Antología nocturna, Babel, 2013

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frontera

JULIO PAREDES

ANTOLOGIA NOCTURNA


AntologĂ­a


frontera

nocturna julio paredes



dĂ­as de fiesta

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judex

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el hombro

80

perdido durante media hora 100

el mapa de la realidad 126

orden y caos 142

invitaciĂłn a un fantasma 172

escribir de noche (colofĂłn) 200


dĂ­as de fiesta


el calor me volvió a despertar. A pesar de la modorra que me dejaron las cervezas no alcancé a dormir más de una hora. El reducido vestíbulo que hacía de estación y sala de espera seguía vacío. Me levanté de la banca y me acerqué a la ventanilla. El que vendía los pasajes se había quedado dormido sobre el mostrador, con la frente apoyada en los brazos cruzados, como un borracho, arrullado por la indescifrable música que salía del diminuto transistor a su p r e fa c i o

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izquierda. Miré el reloj. Llevaba casi tres horas de espera, aunque el hombre me hubiera asegurado que el bus no tardaría en aparecer. Decidí que era innecesario despertarlo. Me cambié una vez más de camisa, la última que tenía limpia, y encendí un cigarrillo. Abrí el libro, pero resultó imposible concentrarme. El calor parecía aumentar a medida que avanzaba la noche. Contemplé las oxidadas aspas del ventilador y durante un rato jugué a que podría revivirlas si mostraba suficiente concentración. Sin embargo, comprobé que ningún vigor mental era compatible con ese sopor. Cogí el maletín y salí en busca de aire fresco. Afuera no había brisa, pero refrescaba un poco. Me senté al borde del andén, recostado contra un árbol, de donde aún salía el chillido de algunas chicharras. Me sorprendió la rapidez con la que el pueblo se había paralizado, cuando horas antes todo parecía indicar que la fiesta en las calles se prolongaría hasta el amanecer. En Granada, el pueblo que había dejado esa mañana, la gente no dormiría en toda la semana. Imaginé que en la plaza quedaría algún bar abierto, pero si me alejaba podría perder el bus, que con seguridad aparecería 12

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en cualquier momento. Pero a pesar del calor y la espera me encontraba tranquilo, despreocupado por las horas que aún me faltaban para llegar a Bogotá. De repente distinguí una figura en mitad de la calle, a unos cincuenta metros de distancia a mi derecha. Imaginé que acababa de desprenderse de la rama de un árbol. Durante un rato se mantuvo inmóvil y pensé que se habría asustado con mi presencia. Dio un par de pasos y volvió a detenerse. Esperé y entonces se acercó muy despacio, silencioso, como un cazador. Cuando estuvo a unos diez metros se detuvo una vez más, volteó la cabeza y se quedó unos segundos mirando hacia atrás, como si esperara la llegada de algún acompañante rezagado. Traía sombrero y llevaba un maletín en cada mano. Me levanté con cautela, sin dejar de mirarlo, y cuando reanudó los pasos pensé, sin saber por qué, que caminaba como un paralítico recién tocado por un milagro. No me separé del árbol y decidí no hacer ningún movimiento brusco hasta que el tipo no estuviera frente a mí. Cuando llegó, volvió a mirar hacia atrás, hizo una larga inspiración y soltó el aire por la boca mientras ponía el equipaje en el suelo. Me puse un d í a s d e f i e s ta

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cigarrillo en la boca pero no quise encenderlo. Pasó una rápida mirada sobre mí, con una especie de barrido que concluyó en el otro extremo de la calle. Dudé si habría advertido mi sombra bajo el árbol. Procuré mantenerme inmóvil y comprobé que el corazón se me había acelerado. El tipo miró hacia la puerta de la estación y se pasó un pañuelo por la frente. La débil luz amarillenta del poste le caía perpendicular, pero la sombra del ala del sombrero ocultaba el rostro. —¿Hay bus? —preguntó de pronto, agotado, sin fuerza en la voz. —Creo que sí —contesté, separándome del árbol. —¿Sabe a qué hora llega? —No —dije mientras encendía el cigarrillo. Se quitó el sombrero y se pasó el pañuelo por la nuca. A pesar de la poca luz pude apreciar un par de ojos pequeños y un escaso bigote sobre los labios. Se acomodó el sombrero con suavidad, levantó el par de maletines y caminó hacia la puerta. Lo seguí con los ojos hasta que entró. Me dirigí a la esquina. Imaginé que en ese pueblo el calor durante el día debería alcanzar un punto inaguantable, hasta transformar esas apacibles calles en un 14

