COLECCIÓN · TEMAS MORACHOS

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D. Alejandro Fernández Pombo (1930-2013), es sin lugar a dudas uno de los morachos más ilustres que nuestro pueblo ha visto nacer. Un moracho orgulloso de serlo, y que llevaba a su pueblo muy dentro de su corazón, algo que desde su dilatada y prolífica trayectoria laboral como insigne escritor y periodista, propagó a los cuatro vientos. Como escritor fue autor de más de una veintena de libros de muy diferentes géneros (ensayo, biografía, narración, etc.) por lo que resultó galardonado en multitud de ocasiones. Como periodista alcanzó mucho prestigio cuando llegó a ser el director del conocido diario “YA” y por ser Vicepresidente y Presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid y Presidente de la Asociación de Prensa de España. También fue Académico de número de la Academia Hispánica de Filatelia y Académico de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo. Pero sobre todas las cosas, D. Alejandro fue moracho, fue el primer pregonero de nuestra Fiesta del Olivo en su primera edición celebrada en 1957, situación que los morachos tuvimos el honor de ver repetida en 1981 cuando se celebraba la 25 edición y en 2006 con motivo del 50 aniversario de nuestra Fiesta, de su Fiesta que tan bien conocía y vivía. Junto con su hermano Rafael, otro moracho de pro, fue el autor de los famosos y entrañables “TEMAS MORACHOS”, estos que hoy reeditamos de manera especial y conjunta, unos libros que han servido para promocionar, preservar y poner en valor la Cultura e Historia de Mora. D. Alejandro fue un moracho de éxito, pero entendiendo este no como la capacidad de hacer bien o muy bien las cosas y tener el reconocimiento de los demás. No como una opinión exterior, sino como un estado interior. Como la consecución de la armonía del alma y de sus emociones, que necesita del amor, la familia, la amistad, la autenticidad y la integridad, rasgos que sin duda definen a este moracho. Dicen que reconocer a una persona, es admirar las cualidades que uno aspira alcanzar, por eso, el ayuntamiento de mora quiere rendir con la publicación de esta compilación de sus libros, un merecido homenaje a uno de sus morachos más ilustres, a D. Alejandro Fernández Pombo.

Emilio Bravo Peña Alcalde del Ilmo. Ayuntamiento de Mora

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Índice

Biografía Alejandro Fernández Pombo Biografía Rafael Fernández Pombo Mora y la Mancha Tema 1

El Castillo de Mora Tema 2

Mora en la Guerra de las Comunidades Tema 3

Fiestas y Tradiciones de Mora Tema 4

Mora en la Guerra de la Independencia Tema 5

La vida en Mora Ayer y Hoy Tema 6

La Virgen de la Antigua Tema 7

Hijos Ilustres de Mora Tema 8

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Pág. 13 Pág. 39 Pág. 67 Pág. 99 Pág. 127 Pág. 157 Pág. 189 Pág. 219



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LEJANDRO FERNÁNDEZ POMBO

Nació en Mora (Toledo) el 29 de julio de 1930, cursó estudios de Magisterio, y después de periodismo en la escuela de periodismo de Madrid donde sacó el número 1 de su promoción (1958) y luego el doctorado de Ciencias de la Educación. Insigne escritor y periodista, durante su dilatada vida profesional ha sido el autor de más de una veintena de libros publicados, de ensayo, biografía y narración, recibiendo multitud de premios literarios, entre los que destacan el de Rodríguez de Santamaría de la Asociación de la Prensa de Madrid, el Mesonero Romanos del Ayuntamiento de Madrid, el premio Bravo de la Conferencia Episcopal Española y el premio Doncel de biografías por su libro “Maestro Azorín”. Fue colaborador de la revista infantil Trampolín (1958-1961) y de la Juvenil Genial (1967-1979). Director de las revistas Signo, Vida Rural, y Nuestra Ciudad. Profesor y Director de la Escuela de Periodismo de la Iglesia (1969-1975) y Director del diario “YA” (1974-1980). Como director del “YA” creó en 1974 el suplemento “Mini YA” para lectores infantiles. Su libro “Se buscan cuadros rojos y negros” fue seleccionado en 1989 por el CCEI entre los 15 mejores libros infantiles del año. Como Director del Aula Jovellanos organizó diversas sesiones sobre literatura infantil, con participación de autores, ilustradores, editores y críticos. Ha sido Vicepresidente y Presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid (APM) y Presidente de la Asociación de Prensa de España (FAPE). Durante su presidencia en (APM) crea el Premio LARRA que anualmente se concede al periodista menor de treinta años que más se haya distinguido. Académico de número de la Academia Hispánica de Filatelia y Académico de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo. Se le concedió la medalla de telegrafistas de España el 22 de Junio de 2006.

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En el año 2012 recibe el Diploma de Honor de la Federación de la Prensa de España de Manos de su presidenta Elsa Gonzalez y la vicepresidenta del Gobierno Soraya Sáez de Santamaría.

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En MORA… En 1973 el Ayuntamiento de Mora realiza un homenaje con acto académico y en el Salón de Plenos del Ayuntamiento dedicado a los dos hermanos Rafael y Alejandro Fernández Pombo por sus méritos y destacada trayectoria profesional y artística. En 1957, a sus 27 años fue el Primer pregonero de la Fiesta del Olivo En 1981, con motivo de las bodas de plata de la Fiesta del Olivo, fue nuevamente pregonero en su 25 Edición. En el Año 2006, con motivo del 50 Aniversario de la Fiesta del Olivo, nuevamente fue pregonero. Es el único pregonero que ha tenido el honor de pregonar en 3 ocasiones la Fiesta del Olivo. Fue autor junto a su hermano Rafael de los famosos y entrañables “TEMAS MORACHOS” que tanto han aportado a la Cultura e Historia de Mora. En 1994 La Asociación Cultural Cristo de la Veracruz de Mora, le nombra Socio de Honor de la Asociación otorgándole la Medalla de la misma, posteriormente se le concede el “Premio Folklore” del Festival Internacional de Folklore “Villa de Mora”.

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BIBLIOGRAFÍA de Alejandro Fernández Pombo - Maestro Azorín . (Doncel 1963) - El Hombre que quería dos aviones / il. Francisco Izquierdo. (PPC 1964) - Carta para dentro de trece años . (PPC 1964) - Mujeres de Nuestro Tiempo / il. Francisco Izquierdo. (PPC 1965) - Santiago, Camino y Posada / il. Francisco Izquierdo. (PPC 1965) - Sandalia y Bordón. (PPC 1965) - Historia del Sello. (PPC 1966) - Los Grandes Mitos de la Humanidad. (PPC 1966) - Siete Mujeres de hoy / il Francisco Izquierdo. (PPC 1967) - La Naranja, Manual Escolar / il Francisco Izquierdo. (PPC 1968) - Se buscan cuadros Rojos y Negros / il Alfonso Méndez – (Edelvives 1988) - El día que se cayó Brosca / il Manuel Uhia – (Edelvives 1991) - Un paraguas Rojo / il Javier Candellero – (Edelvives 1991) - Federico busca el bosque y otras historias / il Susana Saura – (Terranova 1995) - La rebelión de los abuelos o Los pájaros grises / il Maria Saone - (Terranova 1995) - ¿Qué pasa en la Casa Grande? / il Alfonso Méndez – (Terranova 1995) - La pequeña aventura de Boli / il. Maria Saone – (Edelvives 1995) - Vida y obra de Dolores R.Sopeña / Biblioteca Autores Cristianos 1995

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AFAEL FERNÁNDEZ POMBO

Rafael Fernández Pombo nacía en Madrid un 9 de octubre de 1927 pero rápidamente lo trasladan a Mora, a su casa de la calle Ancha y la que será su casa toda su vida hasta que un 3 de Marzo de 1992 muere en Mora. Realizó sus estudios de Magisterio en Toledo y después cursó idiomas en la Complutense de Madrid, fue el magisterio su única ocupación profesional, y lo ejerce hasta que la enfermedad le afecta a la garganta y fallándole la voz tiene que dejar el magisterio. Además de un gran Maestro es un poeta sin igual, “El poeta de la Mancha” ya que se confesaba en sus poemas un enamorado de la Mancha decía en uno de sus poemas “me conozco La Mancha paso a paso…” “Poeta y Maestro” esos son mis sencillos títulos. Dos veces sembrador y hasta tres si añadís mis afanas labradores allá por donde Mora alardea de Olivos y se embellece de viñedos… Consiguió hasta 200 premios literarios que corroboran su gran trayectoria, entre los premios obtenidos destacaremos: Juegos eucarísticos de Toledo, Premio Nacional de poesía del Amor, Premio San Ildefonso del Ayuntamiento de Toledo, Rosa de Oro de Badajoz, Flor de Oro de Salamanca, Rosa del Azafrán de Consuegra, Premio Ciudad de Ceuta, Premio poético del Ejército. Y por encima de todos el “PREMIO NACIONAL DE SONETOS” Pertenecía a la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo, era miembro de la cofradía Internacional de investigadores de Toledo, Caballero de Yuste y estaba en posesión de las medallas al mérito Militar y Naval con distintivo Blanco. Siempre fue embajador Manchego y Moracho, “allí donde yo esté siempre habrá un pedazo de La Mancha…” El 11 de octubre de 1980 se le nombra por unanimidad en sesión plenaria concederle el título de hijo adoptivo de la Puebla de Montalbán (Toledo), Juglar de Fontiveros Villa Abulense en la que también fue nombrado hijo adoptivo en 1989, Medalla de oro de la Fiesta del Olivo de Mora y Medalla la mérito Militar y Naval de 1º Clase.

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En MORA…

Se le dedicó la Calle Ancha, fue el pregonero de la Fiesta del Olivo en su 20º Edición en 1976, se le entrega la Medalla de Oro de la Fiesta del Olivo en 1974 etc. …

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MORA Y LA MANCHA

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ue Mora, nuestro querido pueblo, es manchego es algo que ningún moracho pone en duda. Diríamos que ni siquiera se plantea la duda. Es manchego, como es toledano, como es castellano y español. Pero ocurre que los límites de La Mancha no son claros; que es honrado y prestigioso ser manchego (no se olvide que ya Don Quijote se apellidó “de La Mancha” porque así a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria y la honraba con tomar sobrenombre de ella); y que como consecuencia , “tiene tal prestigio que todas las comarcas circunvecinas quieren ser llamadas manchegas” (profesor Ji ez de Gregorio). Así las exageraciones o los eufemismos hablan de Madrid como un “poblachón manchego”. Entonces como reacción, viene el querer recortar y recortar, dejándose fuera de La Mancha pueblos que sí lo son. Es el caso de Mora de Toledo. Alguien ha dudado de su mancheguía. Vamos a ver lo que hay sobre el asunto. O como diría un castizo, vamos a tirar de la manta, de esa manta parda con franjas verdes que es La Mancha, y en la que pedimos, aunque sea en esas rayas verdes, es decir, en los límites, sitio para Mora.

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La Mancha no tiene Límites

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La Mancha es mucho más fácil de sentir que de definir, de comprender que de delimitar

porque tanto la definición como el límite entrañan una concreción y La Mancha es una abstracción obtenida, eso sí, de pequeñas y aún vulgares concreciones.

Para, digamos, situarla se ha recurrido en unas ocasiones a sus determinantes geográficos, en otras a los económicos ; no han faltado los fríamente políticos y ni que decir tiene que no se han olvidado los puramente espirituales. La llanura escasa en árboles, el barbecho prolongado en surcos rectilíneos hasta el horizonte, las viñas verdes o desnudas según la estación, los pobres ríos bebiéndose su propia agua han dado temas que con el molino y la venta, el camino ancho y los pueblos desmesurados han utilizado los escritores en sus localizaciones manchegas. “Pámpanos hidrófobos que cubren la frente rayada de surcos”, en el verso cálido y apasionado de Juan Alcaide; “ Cada almo de tierra es una boca que se muere de sed y de aislamiento”, en el soneto exacto de Julián Márquez”; “La llanura ancha, la llanura infinita, la llanura desesperante”, de Azorín; “Por este seco llano de sol y lejanía / en donde el ojo alcanza su pleno mediodía”, del poema machadiano suavemente tocado del pesimismo del noventa y ocho… Todos o casi todos han – hemos- coincidido en que La Mancha era el resumen escenográfico, trágico si queréis, de la sed y la desolación, del aislamiento, de la soledad y el abandono. Los que prefirieron para La Mancha precisiones más geográficas que las paisajísticas buscaron el apoyo de las altitudes, se ciñeron al curso de los ríos y pusieron mojones por las laderas de las cordilleras. Los partidarios de lo histórico asociaron La Mancha al territorio de las

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Órdenes militares. Hasta aquí porque hasta aquí Santiago; hasta allí porque hasta allí San Juan o Calatrava, y cuando obtienen de este modo una planificación ideal de la llanura recurren para mayor fuerza al dato y a la fecha, porque desde 1761 hasta 1833 la provincia que hoy es Ciudad Real juntamente con retazos colindantes de las otras provincias manchegas firmaron la de La Mancha. Canga Argüelles, en su Diccionario de Hacienda de finales del XVIII inserta a La Mancha entre las provincias “interiores y meridionales” con una subdivisión en Mancha Alta y Baja y doble capitalidad radicando en Ocaña y Ciudad Real, respectivamente. Si ha predominado la valoración espiritual de la tierra que nos ocupa queda entonces determinada por aquellos lugares que claramente aparecen en la novena cumbre o se intuyen como escenario de ella a fuerza de habilidad y fantasía, quedando estrechamente ceñida a lo cervantino, o apurando más a lo quijotesco.

En el folleto de la Dirección General

de

Promoción

del

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Turismo (197) titulado “La Mancha” y dedicado a esta región, se incluye una fotografía de olivares con este pie: “Campo de olivos. Mora de Toledo. Toledo” Olivares manchegos para el turismo.

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Ser y estar de La Mancha

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¿Entonces La Mancha no es lo que venimos entendiendo por tal? Y no porque llegamos a este

punto cabe hacer una distinción entre el ser y el estar.

Está – siempre con nebulosas imprecisiones de límites – en la mayor parte de la provincia de Ciudad Real, parte de las de Albacete y Cuenca y la porción sureste de la de Toledo. Efectivamente, el llano (Al-Basuti, o la llanura, pusieron por nombre los árabes a Albacete) es uno de sus más comunes rasgos, como no cabe duda que la sequedad será otro de sus aspectos característicos (Manxa o tierra seca es también voz árabe). Indudablemente aspas y cardenchas, solanos y viñedos constituyen factores poéticos o económicos, como también es indiscutible que lo cervantino o lo quijotesco andan en la más estrecha hermandad entre el ayer evocado y el hoy vivo y palpable, pero ni todo lo anterior con ser mucho ni lo que dejamos por citar (clima, folklore, costumbres, cultivos, gastronomía, etc.), aún uniéndolo a otras consideraciones históricas no darían nunca la total solución porque La Mancha es, antes que nada, un modo de ser. Es el hombre que se asienta sobre ella, Sancho o Quijote, quien va configurándola y así entre otras cosas la hace tan libre como resultante de su libertad de hombre, “La Mancha es libertad de Dios y viento”, que dijo el poeta. A una tierra así donde desde el más pequeño gesto hasta el más sublime ademán tienen sentido de lo elocuente ni se la puede limitar encerrada en fronteras ni se la puede definir encasillada en palabras. Ahora somos nosotros quienes recurren a la razón histórica para recordar que La Mancha fue tierra de nadie en la Reconquista y cuando una tierra ha sido tierra de nadie acaba siéndolo de todos y todos hemos escrito sobre ella tratando de aprender su sutilidad, intentando quitaesenciarla en conceptos y endecasílabos. La más estupenda y clara de las cosas que sobre este tema se han escrito es aquella en la que el periodista decía: “Querer poner límites a La Mancha es algo así como pretender ponerle puertas al campo”.

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¿Qué es La Mancha?

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Entre otras cosas un contraste. Por eso no es absolutamente válido entenderla como llanura,

pues aún dominando ese accidente sobre los demás no podemos olvidar que dentro de su ámbito queda una respetable porción de los Montes de Toledo (Mora, Consuegra, Urda, en La Mancha toledana. Malagón, Fernán Caballero, en las ciudarrealeña). No podemos aceptarla como prototipo de la tierra sedienta porque si es verdad que es necesario frecuentemente la vertical honda y prolongada del pozo para que aflore el manantial y los ríos se agostan convirtiéndose en caminos de arena, también es cierto que hay una Mancha verde allá por Argamasilla de Alba, a un paso de Ruidera, donde las catorce principales lagunas forman esa “sarta de perlas” de las que habló Gaspar Gómez de la Serna, que son como las catorce estrofas cristalinas y claras de un soneto primaveral. Tampoco la ausencia de árboles des definitiva, quedan aún bastantes encinas, ejércitos de álamos lanceadores como mesnadas vegetales y ribereñas y varios centenares de miles de olivos en larga teoría disciplinada a la que Mora aporta como para empezar un largo millón de olivos. Y si en lo físico impera el contrasentido y la contrafigura, en lo humano sucede otro tanto. Valientes y cobardes, descreídos y ascetas, soñadores o prácticos, poetas o labriegos de la misma manera que, siempre en la líneas de los contrastes, es tierra propicia a los extremos. Calmas de verano donde no se levanta ni una mota de tamo, o solanos violentos agitando molinos y cardenchas, siestas propicias para freir cerebros y promover calenturientas y disparatadas ideas o hielos penetrantes hasta la raíz sufrida del olivo o la cepa.

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Las mil y una manchas

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Esto es común a La Mancha entera, aunque haya matices especiales para cada una de las

parcelas ya históricas, ya geográficas en que La Mancha se divide para convertirsse bajo la roja cruz de Calatraba en el Campo del mismo nombre con una tierra encendica no se sabe si de sangre o de vino o ser áspera Mancha de Montearagón allá por donde Belmonte levanta su castillo, La Mota sus molinos, la tierra algún pinar que otro y Garcimuñoz la sombra de Jorge Manrique muriéndose de una mala herida con un verso inédito bajo la cota de malla, o es castillo y alameda bermeja por el Campo de Montiel con tristes versos últimos y proféticos de Quevedo, o es de pan llevar, tinajera y arcillosa por La Roda de Albacete o Sanjanista por Alcázar con más viñas que nunca y más aspas que vientos o es Mancha de Toledo, toledana Mancha con olivos grises y caminos anchos orientados en ramas y dirección al mediodía, donde Consuegra molinea y El Toboso se convierte con el recuerdo de Dulcinea en la Meca de cuantos caballeros enamorados quedan por el mundo. ¡Qué difícil decir lo que es La Mancha! Pero que claramente se adivina su esencia por encima de los contrastes, de las variedades, de los nombres, de los cultivos, de los pueblos, de las costumbres, de las fiestas y de las coplas. ¡Qué difícil, Señor, aún siendo manchego!

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Mora y La Mancha

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Y es precisamente en la Mancha toledana en la que Mora se asienta. Porque Mora es pueblo

manchego, un pueblo y unos campos que quedan, quedaban, a caballo en los territorios de dos importantes Órdenes militares: Santiago hacia el Norte, San Juan por el Este y Sur. Todas las características enumeradas antes se dan y se dieron en Mora y si hubiese que aceptar el criterio geográfico para definirle y situarle en La Mancha ahí están las extensas llanuras cerradas en amplio anfiteatro por las sierras estriberas de los toledanos montes. Que fue lugar de “razzia” y de frontera nos lo viene diciendo la Historia abrumadoramente cargada de datos, fechas

Este es el cartel que puede verse entre Mora y Consuegra, en la planicie que se extiende pasado

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el río Algodor. En otro tiempo la leyenda del cartel era “Viajero, aquí empieza La Mancha”. Las autoridades

consaburenses,

a

petición de las de Mora, accedieron a sustituir aquel texto por éste, más ajustado con la realidad.

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y batallas y por si tal bagaje resultase poco convincente la voz sin palabras de la piedra no los contaría desde un castillo llave, como para abrir o cerrar los caminos que llevan al Sur. Si recurrimos a la fuerza evocadora del paisaje, contaremos con la presencia de unas tierras rojizas y polvorientas allá por el “Camino Grande” y los llanos de “La Corcona”, los viñedos de “Camino Castillo” y las vaguadas pedregosas de la “Cañada” o la “Solana de San Juan”. La toponimia vendría en nuestra ayuda por el viejo camino “Real de la Mancha”, que al adentrarse por los campos morachos deja de llamarse así porque ya no lleva a La Mancha, ya está en ella, y cambia su nombre para continuar anchurosamente como “Camino de las Carretas”. Políticamente Mora quedó incluido en La Mancha Alta, subdivisión de la provincia de La Mancha, que ya conocemos y conservamos una dirección postal de principios del siglo XIX que así lo demuestra.

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Mora en La Mancha Alta

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Alguien escribió parafraseando el dicho de “todos los caminos llevan a Roma”, que en La

Mancha todos los vientos llevan a un molino. Vientos no faltan y molinos los hubo, uno por el empinado cerro escarpado y carrasqueño del Morejón, a un paso del puerto del Castillo y equidistante de la ermita blanca de la Virgen Patrona y de la fortaleza de la Reconquista. Otro o aún otros se situaron en el cerro de los Molinos, “Camino Molino” adelante, cara a los barbechos de “La Calzada” – que esos sí que nos acercan a Roma – frente al Camino de Santa María, muy a mano de las eras de pan trillar para que el trigo tuviese poca andadura y pasase sin sentir de la gavilla al pan nuestro de cada día. Y si de campo hablamos, y al decir campo decimos labradores y sus costumbres, carros y galeras, yuntas y aperos, cultivos y cosechas, reciente está la vida agrícola de las quinterías, ya por la “Solana” recoleta entre cerros, ya por las “Ventas del Escándalo”, naturalmente más escandalosas y camineras, pero en todas recogimiento de lumbre baja de sarmientos y oliva en las largas veladas invernales y festejos nocturnos y sencillos de baile popular, con ritmo de cuchara sobre sartén para seguidillas y rondeñas. O la vida pastoril en los cónicos chozos perdidos en las soledades agrestes con la única compañía del aprisco y donde los pastores tejen incansablemente las duras fibras del esparto crudo. Del campo al pueblo, aunque pueblo y campo vayan juntos, hombro con hombro porque aquél se infiltra en éste para hacer de Mora una villa grande y extendida al uso manchego, donde las casas también son grandes y vastas y los corrales a veces desmesurados. Pueblo de cal y de tierra, la arcilla para el tapial y la cal para la luna. Caserones de portada y patio, bodega y columnas, de jaraíz y de tinaja, de panera y de zafra. Pueblo de calles amplias y plaza abierta

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donde hubo hasta hace bien poco una posada, la de “La Cruz”, en la que ningún caballero por muy andante que fuese hubiera tenido menos velar sus armas… Buen aposento esta posada de zaguán cubierto con bovedillas de yeso y vigas robustas para alojar a arrieros y caminantes que aún tenían que hacer casi cinco leguas para llegar a Tembleque, o casis seis para ponerse en Consuegra, que los pueblos en La Mancha están distantes y por ello crecen acaso pensando en acercase.

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Manchegos por los cuatro costados

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Pero sería hacer trampa y jugar con ventaja si quisiéramos ahora mantener por bueno y

definitivo lo que antes consideramos más accidente que esencia. Nos obligamos a recurrir al hombre y en él y en su estilo apoyamos toda nuestra pretendida razón. El hombre de Mora, ese sí que sin limitaciones, nos resulta manchego por los cuatro costados y no tocamos para nada el atuendo – que también podía contar -, pasamos por alto la negra blusa, firmemente arraigada como uniforme campesino en toda La Mancha y olvidamos las albarcas como barcazas para caminar a pie enjuto sobre el duro mar de los secanos. Nos vamos a su ser, a su sobriedad, que es frugalidad en el yantar y parvedad en el gesto y la palabra; a su práctico sentido de la vida, no exento de materialismo, pero del que de repente se torna para quedar prendido en el vuelo de una ilusión o una esperanza; a su religiosidad, difícil de comprender porque yace soterrada bajo muchas apariencias; a su indómita manera de entender la libertad; a su amor hacia lo que es suyo y fruto de su trabajo; a sus ribetes burlones e irónicos; a su sutileza poco apta para dejarse caer en la trampa del engaño; a su estoicismo y a su serenidad tocados como del más puro y ancestral de los senequismos, que en las mujeres acaba en un leve suspiro con el “¡qué le vamos a hacer!” y en los hombres es poco más que una profunda chupada de cigarro tras el “¡peor sería no verlo!”; a su respeto por el más allá y a su pasión por la tierra a la que ama desesperadamente porque bajo ella está la sepultura de los suyos, el agua remansada de los pozos, la simiente de las espigas y la raíz añosa de sus olivos. Si la proximidad a otras comarcas ha influido en la posible desorientación de quienes han querido situar a Mora en zonas naturales limítrofes, seamos comprensivos y ayudemos a la disculpa. Hay, indudablemente, puntos de contacto con vecinas regiones de Toledo, aparte de un toledanismo que en ninguna manera se menosprecia, antes bien, se valora y coloca en su

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lugar cuando decimos Mora “de Toledo”, pero con el legítimo orgullo de ser toledano y sin renunciar a ninguno de sus rasgos genuinos, se siente de lleno, casi me atrevería a decir, que a impulsos de su corazón, incluido en esa enorme tierra o mejor en ese alucinante modo de ser, de sentir y, sobre todo, de soñar que es La Mancha.

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Estas piedras y el nombre de Camino Molino es todo lo que queda de uno de los molinos de viento conocidos que tuvo Mora de Toledo; éste es más próximo al pueblo, que forma línea de horizonte.

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Argumentos geográficos Por lo dicho anteriormente está claro que no existen unas pruebas

terminantes que demuestren que Mora de Toledo sea un pueblo manchego, del mismo modo que no las hay que demuestren lo contrario. Pero sí hay, y es lo que vamos a ver ahora, unas razones que hacen totalmente admisible la inclusión de Mora en La Mancha – precisamente en sus umbrales -, mientras que resulta muy arriesgado el dejarle fuera de dicha comarca.

Comenzaremos por la geografía. Es fácil advertir – sin adentrarnos en investigaciones técnicas para las que invitamos a los peritos interesados en la cuestión – que es precisamente en Mora donde se advierte claramente un cambio de terreno, que incluso supone un cambio de cultivos. La tierra roja uy arcillosa de La Mancha que llega hasta el pueblo, se hace arena pulida y salpicada de granito en dirección a Toledo; el cambio de arcilla a arena marca precisamente el fin de la zona del olivar. Además, si hay que buscar alguna peculiaridad orográfica que ponga fin a la comarca de La Mancha en cuanto región natural, está claro que en lo que se refiere a la provincia de Toledo no puede ser otra que los Montes de Toledo, que precisamente llegan en sus últimas estribaciones hasta Mora.

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Del molino que se levantaba en lo alto del Morejón sólo queda esto; hace veinte años los muros circulares del molino tenían aún varios metros de altura.

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Razones Históricas

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Si de las razones geográficas pasamos a las históricas, nos encontraremos que la administración

eclesiástica de la Archidiócesis de Toledo siempre, que sepamos, incluyo la parroquia de Mora en el Arciprestazgo de La Mancha. Es verdad que cuando pasajeramente se constituyó en la Administración Civil una provincia llamada Mancha, Mora no estaba incluida en ella; pero esto no quiere decir nada porque desde luego la provincia “oficial” era mucho más reducida que la comarca natural. Del mismo modo sería absurdo pretender que los límites del Arciprestazgo de La Mancha son los de La Mancha ni aún de La Mancha Toledana; pero sí que todo ese Arciprestazgo corresponde a La Mancha, aunque sea, como venimos repitiendo, con carácter fronterizo y adelantamiento. Por otra parte están las “rayas” o límites de las Órdenes Militares, que como se sabe seguían poco más o menos las de comarcas o regiones naturales. Víctor de la Serna, viajero de esta tierra “militar, prioral, literaria y aristócrata” de La Mancha, dice en “La Vía del Calatraveño” que “se llaman Mancha todos los territorios que fueron de las tres Órdenes Militares: la de Santiago…, la de Calatrava… y la de San Juan”. Según esta opinión, a Mora le coge por ambos lados, es decir, por la Orden de San Juan y por la de Santiago. Pero si tal afirmación puede considerarse de que es demasiado general, de lo que no hay duda es de que la Orden de San Juan, es decir, el priorato de esa Orden que tuvo cabeza en Consuegra y luego en Alcázar de San Juan, estaba incluida en La Mancha. Pues bien, tradicionalmente es sabido que el término de Consuegra –y por lo tanto el de la Orden de San Juan- llegaba hasta las paredes de la iglesia parroquial. De aquí viene esa creencia generalizada en nuestro pueblo de que la mitad de Mora es manchega y la otra mitad no.

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Fachada

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posterior

de

la

iglesia

parroquial de Mora, llamada fachada del Santísimo. Es aquí donde, según la tradición, estaba la piedra que señalaba el comienzo de La Mancha.

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Incluso, en apoyo de esta teoría, se habla también de que al lado de la iglesia, en la llamada “pared del Santísimo” (por ser el muro correspondiente a la espalda del altar mayor), había una piedra que marcaba ese límite manchego. La piedra, recordaba por algunos vecinos de mayor edad, parece ser que desapareció cuando las obras de pavimentación de la carretera de Toledo a Madridejos, y también, según los mismos testimonios, la piedra se quedó sepultada bajo el adoquinado. Hemos incluido en los párrafos anteriores un adverbio significativo: “tradicionalmente”. En efecto, todo esto no tiene otra apoyatura que la tradición. Lo reconocemos y en cierto sentido nos alegramos de ello. Esa fuerza misteriosa y trascendente, pero no dogmática ni exacta, que es la tradición, es nuestro principal argumento, pero creemos que en una cuestión como esta tiene extraordinaria validez. Por que además y, he aquí nuestro máximo argumento, esa tradición compartida unánimemente por los morachos es la que hace que éstos se sientan –nos sintamos- manchegos in la menor vacilación. Y este fenómeno se da tanto en aquellos que han alcanzado un alto nivel cultural como en los que no han salido de las primeras letras. ¿No es ésta una prueba tan sólida como inconmesurable?

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Razones Costumbristas En esta línea de razones que podamos llamar étnica pueden

añadirse otras. Por ejemplo, es fácil ver cómo los morachos, por la manera de hablar y sobre todo de cantar –aludo a la seguidilla moracha-. Por la indumentaria tradicional, por el tipo de vivienda, por las costumbres, tenemos mucho más de común con La Mancha que con las inmediatas tierras de Toledo o con la comarca llamada de La Sisla. En fin, si “el molino es el escudo nobiliario de La Mancha”, como se ha escrito (“tierra de lagares, molinos y arreboles”, llamó a La Mancha Antonio Mahcado), ahí están en lo alto del Morejón las ruinas, cada vez más arruinadas de un quijotesco molino de viento y el recuerdo reciente –además de algunas piedras- de otro molino que se levantaba en el camino que todavía se llama “Camino Molino”. Más al norte de Mora no se encuentran restos de molinos de viento. Una vez más, es así Mora frontera de La Mancha.

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Historia de una polémica

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Hace unos años sostuvimos una cordial polémica en las páginas de “El Alcázar” con el

ilustre profesor y catedrático toledano, don Fernando Jiménez de Gregorio, acerca de este tema de si era Mora o no tierra de La Mancha. Le adujimos razones semejantes a las expuestas arriba y añadíamos: “Yo sé que los argumentos que saco a relucir no están guarnecidos con documentadas citas, y que en vez de apoyarse en serios cronicones o reputados autores históricos, me defiendo con la cadencia de un baile y me agarro al testimonio de poetas y trotamundos, aunque ilustres. Pero, ¿no cree usted, querido amigo, que en las cosas de La Mancha cuentas más esas hermosas palabras –tradición, leyenda, poesía, cantares…- que las obras solemnes y áridas de la Administración de la historiografía? La Mancha es tierra de ilusión, quimera e infinitudes, a la que difícilmente se la puede medir con meridianos y paralelos, no con fanegas y celemines. Poner fronteras a La Mancha es poner puertas al campo.” Terminábamos entonces diciendo: “Pero quede bien claro que yo con todo esto no pretendo llegar a una categórica afirmación de que Mora de Toledo sea de La Mancha, sino que está en ese terreno de transición en el que resulta muy aventurado negarse su condición manchega. Algo tan arriesgado como asignar un pueblo determinado y extramanchego a Don Quijote que si se apellidó de La Mancha fue porque así “a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria y la honraba con tomar sobrenombre de ella.

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A aquel artículo contestó con otro, en la misma página de “El Alcázar”, el profesor Jiménez de Gregorio. No daba su brazo a torcer y querer situar a Mora no en las tierras de La Mancha, sino en la comarca de la Sisla. Por ello hubimos de nuevo de volver a la palestra de la Prensa para seguir el intercambio cordial de opiniones. Las nuestras, en aquella ocasión fueron éstas: “Admitimos con el ilustre catedrático toledano que en la determinación de la comarca hay que contar con los más variados factores: “los físicos, los humanos y los históricos. En los físicos, la geología, morfología, botánica, clima, orografía e hidrografía. En los humanos, entre ellos los económico sociales y costumbristas. El pasado también juega papel importante”.

