia que un ser humano ejerce sobre otro. La agresividad puede entenderse como un estado emocional consistente en sentimientos de odio, furia e ira que propicia deseos de dañar a otra persona, animal u objeto (Gerard, 2002). Este estado puede ser consecuencia de situaciones de alta tensión, presión, distorsión cognitiva ante un elemento considerado provocador, la experiencia previa o la conducta de imitación a otros. Es por tanto un concepto amplio y muldimensional que surge de la interrelación tanto de factores orgánicos como ambientales (Alonso y Navazo, 2002). En el ámbito educativo el trastorno disocial puede generar diversas situaciones que afecte la convivencia entre estudiantes y docentes, es un tema de mucha preocupación para los docentes que no pueden mantener el orden y no saben qué hacer con estos estudiantes, ya que no están preparados para poder orientar correctamente. Es de suma importancia que el docente se informe y busque las herramientas y recursos necesarios para poder ayudar y no hacer un lado a estos estudiantes, las intervenciones a destiempo, la ausencia de ayuda, el exceso o defecto de afecto son todas torpezas educativas que pesan al estudiante
Lo que ellos espera de su profesor es que ejerza su autoridad no mediante la coacción sino con el diálogo. No quieren a los que pretenden imponerse o presentarse como modelos. En este aspecto es importante el papel del profesor, no sólo por la forma de enfrentar los problemas de comportamiento, sino también a la hora de detectarlos, en particular en los casos que no son muy obvios. Para prevenir estas situaciones se debe brindar una atención individualizada a los alumnos con problemas de este tipo de comportamiento, Así como un trabajo de orientación psicopedagógica a maestros y padres, además de la intervención del asistente social. Aunque el adolescente con problemas de comportamiento puede presentar un retraso manifiesto en los aprendizajes académicos, pensamos que son los aprendizajes sociales los que deben constituir el núcleo de los objetivos de intervención.
Los problemas conductuales suelen ser un desafío para el ámbito educativo y para el sistema en general, pues se convierten en dificultades para los profesionales que trabajan con niños y jóvenes. Parece ser que

estas dificultades se presentan en mayor medida en aquellos contextos donde existen altos índices de vulnerabilidad. Tanto familias como profesores, padres y apoderados suelen tener dificultades para tratar a estos adolescentes lo cuales presentan serios problemas para convivir y desempeñar de una manera adecuada su aprendizaje. Las consecuencias que generan los problemas conductuales en el desarrollo humano y educativo de los niños es digno de analizar. Si es un problema recurrente en una era hiperestimulada, globalizada y a su vez de desigualdades a nivel sociocultural es que es necesaria una política pública que se preocupe de diseñar planes de intervención que trabajen desde lo conductual, de manera que si hay estudiantes que presentan dificultades conductuales en su desarrollo educacional sea prudente la ejecución de un método para apoyarlo en su proceso académico.
1. Trastorno Disocial
Se considera Trastornos de Conducta o Trastornos Disociales aquellas perturbaciones del comportamiento, persistentes y reiterativas, en relación con la familia, compañeros y sociedad, que sobrepasan los niveles de tolerancia del medio, estando estos delimitados por los patrones familiares, escolares o sociales establecidos. Los Trastorno Disociales constituyen uno de los trastornos más frecuentes observados en las consultas de Psiquiatría Infanto Juvenil, tanto a nivel hospitalario como ambulatorio y los de más difícil tratamiento. Los Trastornos Disociales han sido estudiados desde hace ya mucho tiempo: a comienzos del siglo XIX Pinel observa una serie de trastornos del comportamiento que no pueden incluirse en las categorías patológicas establecidas entonces, y los denomina ‘‘Manie sans delire’’, Prichard, en 1837, describe a pacientes no psicóticos con conductas antisociales recurrentes, utilizando el término ‘‘Moral Insanity’’, considerando que tenían una perversión morbosa de los sentimientos, de los afectos y los poderes activos’’, y en 1891 Koch denomina a este tipo de trastornos como ‘‘Psicopatía’’. En el siglo XX Kraepelin (1915) considera las conductas antisociales recurrentes como manifestaciones de psicosis frustradas, es decir, que no se presentan con la sintomatología psicótica típica. Otros autores, en aquella época, tipificaron estos trastornos como hereditarios, biológicos. Es en

