

SILENCIOS O VALENTÍA
XAVIER VÀZQUEZ DOMÍNGUEZ
Zambullida
Lo más cerca que estuve de la felicidad fueron aquellos momentos de mi niñez en que visitaba a mi abuela, cuyo nombre de pila era precisamente ese, Felicidad. Y para ser sincero, jamás pude saber si aquella mujer arrugada, desvalida y con manifiestos síntomas de demencia senil fue feliz en algún momento de su vida. Pero el caso es que, aunque siendo ella la Felicidad en persona, ante mis ojos de niño, todo parecido con el concepto popular de felicidad era pura ficción. Tengo para mí que, en aquellos lejanos días de verano en los que mis padres cargaban conmigo como si fuera una maleta más y me soltaban en su tórrido y blanco pueblo andaluz, fue cuando literalmente más cerca estuve de la verdadera felicidad. Eso sí, una felicidad poco seductora; una felicidad poco inspiradora, y una felicidad, en todo caso, que desde ese mismo momento ya instalaría en mi subconsciente un concepto algo cuestionable acerca de esa mágica palabra de la que todo el mundo habla y que tan pocos saben capturar. ¿Será que la felicidad no es la meta en sí misma?
¿Será que nos dejamos obnubilar por el sobrecargado significado de la palabra felicidad y que, llegado el momento de saborearla, tampoco es para tanto? ¿Será que nuestra moderna sociedad consumista ha querido intencionadamente convertir la felicidad en una suerte de Meca y a todos nosotros en sus insaciables peregrinos? Una coyuntura que ha hecho de nosotros unos galgos con afán voraz de perseguir «conejos de la felicidad», yendo en busca de placeres perecederos y acumulando experiencias inauténticas que conducen a la supuesta conquista de la felicidad. ¿Nos hace realmente felices hacernos con ese flamante auto de los paneles de publicidad que vemos al estar esperando en cualquier semáforo en rojo? ¿Seremos seres humanos más felices después de haber subido unas fotos en nuestras redes del restaurante recomendado por el bloguero gastronómico de moda? ¿Pensáis que, cóctel en mano, tumbándonos sobre la fina y blanca arena de una playa caribeña, rodeados de cocoteros y frente a un rutilante mar transparente, necesariamente seremos seres felices? Me gustaría pensar que la gran mayoría creéis que no, ¿verdad? Que la felici-
Xavier Vàzquez Domínguez
dad debe de tener que ver con algo distinto a ese esquema de inmediatez con el que hoy nos masacran desde los medios de comunicación. «¡Haz tal cosa! ¡Escápate allí! ¡Prueba esto! ¡Vive tal experiencia! ¡Adquiere tal propiedad… y empieza a disfrutar ya! ¡Y serás feliz!». «¿Seguro?», me pregunto yo. Mucho me temo que no. O al menos me resisto a pensar que mi propia felicidad transcurre por esos cauces. La experiencia me ha mostrado que la felicidad no se halla en esos estímulos efímeros que, una vez logrados, solo aspiran a proporcionarnos un placer transitorio, sino que, lejos de esos planteamientos consumistas, a la felicidad se llega recorriendo un largo camino interior. Los momentos de felicidad no los satisface una tarjeta de crédito. Al contrario, en la propia felicidad hay implícita una cuota de esfuerzo personal. He convenido en llamar felicidad a esa sensación pasajera que surge de la consumación de un proceso donde se juegan nuestros más movilizadores deseos. La felicidad es esa hermosa y fugaz flor que ha echado raíces dentro de nuestra esencia y llega a lucir brevemente después de un proceso que requiere dedicación, pasión y paciencia. Lo más entrañable de todo ello es que la felicidad viaja dormida, sin que ni siquiera lo sepamos, dentro de lo más profundo de nuestro ser desde el mismo momento que concebimos un sueño. Lo increíble es que, cuando ese sueño se hace realidad, entonces el mundo parece ser un poco más justo y se convierte en un lugar que, por un momento, contemplamos con los ojos de seres inmortales. Porque la felicidad nos hace flirtear con la eternidad. Cuando nos recorre la felicidad, nos liberamos por un breve instante de nuestros grilletes de simples mortales. En la auténtica y sincera felicidad nos invade un deleite tan inconmensurable que nos convertimos en seres infinitos, omnipotentes y casi divinos. Somos semidioses por un instante cuando la felicidad despliega sus alas en torno a nosotros. Y esa felicidad que tantos ríos de tinta ha hecho correr; esa felicidad que a tantos filósofos y pensadores ha llevado años de estudio comprender; esa felicidad que, en la actualidad, con tanta banalidad, nos intentan colar con placeres mundanos; esa felicidad no se juega en el catálogo de una agencia de viajes, en el escaparate de una joyería o en la consulta de un cirujano estético. Esa felicidad se juega en nuestra mente. Seremos seres en paz si nuestros actos del día a día nos acercan a la consecución de esos sueños que debemos tejer para acariciar esa mágica eternidad de la que os hablaba.