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Zona de transición o fronteriza

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Si esto es así, ¿por qué hemos de violentar unos de estos factores –los humanos o los

históricos, por ejemplo- por dejarnos llevar de otros? – que pueden ser físicos-. Naturalmente esta complejidad es la que obliga a admitir entre comarca y comarca zonas de transición. Y creemos que Mora se halla en una de esas zonas de transición o fronterizas de La Mancha – cosa que reconoce el señor Jiménez de Gregorio-, perteneciendo en cierto modo a ella (cosa con la que él no está de acuerdo). A nuestro juicio esta es la cuestión y no adscribir Mora a una comarca de la Sisla, cuya resurrección puede ser necesaria para sistematizar los estudios geográficos de la provincia, pero que carece de tradición o mejor dicho, está interrumpida. Es cierto que la Sisla tuvo sentido en los siglos XII y XIII (“…montiña, jara, nava, sagra y sisla, nombres territoriales que aparecen en la repoblación de Castilla la Nueva en tiempos de Alfonso VII y principalmente en las comarcas adyacentes a Toledo”, dice Quadrado, quien señala la existencia de dos sislas). Pero hoy se ha perdido. Ya el benemérito don Pascual Madoz, hace más de un siglo, limita este nombre de la Sisla a una dehesa en las proximidades de la capital. Por otra parte, en Mora podrá encontrarse quien se considere manchego y quien no; pero dudo que alguien tenga conciencia de pertenecer a la Sisla. Si algún día fue así, hoy no lo es. Toledanos sí que nos hemos sentido siempre los morahcos, orgullosos de serlo y conscientes de que este título no es incompatible con el manchego. Toledanos también se sienten los toboseños, los consaburenses o los quereños, en plena Mancha.

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Quiero, finalmente, hacer ver que, en efecto, puede haber pueblos donde haya molinos de viento, o se bailen seguidillas manchegas o se vistan como en La Mancha, o se hable con vocabulario y acento manchegos, etc… y no ser de La Mancha; pero lo que es difícil es que todas estas circunstancias coincidan –con otras de tipo histórico y algunas de orden geográficoen un mismo y solo pueblo, y no se le quiera incluir en La Mancha, poniendo los límites de ésta a diez kilómetros más allá.

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La quintería de la Solana tiene como nombre completo el de Solana de San Juan, un recuerdo de que perteneció un día a los terrenos de la Orden de San Juan, cuya cabeza de priorato estuvo en Consuegra primero y luego en Alcázar de San Juan.

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Límites e Inscripciones Hasta aquí aquel intercambio de opiniones. Los “diez kilómetros

más allá” alucen al comienzo del término actual de Consuegra, ya que nadie duda que Consuegra sea manchega. Incluso muchos recordarán que en la carretera que va de Mora a Consuegra al iniciar el llano que tiene al fondo de la sierra del Calderico se puso hace unos años un cartel que decía: “Viajero, aquí empieza la Mancha”. Un amable diálogo con las autoridades del pueblo vecino bastó para que aquella leyenda fuese cambiada por otra, la cual, dice: “Viajero, estás en La Mancha”. Ya hemos dicho que es difícil señalar con hitos precisos el comienzo de una comarca natural, pero tal vez donde estuvo esa famosa piedra, junto a los muros de la iglesia parroquial de Mora, valdrían la pena poner una inscripción en la que se recordase algo así: “Tradicionalmente este lugar ha sido considerado como el comienzo de La Mancha”. La fuerza de la tradición tiene más encanto y más valor que las afirmaciones categóricas.

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TEMA 2

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EL CASTILLO DE MORA

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“… Pero aún cuando no permanezca sino un solo paredón o los vestigios de una torre, el castillo pone una nota de nobleza, de romanticismo, en los magníficos paisajes españoles…” Marqués de Lozoya

A una legua de Mora, en dirección hacia saliente, se alza sobre una de las primeras elevaciones

de los Montes de Toledo, el castillo de Mora.

Asentado a lo largo de su crestería rocosa es como un enorme y pesado barco sin arboladura en un mar rojo viñas, olivares y campos de pan llevar, sin que falten últimamente algunos almendrales. Su antigüedad es sin duda remota pero imprecisa. Pero desde luego puede usar con todo derecho y vigor histórico el título de milenario, puesto que el primer dato cierto de su historia corresponde al año 930 de nuestra era.

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El castillo de Mora es hoy un ordenado montón de ruinas, aunque éstas conservan los elementos suficientes para dar idea de su grandeza y de su estructura. También para ofrecer ángulos de severa belleza a la que contribuyen los elementos naturales del paraje donde se encuentra. Todo ello –y más aún el encanto mágico de la evocación histórica- hace que sea un punto de atracción para breces excursiones desde Mora. Excursiones que todos los morachos hemos hecho de chicos, simulando o soñando batallas, y que volvemos a hacer de mayores, con más esfuerzo, pero quizá también con más ilusión, porque a las evocaciones de la historia se unen los recuerdos de la infancia. Más de un escritor y de un orador al hablar de Mora ha advertido el hecho de que las tres elevaciones que al este de Mora forman como su natural telón de fondo, están coronadas, respectivamente, por una ermita, un molino de viento y un castillo, símbolos sensibles de tres aspectos vitales de nuestra villa. Al tercero de estos símbolos, al castillo de Mora –atalaya fronteriza, reino de guerreros, prisión del Estado- dedicamos hoy nuestra atención.

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Orígenes

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Si Mora fuera Maura y estancia o lugar de parada en la Vía Lamiditana que, tras los toledanos

montes y después de Consuegra, se dividía en dos ramales buscando por el Este a Cartago Nova y por el Sur a Patricia Córduba, es cosa que se tiene pro cierta. Si pretendiésemos ir más allá en el tiempo no nos faltarían datos para afirmar, con los más exigentes y meticulosos historiadores, que Mora, antes que romana, fue ibérica. Existió en algunos de los cerros próximos al lugar que ocupa la población actual. Ciertos vestigios de enterramientos y poblamientos hallados a punta de reja en los campos cercanos confirman este aserto. Es decir, que tratando de dar los remotos, e inevitablemente confusos, orígenes de Mora encontraríamos –los hemos hallado- datos dignos de todo crédito y noticias fidedignas. Pero de lo que no cabe duda tampoco es que Mora empezó a vivir con plenitud histórica cuando en la sierra inmediata “del Castillo” -¿cómo se llamaría antes?- los alarifes árabes empezaron a levantar la fortaleza. El lugar está elegido como inexpugnable dentro de los métodos defensivos y ofensivos de la guerra de entonces, pues la escarpadura serrana, columna vertebral de roca berroqueña, espinazo de riscos, podía convertirse, y así ocurrió, en cimentación para torres y murallas. Sucede hoy que, patinada toda la piedra, la viva de la serranía y la muerta de los muros, por el mismo musgo y matizada con idénticos colores, no es fácil adivinar dónde acaba la naturaleza y dónde empieza lo que es obra de la mano del hombre. Tan asociado al paisaje que ya es paisaje mismo, fondo de batalla y medieval recuerdo para el pueblo pacífico y labrador

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que, a cuatro kilómetros de su adarve, extiende una amplia teoría de blancas casas, anchas calles, soleadas plazas y en cuyo centro geométrico se levanta la torre, alta y majestuosa, de la parroquia de Santa María de Altagracia.

Entre el castillo y la ermita, Mora florece en el llano…

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Vista del Castillo desde el Sur. Dibujo del pintor moracho Manuel de Gracia, especial para este folleto.

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La edad del Castillo

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La edad del castillo no puede darnos la edad de Mora, pero sí, al menos la “mayoría de

edad” de esta villa del reino de Toledo. Interesa por tanto, y mucho, fijar tal cronología. Era en torno al año 930 -318 de la Egira musulmana- y ya el castillo fue motivo de asalto y conquista. En aquellos tiempos Mora, como la mayor parte de España, estaba en manos de los musulmanes y concretamente de los Omeyas de Córdoba que en la persona de Abderramán III, atravesaba uno de los momentos de mayor plenitud. Precisamente acababa de asumir el título de califa en vez del de Emir que tuvieron sus sucesores. Pero no todos los musulmanes reconocían al soberano cordobés. Y uno de los focos de rebeldía estaba en tierras de Toledo. Para acabar con esos rebeldes el propio Abderramán III emprendió una campaña que le llevó hasta nuestra tierra y hasta nuestro castillo. Vale la pena citar aquí el texto de Levi-Provençal, profesor de la Sorbona, en la monumental Historia de España, de Menéndez Pidal. Comenzó (‘Abd-al Rahaman III) por intentos de obtener una sumisión pacífica de la ciudad (Toledo). Para ello una diputación de dignatarios y alfaquíes se dirigió a Toledo con objeto de persuadir a los habitantes, de que, para ellos también, había llegado el momento de reintegrarse al seno de la comunidad y de pagar los impuestos al poder central. La respuesta que recibieron fue evasiva y en vista de ello no quedaba otro camino que el de las armas. En la primavera de 930 (318), una primera columna mandada por el visir Sa’id ben al-Mundhir, vino a instalarse

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en las inmediaciones de Toledo, en los que reunieron en julio otras fuerzas, a cuyo frente iba el soberano en persona. ‘Abd-al Rahaman III sentó primero sus reales fuerzas junto al río Algodor, cerca del castillete de Mora (unos 30 kilómetros al sudeste del la capital), en el que exigió la sumisión del jefecillo toledono que lo mandaba, llamado Mutariff ben ‘Abd-al Rahaman ben Habid.

Edumundo de Mariategui en su Crónica General de España añade algunos datos como es el de que una vez que Abderramán (o ‘Abd-al Rahaman) ocupó la fortaleza de Mora, recibió allí las llaves de las fortalezas de Canilex (Canillas) y Alfahemin (Alamín), “que sus mismos alcaldes vinieron a poner en sus manos”. Parece ser que la ocupación por el califa del castillo de mora fue decisivo para la dominación de los rebeldes de Toledo y no hay noticias ya que a partir de entonces se discutiese en tierras toledanas las supremacía de Córdoba hasta la disolución del Califato.

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Reina mora para Mora

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Las siguientes noticias históricas que poseemos corresponden ya al siglo XI, cuando en Castilla

reinaba Alfonso VI, el monarca que figurará siempre en la historia por sus desavenencias con el Cid Campeador; pero también por haber sido el conquistador de Toledo, lo que decidió prácticamente hacia el lado cristiano la dura lucha de la Reconquista. Pero antes de esto hay que hacer mención a aquel Califato glorioso que Abderramán III había regido, fue decayendo y sus sucesores no supieron hacer frente ni al progresivo avance de los reyes cristianos ni a la descomposición inferior, por lo que acabó desmembrándose en una serie de reinos conocidos tradicionalmente como Reinos de Taifa. Parece ser que el castillo de Mora quedó dentro de los dominios de uno de los reyes más poderosos en aquella partición, el de Sevilla.

Así entra Mora en uno de los más bellos capítulos de la historia de la Edad Media. Los amores de Zaida, princesa mora de Sevilla, “grand e muy fermosa e de muy buen continente” (según Alfonso X el Sabio), con Alfonso VI de Castilla. No sólo el rey Sabio, sino Pelayo, obispo de Oviedo; Lucas de Tuy y Ximénez de Rada se ocupan de estos amores y todos incluyen el castillo de Mora en la dote de la princesa. Después Levi-Provençal ha venido a aclarar algunos putos de esta historia, como ahora veremos. El tema fue muy estudiado por Menéndez Pidal y reflejó el resultado de sus estudios en el trabajo titulado “Alfonso X y las leyendas heroicas”. Ocupaba el trono de Sevilla en la segunda mitad del siglo XI Al-Mu’tamid ben Abbad quien cedió la arte oriental de sus dominios a su hijo Fat al-Ma’mun, casado con la princesa Zaida.

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Según Ximénez de Rada, arzobispo e historiador, los castillos que componían esta cesión eran los de Caracuey, Alarcos, Consuegra, Mora, Ocaña, Oreja, Uclés, Huete, Amarijo y Cuenca.

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Pero Fat al-Ma’mun fue vencido, como todos los reyes de Taifa, por Yusuf, el castillo de los almorávides. Incluso perdió la vida en la caída de Córdoba. Zaida, su esposa, se salvó huyendo y se refugió en la ciudad de Toledo. Hacia 1091, es decir, seis años después de que la conquistara Alfonso VI.

Alfonso IV

Aquí hay un aspecto oscuro de la historia de nuestro castillo porque oscura es la historia de España en este tema. ¿Fue la reina mora Zaida esposa o amante de Alfonso VI? Y por otra parte, ¿tenía verdadero domino sobre el castillo de Mora o solamente nominal? ¿estaba ya el castillo de Mora en manos de Alfonso VI, como consecuencia de la conquista de Toledo, cuando Zaida conoce al rey castellano? Vayamos por partes. Respecto a la primera pregunta recogemos aquí la reciente versión de don Timoteo Riaño: “Zaida no llegó a ser esposa de Alfonso VI, como parece insinuar el obispo toledano” (Ximénez de Rada): “ Después de haber muerto las esposas que había tenido, se casó Zaida, hija de Avenabeth, príncipe de Sevilla; la cual una vez bautizada, se llamó María. El toledano aceptó aquí la vesión fantaseada que cantaba la épica. Mejor informados, Pelayo de Oviedo y el Tudense que dicen que fue una de las dos concubinas que tuvo el rey”.

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Lo que sí parece más cierto es que, esposa o concubina Zaida, la castellana de Mora, nuera, y no hija del rey sevillano, dio a Alfonso VI un hijo, don Sancho, que fue el único varón que tuvo el rey castellano y que fue aceptado como heredero pero que no llegó a reinar, porque murió, niño aún, en la batalla de Uclés en 1108.

Sobre el fondo de olivares de la Cañada del Castillo, los restos del recinto exterior que daba al Este.

En cuanto al dominio de la princesa Zaida tenía sobre nuestro castillo de Mora debió ser más nominal que real, puesto que varios historiadores incluyen su conquista como consecuencia de la de Toledo, hacia 1085, es decir, unos años antes de que Zaida se refugiase en Toledo. El caso es que a partir de aquellas fechas, finales del XI, el castillo de Mora queda en el área del mundo cristiano, pero como tierra fronteriza, como arraigada de Toledo en tierra de moros y esto explica el siguiente pasaje de su historia.

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Tierra de frontera

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Ha pasado un siglo, reina en Castilla otro Alfonso, el VII, nieto del conquistador de Toledo y titulado “emperador”, porque quiso serlo de todas las Españas.

El castillo de Mora está confiado a uno de sus nobles y valientes caballeros, Niño Alonso o Munio Alfonso. En aquella época “la frontera tiene continuos cambios –dice Criado del Val- y las tierras manchegas, entre Mora y el formidable baluarte de Calatrava, eran garantía y la seguridad de la cuenca del Tajo”. En uno de estos vaivenes de la Reconquista “sucedió que los moros de Andalucía hicieron una cabalgada, entrando por el Reino de Toledo, robando y matando por los campos de Escalona y Alfarín, y tomaron el castillo de Mora; porque Nuño (o Munio) Alonso se descuidó en tener la guardia que convenía”, según cuenta Fray Prudencio de Sandoval en la crónica de Alfonso VII. Según el relato los moros fortalecieron nuestro castillo y el rey mandó edificar otro castillo “contra el de Mora, y dióle a Martín Fernández, que siempre hizo grurra al de Mora hasta que le recobró”. Este Martín Fernández era el seños y Alcaide de Hita, uno de los capitanes más sobresalientes de Alfonso VII, pero ¿qué castillo fue el que se levantó “contra el de Mora”? ¿El de Almonacid? ¿Otro desaparecido? El caso es que Munio Alfonso “Afrentado y comido” por lapérdida del castillo de Mora trató de recuperar la honra perdida y “no cesaba de hacer cruel guerra a los moros, en que tuvo venturosas suertes, tanto que sólo su nombre ponía pavor en ellos”.

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La poterna del Oeste.

Una de etas empresas fue una gran expedición contra los moros para la que Munio Alfonso escogió “novecientos hombres, de los más fuertes caballeros de Toledo, Ávila y Segovia, y mil peones” y que supuso, según los relatos, la muerte de dos reyezuelos árabes, cuyas cabezas fueron llevadas en triunfo a Toledo, junto con un cuantioso botín de guerra. Pero esta victoria cristiana desató la ira de los musulmanes quienes se aprestaron a tomar venganza. Por su parte el rey Alfonso VII de Castilla también se preparó para el enfrentamiento. Por lo pronto llamó a Munio Alfonso y al citado Martín Fernández de Hita, y les dio sus órdenes: “díjoles que dejando en orden sus tenencias estuviesen de presidio en Peña Negra, que por sobrenombre llaman Peña Cristiana y que fortaleciesen el castillo e Mora antes de que los moros se apoderasen de él”.

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“Durante los dos primeros meses –dice Criado del Val siguiendo la crónica del Emperador- la tarea de sus soldados es bien poco gloriosa: trabajo duro de leñadores y segadores a destajo, talando árboles frutales, arrancando cepas y quemando las mieses sin granar. Luego vuelta con mayor o menor rapidez a refugiarse en el castillo de la Peña Negra, frontero al de Mora, avanzadilla de Calatrava.” En una de estas incursiones Munio Alfonso y Fernández de Hita, salieron al encuentro del adalid árabe Farax “que ya los esperaba entre Mora y Calatrava” con un contingente de fuerzas muy superior al de los cristianos. Martín Fernández fue herido y Munio Alfonso “comprendiendo que el encuentro no les era favorable y que el tiempo tampoco les ayudaba, dijo así a su compañero:

Señor Martín, sepárate de mí y vete con todos los soldados a Peña Negra, y custódiala para que no vengan los moabitas y los agarenos y ocupen el castillo, lo que sería un gran perjuicio para nuestro Emperador. Mientras tanto, yo y mis compañeros lucharemos con ellos y como sea la voluntad del Cielo así será.

La voluntad del cielo fue que Munio Alfonso murió asaetado y que Farax, el caudillo musulmán vencedor, le cortó la cabeza, el brazo y la pierna derecha, que llevó a Córdoba, Sevilla y a Calatrava como testimonio de su victoria sobre caballero tan importante. Dice Criado del Val que “al saberse la noticia en Toledo, el llanto fue inmenso. Las familias de los vencidos y muertos fueron hasta Calatrava a descolgar los restos, sin que los soldados musulmanes, de acuerdo con las reglas militares de la época, hicieran nada por impedirlo. Por fin los enterraron en el cementerio de Santa María de Toledo”. El castillo de Mora fue reconquistado por Alfonso VII en 1144.

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Uno o dos castillos

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La historia que acabamos de comentar plantea un interrogante histórico que nos interesa en

gran manera dentro de este trabajo.

¿Cuál era el castillo de Peña Negra? ¿Era el que actualmente llamamos castillo de Mora? ¿Había entonces otro castillo edificado quizá en lo que hoy es nuestro pueblo, del que no ha quedado el mínimo recuerdo? En la crónica del Emperador Alfonso VII hay una frase bien significativa: “Et fabricavit contra faciem Morae Illud Castellum quod dicitur Penna Niggra nelium et fortius”… Es decir, que una de las veces en que el castillo de Mora (el primitivo, el que había conquistado Abderramán III, el que había sido dote de Zaida y conquista de Alfonso VI) cayó en poder de los moros, el rey emperador de Castilla mandó edificar otro mejor y más fuerte para conquistarle. ¿Y qué castillo fue éste? Tomemos aquí la opinión de los autores del libro Corpus de castillos medievales en Castilla: ¿Cuál era la situación de este castillo? ¿Se trata del mismo castillo cuyos restos están todavía a media legua al este de la villa, en lo alto de la peña brava? Muy vehementes sospechas tengo de que no.

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Extraño parece, en efecto, que un castillo fuerte en tal manera por su sitio, que acaso no tiene igual en toda la actual provincia de Toledo, se rindiese sin oponer la menor resistencia y a la primera intimidación de Abaderramán III; cayese después de la conquista de Alfonso VI en poder de los almorávides sin dejar rastro histórico del suceso; cambiase con tanta facilidad de dueño siendo ya de moros, ya de cristianos en el reinado de Alfonso VII. Por otra parte, en los despojos del hoy llamado Castillo de Mora, no parece descubrirse fábrica que por sus caracteres arqueológicos pueda ser atribuida al siglo X o a los anteriores.

De ahí se deduce que el actual castillo fue el llamado de Peña Negra y que hubo otro ¿en el actual casco urbano? Anterior. Pero la deducción no es muy conveniente a pesar del razonamiento de los citados autores y el enigma permanece quizá para siempre. Entretanto nosotros debemos seguir adelante.

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Prisión de Estado

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El castillo y la villa de Mora fueron , al ritmo del avance de las fronteras cristianas, quedando en

territorio de paz con los musulmanes, ya lejanos de sus almenas. El castillo y la villa fueron dote de Alfonso VIII a su esposa Doña Leonor de Inglaterra. Poco después, hacia 1180 el propio rey Alfonso VIII cedió el castillo y la villa a la Orden de Santiago, Priorato de Uclés, aquí fronteriza con la de San Juan que tenía su cabeza en Consuegra. La cesión fue ratificada por Alfonso X el Sabio. Según Moreno Nieto, el más antiguo comendador de Mora de quien se tiene noticia es don Rodrigo Fernádez. Esta seguridad de estar tierras adentro hizo sin duda, unido a su carácter inexpugnable, que se convirtiese en prisión de Estado y que dentro de sus muros quedasen encarcelados ilustres y conflictivos personajes. Así, en 1335, en las luchas intestinas del reinado de don Pedro I el Cruel, este monarca hizo prender a cuatro caballeros toledanos: Gonzalo Meléndez, Lope de Velasco y los hermanos Tel González Palomeque y Pero Díaz, y encerrarlos en el Castillo de Mora. Uno de ellos (según cuenta en su crónica el Canciller Ayala), Gonzalo Meléndez, fue allí mismo decapitado. En esta misma guerra fratricida mil hombres de a pie y seiscientos de a caballo necesitó don Enrique para tomar el castillo que estaba en guarda de partidarios del rey Don Pedro y no hubiesen bastado de no contar con manos amigas que abrieran la poterna que da paso al baluarte por el lienzo enriscado que mira a poniente y por cuya escalera, “el caracol”, no hay muchacho de Mora que no haya bajado o subido alguna vez.

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César Borgia

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Más adelante, ya en el siglo XV, fue llevado allí el rebelde de Urgel, uno de los aspirantes a la Corona de Aragón cuando ésta quedó vacante y cuyos derechos no fueron reconocidos por el compromiso de Caspe. Según don José María Quadrado estuvo allí hasta 1421 en que fue sacado para alojar a otro prisionero ilustre, don Enrique de Aragón, uno de los famosos e inquietos infantes de Aragón a los que alude Jorge Manrique en sus “coplas”, hermano del rey aragonés, quien concertó con el de Castilla la libertad de don Enrique. Y se cuenta que acordaba ésta, determinaron que cuando se produjese se fueran encendiendo hogueras en las montañas para llevar rápidamente la noticia hasta Aragón.

La Torre del Homenaje

A finales de aquel siglo, ya en el reinado de los Reyes Católicos, va a pasar a la prisión de Mora uno de los personajes más discutidos de su tiempo, César Borgia, el cual fiel a la leyenda que ya en vida tenía se escapó de nuestro castillo “por el torreón que mira al Sur”, después de haber dado muerte al alcaide de la fortaleza. Algún historiador ha puesto en duda que estuviese en el castillo de Mora y dice que debe referirse al castillo de la Mota (Medina del Campo), pero sin convincentes pruebas de ello, mientras que a favor de la tesis de que sea nuestro castillo está el que venía siendo desde hace muchos años prisión del Estado. También corresponde a esta época final de la Edad Media la tradición no confirmada de que en el castillo de Mora falleció el padre del Gran Capitán al que sorprendió la enfermedad y la muerte cuando viajaba cerca de la fortaleza.

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Decadencia

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Al llegar a la Edad Moderna, la importancia del castillo de Mora decrece. Es fruto de los

tiempos. Los caballeros se hacen cortesanos. La guerra lleva al otro lado de las fronteras. Los palacios sustituyen a los castillos. Mora ha dejado de pertenecer a la Orden de Santiago y pasa a formar el señorío de Mora, de la Casa de Rojas, que Felipe III transformará en condado. En la plaza del pueblo se alza la casa o palacio condal (donde está lo que llamamos “La Caserna”) y el castillo –que pertenece también a los Condes de Mora- va siendo víctima del abandono y de su aliado el tiempo. Según Jiménez de Gregorio, en un interrogatorio de 1752 se dice que el castillo de Mora, que es “una fortaleza al presente arruinada”. No sabemos si en la guerra de la Independencia y en las guerras civiles del XIX tuvo algún papel. Débiles leyendas orales tienen escaso fundamento. También pertenece a la leyenda, pero mucho más concreto el hecho milagroso acaecido a un pastor que bebía o daba de beber a sus ovejas en la fuente del foso interior. El ruido de un desmoronamiento de rocas le anunciaba un tremendo peligro sin darle tiempo a otra cosa que a lo que hizo: invocar a la Virgen de la Antigua, cuya ermita está en la misma cadena montañosa que la fortaleza. Y la piedra, enorme, que se desplomaba sobre él quedó sujeta de forma inverosímil entre las paredes, también de roca viva del foso, tal como puede verse en el sitio que precisamente se llama la “fuente del milagro”. ¿Realidad o leyenda? En cualquier caso es una bonita historia –aunque sea con minúscula- que a todos los morachos nos gusta contar a nuestro hijos, lo mismo que la oíamos contar a nuestros padres. Otros hechos más recientes, a raíz de la guerra civil española, también están sumidos en la penumbra de lo desconocido o de lo fantaseado. Quizá nos falta aún la necesaria perspectiva histórica para saber de verdad lo que allí pasó. - 57 TEMA 2 · EL CASTILLO DE MORA


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Propiedad del pueblo

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El último capítulo de esta historia es el de la cesión del castillo al pueblo de Mora. Bien es

verdad que el pueblo de Mora siempre le había considerado como cosa propia y nadie jamás puso barreras a esta ocupación pacífica, incluso a veces con peligro de aumentar el deterioro –ya poderoso- del tiempo. Pero el caso es que desde 1970 el castillo de Mora pasa a ser del Ayuntamiento de Mora.

Tres años antes, el Boletín Oficial de la Provincia de Toledo, con fecha 3 de octubre de 1967 había publicado un anuncio “en cumplimiento de lo ordenado por la Dirección General del Patrimonio del Estado” de que se había iniciado expediente para determinar “la situación posesoria y dominical” del castillo de Mora, si alguien alegaba ese derecho. No debió haber reclamante legal alguno y el castillo pasó a figurar como bienes patrimoniales en el Inventario de Bienes del Estado como integrante del Patrimonio Artístico Nacional. El 21 de abril de 1969 el alcalde de Mora, a la sazón don Aurelio Cabeza solicita la cesión gratuita del castillo, con fines de utilidad pública y con el propósito de “evitar la paulatina desaparición del mismo, que tan vinculado se encuentra a la historia de esta villa”. Un decreto del 15 de enero de 1970 firmado por Francisco Franco, como Jefe del Estado, y Alberto Monreal, como ministro de Hacieda, cede al Ayuntamiento de Mora el castillo, señalando que “si los bienes cedidos no fueran dedicados al uso previsto o dejasen de serlos posteriormente, se considerará resuelta la cesión y revertirán al Estado”.

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A raíz de esta cesión fue cuando se hizo el camino que, con ciertas dificultades, permite el acceso de vehículos hasta el pie del castillo. La lástima es que éste sigue sufriendo los embates del tiempo y de los hombres. ¿No habría manera de restaurar esta fortaleza extraordinaria o al menos de conservar sus ruinas para que no lo sean cada vez mas? Porque si se sigue así llegará a ser difícil saber cómo era el castillo.

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¿Cómo era el castillo?

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Esta es la pregunta: ¿cómo era el castillo? Datos y medidas no faltan. Faltan, eso sí, piedras

y almenas. Cedió la clave y cayó el arco, falló el matacán y se derrumbó la garita, perdieron el equilibrio las barbacanas y se cegó el foso… Mil años muy largos son muchas horas de solano despiadado batiendo esquinas y desdentando torres. Más de mil años de historia son muchas horas de batalla, muchos golpes de hierro, mucha voracidad de incendio, mucha erosión de sangre… Mil años de vida son muchas horas de olvido y abandono, de desesperanza y de fatiga… Mil años en lo más abrupto de una riscalera, sólo puede soportarlos un castillo en Castilla. Quizá haya que comenzar por la descripción que podemos llamar oficial, la que figura en el Decreto de cesión antes citado: “Castillo de Mora o de Peñas Negras, sito en el término municipal de Mora, en la llamada Sierra del Castillo, Polígono treinta y tres, pardela doscientas catorce. Linda por todos sus aires con terreno de pastos de doña María-Solange de Messía y Lessps, princesa de Baviera, y consta del castillo en sí, de unos ciento ochenta metros de largo pro cuarenta de anchura, construido en mampostería y sillería, en estado de avanzada ruina, conservándose en parte, la torre mayor, así como restos de torres secundarias unidas con lienzos de mampostería y algunas bóvedas de ladrillo. Al exterior tiene un campo de maniobras, o recinto murado externo, de unos doscientos metros de longitud por cincuenta de anchura, limitando a Oriente por una muralla y pequeñas torres curvilíneas”.

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Sobre estos datos de “cómo está”, J. Paz nos completa la imagen de “cómo era”; Dos aljibes le proveían de agua en las horas inciertas del asedio, contaba con buenos aposentos y en la torre del homenaje había una doble mazmorra y una regular estancia abovedada. El adarve era almenado y además de la torre citada otras completaban la misión defensiva y avizorante. La del Atambor era albarrana, la del Centinela en un extremo, la de la Garita hacía el lado Sur y aún otra más para defender la puerta de entrada. Un muro de regular grosor dividía la fortaleza en sentido Norte-Sur. Este muro, especie de eje del castillo, es el que, en nuestra correrías infantiles alguien nos señaló con el nombre de “Carrera del Caballo”. Dicen, decían, que a los prisioneros se les daba la oportunidad de salvar la vida galopando en potro espoleado, por lo alto de aquel paredón de no excesiva anchura y una de cuyas verticales cae sobre el precipicio del foso. Si la aventura acababa bien el prisionero era libre, de lo contrario en la desdichada caída encontraba la muerte… Quizá todo esto no sea más que una leyenda, pero ¿qué es un castillo sin leyendas? Contaba el castillo con plaza de armas y sus murallas eran muy gruesas y abocadas al precipicios. Por su contextura y trazado el profesor Guillermo Téllez le cita –con los de Medina, Coca y algún otro- como de los pocos de “gran buque” existentes en España. Todavía se alza la torre del homenaje, puede pasarse a su interior pro un buen arco de medio punto y sus piedras se doran al son del mediodía como las miniadas letras capitales de un viejo pergamino. Más al Sur, en los riscos que señalan el punto más alto de la crestería de la sierra quedan visibles restos de otras edificaciones ¿de qué se trata?¿Fue una atalaya avanzada o vigía del castillo? Este es otro de los enigmas por descubrir. Lo cierto es que en otros tiempos tuvieron gran volumen estas edificaciones. En la más antigua representación de Mora, el grabado de Pier María Baldi, en el siglo XVII figura la sierra del castillo con dos núcleos de edificaciones; casi se diría con dos castillos. ¿Podría ser entonces que este otro castillo viniese a aclarar esa dualidad de fortalezas a que aluden las crónicas medievales? Ya decimos que hoy por hoy no son más que hipótesis y el enigma subsiste.

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Castellana toponimia Calle del Castillo, Camino Castillo, Sierra del Castillo, Puerto del Castillo, Cañada del Castillo… ¡Qué sonoridad medieval y bélica la de estos topónimos castellanos! Qué militar y dura evocación para luego quedar, bendito sea Dios por ello, en calle sosegada con carretería y almazara, camino rojo y embarrado, venera santiaguista que abre su cruz entre tierras de pan llevar y viñas recientes, sierras para dóciles rebaños con sonoro cencerreo, puerto para tractores y remolques sin uso de cadenas y cañada feraz para olivos próvidos, flor y nata del largo millón de los olivos morachos. El castillo no es toda la historia de Mora, porque la historia de un pueblo no está exclusivamente vinculada a los hechos puramente militares pero no cabe duda de que en la mayoría de las ocasiones el castillo fue el móvil que arrastro a un pueblo a sufrir o a gozar de unos acontecimiento. Para nosotros, si no protagonista, sí ha sido durante siglos notario que ha dado fe de cuanto ocurría en la villa que creció a su no muy cercana pero eficaz protección.

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Sierra arriba Quisiéramos invitaros a que, al menos imaginariamente, repitáis

desde estas páginas, tomando como punto de partida estos renglones, la excursión que más de una vez hicisteis realmente sierra arriba. Hoy contamos con una carretera, que si bien es verdad es sólo un conato, facilita la ascensión. Desde la que lleva a Tembleque podemos subir o bien por la anteriormente aludida o por la ladera que mira a Mora y que, aún siendo más larga, es más suave. Varias fuentes rodean la fortaleza desde la que nace al pie del Risco del Cordero a la que con aguas zarcas, pero de buen paladar, se conoce con el nombre del Duro, sin olvidar la más poética por su enclave, que no por su nombre, “El Piojo”, bajo el castillo, en una oquedad amplia y abrigada en cuyo recinto crece una mediterránea y bíblica higuera. Las mismas zarzas de siempre dificultarán nuestro paso bajo el arco que da acceso al recinto, es posible que le encontramos más viejo que en nuestras visitas de la niñez o quizá sólo sea que nos lo parece… De todos modos algunas piedras, entonces en su sitio, han rodado y alguna falta, por ejemplo, por mal ejemplo, aquella de caliza, distinta a sus hermanas graníticas, en las que se apreciaba la señal inequívoca de haber afilado puntas de flechas o agudos extremos de aceradas lanzas. Otras novedades, si las hoy, son de menos importancia. La que sigue en su sitio, destruyendo con su presencia y posición las leyes del equilibrio, es la que da nombre a otra fuente, la del Milagro.

