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mayo 2014

y la supervivencia, que tenía efecto entre las gentes de mi pueblo, desde tiempos ancestrales. Cogiendo la mano de mi hermana, que estaba a mi lado, más nerviosa y asustada que yo, íbamos de un lado a otro, mirando y observando todo lo que ocurría a nuestro alrededor. Sobre todo nos fijábamos en los tableros, uno con los aperos, las canastas, los barreños, los pucheros y paños de lino blancos, que había traído mi madre y sobre el otro tablero, en el que aparecían esparcidos en cierto orden, los ganchos, la afilada hacha, los cuchillos de diferentes medidas y los cazos de pelar el cerdo, con sus mangos de madera, descoloridos por la acción del agua hirviendo y que simplemente al verlos nos angustiaban y causaban respeto. Con gran soltura y maestría, el tío Aguarroyas afilaba los diversos cuchillos, con la negra piedra de afilar, limpiaba cuidadosamente todos los enseres y tanteaba el filo del hacha en un fardo de cañas cercanas, mientras pedía a mi madre Mercedes, que avivara el fuego del hogar de la cocina, que había al otro lado del descubierto del corral, para poder calentar pronto el agua del gran caldero de cobre, que pendía de la ahumada cadena y que serviría para escaldar al tocino y poderlo limpiar de todo el pelo que lo cubría por completo. En medio del descubierto del corral, habían preparado con la puerta de una de las tocineras vacías y varios trozos de un tronco serrado, una especie de mesa baja, donde se desarrollaría todo el trabajo de la matanza, sendos cubos de agua hirviendo, lanzados sobre la improvisada mesa, dejó preparado el escenario. El tío Aguarroyas pasó a mi lado sonriendo y me animó a que le siguiera, mas yo me quedé clavado donde estaba, viéndole adelantarse hacia la porquera, donde el cerdo gruñía y pateaba la puerta al sentir nuestra presencia. Se acercó a la puerta, con sus botas de goma negra y las mangas de la camisa remangadas, a pesar del frío y con un gran gancho en la mano derecha, le hizo la señal a mi padre, para que abriera la cochinera, donde se re-

nuestra historia

volvía y resoplaba el animal. Mi hermana y yo presintiendo lo que se avecinaba, nos subimos corriendo a la escalera que conducía al pajar y nos acurrucamos en el último rellano, expectantes. Mi madre, en la cocina atizando el fuego, que había hecho hervir ya el agua del caldero de cobre, esperaba el momento de poder ayudar. Mi padre con una mano el lo alto de la puerta de la porquera y la otra en el cerrojo que abría poco a poco, mientras que el cochino forcejeaba y escandalizaba, a más no poder, esperando el pienso de la mañana. El tío Aguarroyas a pocos metros de la puerta, con las piernas entreabiertas, un poco encorvado y con el gancho cogido con las dos manos, esperaba el momento en el que la puerta se abriera del todo y saliera por fin, el animal con el que tendría que lidiar aquella mañana. En estos momentos de tensión y atención máxima, no se oía otra cosa que el escándalo que hacía el cochino. De repente un agudo chirrido y el viejo cerrojo, dejó la puerta libre y ésta se abrió violentamente, empujada por las patas delanteras y la fuerte cabeza del animal. De pronto apareció el ejemplar, que lo vi terrible y amenazador, saliendo a toda carrera buscando un objetivo, mas ésta fue corta, porque adelantándose un poco, el tío Aguarroyas y con soltura y decisión, enganchó fuertemente de la papada al animal, que rápidamente tiró hacia atrás, mas el certero golpe del gancho lo mantenía en su sitio y sujetándose la parte trasera de éste, convenientemente curvado, en su pierna izquierda, con gran destreza y una fuerza que me asombró, agarró al cerdo por las orejas y lo fue acercando a la improvisada mesa, preparada en el descubierto del corral. La pelea era titánica, los gruñidos y resoplidos ensordecedores, con las pezuñas clavadas en el suelo y ayudado por mi padre que lo empujaba desde detrás del verraco, arrastraban al enfurecido animal, que les amenazaba enseñando sus afilados colmillos, tirando espuma y sangre por la boca. Mi madre se parapetó detrás de la puerta, partida por la mitad horizontalmente, que protegía la cocina y mi hermana y yo subién-

donos unos escalones más de la escalera en la que nos refugiamos, presenciamos asustados la terrible pelea, entre el arrojado matarife pelirrojo y el indómito animal que se resistía bravamente a su destino. Con el animal bien sujeto y exhausto por la violenta lucha, fueron apoyándolo en la improvisada mesa y al fin lograron echarlo encima de ella. Con el gancho bien clavado en su lugar preciso y el otro extremo sujeto en la pierna del matarife, inmovilizada la cabeza y las patas delanteras del animal contra las tablas, mientras mis padres dominaban como podían las patas traseras del pesado tocino. El tío Aguarroyas eligió uno de los cercanos cuchillos, bien afilado, ancho y brillante y con decisión lo colocó en el lugar justo, procediendo al degüello del jadeante gorrino. En lo alto de la escalera, mi hermana y yo, nos tapamos los ojos unos instantes y poco a poco, se fueron calmando los gruñidos y bufidos, que tanto nos asustaron. Al intentar mirar de nuevo la escena que acaecía en el centro del corral, mi madre nos tapaba con su cuerpo agachado, todo lo que allí ocurría, mientras «regiraba» la sangre que brotaba a borbotones de la profunda herida y se recogía en el barreño grande. Vimos al tío Aguarroyas, poderoso dominando la situación, con la pierna izquierda sujetando todavía el gancho y la otra con la rodilla clavada encima del animal. De pronto, la calma y el silencio se apoderó del entorno, todos los animales del corral habían callado, sólo se oía el hervir del agua en el viejo hogar y la respiración profunda del sudoroso matarife; todo había terminado, gracias a Dios. Lentamente fue aflojando la presión que ejercía sobre el animal, quitó su rodilla del costado del cerdo y el gancho de su pierna. Al ver el gorrino, quieto y desangrado ya, le soltó la punta del gancho de la garganta y tras resoplar con fuerza y estirar lentamente los brazos, se limpió el abundante sudor de su cara y cuello, con uno de los paños que le ofreció mi madre, mientras decía….. —Bueno, bueno… Bravo animal, ¡sí señor! Cómo se resistía el «jodío», y mirando hacia donde estábamos nosotros agazapados en lo alto de la escalera del pajar, nos dijo sonriendo. —¡Eh!, zagales, venir «paquí», no tengáis miedo!, ¿no queréis la «bochita»? Pues está claro que queríamos aquel esperado regalo, con que se premiaba a todos los chicos en el «matacerdo», pero todavía estábamos impresionados por todo lo visto y oído …y no teníamos muchas ganas de abandonar aquel nuestro refugio, por si acaso. Mi madre se retiró ya con el barreño marrón, en el que había recogido la sangre del cerdo, tan necesaria para el «mondongo», que empezaríamos aquella misma tarde en casa, guardándola en lugar seguro, tapándola con uno de los paños blancos que había traído aquella mañana. En el fuego del cercano hogar, el caldero de cobre rebosante de agua hirviendo, estaba ya apunto para la siguiente operación, el escaldado de la piel, con el fin de dejarla limpia de todo el pelo, ayudados con una especie de


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