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hervidero, con un sol que haría pensar a cualquier visitante casual, sumido en la pesadez, en una catástrofe inminente. Muchas tardes en Granada me abandonaba a esa sensación, echado en una litera del hospital, observado por un grupo de niños famélicos con sus inmensos ojos vidriosos y siempre abiertos, mientras escuchaba las esporádicas ráfagas de la guerra en las lomas, con la mente enlodada por el calor, sin vigor para levantarme y esperar la llegada de los primeros heridos. Cuando entré de nuevo en la estación encontré el recién llegado tumbado sobre la banca de madera. El de la ventanilla seguía profundo, en la misma posición. Quise volver a salir, pero el otro había advertido mi entrada. —¿Tiene hora? —preguntó. —Van a ser las doce —dije, sin mirar el reloj. —¿Sabrá éste algo? Hizo la pregunta indicando con un movimiento de la cabeza al de la ventanilla. No respondí, en realidad había sido un comentario en voz alta. No llevaba puesto el sombrero y debajo del bigote distinguí una boca fina y delgada, marcada por dos hondas arrugas que empezaban desde la nariz. d í a s d e f i e s ta

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—¿Fuma? —le ofrecí. —¿Hasta dónde va? —preguntó después de la primera bocanada. —Hasta Bogotá. Me miró con sorpresa y pensé, por un instante, que no se encontraba totalmente sobrio. Llevaba puesta una camisa blanca de algodón, desabotonada hasta la mitad del pecho. Tenía la piel curtida y la proporción de sus manos me hizo pensar que podría triturar una iguana sin dificultad. Sin embargo, los ojos pequeños, bajo el arco escaso de las cejas, le daban al rostro una expresión de bondad. Calculé que se encontraría por los sesenta años. —¿Quiere? —preguntó, ofreciéndome la lata de cerveza que acababa de desenvolver de una hoja de periódico. Abrió una para él y bebimos en silencio. El líquido estaba un poco tibio, pero me refrescó la garganta. Terminó la cerveza después de unos cinco tragos y se secó la boca con el dorso de la mano. Durante un rato se distrajo con la lata entre los dedos y esperé, sin saber qué decir, a que se decidiera a aplastarla. De repente una mueca cruzó 16

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por un segundo su rostro y lanzó la lata a un rincón. Involuntariamente miré hacia la reducida cabina, pero el ruido no había sido suficiente para despertar al otro. Una súbita brisa entró al recinto, sacudiendo el bombillo que colgaba del techo y me dejó una ligera frescura en la espalda y las axilas húmedas. —¿Trabaja por aquí? —preguntó, levantándose. —No —respondí—, vengo de Granada. —Entonces viene del sur —comentó, mirando hacia la puerta de entrada. —Sí, más o menos. —¿Y cómo están las cosas por allá? Tuve la sensación de que no tenía verdadero interés en conocer las circunstancias o, por lo menos, en el relato e interpretación que yo hiciera de las mismas. —Como en todas partes. De pronto, se dirigió bruscamente hacia la salida. Lo vi detenerse en la mitad de la calle y observar de un lado a otro. —Me pareció oír el ruido de un motor —explicó. El hombre de la ventanilla se despertó, nos echó una rápida mirada y salió de la cabina. Repitió los mismos movimientos del otro, como si los dos d í a s d e f i e s ta

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respondieran al impulso de una llamada idéntica y que a mí no me había afectado. —El bus —dijo al entrar, y enseguida distinguí el rumor del motor. Dejé que siguiera adelante, pero una vez fuera se detuvo y volvió a mirar a los dos lados de la calle. No supe por qué me impresionó el gesto, pero mientras entregaba el equipaje al ayudante del chofer imaginé que aún confiaba en la momentánea llegada de su acompañante perdido en la oscuridad.

El bus estaba casi vacío. Me acomodé entre los puestos centrales, al lado de la ventana. Cuando el otro subió advertí que me buscaba y, al verme, decidió sentarse a la misma altura, en la silla de la otra fila. El bus arrancó con fuerza y en pocos segundos dejamos el pueblo atrás. Al rato se me acercó y me tendió otra lata de cerveza sin decir nada. Murmuré un “gracias”, que no creo que escuchara con claridad. Esta vez la cerveza estaba insípida, como si el líquido tuviera un exceso de agua o de saliva. Cerré los ojos. Estaba cansado 18

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pero sabía que no podría dormir. Al interior del bus el silencio era total y sólo se podía escuchar el lento ronroneo del motor enfrentando las primeras rampas de la cordillera. Abrí un poco la ventanilla. La brisa entró con un olor reconfortante. Pensé en el regreso a Bogotá y en mi fracasado proyecto en Granada. Las cosas no habían cambiado nada en esos cuatro años y mi única enseñanza se había limitado a un curso de primeros auxilios y un sinnúmero de ineficaces intervenciones quirúrgicas, con sus respectivas autopsias. Había bajado a Granada con la pretensión de un salvador y había salido sobrecogido con los rezagos de una fiebre tifoidea. Después de varias horas de camino el bus se detuvo en un parador al lado de la carretera. Volvíamos a entrar en tierra caliente. A pesar de la hora el sitio se encontraba animado. Entré al baño y me mojé la cabeza para despejarme. Pedí una cerveza fría y un paquete de papas fritas. Las mesas del local estaban ocupadas en su mayoría por hombres y por un par de altoparlantes salía una especie de cumbia. El que subió conmigo en la estación se acercó a la mesa con uno de los d í a s d e f i e s ta