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Panorama

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De fuera adentro así vemos el castillo. Desde dentro asomándonos por cualquiera de sus

ventanas agrandadas por la ruina y caída de las jambas, tendremos ante los ojos un gran pedazo de tierra manchega si nuestra vista se dirige hacia el Sur. Un gran trozo de tierra toledana si la mirada se nos va hacia el Norte. Mora, enfrente, cara a cara, como si la villa no quisiera perder de vista a la fortaleza, como si ésta no quisiera abandonar la tranquila visión del pueblo amorosamente contemplado desde centurias. En línea recta, si el día es claro, más allá de Mora, divisamos a Orgaz con el castillo que fue del Conde Lozano, el de Manzaneque a la izquierda que donó Fernando III el Santo a su súbdito Ferrán Xáñez de Alfarilla, a la derecha, y embutido en el pueblo, el de Maskarake, que así, con este lujo de kaes de le llama en las escrituras mozárabes toledanas y, también a la derecha, pero más al fondo, el de Almonacid, nacido para réplica y oponente del de Mora. No podremos decir tanto como cuenta que Napoleón exclamó arengando a sus soldados al pie de las pirámides de Egipto, pero también aquí, desde el encumbrado puesto del de Mora son muchos los siglos de historia que nos contemplan. El resto de la panorámica es el que corresponde a la geografía manchega de Toledo, llanos de cereal, viñedos y olivos, casas blancas salpicando las lejanías, caminos que van o vienen, nunca se sabe exactamente, que se entretejen, se bifurcan, se cruzan o se confunden. Todo lo que vemos abajo casi como lo que podemos ver desde un avión a poca altura, es mudable las lindes de hoy no son como las que fueron, no los caminos, ni los cultivos, ni las nubes, ni los pájaros, ni los hombres. En cambio estas piedras sí son las de siempre.

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Dejamos atrás la fortaleza, ruinosa pero aún desafiante, casada pero enhiesta, con un ruido de batallas rodando por su silencio dormido, con el eco de las voces y los hechos gloriosos, con la fragancia de un milagro pastoril y mariano como sacado de un relato de Gonzalo de Berceo. Con una silueta que, visible a gran distancia, da la primera bienvenida a los que a Mora llegan, con una gallarda apostura que desde la historia –su sitio- despide a los que de Mora se van… Para Mora, que está a sus pies, sale a diario el Sol detrás de sus almenas. Por allí nos amanece cada día. Por aquellas piedras, ya venerables, nos amaneció –como hemos visto- el sol de la Histora.

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TEMA 3

MORA EN LA GUERRA DE LAS COMUNIDADES Y Y “Entre otras cosas que en esta guerra sucedieron hubo una notable en

la villa de Mora, sierra del Maestrazgo de Santiago, cerca de Ocaña, las más lastimosa y desastrosa que se pudo pensar…” Fray Prudencio de Sandoval

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La iglesia parroquial de Mora fue el principal escenario de la defensa de Mora. El derrumbamiento de su coro y de su techumbre fueron causa de la muerte de muchos. Pocos años después fue restaurada, ya con un aspecto muy semejante al actual.

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El movimiento y la guerra de las Comunidades es sin duda uno de los hechos más discutidos

de la historia de España. No deja de ser significativo que en los momentos críticos de España – los movimientos liberales del primer tercio del siglo XIX, la agitación política que ha seguido a la muerte de Franco- la discusión des este tema entere los historiadores pasa al terreno político y se resucita el nombre o el pendón de los comuneros como signo de las libertades castellanas. Pero nosotros no vamos a entrar en el análisis y en la crítica de ese movimiento que ni cabría en un folleto, ni es nuestro objeto. Este no es otro que narrar parte de esa guerra de las Comunidades que afectó tan directamente a Mora y antes, para comprender mejor esos hechos recordar –aunque sea muy brevemente- lo que fueron las Comunidades de Castilla. Para ello acudiremos a la autoridad de historiadores prestigiados y prestigiosos. El Marqués de Lozoya, en su Historia de España, dice hablando de la Guerra de las Comunidades que “para la historiografía de la guerra de los Austrias se trata de un alzamiento sedicioso de oposición para la política real. En contraposición con este misterio, fervorosamente romántico, los historiadores liberales veían en las Comunidades la noble y civil protesta del pueblo castellano en deforma de sus libertades, hollados por el despotismo del Rey”, y más adelante añade: “En el movimiento de las Comunidades, vinieron a fundirse corrientes contradictorias muy difíciles de discriminar y que se fueron modificando con la evolución de los sucesos.” Lo que podíamos llamar las razones en defensa de las Comunidades están enumeradas por Soldevila: “La revuelta estalló porque el Rey abandonaba el reino y dejaba un regente extranjero; porque se sacaban grandes cantidades de moneda; porque Chievres había sido nombrado jefe de la tesorería, y se había dado a Guillermo de Croy el arzobispado de Toledo, y maestrazgo de las Órdenes militares a extranjeros. Por eso, en uno de sus aspectos más importantes, el alzamiento de las Comunidades era el esfuerzo del pueblo castellano para conservar aquella hegemonía que tanto había deseado en tiempos medievales, que los Reyes Católicos habían logrado darle y que ahora los dominios borgoñones e imperiales parecían haberle arrebatado. Era también el esfuerzo del pueblo castellano para conservar en sus manos de dirección de sus propios destinos y evitar el saqueo de su economía.”

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En contra de esto, Elliot dice: “Aunque los historiadores del siglo pasado se empeñaron en presentar la revuelta como liberal y democrática, ésta era, en principio, esencialmente tradicionalista, como lo demuestran las propias reclamaciones de los comuneros. La rebelión había sido por el ataque a la independencia de las Cortes, y el deseo de los rebeldes de conservar esta independencia le dio en parte, el carácter de un movimiento constitucional. Pero el radicalismo de sus demandas constitucionales era muy débil, aparte de la exigencia de que las ciudades tuvieran el derecho a convocar Cortes por iniciativa propia cada tres años.” Finalmente, la cita del más reciente y quizá el más completo estudio sobre las Comunidades, el de Joseph Pérez: “…más que una lucha de clases, la revolución de las Comunidades nos ofrece el ejemplo de esos conflictos de intereses, de categorías…”, y opina que “las Comunidades constituyeron una revolución prematura, por cuanto trataron de dar el poder a una burguesía todavía débil o –en los sitios donde era fuerte y dinámica- que prefería la tutela de la Corona y la alianza con la aristocracia.”

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Cómo fue la guerra

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Sentados estos juicios autorizados –a los que podrían añadirse otros muchos-, que nos

permiten, en lo que cabe, entender el hecho de las Comunidades, hagamos un repaso sucinto de los acontecimientos de aquella guerra para situar dentro de ella el capítulo que corresponde a nuestro pueblo.

En 1517, Carlos I, rey de España, nieto por su madre los Reyes Católicos y por su padre del emperador de Alemania, llega a nuestro país. Como dice Comellas, “nadie hubiera podido adivinar en él a uno de los personajes clave de toda la Edad Moderna”. Era un jovenzuelo de diecisiete años, no muy atractivo físicamente, sin ninguna experiencia de gobierno y depositando toda su confianza en los consejeros flamencos, que –conscientes de ello- aparecieron como los nuevos señores de España. Por supuesto, el Rey no sabía castellano. Pero además el Rey necesitaba dinero, sobre todo para forzar su elección como Emperador de Alemania. Ese dinero lo tenían que votar las Cortes de Castilla, que para eso se reunieron en Valladolid. Los diputados castellanos aprovecharon para decirle al Rey las cosas que no le gustaban de él. Esto era en 1518. AL año siguiente, Carlos I es efectivamente elegido Emperador de Alemania, con el título de Carlos V. Con esto es mayor la necesidad de dinero, y mayor también el recelo de los castellanos de que España fuese convertida en una provincia del Imperio. Nuevas Cortes, ahora en Santiago de Compostela y luego en La Coruña, en las que “predominó el ambiente tormentoso”. Los procuradores pedían que el Rey les atendiese primero en sus demandas y luego votaría los Créditos. No fue así. Se le otorgó un subsidio de 600.000 ducados y las peticiones -61- quedaron en el aire. Carlos I salió para Alemania y dejó como regente a Adriano de Utrecht, otro extranjero elevado a las cumbre del poder.

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¿Fue esta la causa del estallido de las Comunidades? Fue “una” de las causas, quizá la decisiva, pero no la única. La crisis de la Edad Media había alterado el equilibrio social entre nobleza, monarquía y oligarquía municipal. Por otra parte, una crisis económica se cernía sobre el país, traducida en una elevación de precios. El caso es que las Comunidades de Castilla inician lo que se llamaría hoy una “guerra fría”: “Se envían memoriales, se hacen peticiones, se reclama la vuelta del Rey s se desconoce muchas veces la autoridad del regente. Carlos I, advertido por las angustiosas cartas de Adriano de Utrecht, comprende al fin la gravedad de la situación, y desde los Países Bajos o Alemania trata de poner remedio. Promete regresar cuanto antes a España, deroga la exacción de los 600.000 ducados y nombra otros dos regentes, el condestable Velasco y el almirante Enríquez. En la regencia Triana había ya mayoría de españoles.” Pero cunado parece que la tensión podía reducirse, los extremistas comuneros fuerzan la situación. Es ahora, el otoño de 1520, cuando realmente comienza la guerra de las Comunidades. Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado son los caudillos del ejército comunero, que tienen su mayor apoyo en las viejas ciudades castellanas. Los comuneros se apuntan algunos éxitos; pero lo que les sobra de entusiasmo les falta de organización. Y esa desorganización, los desórdenes de algunos comuneros, las deserciones de otros, el enfrentamiento con la nobleza como tal, etc., las deserciones de otros, el enfrentamiento con la nobleza como tal, etc., les lleva a la derrota, honrosa hasta el último momento, de la batalla de Villalar, en abril de 1521. Son seis meses los que dura, pues, la guerra de las Comunidades, aunque después, en Toledo, se prolongaría con la defensa que hizo de la ciudad la viuda de Padilla. Este es, pues, el marco en el que hemos de situar los acontecimientos que ocurrieron en nuestro pueblo. El reino de Toledo se había decidido por la causa comunera en la capital y en muchas de sus villas y lugares. En la cuidad imperial, en ausencia de Juan Padilla (que diría la campaña por tierras del Duero), su mujer era “tirana y caudillo”, según un cronista anti-comunero. Para

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combatir a los comuneros se había dado mando a don Antonio de Zuñiga, prior de San Juan, que había hecho de la villa y castillo de Consuegra su cuartel general. A él había de enfrentarse el Obispo de Zamora, que, además de los agravios generales, tenía el particular de no ser nombrado como él quería, arzobispo de Toledo. El encuentro armado –“en que murieron y fueron heridos muchos”- se dio cerca de El Romeral, y las tropas realistas salieron triunfantes, aunque no con una victoria muy clara, pero sí lo suficiente para que el Obispo de Zamora se retirara primero a Ocaña y luego a Toledo. Cuando las tropas realistas del prior perseguían a las comuneras del Obispo fue cuando ocurrió lo de Mora, la cosa “más lastimera y desastrosa que pudo pasar”, según Pedro Mejía.

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Lo que cuenta Mejía

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Al llegar al punto de relatar los hechos de Mora, el historiador se encuentra con distintas

versiones. Todas coinciden, como veremos, en lo fundamental, en la heroica defensa de los morachos, en la gran tragedia que costó millares de vidas, pero difieren, sin embargo, en las causas y orígenes del suceso. Por eso creemos lo más acertado ofrecer en primer lugar las distintas versiones del hecho.

Comencemos por la de Pedro Mejía, cronista de Carlos V, y, desde luego –conviene advertirlo de antemano-, enemigo implacable de los Comuneros y, por lo tanto, parcial en sus juicios, aunque sea fiel en los hechos. En el libro II de su “Relación de las Comunidades de Castilla”, dice así: “Fue que como los vecinos della (de Mora), siguiendo la voz y vanidad de Toledo, se hubiese alzado en Comunidades y perseverado en ella, vista la pujanza y victoria del prior, le habían dado la obediencia y hecho con él tratos de concordia; pero como en esta gente popular había poca verdad y firmeza tornaron a alborotarse y estar en la primera opinión; y no contentos con esto, parando por cerca de la villa un capitán del Prior con cierta cabalgata de vacas y carneros de los Montes de Toledo salieron della trescientos hombres y se la quitaron, por lo cual otro día siguiente don Diego de Carvajal salió con gente de a caballo con don Hernando de Rebolledo, capitán de infantería, al cual el Prior, a instancia de Diego López de Avalos, Comendador de Mora, había enviado con quinientos soldados para les poner temor y hacer guardar lo asentado, y ansí juntos llegaron con sus escuadrones hasta las paredes de Mora, la cual los vecinos tenían toda barreada; y aunque les dijeron que se diesen al Rey y los acogiesen pacíficamente, no lo quisieron hacer; antes llamándolos traidores y diciéndoles otras injurias,

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les tiraron muchos arcabuzazos y saetazos, de lo cual indignados los capitanes y su gente, entraron por la fuerza peleando hasta la iglesia, en la cual, porque era bien grande, habían recogido todas las mujeres y niños, y cerrando y fortificando las puertas, en una dellas, que dejaron abierta y barreada, pusieron dos falconetes con dos pipotes de pólvora para su defensa de pólvora para su defensa; y como llegase la gente y requiriesen a los que guardaban la puerta que se diesen, y ellos no lo quieran hacer, antes disparando un tiro, mataron a un caporal de don Hernando, indignados los soldados, sin orden de mandamiento ni de capitaán ni de nadie, trajeron apriesa muchos sarmientos, y derramándolos a las puertas, los pusieron fuego, pensando hacer entrada quemándolos; y como el fuego llegare a la pólvora de los pipotes que de la parte de dentro estaban, fue tanto el ímpetu y fuerza con que ardieron y la llama y fuego dellos se levantó, que el enmaderamiento de la iglesia y la madera que a la puerta estaba comenzó luego a arder con grade furia; y como la pobre gente que dentro se había metido no tuviese otra salida sino la de por donde el fuego estaba, y la iglesia cerrada sin otro respiradero, sin poder ser socorridos, se abrasaron y murieron casi todos, en que afirman que se quemaron más de tres mil personas; de lo que al Prior pesó en gran manera cuando lo supo, y a todo el reino puso gran lástima; y ansi pagaron los de Mora su infidelidad y poca fe más rigurosamentoe que quisieran los que lo ejecutaron”.

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Versión de Maldonado

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El testimonio que sigue, escrito por un autor también contemporáneo, Juan Maldonado, es

más bien proclive a los comuneros. Dice así:

“Hay en la provincia de Toledo una villa llamada Mora, no muy grade, pero floreciente y amena más de lo que prometía su extensión, la cual era adicta cuando podía al partido de los populares y a Acuña, y, como suele decirse, la favorecía con pies y manos. Algunas compañías de Zúñiga intentaron apoderarse de esta villa por un asalto repentino, y saquearla antes que Acuña o algunos de los capitanes pudiese socorrerla; más habiéndose reunido a la vista de la villa, y notando que no estaban desprevenidos del todo los vecinos, les intiman y amonestan que se entreguen si no quieren sufrir lo que lleva consigo el desenfreno de la victoria. Los morachos (sic), aunque no esperaban a los enemigos, sin embargo, no estaban descuidados, sino que tenían el pueblo bien provisto, y aunque no tiene murallas, de tal modo cerraron las calles con parapetos, que éstos suplían por los muros. Y así mientras contestan que nada harían, que nada estipularían sin consultar nada a Acuña, llevaron al templo a todas las mujeres y gente inútil para la guerra, y recurren en él todas las riquezas, y cuanto tenían en mayor estima. Los soldados de Zúñiga, aunque habían concedido algunas horas para consultar a los toledanos y Acuña, apretaban, sin embargo, y se preguntaban a traspasar las trincheras; los de la villa, temiendo alguna traición, guardaban las entradas de las calles, y habiendo recibido en principio a los enemigos que los acometían con las puntas de sus armas, causándoles tanta o más pérdida que la que sufrían, por fin, acosados por el mayor número se vieron obligados a retirarse. Se meten por último en el templo, donde se habían encerrado sus más caras prendas, determinados a mirar sus vidas un poco, con tal que la victoria cueste muchísima sangre a los enemigos. Los de Zúñiga, conociendo bien que

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no podían triunfar sino a costa de mucha sangre, recurrieron a medios inhumanos, a saber: arrojaron fuego al templo, pero con tal astucia, que prendiendo primero la llama en materias fáciles de incendiar, se comunicase luego al azufre que allí se guardaba. Al momento la parte interior del templo, llamada el coro, vino abajo y con él una gran cantidad de mujeres y niños, y el humo y el polvo les cegaba a todos; además la llama que prendió en las puertas no dejó lugar alguno por donde huir. Ardió todo el templo sin que las llamas perdonasen ni aún las cosas sagradas; se quemaron hombres y mujeres, muchas doncellas y muchísimos niños y ancianos. También los principales autores del incendio, que con la ambición del robo se habían introducido por las ventanas, perecieron como Pericles, hechos carbón en su misma iniquidad. No fue poco digna de llorarse una desgracia en que sobre todas las cosas fueron consumidas por las llamas, tres mil personas. ¡Considérese cuál sería el horrible espectáculo que presentaría cuando, embravecidas por doquier las llamas, niños, ancianos y mujeres, lloraban, chillaban y se lamentaban! Las doncellas que habían llegado a subir a lo alto, voluntariamente se arrojaban, no para evitar la muerte, sino para huir del fuego, los hombres claman al Dios verdadero tragando al mismo tiempo las llamas.” Hasta aquí el patético relato de Maldonado.

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Según un testigo Veamos ahora una tercera versión, la que nos ofrece un autor

moderno, Joseph Pérez, en “La revolución de las Comunidades de Castilla”, pero basándose en los legados del Patrimonio Real del Archivo de Simancas, en un o de los cuales se incluye el relato del canónigo Juan Ruiz el Viejo, que afirma haber obtenido tales informaciones de un testigo ocular. Este es el resumen de J. Pérez: “Los soldados del Prior de San Juan intentaban tomar venganza de las destrucciones de Acuña en la región de Villaseca. Así, una fuerza compuesta por ochocientos infantes y doscientos caballeros apareció a las puertas de Mora. Su jefe, Diego López de Avalos, consciente de su superioridad numérica, invitó a la villa a rendirse. Sus habitantes se negaron a ello y se aprestaron a defender la plaza con gran energía. Comenzada la batalla, los asaltantes, soldados aguerridos, no tuvieron dificultad en penetrar en la aldea (sic), pero los defensores continuaron combatiendo casa por casa. Finalmente se agruparon en la iglesia, donde ya se habían refugiado las mujeres y los niños.”

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Mariana y Sandoval

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No contemporáneo de los sucesos, pero sí relativamente próximos a ellos, fue el P. Mariana, quien en su “Historia General de España” tiene una breve referencia a lo acaecido en nuestro pueblo.

“Mora, pueblo muy grande de sus cercanías (Toledo), padeció un horrible estrago. Irritados los realistas con los daños que habían sufrido, acudieron a castigar a los de Mora que no podían estar quietos, resistiendo ellos valerosamente, considerando lo que les esperaba si quedasen vencidos. Fueron rechazados hasta la Iglesia, donde se habían refugiado los viejos, niños y mujeres; pegaron fuego a sus puertas con pólvora, e inmediatamente les comunicaron las llamas con todos los demás combustible que allí había y no pudieron escapar por parte alguna, se dice que perecieron miserablemente tres mil personas, a no ser que la fama exagere su número. Ciertamente se extendió la venganza más de lo que habían pensado sus mismos autores.” Posiblemente con las mismas fuentes que el anterior (esto es, el realista Pero Mexía), otro historiador clásico, Fr. Prudencio de Sandoval, se ocupó también de la “Notable desgracia de la villa de Mora” (así se llama el capítulo) en su “Historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V”. Lo más interesante es que agrega elementos nuevos sobre lo que pudo originar el ataque de los realistas. Dice así: “Entre otras cosas que en esta guerra sucedieron, hubo una notable en la villa de Mora, tierra del Maestrazgo de Santiago, cerca de Ocaña, la más lastimosa y desastrada que se pudo pensar, y fue que, como los vecinos de ella, siguieron la Comunidad, se hubieron alzado, perseverando muchos días en su levantamiento, vista la pujanza y victoria del prior le habían dado la obediencia y asentados sus tratos de concordia; pero como en la gente popular hay tan poca firmeza, tornaron a alborotarse y estar en lo primero.

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Y aún no contentos con esto, pasando cerca de la villa un capitán del prior con cierta presa de vacas y carneros de los términos de Toledo, salieron a él trescientos hombres y se la quitaron. Por lo cual, otro día siguiente don Diego de Carvajal, que estaban en Almonacid, dos leguas de allí, salió con su gente de a caballo y se juntó con don Hernando de Robledo, (1) capitán de infantería, al cual el prior a instancia de Diego López de Ávalos, comendador de Mora, había entrado con quinientos soldados para les poner temor y hacerles guardar lo que habían aceptado. Y así juntos, llegados con sus escuadrones hasta las paredes de Mora (la cual los vecinos de ella tenían toda barreada), aunque les requirieron que se diesen al rey y los acogiesen en ella pacíficamente, no lo quisieron hacer, antes diciéndoles palabras afrentosas y llamándoles traidores y otras injurias, les tiraron muchas saetas y escopetazos. Indignado de esto don Juan de Robledo y los que con él estaban, entraron el lugar por fuerza, peleando hasta la iglesia, en la cual (que era bien grande) se habían recogido todas las mujeres y niños, cerrando y fortificando las puertas. Y en la una, que dejaron abierta, bien barreada, pusieron barriles de pólvora y dos falconetes para su defensa. Y como llegase la gente y requiriesen a los que guardaban la puerta que se diesen, ellos no lo quisieron hacer, antes dispararon un tiro y con él mataron a un caporal del don Hernando, por lo cual, indignados los soldados, sin orden ni mandamiento del capitán ni de nadie, trajeron a priesa muchos sarmientos, y derramándolos a las puertas, les pegaron fuego, pensando con él hacer entrada, quemando las puertas. Y como el fuego llegase a la pólvora de los pipotes o barriles que da la parte de dentro estaban, fue tanto el ímpetu y fuerza con que ardieron, y la llama y fuego que de estos se levantó, que el maderamiento de la iglesia y las puertas comenzaron luego a arder como una furia infernal. Y como la pobre gente que dentro estaba, no tuviese otra salida sino la puerta que ardía en vivas llamas, y la iglesia no tenía respiradero, sin poder ser socorridos se abrasaron y murieron casi todos los que en ella estaban, es que se afirma que se quemaron más de tres mil personas. Lo cual hizo en todo el reino grandísima lástima; y así pagaron los de Mora con más rigor que quisieran los que lo ejecutaron.” (1) Este Hernando de Robledo (al que líneas más abajo llama Sandoval Juan de Roblejo) debe ser el Hernando de Rebolledo de que habla Pedro Mejía.

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Lo que escribe Lafuente

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La descripción romántica que Modesto Lafuente hace en el siglo pasado de este desastre es

la siguiente:

“El Prior de la orden de San Juan, Zúñiga, que había sido vencido por el prelado de Zamora junto al Romeral, envalentonado con la ausencia del obispo, en una de sus extendidas correrías por la comarca, cayó con todas sus fuerzas sobre la rica villa de Mora, adepta a la causa de los comuneros, atacando a la población. Resueltos a defenderse hasta perder sus vidas los habitantes, a fin de quedar más desembarazados para poder pelear condujeron a la iglesia a todos los ancianos y niños. Invadida la villa por la gente del Prior, pasando unos en pos de otros los parapetos en que los moradores se atrincheraban, perseguidos hasta de barrio en barrio y de calle en calle con furia, encono y mortandad terrible en parte de los acometedores y acometidos refugiáronse al fin en la iglesia donde tenían sus seres queridos. Sordos a toda intimidación los de Mora y furiosos y rabiosos los de Zúñiga acudieron a rendirlos al horroroso recurso del incendio. Por las puertas y sobre la techumbre y en derredor del templo hacinaron combustibles y los prendieron fuego, apoderándose pronto de todo el edificio las furiosas llamas y muriendo unos aplastados por los trozos de bóveda que se hundían, muchos perecieron al derrumbarse el pavimento del coro, y el humo acababa con los que se libraban del fuego. Prolongaron su existencia algo los que se colocaron en los arcos de los altares o en los huecos de las capillas hasta que los encontraron las llamas devoradoras. Sobre tres mil o cuatro mil habitantes sucumbieron de manera tan horrible. Y el terrible perseguidor de los comuneros plantó el pendón imperial sobre montañas de escombros, de ceniza y de cadáveres.” Como vemos aparte de la rotunda frase final –propia del romanticismo de la época en que está escrita- poco añade Lafuente a las crónicas antes recogidas. Pero, por tratarse de autor tan famoso como prestigiado hemos querido que no faltase su cita en esta antología de versiones.

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La derrota de Villalar y ejecuci贸n de los l铆deres comuneros, entre ellos el toledano Padilla, hizo in煤til el heroico sacrificio de los morachos

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La historia en verso

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Por la misma razón y a sabiendas de que no agrega datos históricos nuevos, recogemos

aquí un fragmento del poema “Los Comuneros”, de Luis López Alvarez, publicado en 1972 y calificado por Aleixandre como “el remozamiento de un épica”. El pasaje dedicado a nuestro pueblo dice así: Un ejército imperial a Mora tiene cercada, la ciudad guarda silencio, se diría abandonada, las ortigas se enderezan al bajo de la muralla.

“¿Quién se refugia en la iglesia huyendo de nuestra venganza?” “Son mujeres y son niños o son viejos sin armas” “Si son mujeres y son niños o si son los viejos sin armas comuneros son también y morirán sin que salgan”.

Con Zúñiga a su cabeza los imperiales avanzan. “Os rendiréis los de Mora o Mora será arrasada”

Los reales prenden fuego, la iglesia está incendiada.

La artillería real logra quebrar la muralla, aguantan los defensores hacen frente a las mesnadas, luchado calle por calle, luchando casa por casa, van muriendo en el combate o en el suelo se desangran.

Tres mil mujeres y niños y viejos que están sin armas, se quemaron en la iglesia sin poder abandonarla. El coro ya se desploma y los clamores se acaban. En silencio queda Mora ¡Cómo crepitan las llamas!

Los imperiales se adentran, ya la iglesia está cercada. - 84 -

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Como se ve, el poema es una exaltación de los comuneros y ello lleva al autor al extremo de atribuir a todas las víctimas la condición de “niños, mujeres o viejos sin armas”, lo que es sin duda exagerado. Por otra parte, incurre en los errores de llamar a Mora “ciudad” y de hablar de unas murallas que nunca existieron; pero bien pueden perdonársele al autor como licencias poéticas.

YY

Esta es la reproducción más antigua que existe de la iglesia de Mora. Corresponde a un dibujo de Pier María Baldi realizado en el siglo XVII, algo más de un siglo después de las Comunidades, para una obra de Cosme de Médicis.

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Y

Tradición Moracha

Y

A estos testimonios históricos o más bien historiográficos hay que añadir la aportación –para

nosotros preciosa- de los relatos de unos “testigos” que, si de algún modo esclarecen ciertos puntos oscuros, por otra parte, al darnos una versión nueva de los hechos y, sobre todo, de las causas que los originaron, nos conducen a la conclusión de lo difícil que resulta juzgar un acontecimiento históricos. Hemos puesto “testigos” entre comillas, porque del desastre de las Comunidades a la declaración de los citados median casi doscientos años. Pero consideramos que tal testimonio tiene un innegable valor por lo que supone acercarnos en más de los siglos al caso que nos ocupa y también porque entonces había –y hoy no hay- una serie de datos reales, tangibles, que hacían buena con su fuerza expresiva la declaración de aquellos morachos de principios del siglo XVIII. La tradición oral era, lógicamente más viva, más fuerte, más continua también: “…Suceso tan nefando en esta villa que los más de los días se hace conversación entre sus moradores, así antiguos como modernos, lamentándose del conflicto de sus ascendientes y lastimosa ruina…”. Una circunstancia puramente legal da lugar a tal sabrosas como interesantes testificaciones. Pedía el rey a los de Mora unos impuestos que, sobre gravar bienes de la común pertenecía, limitaban el derecho de nuestros convencidos del siglo XVIII en cosas tan vitales para un pueblo esencialmente ganadero y algo labrador como era el arrendamiento de los pastos y rastrojeras en las dehesas del Morejón, Cañada Vieja, Serra del Buey y la hora de las viñas, amén de la subasta, tasación y disfrute de corredurías del vino y el esparto. Alegan los de Mora que esos bienes litigio son propios y privativos de la villa, “ que eran mercedes de los señores reyes y maestres de Santiago de cuya orden fue esta villa antiguamente”; pero no

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existen documentos que demuestren que esto es así: los que había “Que alguno de ellos era tan antiquísimo que en su letra se conocía porque estaba cuasi imperceptible…” perecieron en el incendio de las Comunidades al estar el archivo en la capilla del señor Santiago”. NO queremos omitir la fecha exacta de las declaraciones, 6 de octubre de 1713, ni el nombre de los alcaldes ordinarios –D. Juan Maldonado Carraza y José Martín Redrojo – ni de los “oficiales” del Concejo D. Pedro Álvarez Maldonado, D. José Álvarz Ordoño de León y José Romero de Redrojo. Tampoco debemos silenciar el nombre del que fue nombrado apoderado para resolver ante los tribunales a favor de la villa, D. Antonio Álvarez Ordoño de León, a la sazón alcalde de la Santa Hermandad. Entre los testigos refrendan al Concejo poderdante apellidos de tanta tradición moracha como Sánchez Marcote, y Fernández Marcote… Entre los que compadecen a declarar figuran dos labradores: Juan de Viñas Luengo y Antonio Fernández Palomino. Un doctor: D. Tomé (o Bartolomé) Gómez Conejo, cura propio de la iglesia parroquial de la villa. Un licenciado, D. Alfonso Carranza Hurtado, presbítero y dos ganaderos de Mascaraque, residentes en Mora por aquel entonces, Bartolomé Fernández Moreno y Juan Sánchez Cogolludo. El primero aportará datos que entroncan claramente con la que pudiéramos llamar versión popular de los hechos, el segundo, en cambio, sabe poco sobre lo sucedido “por haber salido de tierna edad de dicha villa (Mora) y no haber tenido demasiada conversación con sus vecino”… Como a lo largo de los extractos a que hemos reducido las largas disquisiciones de los informantes iremos viendo, hay en lo testificado mucho en común. Hay datos, fechas, circunstancias que se repiten y concuerdan paro ninguno con tanta unanimidad como el culpar del desastre de Mora a los COMUNEROS… “Que a causa de los COMUNEROS que se levantaron contra la Cesárea Majestad del Señor Carlos Quinto padeció la iglesia parroquial de esta villa, que fue tal (el incendio) que ardieron hasta las paredes y que sólo quedó del templo que entonces era unos cimientos de cómo seis varas de alto a la parte del mediodía y que diferentes veces se los señalaron al testigo diciéndole sepa para que pueda decir en los tiempos venideros que en dicho incendio perecieron en este templo en el año 1521, el día 23 de abril, más de tres mil personas que se habían retirado a él huyendo de los COMUNEROS referidos”… “…y que

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preguntándoles el testigo la causa del incendio le dijeron que había sido la de estar dichos comuneros apoderados de la ciudad de Toledo y que habiendo venido en su busca el ejército de la Cesárea Majestad pasó a esta dicho real ejército y que noticiosos dichos COMUNEROS vinieron a desolar la villa cuyos moradores con lo más preciso se retiraron a dicho templo y que un fulano Valero de quien hoy desciendes los Valeros que hay en esta a la retirada mató un caporal o sargento de los dichos COMUNEROS y que estos encendidos en rabia pegaron fuego con sarmientos a las puertas de la iglesia y se ardió toda sin que se pudiese librar persona”. (Declaración de Juan de Viñas Luengo.) “Conviene aclarar que el hecho de achacar la culpa a los comuneros (totalmente desprestigiados en el siglo XVIII) no quiere decir que se atribuyera a éstos el incendio de la iglesia, sino que fue su conducta y su rebeldía la que dio lugar al genocidio. Ya en el proceso contra el obispo Acuña se empleó este argumento y se hizo al prelado responsable de la muerte de miles de morachos, pues según uno de los testigos, Acuña “fue causa principal que los vecinos de la villa de Mora no se diesen al dicho prior de San Juan ni se concertasen con él y fuesen comunidad y así lo hicieron con su favor y consejo…” “…El incendio que padeció a causa de los COMUNEROS que se levantaron contra la Cesárea Majestad del Señor Carlos Quinto al mismo tiempo que se abrasaron en dicha iglesia más de tres mil personas y que fue el caso que habiendo estado el ejército en esta dicha villa se puso en marcha y los vecinos en muestra de alegría de verse libres de sus opresores tocaron las campanas y dicho ejército juzgó que tocaban a rebato para ir contra ellos volvieron y dichos vecinos se retiraron a la iglesia a la cual pegaron fuego y la abrasaron toda”. (Declaración de Bartolomé Fernández Moreno). El epitafio, cuyo contenido se traslada, dice igualmente “…se quemaron aquí tres mil personas por los COMUNEROS”. Se repite la unanimidad absoluta al determinar el combustible arrimado a las puertas de la iglesia: “pegaron fuego con sarmientos” … “allegaron dichos soldados gran cantidad de sarmiento”… “arrimando medio carro de gavillas y algún barril de pólvora”.