1930 cuando Partridge introduce el término ‘‘sociopatía’’ para distinguir un grupo de estos pacientes cuyo trastorno no era constitucional, sino ambiental, social. A partir de entonces se ha distinguido entre los psicópatas, como trastorno de personalidad biológicamente determinado, y los sociópatas o trastornos de conducta antisociales o disociales (como se denomina actualmente), como trastornos de la conducta del individuo generada por el aprendizaje o por influencias de su entorno. ‘‘Los Trastornos Disociales o Trastornos de Conducta se caracterizan por una forma persistente y reiterada de comportamiento disocial, agresivo o retador. En sus grados más extremos puede llegar a violaciones de las normas sociales establecidas mayores de las que serían aceptables para el carácter y la edad del individuo y las características de la sociedad en la que vive. Se trata, por tanto, de desviaciones más graves que una simple ‘‘maldad infantil’’ o ‘‘rebeldía adolescente’’. Las formas de comportamiento en que se basa el diagnóstico pueden ser: grados excesivos de peleas o intimidaciones, crueldad hacia otras personas o animales, destrucción grave de pertenencias ajenas, incendio, robo, mentiras reiteradas, faltas a la escuela y fugas del hogar, rabietas frecuentes y graves, provocaciones, desafíos y desobediencias graves y persistentes. Cualquiera de estas categorías, si es intensa, es suficiente para el diagnóstico, pero los actos disociales aislados no lo son.
El DSM IV afirma que ‘‘la característica esencial del Trastorno Disocial es un patrón de comportamiento persistente y repetitivo en el que se violan los derechos básicos de los otros o importantes normas sociales adecuadas a la edad del sujeto. Estos comportamientos se dividen en cuatro grupos: comportamiento agresivo que causa daño físico o amenaza con él a otras personas o animales, comportamiento no agresivo que causa pérdidas o daños a la propiedad, fraudes o robos, y violaciones graves de las normas. El patrón de comportamiento suele presentarse en distintos contextos como el hogar, la escuela o la comunidad’’.
En función de la edad de inicio del trastorno se han establecido en el DSM IV dos subtipos: De inicio infantil, de aparición de alguna característica definitoria del Trastorno Disocial antes de

los 10 años. De inicio adolescente, que comienza después de los 10 años.
2. Causas de los trastornos disociales
En la formación de los Trastornos Disociales del niño y del adolescente intervienen muchos factores que, tratados a tiempo, pueden evitar muchas dificultades posteriores; estos factores interactúan de maneras complejas y su influencia varía en los diferentes eslabones de la cadena causal y también según las fases concretas de la evolución. En esta cadena causal hay que tener en cuenta los siguientes factores:

