Las hijas del Ouroboros. I El despertar del alma


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Ouroboros

El silencio era desgarrador en casa de los Tyler. Se escuchaba nítidamente el contacto de unas leves gotas contra los cristales de las ventanas. El viento cada vez más fuerte, comenzó a silbar enfurecido en medio de la noche. No había rastro de estrellas en el firmamento y la luna se encontraba escondida dentro de un mar de nubes negras.
Todo transcurría de manera cotidiana. Sin embargo, Amy, la pequeña de la familia, sentía cómo el ambiente era distinto al de otras ocasiones. Ella se encontraba jugando con su muñeca favorita en el suelo de la estancia más grande de la casa.
Su hogar, situado en las proximidades del bosque, era un edificio de dos plantas construido de madera. Había pertenecido a su familia durante alguna que otra generación y ahora era su padre
quien se encargaba de mantenerla para, en un futuro, entregársela a sus descendientes.
Amy no era hija única, tenía una hermana mayor, Elia. Físicamente se asemejaban en su delgadez y en el tono pálido de su piel. Si bien, Amy tenía el cabello de un color rojizo intenso similar a un fuego candente, Elia tenía una cabellera dorada como un crepúsculo primaveral.
Amy odiaba a Elia. Sabía que no era justo albergar ese sentimiento hacia su hermana, pero no podía evitarlo. Consciente de que Elia era el ojito derecho de sus padres, Amy siempre la miraba con cierto desdén. ¿Qué tenía su hermana para recibir la aprobación de sus progenitores que no tuviera ella? Mentiría si dijera que ese pensamiento no le atormentaba por las noches antes de irse a dormir. No solo los adultos son quienes se llevan sus problemas a la cama, también los niños, y Amy de siete años, era uno de ellos.
Ahora llovía con más fuerza y la oscuridad cada vez era mayor. Amy apenas podía ver el rostro de su muñeca, la cual había sido devorada por las sombras. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Miró a su alrededor viendo a sus padres y a su hermana sentados en el sofá situado en medio de la estancia. Era una práctica habitual. Ella solía situarse un tanto alejada del resto. Le gustaba la soledad. Se encontraba muy cómoda perdiéndose y vagando por sus propios pensamientos, inaccesibles para los demás.
Hoy, esos pensamientos eran sombríos. No acertaba a comprender qué sucedía, pero si de algo estaba segura es que esa noche no era como ninguna anterior. Seguía con su muñeca entre las manos, aunque era incapaz de verla el rostro. ¿Por qué su padre no encendía unas velas?
Miró de nuevo hacia el sofá. Su madre, una mujer muy hermosa, pero con el rostro triste y desolado y con un cabello muy similar al de su hermana Elia, no paraba de frotarse las manos. Ese ges-
Su padre mantenía la mirada fija en el suelo, al menos eso le parecía a Amy, quien con dificultad intentaba observar los rostros que tenía ante sí. Su padre contaba con una delgadez extrema. Los pómulos estaban muy marcados, al igual que su barbilla. Su tez era pálida como la de sus hijas. Solía ser una persona sonriente, pero en esa inusual noche, su aspecto era fantasmagórico. Su cuerpo estaba allí, aunque su mente vagaba por terrenos inescrutables. Por último, posó sus ojos sobre su hermana y entonces sintió los de Elia observándola. Al contrario que sus padres, Elia sí daba muestras de acordarse de la presencia en casa de Amy. Por un momento, dio la sensación de que iban a brotar chispas de ese trepidante duelo de miradas. De un lado, los ojos profundos y de color marrón oscuro de Elia, y por el otro, los ojos verdes y brillantes de Amy. Era una mirada llena de odio por ambas partes, cargada de cólera.