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La cifra de víctimas es siempre, en torno a tres millares fatídicos, obsesionantes en toda declaración, repetidos una y otra vez… “…más de tres mil personas”… “la pérdida de tres mil personas”… “todas las mujeres y niños de que se componía la población de esta que serían como hasta tres mil personas”… “más de tres mil personas”, etc., etc. Tres testigos –Juan de Viñas, el Dr. Cornejo y Fernández Palomino, insisten en que la causa del enojo provino del robo de los bueyes o vacas seguida de la muerte del soldado, caporal o sargento (en esto no se ponen de acuerdo) que iba al frente de aquella posible intendencia en retaguardia. El testigo más cualificado (no olvidemos su condición de cura propio de la iglesia parroquial) añade que “tiene noticia de que uno de los soldados que aplicaron el fuego era vecino de Fuensalida y que hay descendientes suyos al presente y que se mantienen con gran desprecio de los demás vecinos en memoria de tan lastimoso suceso y maldad inaudita”. Sólo Bartolomé Fernández Moreno da la versión – por otra parte la de mayor arraigo popular hasta nuestros días- del repique gozoso de campanas. De estas declaraciones queremos traer dos fragmentos, cada uno interesante a us manera y que, por la fuerza expresiva que tienen en el original, no necesitan ser comentados. El primero en la voz de Juan de Viñas, da idea clara, quizá patética, de la soledad y abandono de una villa cuyos moradores habían perecido abrasados. El segundo, en la declaración de Fernández Palomino, por lo que supone a la hora de fijar la devoción que Mora profesa a la Virgen de la Antigua. Juan de Viñas declara que “por ser este día (23 de abril) de San Jorge se supiese que la familia que con el apellido de Jorge hay en esta se derivaba de un niño o niña que quedó desamparado de sus padres en una cuna de su casa y estuvo sin recibir alimento tres días y que atribuyéndolo a milagro se quedó a sus descendientes con la memoria de dicho apellido”. Por su parte, Antonio Fernández Palomino dice saber “por haberlo oído decir a sus padres y abuelos que murieron muy ancianos y fueron repúblicos de esta villa y a otros antiguos que aseguraban unos y otros haberles venido la noticia que delante se dirá de padres a hijos, de hijos a nietos así descendiendo hasta los que trató, vio y comunicó el testigo, hombres de

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entera fe y crédito…” “…que tiene noticia adquirida por medio de los dichos sus mayores que se libró milagrosamente de cuanto contenía el dicho templo sólo la imagen de Nuestra Señora de la Antigua que hoy se venera a extramuros de esta y que adquirió Su Magestad (sic) el título que hoy tiene de Antigua por ser las demás imágenes que hoy se veneran en esta adquiridas después del dicho fuego…”. El proceso va y viene de Ocaña a Mora, hay nuevas demandas de pruebas posibles y requisitorias por parte de jueces dispuestos a no ceder así como así a las pretensiones de los morachos. Ello da lugar a que se pida el traslado “fiel” de la tabla en la que, de una manera escrita, se menciona el hecho que dio lugar, entre otras cosas, al incendio del archivo que estaba en la capilla, también calcinada, del Señor Santiago. El testimonio es el siguiente: “Yo, Juan Antonio Rodríguez de Rincón, escribano del Rey Nuestro Seños, de Ayuntamiento, número y rentas reales de esta villa de Mora certifico doy fe y verdadero testimonio como en virtud del auto precedente pasé a la iglesia parroquial de esta y sobre la pila del agua bendita que está en esta iglesia inmediata a la puerta del cancel hallé una tabla con un marco negro fija en la pared que de letras mayúsculas y números castellanos dice como sigue: “ A VEINTITRES DEL MES DE ABRIL DÍA DE SAN JORGE MARTIR AÑO DE 1521 SE QUEMARON AQUÍ TRES MIL PERSONAS POR LOS COMUNEROS”. Es posible que el testimonio del escribano Rodríguez del Rincón sea el más respetable de cuantos datos estamos recopilando en torno al luctuoso suceso de cuando las Comunidades. Por cierto, que sobre la misma pila del agua bendita –y según Gómez Cornejo- había otro rótulo que indicaba hasta dónde había llegado el agua en la inundación que padeció la iglesia de Mora en el año 1605 y que asoló el rehecho archivo parroquial. El fuego y el agua se empeñaron en hacer borrón y cuenta nueva de este importante, pero triste pasaje de la historia de Mora…

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Y

Conclusiones

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Vamos a ver ahora, comparando todas las versiones, lo que podemos sacar en claro de tan

triste y heroico suceso.

1º Intimidación de los imperiales Está claro que Mora pertenecía a la causa comunera (quizá entre otras razones, por estar dentro del ámbito de la Orden de Santiago). Sandoval dice que perseveraron “muchos días en su levantamiento”. También parece claro que hubo una intimidación de los imperiales, aunque no lo que ya no está tan claro es si ésta fue por el simple hecho de ser partidarios de las Comunidades o como consecuencia de la provocación a que se refieren algunos vecinos de Mora y también Fray Prudencio de Sandoval, como hemos visto. Lo cierto, en todo caso, es que el ejército del Prior pidió a los morachos que se rindiesen y éstos dijeron que no. ¿Era importante el ejército? Debía serlo, por los efectos. Algún cronista se refiere a ese ejército, aunque no en el suceso concreto de Mora, y habla de 800 hombres. Sandoval dice que se unieron las fuerzas de Diego de Carvajal y las de Hernando de Robledo, que eran 500 hombres, pero no dice cuántos eran los primeros, aunque en un párrafo anterior dice que llevaba “razonable tropa de gente”. También se habla de que el Prior Zúñiga en aquellas fechas “llegó a tener seis mil infantes y caballos competentes a este número de infantería”.

2º Preparativos de defensa Es evidente, como decimos, que lo de Mora rechazaron la intimidación de los realistas o imperiales (quizá, como dice el P. Mariana, “considerando lo que les esperaba si quedaban

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vencidos”), e incluso parece ser que contestaron insultando a quienes pedían rendición y “les tiraron muchas saetas y escopetazos”. Mora estaba preparada para rechazar el ataque. Mejía habla de los pipotes de pólvora “para su defensa”; Maldonado afirma que “no estaban desprevenidos los vecinos” y más adelante que “tenían el pueblo con parapetos que estos suplían por los muros”; en el testimonio recogido por Pérez se dice que en el coro de la iglesia tenían “almacenadas grandes cantidades de pólvora”, lo que supone preparativos de resistencia pues si no no se explica el lugar del almacenamiento. Lafuente, por su parte, habla de los “parapetos en los que los morachos se atricheraban”.

3º Cómo se desarrolló la batalla Hay aquí una cuestión confusa. ¿Dónde comenzó la batalla? Está claro que en las afueras del pueblo. Los imperiales llegaron “hasta las paredes de Mora” y se encontraron con que toda la villa estaba “barreada” (“barrear” es cerrar, fortificar cualquier sitio abierto); comenzó el ataque y llegaron hasta la iglesia; en esto coinciden todos los autores contemporáneos que venimos manejando (“entraron por la fuerza peleando hasta la iglesia”, “acosados por el mayor número”…”comenzada la batalla”, “combatiendo casa por casa”… “resistiendo valerosamente”), lo que hace que tengan verosimilitud las sonoras frases de Lafuente: “de barrio en barrio y de calle en calle con furia, encono y mortandad terrible…”.

4º El incendio de la iglesia. No sabemos bien si antes del ataque a la villa ya se habían congregado en el templo parroquial los ancianos, las mujeres y los niños, o si toda esta población se fue refugiando en el lugar sagrado a medida que los acomentedores ganaban terreno, el caso es que cuando éstos llegaron al centro del pueblo se encontraron como último símbolo de la resistencia la iglesia. Creemos, como hemos dicho antes, que no se había pensado en el templo solo como lugar de refugio, sino también como último reducto par ala defensa; los falconetes y la pólvora de que hablan las crónicas lo prueban. El caso es que la iglesia ofreció resistencia a los invasores y éstos la

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incendiaron. Mejía, siempre tratando de defender la causa dice que los soldados “sin orden de mandamiento, ni de capitán, ni de nadie” arrimaron sarmientos a las puertas, para que al arder éstos pudieran entrar los sitiadores; la versión comunera dice, en cambio que los imperiales “arrojaron fuego al templo, pero con tal astucia que prendieron primero la llama en materias fáciles de incendiar, se comunicase luego al azufre que allí se guardaba”. Como se ve sólo hay diferencia en las intenciones difíciles de juzgar siempre y más al cabo de cuatro siglos; pero están claros los hechos. Ardieron las puertas, la madera, se incendió la pólvora y el incendio fue general y horroroso; vino a aumentar la catástrofe el derrumbamiento del coro donde sin duda se habían acumulado excesivo número de personas huyendo de las llamas y el humo.

5º El número de víctimas Siempre nos ha parecido elevado el número de muertos que hubo en aquella fatídica jornada. Pero una vez más encontramos unanimidad ante los historiadores contemporáneos (incluso los de distinta tendencia) ello nos obliga a aceptarlo. Así Mejía dice: “afirman que se quemaron más de tres mil personas” y Maldonado asegura que “fueron comidas por las llamas tres mil personas”. Recordamos una vez más que estas crónicas (una para denostar a los comuneros otra para justificarlos) fueron escritas a raíz de los sucesos y por lo tanto cuando vivían testigos , y aún autores, de aquella mortandad que hubieran rechazado esas cifras de no ser verídicas. Por otra parte Joseph Pérez en su citado estudio de las comunidades, al recoger el relato del canónigo Juan Ruiz el Viejo dice “el número de víctimas fue más de tres mil, entre hombres, mujeres y niños”. Según el acta de acusación contra el obispo Acuña al que se hacía responsable de las muertes se dice “y se quemó la iglesia y más de dos mil personas, hombres y mujeres y niños que en ella estaban”. Fray Prudencio de Sandoval da también la cifra de 3.000 muertos, e igualmente el Padre Mariana, perro este último con alguna cautela: “…se dice que perecieron miserablemente tres mil personas, a no ser que la fama exagerase su número”. Todavía podríamos dar una cifra más alga, la que da Anghiera en una de sus cartas: cinco mil víctimas, pero ésta sí que está en discordia con sus contemporáneos, aunque también pudiera ser que al hablar de víctimas no sólo se refiriese a los muertos, sino a los heridos, en cuyo caso pude ser válida.

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La cifra figura también en los textos posteriores. Así los Diccionarios de Madoz, Mariátegui, Riera y Quadrado la incluyen. Pero éstos es natural que no acudiesen a las fuentes originales para autentificar sus datos. Sí tienen importancia, porque obedece a la tradición oral, las declaraciones de los vecinos de Mora que en el siglo XVIII atestiguan sobre el incendio de la iglesia y dan, una vez más, la cifra de 3.000 muertos. Es más, una autora moderna, Victoria Armesto, en el libro “Galicia feudal” hace alusión al genocidio de Mora y dice que “perecieron todos los habitantes de Mora”, que eran entonces tres mil, después de advertir que la población masculina militaba en el ejército de las Comunidades de Castilla (porque Mora “se distinguía por su fervor comunero”) y en el pueblo “sólo quedaban las mujeres, los niños y los viejos”. También aquí, sin duda, hay exageración en lo de que murieron todos. Sólo disiente de esta cifra Fernando Jiménez de Gregorio en “Los pueblos de Toledo”, quien dice: “Refugiados los comuneros en la iglesia, ésta fue incendiada por los realistas, pereciendo según los cálculos más certeros unas trescientas personas, si hemos de creer a un historiador toledano contemporáneo a los sucesos. Pero ¿quién es este historiador? Por otra parte, hay que pensar que puede haber el erros de haber perdido un cero de la cifra, pues los historiadores contemporáneos hablan de 3.000. Una objeción podría plantearse. ¿Cabrían esas tres mil personas en la iglesia? Hay que contar con que no pocas debieron morir fuera del templo en los primeros combates, pero, además puede decirse sin lugar a duda que cabían. A Eusebio Camino debemos una medida geométrica de la capacidad de la Iglesia actual, prácticamente idéntica en esto a la del siglo XVI, puesto que fue construida sobre los primitivos muros. El interior de la nave tiene 41,70 metros, su anchura 12; son, pues, 500 metros cuadrados. El coro tiene otros 80 metros cuadrados. Si se añaden sacristía y capillas laterales pueden salir en total unos 650 metros que, a cinco personas por metro cuadrado, superan la cifra de 3.000. Eso sin contar con que muchos debieron refugiarse en las bóvedas.

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Como decimos, la concordancia está en los tres mil muertos, cifra verdaderamente asombrosa no sólo de manera absoluta, sino relativa, es decir para un pueblo como Mora y en el siglo XVI. Si la cifra es real bien puede hablarse de matanza o, como hoy se dice, de “masacre”. Y ciertamente no tenemos argumentos para rechazarla. Quizá sea éste el momento para recordar que durante la guerra civil se hicieron refugios antiaéreos debajo de la iglesia y cuando al final de ella se levantó el pavimento que estaba destrozado para poner uno nuevo, todos pudimos ver los montones de huesos que, sin orden alguno, sin restos de tumbas ni de féretros, aparecieron. No hay duda que comprendían a aquellos desgraciados morachos que fueron víctimas de una guerra civil y que murieron defendiendo unas ideas. Descansen en paz.

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Y

Despúes de la tragedia

Y

Volviendo a los sucesos de entonces, conviene decir aquí que el Obispo Acuña, caudillo, a

la sazón, de los comuneros toledanos, cuando supo lo ocurrido en Mora quiso vengarse de los realistas y salió en su persecución. Los alcanzó en Illescas, pero los realistas dieron, en la noche, suelta a un rebaño de bueyes y vacas que, despavoridos, irrumpieron –en una clásica “estampida”- sobre los soldados Acuña y los desbarataron. Naturalmente, a medida que las noticias de lo ocurrido en Mora fueron extendiéndose por el reino de Toledo y por los otros reinos de España debió de ser grande el sentimiento y la conmoción. Si no lo fue más, o si no queda de ello mayor constancia es porque coincidió con la derrota de Villalar que costó la vida a los líderes comuneros Padilla, Bravo y Maldonado y que supuso prácticamente el final de la guerra de las Comunidades sólo prolongada en Toledo por la desesperada defensa de la ciudad que hizo la viuda de Padilla. Con todo, ya hemos visto que Mejía dice que “a todo el reino puso gran lástima”. J. Pérez, por su parte, dice que “el desastre de Mora provocó una gran conmoción en Toledo en todos los sectores de la población”. Pero lo que, aparte de las frases generales que hemos recogido sobre el desastre, nos faltan detalles de cómo quedó nuestra villa, cómo se rehízo, cómo superó aquel terrible trance. En esas declaraciones posteriores de vecinos de Mora, a las que antes n s hemos referido, vemos que la Cesárea Majestad de Carlos V –contristada como todo el reino por lo de Mora- “aplicó mucha parte de su Real erario para la reedificación y ornato del culto, para cuyo fin dio muchas alhajas que se conservan hoy: un dosel-palio y muceta carmesí para cuando sale el Santísimo Sacramento”.

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Basándome en la contemplación directa de los objetos que se describen, todos los testificantes aluden a las alhajas dadas por el Emperador para el culto en el nuevo templo: “…La ponderación que hacían los antiguos de haber sentido mucho la dicha desolación Carlos Quinto y que dio muchas limosnas de su erario para la reedificación de dicho templo en cuya memoria están grabadas sus armas en el cerrojo de la puerta que dicha iglesia tiene al mediodía y que para su ornato había dado algunas alhajas como eran un dosel, un palio y una muceta de tela carmesí con el campo de plata que hoy se mantiene en dicha iglesia.” (Declara Juan de Viñas) … “un palio, un dosel y una muceta para cuando sale el Santísimo Sacramento a visitar a los enfermos de tela pasada campo carmesí y plata”… El Doctor Gómez Cornejo puntualiza sobre la limosna entregada por Carlos V, que fue de seis cuentos ochocientos mil mrvs. El licenciado Carranza añade que “sobró alguna porción (del donativo de Carlos V) que se impuso en censos a favor de la fábrica de dicha iglesia”. Coinciden todos cuantos tocas este extremo en que parte de las tan mencionadas alhajas “se mantienen hoy en esta dicha iglesia”. Del mismo modo hay una constante alusión a las honras fúnebres que anualmente se celebran, … “de cuya lastimosa tragedia hacía y en estos tiempos hace conmemoración la Iglesia de esta villa el dicho día 23 de abril”. Son varios los testigos, empezando por el cura propio, que aluden a una tradición escrita “…y lo sabe (se refiere al incendio y desastre) por haber visto una tradición que se conserva en el dicho archivo…””conservándose en su archivo una tradición, aunque limitada, de todo lo referido” (Fernández Palomino). Ciertamente, la iglesia debió reedificarse inmediatamente, porque la parte nueva de ella – que es casi todo, salvo algunos lienzos de muralla en la que se conservan antiguas ventanascorresponde claramente a la primera mitad del siglo XVI. A esta época pertenecía también el extraordinario retablo deshecho en 1936. Menos sabemos aún de cómo recobró Mora su ritmo de vida después de tan siniestra catástrofe, pero, naturalmente, debió ser muy lentamente. Téngase en cuenta, por ejemplo, que cuando el Marqués de la Enseñada hace censo en los pueblos de España, Mora tiene 4.100 habitantes, en el último tercio del siglo XVIII.

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Aparte de las huellas materiales de la catástrofe, lo que indudablemente perduró entre los vecinos de Mora fue el recuerdo de aquella jornada, más o menos desfigurado por las leyendas. Lo que realmente queda claro es que, con un heroísmo comparable a las mejores páginas de nuestra historia, los habitantes de Mora lucharon por una causa que creían justa y que, en parte, lo era, aunque, como ocurre tantas veces, el valor y el heroísmo resultasen gratuitos y en parte inútil si nos atenemos a las consecuencias. Si el móvil de sus actos fue la defensa de sus tradiciones, o el deseo de cambiar unas circunstancias políticas, o el de protestar por una situación económica o fueron simplemente víctimas de reyertas y partidismos de la tierra, es algo que estará discutiéndose siempre. Lo que no tiene discusión es el valor y el heroísmo de nuestros antepasados.

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TEMA 4

FIESTAS Y TRADICIONES DE MORA Y Y

En la puerta de la Mancha, Mora, como mil Españas juntas, como una sola España compendiada y difusiva, abriendo la marcha del olivo... Jaime de FOXA

L

os anteriores fascículos han estado dedicados a lo que podríamos llamar la gran historia de nuestro pueblo: su localización manchega, y su relación con las Órdenes Militares, su castillo, su participación en la guerra de las Comunidades. En éste descendemos -o mejor dicho pasaremos, porque no hay descensos- a la pequeña historia, no menos importante, de las costumbres, las fiestas, las tradiciones, las maneras de vivir... La taera no ha sido demasiado difícil, porque muchas de esas costumbres han llegado hasta nosotros o han desaparecido hace tan poco tiempo que todavía quedan testigos. El problema era, por el contrario, que había demasiado material para un solo folleto, y hemos tenido que poner puertas al campo, o lo que es lo mismo, límites a nuestra recopilación. Queda para otra, o para otras entregas, los nombres de nuestras calles y caminos, la genealogía de nuestros apodos, la gastronomía diferenciada, la riquísima artesanía. Y comenzaremos en éste con las fiestas. Suenan campanas y cohetes, el pueblo se divierte....

- 101 TEMA 4 · FIESTAS Y TRADICIONES DE MORA


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La Feria

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La Feria de Mora es para los morachos actuales la feria de septiembre. “las ferias y fiestas en

honor al Santísimo Cristo de la Vera Cruz”, como dicen actualmente los programas de festejos. Pero no siempre fueron en septiembre. A mediados del siglo XVIII –tenemos datos de 1745- las ferias se celebraron a primeros de agosto y el día 6 era la fiesta principal. Pero en 1879 consta que se celebraban ya en septiembre, aunque parece ser que sólo los días 14, 15 y 16. A principio de siglo la feria “de mercancías”, es decir, los puestos, se instalaban en la calle Ancha. Eusebio Camino, que ha conseguido datos sobre las ferias de antaño, nos facilita el texto de los acuerdos que a partir de 1900 se repiten casi literalmente cada año: “que el ferial de mercancías se establezca en toda la calle Ancha, utilizando sólo las aceras de la de Orgaz, desde la esquina de la casa de don Luis Maestro y puerta de la Protectora para tostoneros, frutos secos y sus similares, prohibiéndose en absoluto que se coloquen puestos de cualquier cosa en la fachada de la casa de don Feliciano y en toda la calle Nueva; que las tres noches de los días 15, 16 y 17 concurra la banda de música en esta población, con objeto de amenizar las veladas; que se adorne el ferial con los cuatro arcos de costumbre, una tribuna para el Ayuntamiento y el tablado en el centro, en forma de quiosco, para la banda, colocándose en dichos arcos los focos eléctricos que “La Progresiva” está obligada a suministrar, así como las demás lámparas del resto del ferial, y que no se exija impuesto alguno a los feriantes, como en años anteriores. Por aquellos años, exactamente en 1902, el presupuesto municipal para las ferias era de 875 pesetas. La función de fuegos artificiales suponía 150 pesetas.

- 102 TEMA 4 · FIESTAS Y TRADICIONES DE MORA


En 1908 se plantea la conveniencia de trasladar el ferial a la glorieta y sus contornos (cosa que ya en 1806 habían hecho ya los buñoleros), pero no se llega a un acuerdo. Esta cuestión se vuelve a discutir, así como la de anticiparla al mes de agosto, por el mal tiempo que suele hacer en septiembre. Efectivamente, en 1914 se celebraron del 27 al último día de agosto. Pero, según parece, fue un verdadero fracaso, “por haber desorientado a los feriantes, de los cuales vinieron pocos con sus mercancías”, y porque “se desencadenó un fuerte temporal de aguas, viniéndose abajo muchos puestos del ferial y llevándose las corrientes muchas mercancías por las calles Ancha y Orgaz”. Así que a partir de 1915 se volvió a celebrar en septiembre y en la glorieta y calles y plazas adyacentes. Así hasta la actualidad (con los intervalos de los años 1936, 1937 y 1938), sin más variación que la de aumentar algunos días. La feria más larga fue la de 1958, que empezó el 13, por ser sábado, y duró hasta el 20. Aparte de la transformación lógica de las mercancías y de las tracciones, una cosa sí es distinta: ya no existe la feria de ganados, que además del interés mercantil tenía un típico sabor. “Las calles de Abañoñes y Castilnovo y sus afluentes”, como decían las actas municipales, se animaban con caballos, mulas, borricos, que eran examinados parsimoniosamente por labradores y arrieros, tratantes y curiosos. De vez en cuando un trato y alboroque para celebrarlo.

- 103 TEMA 4 · FIESTAS Y TRADICIONES DE MORA


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La Fiesta del Olivo

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El fin de la recolección de la aceituna tuvo, creemos que desde tiempo inmemorial, aires festivos

que se consolidaban en un día, de poco o medio trabajo, en el que se comía abundantemente; naturalmente, la bebida no escaseaba y se hacía gala por medio de cantares alusivos a la bondad del año, a la destreza de los aceituneros y a la generosidad del amo que pagaba estos jolgorios. Cuando se acercaban los días últimos, en las cuadrillas no se hablaba de otra cosa, y con los preparativos del festejo se hacían alusiones pícaras y apremiantes al dueño de los olivares en los que la cuadrilla trabajaba para que preparase con la mayor abundancia posible la gratificación necesaria. Eran muchas veces las quinterías el lugar elegido para la comida final; cuidadosamente seleccionados los eventuales cocineros o cocineras, se preparaba el plato fuerte, muchas veces un cordero. No faltaba entre la gente joven el disfraz a base de refajos, pañuelos, etc., en las mujeres, y el más elemental y barato en los hombres, de tiznarse la cara con la sartén. Privilegiada era la cuadrilla que contaba entre sus componentes con alguien que dispusiese y manejase bien el acordeón… Porque había que cantar, había que volver por los caminos cotidianos del trabajo cantando, desde lo que “qué es aquello que reluce camino de la Solana…” hasta cualquier coplilla improvisada, que lo mismo podía hacer alusión a algún pequeño suceso acaecido en el trajín de la recolección, que el genio y modo de mandar del “destajero”. Cantando, repetimos, había que llegar al molino y atravesar las calles que hasta él conducían, rivalizando en bullicio si con otra cuadrilla también en su final se encontraban. Luego era el ir a la casa del patrono y el procurar conseguir un nuevo dinerillo para que, sobre todo las mujeres, fuesen a la confitería. Por la noche, y hasta las tantas, baile en la del “destajero”… Esos era todo y era mucho. Significaba, entre otras cosas, una hermosa y necesaria convivencia. Un ilustre moracho, don José Fernández Cabrera, ideó las celebraciones individualizadas de antaño.

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No obstante, aunque escribimos en pasado, todavía quedan cuadrillas y empresarios –como hoy se dice- fieles a estas sencillas y fraternales fiestas. Al atardecer de cualquier día de marzo, allá por las trochas, difíciles y pedregosas, de La Palmilla, o por Camino Villanueva, o carretera de Tembleque adelante, puede escucharse, entre risas y algazaras mal acalladas por el ruido del tractor, “…es la cuadrilla de…, que ha acabado de aceituna”. La verdad es que cuando nació la Fiesta del Olivo, en 1957, muchos pensaron que tendría corta vida. No es menos cierto que en varias ocasiones ha estad a punto de desaparecer. Pero el caso es que ni las malas cosechas, ni las circunstancias políticas, ni los pequeños fracasos pudieron con ella, al menos en los veintitrés años en que ininterrumpidamente ha venid celebrándose. Así, lo que fue innovación poco a poco se ha hecho tradición.

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Fiesta del Olivo en 1967

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La idea surgió, como hemos dicho, de don José Fernández Cabrea: se trataba sencillamente de transformar los jolgorios y alborotos de cada cuadrilla al terminar la recolección de la aceituna en una fiesta popular, colectiva y única. Única en todos los sentidos. El alcalde de Mora entonces, Ángel Ramiro, y el presidente de la Comisión de Festejos, José Fernández Marcote, hicieron realidad de aquella idea. Nació la primera fiesta, que tuvo como reina a Juana Muñoz Fernández, hija de Alejandro Muñoz Bejarano, entonces presidente de la Hermandad Sindical de Labradores y Ganaderos. A aquella reina suceden otras: Maribel Partearroyo (1958), María de los Ángeles Ortega Benayas (1959), Paloma García Bernalt (1960), María de los Ángeles Fernández Garriga (1961), Rosalía Sierra Peña (1962), María del Carmen Raminro Sobrerroca (1963), María Teresa Serrano y Milans de Bosho (1964), María del Carmen San Román el Barrio (1965), Marina del Pozo Guerras (1966), María Isabel García Bago (1967), Maribel Fraga Esteve (1968), Pilar López Camacho (1969), María Asunción de la Fuente (1970), María del Pilar de Villa (1971), Isabel Fernández de la Mora (1972), María del Mar Garicano Rojas (1973), María José FernándezSordo Cabal (1974), María Valdés Morales (1975), Paloma Robles Fraga (1976), Julia Gómez Díaz (1977), María del Carmen Fernández del Vado (1978) y Cristina Velilla Tapia (1979), que cierra la relación a la hora de escribir estas líneas. Creo que también vale la pena recordar quiénes fueron los pregoneros en estos años: En 1957 y 1958 fue Alejandro Fernández Pombo; en 1959, García Bernalt, Delegado Provincial de Sindicatos; 1960, José Ortega Lopo, Presidente de la Cámara Oficial Sindical Agraria; 1961, Francisco Elviro Meseguer, Gobernador Civil de Toledo; 1962, José María Pérez Lozano; 1963, Julio San Román, Presidente de la Diputación Provincial; 1964, Santos Sánchez-María, Delegado Provincial de Sindicatos; 1965, Daniel Riesco Alonso; 1966, Sr. Esteban Infantes; 1967, Gabriel Elorriaga; 1968, Julio Ossorio Navarrete; 1969, José Manuel Pascual Quintana; 1970, José Finat, Conde de Mayalde; 1971, Enrique Thomas de Carranza; 1972, Esteban Bassols Montserrat; 1973, Jaime de Foxá y Touler; 1974, Manuel Jiménez Quílez; 1975, Fernando Azancot Fuentes; 1976, Rafael Fernández Pombo; 1977, Manuel Alcántara; 1978, Luis López Anglada, y 1979, Prudencio Gómez-Pintado.

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Otros datos dignos de consignarse en esta brevísima recapitulación de nuestra fiesta son : En la I Fiesta fie nombrado hijo predilecto de Mora don Julio Partearroyo Fernández Cabrear, Ingeniero Agrónomo. En la III (1950) se estrenó el himno del Orfeón del Olivo, dirigido por Carmen Díaz; autor del himno es deon Manuel Fernández Cabrera; también en aquella fiesta fue bautizada la antigua calle del Villar como Avenida del Olivo, y dedicada a don Julio Partearroyo. En 1966, al llegar la fiesta número diez, se crea la Medalla de la Fiesta del Olivo, que en su categoría de oro es concedida al Jefe del Estado, Francisco Franco. En 1967 se inauguran los almacenes reguladores de aceite. En 1971 se puso la primera piedra del Centro Piloto. Capítulo destacado de las Fiestas del Olivo han sido sus cabalgatas, en las que las carrozas, los carros engalanados, el orfeón del olivo, los grupos folklóricos han formado, año tras año, una estampa de color, ya clásica y tradicional, que es contemplada y aplaudida por millones de morachos y de forasteros. Dentro de esas cabalgatas, las carrozas merecen párrafo aparte, y aún valdría la pena, si hubiera sitio para ello, recordar todas las que han desfilado en estos años, incorporando temas de actualidad –que iban desde el Festival de Eurovisión hasta los trasplantes de corazón; desde los triunfos de Urtain hasta la moda hippy-; recordando mitos literarios –Colón, la guerra de la Independencia, la Reconquista-, y, sobre todo, ofreciendo estampas de nuestra pequeña y doméstica historia y geografía. Estas últimas carrozas –reproducción de calles, patios, cocinas y corrales morachos; de nuestros talleres artesanos; de nuestras faenas agrícolas, etc. –han sido siempre las de mayor éxito, las que han calado más hondamente en los espectadores. Por último, para acabar este apartado de la Fiesta del Olivo, hay que aludir a los concursos agrícolas, a las exposiciones de aceite y derivados, de maquinaria agrícola, de ganadería, etc., que cada año se celebran, y también a los concursos literarios –periodísticos y poéticos-, cuyos ganadores realizan el acto académico de la proclamación de la Reina. Los nombres de Manuel Alcántara, Carlos Murciano, José María Pérez Lozano, Carro Celada, J. B. Filgueira, etc., reflejan la categoría de los trabajos. En los últimos años un certamen nacional de pintura, así como concursos para escolares, han venido a dar mayor contenido a la faceta natural de la Fiesta. Quede aquí también mención de los artísticos carteles que han anunciado las fiestas, con firmas de Antonio Pintado, Perelló o Paco Izquierdo.

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La Feria Chica La tercera en importancia de las Fiestas grandes de Mora es la

llamada “Feria chica”, es decir, los días 25 de julio, festividad d Santiago, Patrón de España, y 26 de julio, fiesta de Santa Ana, Patrona de Mora. Si cae algún domingo en las proximidades se incorpora a estas fiestas sencillas, “sólo para nosotros”, en las que hay función religiosa que preside el Ayuntamiento, y algún piscolabis, que últimamente se ha transformado en una “zurra” popular para todo el que quiera. Algunos años un espectáculo taurino, y siempre el concierto en el parque, con fiestas de uno u otro tipo, suelen ser alicientes de esta bien llamada “Feria chica”.

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Romería de la Antigua

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La Romería de la Virgen de la Antigua tiene para todos los morachos una especial emoción.

Es manifestación de una devoción mariana iniciada hace siglos, trasladada de padres a hijos, a todos los niveles y en todos los ámbitos. Se celebra el primer o segundo domingo de diciembre –“Domingo infraoctava de la Navidad de Nuestra Señora”, según las ordenanzas-, precedido de una novena, que es también muy concurrida, y de unas vísperas. El domingo de la Romería la asistencia es numerosísima, masiva durante todo el día, y los actos principales son la misa de la mañana y la procesión por la tarde, en que la imagen de la Virgen recorre una parte del cerro, hasta ponerse cara al pueblo. La salida de la Imagen y su recorrido van acompañados de vivas y aclaraciones, y de las canciones que se han cantado siempre, especialmente esa de: Hoy Mora te saluda como a su madre, y tu nombre repite montes y valles. Una inmensa mayoría de morachos participa en esta fiesta, pero quienes “la hacen” y quienes más la viven son “los Hermanos de la Virgen”, es decir, los cofrades de la Hermandad de Nuestra Señora de la Antigua, institución verdaderamente venerable por su antigüedad y fidelidad. Estamos obligados a hacer una referencia a ella y a la devoción a esta advocación mariana, sin peligro de que algún día dediquemos un fascículo de esta colección a la Virgen de la Antigua y de las otras hermandades y cofradías de Mora. ¿Cómo y cuándo nació esta devoción? ¿Cuál es el origen de la advocación? Desgraciadamente, sólo podemos responder por conjeturas y tradiciones. La más arraigada de todas es la de que la Virgen María se apareció en este lugar a unos pastores que allí cuidaban su ganado y les expuso su deseo de ser venerada en aquel mismo lugar. Parece ser también que por haber sido la única

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imagen que sobrevivió del incendio de la parroquia en la Guerra de las Comunidades se dio en llamarla Antigua. Ya con todo rigor histórico tenemos datos de la Hermandad a partir del siglo XVII; pues aunque no se sabe en qué fecha se fundó la Hermandad de Nuestra Señora de la Antigua, sí hay documentos que prueban que en 1618 fueron aprobadas sus ordenanzas por el Cardenal Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo, siendo presidente el Ilmo. Sr. Don Luis Díaz Suelto. Se limitaba entonces a cincuenta el número de hermanos, que habían de ser pastores preferentemente. Fue nombrado capellán vitalicio don Alonso de Aguilar, y mayordomos de aquel año Juan Maestro Lumbreras, Francisco Bueno y Matías Bravo. En cuanto a la ermita, en el siglo XVII se llamaba “del Sr. San Cristóbal”, lo que prueba una dedicación anterior, pero poco a poco va imponiéndose el nombre de la Antigua, y así figura ya a mediados del siglo pasado en los libros de actas. En tres ocasiones sufrieron interrupción las romerías y fiestas en honor de la Virgen. Cuando la Guerra de la Independencia, la primera. Los franceses destruyeron la ermita, saquearon el tesoro, dieron muerte al santero y quemaron la imagen. Sin embargo, de la manera milagrosa se salvó intacta la cabeza de la talla de María, que como reliquia fue colocada debajo de la nueva imagen que los morachos se apresuraron a hacer. La segunda interrupción fue en los años revueltos de las guerras carlistas. La tercera, en nuestra pasada guerra civil. De nuevo fue abrasada la imagen, aunque –otra vez un prodigio- del fuego se libró el Niño que sostiene en sus manos. Cuando se bendijo la nueva imagen, regalo del industrial moracho don Lamberto Rodríguez, Mora registró una jornada de entusiasmo difícilmente comparable. Terminamos este apartado con una octava de un largo poema, Santa María de la Antigua”, que escribió don Joaquín González de la Llana, sacerdote de grato recuerdo:

¡La Virgen de la Antigua!... Así la llaman porque de antiguo Mora la venera, y con tan bello título la aclaman, llena el alma de amor y fe sincera; del más tierno cariño; en tal manera, que no pasa jamás día ni hora que no encuentre a sus pies a toda Mora.