2.1 Propensión individual: es evidente que las personas varían respecto a su mayor o menor propensión a la conducta disocial. En esta propensión intervienen muchos factores: Rasgos innatos de personalidad: impulsividad, inestabilidad, búsqueda de novedades, agresividad, variaciones en su capacidad de reacción ante las adversidades ambientales, etc. Patrones de conducta aprendidos, estilos de procesamiento cognitivo de sus experiencias, falta de atributos de estatus.
2.2 Influencias sociales: abarcan ámbitos externos de familia, escuela, compañeros, así como la manera adecuada de hacer frente a dichas influencias, los logros académicos y el procesamiento Cognitivo de experiencias.
2.3 Factores provocadores, como desencadenantes o como mantenedores. Figuran aquí aquellas situaciones que predisponen a sentimientos de rabia, frustración y resentimiento, así como necesidades del individuo de poder, rango, estatus o recursos materiales, junto a un contexto que no logra proporcionar unos medios alternativos para responder adecuadamente a dichas emociones o necesidades.
3. Propensión individual
En la propensión individual o vulnerabilidad, intervienen muchos factores, desde los puramente genéticos hasta los más ambientales y sociales. La vulnerabilidad se caracterizaría por la existencia de una serie de factores personales de índole biológica o psicológica, o factores sociales preexistentes que pueden influir
en la aparición, mantenimiento y evolución de las enfermedades. Para una mejor clarificación se van a estudiar estos apartados por separado, teniendo en cuenta la extremada dificultad existente dada la íntima relación entre unos y otros:
3.1Sexo: En todas las culturas se ha encontrado que los trastornos de conducta en general, y los disóciales en particular, eran más frecuentes en varones que en mujeres, afirmándose que aparecen cuatro veces más en los varones que en las mujeres, y que estas conductas tienden a culminar en la adolescencia. Esta diferencia de sexo puede ser debida a factores biológicos y de aprendizaje, teniendo en cuenta que estos se refieren no sólo al diferente aprendizaje de la conducta entre varones y mujeres, sino también al papel que juega la mujer en nuestra sociedad.
4. Factores genéticos:
Es un hecho demostrado en numerosas ocasiones que la conducta disocial se concentra marcadamente en algunas familias y se transmite también marcadamente de generación en generación (Farrington, Barnes y Lambert, 1996). Los efectos de la conducta disocial paterna o materna no pueden explicarse sólo por el deficiente entorno de crianza proporcionado, por lo que es probable que haya un componente genético. Donde se encuentra con mayor nitidez la influencia genética es en aquellos pacientes con hiperactividad. El componente genético de este problema patológico es dominante y representa entre el 60% y el 70% de la varianza o posiblemente todavía más. Hay que tener en cuenta que la hiperactividad es una alteración psicopatológica que conduce con frecuencia a la conducta disocial, como se verá después.

5.Factores perinatales:
Se han buscado otro tipo de causas en las adversidades experimentadas por el feto antes o durante el parto, encontrándose que en una serie de chicos con trastornos disociales existía un bajo peso al nacer,
considerando este problema como posible factor favorecedor de conductas disociales, pero se comprobó también que el bajo peso al nacer estaba relacionado con un estatus socioeconómico bajo, malnutrición y abuso de alcohol por parte de la madre durante el embarazo, etc, por lo que habría que considerarlo todos relacionados. También se ha hablado, como factor predisponente de conductas disociales a la falta de oxígeno durante el nacimiento. Ahora bien, hay investigadores que matizan más estos hallazgos, como Raine et al. (1994, 1996, 1997) quienes afirman que, aunque las complicaciones obstétricas no parecen ir asociadas a la delincuencia adquisitiva, sí van asociadas a la delincuencia violenta, considerada como más disruptiva o disocial. 3.2.1.4. Temperamento y rasgos de personalidad: Muy relacionado con el factor genético está el temperamento y aquellos rasgos de personalidad que, según se ha estudiado, favorecen la aparición de conductas disociales. El temperamento, siguiendo a Cloninger, implica las respuestas automáticas a estímulos emocionales, determina hábitos y emociones, se mantiene estable a lo largo de la vida y está regulado por el sistema límbico del sistema nervioso central. Es la predisposición con la que nacemos y está regulado principalmente por factores constitucionales. Dichas respuestas surgen ya desde el nacimiento, por lo cual, el conocimiento de estas respuestas a edades muy tempranas puede, al menos en teoría, ayudar a predecir conductas disociales. Por ejemplo, White et al. (1990) observaron que cuando un niño era problemático o ‘‘difícil de manejar’’ hacia los 3 años, este factor podía predecir la aparición de conducta disocial a los 11. Dos factores importantes del temperamento que influyen en la aparición de conductas disociales son la impulsividad y la falta o dificultad para controlar dichos impulsos. La distinción entre ambos factores es de una gran dificultad, por lo cual los estudios que los diferencian son muy poco frecuentes; no obstante, es quizá la falta o dificultad de control, más que la impulsividad en sí, lo más importante y a tener más en cuenta en la génesis de los trastornos disociales. Caspi et al. (1995) hallaron que la ‘‘falta de control’’ (factor que combinaba debilidad emocional, inquietud, el no poder mantener la atención por períodos prolongados y negativismo, que se creía que reflejaba una incapacidad para modular la expresión impulsiva) era la dimensión más marcadamente relacionada con una conducta