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maletines y preguntó si podía sentarse. Deslicé la silla a mi lado y lo invité a una cerveza. —Parece que va a llover —comentó después de dar el primer sorbo. —¿Hasta dónde va? —decidí preguntar, aunque nunca acostumbraba mantener conversaciones con extraños. —Hasta un pueblo por aquí cerca, a un par de horas —respondió y señaló con la mano hacia una dirección imprecisa a mi espalda. Terminamos la cerveza y nos levantamos al mismo tiempo. Subimos al bus y al rato apareció el conductor. Eran las tres pasadas cuando reiniciamos el viaje.

Un fuerte pitido me despertó. El bus se había detenido y por unos segundos olvidé dónde me encontraba. Me levanté un poco atontado y con un fuerte dolor en la cintura. Imaginé que llevábamos un buen rato estacionados. El chofer no estaba y una pareja sentada en los puestos de adelante conversaba en voz baja. 20

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—¿Qué pasa? —pregunté, acercándome. —Parece que hay un derrumbe —dijo uno de los hombres. Regresé al asiento y encendí un cigarrillo. Afuera caía una llovizna leve. Cogí la bolsa, la chaqueta que llevaba a la mano y decidí bajar. La hilera de vehículos, en su mayoría camiones y buses de pasajeros, se extendía adelante y detrás del bus. Carretera arriba, después de una curva, se escuchaba el ruido de un motor, acelerando y desacelerando. Me puse la chaqueta y resolví acercarme hasta el lugar del derrumbe. No había dado más de diez pasos cuando una voz a mis espaldas me sobresaltó: —Lo acompaño. Dejé que me alcanzara y empezamos a caminar, despacio y sin hablar. La carretera se empinaba a medida que avanzábamos y después de casi medio kilómetro de recorrido llegamos al sitio donde empezaba el derrumbe. Varias personas se habían reunido en ese punto y observaban con atención los movimientos del bulldozer, que en ese preciso momento intentaba remover las últimas rocas desprendidas de la montaña. El piso de la carretera d í a s d e f i e s ta

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había desaparecido totalmente bajo la capa de barro y piedras, y tanto la máquina como los hombres que trabajaban a su alrededor parecían insuficientes e incapaces de despejar la vía. —Si la cosa sigue así tendrán que usar dinamita —comentó a mi lado, con el convincente tono de un experto. —Es mejor esperar en el bus —dije, dando la vuelta. —¿Quiere comer algo? —propuso de inmediato, y señaló las luces de un pequeño kiosco levantado en la orilla de la carretera. —No, gracias —respondí con amabilidad. Bajé otra vez hasta el bus. El otro dijo que se quedaría a observar un rato por si surgía algún cambio. A lo largo de la caravana inmóvil se habían formado pequeños grupos y en todos se comentaba, según escuché mientras bajaba, sobre la cantidad de tiempo que estaríamos varados en ese sitio. Desistí de subir de nuevo al bus y me senté en una roca, entre los matorrales que bordeaban la carretera. El aire estaba tibio y aunque la llovizna no dejaba de caer parecía evaporarse sobre la ropa. Distinguí, entre el amortiguado ruido del motor 22

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del bulldozer, el rumor de una corriente que pasaba al fondo del precipicio, que supuse poco profundo. El aroma de la vegetación era penetrante. Ese olor, invariable e idéntico a través de los años, me tranquilizaba. Desde joven había soñado con vivir en tierra caliente, siempre con la certeza de que allí tendría la totalidad de las facultades a mi entera disposición. Consideraba su atmósfera propicia a las visiones. Nada semejante a Bogotá, territorio mortal y de nadie. Pero la calidad de ese sueño se había corrompido en Granada, sometiéndome a sus efectos, tan nocivos como la fiebre que me había desgastado. —¿No pudo dormir? —preguntaron detrás de mí. Me levanté como si me hubieran lanzado un violento golpe. Perdí el equilibrio y volví a caer sentado sobre la piedra, raspándome la mano izquierda al intentar sostenerme. —Perdone… no era mi intención… —No se preocupe. Estaba un poco despistado y no lo oí acercarse. Me senté de frente. Su figura la oscurecía la sombra del matorral. Hubo una pausa de silencio y por fin decidió buscar un lugar dónde sentarse. d í a s d e f i e s ta