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La Virgen de la Antigua en una de sus visitas al pueblo de Mora

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Otras romerías y fiestas

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Además de la romería de la Antigua había otras en Mora que con el tiempo se han ido

perdiendo. Quizá la más importante, o al menos la más concurrida, era la de San Marcos, que se celebraba en torno a la Ermita de la Casa-Palacio de Yegros, el día 24 de abril, festividad del Santo Evangelista. Los morachos acudían en masa –hasta el punto de que es tradición que los guardas jurados bajaban a cuidar el pueblo, que se quedaba vacío- y tras las fiestas religiosas se desparramaban por la alameda que había en las inmediaciones. Cuando la guerra fue talada la alameda para hacer refugios antiaéreos en la “Glorieta Alta” y en las Delicias. De la ermita y la Casa-Palacio de Yegros sólo quedan ruinas. También acudían muchos morachos a la Romería del Cristo del Valle, en el término de Tenbleque, cerca del río Algodor, y donde venían romeros de varios pueblos. Parece ser que hubo un tiempo en que acudía la banda de música de Mora. Pero, poco a poco, los morachos se fueron olvidando de esta romería, aunque últimamente, y sobre todo desde que se han facilitado los accesos (por la presa que se construye en el Algodor), es más fácil llegar a la hermosa ermita del Cristo del Valle. Posiblemente en otros tiempos hubo otras romerías en torno a las ermitas que existieron, pero lo mismo que estas ermitas han desaparecido, se ha perdido incluso el recuerdo de sus fiestas. Así sabemos que había una ermita de Santa Lucía hacia el final de la calle que todavía tiene su nombre. ¿Hubo también una ermita de San Gregorio? Es posible, y quizá con ella guarde relación una fiesta para litúrgica que hace poco se celebra el 9 de mayo, día de San Gregorio, en que un sacerdote salía por Camino Grande a “bendecir los campos”. Hermosa tradición que en tiempos tuvo gran acompañamiento de morachos, pero que, como otras muchas, fue cayendo en desuso.

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También hay que hablar aquí de las Hermandades o Cofradías que en torno a una adoración de Cristo, o de la Virgen, en torno a un santo o a un ángel celebran fiestas religiosas y profanas. Aquéllas, funcionalmente la misa solemne y la procesión; éstas, alguna clase de fiesta y el obsequio tradicional de “zurra” y “tostones” que ha sufrido diversos cambios. Así, junto a la Hermandades que todavía subsiste, el Santo Ángel, la Virgen del Carmen, el Cristo de la Vera-Cruz, San Antonio y la Virgen de la Antigua, hay que recordar a otras desaparecidas, como San Antón, San Isidro Labrador, San Cristóbal y la antigua Cofradía del Santísimo Sacramento. Por otra parte, están las Cofradías Penitenciales de Semana Santa, de moderna creación (1953), salvo la muy antigua de los Esclavos, que acompaña al Santo Entierro. De los años cincuenta –y alguna de efímera vida- son las de Nuestro Padre Jesús Nazareno, la Soledad, el Silencio y la Oración en el Huerto.

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La desaparecida feria de ganados.

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Anunciar la Resurrección

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Cualquiera de los hombres de Mora de la edad de los que escriben estas páginas o de

generaciones anteriores tienen que sentir inevitablemente nostalgia al recordar los sábados de gloria de nuestra niñez, cuando todos los chicos del pueblo salíamos con cencerros, cencerras, campanillas y cascabeles –casi siempre colocados sobre los pretiles de las mulas- a anunciar que Cristo había resucitado. Claro que lo más emocionante era adelantarse a la liturgia y anunciar el gozo de la Resurrección antes de que la campanas de la iglesia lo declararan solemnemente. Y para esto no bastaba recorrer las calles del pueblo en atropellada y estrepitosa carrera, sino irrumpir en la iglesia, que no era fácil porque precisamente para evitarlo los oficios del Sábado de Gloria se celebraba a puerta cerrada y el sacristán –el inolvidable tío Julián durante muchos años- se oponía a la invasión “antes del Gloria”. Alguna vez lo conseguíamos y cuando todavía los oficios tenían el aire doloroso de la muerte de Cristo, una tropa infantil penetraba en la iglesia y, si la dejaban, llegaba hasta el altar mayor con sus ruidosas carreras y saltos. Esto debía hacerse en el momento del Gloria, pero ya digo que todo nuestro afán era adelantar el instante gozoso. En cualquier caso, una vez que las campanas mayores, es decir, las de la torre, se unían al ruido cantarín de nuestras campanillas y cascabeles y al menos cantarín de cencerras y cencerros, venía la segunda –y más difícil- parte. Había que ir a anunciar a Mascaraque la Resurrección. Se suponía que no se habían enterado. Enterados o no los muchachos de Mascaraque nos esperaban a la caída de la “somadilla” con las piedras en la mano y allí se organizaba una buena refriega. Algunas veces se llegaba hasta el pueblo y otras no. Recuerdo un año en que los mascaraqueños –que por otra parte eran, muchas veces, amigos nuestros pues nunca hubo animosidad entre estos dos pueblos- no reciben a los de Mora con ningún acto de hostilidad, con lo cual los morachos enardecidos llegaron hasta Almonacid. Pero a la vuelta fue ella…

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En fin, también hay que decir que nunca llegó la sangre al río, porque la sangre era escasa y desde luego no había río. Cuando la reforma litúrgica trasladó la conmemoración de la Resurrección de Cristo a la noche del sábado, la costumbre de los cencerros y las campanillas desapareció… (Quizás es ésta la ocasión para decir que, sin embargo, los cencerros de Mora-y los de mayor tamaño- siguen sonando cada año en otra fiesta paralitúrgica: la de la Endiablada, en Almonacid del Marquesado, en tierras de Cuenca).

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Juegos

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Sería difícil hablar de unos juegos peculiares de Mora. Mora tuvo los juegos de Castilla,

de la Mancha, de la tierra de Toledo, y cualquier documentado trabajo sobre estos juegos o diversiones valdría para nuestro pueblo. Pero queremos dejar aquí dos referencias históricas – las únicas que tenemos- del juego de los morachos. Una corresponde al siglo XVII, exactamente al año 1668, en que Cosme de Médicis visita España. Sus secretarios van escribiendo la crónica de su viaje y así Magolotti escribe a su paso por Mora: “Vimos a la juventud ejercitase por los caminos públicos en lanzar el palo de hierro, lo que hacen con mucha destreza”. Breve referencia que nos deja un poco dudosos. ¿Era una especie de lanzamiento de jabalina? ¿Era el juego de la calicha? La otra referencia es más próxima a nosotros. Hace menos de un siglo. En 1893 se celebró en nuestro pueblo un partido de pelota entre dos octogenarios: Alejandro García Donas, alias “Cedillo” y Francisco García, alias el “Pollero”. Entre el numeroso público asistente figuraban dos bisnietos de los famosos pelotaris. En el partido, a 40 tantos, venció Alejandro, que superó a su rival en 13 tantos. Del juego de pelota, desaparecido en nuestro pueblo desde hace varias generaciones, sólo queda el recuerdo del frontón, que estaba en el paseo de las Delicias, acera de los impares. De otros juegos no podemos hablar como particulares de Mora; han sido los habituales de los niños y muchachos españoles, aunque haya habido en la práctica de esos juegos variantes y modismos, si no locales, al menos comarcales. Valga esto del “pídola” al “corro” y del “gua” a las “tres en raya”.

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De los deportes en que, en determinados momentos, ha alcanzado mayor popularidad es el fútbol, aunque nunca nuestro equipo –con distintas denominaciones- haya pasado de una, más bien discreta, categoría regional. Sin embargo, se recuerda –lo recuerdan los mayores- los años treinta como época de esplendor, quizá coronada el día que vino Ricardo Zamora. Tenemos a la vista un programa del 12 de julio de 1931. Fue el domingo en que se estrenó el “pasodoble coreable” titulado “Mora CF”, con música de V. Villa y J. Fernanda, y letra de M. F. Cabrera, que empezaba así:

Descubrimos, compañeros, ya llegó el Mora CF, el equipo de más fama que ahora vuelve a florecer. Un conjunto de muchachos todo entusiasmo y valor, que dan a la patria chica la más alta aspiración. Los precios de las localidades para aquel partido oscilaban entre la más cara: “entrada de preferencia con asiento, una peseta” y “entrada general para señoras y niños, sin asiento, veinte céntimos”. La alineación de aquel día era: Andrés; Cañaveral, Rodríguez; Rufino, Gómez, Juan; Mario, Millas, Joya I, Joya II, Morales. Y Muñoz, como suplente.

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Coplas y bailes

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Parece ser que el baile típico o más tradicional de Mora son las seguidillas morachas con

ligeras variantes de la seguidilla manchega y con letras locales o que adoptan coplas de otras regiones. Así por ejemplo: Mira si he recorrido tierras del mundo la mayor parte que “estao” en Almonacid, he “pasao” por Mascaraque y vine a Mora a dormir. Típica es también la jota revolvedera, baile característico de los antiguos “tratados”, las bodas y otros festejos familiares. En ellas se mezclan aires manchegos con otro procedente de la Castilla del Norte. Se baila de tres en tres: un hombre con dos mujeres o una mujer con dos hombres. La letra más conocida que naturalmente tiene variantes, porque se ha ido conociendo en forma oral y que admite infinidad de coplas, es ésta: Ay Pachín, Pachín, qué malito estás: te vas a morir, te van a enterrar. Te van a enterrar, te vas a morir. Ay, Pachín, Pachín, qué malito estás.

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Mora tiene mucha fama por su vino y por su aceite, por sus mujeres bonitas y los bailes, tan alegres.

Moracha, si me quisieras, te compararía unas albarcas. pero como no me quieres, Te amulas y vas descalza.

Al salir el sol, canta la perdiz y el macho contesta: cuchichí, cuchichí. Cuchichí, cuchichí; cuchichí, cuchichí, al salir el sol, canta la perdiz.

Si te portas bien, te voy a comprar unas antiparas para escamondar. Para escamondar, para escamondar, si te portas bien, te voy a comprar.

En el arrabal de Mora allí brillan dos luceros: el Cristo la Vera Cruz y la Antigua en su cerro.

Niña, no salgas de casa porque ha salido la fiera y ha salido cantando la jota revolvedera.

Ay que sí, que sí, que; ay que no, que no que ay, que a mí me gustan los albaricoques. Los albaricoques con el hueso duz; ay, que a mí me gustan los que me das tú.

Larguitas de adelante, cortitas de atrás, “pa” que las gavillas salgan bien atás. Salgan bien atás, salgan bien atás. Larguitas de adelante, cortitas de atrás.

Afortunadamente este baile y estas coplas se han salvado, otros muchos se habrán, sin duda, perdido. Nunca tendremos gratitud bastante para las personas que han sabido rescatar del olvido estos recuerdos entrañables de épocas pasadas. Carmen Díaz debe ser citada aquí por su incansable labor de muchos años. También el grupo juvenil “Raíces”, enamorado de nuestro folklore. A uno de sus miembros, Jesús Moreno, debemos muchas de las coplas que transcribimos aquí. Otras coplas propias de nuestro pueblo, o adoptadas para nuestro pueblo, que se pueden incluir en la jota revolvedera o se cantan como tales coplas sueltas en rondas y fiestas, son éstas:

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Aquí en Mora se fabrican tres cosas que tienen fama: cencerros, aceites finos y además buenas romanas.

Más quiero yo una moracha con una cinta en el pelo que a todas las sonsecanas vestidas de terciopelo.

En el arrabal de Mora hay un hermoso lucero: el Cristo la Vera Cruz clavadito en el madero.

Mora tiene los aceites mejores que Andalucía y unos vinos superiores y una Virgen de la Antigua.

Hay también muchas coplas que hacen referencia al olivar y que seguramente nacieron en las recolecciones y en las fiestas con que se celebraba el final de “la aceituna”.

Como la olivilla verde así te quiero por dentro. Como el palito verde tan blanco por fuera y como la sustancia fuerte tan dura por dentro.

Los surcos del olivar son anchos “pa” los don mucho s estrechos “pa” los don “na”. El caballo se crió en el campo y el toro del campo vino y Mora creó en su campo millón y medio de olivos.

De la raíz del olivo Nació mi madre, serrana, Y yo como soy su hijo Vengo de la misma rama.

La aceituna en el olivo si no la cogen se pasa; lo mismo te pasa a ti, morena, si no te casas.

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Portada de un programa de la Fiesta del Olivo.

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Del hueso de la aceituna tengo que hacerme una nave, para que vayan y vengan mis suspiros por el aire.

Te fuiste a la aceituna y me dejaste sin cuartos. He tenido que vender las medias y los zapatos.

Vienen las aceituneras todas llenas de alegría de recoger en el campo lo que Dios nos envía.

La cabecita me duele de tanto quitar pesares, carita como la tuya no hay por los olivares.

Otra canción moracha –o al menos de larga tradición en nuestro pueblo –es la jota llamada “arrepompa” y cuyo estribillo –o “rabillo”- es éste:

“Arepompa, arrepompa, que se te vea el refajo amarillo que amarillea. Arepompa, arrepompa, que se te vea el refajo bordado que colorea.”

Y al que puede acompañar cualquier copla. Lo mismo en cuanto a su arraigo moracho puede decirse del “Currito” que se marca así:

“Ahí la tienes, Currito, mátala, mátala, si no tienes navaja, yo te daré un puñal.”

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Portada de un programa de los a帽os cuarenta.

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Sigue luego una copla como ésta, por ejemplo:

Tienes una cinturita que anoche te la medí: con vara y media de cinta catorce vueltas te di.

Treinta y cinco y un cinco, cinco y un cero éstas son las arrobas que yo te quiero; treinta y cinco y un cinco, cinco y un cero.

De Mora, sale el jamón; de Huerta, los cañamones; de Ocaña los botijos y de Añover, los melones.

José Ramón y Fernández de Oxea, que recoge muchas de estas coplas en su “Geografía Popular Toledana” advierte que casi todas tienen múltiples variantes y que unos pueblos se adjudican unas cosas y otros otras. Otro tanto afirma Moraleda y Esteban en su libro “Paremiología de refranes” que cita esta copla en sus dos variantes:

En la Guradia, judíos; en Mora, moros; en Turleque, cristianos, pero no todos.

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O bien En la Guardia, guardianes; en Mora, moros; en Turleque, judíos, muchos o todos.

A estas coplas hay que añadir otras que se cantan en toda la comarca o en algunos de lo los pueblos próximos al nuestro y que incluyen referencias a Mora. He aquí algunas:

Ajofrín y Sonseca, Orgaz y Mora: estos cuatro lugares ponen la olla. Ajofrín pone el cardo, Sonseca el nabo, Mora la berenjena, Orgaz el caldo y Yébenes la cuchara para probarlo. Marjaliza, la pedriza; Yébenes, el cantorral; y para buenas muchachas, las de Mora y las de Orgaz. Y con estas coplas “echemos la despedida” hasta que volvamos a ocuparnos de los temas folklóricos de nuestro pueblo.

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TEMA 5

MORA EN LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

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La Guerra de la Independencia “fue una contienda entre un ejército, el francés, y un pueblo, el español. Y constituye, por sus rasgos fuertes, una de las páginas más expresivas de nuestra historia” José Luis COMELLAS

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a Guerra de la Independencia fue uno de los acontecimientos históricos que llegaron hasta los últimos rincones del territorio español. Los años de 1808 a 1814 -”cuando los franceses”marcan de manera difícilmente borrable el desarrollo de los pueblos. Mora no fue una excepción. Escenario de escaramuzas y batallas, dio hombres para la lucha o para el testimonio de la guerra. Vamos a recordar lo que la historia o la tradición ha conservado. Y a la vez vamos a rendir homenaje no sólo a los hombres que nos han llegado aureolados por la gloria, como el Héroe del Tajo o el pintor Juan Gálvez, sino también a otros morachos no menos heroicos, qunque desconocidos, que contribuyeron a la defensa de nuestra independencia de hace casi dos siglos.

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Uno de los grabados que Juan Gálvez hizo del sitio de Zaragoza, en el que intervino como voluntario. Fotografía cedida por Rafael Contento.

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Cómo era Mora en aquellos años

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Pero antes de entrar en la historia vamos a tratar de imaginar –como telón de fondo- cómo

era Mora en el año de 1808.

No hay ningún documento de aquel mismo año; pero sí hay un estudio de unos cuantos años antes; si tenemos en cuenta la lenta evolución de nuestros pueblos en aquella época creo que podremos asegurar que Mora no sería muy diferente a como la describe el historiador e investigador Jiménez de Gregorio en su importante libro “Los pueblos de Toledo hasta finales del siglo XVIII”, valiéndose de las relaciones del cardenal Lorenzana, el Catastro de Floridablanca y de otros muchos documentos consultados y analizados. De este testimonio principalmente y de otros más o menos contemporáneos al tiempo que nos ocupa se deduce el siguiente “retrato” de nuestro pueblo. Tenía entonces nuestro pueblo unos cinco mil habitantes (exactamente 1.150 vecinos en 1808) que vivían en unas setecientas casas distribuidas dentro de lo que hoy –y entonces con más razón- llamamos las rondas, que eran los límites del caserío. Las calles, “anchas y empedradas”. “Buenos edificios”. Pero, en cambio, se anota la falta de fuentes. “El vecindario se provee de agua en los pozos”. Había un párroco, ocho clérigos de misa y catorce de epístola además de otros tantos frailes (franciscanos observantes) que formaban la comunidad del convento (también llamado oratorio) de San Eugenio, bajo el patronato de los condes de Mora.

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Había seis ermitas extramuros, de las cuales son fáciles de identificar la de la Antigua (llamada también de San Cristóbal), la del Cristo de la Vera Cruz (donde está hoy el templo y el asilo de ancianos) y la de Santa Lucía (al final de la calle de este nombre). ¿Dónde estaban las otras tres? Ni Miñano, en 1827, ni Pascual Madoz, en 1850, las citan. Quizá esté incluida en este cálculo la de San Marcos de Yegros. Mora tenía un médico, un cirujano, dos boticarios, seis sangradores, seis barberos, seis albaitares y seis maestros de primeras letras (es curioso que en 1850, con mayor población, sólo tenía cuatro escuelas). Tenía Mora en 1808 tres escribanos de Su Majestad, de los que sabemos los nombres: Manuel Martín Coronel, Alfonso Ruiz Tapiador y Tomás Víctor Sánchez. Por lo que se refiere al comercio, los datos son éstos: catorce tenderos de mercería, dieciocho de distintos géneros, setenta tratantes y ganaderos y nada menos que ciento sesenta y ocho arrieros. También se registran dos currucaneros o vendedores ambulantes y dos tamborileros. Viene después el capítulo de la artesanía, muy interesante; dos fabricantes de años, dos doradores, dos cereros, un chocolatero, un platero, dieciséis panaderos, dos tejeros, dos alfareros, dos cortadores, veinte zapateros, nueve sastres, cuatro herreros, tres cencerreros, cinco cuchilleros, seis herradores, tres alarifes (especie de maestros de obras) y seis albañiles, cuatro carpinteros, un tornero, un cargador, cuatro esquiladores y un coletero, sin citar a los oficiales y aprendices de cada profesión. Al alto índice de profesionales hay que añadir unos cincuenta labradores, cien pastores más veinticinco zagales, treinta leñeros, quince hortelanos, ciento ochenta jornaleros y setenta criados. “Muchas mujeres se dedican en sus horas libres a hacer cañaleja”. Se calculan veintidós pobres de solemnidad.

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Por la relación de artesanos se deduce la industria: la del esparto (sogas y lino), que era de una gran riqueza, su alcabala valía de 6.500 a 8.000 reales; la cuchillería; la del jabón (que debía estar en pleno auge: a finales del siglo XVIII había una fábrica con dos calderos; a mediados del XIX, 16 fábricas); la del aceite (no sabemos los molinos que había al comenzar el siglo; pero sí que a mediados había once y, desde luego, varios eran anteriores al siglo XIX). Hay también: dos fábricas de aguardiente, un alfar de barato que cuece cinco hornos al año, una fábrica de paños y cordellates. Finalmente se registra la existencia de seis mesones (uno de ellos el de Andrés Gómez, en la plaza) y un hospital para pobres y viandantes; el llamado “Hospital de Santiago”, dependiente de Santiago de los Caballeros, de Toledo). Estos datos pueden aproximarnos a la imagen de nuestro pueblo en aquellos tormentosos años de 1808 y siguientes. No tardarían en llegar a Mora las noticias de Madrid que hablaban del levantamiento del Dos de Mayo y de la consiguiente represión de los franceses. Poco después los que llegarían no serían las palabras, sino los hechos, como vamos a ver.

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Así sería la casa de los Condes de Mora cuando fue convertida en cuartel por los franceses y de donde vino el nombre de “caserna”. (La fotografía corresponde al año 1922)

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La batalla de Mora

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El hecho más importante de la guerra de la Independencia en nuestro pueblo fue la batalla

que lleva el nombre de Mora, que tuvo lugar el día 18 de febrero de 1809.

Hagamos un poco de historia. Al producirse los hechos del Dos de Mayo, la reacción es la siguiente: por parte de los españoles, todo el país se considera no sólo en estado de guerra, sino como si estuviera en pleno frente: de hecho los franceses pueden aparecer en cualquier momento y en cualquier lugar. Por parte de los franceses, les urge desde las posiciones estratégicas que habían ocupado extenderse por todo el país. Así, por lo que a nosotros nos interesa, el I Cuerpo de Ejército Napoleónico, el que mandaba Dupont, que tenía sus hombres concentrados en Madrid, El Escorial, Aranjuez y Toledo, se extiende hacia el sur. A partir de este momento –finales de mayo de 1808-, Mora queda en zona francesa y posiblemente por nuestras calles pasaron por primera vez los soldados de Napoleón. (Quizá es entonces cuando, al transformar el palacio de los Condes en cuartel “caserne”, le dan el nombre que con ligera modificación “la Caserna” ha llegado hasta nosotros.) Según el “Libro de Órdenes del general Barbou”, el 24 de mayo de aquel año de 1808 pasó por Mora la primera columna del ejército del General Dupont, compuesta de 7.473 hombres, 61 caballos, más armamento, acémilas sobre artillería, carromatos, etc. Al día siguiente pasó la segunda columna del mismo ejército, cuyos efectivos desconocemos, que siguió, como la anterior, hacia Consuegra. Casi un mes más tarde, el 17 de junio, fue la División Vedel, dependiendo también de Dupont, la que llegó a nuestro pueblo: 6.856 hombres y 50 caballos, que continuaron con dirección a Tembleque.

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Pero ese ejército de Dupont va a sufrir en Bailén, en el mes de julio de 1808 una espectacular derrota, la primera derrota formal que sufre Napoleón y que llena de asombro al mundo. A partir de lo que supone el descalabro –más de 20.000 franceses prisioneros-, el miedo a nuevas derrotas obliga a los ejércitos franceses a un repliegue que deja libre el centro e incluso Madrid. Mora debió quedar también liberada en esta ocasión. Durante unos meses, efectivamente, las cosas van mal para los franceses. Es cuando el propio Napoleón decide venir a España con un extraordinario ejército. Pensaba en una victoriosa campaña relámpago. Fue victoriosa, pero no tanto. Y el 4 de enero de 1809 –dos meses después de haber entrado en España- se va sin dejar dominado el país, aunque sí gran parte de él. El emperador se marcha, pero sus generales continuaron. El 13 de enero de 1809, en Uclés, el ejército español del Centro es prácticamente deshecho. Toda la Mancha queda de nuevo en poder de la francesada y, por tanto, Mora, donde fijó su cuartel de Dragones el general Dijón. “Después de aquella funesta jornada de Uclés –citamos ahora textualmente a Cayetano Rosell, continuador de la Historia del Padre Mariana-, tomó el mando del ejército del Centro el conde de Cartaojal, que, formando uno solo de aquellas tropas y las acuarteladas en La Carolina, quedó con el nombre del Ejército de la Mancha. Debía combinar sus movimientos con el de Extremadura mandado por don Gregorio de la Cuesta y así acordaron los generales llamar la atención de los franceses por la parte de Toledo. Se ordenó una división de 9.000 infantes, 2.000 caballos y diez piezas de artillería, siendo la fuerza total de los de la Mancha de dieciséis mil infantes y más de tres mil caballos, y se confió al duque de Alburquerque, que, como joven y animoso, infundía grandes esperanzas. Salió con dirección a Mora, adonde se hallaba el general Dijón con seiscientos dragones, poco más o menos…” Es curioso que la mejor referencia de aquellos hechos es la que aparece en una novela, “Almas de acero”, que escribió el profesor de literatura José Rogerio Sánchez, y que fue publicada en 1904 en la Biblioteca Patria. Como el relato de aquellos hechos no son novelescos, sino que siguen fielmente la historia, vale la pena recogerlos aquí: “Al amanecer el 18 de febrero, la caballería capitaneada por el duque de Alburquerque cayó impetuosamente sobre Mora, donde se suponía aislado el francés; mas fue inútil empresa.

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Avisado Dijón de que la división española se acercaba, escapó con los suyos a uña de caballo. El de Alburquerque se daba a todos los diablos por no haber podido obligar el francés a entrar a combate y, no quedando allí cosa que hacer, dispuso que los regimientos de España y Pavía, y alguno tropa ligera, tomasen el camino de Toledo con el fin de atropellar al fuga de Dijón. Las felicitaciones de los buenos vecinos de Mora que oía el Duque a cada momento por saludar en él a su libertador causaban en su ánimo de militar amargo despecho, pues aparecía ante su imaginación, mortificando su alma guerrera, lo agradecido que los pueblos quedaban con lo poco que ellos hacían no por falta de valor seguramente, sino por las envidias y miserias que entre los más altos jefes del ejército surgían a cada momento destruyendo planes ya aprobados, prestando otros no más atinados, pero en los que si la figura del jefe envidiado quedaba muy en secundario lugar; y entre tanto los enemigos, avanzando de día en día, haciendo víctimas de su avaricia a centenares de pueblos y dictando leyes en nombre del usurpador. ¿Quién sabe si el fracaso de Mora no era debido a tardanzas originadas por el de Cartaojal y con el maldito propósito de que el Duque perdiera la autoridad y la fama militar que había debido ganar con su conducta bizarra? Dando vueltas en la mente a estas ideas marchaba Alburquerque de un lado a otro con la espada caída hasta tocar el suelo, la vista inquieta buscando una y otra vez el horizonte lejano por donde aún abrigaba la esperanza de ver aparecer a sus valientes soldados victoriosos sobre los dragones de Dijón. Vana esperanza; ya caía la tarde y ni un jinete aparecía por el llano. Comido de impaciencia empezó el Duque a revistar los alojamientos de su gente, y entrada ya la noche, salió a los próximos cabezos, desde donde se divisa amplia llanura. Nada todavía. Sólo vio el Duque que con él aguardaban la vuelta de las tropas todos los vecinos de Mora. En las torres todas las iglesias de la villa, en los tejados de las casas más altas, en las colinas más próximas, en los árboles más elevados de los alrededores, en todas partes desde donde podría descubrirse a los expedicionarios, allí había un vecino o varios, encaramado sobre lo más alto, moviendo antorchas en las manos y anhelando todos servir de faro a los perseguidores del francés. Las mujeres preparaban en las puertas de sus casas y en la plaza sendas tinajas de limonada para refresco de los soldados; los hornos de pan para cocer estaban

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repletos de bien sazonada masa, que se preparaba para obsequiarlos; los más de los hombres, ricos y pobres, daban órdenes para que a los soldados, que se habían de alojar en sus casas, se les preparase buena cena a costa de la ya bien curada matanza que colgaba de las vigas de la cocina y en las cámaras. Corpulentos troncos de encina esperaban arrinconados la hora de ser encendidos; hasta en las cuadras y corrales de cada casa había inusitado movimiento a tales horas, procurando los gañanes y mozos de mulas el mejor pesebre y la manta menos deteriorada fuera para los caballos militares que llegarían reventados de cansancio. Mediaba ya la noche, cuando las campanas de Santa María de Alta Gracia comenzaros a repicar alborozadas. El Duque subió precipitadamente la angosta escalera de la torres y a lo lejos divisó informe montón que se aproximaba a la villa. Una nube de muchachos y jovenzuelos salió a la desbandada al encuentro de los expedicionarios, mientras que las campanas de todas las torres ensordecieron con sus volteos y en las bocacalles y plazas se encendía hogueras que algunos traviesos rapaces saltaban audazmente. El Duque salió con sus tropas que le escoltaban a recibir al resto de sus soldados; la señal convencida le hizo conocer la victoria, que el general juzgó grande cuando los que se adelantaron hacia él le anunciaron que el coche de Dijón estaba entre el equipaje arrebatado a los dragones franceses. El efecto los coroneles Gómez y Príncipe de Anglona hicieron saber al de Alburquerque, que los franceses, alcanzados por ellos merced al valor de unos aldeanos, habían sido muy bien escarmentados.” Hasta aquí el relato anovelado, pero de fiel respeto a la historia de Rogerio Sánchez. Efectivamente en el balance de la batalla, los franceses perdieron ochenta hombres, algunos equipajes y el coche del general Dijón. Que la batalla todo su importancia y su repercusión lo prueba el que ocho años después, terminada ya la guerra de la Independencia, el rey Fernando VII creó una cruz de distinción para los que intervinieron en las acciones de Mora y Consuegra (la de Consuegra fue cuatro

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días después de la de Mora). Vale la pene transcribir el texto del decreto real; según la circular del Ministerio de la Guerra: “Los tenientes generales D. Manuel Freiro, D. Gaspar de Vigodot y D. Santiago Withingan han manifestado al Rey Nuestro Seños el singular mérito contraído por las valientes tropas del difunto General Duque de Alburquerque en las acciones de Mora y Consuegra dadas los días 18 y 22 de febrero de 1809; Su Majestad nunca satisfecho en las dispensación de gracias a los que constantemente se consagraron a la salvación de la Patria durante su cautiverio, y para perpetuar más y más la memoria de aquel digno General, se ha servido conceder a todos los individuos que con armas en la mano contribuyeron al feliz éxito de dichas jornadas una cruz de distinción que será de oro esmaltada de blanco, enlazándose en su centro las letras M. Y C. (Mora y Consuegra) y en el reverso una A, en lugar de Alburquerque, saliendo de cada uno de los cuatro ángulos que forma esta cruz una granada de oro con las llamas de fuego figuradas y el remate tendrá trofeos militares también en oro y se llevará pendiente del ojal de la casaca con cinta blanca. Los comprendidos en esta gracia dirijan sus instancias con el preciso término de dos meses los que se hallen en la Península y de seis de fuera de ella y los inspectores las remitirán con un informe al ministerio de mi cargo; en el concepto de que fenecido aquel término y reparándose la dicha conducta quedarán sin derecho a la referida gracia. Lo aviso a V. De Real Orden para su inteligencia y efectos correspondientes. Dios Guarde a V. muchos años. Palacio, 29 de marzo de 1817.

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El puerto de La Jara, escenario de la refriega con los soldados franceses, en la que fue herido don Ángel Saavedra, luego duque de Rivas.

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Escaramuza en el Puerto de la Jara

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A pesar de aquella victoria no quedó Mora alejada de los fragores de la guerra. Durante

aquel año de 1809 las tierra de Toledo siguen siendo escenario de una contienda en la que no siempre hay líneas de frente definidas ni fijas. Así en el mes de julio cuando la Junta Central nombraba general jefe de Castilla la Nueva a don Francisco Venegas hace un despliegue de tropas al sur del Tajo que inquietó al Rey José que a su vez concentró su ejército en Aranjuez. Pues bien, sabemos que en aquel despliegue de tropas, la primera división mandada por don Luis Lacy se fijó a partir del 27 de julio en Mora, que vio así los preparativos de la batalla que había de darse días después en Aranjuez. Pero ya antes las tropas españolas fueron hostigadas por los franceses, como lo prueba la memoria de una escaramuza en el puerto de la Jara, que seguramente habría sido olvidada sino fuera porque en ella intervino y aún resultó herido don Ángel de Saavedra futuro Duque de Rivas autos de “Don Álvaro o la fuerza del Sino” y una de las grandes figuras del romanticismo español. En ese encuentro –que tuvo lugar el 28 de julio de 1809- también tomó parte el hermano mayor del poeta que era el que entonces llevaba el título de Duque de Rivas. Ambos formaban parte de la División de Caballería del General Bernuy que había hostigado a los franceses en Camuñas, Madridejos y Herencia empujándole hacia Mora: pero aquí recibieron a fuego los franceses con “fuerzas muy superiores”, por lo que los españoles intentaron la retirada por el puerto de la Jara. La retirada comenzaba a desorganizarse hasta el punto de que fueron abandonados los cañones. “En esta situación –dice José María Garate Córdoba- sólo el Duque de Rivas mantuvo firme su escuadrón y al mando de un grupo de valientes –su hermano entre ellos- logró restablecer el orden, rehacer los fugitivos y dar una carga tan eficaz que salvó los cañones prácticamente perdidos.”

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El Rey José en Mora Durante todo el año 1809 y el siguiente de 1810, Mora continuó

en zona conquistada por los franceses, aunque este dominio estaba continuamente amenazado y muchas veces quebrado por las acciones de los guerrilleros. Prueba de aquel dominio es que el propio rey José Bonaparte estuvo en nuestro pueblo en persona y allí pasó una noche, la del 9 de enero de 1810. Venía de Toledo y se dirigía al sur. Llevaba una escolta de cinco mil infantes y quinientos soldados de caballería. Le acompañaban sus ministros y llevaban un voluminoso equipaje.

