

Manolo estaba en el parque jugando como de costumbre, daba vueltas en la bicicleta bajo la mirada atenta de su mamá. De repente, en el camino se cruzó un perro, por lo cual se detuvo a contemplarlo.
El peludo animal era juguetón, traía una pelota en el hocico y miró a Manolo con sus grandes y redondos ojos, sin pronunciar ni un ladrido. El niño comprendió lo que quería el perro: que le lanzara la pelota. En el instante en que lo hizo, le pareció que todo cuanto lo rodeaba había desaparecido.
Ya no había árboles, los juegos mecánicos se habían esfumado, ni siquiera veía su bicicleta; las bocinas de los carros de la avenida cesaron, al igual que las voces humanas. A su alrededor solo veía mascotas: grandes, pequeñas y medianas. Percibía el olor a jabón antipulgas y escuchaba ladridos y maullidos. Parecía que sus ojos solo podían ver perros, gatos y hurones. Entonces, Manolo hizo pequeños movimientos sobre su frente con la yema de los dedos y pasó las manos por sus ojos.
—Vamos, hijo, es hora de regresar —le escuchó decir a su madre.
En cuanto despejó su vista, Manolo vio a su mamá y se llevó un gran susto, pues le pareció que tenía cara de gato. Así que le pidió un poco de agua, bebió un sorbo y luego la lanzó sobre su rostro.

Al volver a ver la sonrisa de su mamá puesta en su cara sin bigotes, la abrazó y le pidió que llevara su bicicleta, pues se sentía un poco mareado y prefería llegar caminando a casa.
Por el camino, Manolo seguía viendo mascotas por doquier: algunas llevaban a sus dueños de paseo, otras descansaban en el pórtico de sus casas. También vio a un gato sentado en el alféizar de una casa, semejante a un cuadro de museo.
—Mamá —dijo Manolo pensativo, dejando un espacio de silencio.
En ese instante, en el que el tiempo parecía haberse detenido, recordó que ya llevaba varias semanas con una idea dando vueltas y vueltas en su cabeza. Entonces, como si su secreto pensamiento cobrara vida para salir corriendo de su mente, dijo:
—Quiero una mascota.

—¡Oh, una mascota! —exclamó su madre con voz temblorosa.
Confundida, sin saber cómo continuar la conversación, invitó a Manolo a un bocadillo de queso y jamón con un zumo de melocotón, al tiempo que le hablaba de diversos temas para distraerlo.
—Deberíamos planear las próximas vacaciones. Podríamos ir a Madrid y visitar museos, yo siempre he querido conocer el del ratón Pérez. ¡Era mi cuento favorito! —propuso su madre suspirando.
—Tal vez los ahorros nos permitirán ir a Mallorca, visitar a la abuela, comer ensaimadas recién salidas del horno y nadar en una cala cristalina para contar peces —añadió su madre.
Manolo sonrió recordando el mar, y por un instante se sintió en el jardín de la casa de la abuela Antonia, mientras comía una tostada con confitura de higos.
El cansancio del día lo abrazó y produjo un bostezo.
—Vamos a casa, te limpias un poco y a la cama, se nos ha pasado el día —dijo animada la mamá.
Manolo se metió en la cama y, aunque estaba cansado y quería dormir, su idea comenzó a saltar de nuevo en su cabeza.
—Una mascota… ¿Qué nombre podría tener? —se preguntó—. Al parecer esta noche contaré mascotas en lugar de ovejas —y comenzó—: un labrador dorado, dos labradores chocolate, tres gatos siamés... Esto no funciona —se dijo un poco enojado.

Luego, miró por la ventana, vio la luz de la luna y, exhalando un profundo suspiro, dijo:
—Si existe un duende o hada de las mascotas que me escuche allí afuera, entonces que haga magia y diga: «Que aparezca una mascota para Manoloooo, aquí y ahora».
Pero nada pasó, puso su cabeza en la almohada, comenzó a sentir que los párpados le pesaban y poco a poco se fueron cerrando.

Justo cuando se iba a quedar dormido, escuchó un zumbido como el de un abejorro.
—Bzzz, bzzz... ¿Una mascota? Bzzz, es un asunto sumamente serio —escuchó Manolo.
Así que enseguida encendió la lámpara, miró hacia el techo de la habitación, pero no vio ni un mosquito. Se acercó nuevamente a la mesa de noche para apagar la bombilla y, cuando se disponía a tomar el interruptor, vio lo que parecía un hombrecillo sentado en el borde del buró, con sus diminutos pies colgando.
—Bzzz, bzzz, una mascota es para pensarlo; no una ni dos veces, tal vez diez o más… Bzzz —zumbó el diminuto ser.
—¡Qué día más extraño! —dijo Manolo, y se recostó en el cabecero de la cama—. Debo tener fiebre imaginaria —añadió, mientras miraba lo que pensaba era una visión.
—¿Puedes verme? —preguntó el hombrecillo con tono de sorpresa.

Manolo lo miró de nuevo, acercando su cara hasta él.
—Sí, claro que te veo —respondió Manolo, asombrado.
—¡No, no me digas eso! Buaaa —lloró el pequeño hombrecillo—. Bzzz, hoy es mi primer día de trabajo como duende zumbador de mascotas. He estudiado todo lo que debía hacer y me he aplicado un ungüento para la invisibilidad.
El pequeño abrió una maleta que llevaba en su espalda y, después de buscar, sacó un diminuto frasco y lo destapó.
—¿Ves? Lo he usado casi todo —dijo mirando a Manolo—, aquí lo dice…
Ungüento para verrugas de duende... ¡Oh, no! Me he equivocado de recipiente.
Ahora Manolo escuchaba unos molestos zumbidos, acompañados de un mar de llanto.
—Buuu, bzzz, buuuu, buuuu, bzzz...
—Calma, vas a hacer que mamá venga a la habitación con ese ruido. Si tanto te afecta, fingiré que no te he visto. Tal vez podamos hablar y me cuentas sobre tu trabajo —propuso Manolo, intentando calmar el llanto del duende.
El extraño personaje secó sus redondas mejillas con un pañuelo blanco. Después se compuso el pelo, poniendo unos mechones detrás de sus puntiagudas orejas, y asintió con la cabeza.