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No pude apreciar con claridad sus facciones, pero sospeché que me miraba fijamente. —¿Pensaba en su regreso a Bogotá? —preguntó. —Más o menos —contesté sin ganas de ser más explícito, incómodo con la insistencia que ahora empezaba a identificar, como si viniera siguiéndome los pasos. —Parece que no va a ser fácil moverse —comentó. Contesté con una especie de murmullo. Sabía que todo pasajero, sometido sin querer a cualquier tipo de espera, se muestra dispuesto a comunicarse y ofrecer una rápida familiaridad con el primero que encuentra. Sin embargo, yo nunca aprendí a responder a esa disposición y por lo general procuraba mantenerme alejado o, como en este caso, contestar con monosílabos. En el fondo, siempre me había quedado difícil precisar los términos de esta incapacidad, y aunque no tuviera nada que ver con la antipatía o cualquier otra imbecilidad, los que me conocieron en Bogotá coincidían en considerarme como un tipo aburrido y desabrido. Vi la silueta del otro, le ofrecí un cigarrillo y estuvimos otro rato sin pronunciar palabra. 24

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Me di cuenta de que los ruidos de la máquina se habían interrumpido. Como si respondiera a un inesperado estímulo, se levantó bruscamente y caminó hasta la carretera. Escuché la carrera de alguien bajando y entre las ramas distinguí un pequeño grupo de gente al lado del bus. Me incorporé y busqué un sitio para orinar. Salí y me acerqué a los demás. —No creo que haya paso todavía —dijo al verme llegar. Surgieron algunos comentarios entre los que estaban en el grupo y, al final, el ayudante del conductor propuso subir acompañado por alguien más y averiguar qué sucedía. Se formaron corrillos alrededor de los vehículos y de la parte posterior de la larga caravana subía gente con linternas, avanzando con paso firme hacia el centro del derrumbe. Todo indicaba que la interrupción de los trabajos era la señal inequívoca de que pronto continuaríamos con el viaje. Sin embargo, por lo que había apreciado arriba, temía que la espera se prolongaría por varias horas más. Volví a meterme en el bus. Quería dormir otro rato, pero me resultó imposible acomodarme d í a s d e f i e s ta

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en el reducido asiento. Empecé a sudar de nuevo y noté que tenía la garganta reseca y un poco adolorida. Esperaba que a mi regreso a Bogotá no se despertaran con brusquedad los reposados síntomas de la fiebre.

Tal vez la vuelta a la ciudad no significaría sólo la excitación de ese trastorno apenas contenido. Me desconcertaba la idea, desde varios meses atrás, de que al llegar descubriera que una vez más me había confundido de destino. Sabía que en Granada había logrado olvidar buena parte de las razones que me impulsaron a dejar la ciudad, como sacudirme de encima los últimos embrollos amorosos con Maritza o el resentimiento dejado por una amistad ficticia, pero a pesar de todo no había conseguido librarme de la mala costumbre de hacer conjeturas y quedar suspendido a cada momento en esa divagación sinuosa sobre los días futuros. Con seguridad, las lentas tardes en el hospital impulsaron y contribuyeron a agudizar esa especie de humor, que, a lo largo de esos años, incluyendo la madrugada 26

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sentado en ese bus, me transformaban en un perfecto rumiante, en constante regurgitación del deseo de vivir como cualquier mortal. No estaba entre los tipos que pueden hacer un continuo inventario donde resumir sus ingeniosos, y sabios o divertidos hallazgos y el único registro que llevaba a Bogotá de la breve vida en Granada era el recuerdo de un grupo de niños y de militares contemplando mi subida al bus. —La cosa va para largo —reconocí la voz y abrí los ojos. Lo encontré sentado sobre el brazo del asiento—. Por ahí dicen que habrá que devolverse y meterse por otra carretera. Busqué la hora en el reloj. Faltaba poco para que empezara a clarear. Contesté con un chasquido, me levanté y recorrí el angosto pasillo hasta el puesto del conductor. Miré por la ventana. —¿Piensa viajar hasta Bogotá? —preguntó. —Sí. —Quiero decir que si piensa seguir —se corrigió de inmediato. —Creo que sí —respondí sin entender muy bien del todo la corrección o aclaración que acababa de hacer. d í a s d e f i e s ta

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—¿Tiene afán por llegar? Tardé en contestar. Quería subir hasta el kiosco y buscar algo de comer. Miré la figura, imprecisa entre la penumbra. —Afán no —dije por fin, acercándome hasta el puesto para recoger la bolsa. Antes de salir, me tendió de repente la mano y se presentó: —Alberto Molina. —Rubén Márquez —dije a mi vez, casi sin apretar los dedos, sorprendido tanto por el inesperado ademán del otro como por el nombre que yo acababa de inventar. Estuve un rato sin decidirme si bajar o no. La súbita presentación confirmaba que estaba dispuesto a conversar, a seguirme y llamar mi atención. —Voy a comer algo —dije. —¿Le molesta si subo con usted? —preguntó al tiempo que se quitaba el sombrero. —No.

