

Cuentan que un día de verano, a finales de junio, en un frondoso y húmedo bosque vivía Bianca, una pequeña y curiosa luciérnaga.
Era un insecto muy sensible, inteligente y de gran personalidad, pero también era muy, muy tímida.

Desde que era una gusanita de luz le costaba mucho cazar lombrices y pequeños caracoles para alimentarse, y el resto de los bichitos de luz no le hacía demasiado caso porque no era tan habilidosa como ellos y no la incluían en sus juegos.

Al principio a Bianca le daba igual, porque tenía otros intereses y era muy independiente, observadora y se entretenía cavando, explorando y conociendo a otros muchos animales; pero con casi un añito de edad empezó a sentirse sola y a pensar que tal vez algo le sucedía, no sabía bien por qué, pero notaba que no encajaba. Además, todos los gusanitos y gusanitas de su edad brillaban, y Bianca no. Eso hacía que todavía se sintiese más diferente y que fuese motivo de alguna que otra burla:
Bianca, Bianca no sabe cazar, quizás lo consiga cuando empiece a brillar le canturreaba Martí.


Una tarde, Aurora, la luciérnaga más anciana del lugar, encargada de enseñar a las más jóvenes, les encomendó un reto: tenían que salir por grupos a buscar un amuleto muy antiguo que ella había escondido.

Pronto, sus compañeros de equipo la dejaron atrás y Bianca, que se despistaba hasta con un escarabajo que pasara, se perdió.