‘‘exteriorizadora’’ (con alteraciones de la conducta) tal como se manifiesta a las edades de 9 a 15 años. Este rasgo mostraba una importante continuidad con la existencia de un débil autocontrol y de una emotividad negativa en la adolescencia. Tremblay et al. (1994) demostraron que la ‘‘impulsividad’’ (indicada por la inquietud y el exceso de actividad) medida cuando los niños estaban en el jardín de infancia era un buen rasgo de predicción de conducta disocial a la edad de 13 años. White et al (1994) encontraron que la impulsividad en la conducta (como hacer cosas sin pensarlas o planificarlas) era un rasgo de predicción de conducta disocial más fuerte que la impulsividad cognitiva. Así pues, el bajo autocontrol, que surge cuando se le exige aplazar una satisfacción, se ha encontrado relacionado con lo que se denomina conducta ‘‘exteriorizadora’’ (perturbadora o disocial) pero no ‘‘interiorizadora’’ (dificultades emocionales). Un último dato sobre este tema lo dio Quinton et al. (1993) al afirmar que los individuos que daban muestras de planificación en la adolescencia tenían mejores resultados sociales en la vida adulta y un índice más bajo de conducta disocial. Tradicionalmente se ha trazado una distinción entre agresividad hostil o afectiva (reactiva) e instrumental (proactiva), asociando solamente la primera con la impulsividad. La agresividad se establecía como un predictor de conducta antisocial. La asociación más poderosa se produce con la combinación del rechazo de los coetáneos y la agresividad. Además de la impulsividad y/o falta de control de dicha impulsividad, existen otros rasgos temperamentales importantes que pueden tener relación con las conductas disociales, que son el de ‘‘búsqueda de novedades’’, que produce una reacción muy intensa a los estímulos nuevos, por lo que siempre están buscando emociones y situaciones nuevas, y la ‘‘dependencia de la recompensa’’ que determina la tendencia del individuo a actuar buscando la aprobación y aceptación del entorno, con respuestas intensas a cualquier signo de recompensa, por lo que siempre están intentando realizar actos que impliquen recompensas de parte de los demás. Ambos factores asociados son factores de riesgo para las conductas disociales. También se ha dicho que la timidez, en combinación con la agresividad, es un factor de riesgo de conducta antisocial.