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Conseguimos un par de empanadas y una taza de café fuerte y muy dulce. La inmensa máquina continuaba despejando la blanda capa de lodo. La pala se hundía en el barro y levantaba un montón de piedras y tierra que acomodaba al borde de la carretera. Un nuevo grupo de hombres trabajaba en el muro de contención levantado contra la base de la montaña desmoronada. El sol acababa de salir y el aire parecía haber recuperado la fragancia. Había pocas nubes y si no llovía tal vez la máquina lograría aclarar y endurecer la vía lo suficiente para empezar a dar paso. Calculé que la extensión que ocupaba el derrumbe no sobrepasaría el kilómetro y, desde donde nos encontrábamos, se podían divisar algunos de los camiones estacionados al otro lado. Poco a poco el lugar se fue llenando de gente, que de inmediato parecía quedar pasmada ante las idas y venidas de los que trabajaban en el lodo. Después de un rato resolví bajar y buscar una de esas caídas de agua entre las grietas de la montaña. Tenía las manos pegajosas como si hubiera pasado la noche jugando con miel. A Molina también le gustó la idea de buscar un poco de agua fresca y, según me dijo, había d í a s d e f i e s ta

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visto una quebrada más abajo de donde estaba el bus. Pero apenas habíamos doblado la curva en pendiente cuando, sin ningún aviso, Molina saltó por entre dos camiones. Tardé un momento en reaccionar y, sin saber si detenerme o seguir adelante, descubrí que a pocos metros de distancia un grupo de militares revisaba documentos de identidad y equipajes. Hice un ademán para detenerme y me acerqué a uno de los camiones por donde había desaparecido Molina. El camión estaba cargado con ganado y fingí examinar los animales mientras observaba el grupo más abajo. Había un capitán y conté a su alrededor cinco soldados armados con fusiles m-16, que apoyaban sobre la cintura, con el dedo listo en el gatillo y el cañón hacia arriba. Palpé la cartera donde guardaba la documentación y continué bajando. Cuando llegué hasta el lugar del improvisado retén encontré una pareja de tipos vestidos de civil, cada uno con una Uzi colgada del hombro, fumando con calma al borde de la carretera. Después de un par de preguntas el oficial me devolvió los papeles y con un gesto de la mano me indicó que podía seguir. Pensé en Molina y 30

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su brusca desaparición. Supuse que no llevaba la documentación o que tal vez quería evitar un encuentro con los militares. Recordé su llegada a la estación durante la noche y su insistencia en inspeccionar una y otra vez la calle. Imaginé que en esos momentos se cercioraba de que nadie lo siguiera, al contrario de lo que pensé en un principio. Sin embargo, no había descubierto que se encontrara nervioso ni preocupado y, durante los breves diálogos que habíamos sostenido, lo veía sereno y con ganas de mostrarse simpático. Llegué hasta un chorro de agua, donde ya se había formado una cola, y me mojé las manos y la cabeza. Al momento vi a Molina. —¿Le pusieron algún problema? —preguntó. —No. Sólo preguntaron hasta dónde iba. Puso el maletín en el piso, buscó dónde sentarse y suspiró con fuerza. Estuvo un rato removiendo la tierra con los pies, con el tronco echado hacia adelante y los codos apoyados en las rodillas, las manos entrelazadas. A la luz del día el color de su piel semejaba el bronceado intenso que adquiere una pigmentación muy blanca. Tenía dos largas cicatrices marcadas sobre el brazo derecho. El d í a s d e f i e s ta

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sombrero le cubría la cara. Estaba convencido de que quería explicarme lo que había sucedido atrás. —¿En qué parte de Bogotá vive? —preguntó de repente. —No sé todavía dónde voy a vivir —respondí. Levantó los ojos y sonrió. —¿No tiene familia? —Sí, pero siempre, o mejor dicho, desde que salí de la casa vivo solo —respondí. Pensé en Maritza y sentí un leve malestar en el estómago. Me sorprendí de lo que había dicho, como si fuera un comentario para mí mismo dicho en voz alta. Molina se quitó el sombrero y lo sacudió antes de volver a ponérselo. —Yo tengo una hermana en Bogotá —comentó. Me quedé callado. De pronto el otro abrió el maletín y estuvo un rato buscando algo. —¿Me podría hacer un favor? —preguntó, sin dejar de revolver lo que llevaba ahí dentro. Esperé a que terminara. Por fin sacó un sobre blanco y me lo tendió. Lo recibí un poco sorprendido por la confianza con la que lo hacía. Leí la dirección y me fijé que Molina me miraba atento y creí que se sentía aliviado de que hubiera aceptado. 32

