—Abuelita, ¿por qué tienes tantas arrugas en las manos?
Olivia sostenía las manos de su abuela con atención, apoyada sobre sus rodillas. Aquellas manos tenían manchas color caramelo. Le recordaban las formas de las nubes. Podía imaginar animales y figuras fantásticas si las miraba durante un rato.
La abuela alisó la falda con un gesto lento y cuidadoso, como preparando el escenario sobre su regazo.
—Las arrugas de las manos cuentan historias...
—Abuelita, tú entonces tienes muchas historias que contar.
En ese momento, con gesto travieso, la abuela revolvió el pelo de la niña, y un par de rizos cayeron divertidos sobre su frente.
—Yo... tengo padrastros, que me muerdo cuando estoy nerviosa.
—Entonces... tus manos también cuentan historias.
Cogió sus pintarrajeadas manitas y las observó por encima de las gafas, arrugando el entrecejo.
—Este de aquí debe esconder una historia muy especial. —Y levantó la cabeza buscando la aprobación de su nieta.
La abuela tenía los ojos celestes y grandes. Cuando Olivia los miraba, podía ver el mar y, a veces, incluso hasta sirenas.
—Me lo muerdo a veces, cuando a mis amigos les pasa algo y no sé cómo ayudarles. ¡Y duele un montón!
—Ya veo... Está rojo como un tomate. ¿Y qué puede pasar si no sabes cómo ayudar a tus amigos, Olivia?
Curiosamente, la abuela siempre sabía de qué hilo tirar.
—¡Buf! —Hizo una pausa antes de contestar, mientras soplaba su dedo—. Que piensen que no soy buena amiga.