En las más neblinosas y recónditas estepas de nuestra psiquis, se libra una incesante batalla entre el soy, el fui y el sería. Mientras en el fui reina el recuerdo, es en el soy, escondido y volátil, donde realmente habita un atisbo de felicidad. El recuerdo es la antesala del olvido. Aquel oscuro lugar donde todas las experiencias que nos han marcado se amontonan antes de ser devoradas por el olvido. Pero tengamos doblemente cuidado, porque no es la amenaza del recuerdo la única a la que tendremos que hacer frente. A la par, y con idéntico peligro, emerge su hermana esperanza. Mientras el recuerdo sitúa la felicidad en aquel regodeo que experimentamos cuando nos recreamos rememorando viejos episodios de nuestra historia que no volverán, la esperanza, por su parte, posterga la anhelada felicidad a un futuro incierto que jamás llega. Recuerdo y esperanza, he ahí dos trampas que nos atrapan privándonos de la felicidad. ¿Qué tan a menudo vemos a personas que transitan la vida mirando a través del retrovisor del recuerdo? ¿Cuántos de vosotros no conocéis a quienes depositan todas sus cartas ganadoras a la esperanza? Sea como sea, el recuerdo y la esperanza nos agarran, como si de dos hermanos siniestros se tratara, cada uno de una mano, para ser inevitablemente arrastrados hasta la presencia de su madre, la muerte. Pasando por encima de nuestros sueños. Si hay un atajo hacia la muerte es transitar la vida de mano del recuerdo y la esperanza. Sin embargo, no está todo perdido. Existe una posibilidad de llegar a la felicidad. No en el ayer, tampoco en el mañana, sino poniendo los pies y la mirada en el presente. En el aquí y en el ahora. Cicerón lo llamó el hic et nunc y es ahí donde podremos librarnos de las fatales presencias del recuerdo —el fui— y la esperanza —el sería . La felicidad, por tanto, pasa inexcusablemente por tomar plena conciencia y permanecer con los cinco sentidos puestos en el soy, en el ahora. Requiere que nos sumerjamos de lleno en la realidad para capturar ese breve instante de gloria al que llamamos precisamente felicidad. Un instante que apenas llega a colmar nuestro ser, se desvanece, porque su naturaleza es frágil, volátil y jamás plenamente satisfactoria. Es una felicidad imperfecta, pero es, al fin y al cabo, nuestra humilde felicidad humana. La única felicidad que, al margen de los cuentos de Disney, es realmente posible. Y ese será mi devenir. Ir tras un suspiro de felicidad que, desde mis deseos, haga más amable el camino ineludible hacia la muerte.