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—Es para mi hermana —explicó. Guardé el sobre en la bolsa y busqué los cigarrillos. De nuevo escuché el ruido del motor arriba y, de un momento a otro, empezaron a sonar fuertes pitazos. Molina se levantó y dijo mirando hacia arriba: —Parece que hay movimiento. Caminamos hasta el bus y al cabo de un rato llegaron los primeros camiones que venían del otro lado. Antes de subir Molina dijo tomándome del brazo: —Espero que no le moleste que le pida ese favor. —No hay ningún problema. —¿No le importa? —insistió. —No. Se quedó un momento abajo, mirando hacia la carretera. Me acomodé en el mismo asiento. Sentí que el cansancio me subía por los pies, con un leve hormigueo que me hizo recordar las noches de fiebre en Granada. Los bocinazos aumentaron y el conductor del bus aceleraba el motor con impaciencia. Molina subió y, cuando llegó a la silla, dio una breve cabezada mientras se pasaba la mano sobre el ala del sombrero, saludándome. d í a s d e f i e s ta

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—Lo invito a desayunar —dijo después de sentarse. No esperó respuesta y volteó la cabeza hacia la ventana. Imaginé que explicaría su historia más adelante. No me sentía desconfiado, pero no dejaba de asombrarme la facilidad con la que había admitido su pedido. Me fijé en el perfil. Tenía la cabeza descubierta y la marca del sombrero parecía haber hecho una hendidura sobre el corto pelo. Imaginé que me había sometido en secreto a un atento examen y había descubierto en mí, en la manera que tenía de mirar al mundo y a los demás, a un individuo fiable. Pensé que tal vez la cosa no pasaría de ahí. El bus empezó a avanzar con lentitud y después de casi media hora pudimos por fin seguir adelante. Volví a ver la sombra en la mitad de la calle, buscando ansiosa hacia algún punto perdido en la noche.

Después de unas tres horas, nos detuvimos en un pueblo de escasos habitantes. El conductor nos dijo que debido al retraso por el derrumbe 34

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no había bus sino hasta media tarde. Nos metimos con Molina en una cafetería cercana a la estación y desayunamos en silencio. El caldo me despejó. Molina comió despacio y cuando se acercó la mujer para retirar los platos ordenó dos tazas de café bien cargado. Lo dejé pedir y le dije que salía a buscar cigarrillos. —Aquí seguro tienen —me detuvo. Se levantó y me trajo dos cajetillas. No quiso aceptar el dinero. —¿Tiene sueño? —preguntó. —Un poco —dije, levantando la cortina que tapaba la ventana. —¿Entonces sigue a Bogotá? Le contesté que sí, aunque quería buscar un sitio y descansar un rato. Además, quería ducharme y hasta comprar una camisa nueva. —Podemos buscar un hotel —propuso. Estuvimos un rato sin hablar. Molina empezó a golpear con la cucharita el borde del plato. Levantó la cabeza y me sonrió. —¿Vamos? —pregunté, cogiendo el equipaje. Me miró como si no hubiera entendido las palabras, se echó el sombrero para atrás y movió los d í a s d e f i e s ta

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hombros. El cansancio agudizó la extrañeza de ese diálogo. —Voy a buscar un sitio —dije y amagué ponerme de pie. —Espere —dijo, bajando la voz. Vacilé un momento y le dije que necesitaba ir al baño. Cuando regresé a la mesa había pedido otras dos tazas de café. —¿Puedo confiar en usted? —preguntó cuando me senté. Me sentí incómodo con la pregunta, pues no tenía ninguna respuesta. Me fijé en la cafetería. De las cuatro o cinco mesas restantes sólo había una ocupada por un tipo que leía el periódico. Detrás del mostrador podía ver el borde de la cabeza de la mujer que nos había atendido. De adentro salía un fuerte aroma a comida. —Necesito que me ayude —insistió Molina, con calma. —¿Qué quiere? —pregunté por fin, intentado disimular de nuevo la sorpresa. En el baño había querido pensar, pero me encontraba demasiado cansado para buscar una explicación a la imprevista intimidad que me pedía el otro. 36

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—Tal vez le moleste que le haya pedido que llevara esa carta. —Empezó a decir. No comenté nada y lo dejé seguir—: En realidad no tengo ninguna hermana en Bogotá —declaró—. Se trata de una mujer que llevo tiempo sin ver y con la carta sólo quiero recordarle que todavía me acuerdo… Se detuvo, me miró y desvió los ojos enseguida, como si únicamente quisiera percatarse de mi expresión. Observé las manos, poderosas, rígidas sobre la mesa. —Es chilena —aclaró después de un par de suspiros—. Nos conocimos en Lima. Yo tenía un trabajo temporal en un carguero y ella estaba por los alrededores del puerto. Después de un tiempo aceptó venirse conmigo a Colombia, vivimos durante varios años en distintos sitios y, cuando comprobé que ya no nos queríamos, me fui —hizo una larga pausa y prosiguió—: pero de unos días para acá la he pensado, ya sabe. Además, no hay otra mujer. Se echó para atrás y me miró fijamente. No supe si quería que hiciera algún comentario, pero estaba desconcertado ante la vertiginosa rapidez con la que había resumido su historia. Supuse que Molina d í a s d e f i e s ta