6. Factores cerebrales:
Se habla de factores cerebrales cuando se refieren a aquellas actividades superiores de este sistema, es decir, la inteligencia, el razonamiento cognitivo, las posibles alteraciones cerebrales que favorezcan la aparición de conductas disociales, etc. En principio cabe decir que ya desde hace tiempo se ha investigado
la relación entre alteraciones cerebrales y agresividad y su correlato conductual, la violencia. Así, Williams (1969) encontró que las 2/3 de la población estudiada por él de criminales agresivos violentos tenían EEG anormales, y Lewis (1982) también encontró que el 25% de los delincuentes juveniles presentaban un EEG anormal, signos todos ellos de algún mal funcionamiento cerebral. Aún hay más, Mednick et al. (1981) hallaron una relación entre el ritmo alfa lento en el EEG y una conducta delictiva posterior en chicos preadolescentes. Aunque algunos investigadores no han encontrado dicha relación, como Jones en 1955 y Hsu en 1985, el hecho está ahí y puede implicar que en el funcionamiento del cerebro existe alguna disfunción focal o difusa que activa alguna alteración no detectada o alguna predisposición genética. En Psiquiatría se valoran ciertos signos neurológicos llamados ‘‘menores’’ ‘‘blandos’’ o ‘‘soft’’ que, aunque no sean característicos de alguna o algunas enfermedades psiquiátricas, indican la existencia de alguna alteración ligera o mínima; estos signos se refieren, entre otros, a la atención, lenguaje, etc., que se estudian con exámenes neuropsicológicos bien fundamentados. Así se ha encontrado que los chicos con trastornos disociales poco socializados daban puntuaciones más altas en estas pruebas, relacionados sobre todo con déficits neuropsicológicos en el área de la atención y del lenguaje, por lo que se piensa que algunas formas de conducta agresiva disocial parecen estar mediadas por diferentes sistemas neurofarmacológicos. Moyer (1968) y otros autores han sugerido que existen ciertos sistemas funcionales organizados de manera innata en el cerebro de los mamíferos que permite que aparezcan respuestas agresivas bajo adecuadas condiciones estimulantes, e inversamente que existen otros sistemas funcionales que pueden inhibir estas conductas. Estos sistemas de control parecen estar situados en el cerebro límbico, en particular en el complejo amigdalino, el hipotálamo y la sustancia gris central. También

se ha estudiado la inteligencia de aquellas personas con trastornos disociales, sobre todo los que han cometido actos delictivos, y se ha relacionado una inteligencia baja con una conducta disocial delictiva. Por ejemplo, se ha observado que los niños disociales tienen muchas menos probabilidades que los demás de tener éxito en los exámenes y muchas más de abandonar el colegio antes de tiempo, lo que indicaría un déficit intelectual, además de otros factores. Este déficit se observa especialmente en las capacidades verbales y en las funciones cognitivas que tienen que ver con la planificación y la previsión. Los adolescentes que desarrollan una conducta disocial pasajera no difieren apreciablemente en sus puntuaciones cognitivas de la población general, pero sí los que presentan una conducta disocial permanente. Se ha indicado que los niños disociales están quizá menos capacitados en los aspectos de ‘‘inteligencia social’’ y por lo tanto tienen más probabilidades de comportarse de maneras inapropiadas. Es posible que estas deficiencias cognitivas que incrementan el riesgo lo hagan porque supongan alguna deficiencia en la detección intención estímulo o en la planificación previa al decidir cómo responder a los desafíos sociales. Esto lleva a plantear si el problema es que tengan un nivel intelectual algo más bajo (aunque pueda estar dentro de límites normales) o bien sea una deficiente utilización de su inteligencia por no procesar de modo adecuado la información que reciben. Utilizando el símil del ordenador, todo individuo recibe del exterior una serie de estímulos (visuales, auditivos, táctiles, etc.) que procesa a fin de dar una respuesta adecuada a ellos, a la vez que guarda dicha información en su cerebro, al igual que las posibles respuestas, para otras ocasiones, lo que constituiría el inicio de la experiencia, al saber cómo elegir la respuesta adecuada en otras situaciones más o menos similares. Pues bien, se piensa que los niños y adolescentes con conductas disociales tienen un tipo de procesamiento de la información social distorsionado, caracterizado por una tendencia a atribuir equivocadamente una intención hostil a un acercamiento social neutral o ambiguo, una tendencia a hacer malas interpretaciones negativas y una tendencia a fijarse en estímulos sociales agresivos en detrimento de los no agresivos (Dodge y Schwartz 1997). Este estilo de procesamiento representa más una tendencia en el procesamiento en vez de una