Xavier Vàzquez Domínguez
Me gusta imaginarme mi vida como un ejercicio de funambulismo. A un lado, ya atrás, mi nacimiento, y, del otro lado, en frente y cada vez más cerca, la muerte. Entretanto, en medio, haciendo equilibrios, se sostiene sobre el precipicio este ser que habito. Cumplida buena parte de la travesía, ¿cuántas veces el vértigo del doloroso recuerdo no se enreda en mi andar y lleva mi mirada hacia el abismo del pasado? Entonces emergen voces e imágenes que me embaucan, como cantos de sirena, atrapan mi pensamiento y paralizan mi voluntad por algo que ya no regresará. Asimismo, me cuido del ansia desmedida por querer avanzar precipitadamente hacia mi voluntad, puesto que, en una espiral sin fin, me haría tropezar, volver a empezar y andar con desatino. Por tanto, ni la contemplación de lo que atrás quedó en el alambre ni las ansias por querer adelantar camino sin mesura son buenas compañeras de viaje. Sin embargo, existe algo llamado deseo que me alienta, paso a paso y tomando riesgos conscientes, mientras me acerco a esa otra orilla del barranco que, un día, tarde o temprano, todos pisaremos. Y aunque cada deseo logrado esconda un poso de insatisfacción, quiero yo que la muerte me alcance dando un nuevo paso y no acobardado, encogido de miedo y tembloroso, sentado sobre el fino alambre, resignado a no avanzar. Porque en esta azarosa andadura sobre el alambre que llamamos vida, solo yendo tras mis deseos, podré fugazmente capturar ese suspiro de felicidad de la que empecé hablando en mi disquisición.
Y hablando de felicidad, algún suspiro de ella espero encontrar en el viaje que estamos a punto de emprender. Oigo cómo se abre la puerta y eso quiere decir que debo abandonar al instante la escritura y dedicarme a tareas más mundanas… —Supongo que recuerdas que mañana a las seis embarcamos… Imagino que ya has revisado tu equipaje para que no olvides nada, como te suele pasar siempre que salimos de viaje —me dice Oihane al entrar—. Aquí te dejo pasta de dientes y el gel de baño, que he parado en el súper para comprártelo como me habías pedido.
—Ni siquiera me había dado cuenta de la hora que era… Me quedé atrapado en la escritura…, intentando redondear una idea, y perdí la noción del tiempo. Ahora me pongo a ello, ¡no te preocupes! ¿Tú qué tal? ¿Cómo te fue el último día de trabajo?
Todo cuanto le escucho decir son refunfuños incomprensibles mientras se aleja rumbo al baño para darse una ducha. Me levanto y voy a empacar lo necesario para pasar cuatro días de desconexión en la primavera veneciana. Siempre he querido visitar Italia. Desde muy pequeño he asociado el país transalpino con un sinfín de atractivos. Desde su historia y su arte milenarios, sus variopintos paisajes y su rica gastronomía al especial atractivo que le encuentro a la musicalidad del idioma. Todos ellos son motivos poderosos para que me sienta profundamente emocionado al saber que, en pocas horas, estaré paseando por suelo italiano y, lo que es mejor, junto a la persona que en estos momentos con su sola presencia colma cada uno de mis días como nunca antes había sospechado. No es ver Venecia lo que se me antoja como algo maravilloso, es descubrir sus calles junto a ella lo que me tiene en vilo y, a pocas horas de partir, hace que aún me restriegue los ojos con incredulidad. Viajaré a un lugar siempre soñado y junto a ese ser maravilloso que ahora demanda mi atención y me pide que le acerque una toalla seca…
—Toma, niña, ahora mismo empiezo con lo de la maleta.
Extiende el brazo y, a continuación, con su piel desnuda impregnada de pequeñas gotitas, me mira a los ojos y, con una media sonrisa, sacude suavemente la cabeza como expresando la paciencia con la que debe armarse para convivir con mi parsimonia. Mientras salgo del cuarto de baño, la escucho decir:
—¡No te puedes hacer una idea de las ganas que tengo de que llegue mañana! ¡Parecía que este día soñado nunca iba a llegar!