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El Héroe del Tajo

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La figura del guerrillero es una de las más típicas de la Guerra de la Independencia. Esos

hombres que procedentes del estamento civil y de las más diversas profesionales y condiciones se lanzaron a la guerra y se constituyeron en estrategas y caudillos fueron decisivos para la victoria final española. Y no sólo por la derrotas que su personal manera de hacer la guerra –“guerrilla” y “guerrillero” son desde entonces términos universales- infligieron a los franceses sino porque su popularidad de héroes fue estímulo para la resistencia. Pues bien, también Mora tuvo su guerrillero. No sabemos mucho de él pero sí lo suficiente para reconocer la importancia de su heroísmo. El que después sería llamado “el héroe del Tajo” era en la vida civil un hacendado, de nombre Ventura Jiménez, nacido en Mora. Gracias a Jiménez de Gregorio, que ha estudiado su trayectoria vital, tenemos hoy noticias de este ilustre paisano, que completan las que dio Juan de Moraleda a principios de siglo. Antes de la guerra de la Independencia había servido a lo largo de diez años en el ejército y hacia intervenido en la guerra del Rosellón. Licenciado, se retiró a su pueblo y se casó. Pero apenas comenzó el levantamiento de los españoles contra los invasores franceses, volvió a las armas y entró a las órdenes del general Alburquerque. Su primera acción destacada fue hacer prisioneros a dieciocho soldados de caballería. Intervino en la batalla de Mora, de la que antes hemos hablado, y al parecer en ella mató a tres franceses; continuó en la persecución de los derrotados y en Los Yébenes dio muerte a un polaco y aprisionó a un correo que conducía cuatro cofres de alhajas y dinero, fruto del saqueo.

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Más adelante actuó ya como guerrillero, y en 1809 la Junta Central le recompensa con veinticinco doblones y le autoriza la formación de una partida, que tuvo su centro de operaciones en los Montes de Toledo y que llegó a reunir hasta dos centenares de hombres. Se tituló Jefe del Ejército Español cercano a Toledo y Jefe del Ejército de observación de la orilla izquierda del Tajo. Con estos títulos escribió y distribuyó un manifiesto que merece reproducirse casi íntegramente, corrigiendo la ortografía, pero no la sintaxis: “Casi toda España es libre, y en casi todos los pueblos de esta vasta Península se derrama la sangre francesa. ¡Oh, toledanos! Si no contentos con el insoportable yugo que os oprime, si queréis borrar el baldón de cobardes y afeminados, dad la señal de valor a los pueblos de nuestra provincia, en cuyo nombres os convido a que os unáis conmigo dentro o fuera de vuestros muros.” “Qué miedo puede ser vuestro? ¿Ni qué temor es el del buen éxito? ¿No es una torpe vergüenza que os tengan subyugados un puñado de franceses que yacen en los hospitales, o que recién salidos de ellos apenas pueden tenerse en pie? El enemigo carece de fuerza para resistirnos, sus pocas tropas en todas partes le hacen falta: de donde quiera que los remueva se pierde, y en el día en que se sepa que nosotros conocemos su flaqueza, se aterra. Madrid seguirá nuestro ejemplo , y Castilla la Nueva se limpiará de monstruos. Aprovechaos de esta coyuntura para ser los primeros, yo con las tropas de mi mando saldré a vuestro socorro y correrá la sangre de esos traidores que se sustentan con la nuestra.” Una de sus operaciones más brillantes tuvo lugar en Almonacid, poco después de una batalla de este nombre. Cuenta Jiménez de Gregorio: “Cuando perseguían los franceses a los derrotados y dispersos españoles por Mora, Consuegra y Madridejos, aparecieron las partidas de Isidoro Mir y de Ventura Jiménez compuestas de cien infantes y ciento veinte caballos, respectivamente, atacando con furia la ermita de la Oliva, en donde había más de doscientos franceses protegiendo a sus heridos y custodiando a los prisioneros españoles de la acción de Almonacid, dada el día anterior. Los franceses se defendieron encarnizadamente, pero forzada la puerta por los infantes de Mir penetraron a la bayoneta ayudados por los jinetes de D. Ventura, pasando a cuchillo a los sitiados, de los que sólo se salvaron veintiuno, que fueron apresados.

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Inmediatamente se arrojaron sobre Almonacid, defendido por unos quinientos franceses, que, aterrorizados, creyendo que sobre ellos venía un fuerte ejército del que los guerrilleros eran avanzadas, abandonaron precipitadamente el pueblo. Por este hecho don Ventura fue ascendido a capitán de caballería.

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Retrato de Agustina de Aragón hecho por nuestro paisano Juan Gálvez, testigo presencial del sitio de Zaragoza. El cuadro se conserva en el Museo Lázaro Galdeano, de Madrid.

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Poco después la partida –“Partida del Tajo” se le denominaba- controlaba todo el territorio “desde las puertas de Toledo hasta los montes del mismo nombre”. Pero llegó un momento en que “las tropas y avanzadas del Rey José Bonaparte ocuparon la ciudad de Toledo, juntamente con el Alcázar, donde tenían toda la artillería y el castillo de San Cervantes (hoy San Servando), que aún se encontraba en disposición de prestar servicio como baluarte de defensa, por lo que colocaron en él una guardia que estuviera a la mira del Puente de Alcántara”. “Una columna del mismo ejército volvía de la Mancha con objeto de incorporarse a las fuerzas que caminaban hacia el lugar en que había de librarse en breve una batalla.” “Sabedor de la proximidad de esta columna, el señor Jiménez, que a la sazón se hallaba visitando los pueblos de los montes, puso una partida de brigantes –como los decían los franceses- en camino de Toledo, y al llegar tras larga jornada al cerro cortado junto a las paredes blancas, vio la columna extranjera, mandando sin dilación avanzar a los suyos hacia ella, en unión de algunos paisanos de la ciudad que se agregaron en La Sisla, llevando en sus brazos escarapelas con los colores nacionales como se mandaba en la orden dada el 18 de agosto de 1808.” El combate era inevitable. Guerrilleros españoles y soldados franceses se apostaron cerca del castillo, desde el que la guarnición “parapetados dentro de sus ennegrecidas almenas comenzaron a lanzar sobre los españoles mortífero plomo.” Y fue en este combate donde “dando tajos furibundos e incitando a los suyos, el moracho Ventura Jiménez cayó herido mortalmente. Al parecer, fue trasladado a los Navalocillos donde falleció. Al menos allí está extendida su partida de defunción en la que consta que era nacido en Mora. Con su muerte se ganó el título de “Héroe del Tajo”. Su partida continuó luchando contra los franceses ahora al mando del yerno de don Ventura, don Juan Gámez o Gómez. ¿También moracho? Nos faltan datos para asegurarlo.

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Baldomero de Torres

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Otro ilustre militar, y también guerrillero, nacido en Mora, es Baldomero de Torres, cuya

noticia debemos también a Jiménez de Gregorio, que, a su vez, ha encontrado los datos en la obra de Rodríguez Solís y en la propia “Hoja de Servicios” de don Baldomero. Reproducimos la referencia de Jiménez de Gregorio en “Toledo en la Guerra por la Independencia de 1808”: “Baldomero de Torres nació en Mora, llegando, en el mando de su partida, al grado de coronel, que, al terminar la guerra y quedar incorporado al ejército regular, se redujo a comandante. Interviene, ya de capitán, en la batalla de Rioseco (13 de agosto de 1808). En ese año es comisionado por el general Castaños para recoger dispersos, actuando, después, al mando del general Cuesta, en el Puerto de Miravete y en las acciones de Don Benito y Medellín. De nuevo es comisionado, ahora por Cuesta, en el 1809, para agrupar dispersos en los montes de Toledo y en La Jara. Cerca de los Navalmorales de Pusa atacó a os franceses, matándoles treinta y seis hombres y ocupando un convoy de setenta vacas y varia acémilas. En una de esas acciones fue cogido prisionero en el citado pueblo y conducido a Francia, siendo internado en el Depósito de Puich. Habiendo tratado de escapar fue de nuevo preso, en mayo de 1811, y llevado, con cadena al cuello, a lso castillos de Landán, Doller, Armens y Peronne.

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En 1814 logró huir de aquella última fortaleza, descolgándose por sus murallas, en unión de otro oficial; presentado al mando aliado pasó a Holanda e Inglaterra, desde donde se trasladó a La Coruña. Le encontramos, ya terminada la campaña, en el 1837, de comandante en el regimiento de infantería de línea Borbón número 17, habiendo intervenido en las acciones de la primera guerra carlista, entonces en pleno desarrollo. Ostentaba, entre otras condecoraciones, la cruz de San Fernando de primera clase, ganada, el 4 de julio de 1836., en la acción de Herro.” A Mora llegaron algunos. Como dato curioso sabemos del que fundara la llamada “Fábrica Grande”, de jabones, la que fue de don Rufino Zalabardo. En un anuncio aparecido en “El Castellano”, de Toledo, número extraordinario del Corpus del año 1929, se dice textualmente: “Fábrica fundada por un antiguo combatiente francés de la guerra de la Independencia establecido en Mora”. Otro caso es el de don Guillermo Saulier, el del apellido vulgarizado en “Solier”, que es la forma de leer, pero no de escribir, el apellido galo. Recuérdese la casa y dehesa de Solier; parece que este señor vivió en la calle Ancha, en la casa que es hoy de la señora viuda de Álvarez, esquina a Leandro Navarro, y que su escudo es el que todavía hay, en piedra o mármol negro, sobre la fachada de la mencionada casa. Del mismo origen francés, aunque no tengamos datos precisos, son los apellidos Lavaissiere, Beneytez, etc. Mora, pasada la guerra que nos ocupa, y quizá en cierta medida ayudada pro la presencia de unos franceses pacíficos, que traen consigo un aire un tanto renovador y europeo, emprende un camino distinto; de la villa agrícola y ganadera por excelencia (15.000 cabezas de ganado lanar, 2.000 de cabrío –lo que justifica la existencia de 100 pastores y 25 zagales-, 600 bueyes o vacas de labor y 200 mulas, casi exclusivamente dedicadas al trajín de la arriería), de ese quehacer rural, decimos, va a pasar en pocos años a ser uno de los centros industriales –ya no artesanos- más importantes de la provincia; los jabones, aceites, vinos, alcoholes, etc., De estos primeros balbuceos fabriles a la larga teoría de altas chimeneas no va más que un paso, unos años. El campo de Mora sufrirá también su transformación; las encinas que ardían o los troncos corpulentos que en la plaza esperaban para ser encendidos en la noche de la victoria sobre los dragones de Dijón, no fueron invención en el relato de Rogerio Sánchez, las laderas

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de algunas sierras próximas, la del Castillo inclusive, tenían abundante encinar. No digamos de los parajes más alejados, como La Solana y La Loba. La deforestación de los campos de Mora empieza cuando las olivas, precisamente como consecuencia del impulso fabril de aceites y jabones antes aludido,, se enseñorean de casi todos los “pagos” de nuestro término. La guerra de la Independencia queda lejos; unos nombres franceses –Solier, La Casernacastellanizados, unos hechos de armas borrosos en la fijación precisa, unos papeles de licencia militar amarillentos y en algún oxidado canuto de hojadelata, algún refrán, un dicho… Poco más; pero esto es ya mucho, lo suficiente, al menos, para saber que Mora respondió a la llamada imperiosa que la empujaba a defender, costase lo que costase, la independencia de la Patria. Por tantos y tantos lugares de España, por el mismo Mora, pudo escribir Bernardo López en las conocidas y sonoras décimas aquello de “que no puede esclavo ser / pueblo que sabe morir…”.

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Juan Gálvez en el Sitio de Zaragoza

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Todavía hay que incluir aquí otros recuerdos históricos en relación con la guerra de la

Independencia en los que no figura Mora, pero sí un moracho: pintor Juan Gálvez.

Juan Gálvez que había nacido en Mora en 1773, según parece en la casa que había y hay “detrás de la iglesia”, emigró joven a la Corte y joven aún empezó a triunfar en esa corte que era la sazón la de Carlos IV. Más tarde llegaría a ser pintor de cámara de Fernando VII y decorador de palacios y sitios reales, donde hoy, como en algunos importantes museos, pueden verse sus obras. Algún día nos ocuparemos de él con la extensión que merece su vida y obra. Ahora lo que nos interesa recoger es que al ocurrir los sucesos de 1808 –tenía treinta y cinco años- salió de Madrid donde se encontraba a la sazón y se dirigió a Zaragoza, según se cree como voluntario. Como tal intervino en la defensa heroica de la ciudad; pero además hizo una serie de dibujos –escenas de la defensa y retrato de sus principales figuras- que luego fueron grabados por el francés Brambilla y que constituyen el mejor y más directo documento gráfico de aquel sitio que asombró al mundo. Hace años tuvimos ocasión de verlos en la Alfajería de Zaragoza y hoy puede contemplarse una colección en la Biblioteca Nacional de Madrid. Entre estas treinta y seis láminas figura un retrato de la célebre heroína Agustina de Aragón, del que en 1897 el crítico Ángel María Barcia (“Revista de Archivos”) decía: “Agustina de Aragón en el acto de prender la mecha ha sido representada muchas veces en pinturas y grabados, más o menos acertadamente; es de creer que haya otros retratos suyos (no tengo noticia de ellos), pero bien puede arrimarse que aunque así sea el bello dibujo de Gálvez debe figurar en primera línea”. Sin duda se unió al arte de nuestro paisano en la línea de los mejores grabadores de la época el haber sido testigo- e incluso actor- de la tragedia y haber conocido directamente a los protagonistas. Con gran acierto esos grabados han servido para ilustrar la

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última edición de los “Episodios Nacionales”, de Pérez Galdós (Editorial Urbión), uno de los cuales está dedicado al sitio y defensa de Zaragoza. Es de suponer que con la misma fidelidad que Agustina de Aragón, están retratados don José Palafox, el tío Jorge, Casta Álvarez, don Santiago Sos, etc. Pero no todos los retratos; como decimos en otras de sus láminas recogió momentos culminantes de la defensa de la ciudad como la lucha en el convento de Santa Catalina, las ruinas del seminario, el estado en que quedó el Hospital de Nuestra Señora de Gracia, etc. Por último hay que reseñar aquí un bellísimo retrato de Agustina de Aragón, al óleo, hecho por el ilustre pintor moracho que se conserva y puede verse en el museo Lázaro Galdeano de Madrid.

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Renunció a ser arzobispo de Toledo Y Y

Otro personaje ilustre nacido en Mora y contemporáneo de estos hechos estuvo también implicado de alguna manera –y estuvo a punto de serlo más- en los acontecimientos históricos de los que nos ocupamos.

Nos referimos ahora a don Francisco de la Cuerda y García, que fue obispo de Puerto Rico e Inquisidor General, según reza la lápida que hay en la iglesia encima de la puerta de la sacristía. A los pies de dicha lápida está enterrado y sus restos fueron descubiertos en las obras que se hicieron en la iglesia al terminar la guerra. Se identificaron fácilmente por la dignidad de los ornamentos con que estaba enterrado. Al comenzar la guerra de la Independencia ocupaba la sede arzobispal de Toledo el cardenal don Luis de Borbón, miembro de la familia real española que Napoleón destronó para poner en su lugar a su hermano José. Es natural que el prelado toledano, además de rechazar, como la mayoría de los españoles, la monarquía de Bonaparte por razones patrióticas, sintiese como ofensa familiar la usurpación. Por tanto, adoptó desde el primer momento una postura antibonapartista e incluso llegó a ser presidente de la Junta de Regencia, máximo órgano de la España que no quería reconocer a José Bonaparte. Es también lógico, pues, que éste quisiese sustituir al cardenal de Borbón. Para ello pensó en nuestro paisano don Francisco de la Cuerda, prelado de gran prestigio y además toledano que después de haber renunciado en 1795 al obispado de Puerto Rico, vivía en Mora y a quien ya habían nombrado para la sede vacante de Málaga.

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¿Por qué fue nombrado arzobispo de Toledo por el rey don José? ¿es que era un afrancesado? Quizá sea demasiado categórico contestar afirmativamente, pero sí parece por las escasas referencias que tenemos que fue “respetuosos” con el régimen del rey José I. Únese a esto el hecho de que había sido uno de los prelados que no se habían exiliado para no reconocer el nuevo gobierno. Pero ni el prelado moracho debió aceptar tal nombramiento, a todas luces anticanónico, ni debió ir la cosa muy adelante. Prueba de ello es que en la lápida mortuoria no figura ninguna alusión a este título de la sede primada de Toledo. Don Francisco de la Cuerda –de quien volveremos a ocuparnos en un futuro fascículo- murió poco después, en 1815, en Mora.

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Participación popular

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De lo que no cabe duda es de que Mora, como tantos otros pueblos de España, sufrió con la guerra de la Independencia una gran conmoción. Además de las acciones bélicas propiamente dichas y en las que fueron protagonistas o, al menos, se vieron envueltos, hay que suponer una serie de conflictos menores, de anónimos heroísmos, de exaltadas y aún crueles reacciones independentistas…

Uno de los motivos que sin duda tuvieron los morachos para manifestar esa oposición a los franceses fue que, al parecer, éstos saquearon e incendiaron el santuario o ermita de la Virgen de la Antigua, tan querida en Mora. En el vandálico acto –según es tradición- ardió la imagen de Nuestra Señora, salvo la cabeza que pudo salvarse y se colocó en una pequeña vitrina al pie de la nueva imagen, tan como hoy la vemos. Efectivamente, suele ser la tradición oral la que da cuenta de tales acontecimientos. Así, en Mora es anécdota repetida y transmitida de generación en generación lo acaecido entre un moracho y un francés. El moracho, un tal “Chillíos”, parece que sentado a la puerta de su casa (casa que fue de los marqueses de Zayas y es actualmente de los herederos de don Adelardo Alonso, en la calle de Toledo) vio pasar a un “dragón” francés, perteneciente, sin duda, al cuerpo de seicientos soldados que Dijón mantenía en Mora desde el 18 de febrero de 1809. “Chillíos” dio cortésmente las buenas tardes al francés y –esto no está del todo claro- o el francés no contestó o lo hizo en su idioma. Lo cierto es que “Chillíos” pasó precipitadamente al interior de su vivienda, tomó la escopeta de chispa, que debía tener muy a mano y prevenida, dándole tiempo a salir, alcanzar al francés y descerrajarle un tiro… Esto no es sino una prueba de la animadversión que el pueblo –y “Chillíos” en este caso su representación más genuina-

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sentía por todo lo francés, por todo lo que, de un modo o de otro, significaba invasión, merma de libertad y menoscabo de la sagrada independencia. También hay que pensar en la repercusión que en nuestra villa tuvieron las hazañas guerreras que ocuparon escenarios más o menos próximos. La famosa batalla de Ocaña, con sus consecuencias desastrosas para otros pueblos cercanos, entre ellos Tembleque, que vio destruidas por los ejércitos de Napoleón más de noventa casas de las principales, siendo tradición que pasado algún tiempo, no demasiado ciertamente, allá hacia los años de 1830 a 1840, de aquellas ruinas se trajo material aprovechable –columnas, vigas- para algunas casas que a la sazón se edificaban o se reformaban en Mora. Por cierto que en la referida batalla de Ocaña surge nuevamente el nombre de don Ángel de Saavedra, más conocido después como

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Lápida que recuerda la muerte y enterramiento de don Francisco de la Cuerda en la iglesia parroquial de Mora.

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Duque de Rivas; el propio poeta-soldado relata esta parte de su personal odisea en versos que escribiera en el hospital de Baza: “…manchado de sangre y lodo / en noche oscura y nublada, / en Ontígola vencido… / …lograr llegué a Villacañas”. En Villacañas hubo “romance” entre el poeta herido y una manchega, sin duda hermosa, a la que llama “Filena”, “La hermosísima Filena / de mi desastre apenada / curábame las heridas / y mayores me las daba….” En el lenguaje popular ha quedado constancia de la desafortunada acción de Ocaña. Hemos oído decir tras una desgracia colectiva, por ejemplo, uno de esos pedriscos que se llevan por delante el fruto y el sudor de todo un año, la aceituna y la esperanza, y en tono resignado como de un actualizado senequismo: “¡Más se perdió en la batalla de Ocaña!” Lo que no sabemos es por qué suele haber una tercera voz que, entre ironía y malhumorada, añade: “…Y se perdió una cartuchera vieja”. Puestos a evocar habría que traer aquí la memoria de los hombres que, con nombres hoy desconocidos para la gran historia, figuraron, no obstante, en cuantos momentos –largos momentos- decisivos tuvo la guerra de la Independencia. Uno de ellos, don Vidal o don Fidel Martín del Campo, brigadier de los Reales Ejércitos y comandante de armas que formó parte de la primera Junta Provincial de Toledo, “que venía a recoger toda la autoridad y al mismo tiempo el mismo espíritu de resistencia activa contra el invasor”. Otro nombre que vale la pena recordar es el de don Manuel de Arce, que si no era de Mora, ya que había nacido en Manzaneque, en Mora tuvo parentela. Esste don Manuel de Arce fue portaestandarte del Regimiento de Cazadores Voluntarios de España, alcanzó el grado de alférez y se halló en las acciones de Puente del Arzobispo, Val de la Casa, Puerto del Miravete, Trujillo, Miajadas, Medellín y Talavera, siendo promovido para el empleo de portaestandarte de la séptima compañía del citado regimiento el 19 de abril de 1810 en la Real Isla de León, y según cédula que por el Consejo de Regencia firma su presidente, Francisco Xavier Castaños, el general vencedor en Bailén.

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Despúes de la Guerra

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Para toda España la guerra de la Independencia –seis largos años- debió ser un verdadero

trauma, por usar de una expresión moderna. Concretamente de las tierras toledanas, aunque no sea en particular de Mora, tenemos noticia de que las costumbres, tan difíciles de cambiar en aquellos siglos, sufrieron una transformación. Y que cuando vino la paz, las cosas no fueron igual. No olvidemos que más allá de las ambiciones imperialistas de Napoleón, en aquella guerra jugaban su papel las ideas y que así como los ejércitos franceses fueron barridos de la Península, en cambio, muchas de las nuevas ideas cuajaban y se hacían españolas hasta incluirlas en nuestra primera constitución. Ciertamente ese nuevo aire tenía mucho de renovador, pero también mucho de vandálico. No es misión nuestra el juzgarlo; sólo dejar constancia de los hechos. Se conserva el testimonio de cómo las autoridades religiosas de nuestra diócesis manifestaron su preocupación por el cambio profundo de costumbres que se había experimentado con la guerra. No sólo en lo religioso (“la vida del pueblo ya no giraba totalmente en torno a la parroquia”, como sucedía antes de 1808), sino en lo moral. “El efecto más notable que había producido la guerra en los fieles –dice el doctor Higueruela del Pino estudiando la diócesis de Toledo- era, según coincidente repetición de os párrocos, la insubordinación y la relación general de costumbres.” Y un dato concreto: el aumento de hijos naturales y niños expósitos. El mismo doctor Higueruela nos facilita otro dato importante: la población de Mora, que en 1808 era de 1.150 vecinos, al terminar la guerra, en 1814, queda reducida a 1.018 vecinos, unas 600 personas menos.

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En otro orden, en el político, es seguro que en Mora, como en toda España, a raíz de la guerra se produciría la división hasta entonces inexistente oa al menos no manifiesta entre los dos bandos que irían recibiendo distintos nombres –constitucionales, liberales, progresistas uno; apostólicos, conservadores otros- y que plantearían también una nueva manera de vivir y convivir en los años siguientes. Lo que, naturalmente, no podían pensar nuestros antepasados de aquella época es que medio siglo después habría un nuevo Napoleón, emperador de los franceses, que iba a escoger por emperatriz a una española, Eugenia de Montijo, que llevaba el título de Condesa de Mora. Pero ésa es ya otra historia de la que algún día nos ocuparemos. La guerra, como todas las guerras, por supuesto, tuvo también, cuando la paz volvía pro sus fueros, consecuencias de otro orden. Mora reorganizaba su vida, recomponía su economía maltrecha, labraba con ilusión los campos abandonados… Algunos franceses, hay que pensar en los mejor preparados, en los más observadores y emprendedores a la par, debieron ver y estudiar despacio el país tan difícil y eventualmente ocupado; valoraron sus posibilidades y conocieron a fondo el carácter de sus gentes. Y volvieron cuando ya la guerra había quedado en el recuerdo, cercano, pero recuerdo al fin; regresaron para establecerse, para comerciar y hasta quién sabe si, como le ocurriera al hijo del general Hugo –Víctor, el gran novelista-, como él volvió a Pasajes, con cierta e inexplicable nostalgia de España…

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TEMA 5 路 MORA EN LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA



TEMA 6

LA VIDA EN MORA AYER Y HOY Y Una costumbre indica mucho más el carácter de un pueblo que una idea. Pío Baroja

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La casa de la Encomienda, una de las más antiguas de Mora.

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En el fascículo número tres de esta colección –“Fiestas y tradiciones de Mora”- anunciábamos

que seguiríamos ocupándonos de los aspectos tradicionales y folklóricos de nuestro pueblo. Cumplimos nuestra palabra. Van en esta entrega datos sobre el vivir, el vestir, el hablar, el comer de nuestro pueblo, de los morachos de ayer y de hoy. No agotamos el tema. Todavía queda –merecerá un capítulo aparte, es decir, un fascículo exclusivo- la riquísima artesanía en parte, ¡ay!, perdida.

Lo que queremos en estos fascículos que se han alternado con los que reflejan la historia “grande” de nuestro pueblo o las glorias de sus hijos más ilustres, es dejar constancia escrita de ese vivir cotidiano de nuestro pueblo que ha desaparecido o está en trance de acabamiento. Nos valemos para ello de algunos testimonios historiográficos –raros y escasos documentos en los que se describen algunos datos-; pero sobre todo en los propios recuerdos, en los de otros que atesoran más años que nosotros y en lo que los historiadores llaman la tradición oral. Ni aplaudimos ni censuramos maneras de vivir, costumbres que se han ido. Nos limitamos a levantar acta de la existencia que tuvieron algún día. A veces, eso sí, con la inevitable nostalgia que florece en árboles que han cumplido ya el medio siglo.

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EL VIVIR

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La casa típica de Mora va desapareciendo rápidamente en los últimos años al transformarse

las viviendas según los modelos universales, posiblemente más cómodos, funcionales y confortables. También van cambiando –o desapareciendo, que es peor- quinterías y casas de campo (aunque parece, últimamente, renacer su interés no funcional hacia estas casas.) En cambio cada vez es más frecuente la aparición en nuestros campos de “hotelitos” o “chalés”. Pero aquí nos toca hablar sólo de lo tradicional.

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La casa Típica

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La casa típica de Mora tiene características de la región manchega y de la tierra toledana en

esa simbiosis geográfica que se da en tantas cosas nuestras.

Habría que distinguir la casa “grande” y la casa de labradores. La primera es de dos plantas –nunca, hasta hace muy pocos años, hubo “alturas” en nuestro pueblo- y tiene como centro un patio al que se accede por un portal abovedillado. Otros portales rodean al patio, al menos por dos o tres de sus lados. Columnas de piedras forman esos portales y sustentan los corredores con barandillas de madera. Las salas, alcobas, estaban en torno al patio y en la planta baja y al fondo dolía estar la cocina. En la parte de atrás, las dependencias de servicio y de labor: cuadras, pajares, lavadero, etc.; a veces bodega y horno; incluso molino de aceite; y el corral o corrales; en un rincón de éstos, el basurero, generalmente cubierto con la sarmentera, es decir, donde se colocaban las gavillas de sarmiento para que, una vez secas al sol y al aire, sirviesen como leña. Algunas casas tenían “huerto”; un pequeño jardín familiar. La casa tenía frecuentemente otra puerta posterior, de gran tamaño, la clásica “portada”. En las fachadas de estas casas, sólo tres elementos: la cal, el ladrillo y la piedra. Muchas casas –posiblemente todas en sus orígenes- tenían la llamada fachada toledana, en las que hileras horizontales de ladrillos alternaban con los espacios enjalbegados, es decir, como la “casa de los Sueltos”. La piedra se reservaba para el dintel de las puertas y muy raramente para los esquinazos de las casas (puede verse así la llamada Casa de la Encomienda, en la calle de Yegros). Muchas de estas casas tenían el blasón de armas en piedra o mármol. Desgraciadamente, muchos de estos escudos se han perdido, y no llegan a diez los que se conservan.

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La casa de los labradores era de una sola planta, totalmente encalada y se entraba directamente al patio en torno al cual estaban las escasas habitaciones. La misma puerta solía servir para la salida de personas y de los animales de labor. La cocina, baja, es decir, de chimenea, era el centro de la vida familiar. Entre esta casa y la que hemos descrito anteriormente había, claro está, toda una gama de variaciones en tamaño, disposición de los “cuartos”, etc. Hoy, como decíamos al principio, las casas han sido transformadas en su mayoría, las calles han dejado de ser totalmente blancas y el ladrillo visto, el cemento y los mármoles artificiales decoran las fachadas; en su interior se busca la disposición urbana de las casas. Hubo a finales del siglo pasado y luego por los años veinte de este siglo –épocas de auge económico en nuestro pueblo- una primera transformación de muchas de aquellas casas grandes. Se hicieron habitables las plantas superiores –se vivía arriba en invierno y abajo en verano-. Las losas se sustituyeron por mosaicos; las columnas de piedra y la barandillas de madera por estructuras metálicas se cerraron los portales con galerías de cristales y a veces, en un intento de instalación moderna se colocaron estanques y fuentes en el patio. El cemento y la escayola cubrió las fachadas a la vez que sobre los balcones se montaban miradores de hierro y cristal. Perdieron su tradicional aire toledano, pero conservaron la estructura de “casas grandes de pueblo”. En los últimos años la transformación ha sido mayor. Casas grandes y casas chicas han sido modificadas –en muchas casas haciéndolas primero solar y edificando de nuevo- con una tendencia al tipo de habitación urbana. Los bloques que se construyen de nuevo –con alturas que nunca se hubieran pensado en Mora- son totalmente como apartamentos o pisos de una ciudad. Incluso la tradicional silueta de nuestro pueblo –en la que sólo sobresalían la iglesia, el Ayuntamiento y la chimeneas de las fábricas- ha sido alterada.

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Las Quinterías

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Las quinterías, casas de campo solamente de temporada, forman acaso el último reducto, aún

palpable, aún visible, en el que se refugia el recuerdo de lo que fue la vida agrícola moracha hasta casi ayer, hasta la mecanización del trabajo del campo con lo que supuso de derrota para carros y galeras, yuntas y reatas y. Lo que es más importante, de todo un tiempo al que, por el hecho de ser pasado, no vamos a llamar mejor. La quintería en Mora, como en otros tantos lugares de la Mancha, responde a una necesidad. La lejanía de ciertos pagos, ocho, diez, doce quilómetros, impuso la existencia de estas casas de labor en las que, al pernoctar gañares o aceituneros, podadores o vendimiadores, se evitaba la pérdida de un tiempo preciosos invertido en las largas, penosas y lentas idas y venidas. Varias de estas quinterías, si bien hoy –si mal hoy- en estado casi total de ruina y abandono, han llegado hasta nosotros. Hasta hace poco la nitidez encalada de sus paredes destaca entre el verdor de los olivos como en el poema de Machado… La Solana, Las Ventas, Arabales, Villamontiel… Estas, integradas por varias, bastantes, casas; otras aparecían más aisladas, en ocasiones era una sola vivienda en la soledad de una cañada, en el resguardo de la ladera. Son tan viejas como los olivos que las circundan; algunas –La Solana- existieron antes con finalidad más ganadera que labradora. En 1834 alguna de las casas de labor de esta citada quintería ya estaba en pie. Hay memoria exacta –azulejo de Talavera sencillo, azul sobre blanco-, que da cuenta del fallecimiento de doña María Manuela Martín Coronel a causa del cólera que asoló Mora en el año citado. En aquel mismo día, sigue diciendo la breve lápida, muere en la villa de Mora, “a cuyo camposanto se conduxo el cadáver” ciento catorce personas. Era el 16 de julio. Queda constancia, en el techo de otra casa, de la inundación de Consuegra; “se cogió esta “lata” el año de la ruina de Consuegra”.

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Han cambiado de nombre según los dueños y las épocas; la Orden de San Juan, con priorazgo en Consuegra, llama a La Solana, después Solana de San Juan, “Solana del Sastre”, “Casas de Coronel” hemos leído en un plano que corresponde a la zona olivarera donde se ubica. Las Ventas –“Ventas del escándalo”, en su nombre completo- han sido más camineras, más de paso, por ello más escandalosas… Esta agrupación de viviendas, a poca distancia del Algodor era, sin duda, de lo genuinamente manchego, por ello cervantino, e nuestros campos. La Loba es más pastoril, montaraz y serrana, mientras que Villamontiel es viñedo por excelencia. En todas ellas, sean cuales fueren, pozo imprescindible, de agua potable, para la humana sed y pila para abrevadero de bestias. En todas un amplio entorno no labrado –ejido- para hacinar leñas, “aparcar” carros y permitir a los muchachos y a la gallina, los unos circunstanciales pobladores de la quintería, las otras patrimonio de guardas y pastores, andar a sus anchas. La infancia con sus juegos –“cirio”, “calicha”-, las aves con sus picoteos por la paja y el estiércol. Las calles, innominadas, cortas, salvo excepciones, de tapial confeccionado con tierra tomada a pie de obra. Con corral y portada las de más rumbo, con una sola puertecilla y sin patio o corral las más humildes. En las casas mayores, pajar doblado sobre la cuadra, ocho, diez o más pesebres con su pajera correspondiente; en todas cocina de fuego bajo, amplia campana y saliente revellín para, entre otros cometidos, colgar en él el pringoso candil de garabato, aprovechando el grosor de los muros alguna alacena donde guardar lo imprescindible… A ambos lados del hogar suele haber dos generosos poyos de mampostería, buenos para sentarse en torno a la lumbre, camas a la noche con la leve comodidad de una saca de paja. En las paredes arrendadores para las mantas y los arreos –zufras, baticolas, barrigueras, cabezadas y cabezales, yugos y tiro-. A ras del suelo, yeso y cal, el hueco de las canteras. Se iba “de quintería” principalmente en las recolecciones y era un acontecimiento familiar el preparar todo cuanto iba a ser necesario en aquellas aisladas viviendas: grano para las caballerías, patatas, aceite, pan, vino y otros básicos alimentos… Y los aperos, y las sacas, y las mantas, y el arnero para la paja y las rejas recién aguzadas, “abruzadas”, y las bien cortadas orejeras, ¡ah!, y el tabaco picado para llenar cuando hiciera falta la cumplida petaca de Urda.