Una luz cegadora invadió la sala, momento en el que pudo observar con total nitidez a su familia. De nuevo la oscuridad se adueñó del lugar y un trueno atronador hizo retumbar los cimientos de la casa. Fue entonces cuando se escuchó de nuevo el suave tintineo de unas gotas sobre el cristal de la ventana. Amy se incorporó del suelo y se dirigió hacia ella. Mientras se acercaba, sintió cómo la leve lluvia se iba convirtiendo en un denso aguacero. Echó un vistazo al exterior de la casa. Desde allí podía escuchar el follaje del bosque. Parecía que los árboles se comunicaban los unos con los otros. También observó cómo el viento mostraba una virulencia capaz de arrancar incluso las raíces del suelo de algunos de los más viejos y enfermos. Tan solo unos pocos metros separaban su casa del bosque. Amy sentía fascinación por aquel lugar, pero sus padres jamás le habían dejado adentrarse en él. Es peligroso le recordaba una y otra vez su padre. Ella no comprendía por qué el bosque podía resultar un lugar poco apropiado para per-
to no era nada frecuente en ella.Álvaro Pila Gómez
derse en sus parajes, pero el semblante serio de su padre le quitaba cualquier intención de averiguarlo. Nadie en su familia mostraba tener el afán aventurero que ella poseía.
Continuó mirando por la ventana, mientras se imaginaba a ella misma internándose en el bosque, ya que si la verdadera Amy tenía prohibido el acceso a ese lugar, al menos nadie podía prohibirle nada mientras jugase con su imaginación. Al principio, incluso imaginándose a ella misma, era reacia a entrar en el bosque al recordar las palabras de su padre. Aun así, decidida, se sumergió en las profundidades. No sabía explicar el motivo, pero no pudo imaginarse el paisaje del bosque como un lugar idílico donde los animales trotasen de un lugar a otro felices, donde las flores se extendieran por la superficie confiriendo al entorno una belleza única. No, se imaginó todo lo contrario, un lugar oscuro y tétrico, con el aire muy viciado donde le costaba apenas respirar. Su yo imaginario continuó por el sendero sinuoso. Los árboles eran de un color grisáceo y todos ellos se encontraban desnudos, desposeídos de hojas que les cubriesen. A sus ojos, eran similares a cuerpos esqueléticos maltratados por la tempestad. Se detuvo en medio del camino, no por deseo propio, sino más bien por necesidad. Ante ella había aparecido una enorme serpiente. No una serpiente de tamaño común, no, una serpiente de unas dimensiones poco existentes en la vida real. Su cuerpo viscoso y verdoso se deslizaba por el suelo grisáceo del bosque a una velocidad tal que a Amy no le dio tiempo de reaccionar. Cuando quiso hacerlo ya era demasiado tarde y tenía al animal a escasos metros. Presa del miedo intentó moverse, pero se sentía atenazada, tanto que trastabilló y cayó al suelo de bruces. Escuchaba el siseo del vil ser que reptaba con pasmosa velocidad hacia ella. De pronto, sintió sobre ella mucho peso. Su cazador había llegado. La serpiente comenzó a enroscarse alrededor de su cuerpo. Pronto comenza -
ría a apretar para dejarla sin respiración y asfixiarla. Su fin estaba próximo. Se encontraba totalmente apresada por el cuerpo de la criatura y de reojo pudo ver la cabeza de la serpiente que seguía siseando y reptando. En cualquier momento abriría sus fauces y la devoraría. Ahora entendía a su padre. La serpiente dejó ver sus afilados colmillos y Amy cerró los ojos e intentó gritar, pero no consiguió ni siquiera exhalar un suspiro. El miedo la tenía noqueada. Entonces, para su sorpresa, la serpiente no le mordió. Abrió los ojos lentamente y de nuevo por el rabillo del ojo pudo contemplar cómo el animal se estaba devorando su propia cola. Como si de un fantasma se tratase, Amy sintió cómo su cuerpo se elevaba del suelo, parecía poder volar. Sin embargo, ella seguía en la superficie, sujetada por la gran serpiente. Todo era muy extraño. Se estaba observando a sí misma. ¿Estaría muerta? No podía ser, apenas unos minutos antes se encontraba en casa junto a su familia, no podía estar muerta ahora. De nuevo vio moverse a la serpiente. Poco a poco esta dejaba de asfixiar el cuerpo de la joven que yacía en el suelo. Amy no daba crédito a lo que estaba viendo. A medida que la serpiente se desenroscaba del cuerpo de la joven, su yo situado en la fría e irregular superficie y preso de la serpiente, se iba difuminando, convirtiéndose en un espectro hasta finalmente desaparecer. No entendía nada, pero su miedo cada vez iba a más, hasta alcanzar límites insospechados. Un pánico que alcanzó sus mayores cotas cuando la serpiente se irguió como si estuviese embrujada por la música de un encantador y alzó la mirada hacia la Amy que flotaba en el aire. Vio ante ella la figura esbelta de la serpiente y cómo de nuevo abría sus fauces, esta vez sí, para ejecutar el golpe final. Era imposible, ninguna serpiente sería capaz de alzarse del suelo, pero ella lo estaba presenciando en ese preciso instante. Lo último que recordó fueron unos grandes colmillos llenos de veneno impactando sobre su rostro.