Vuelvo sobre mis pasos y, sorprendiéndola mientras se aplica la leche hidratante, la beso por la espalda sin que me vea llegar y le digo:
—Y yo, bonita, pero cada día a tu lado es un día soñado… ¡Nunca lo olvides!
Los cabos sueltos
Quedan en la cafetería donde habitualmente se reúnen para ponerse al día de sus cosas. Es habitual que esas charlas entre las dos amigas fácilmente se alarguen la tarde entera. Realmente no se ven mucho, o lo hacen menos de lo que las dos quisieran, así que, cuando se encuentran, se desata una conversación inagotable que, a ambas, dicho sea de paso, les sirve de mutua contención. Valeria y Oihane se conocen desde que, hace años, coincidieron fortuitamente como compañeras de trabajo. Pese a que el destino había separado sus caminos, siempre conservaron esa amistad extraordinaria gestada en una época en la que ambas encontraron en la otra el apoyo que precisaban para transitar unos momentos emocionalmente delicados para las dos. Valeria y Oihane se acogen a ese efecto sanador que algunas amistades hallan tras sus emotivas charlas. Después de unas horas de terapia compartida, ambas se sienten reconfortadas, así que, cuando se dicen adiós y regresan a sus respectivas vidas, cada una sabe que más allá de sí mismas hay una fiel amiga que, pase lo que pase, siempre acudirá a su llamada. Una vez más, surge la imperiosa necesidad que tiene el ser humano de sentirse escuchado. De que exista alguien que le dé un lugar y lo reconozca. Como si una fiel amistad fuera algo así como un comodín que nos guardamos en la manga, tanto en caso de que la vida nos maltrate y nos ponga en aprietos como cuando, por el contrario, la fortuna nos sonríe y disponemos de ese ser que inexcusablemente festeja nuestras más sonadas alegrías. Fue tal la empatía que se generó entre ambas en aquella etapa convulsa en la que se conocieron que, aunque no hubieran sellado ningún pacto, implícitamente se vinieron a prometer que, cuando la vida las pusiera en aprietos, siempre iban a contar con su respectivo apoyo para alentarse y poder salir adelante. Esta vez es Oihane quien ha convocado a Valeria en su habitual cafetería. Normalmente, quien pone sobre aviso a la otra es aquella que precisamente está pasando por un momento más delicado. Después de pedir a la camarera y arrancar la conversación
con cuestiones poco trascendentes acerca de cotilleos sobre amigos en común y las novedades de sus respectivos trabajos, por fin, Valeria asalta con una pregunta directa:
—Bueno, dime, ¿cómo os va a Fran y a ti? Ya habrá empezado con la recuperación después de la operación, ¿verdad? El pobre chico creo que le está poniendo mucho coraje con el brazo tan maltrecho y sin faltar al trabajo un solo día… Y dentro de lo malo… ¡menos mal que puedes estar tú para echarle una mano con todo!
—De eso precisamente quería hablarte…, de Fran. Ya lleva bastantes semanas yendo cada mañana a rehabilitación y la verdad es que, aunque tiene dolores, últimamente está mejorando bastante… Así que, por ese lado, estoy tranquila después del tremendo susto que me dio… Pero no es eso lo que me preocupa, Valeria… Él es muy cabezota para eso… No creo haber conocido nunca a nadie con tanta fuerza mental y determinación. Conociéndole, su recuperación es solo cuestión de tiempo —explica Oihane.
—Sí, bueno…, ya me imaginaba que no era del accidente de lo que querías hablarme… Algo no marcha bien, ¿no? Cuéntame…
—Este domingo estuve a punto de dejarle… —revela Oihane sin disimulo.
—¡Qué me dices! Pero ¿qué os pasó?