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descubrió que lo miraba un poco atónito porque volvió a pedir disculpas, sonriendo: —Perdóneme. A lo mejor a usted no le interesa todo esto. —¿Por qué me lo cuenta? —pregunté. Miró hacia la calle antes de contestar. —No sé, imaginé que usted quería una aclaración. No dije nada. Pedí otro café. Lo consumimos en silencio y tuve el presentimiento de que la historia aún no terminaba. Repasé las facciones del rostro y esperé a que Molina continuara. De pronto se agachó, buscó algo en el maletín y me tendió un papel del tamaño de una postal. Era la fotografía en blanco y negro de una mujer. Era rubia, con el cabello corto y despeinado, como si acabara de levantarse de un reciente sueño. Llevaba un traje blanco sin mangas y sonreía con ganas, mostrando una línea de dientes blancos y perfectos. Estaba sentada con la pierna cruzada, sobre la que apoyaba con suavidad una mano, como si quisiera esconder las líneas de la rodilla. Por la posición de la cámara, las pantorrillas daban la impresión de ser excesivamente largas 38

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y, por entre los zapatos sin punta, asomaban los dedos con las uñas pintadas con esmalte oscuro. Le devolví la foto. Molina la observó un momento y la volvió a guardar. Se limpió el sudor de la frente con la servilleta de papel y se acomodó el sombrero. Comprobé que no valía la pena seguir preguntándome por qué me escogió como interlocutor de su secreto. Con seguridad, hacía mucho tiempo que esperaba esa ocasión. —Quisiera que usted pudiera verla —propuso, un poco inseguro. —¿Qué quiere que le diga? —pregunté. Molina guardó silencio por un rato. Pese a la dura constitución de sus rasgos, pareció quedar a merced de la misma fuerza que arrastraba y consumía a los desnutridos niños de Granada. Imaginé que repasaba con minuciosidad los acontecimientos que formaban su historia con la mujer, evaluándolos, procurando descifrar su sentido exacto, como cuando yo trataba de separar, empapado en la fiebre, los asuntos que efectivamente me sucedieron de los que eran ficción y deseo. Molina se aclaró la voz con fuerza, como si quisiera sacarme de la divagación y llamar d í a s d e f i e s ta

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mi atención. Pasó una rápida mirada por las mesas y por fin respondió: —Dígale que ahora soporto mejor el calor —quiso decir algo más, pero se contuvo. Pareció consciente de la falta de sentido en la frase.

Salimos y caminamos hasta la plaza. Era día de mercado y la actividad general parecía contribuir a incrementar el calor. Quería tener la plena seguridad de que Molina no mentía. No dejaba de sorprenderme la confianza, la certeza con la que aparentaba haberme tomado como su mensajero. Encontramos una pensión en una de las calles perpendiculares a la plaza central. Nos dieron cuartos contiguos en el segundo piso. No deseaba preguntarle a Molina si pensaba quedarse en ese pueblo, pues consideraba que mi serena aceptación de buscar y hablar con la mujer en Bogotá era el límite hasta donde yo podría avanzar. Sin embargo, antes de entrar a la habitación Molina me llamó: —Creo que será bastante difícil que nos volvamos a encontrar —comentó, al tiempo que me daba la mano. 40

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Nos despedimos y Molina esperó a que cerrara la puerta. Imaginé que no tardaría en continuar el viaje. Estuve un largo rato bajo el chorro de agua casi tibia, y pensé en Molina y su historia de amor con la mujer chilena a la que tal vez el hombre no volvería a ver. Con seguridad, la historia sería tan precaria como cualquier otra, donde habría zonas y episodios oscuros y, si todo no era un invento, tendría los motivos de un desencuentro dilatado en el tiempo y sin solución para Molina. Quién sabe cuál sería la versión de la mujer, y me pregunté si tendría el deseo de ahondar en los detalles que Molina ocultó adrede. Me tumbé desnudo en la cama y dejé que el sueño empezara a arrastrarme poco a poco. No había ventilador en el cuarto y por la ventana que daba a la calle subía una brisa caliente y continua, semejante al aliento de una chimenea. Antes de quedar dormido pensé que en realidad Molina no había logrado precisar los términos de su pasión o miseria, y me pareció que, en cierto modo, este particular encuentro, hecho que además podía carecer de toda importancia, venía a ser como la anticipación de un misterio que se haría evidente cuando llegara a Bogotá. judex

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Tal vez, al final, tendría que representar un papel más comprometido y en el que el carácter de mi representación dejaría de ser el que corresponde al de un simple y efímero mensajero, que sólo por casualidad pasaba, de unas manos a otras, un desgraciado recado, para transformarme en parte imprescindible del mismo mensaje.