deficiencia cognitiva como tal. Pero estas posibles alteraciones funcionales cerebrales, esta utilización deficitaria de su inteligencia, este procesamiento distorsionado de la información deberá tener sus correlatos bioquímicos en el cerebro, ya que toda actividad cerebral lleva implícita una actividad bioquímica en el cerebro. Muchos autores han investigado en este campo: Stoff et al. (1989) encontraron altos niveles de una enzima plaquetaria, la Monoaminooxidasa (MAO), que metaboliza los neurotransmisores cerebrales en niños con Trastornos de Conducta. Y Brown et al. (1982) relacionaron las conductas disociales con alteraciones en el metabolismo de la serotonina, uno de los principales neurotransmisores. Corroborando este hallazgo, se ha encontrado niveles inferiores del Ácido 5 Hidroxiindolacético, producto principal del metabolismo de la serotonina (5HIIA) en el líquido cefalorraquídeo en varones jóvenes con trastornos de personalidad y que desarrollan una conducta impulsiva o agresiva gravemente anormativa.
7. CONCLUSIONES
1. Los Trastornos Disociales en la adolescencia suponen un factor importante de preocupación para todos los profesionales que se dedican a tratar con este grupo de edad, ya sean como profesionales médicos, como juristas o como pedagogos. Su frecuencia, la gravedad de sus manifestaciones y su evolución, hacen a estos trastornos objeto de una actuación urgente y amplia. Aunque el número obtenido de adolescentes con Trastornos Disóciales puede ser considerado como relativamente pequeño, cuando se compara con otros trastornos, las consecuencias que puede tener la falta de actuación por parte de la Administración, pueden ser desastrosa a corto y largo plazo.
2. En este trabajo se ha tocado de modo muy superficial el tema de la relación entre trastorno disocial y delincuencia a fin de no volver el tema como algo legal su relación es evidente. Es muy frecuente encontrar ente los adolescentes disociales problemas con la Justicia, por otra parte, obvio, dada la definición de

conducta disocial como aquella conducta fuera de las normas sociales. En muchas ocasiones, estos encuentros con los órganos judiciales conducen a que sean apartados de sus familias, de su entorno, con dos finalidades, una de ellas es la protección de la sociedad y, la otra, posiblemente más importante, la posibilidad de ser sometidos a una reeducación y adaptación a la sociedad. Pero resulta que no existen hasta el momento los medios adecuados para realizar esta adaptación, resultando así simplemente un alejamiento de la sociedad, de por sí y solamente eso, es perjudicial, ya que al llegar a la mayoría de edad, o a la finalización de sus ‘‘penas’’, salen de nuevo al mundo con un bagaje disocial probablemente mayor En general, los Trastornos Disóciales leves y muchos de los moderados son atendidos y tratados correctamente en los Centros de Salud Mental Infanto Juvenil de la Comunidad, en colaboración con los Servicios Sociales, pero para los más graves no existen centros adecuados para su tratamiento.
3. Los Trastornos Disóciales requieren un tratamiento que abarque las diferentes facetas que se ven perturbadas: psíquica, escolar, familiar, social. Para el tratamiento de los más graves se necesita una red integrada que vaya desde su internamiento en Centros terapéuticos, estancias en Centros de Día, hasta Centros Ambulatorios de Salud Mental Infanto Juvenil, a fin de lograr su plena integración social, escolar y familiar. Tanto los Centros en régimen de internamiento como los Centros de Día, han de ser psicopedagógicos, es decir, que abarque una asistencia psiquiátrica, psicológica, psicoterapéutica del paciente y de la familia, y pedagógica, ya que la mayoría de ellos están en edad de escolarización obligatoria, los centros deberán estar dotados de suficiente personal especializado en el tratamiento de adolescentes, es decir, psiquiatras infanto juveniles, psicólogos clínicos expertos en adolescentes, psicoterapeutas de familia, profesores de enseñanza secundaria, trabajadores sociales con especial dedicación a infancia y adolescencia sean atendidos en ellos.

8. Referencias
JOSÉ LUIS DE DIOS DE VEGA (2002), TRASTORNOS DISOCIALES EN LA ADOLESCENCIA ESTUDIO DE SU INCIDENCIA EN LA COMUNIDAD DE MADRID https://www.observatoriodelainfancia.es/ficherosoia/documentos/3092_d_2002transtornos_di sociales_defensor_menor_madrid.pdf