—No sé… Puede que sea yo… Llega un punto en que ya no lo sé… El caso es que dormimos juntos aquella noche… Estaba siendo un fin de semana maravilloso… Además, el día anterior tampoco recuerdo que sucediera nada especialmente llamativo, pero, cuando abrí los ojos, él no estaba. No le escuché marcharse. Pero me entró un pánico irreprimible al verme sola en su casa…, a oscuras…, sin que estuviera a mi lado para poderlo abrazar. En aquel momento, lo veía todo negro y, de pronto, con su ausencia, se instaló en mi cabeza la idea de que yo no significaba nada para él.
—¿Pero qué pasó? ¿Desapareció sin más? —la interrumpe Valeria.
—No, no, nada de eso… ¡Si yo ya sabía que se había ido a correr! Alguna vez ya te he explicado que a él le encanta salir bien temprano por la mañana a ver amanecer mientras corre. Lo que me hizo sentir tan mal no fue el desconocer dónde estaba… En el fondo, creo que lo que me hizo tanto daño fue entender que él se prioriza a sí mismo
Xavier Vàzquez Domínguez
en vez de pensar que quizá yo pueda sentirme humillada al ver que, la única mañana que nos podemos despertar juntos, él prefiriere hacer la suya, ¿me entiendes? —explica Oihane con cierto nerviosismo al recordar la situación.
—Sí, creo que entiendo por dónde vas… ¿Y cuál fue entonces tu reacción cuando él volvió? ¿Qué os dijisteis?
—Ahí es donde vienen mis contradicciones… En el instante en que abrí los ojos, me superó el hecho de darme cuenta de que me había despertado sola, como si fuera un día cualquiera que hubiera dormido sola en mi casa. Pero cuando recapacité un poco después de haber escuchado sus razones, entendí perfectamente que lo que él me planteaba no era nada que hubiera hecho desde el egoísmo o la indiferencia. Simplemente me dijo que cuando él se despertó y vio que yo aún estaba profundamente dormida, decidió dejarme descansar tranquilamente un ratito más mientras él sal ía a correr y así, cuando volviera, venir a darme un beso de buenos días a la cama con el desayuno ya listo sobre la mesa.
—Te sigo. Tú ahí, tirada en la cama, habías armado en tu mente una historia que rozaba lo catastrófico, mientras que él, sencillamente, había arrancado su día como suele hacerlo y sin considerar que dejarte sola en la cama podía hacerte tanto daño —analiza Valeria.
—Sí… Se podría decir así… El caso es que, cuando lo escuché llegar, yo aún estaba totalmente cegada. Me levanté y, en efecto, lo encontré en la cocina preparando el desayuno como si nada y completamente ajeno a la tormenta que se había desatado en mi cabeza —explica Oihane.
—Uf, ¡qué situación tan embarazosa para los dos! ¿Y qué hiciste entonces?
—pregunta Valeria totalmente atrapada por la historia.
—Tú me conoces… A m í no me salen las palabras en esos casos… Lo dejé ahí en la cocina y me fui a llorar desconsolada al jardín. No sabría decirte con exactitud… Por una parte, yo me sentía dolida y creía que a él realmente no le importaba lo nuestro en absoluto. ¿Por qué se tuvo que ir a correr si eso ya lo hace cada mañana cuando está solo? Pero otra parte de m í también sabía que sus razones en el fondo no tenían nada de reprochable. ¡No sé gestionar esos momentos! No sé qué me ocurre… De repente, siento una angustia atroz en el pecho que me bloquea y no puedo escapar de ahí. Me invaden sentimientos
encontrados. Por un lado, me siento culpable por arruinarlo todo, pero, hay otra parte de m í , más oscura y obstinada, que me dice que merezco más de lo que me da… Y después está el maldito orgullo, que me frena, me atenaza y me hace lloriquear impotente porque me estoy dando cuenta de que todo se está yendo a la mierda cuando lo que debería hacer sería levantarme y sentarme a hablar con él. ¡Es muy duro sentirse así! ¡Ya estoy harta de que me pasen estas cosas siempre sin saber pararlas a tiempo! —Oihane se echa la mano a la cabeza a la vez que alguna lágrima acude a empañar sus ojos.