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La vida en las quinterías era sosegada. Al atardecer recobraba un cierto aire de “hora punta”; luego, tras la cena temprano, el silencio. El silencio si la gente moza no pedía baile –que solía hacerlo- y alguien se había llevado en previsión de lo que pudiera ocurrir, un acordeón. De no haberle, con una cuchara de latón y una botella vacía de “Anís del mono” se hacían maravillas. Hemos oído allí cantar seguidillas morachas, “Ya ves si he corrido tierra / que he estado en Almonacid…”, hemos visto bailar las últimas rondeñas sin trampa ni cartón, sin concesiones de ningún género.

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Las famosas “delicias”, delicia del mazapán de Mora.

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Pero el día, los días, en que las quinterías cobraban su mayor atractivo era en los que amanecía “samborce”. Corros, pequeñas tertulias, observaciones a los cuatro vientos para ver si el temporal cedía o, por el contrario, iba a más. Las quinterías supusieron mucho en la vida cotidiana de un pueblo. Allí el moracho era más morachos, más puro su atuendo, más ostensible sus costumbres, más franca su alegría y menos recoleto su carácter. Fueron, en muchos aspectos –no debemos silenciarlo-, lugar donde toda incomodidad tuvo asiento y en donde las gentes, las buenas y sufridas genes de Mora, ejercitaron su sobriedad y pasaron sus penalidades. Pero, a pesar de todo, lo repetimos, constituyeron parte esencial de la vida del labrador de Mora. Hoy se derrumban, la roja tierra de los tapiales se confunde fácilmente con el suelo del que proceden. Vuelven a ser polvo encendido. Las puertas están abiertas, las ventanitas desvencijadas, los pajares vacíos y en los corrales crece la hierba del olvido. El día en que desaparezcan totalmente Mora habrá perdido un capítulo, todo lo sencillo que queráis, pero capítulo al fin, de su historia. La historia no siempre está en las crónicas y en los documentos. A veces palpita bajo la cal humilde, junto al hogar renegrido, al borde de una pila, en la húmeda frescura de un pozo…

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Huertas

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La huerta, “la casita de la huerta”, era otro de los desahogos urbanos del labrador de Mora.

Sencilla hasta nomás; zaguán-cocina, breve cuadra, como mucho una habitacioncilla para aperos, frutos recién recolectados, almocafres y azadones húmedos todavía por el barro adherido tras cerrar –o abrir-. Las tornas de los simétricos regueros. A un paso, la alberca, y la pileta, el árbol que da sombra al círculo irrompible que rodea la noria, y el talud que se formó cuando se hizo el pozo y poco más, a lo mejor, en la fachada que da al camino –caminos hortelanos de la Mata y de Ajofrín, de Mascaraque o de Villaminaya-. Un poyete para que el hortelano pueda cumplir con el visitante que va a por unas lechugas o a por unos tomates, a comer unas habas recién cortadas de la mata o a fumarse en paz un cigarrillo… En estas casas, ya lo hemos dicho, lo indispensable para el trabajo y el descanso y el yantar diario. A la huerta se va y se viene, dada su cercanía, con facilidad. Otra cosa, y más complicada por su apartamiento, es la vida en las quinterías. Las casas jalbegadas -¡Ay, dónde habrá ido a parar la afición de Mora por la cal!-, con un arrendador o dos en la pared frontera para atar las “bestias” y una cruz, también de cal, sobre las tejas verdinegras del tejado a dos aguas. Muchas de estas casas –no tan de prisa como las quinterías-, van desapareciendo, otras, con ciertas variantes se conservan. Hoy basta con una mínima –y antiestética- garita de cemento para albergar el motor que hace salir el agua. Los cangilones –arcaduces de barro cocido y vidriado, después de chapa galvanizada-, ya no son necesarios; las casas de las huertas, tampoco. Pero vale la pena recordarlas.

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II EL VESTIR

El traje típico de Mora, del que todavía se conservan algunas prendas en uso por los vecinos

de más edad, fue siempre de gran mosca con adornos negros, sobre un refajo bajero, amarillo o rojo, también con adornos negros –el famoso refajo “que amarillea” o “que colorea”, de la copla-, faltriquera cuidadosamente bordada, medias oscuras y con frecuencia rayadas, bota o zapato negro, pelerina o toquilla de punto sobre el justillo o chambra y pañolón negro anudado por delante, sobre el moño más bien bajo. En el hombre, pantalones de pana, atados a la pantorrilla a la hora del trabajo; albarcas o abarcas para la faena, y si no botas, faja muy amplia, camisa sin cuello, blusa larga de dril, azul oscura o negra. A la cabeza, dejó ya hace tiempo de usarse el pañuelo anudado y fue sustituido por la boina y la gorra en las solemnidades. Como también pertenecen a una época anterior los chalecos y chaquetillas de terciopelo pardo ribeteados con cinta negra.

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Como vemos, el traje es, en líneas generales, el típico de La Mancha, pero con sus peculiaridades; así la blusa de los hombres fue siempre más larga y más oscura que la de los pueblos del contorno.

La típica blusa moracha… Fotografía año 1968.

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III EL FESTEJAR

En el fascículo cuarto nos ocupamos ampliamente de las fiestas que podríamos llamar

generales; es decir, de aquellas que son para todo el pueblo o que tienen una celebración común. En éste, dedicamos unas páginas a las fiestas de índole particular, empezando pro las de las bodas, siguiendo después con otras fiestas que se repiten cíclicamente cada año.

Escenario

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de

las

fiestas

de

las

cruces de mayo, con el templete hoy desaparecido..

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BODAS

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Desde muy antiguo las bodas en Mora han sido ampliamente celebradas; hasta nuestros días ha llegado algo de este pasado esplendor. Es cierto que los tiempos marcan pautas que resultan muchas veces ineludibles, pero no cabe duda que las fiestas más o menos familiares, inherentes a los desposorios, han sido y son de rumbo.

Incluimos, porque en cierto modo es iniciación de una boda, lo que llamándose luego petición de mano, en nuestra villa eran los “trataos”, denominación exacta, ya que en ellos se trataba de cuanto concernía al nuevo matrimonio y a las aportaciones que, generalmente en especie, prometían los padres de los novios. Claro que lo que hoy nos cuesta comprender es que estas celebraciones –la excesiva duración de estas celebraciones- dieran lugar a que el previsor Felipe II se ocupase en larga y detallada carta dirigida al Concejo de la Villa de Mora, de señalar unas normas a las que en lo sucesivo debían las bodas ajustarse, porque, dice el monarca, “de ello se sigue grave daño”, refiriéndose sin duda a los muchos días –normalmente una semana- que duraban las bodas y que, según la carta aludida, debían reducirse a tres: vísperas, boda y tornaboda. Se extiende en otras consideraciones y siempre con el afán de reprimir excesos determina hasta qué punto la “redoma” (sic) habría de estar en consonancia con las posibilidades económicas de los familiares de los contrayentes… Por aquellas disposiciones o por lo que fuera, las bodas se fueron reduciendo y quedaron en un solo día, si bien el de la víspera ya había algo de regocijo para los íntimos, sobre todo en torno a la operación del “mudao”, es decir del traslado de la ropa de los novios a la nueva casa, traslado que daba lugar a un pequeño cortejo de la gente joven y que iba seguido del afán de los amigos del novio por entrar en la alcoba y deshacer la cama del nuevo matrimonio. No queremos silenciar en cuanto a la celebración de la boda se refiere, la labor de las “guisadoras” en épocas que todo se hacía con más sencillez, acaso por ello mejor, y no había llegado la exótica costumbre de arrojar puñados de arroz al salir del templo los recién casados.

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Resurrección

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No cabe duda que Mora, como tantos –como todos- los pueblos de España, vivía con

cierta intensidad y con observancia los días preparatorios de la Semana Santa a través de una Cuaresma ritual y clásica con sus abstinencias y sus peculiaridades gastronómicas y, naturalmente, sus devociones específicas, entre otras la de rezar, “hacer”, las Cruces, calle del Calvario adelante hasta terminar en las tapias laterales y traseras del Cristo, por cierto que alguno de los postes o sencillas columnas de granito sustentadores de una sencilla cruz de hierro, han acabado como guardacantones –guardacubos- en la portada de alguna casa próxima a lo que fura devoto itinerario. Otros se ha “salvado” yendo a parar al parque de las Delicias. De la Cuaresma al Perdón, en la tarde-noche del Domingo de este nombre y a los pies del Cristo de la Vera Cruz y del Domingo de Ramos al de Resurrección, la conmemoración de la Pasión y Muerte de Cristo. Lógica, humanamente, el domingo de Resurrección era día ansiosamente esperado para, después del campaneo parroquial y del campanilleo infantil del Sábado de Gloria (hablamos del anterior calendario litúrgico), dar rienda suelta a una alegría largo tiempo contenida. Ir “de resurrección” era –es-, ni más ni menos que salir al campo a disfrutar de un buen comer, de un no escaso beber y del jolgorio que estas celebraciones familiares y amistosas llevan inherente. Yo creo que en la víspera, con los preparativos, se disfrutaba tanto como en el día de la Resurrección en sí. No había –no hay- lugares únicos o señalados de un modo especial para el caso, si bien entre Antigua, pozos colindantes casi con la población, huertas y aún quinterías, amén de las breves riberas del breve Algodor –La Olla, Chamberí, El Valle- se repartían los que, mejor que nunca, podríamos llamar “domingueros”. Desde luego había

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una tendencia a no ir demasiado lejos porque, y esto se quedaba para las pandillas, muy numerosas, de hombres solos, jóvenes y menos jóvenes, el día de Resurrección acababa por las calles de Mora en donde, desde la primera hora de la tarde hasta la noche, los carros, carros de varas con tiros de buenas mulas en reata, paseaban a los que, muy bien comidos, quizá con más vino en los cuerpos que en las botas y aún pellejos, iban tiznados los rostros con el tizne de las sartenes de las patas, donde muestras de ruidosa alegría. Esta costumbre de tiznarse la cara, bien manchega por cierto (Eladio Cabañero, el gran poeta de Tomelloso alude a ella en uno de sus poemas), no era privativa del día de Resurrección, también se tiznaban los aceituneros en los finales alborozados de las buenas recolecciones, pero sí muy al uso de la celebración que nos ocupa. Eso y “adornar” las ruedas de los carros y los varales con grandes cantidades de rabanillos y otras plantas cuneteras y humildes. Yo creo que estas “resurrecciones” apartaban un poco al moracho de la línea de sobriedad, orden y hasta buen gusto del que en otros momentos festivos y señalados solía hacer gala, pero, indudablemente, entre el gozo infantil del Sábado de Gloria y el alboroto del Domingo de Resurrección, había un trasfondo de conmemoración religiosa, si bien –si mal-, en algunos aspectos excesivamente desdibujada… Y el cordero –el cordero pascual- constituyendo el plato preferido, comido al pie de los carros, las mulas sin desenganchar y el ánimo presto para la alegre marcha vocinglera… Todavía hoy se sale “de Resurrección”; pero salvo excepciones, es un día de campo más, de coche y tortilla campestre, sin demasiado extraordinario.

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Ramos

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En noviembre las noches son largas; es este mes que “empieza con los Santos y acaba con San Andrés”,

un mes propicio para la trasnochada. Hay terminado las vendimias, no hay grandes prisas en los quehaceres del campo ni grandes celebraciones, de no ser las bodas que encuentran a lo largo de estos treinta días sus fechas más adecuadas. En una de estas cárdenas atardecidas otoñales los “quintos” de Mora, los que habían entrado en “quintas”, urdían su principal salida nocturna.

Amparaban la excursión callejera las sombras de la noche, mal iluminadas las calles con aquellas bombillas en soporte de brazo de hierro y con luz tenue y amarillenta, y, sobre todo, a despecho de serenos y de vecinos, les protegía la fuerza secular de una costumbre. Incitaba a la excursión la blancura, frecuente entonces en la mayoría de las fachadas, advirtiéndoles de que su “daño” iba a ser, después, fácilmente reparables a fuerza de escobón y cal. ¡Buen negocio para los caleros del Orgaz vecino! Porque se salía a “echar el ramo”, es decir, a vaciar, con cierta habilidad, un cubo o medio cubo de pintura –agua y polvos azules o encarnados-, describiendo un arco casi perfecto de suelo a tejas o de friso a balcón. La casa de cualquier muchacha con condición de soltera se hacía acreedora, por serlo quien la habitaba, a recibir la pintura –pintada primitiva y sin texto alguno- que hacía las veces de enamorado homenaje. No faltaban los “ramos” –no sabemos si piadosos o irónicos- en las fachadas de algunas solteras ya por edad incasables y adjetivadas, con la exactitud y crudeza con que el pueblo adjetiva, como “mozas rancias”. Esto ocurría entre Santos y Difuntos, al filo de un triste, sabio y solemne campaneo cuya buena ejecución corría a cargo del tío Julián y de los monaguillos y aún asimilados, a sus órdenes. Como en tantas cosas de Mora, la Muerte y la Vida; la noche triste y el amanecer radiante en el cual las enjalbegadas paredes lucían, acaso un poco desteñidos por la lluvia reciente y madrugadora, los “ramos” que, profusa y rústicamente, proclamaban la soltería, la juventud, de las muchachas de Mora y eran grito de vida y hasta si queréis de amor –verde, añil, almagre-, en la albura inmaculada de las fachadas.

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Las cruces de mayo

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Otra tradición perdida, ésta sin dejar rastro, es la fiesta llamada de “las cruces de mayo”, de

antiquísimo origen, que se celebraba en los primeros días de este mes. En la Fiesta del Olivo de 1982 la Asociación Cultural Almazara presentó una carroza con el escenario y desarrollo de aquellas fiestas, y su presidente, Bonifacio Menchero, recogió de los vecinos más antiguos la referencia que amablemente nos ha facilitado. La fiesta, como la han conocido nuestros mayores, comenzaba con la colaboración de una cruz, entretejida de tomillo y romero de nuestras sierras, en el templete que se levantaba en el ensanche de la calle del Villar, hoy Avenida del Olivo, entre las calles Azucena y de la Cruz. Eso era el día 1 de mayo. El día 2 se celebraba la fiesta propiamente dicha. Tras oír misa en la iglesia parroquial de Santa María de Alta Gracia, nuestros abuelos se llegaban hasta el templete con la Banda de Música, que interpretaba “Los Misterios del Rosario”. Allí se entonaba el Salve y cada moracho portaba una imagen de un santo o santa que era bendecida ese día y que estaría presidiendo cualquier rincón de sus casas a lo largo de todo el año. Terminado el acto religioso, la música del organillo invitaba al baile y el sano regocijo a todos los morachos. La cruz seguía expuesta durante todo el día 3 de mayo, festividad del Santísimo Cristo de la Vera Cruz. El marco donde se desarrollaba dicha fiesta estaba formado por un jardincillo, hoy desaparecido, formado por seis acacias de las de “pan y quesillo”. Bordeaba el jardín un poyete, encalado antaño, y, más próximo a nuestros días, revocado de cemento, que servía de asiento para los más ancianos. En sus proximidades, eran muy solicitados los tostones, altramuces y pasas, que, expuestos en sendas espuertas, hacían la delicia de chicos y grandes. El envase de estos

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productos era el socorrido papel de periódico con el que las tostoneras hacían sus cucuruchos, rematándolos con una aceituna verde en su parte más alta. Completaba el marco de la fiesta, una fuentecilla con un caño, desaparecida aún antes que el jardín, que daba a la calle de la Azucena y de cuya agua se abastecían todos los vecinos de la calle del Villar. Bajo el templete, se instalaba un dosel en el que se colocaban las estatuillas para ser bendecidas. Andando el tiempo desapareció el templete y se construyó uno de madera que lo suplió en los últimos años de la celebración de la fiesta. Parece ser que, aparte de en esta plaza, se celebraron estos actos en otras y que eran recorridas por los mozos que aprovechaban para rondar a sus mozas con los famosos mayos morachos, de los que hoy sólo se ha podido recoger la música.

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IV EL COMER

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No hay en lo que a gastronomía se refiere grandes cosas que contar. Por una parte el moracho se ha distinguido siempre por su frugalidad en el comer –y en el beber-, y por otra, los gustos y apetencias de nuestros convecinos, y los nuestros propios participan de los que son comunes a la que pudiéramos llamar buena mesa de la región.

Señalaremos, no obstante, algunos platos, ciertas exquisiteces para el paladar, que siguiendo un ciclo, por cierto muy relacionado con el litúrgico, jalona los diferentes momentos del año gastronómico. Empieza el año con algunas reminiscencias navideñas, pasadas las Nochebuenas la sopa de almendra se alarga hasta San Antón por aquello de “hasta San Antón, pascuas son”. La recolección de la aceituna marca con sus prisas días de mucho quehacer con ausencia en la mayoría de las cocinas de otros preparativos que no sean los de las diarias e, insistimos, frugales “meriendas”. Traeremos al recuerdo las famosas “rebanás”, pan blanco que se esponjaba en el aceite virgen de la zafra, en el molino, a un paso de rulos y capachos… La Cuaresma trae, como en cualquier lugar, un tiempo de potajes y torrijas. Antes, en los días de Carnaval, las crujientes “hojuelas” y luego ya en franca primavera, los espárragos trigueros –con patatas, en tortilla-. “Los esparraguitos de abril, son para mí…” De invierno, más que de primavera, son las “gachas dulces”. En verano, como en toda la Mancha, mandan los pistos y no tanto aquí como en otros pueblos de la región, los gazpachos. De pistos, “pistos finos” con categoría de memorables, el que se hacía -¿se sigue haciendo?- para los “hermanos” de la Antigua en la víspera de la anual conmemoración mariana. Los días de Feria llevan consigo postres de turrón y comidas de más altos vuelos. Tras la vendimia “mostillos” y “arropes”, uvas de cuelga para las migas invernales y ya, cerca de Santos y Difuntos, de nuevo gachas, con cuyas sobras tapaban los quintos las cerraduras. En Navidad no faltan, amén del mazapán (conservamos la receta del que antes, tiempos de nuestra bisabuela, se hacía en las casas), vinillos, mantecados y porroninas.

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Como vemos, el panorama es sencillo. Habría que citar, en lo que a nuestra gastronomía se refiere, la bondad, ya casi exclusiva, de los aceites de oliva con los que nuestros alimentos se guisan y aderezan. Hagamos mención al buen vino, claro por lo general, de suave paladar, que se elabora y bebe dentro de lo que mandan los cánones. En cuanto a dulces y pastas no olvidemos las “delicias” que han dado a Mora fama de buena confitería. Por el camino de los recuerdos, el de aquellos cocidos que el hombre de campo, jornalero de Mora, comía –y digería- por la noche, al regresar del trabajo, cansado el cuerpo de doblarse sobre el azadón o a la esteva y con el estómago mal acallado, con el pan, eso sí, blanco y bueno, y la seca y salobre carne de un par de sardinas “salás”…

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Patio tradicional toledano en una casa de Mora.

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V EL HABLAR

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En la manera de hablar y los términos –nombres propios, nombres comunes, adjetivos,

verbos y adverbios…- que emplea una comunidad hay siempre un elemento diferenciador que responde a una manera de ser, a una circunstancia histórica, a unas costumbres y, en definitiva a una tradición. Por eso, el hablar de los pueblos forma parte de su folklore.

Los morachos tenemos unas peculiares maneras de hablar; algunas compartidas con otros pueblos de la comarca; otras absolutamente propias. El tema daría de sí para un estudio de quien tuviera capacidad para profundizar en él. Aquí sólo vamos a anotar algunas características, las más salientes, de lo que Azorín llamaba “la parla de estos hombres toledanos”.

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La plaza de las Ventas del Moral, donde según la tradición empezó el pueblo y muestra de la arquitectura popular de Mora

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Apodos y dichos

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En otro sitio hemos dicho que si el moracho es parco en palabras, cada palabra suya, cada

frase, incluso a veces con errores prosódicos y sintácticos, encierra una sentencia; Gracián, que tanto sabía de lenguaje y de ideas, decía que en Toledo más dice una mujer con una palabra que en Atenas un filósofo en todo un libro; y cuando el moracho suelta una frase, cuando pone un apodo, cuando enjuicia un hecho, hay sabiduría popular de siglos en cada una de sus palabras. Este ingenio y enjundia popular está reflejado en una serie de anécdotas que obran en nuestro poder y que no es ésta ocasión de publicar. Otro tanto ocurre con los apodos. Más de novecientos tiene registrados Eusebio Camino, y su enumeración sería curiosa más que para propios –que los conocen- para extraños; pero ocurre que todavía algunos de nuestros paisanos consideran casi insultantes, o al monos peyorativos los apodos. Es verdad que algunos, en su origen, sí pueden tener este carácter, pero al cabo del tiempo, tal intención se olvida y en cambio cumplen la finalidad de determinar el grupo familiar al que el individuo pertenece. No basta el nombre y el apellido, hace falta el apodo. Entre los apodos o motes morachos los hay de todas clases: los que se refieren a un defecto físico, los que recuerdan a un animal, los que derivan del nombre de un antepasado, o de un lugar de origen; los que aluden a expresiones peculiares, a actividades que ejerció alguien de la familia, a parecidos o relaciones con algún personaje, etc., etc. Ya decimos que son cerca de un millar los que están registrados y posiblemente podían añadirse más sin contar aquellos que la ironía popular, el espíritu de observación y el sentido práctico va creando cada día. Pero volvamos al lenguaje.

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Nuestro habla local, además de tener un tonillo especial que quizá se va perdiendo y permitía localizar el lugar de procedencia de quien así habla, tiene una serie de palabras u de modismos que sería interesante analizar y registrar. Es difícil saber los que son exclusivos de nuestro pueblo, los que corresponden a nuestra comarca y los que son usados en determinadas zonas de la provincia o de la Mancha. Palabras como auachirle, achirusque, esgarramantas, croque, galguear, guarratitas, samborce, orilla, recochuras, etc.; si no son sólo nuestras, tienen desde luego un gran arraigo en nuestro pueblo. Otro tanto puede decirse de aquellas que siendo palabras registradas por la Real Academia, el pueblo las da una forma distinta: es el caso de burraca, dispertar, estajero, estraleja, menchero, redondal y otras tantas. Están también aquellas expresiones, originadas por anécdotas –algunas incluso conocidas- que tienen la fuerza de expresión de todo un razonamiento: “poner los pies en pared”, “apáñate con menos”, “a buen sitio has ido a poner la era”, “más tonto que Cola”, “¡a otra con los mantos!”, etc. Y por último, las sentencias o refranes arrancados de nuestra experiencia vital: “costal lleno mal se dobla y vacío mal se tiene”, “la comió es lo seguro”, “nadie se va de este mundo sin zarandeo”, “olivita de un pie, buena tienes que ser”, “parece ermita y es catedral”, “si buscas un perro para ir de caza, mira a ver si su madre ha cazado”...

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Los nombres de las calles

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También los nombres de las calles son exponentes de la historia –unas veces de la gran

historia nacional, otras de la pequeña historia- del pueblo al que corresponden. Mora no es una excepción. Si hay calles cuya denominación constituye un homenaje a las glorias de la Patria Grande o Chica, las hay también que en su nombre aluden a una tradición, un quehacer o un destino. Tenemos así calles o plazas dedicadas a personajes históricos de muy distintas épocas, como el Cid, el Cardenal Cisneros, Isabel la Católica, Colón, Garcilaso, Padilla, Bravo, Maldonado, Cervantes, Lope de Vega, Rojas, Pizarro, Méndez Núñez, Prim, Espartero, Martínez Campos, Sagasta, Isaac Peral, Moya, Leandro Navarro, Polavieja, Ramón y Cajal, Antonio Maura, Dato, Miguel Primo de Rivera, Sanjurjo, Ruiz de Alda, Generalísimo Franco, el Ángel del Alcázar, el general Yagüe, el general Queipo deLlano, el general Moscardó, Fleming, Juan Ramón Jiménez, Fabiola de Mora, Severo Ochoa, Juan XXIII… Hay una calle del Rey y otra del Príncipe. Otras llevan nombres de personalidades notables de Mora que pasaron a la Historia en épocas pasadas o que en las presentes merecieron ser perpetuadas: Munio Alfonso, Diego de Mora, General Fernández de Medrano, Héroe del Tajo, Juan Gálvez, Los Clementes, Eusebio Méndez, José Iborra, María Martín Maestro, Robustiano Cano, Agrícola Rodríguez, E. Sánchez Barbudo, Eustaquio Millas, Fructuoso Valero, Salustiano Vegue, Catalina Díaz, Anronio Gómez, Atilano Millas, María Teresa, P. Núñez, Juan Pérez, J. Marín…

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Nombres con vinculación histórica son: Lepanto, Los Mártiles, La División Azul, Siglo XX… Esta última fue bautizada así en 1900; antes era el Callejón del Cuerno. Calles que señalan una dirección, un camino: las calles de Toledo, Orgaz, Manzaneque, Turleque, Ajofrín, Sonseca, Consuegra, Villanueva, Madridejos, Yepes, La Antigua, El Castillo, Molino, Convento, Matadero, Norte… Otros hacen referencia a lugares geográficos más lejanos: Cádiz, Valencia, Madrid, Talavera. Otros hablan de nuestros viejos oficios y son reminiscencias del pasado, como Borregueras, Adovadoras, Carretas, Tejares, Rasilla… o evocan nuestro pasado artesanal, como Jaboneros, Romaneros, Cencerreros… Hay bastantes, asimismo, con motivaciones religiosas: Vera Cruz, Santiago, Santa Lucía, San Lorenzo, San Cebrián, San Martín, Santa Cristina, Santa Ana, Cruz, Calvario, además de las citadas Antigua y Convento. Las hay con nombres vegetales: Clavel, Azucena, Jardín, Flor, Rosal, Viña y Avenida del Olivo. Y hay, en fin, calles de entrañables nombres populares de origen unas veces conocido y otras no, como la calle de Alcaná, nombre árabe que significa mercado de tejidos, especialmente de sedas; la plazuela de Las Ventas del moral, que para algunos es el origen de Mora; la calle de la paloma, la calle de la Encomienda, la calle del Molinillo, la calle del Royo, la calle del Rodeo, la calle del Recodo, la calle Barrionuevo, la calle Pajitos, la calle del Metro, la calle Nueva… Algunas de estas calles conservan el recuerdo de cosas que han desaparecido. Así, por ejemplo, la pequeña calle del Royo, cerca de la Ronda de Prim, está claro que señalaba el camino y la proximidad del royo que hasta no hace demasiado tiempo todavía se alzaba en las afueras de nuestro pueblo. De 1917 es la obra del Conde de Cedillo “Rollos y picotas en la provincia de Toledo” y en ella se da como existente el rollo de Mora que se dice es de tiempos de Felipe II (cuando el rey creó el señorío de Mora para don Francisco de Rojas) y que

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le describe así: “Sobre una gradería de cuatro escalones se alza en forma de columna jónica estriada, con los salientes y muy gastados animales a los dos tercios de la altura del fuste”. Otra calle que supone una evocación de algo desaparecido es la calle de Santa Lucía que llevaba a la ermita de este nombre, ¿cuándo desapareció esta ermita? Sabemos que existía en 1680 por un informe que el licenciado don Isidro Joseph de Zurita hace de las ermitas de Mora. Y de la de Santa Lucía dice que “era extramuros de esta villa como dos tiros de bala”. Tuvo cofradía con ordenanzas aprobadas en 1621, pero fue extinguida “a causa de las muchas que hay en este pueblo y de que hay hermandad con el mismo título” Celebraba fiestas el día de Santa Lucía y el día de Santa Leocadia. Esta ermita existía aún en el siglo XVIII; pero a mediados del XIX, Pascual Madoz, que habla de las ermitas de La Antigua y la Vera-Cruz, no habla de la de Santa Lucía. En otros casos lo que han desaparecido no son las cosas que dieron lugar a las calles, sino los viejos nombres de las calles. Algunos de estos nombres, borrados oficialmente de placas y censos, subsisten en la memoria popular y aún en el uso. Otros, en cambio, han sido olvidados por completo. La referencia más antigua del conjunto de las calles de Mora es un plano de mediados del siglo XIX que nos facilita Esteban Fernández Marcote, firmado por A. S. Según este plano –en el que el casco urbano llega prácticamente hasta las rondas- hay más de veinte nombres que han cambiado. Son éstos: La calle Toledo, a partir de la ronda se denominaba Arrabal, lo mismo que la calle Manzaneque, desde la ronda era Manzanequillo; la calle de Salustiano Vegue era calle de la Paz; la calle Pajitos figuraba como de Pajos; la calle la Cruz era de las Cruces; la glorieta de Eusebio Méndez figura con la denominación de Huerta de la Condesa; la calle del Castillo empezaba enfrente del Ayuntamiento, comprendiendo lo que es hoy calle del General Fernández de Medrano; las calles de San Lorenzo y de Castilnovo eran simplemente Cerca del Convento; las plazas del Generalísimo, José Antonio y Calvo Sotelo eran Plaza Mayor, Plazuela de Panaderos y Plazuela de Herradores, respectivamente; la calle de Leandro Navarro, calle Nueva; la de

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Prim, Cantagrillos; las de Onésimo Redonde y Ramón y Cajal, Callejuela primera y Callejuela segunda. Por último, otras calles con denominación antigua, pero no olvidada, eran las que actualmente se llaman Avenida del Olivo, calles Primo de Rivera, Martínez Anido, Ángel del Alcázar, Diego de Mora y Plaza de los Mártiles, que en dicho plano figuraban como calles del Villar, Ancha, Romero, Marinas, Abañones y Pósito, nombres aún vivos a pesar de no ser oficiales. Por último digamos que en dicho plano figura en la calle de Toledo, donde comienza la calle de Yegros, la denominación del Alamillo, que las personas de más edad recuerdan, así como la fuente que allí se levantaba, llamada “de la mona”, por una figura femenina, seguramente alegórica, que la coronaba.

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Toponimia del campo manchego

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No resulta nada fácil resumir en poco espacio lo que tratado, si no exhaustivamente, al menos con cierta amplitud, ocuparía más páginas que las que, en total, integran este fascículo. Pero creemos oportuno incluir algo, siquiera sea de pasada, referente a la toponimia del campo de Mora por lo que pueda suponer de aportación a su historia, al conocimiento de los cultivos o flora que en el mismo hubo, a los lugares a los que conducían los viejos caminos y, hasta en ciertos casos, por lo que suponen de reflejo de actividades y costumbres hoy desaparecidas. En ocasiones nos saldremos de las “rayas”, mínimas fronteras, que señalan límites con los términos colindantes.