Sintió un golpe en su frente. Se encontraba sobre una superficie fría. Amy debió de haber sucumbido ante una de sus muchas ensoñaciones. Se había quedado un tanto indispuesta al concentrarse tanto en sus pensamientos. Ahora tenía la cabeza apoyada sobre el cristal de la ventana por la que estuvo mirando el paisaje.
Era reconfortante volver en sí de nuevo. El sueño de la serpiente le había atemorizado demasiado. Seguía con la cabeza apoyada en el cristal de la ventana y pensó que tal vez era hora de volver a sentarse en el suelo para jugar de nuevo con su muñeca.
Despegó su frente del cristal en el preciso instante en el que un cuervo negro apareció ante s í haciéndola retroceder hacia atrás tan bruscamente que perdió el equilibrio mientras emitió un grito asustada.
Tendida en el suelo, sentía en la nuca la mirada de sus padres y su hermana, pero ninguno de ellos acudió para ayudarla a incorporarse. No le extrañó en absoluto y, hasta cierto punto, lo agradeció. Era una niña inusual, no necesitaba del apego de sus progenitores para sentirse reconfortada. Lo sorprendente es que esto no le causaba herida, era algo que ella misma buscaba. No apreciaba, como podían hacerlo los otros niños de su edad, el cariño que sus padres les ofrecían. Amy no necesitaba nada de eso. Su tez era fría y sus sentimientos aún más.
Se incorporó del suelo muy despacio, aún con las piernas temblorosas. No era la primera ocasión en la que había presenciado visiones tan reales como la de la serpiente, sin embargo, jamás antes experimentó tanto terror al presenciarlas. Todo eso unido a la aparición del majestuoso e imponente cuervo negro asaltando a su estado de enajenación y provocándole un susto de muerte, le empezó a resultar mal augurio.
Con paso cansino pero decidido, Amy se aproximaba de nuevo a la ventana. Deseaba, ahora que su ritmo cardiaco volvía a sere-
narse, ver de nuevo al elegante cuervo. Fue en su paso lento pero inexorable hacia la ventana cuando de nuevo una descarga eléctrica recorrió toda su columna vertebral, provocando un escalofrío que le hizo incluso estremecerse. Su madre había formulado una escueta frase: Ya es la hora. No comprendía el motivo, pero la frase atemorizó por completo a Amy. Se giró para contemplar el rostro de su madre y observó unos ojos blancos sin pupilas, una mandíbula apretada de manera fortísima y un brazo alzado que terminaba con el dedo índice señalando a Amy. Jamás antes hubo presenciado a su madre en ese estado. Cerró los ojos, ya que no quería seguir contemplando esa escena ni un segundo más. El viento comenzó a rugir fuera de la casa, otro rayo iluminó la estancia con tal violencia que ni los ojos cerrados de Amy pudieron contener el fogonazo de luz. Deseaba firmemente mantenerlos cerrados, pero eso le provocaba ahogo. Luchó unos segundos más contra ella misma por mantenerse fuerte, pero no lo lograría. El viento seguía rugiendo, parecía que iba a arrancar la casa de sus cimientos.
Por fin abrió los ojos. El viento amainó tras hacerlo y contempló ante ella a sus padres y a su hermana sentados en el sofá. ¿Fue real la escena en la que vio a su madre con los ojos en blanco y señalándole con el dedo? En ese instante comenzó a sospechar que se estaba volviendo loca. Todo era aparentemente normal. Respiró de manera profunda para relajarse, recordando que ella se estaba dirigiendo a la ventana para observar al cuervo. Una vez tranquilizada, dio la espalda de nuevo a sus padres y hermana, realizando un amplio paso que le situó frente a la ventana.