—Eh, nena, vamos, no te me vengas abajo ahora. —Valeria le pasa los dedos suavemente por los ojos en un intento de secar aquellas incipientes lágrimas—. ¿Quieres que lo dejemos por hoy y nos veamos mañana para que me sigas contando? —le plantea prudentemente.
—No, tranquila, descuida. Es que me pongo fatal solo de pensar en esos momentos. Te juro que es como si cayera en un pozo oscuro y profundo donde cada vez tuviera menos aire para respirar…
—Pues va, tú tranquila y sigue contándome. ¿Qué más pasó aquella mañana? —le responde Valeria con el tono más tranquilizador que puede. Oihane suspira hondo.
—Es que, antes de seguir con lo que pasó a continuación, te tengo que contar algo más… —matiza Oihane—. Resulta que, en el tiempo que estuve despierta a solas esperando que Fran llegara de correr, se me llevaron los demonios y entré en crisis. No sé si fue la rabia que en aquel momento sentía o quizá fue la sensación de sentirme traicionada y abandonada o, tal vez, y eso es lo que más me preocupa, se despertara en mí una especie de sed de venganza. El caso es que, en aquel momento, no se me ocurrió otra cosa mejor que coger el teléfono y escribir a Manuel para contarle lo que me pasaba y cómo me estaba sintiendo…
—Mientras dice estas últimas palabras, Oihane se tapa la cara con ambas manos, agacha la mirada a la mesa y niega con la cabeza.
—¿A Manuel? ¿A qué Manuel? ¿A tu ex? —pregunta Valeria con una sorpresa mayúscula—. ¿Pero para qué le envías un mensaje a Manuel justo en un momento así? Ahora sí que me dejas de cartón piedra…
—Yo qué sé por qué lo hice… Estaba mal, ya te lo he dicho, y no sabía muy bien lo que hacía. Solo sentía dolor y rabia y necesitaba compartirlo con alguien que me entendiera…
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—Sí, ya…, pero me podrías haber escrito a mí… y, sin embargo, fue a él a quien escribiste. Chica, de verdad que no lo entiendo. ¿Por qué justo a él? —pregunta Valeria inquisitiva.
—Es que no era la primera vez que lo hacía —revela Oihane con un hilo de voz y evadiendo la mirada de su amiga.
¿Cómo que no era la primera vez que lo hacías? ¡Un susto más como este y te juro que acabas conmigo!, ¡¿eh?! A ver, explícate, porque cada vez lo estás enredando más…
—Me imagino… Soy un auténtico desastre, ¿verdad? —Oihane deja que su mirada se pierda en un punto lejano de la cafetería. Se muerde los labios y, tras una necesaria pausa, prosigue—: No tengo ni idea del tiempo que hacía que no nos veíamos. Puede que tres años, o quizás más, pero nos encontramos un día por casualidad en la gasolinera y allí mismo nos tomamos un café rápido. Hacía poco más de un mes que estaba saliendo con Fran cuando esto sucedió. Piensa, Valeria, que nuestra historia no acabó mal, así que encontrarnos casualmente aquella mañana en la gasolinera no resultó algo desagradable, al contrario… En menos de cinco minutos nos pusimos al día de nuestras cosas. Yo le expliqué que estaba conociendo a un chico y que me sentía feliz como hacía mucho tiempo que no lo estaba. Él se alegró de verme así de radiante y me contó que, por su parte, seguía con la misma chica con quien yo ya sabía que estaba. No hubo tiempo para mucho más, pero algo revivió entre nosotros en aquel momento. Alguna emoción dormida se despertó, porque desde entonces nos hemos ido escribiendo esporádicamente. No vayas a pensar que ha sucedido nada entre nosotros… Nos hemos visto puntualmente en un par de ocasiones, pero sin pasar de ahí. No sé… Pero sé que este tema con Manuel me desequilibra, porque, en el fondo, sé que no aporta nada bueno para mi relación. No hace falta que me digas que está mal que lo haga. De sobra lo sé y ya me flagelo yo lo suficiente por ello. No me gusta sentirme así, porque sé que con esta actitud no le estoy siendo leal a Fran —explica Oihane sincerándose con su amiga.
