


El calor de aquel verano se apagaba, las tardes de playa se alejaban y los largos días daban paso al primer día de escuela.
Naia estaba inquieta; le dolía la barriga, como si unas mariposas revolotearan con fuerza dentro de ella.

Sentada en su cama, imaginaba cómo sería aquel primer
día: conocer a los otros niños y niñas de la escuela, si querrían jugar con ella, compartir pequeños momentos, si escucharían alguna de sus ideas divertidas y hasta si vivirían grandes aventuras fantásticas.



Cada vez que le llegaba un nuevo pensamiento, también lo hacía una nueva mariposa. Aquella sensación no le gustaba demasiado; siempre aparecía cuando tenía que ir a un lugar nuevo, cuando vivía cambios importantes o cuando tenía que enfrentarse a situaciones nuevas. Naia se preguntaba qué podía hacer para que esas mariposas dejaran de moverse con tanta fuerza.