De nuevo, algo ya habitual en esa noche, la respiración se le entrecortó. Un nuevo latigazo de adrenalina recorrió todo su cuerpo, desde las sienes hasta los talones. Quería hacer tanto en tan poco tiempo que no podía reaccionar. Allá fuera, cerca del bosque, observó de nuevo al cuervo. Esta vez no volaba y más importante
aún, no estaba solo. Se encontraba sobre el hombro de una mujer ataviada con unos voluminosos ropajes negros. Por la distancia no podía apreciar de manera satisfactoria sus rasgos. Permanecía inmóvil, mirando fijamente la casa. Llevaba consigo una especie de báculo sobre el que se apoyaba.
Amy estaba paralizada. Quiso alertar a sus padres de la presencia de la mujer, pero no le brotaron las palabras. El miedo era en ese instante su peor enemigo. Poco ayudó a serenarse cuando sintió a su lado una presencia. Miró por el rabillo del ojo y respiró aliviada al comprobar que se trataba de Elia, quien había abandonado el sofá para mirar también por la ventana. Fue ella quien avisó a sus padres de la presencia de la extraña desconocida.
—Padre, ahí fuera hay alguien —susurró Elia.
Amy comprendió que su hermana estaba en ese instante tanto o más asustada que ella. Por primera vez, se compadeció de su hermana mayor de diez años.
Sus padres se levantaron al unísono. Elia los sintió asustados, sin embargo, Amy notó en ellos cierto aire de resignación. Ambos miraron por la ventana. La mujer del exterior comenzó a caminar con la ayuda de su báculo. Sus movimientos eran muy elegantes. Era como si el terreno ondulado y las inclemencias meteorológicas, el viento se avivaba por momentos, no le influyeran para nada a la hora de caminar. Firme, rígida, elegante y sofisticada, se acercaba hacia la casa.
Amy sintió la mano de su padre sobre el hombro. Deseaba transmitirle algo de serenidad, pero fue un intento vano. Ella seguía acongojada y superada por toda esa situación tan extraña e inusual.
Dos golpes en la puerta fue la señal que indicaba inequívocamente la llegada de la señora al hogar. Primero su padre, seguido muy de cerca por su madre, abandonaron la sala para salir a un largo pasillo que conducía a la entrada principal. Por su parte, Amy y
Elia se acercaron a la puerta del salón y ambas asomaron la cabeza por el marco para observar la escena. Vieron cómo su padre abría la puerta principal con suma lentitud, como intentando ganar tiempo. ¿Tiempo para qué? Se preguntaba Amy.
El ruido de las bisagras chirriando invadió la casa y una fuerte oleada de aire frío penetró por todo el pasillo hasta llegar a los rostros de las dos pequeñas que seguían asomando la cabeza por el marco de la puerta. Allí se sentían más seguras, analizando la escena desde una distancia considerable.
—Buenas noches —dijo la extraña, aún fuera de la propiedad.
Ahora sí, Amy pudo contemplar con más detenimiento y precisión el rostro de la mujer. Su tez tenía un color muy similar a cualquier obra esculpida en mármol. De hecho, su piel transmitía una sensación de ser capaz de romperse en añicos al mínimo contacto con otra superficie. Su cabello permanecía oculto bajo un sombrero azul oscuro de ala muy grande que cubría sutilmente su rostro. Vestía una larga, le llegaba hasta los tobillos, y holgada túnica de color oscuro. Sin duda estaba realizada en seda con lo cual era de muy buena calidad. Los zapatos, de escaso talón, eran también de color oscuro y a Amy le sorprendió lo limpios que estaban. Resultaba imposible no ensuciarse de tierra habiendo caminado por el césped húmedo y lleno de barro. Por último, Amy se fijó en el báculo. Un imponente cayado, minuciosamente confeccionado. Alrededor de la larga vara se podía observar c ómo estaba tallada en la madera la representación de una serpiente entrelazada. Amy se estremeció al recordar su visión anterior donde aparecía el monstruoso reptil.
—¿Serían tan amables de dejarme pasar? —preguntó educadamente la señora.
Su voz era bastante juvenil. Sin embargo, no se trataba de ninguna joven. Amy supuso que tendría cerca de cuarenta años.
