Kissa es pequeña, lista… y preciosa.
Kissa tiene dos meses, los ojos azules y un poquito de miedo.
Mi madre dice que la encontraron en un solar un día muy triste de octubre y la rescataron.
Yo creo que fue ella quien rescató a alguien que estaba perdido en la calle durante una terrible tormenta de otoño.
Kissa se esconde debajo del sofá, juega con un cordón de zapato, se acomoda en una cajita diminuta y nos roba las servilletas de papel cuando estamos cenando, como si fueran fantasmas y nos estuviese salvando.
Mi hermano dice que Kissa es del color de una bola de nieve manchada de barro, pero yo creo que la quiere más que a mí —y le entiendo…—.
Mi madre dice que Kissa es del color de su café con leche. A veces, dice que es como un capuchino perfecto —cuando está muy feliz—.
Kissa es como un jirón de nube de un aguacero de otoño.
Sus ojos de cielo traen promesas de agua y su pelo es acogedor, tibio y suave, como una taza de chocolate de la abuela cuando llegas a casa empapado.
Kissa cree que nuestra casa es un palacio y se pasea como una reina.
Duerme sus pequeñas siestas, ronroneando, sobre todos los almohadones que encuentra.
A veces, Kissa se vuelve temeraria y mide las distancias entre los muebles con los ojos achinados, preparando uno de sus magníficos saltos de tigresa de las nieves.