—Madre mía, tú y yo tenemos que quedar más a menudo, porque después me cuentas de sopetón todo este peliculón y yo me quedo a cuadros… —comenta Valeria con un poco de desenfado, tratando de quitarle hierro al asunto— Y, bueno, para acabar con lo de Manuel… ¿Qué fue lo que te respondió cuando aquella mañana le escribiste?
—Me dijo que, evidentemente, él no podía hacer nada en aquel momento. Pero es que yo tampoco esperaba que hiciera nada. Ya te digo que lo hice para descargarme y volcar a alguna otra parte toda la tensión que me atravesaba. Sin embargo, le dije que, a lo largo de la siguiente semana, haría por verle para poder charlar con él con calma.
Valeria levanta las cejas y abre los brazos en señal de asombro y la interrumpe.
¿En serio me vas a decir que quedasteis? —pregunta perpleja.
—No… Al final, no lo hice. No le busqué, no le llamé ni le escribí. Pero, al cabo de unos cuantos días, él me escribió un mensaje que me desconcertó. De repente, me dijo que lo había dejado con Rosa, su pareja, con la que había estado un par de años. Me dijo que no se ponían de acuerdo con el tema de irse a vivir juntos, sobre sus respectivos hijos y no sé qué complicaciones más. Pero la cuestión es que lo habían dejado y que… Agárrate a la mesa… ¡Que no cerraba la puerta a volver conmigo!
Cuando escucha eso, Valeria apura su cerveza de un trago y hace un gesto a la camarera para pedirle otra.
—Te veo venir. ¡Júrame que no le has contestado a ese mensaje! — dice apuntando a Oihane con el dedo.
—No, no… Ya te digo que no he vuelto a verlo ni a ponerme en contacto con él —aclara ella.
¿Pero tú en realidad qué quieres? ¿Quieres seguir con Fran o en qué estás pensando? Que, por cierto, aún no me has acabado de contar cómo terminó la historia el domingo que él se fue a correr… —observa Valeria abrumada por tanta información.
¡Quiero estar con Fran! —responde tajante Oihane—. Yo estoy enamorada de él. De eso que no te quepa la menor duda. Lo quiero con toda mi alma y sé que él también me quiere a mí. Pero es que tiene un carácter tan especial… Es alguien tan distinto a las demás parejas que he tenido…
—Quizá sea justo por eso por lo que quizá necesitas más tiempo para hacerte a su personalidad, a sus costumbres, a sus gustos… No me hagas mucho caso, pero si tú misma te das cuenta de lo distinto que es a los demás, entonces date tiempo para poder llegar a conocerlo mejor, ¿no crees? —reflexiona Valeria en voz alta.
Silencios o valentía es una novela ensayística de hondo calado psicológico donde el lector, agazapado tras las sombras de los protagonistas, se verá constantemente interpelado a mirar dentro de sí mismo a la vez que será testigo de las exaltadas conversaciones que sus páginas rebosan. Con las siempre fascinantes calles de Venecia como telón de fondo, las huellas del pasado subyacen en el subconsciente de forma atroz, provocando que los sueños del presente naufraguen en sus canales. Existen silencios tan implacables que nos acorralan entre la espada y la pared. Son esos silencios que, ni siquiera apelando a la valentía, dejan margen alguno a la escapatoria; silencios que se enquistan en el marco de una relación y dan cuenta de esas pasiones incontrolables que derivarán en el redescubrimiento y la posterior reinvención del amor después del amor.