Cuando me desperté, algunas horas después, tenía la garganta reseca, como si durante el sueño hubiera tenido que beber varios tragos de algún líquido amargo y denso. Me dolieron las mandíbulas. El calor había disminuido un poco y el cuarto estaba oscuro. Me senté en el borde de la cama y estiré la cabeza hacia atrás todo lo que pude. Noté que me encontraba más cansado que antes, aunque había dormido profundamente. Caminé hasta el baño sin encender la luz. De ninguna de las llaves brotó agua. Me vestí en la penumbra del cuarto, apenas iluminado por el resplandor que llegaba de la ventana. Al salir caminé hasta la puerta de la habitación de Molina. 42

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Sin saber muy bien por qué, quise cerciorarme de que ya había abandonado el hotel. Di un par de breves golpes sobre la puerta y de inmediato, como si respondiera a un impulso, giré el picaporte. No estaba puesto el seguro y abrí. El interior se encontraba totalmente oscuro e imaginé que en ese cuarto no habría ninguna ventana. Cerré la puerta con cuidado y permanecí un rato inmóvil, sin conseguir acostumbrarme a la oscuridad y un tanto extrañado por mi brusca presencia en esa habitación. Por un momento pensé que había entrado en un lugar equivocado y temí encontrarme con algún desconocido dormido. Sin embargo, no distinguí ruidos de respiración. Busqué el interruptor de la luz, para acabar de una vez con el absurdo. Lo primero que encontré fue el cuerpo tendido en la cama, acomodado de lado y con la cara hacia la pared. Supuse que dormía. Intenté idear una explicación por si el tipo se daba la vuelta. Fijé la mirada en la espalda, sobre las vértebras insinuadas bajo la tela de la camisa, y aguardé a que los pliegues se movieran. Recordé el retorcimiento que me produjeron algunos sueños que me asaltaron en d í a s d e f i e s ta

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Granada, siempre incomprensibles, proliferantes y agudos como el coro de las chicharras. Sentí la frente húmeda y la opresión de los dientes me bajó hasta el cuello, prolongándose a los brazos y las piernas. Tenía la mano aferrada como una garra a la manija de la maleta. Quise controlar la tensión y moví el cuello en círculos. Finalmente decidí acercarme. El cuerpo estaba en posición fetal, con las manos entre las rodillas y una pierna acomodada sobre la otra. Noté que Molina tenía los tobillos atados y el lazo, disimulado entre los muslos, subía hasta enlazar las muñecas. Retrocedí bruscamente y vi gotas de sangre a la entrada del baño. No había ningún signo de violencia en el cuarto, como si Molina no hubiera opuesto resistencia. No quise observar el rostro y descubrí que desde que abrí la puerta ya traía el temor de encontrarlo muerto. Había sido un impulso condicionado por una razón que no podría precisar, ni en ese momento ni después. Abrí la boca y empecé a temblar, como si un ignorado rezago de la fiebre acabara de despertarse, acumulándose furtiva, fermentando su fuerza para venir a sacudir de nuevo la débil barrera que 44

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me servía de amparo. Me pareció estar al frente de uno de los tantos muertos de Granada, con la mirada arrinconada y una mueca idéntica, marca irrefutable de las matanzas, y que llegaban a mis manos como si esperaran de mi parte la exculpación final con el inútil retoque de sus miembros. De repente me despertó la música que llegaba de afuera, una cumbia que parecía multiplicada por varios altavoces, y pensé que tal vez se podría escuchar desde la cordillera que bordeaba al pueblo. Recordé que era día de fiesta. Una noche en la que nadie dormiría.

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Antología nocturna 1ª edición  octubre de 2013 © Julio Paredes, 2013 © Babel Libros, 2013 Calle 39a nº 20-55, Bogotá Teléfono 2458495 editorial@babellibros.com.co www.babellibros.com.co edición  María Osorio asistente de edición  María Carreño Mora revisión de texto  Juan Pablo Mojica diseño de colección  Camila Cesarino Costa isbn 978-958-8841-01-4 Hecho el depósito legal Impreso en Colombia por Panamericana Formas e Impresos s.a. Todos los derechos reservados. Bajo las condiciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra.



La construcción de sus personajes y de un mundo completo, nos hace olvidar en los cuentos de Julio Paredes que estamos leyendo una narración de pocas páginas. El lector queda enganchado rápidamente con los protagonistas y su entorno, con las historias que surgen a su alrededor y que enseguida los lectores colombianos referimos a nuestros conflictos. Esta selección recorre la geografía nacional, empezando en los pueblos de tierra caliente en los que escuchamos el zumbido de chicharras y nos abruma el calor, hasta llegar a la fría sabana de Bogotá. “Un Quiroga para nuestros tiempos, una obra impulsada por un lirismo tenebroso y por corrientes amenazantes inéditas.” chloe aridjis

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