Sus padres, sin articular palabra, se echaron a un lado aceptando el dejarla entrar a la casa. Con grandes zancadas, pero al mismo tiempo con suma elegancia, caminó por el pasillo decidida, acercándose a la sala donde Amy y su hermana se encontraban. Ambas dejaron de mirar por el marco de la puerta y caminaron raudas hacia la ventana. Como si conociera el camino hacia el salón, la desconocida apareció en el umbral de la puerta mientras pasaba su vista de manera breve por la estancia hasta que posó su mirada en las niñas asustadas. Sonrió de manera fugaz. Sus padres le pidieron que tomara asiento y la extraña mujer obedeció.
Elia miraba al suelo temblorosa. Por su parte, Amy, con mirada penetrante, observaba fijamente a la desconocida. Fuera quien fuese, tenía un rostro enigmático y una belleza peculiar. Era difícil de describir el aura que desprendía esa mujer, que en esos precisos instantes mantenía en vilo a toda la familia.
Dejó un momento apoyado el báculo y mirando uno a uno, exhaló un suspiro y volvió a sonreír. Era extraño, pero su sonrisa no transmitía ninguna seguridad a los allí presentes. La madre de Amy volvía de nuevo a frotarse las manos, esta vez de manera mucho más descontrolada. Tanto fue así que su marido se acercó hasta ella y tomó con sus manos las de su mujer, intentando con este gesto sofocar un poco sus temores.
—¿Quién es usted? —preguntó con un hilo de voz el señor Tyler.
—Disculpen mi grosería, no me he presentado. Mi nombre es Melisa.
De nuevo sonrió. Amy deseaba que dejara de hacerlo, pues cada vez que su rostro dibujaba una sonrisa, el nerviosismo era patente en todos los miembros de la familia. ¿Por qué sonreía? No existía ningún motivo para ello.
—¿A qué se debe su visita, Melisa? —volvió a preguntar el señor Tyler intentando darle a su voz un cierto matiz de serenidad, aunque no dio resultado.
Melisa se dio cuenta del nerviosismo imperante en la sala. Examinó uno a uno a los miembros de la familia a excepción de Amy. La niña se molestó al comprobar que su presencia no requería la atención de la desconocida. Estaba acostumbrada a sentirse en un segundo plano y en muchas ocasiones era así por decisión propia. No obstante, esta vez era distinto. Le hubiese gustado captar la atención de Melisa tanto como ella era capaz de captar la suya.
—Señor y señora Tyler, no se sientan incómodos —musitó Melisa, su voz era embaucadora—. No he venido hasta aquí para hacerles daño.
—¿Entonces para qué ha venido?
Era la voz de la señora Tyler. Había encontrado las fuerzas suficientes para poder dirigirse a su homónimo aun cuando estaba intimidada por su presencia. Melisa sonrió de tal manera que el señor Tyler se ruborizó. La voz, la sonrisa e incluso los movimientos de la mujer eran muy pícaros y parecía ser capaz de conseguir lo que se propusiera con alguna de estas argucias.
—Vengo a por algo que me pertenece.
La estancia se iluminó de pronto y acto seguido un trueno removió los cimientos de la casa mientras un fuerte manto de agua caía con dureza. Por la expresión de sus padres, ellos también habían sentido una sacudida, pero en su interior, al escuchar la afirmación de Melisa.
—Si se refiere a esta casa, puede volver por donde ha venido. Pertenece a los Tyler desde…
Se detuvo cuando vio alzarse la mano de Melisa. Una mano de dedos muy finos y largos, con unas uñas también muy largas, pero cuidadas y limpias.
Amy Tyler es consciente de que no es igual que el resto. Su frialdad no solo se traduce en hechos, también se encuentra en su interior.
Una noche oscura, ella y su familia reciben la visita de una extraña mujer. La desconocida pretende llevarse a Amy consigo y la niña ve en ella a alguien que puede resolver muchos de sus interrogantes.


En el condado de Linderhol, sucederán hechos terroríficos que mantendrán en jaque a la Policía Local y a un joven jefe de policía que no es consciente del destino que le va a deparar su investigación.
¿Serán las hijas del Ouroboros las causantes de los acontecimientos?