Cronológicamente, al hablar de los “pagos” morachos, habrá que citar en primer lugar las tierras de “La Calzada”, por la clara alusión a la que en época romana unía Mora –Maura- con Consaburrum –Consuegra-. Se accede a este buen pago cerealista por un camino que –aunque esa sea ya otra historia- conduce sólo al recuerdo, “Camino Molino”, “Camino del molino de viento”… No desdeñaremos tampoco la antigüedad de “La Corcona”, nombre que hemos visto escrito en algún viejo documento “Al-Corcona”, dejando bien patente la árabe etimología. En tiempos más modernos, reinado de los Reyes Católicos, se hace mención de los “Camino Grande” y “Camino Chico” conducentes ambos a Consuegra y en documentos posteriores, ya en el siglo XVII, aparecen los nombres de “La Rabera”, “Cañada del Castillo”, “Montecillo”, “Pradillo”, “Cerrada”, y las dehesas de la “Sierra del Buey” (unas 400 fanegas), la de la “Cañada Vieja” (500 fanegas), la de la “Herguijuela”, antes llamada “Villa Silos”, propia de Mora desde el año 1428; la de la “Morexona”, hoy “Morejón” y el “Coto Carnicero” con sus casi quinientas fanegas. En otras escrituras coetáneas aparecen los prados de “San Marcos”, “Redondo”, ”Las Pozas”, “Charco Luengo” y las tierras baldías de la sierra “Merina”. Tan antiguos como el establecimiento de la Orden de San Juan en estos extremos de la Mancha, son los sitios de la “Solana de San Juan” y

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su respectiva “Cañada de San Juan o del Arenal”, como lo es “Yegros” –cuarteles del “Hornillo”, “Huerta”, “Casasbuenas”, “Higueruela”…-, en lo que a la Orden de Santiago se refiere. Dejando a un lado la posible clasificación histórica podríamos también descubrir a través de la toponimia la flora preponderante en determinados lugares o los cultivos de preferencia, asía la “Cañada del jaral”, el camino y puerto de “La Jara”, “Las Palmillas”, “El Albardinar”, la “Vereda de Valdepuerros”, la “Vereda del Trébole”, “La Olivilla”, “El Almendro”, la “Vereda del Jardín”; o aún de la fauna: entrañable “Peñafalcón”, que habría hecho las delicias de Rodríguez de la Fuente, máxime sabiendo que el nombre obedeció a la abundancia de halcones –de falcónidas, como él diría- en los altos riscos que coronan esta sierra, aunque luego el uso –el mal uso del hermoso nombre- haya hecho desaparecer la F y cambiar la L en R para venir a quedar en un insípido “Peñarcón” que nada aclara ni evoca… El pasado ganadero, indiscutiblemente importante de nuestra villa –más o menos veinte mil cabezas de lanar, amén de seiscientas de vacuno, mular y caballar en 1745-, da origen a denominaciones pastoriles, tales como “Los Chozos”, “El Corral de las Merinas”, además de los Caminos Reales de la Mancha, de Sevilla-, que con sus noventa varas eran vías de primer orden para los rebaños que el Honrado Concejo de la Mesta llevaba, o traía, en trashumancia al Real Valle de la Alcudia. No faltan, efectivamente, los que con su nominación, ya pagos, ya caminos, dan notica de ocupaciones que algún día fueron normales entre los morachos: “Borregueros”, “Vereda de Colmeneros”, “Vereda de los Serranos” y alguna más “Vereda del molino de Andaina”, “Vereda del silo Paus”, etc. Hay otra vereda que si no da idea de oficio sí la da de estado de ánimo: “Vereda de los Medrosillos”… En no pocos casos el pago va bautizado con el nombre de quien fue su propietario, nombre o apodo, y que llega hasta nosotros en admirable supervivencia: “La Paca” (apelativo familiar de doña Francisco Navarro), la “Cañada de D. Juan”, el olivar –y la era- de “La Jimena”, las “peñas de la Condesa” (según la tradición, Eugenia de Montijo), el pozo de “Eustasio”, las casas de “Solier”, el “General” o “El Niño”, la cuesta de “Patapaños”. Podría incluirse en este apartado la citada sierra del Buey, cuyo nombre pudiera derivarse del que fuera su dueño, un tal García del Buey, natural y vecino de Yepes…

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También la configuración del terreno, incluso su coloración y naturaleza: “Valhondo”, “Cerro Prieto” (por oscuro, no por apretado), “Los Hitares” (de hitos, piedras clavadas), “Las Arenas”, “Los Molodros”, “Los rodaos”, “El Albero”, “Peñapared”, “El Risco Mellado”, el puerto de “La Sima”, el puerto “Encamarao” (por Encaramado”, el risto “Del Cordero”, “Cerro Bermejo”, “Peñablanca”, etc. Sencillos de desentrañar son aquellos que en su día constituyeron las principales rutas de comunicación para nuestros antepasados: Camino de Madrid, Camino de Toledo, Camino de Villanueva, de Tembleque, de la Mata (aunque este último no conducía al pueblo de La Mata, muy distante, sino a la iglesia visigótica de San Pedro de la Mata en la jurisdicción de Casalgordo). Incluso dan cuenta de las particularidades y modos de viajar: “Camino del Vado de las Calesas”, “Camino de la Plata” (el de Sevilla). Cerros de “La Caridad”, frente al cementerio… De “La Cruz”, inmediato al lugar en el que se alzaba el justiciero royo de granito de la encomienda de Yegros. Pozos como el tan a la mano y conocido de “Dos Bocas” o el de “Raneras” o el “Pozo oscuro”… Y la fuente del “Duro”, zarca y abundosa, y la del “Piojo”, al pie del vastillo, y la “Fuente Bullón” y la del “Rincón”, como tantas otras… Para el final hemos dejado los caminos y los lugares que fueron, alguno todavía lo es, exponente de la devoción de los morachos: “Santa Cristina”, donde hubo ermita y romería; “San Marcos”; la piedra de “San Gregorio”, lugar de bendición de campos y cosechas; “Camino de Santa María” –Santa María de Finibusterre, el “Finisterre” de hoy-; “Vereda del Cristo” –del Cristo del Valle en las proximidades del Algodor-, y cerro de La Antigua, el más alto y no precisamente sobre el nivel del Mediterráneo, sino en el nivel espiritual de los arraigados fervores, cerro que antes, un antes que se adelanta al siglo XVI, se llamó de San Cristóbal. Nombres todos evocadores, con su “aquel”, su poesía y un gran valor descriptivo –“Cantagallos”, “Hueleollas”- dentro de la simplicidad que los caracteriza. El pueblo los inventó y el pueblo los conserva como algo muy suyo ¿Qué por qué “Vereda del Golondrino”, o “Camino de Patacaballo”, o “Arrabales”, o “Las Tramás”, o “Camino Arricoque”? ¡Vaya usted a saber! Cosas de Mora…

- 187 TEMA 6 · LA VIDA EN MORA, AYER Y HOY





TEMA 7

LA VIRGEN DE LA ANTIGUA Y Y

A

tardecer de un domingo de septiembre. La procesión de la Virgen de la Antigua que ha salido de la ermita entre disparos de cohetes, vivas y cánticos, va descendiendo por la carreterilla del cerro. Llega la imagen, a hombros de cofrades y devotos que se la disputan hasta situarse frente al pueblo de Mora que en la lejanía de unos kilómetros se extiende en el llano. Gira la imagen de la Virgen hasta ponerse frente al caserío y la canción brota con inevitable toque de emoción:

Hoy Mora te saluda como a su madre y su nombre repiten montes y valles…

- 191 TEMA 7 · LA VIRGEN DE LA ANTIGUA


Así, ¿cuántos años? ¿Cuántos siglos? No se trata en esta ocasión de hacer un libro sobre la veneración a María, sobre el culto a la Virgen –hiperdulia lo llaman los teólogos- ni de investigación mariológica. Sólo se trata de escribir, una vez más, un retazo de la historia de Mora, en este caso la historia de una devoción a través de los siglos, que se localiza en ese cerro tomillero rodeado de olivares, viñas, almendros y algunos pinos, en el que la Virgen es, desde su ermita, vigía, testigo y mediadora. Pero precisamente porque ese es el tema, permítanos el lector que al comenzar invoquemos el favor de Nuestra Señora para decir la verdad y decirla claramente. Santa María, ora pro nobis.

- 192 TEMA 7 · LA VIRGEN DE LA ANTIGUA


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Situación

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Pascual Madoz, en su famoso Diccionario de España y Ultramar (1850), al dar cuenta de cuanto a

Mora se refiere, cita el cerro en el que se asienta la ermita de la Virgen de la Antigua con su actual denominación: “La Virgen de la Antigua, en la sierra donde empieza la cordillera…” Pero sabemos también que en las Ordenanzas de la Hermandad que serían aprobadas en el año 1618, se llama aún al cerro, donde la ermita se ubica, de “San Cristóbal”, ya que en los citados ordenamientos se especifica que las reuniones, juntas, cabildos, elecciones, etc., se han de celebrar “en la Ermita del Sr. Sn. Cristóbal”. Ya avanzado el siglo XVII, en un documento que para determinar amojonamientos, rodó por escribanías y cancillerías, se describen los límites de la dehesa de la Cañada Vieja y se da al cerro la denominación que hoy tiene, límites que se fijan así: “Raya de Villanueva de Bogas, el río Algodor, la Raya de la Villa de Yegros, (sic) y el CERRO DE LA ANTIGUA”. También de por aquella época, exactamente de 1680, es un documento manuscrito que encontró Hilario Rodríguez de Gracia en el Archivo diocesano de Toledo, en el que se describen las ermitas que había a la sazón en Mora y cita a la de Nuestra Señora de la Antigua con este nombre. (por cierto, y como dato curioso, vale recoger que, según ese mismo documento, los bienes de la Hermandad aquel año de 1680 eran: 63 ovejas, 25 corderos y un carnero).

Habrá, pues, que retrotraerse a la época anterior al incendio que destruyó la iglesia parroquial de Mora en la guerra de las Comunidades, para encontrar como exclusivo el apelativo de “San Cristóbal” en lo que se refiere al cerro que nos ocupa, compartido después del desastre, con el nuevo “de la Antigua” para, poco a poco, ir relegando el primitivo nombre al olvido y quedar definitivamente con el que ahora usamos. En este cerro han señalado algunos geógrafos el comienzo de la Cordillera Oretana o Montes de Toledo, ya que desde él y desde el humilde y próximo “Cabeza Pedón”, la cordillera va tomando

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altura y categoría. Todos los morachos, desde que la infancia trepamos por sus laderas olorosas de tomillo o, desde que, tomando la ermita como punto de partida, subimos hasta la cueva de San Patricio (¿por qué lleva esta cueva el nombre del santo irlandés?), sabemos que en este cerro empiezan otras muchas cosas. Recogiendo el sentir popular en él se han inspirado los poetas para dar a Mora enclave lírico o piadoso: “Entre el castillo y la Antigua / Mora florece en el llano…” o “Me enjalbiego de luz con esa ermita / que en el mínimo cerro se levanta..”. Así Mora, enjalbegado ayer por calles repetidas sigue hoy enjalbegado de luz y de mariana pureza gracias a los destellos que irradia el cerro que, si no el más alto sobre el nivel del mar de los que a Mora rodean, sí es el de mayor altura al nivel espiritual de los arraigados fervores.

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Historia y leyenda de la ermita

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Emplazamiento de la actual ermita de la Virgen de la Antigua por conveniencia o como resultado de una aparición de Nuestra Señora? ¿Está la imagen de María donde quisieron aquellos morachos del siglo XVI-XVII o está donde la propia Virgen María quiso estar para siempre?

No es fácil conjugar lo histórico con lo legendario. Mientras la historia nos proporciona datos precisos y fechas exactas, la leyenda nos envuelve con la bruma de lo impreciso. Bien es verdad que lo legendario suele ganar en belleza a lo histórico y goza, por otra parte, del favor popular. Sabemos que, para la mayoría de los morachos, la Virgen de la Antigua está en su cerro porque así lo quiso Ella y se lo hizo saber a los pastores que por aquellos parajes guardaban sus rebaños. No habrá nada con mayor fuerza evocadora a este respecto como el cuadro – magnífico y de grandes proporciones- en el que su autor, don Isidoro Millas, dejó constancia de la milagrosa presencia de la Virgen ante dos pastores de zamarra y cayado. Dos pastores que son uno solo, ya que el autor empleó el mismo rabadán para modelo, si bien como todos sabemos perfectamente, porque tenemos el cuadro en la retina, mientras en un caso está en pie de espaldas, en el otro aparece de rodillas y se ve perfectamente su admirado y embelesado rostro. Aparte del valor emotivo y pictórico de esta obra, conviene reseñar el interés innegable de la misma al mostrarnos la indumentaria de unos auténticos pastores de Mora en el siglo XIX. Pero vayamos con lo histórico. De todos es sabido que durante la Guerra de las Comunidades de la iglesia parroquial de Santa María de Altagracia sufrió un incendio voraz a resultas del cual perecieron más de tres mil morachos. El hecho está suficientemente tratado en el fascículo tercero de esta misma colección y no es ahora necesario incidir de nuevo sobre él, únicamente recordar que, con consecuencia de tan enorme desastre, la villa de Mora perdió totalmente los fondos de su archivo que a la sazón se guardaba en la capilla del “Seños Santiago” de

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este templo. La falta de datos completos que proporciona la documentación archivada de un pueblo originó, después, al correr de los tiempos, no pocos pleitos, farragosos y lentos en la demasía. Uno de ellos es el que el Ayuntamiento de Mora entabla con el rey Felipe V sobre la posesión y derecho de arriendo de determinadas dehesas –Morejón, Cañada Vieja, Sierra del Buey, etc.-; no pudiendo los de Mora exhibir documento alguno que acredite el que los bienes en litigio son “propios y privativos” de la villa porque tales escrituras ardieron en el mencionado desastre. Para dar mayor fuerza a sus pretensiones, los de Mora solicitan de varios vecinos –“repúblicos y notorios”- que manifiesten cuanto sepan, hayan oído contar a sus contemporáneos o haya llegado a su conocimiento por parte de sus mayores, de cuanto aconteció en la trágica jornada del 23 de abril de 1521.

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Un periódico moracho de los años veinte llevaba el título de la Virgen y la reproducción de la imagen en su cabecera.

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De todas estas declaraciones hay una que nos interesa especialmente; se trata del relato que hace Antonio Fernández Palomino, quien declara saber por habérselo oído contar a sus padres y abuelos que murieron muy ancianos, que “tiene noticia adquirida por medio de los dichos de sus mayores que se libró milagrosamente de cuanto contenía el dicho templo sólo la imagen de Nuestra Señora de la Antigua que hoy se venera a extramuros de ésta y que adquirió de su Majestad (sic) el título que hoy tiene de Antigua por se la de más imágenes que hoy veneran en ésta adquiridas después de dicho fuego…” Concedemos gran importancia a tan relevante declaración, máxime cuando nada aportaba ni de un modo especial favorecía, al objeto concreto de los litigantes y, además, nos sirve de apoyo para hacemos estas preguntas: ¿Se veneraba ya, cuando Palomino declara, la Virgen en el cerro o en alguna otra ermita más próxima a la población, ya que lo de “a extramuros de ésta” no nos parece muy conveniente para citar el actual enclave situado a unos tres kilómetros de la villa? ¿Bajo qué nombre, qué advocación originaria, ostentaba la imagen que tras el incendio pasó a llamarse Antigua por decisión, siempre según Fernández Palomino, del Emperador Carlos V? Si se nos permite vamos a establecer las dos posibilidades –por ello esa conjugación de la historia y de la leyenda a la que aludíamos en principio-, la imagen salvada de las llamas despertaría –hay que suponerlo- en gran medida la devoción de los morachos supervivientes y de los que, sin duda vecinos de otros lugares próximos, llegaran a repoblar la casi despoblada villa. Enseguida hay que pensar en que esa imagen, ya milagrosa por el hecho de sobrevivir al fuego, recibiría culto en cualquier lugar habilitado para ello en tanto que la parroquia fuese erigida casi totalmente de nuevo y, es posible –lo creemos así-, que la Virgen, apareciéndose a los pastores, les señalase el lugar elegido por Ella. Cuando en marzo de 1618 se aprueban las Ordenanzas –de las que luego hablaremos- de la Hermandad de Nuestra Señora de la Antigua, se hace constar que el número de hermanos cofrades sea el de cincuenta, preferentemente pastores y que únicamente a falta de pastores puedan ser cubiertas las vacantes pro vecinos de otras dedicaciones laborales. No podemos pensar que esta prerrogativa pastoril fuese fortuita; obedece sin duda a que fue a ellos, los pastores de Mora, a los que la Virgen señaló el lugar de sus preferencia para en él recibir el culto y la veneración de los morachos.

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El fuego y la imagen de la Virgen

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Se dice de alguna ciudad española, de gran solera histórica y cuyo protagonismo ha sido ejemplar en contiendas y avatares bélicos “siempre incendiada y siempre fiel”, así nosotros, parafraseando este título singular y glorioso, podríamos decir de la imagen de la Virgen de la Antigua: “siempre incendiada y siempre vencedora del fuego”. Hay un tremendo simbolismo en esta fuerza para librarse, al menos parcialmente, de las llamas. La fuente de gracia de quien está llena de Gracia, apaga sin duda la voracidad del fuego…

Del fuego de las Comunidades, ya lo hemos visto, surgió, al decir de Palomino, la advocación y la devoción. Otros sucesos devastadores no podrían, en el trascurso de los años, acabar del todo con la venerada imagen. Así ocurrió cuando los franceses invasores –en plena Guerra de la Independencia-, tras destruir la ermita, saquear el tesoro de la Virgen y dar muerte al santero que la custodiaba, quemaron la imagen de la que, milagrosamente, se salvó intacta la talla de la cabeza de María que, como reliquia, fue colocada debajo de la nueva imagen que los morachos se apresuraron a hacer. Cuando pasó la Guerra de la Independencia se restauró la ermita, si bien parece que ello desequilibró las arcas de la Cofradía, puesto que se sabe que en 1827 aún debían a Demetrio y Juan Sánchez Guerrero “dos mil reales y más” de las obras de reconstrucción, y para pagarlos fueron autorizados los Hermanos a vender las cabezas de ganado que tenían, como fruto de la establecida obligación de contribuir a la Hermandad con “una oveja preñada o con un cordero”. Con eso se recaudaron 800 reales y el resto se cubrió con donativos y con un reparto entre los cofrades. Pero el caso es que con la paz, se renovó y aún aumentó la devoción a la Virgen de la Antigua, cuyas fiestas, después de la Independencia, no tuvieron interrupción en el siglo XIX más que la provocada por las Guerras Carlistas. El número de cofrades fue aumentando, superando el límite inicial de las Ordenanzas, que era de cincuenta, para llegar hasta trescientos.

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Así transcurrió también el primer tercio del siglo XX. Sabemos quiénes constituían la directiva de la Hermandad al comenzar esta centuria y vale la pena recordar sus nombres y sus apellidos de remota raigambre moracha: Cipriano Villarrubia, Anastasio Cabeza, Fabriciano de Mora, Roberto Jiménez y Zamora, Salustiano Villarrubia, Quiterio Navarro, Pedro Isla, Escolástico Lillo. El Capellán era Ambrosio Ramón Díaz. Por cierto, que el estipendio habitual por una misa era de cinco reales. A estos nombres hay que añadir los de Isidoro y Braulio Millas, de la familia de los Marqueses de la Victoria de las Tunas, propietarios del cerro de la Antigua y grandes devotos de la Virgen y benefactores de la Hermandad. En 1918 se elaboró, sobre las ordenanzas del siglo XVII, un nuevo Reglamento que es el que rige actualmente. En él se perfila ya (aunque no se nombre) la figura del Presidente. El primero que desempeñó esta función fue Francisco Saavedra y luego Mariano Moñino Villarrubia, que a partir de 1929 y con algunos intervalos lo fue hasta 1952. A éste le sucedieron Mariano Martín Navarro y como vicepresidente, pero con funciones de presidente, Lamberto de Mora. Desde 1959 ocupa la presidencia Federico Navarro, que ha dado un gran impulso a la Cofradía. Volviendo atrás otros fuegos y otros tristes acaeceres, habían hecho en 1936, desaparecer la imagen; sin embargo, en esta ocasión –de nuevo el milagro- se salva de ser quemada la talla del Niño que sostiene y muestra en sus manos. Cuando los morachos residentes en Toledo preparan otra imagen para que Mora no esté –la paz recién conseguida- sin la que es Reina de la Paz, el Niño salvado de las llamas pasa a ocupar el puesto que siempre ha tenido en esta representación de María. Conviene precisar que, según los datos que anteceden, la imagen de la Virgen de la Antigua que hoy es objeto de nuestra veneración es la cuarta, aunque pueda pensarse que es la tercera, ya que la que llegó a Mora nada más terminar la contienda civil fue unos años después sustituida por la de hoy, pues aquélla no satisfizo la ilusión de los fieles.

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La Virgen vuelve a Mora

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Por una carta autógrafa de Constantino de la Cruz, comerciante de Mora afincado en Toledo, y

dirigida a Magdaleno Ramírez, hemos sabido del “proceso” que conllevó la preparación de una imagen de la Virgen sustitutoria de la que desapareció en la Guerra Civil. Debemos, pues, a la amabilidad de don Magdaleno esta noticia, ya que nos confió la misiva de su amigo De la Cruz estimando que contenía detalles muy interesantes para el tema de este fascículo. En efecto, la colonia moracha de Toledo, representada por el propio Constantino de la Cruz, Claudio Marcote, ayudante de Obras Públicas (en cuya casa se tuvieron las reuniones previas); Fernando Palacios, comerciante asociado con el señor Nodal; Pelayo Marcote, Jefe de Policía en Toledo; Segundo Archidona, Julián Lillo, guardia civil mutilado en el Alcázar, y Tomás Sánchez Biezma, a la sazón párroco de Ajofrín, refugiado en Toledo, como cabezas visibles de esa “colonia”, decidieron preparar una imagen que sustituyese a la desaparecida. Según datos que figuran en los archivos de la Hermandad a estos nombres habría que añadir los de Manuel Fernández, Sagrario Ureña, Juan Gálvez, Claudia Fernández Marcote, Patrocinio Zalabardo, Carlos Aparicio y Ángel Aparicio, como “morachos en Toledo”, que contribuyeron decisivamente –pero no únicamenteen esta operación. Del principal cometido se encargó don Tomás, que celebraba en el convento de Gaitanas y en cuyo monasterio había una imagen de la Virgen que podía servir para el intento. Mediante una limosna y la autorización del Obispo, Dr. Modrego, al terminar la Guerra los morachos dispusieron de la imagen, la cual, convenientemente adaptada a las características de su nueva advocación y vestida conforme al tradicional vestir de la Virgen de la Antigua, legó a Mora a las once de una radiante mañana del día 5 de mayo de 1939. Aquí, llegando a este punto, podemos describir en calidad de testigos próximos al camión en el que llegó la imagen cubierta por una sábana, el inenarrable momento, el fervoroso recibimiento

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de Mora a “su” Virgen. A la salida del pueblo, con el Cristo de la Vera-Cruz al frente, Mora vitoreaba, aplaudía, lloraba y rezaba ante la presencia de la Virgen de la Antigua. Tres monaguillos –revestidos por primera vez después de la guerra con los trajes rojos entonces propios y al uso de los acólitos, ropas conservadas en un oculto baúl de la casa de doña Juliana Sobrerroca- abrían paso a la enorme comitiva; el primer firmante de esta crónica era uno de los ocasionales monago, los otros dos eran José-Evelio García Gómez y Luis Ramírez Beneytez. Desde las afueras de Mora en la carretera de Toledo, la procesión se dirigió a la parroquia, oficiaba de Preste el Canónigo don Francisco Vidal por delegación del Obispo. Ya en la iglesia parroquial desde un púlpito improvisado –todo había que improvisarlo entonces- don Tomás Sánchez Biezma pronunció una encendida plática que hizo llorar, más todavía, al enfervorizado auditorio. Posteriormente, el industrial moracho en Madrid Lamberto Rodríguez, hombre que ya había dado en anteriores ocasiones prueba de su generosidad hacia Mora, regalaría la que hoy es objeto de nuestra devoción, sin duda más acorde en su expresión, tamaño y complementos con la primitiva. Como es natural también fue clamorosamente recibida y aclamada el 11 de diciembre de 1955, fecha anunciada como de “Homenaje a los mártiles de la guerra y sobre todo a su párroco don Agrícola”. Por información conseguida por Eduardo López Pásaro sabemos que para lograr una imagen que respondiese lo mejor posible a la venerada antes de 1936, se utilizó una buena fotografía, hoy todavía en poder de su dueña, doña Benita Díaz-Bernardo, que la conserva en gran estima; data la fotografía de 1932 y así la imagen de hoy fue realizada fielmente bajo el patrón de dicha reproducción fotográfica. Es momento oportuno para recordar que la ermita –adornada con pinturas al fresco de Benedito, profesor y amigo que fue del autor del cuadro de la aparición, Sr. Millas, el actual retablo es obra del escultor de Mora Francisco Sánchez y que primero tuvo la madera son policromar. La luna de cristal que protege la amplia hornacina central fue regalo –anterior a la guerra- de Joaquina Contreras y Flores en memoria de su única hija fallecida, Antonia Pérez y Contreras.

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La Cofradía de la Virgen de la Antigua Y Y

Decíamos que la devoción a la Virgen de la Antigua databa (si hemos de acogernos a la

declaración del tan citado Fernández Palomino) de principios del siglo XVI, concretamente de la guerra de las Comunidades, 152; sea como fuere, lo cierto es que en 1618 se aprueban las ordenanzas por las que la cofradía de la Virgen ha de regirse. El 29 de marzo del año citado y siendo Cardenal Arzobispo de Toledo don Bernardo de Sandoval y Rojas, la petición del Ilmo. Sr. Don Luis Díaz Suelto, en nombre de mayordomos y hermanos cofrades, se vio satisfecha. Estas ordenanzas figuraban en el archivo parroquial de Mora y se perdieron, pero afortunadamente la Hermandad conserva una copia literal que nos permite conocerlas y hacer de ellas una resumida transcripción. Esta copia literal y manuscrita es de 1827 y figura en el “Libro de la Cuenta y Razón de la Hermandad de Nuestra Señora de la Antigua”. Entre los diferentes capítulos y extremos aprobados figuran las normas –ya espirituales, ya materiales- por las que la naciente –o reformada- cofradía debe desenvolverse. Un número de cofrades que no sobrepase el medio centenar, teniendo en cuenta que estos cincuenta “hermanos” han de tener, como mínimo, treinta y cinco años y ser pastores de profesión. Únicamente si no hubiese pastores suficientes podrían proveerse las vacantes entre hombres de otras profesiones previo anuncio de la iglesia parroquial y posterior elección. Quizá sea este momento oportuno para recordar la actividad pastoril de buena parte de los vecino de Mora por aquellos entonces. Años después y según datos tomados del catastro de Foloridablanca, Mora censa más de cien pastores y veinticinco zagales… Volviendo a las ordenanzas recordemos que en ellas se fija la fiesta principal en el domingo infraoctavo de la Natividad de Nuestra Señora. A dicha “función” debían asistir los cofrades con velas encendidas, confesar y comulgar; el incumplimiento de estas obligaciones se penaba con cuatro reales.

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Retablo (obra del escultor moracho Francisco S谩nchez) e imagen actual de la Virgen de la Antigua.

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Minuciosamente se determina la cera que la cofradía debe aportar en las distintas celebraciones litúrgicas parroquiales, así, ocho “achas” de cera de “grumo blanco” y seis libras de peso cada una en la procesión del Jueves Santo y Corpus, destinando sólo dos velas blancas de a dos libras para la Octava del Corpus Christi. La limosna para el sostenimiento de la Hermandad y de la propia ermita es a voluntad absoluta del hermano donante. Deben asistir los cofrades al entierro del hermano difunto, ayudar al que estuviese enfermo y celebrar funeral por el fallecido ante el altar de la Inmaculada Concepción de la parroquia. Hay al año otra misa, general en su aplicación por todos los cofrades fallecidos, el día de San Benito. Ya hablábamos al principio de cómo se fijaba para la celebración de juntas, cabildos y elecciones, la ermita del “Seños San Cristóbal”. Tres mayordomos –Juan Maestro Lumbreras, Francisco Bueno y Matías Bravo en este año de 1618- se encargan del cumplimiento de las ordenanzas y de la buena marcha de la cofradía, además del Capellán, que es al mismo tiempo tesorero, y que en el momento de la aprobación es el licenciado Alonso de Aguilar. Queda un capítulo muy interesante y digno de reseñar; es el que se ocupa de la buena aveniencia que ha de haber entre los cofrades, y de la que debe imperar con valor ejemplarizante, entre los cofrades y el resto de sus convecino. Si surgiese algún caso de manifiesta enemistad entre dos o más miembros de la Hermandad tratará el capellán de su reconciliación, pero si ésta no fuese posible la cofradía borraría de entre sus filas al hermano rebelde…

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“Virgen de la Antigua, Excelsa Patrona…” Y Y

Aunque en los grandes momentos, como ahora veremos, la Virgen desciende de su ermita y

visita su pueblo, lo habitual es que Mora vaya hasta el cerro y de un modo muy especial cuando cada año –primero o segundo domingo de septiembre- infraoctava de la Natividad, se celebra la fiesta de la Virgen. Fiesta que va precedida de un novenario y que culmina con la romería en la que la asistencia de fieles es masiva a lo largo del día y, sobre todo, a la misa de la mañana y a la procesión por la tarde. Entre vivas y aclamaciones la imagen de María recorre una parte del cerro hasta ponerse cara al pueblo. Se vuelve a cantar lo que se cantó siempre, de un modo especial y diríamos insistente, lo de: “Hoy Mora te saluda / como a su madre / y tu nombre repiten / montes y valles…” Y así es en verdad, porque las sierras próximas, las cañadas de detrás de esos montes, prestan eco a las fervorosas canciones de los morachos. Los cofrades –“los hermanos”- de la Antigua son los que llevan el peso de la organización de todas estas celebraciones. Los que más “viven” la fiesta, también. Desde la víspera, especie de vigilia pastoril en los amplios salones que con la ermita forman –bellos en su popular y genuina arquitectura- la edificación general a la Virgen dedicada. No falta, al lado de lo que es puramente devoto, lo que entra en el terreno gozoso de lo festivo; “zurra” y buena comida con el prólogo de aquel famosos pisto con categoría de “fino”, ilustrado con las asaduras de los corderos que, al día siguiente, serían la base del menú cofradiero… El que estos días sean los más señalados para subir a la Antigua no quita el que con gran frecuencia los morachos visiten el cerro. Masivamente también se ha incorporado a estas fervorosas subidas la que giran las autoridades de Mora y sus invitados, amén de numeroso público, en la víspera de la Fiesta del Olivo.

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La salve popular sirve de saludo mientras la hoguera que se enciende esa noche –por lo general fría en la leve altitud- es todo un símbolo. Y luce y calienta con la luminosidad y la temperatura de todo lo simbólico. Otra visita, también comunitaria y numerosa, es la que realizan los morachos ausentes que forman una “peña” con sede en Madrid. El último domingo de mayo suele ser el día en que se reúnen en el cerro y ermita para rezar primero y comer juntos después fraternizando como nunca, pues por algo están junto a la Madre común y celestial. Para estos actos y otros similares, junto a la ermita propiamente dicha, es decir, la capilla o templo, hay una seria de dependencias de gran sabor castellano, manchego, que permite la reunión con fines deliberatorios, informativos o gastronómicos. Presidiendo estos salones está la lápida que recuerda a uno de los presidentes de la Hermandad, al primero en llevar desde 1929 este título, Mariano Moñino Villarrubia, “en homenaje de gratitud y respeto” de los hermanos de la Antigua. En un orden más particular, en la ermita se celebran bodas, primeras comuniones, se dicen misas de acción de gracias, etc., etc. Se ha perdido, en cambio, la hermosa costumbre de que los quintos de cada año subieran a la ermita antes de incorporarse al ejército. No querríamos cerrar este apartado sin traer a la memoria de cuantos nos leen la peregrinación que la juventud de Acción Católica de Mora organizó a la Antigua en el año 1946 –concretamente el 10 de noviembre- y a la que acudieron jóvenes de los distintos Centros comarcanos. “Más de doscientos jóvenes –dice el cronista de aquella jornada-, más de doscientas voces que cantan nuestro himno. Es un espectáculo emocionante que nos hace presentir la peregrinación a Santiago en 1948.” A todas estas visitas que recibe en su ermita la Virgen corresponde, en las grandes ocasiones, descendiendo desde el cerro para visitar al pueblo de Mora. Así, en las misiones populares y en los acontecimientos religiosos más destacados. Entre estas ninguna de tan larga estancia en la parroquia como la que tuvo lugar en el año jubilar de 1983-84.

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De acuerdo con las normas dadas pro Juan Pablo II (bula Aperite Portas Redemptori) el CardenalArzobispo de Toledo, Marcelo González Martín, señaló los seis puntos de la diócesis donde, durante un año, se daría culto a otras tantas imágenes y en donde los fieles podrían lograr las gracias del Jubileo del Año Santo de la Redención. Los seis lugares eran: Guadalupe (Virgen del mismo nombre), Talavera de la Reina (Virgen del Prado), Mora (Virgen de la Antigua), Villafranca de los Caballeros (Cristo de Santa Ana), Illescas (Virgen de la Caridad) y Herrera del Duque (Cristo de dicho lugar). Efectivamente, para que los morachos –o los visitantes- pudieran beneficiarse de este privilegio, la imagen bajó al pueblo el 10 de abril de 1983 y estuvo todo un año fuera de su ermita. Es tradición que cada vez que la Virgen baja al pueblo sale a recibirle a la entrada del convento su Divino Hijo en la imagen y advocación del Cristo de la Vera-Cruz y tradicionales son también las reverencias que se hacen las dos imágenes en escena tan emotiva que surgen los aplausos, los vivas y, en no pocos casos, las lágrimas se asoman a los ojos. Más allá del término de Mora la única salida de la Virgen de la Antigua tuvo como motivo la magna concentración de imágenes y advocaciones de la Virgen en el año Mariano de 1954. La concentración fue en Toledo. Previamente se celebró otra peregrinación al cerro el primer domingo de mayo; presidía la marcha el Obispo de Toledo, Dr. Miranda Vicente. Y ya que estamos hablando de los viajes de la Virgen, dediquemos unas líneas al camino que sale de Mora junto con el que va a Villanueva de Bogas para bifurcar poco después y llegar hasta el Pozo, obligada parada en la que no es menos obligado beber el agua que, aunque oficialmente no es potable, sabe a gloria (y es, desde siempre, buena para los garbanzos). El camino que hasta ahora venía travesando tierras de pan llevar se abre desde aquí entre viñas y almendrales, como antes entre olivos; en los acirates, higueras, y, cerca, “los pinos”, el único pinar de nuestro pueblo. Al llegar a la casita que ahora se llama del Obispo (por serlo de la familia de Monseñor Díaz Merchán, Arzobispo de Oviedo y antes Obispo de Guadix), vuelve a dividirse la ruta: a la derecha el camino viejo, la cuesta, áspera a la izquierda la llamada generosamente carretera que rodea el cerro para hacer más suave la ascensión. Una y otra vía confluyen en la espalda, ante la ermita.

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Los milagros de Nuestra Señora

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Que la Virgen de la Antigua ha favorecido desde que Mora la venera, a todos y cada uno de sus

hijos, es algo incuestionable. Ella ha enviado el agua bienhechora a los campos resecos cada vez que los morachos se lo han pedido: “Virgen de la Antigua / excelsa Patrona /envíanos agua / al campo de Mora. /Las hierbas se secan, /las siembras no nacen / y los corderitos / se mueren de hambre…” Ella, igualmente, ha sido desde su advocación de Antigua, salud de los enfermos, consuelo de los afligidos, esperanza de los atribulados. ¿Quién en Mora no ha elevado a la Virgen de la Antigua sus peticiones de ayuda en momentos difíciles? ¿Quién no ha recurrido a Ella como nica mediadora ante el Hijo que en sus manos sostiene y presenta en los instantes angustiosos que, de vez en cuando, nos toca vivir? El milagro de la fuente que hoy lleva este nombre en el cercan o castillo; el que, posiblemente evoca la pintura mural, hoy casi indescifrable que hay en uno de los muros de la ermita y en la que vemos un caballo, al parecer desbocado, el que según leyenda e hipotética posibilidad dio lugar a que el camino que hacia la ermita va desde la carretera de Tembleque, hoy se llame “del toro”, el propio y repetido milagro de la supervivencia de la imagen frente al poder destructor del fuego en, al menos, tres ocasiones; el milagro de su aparición entre los tomillos del cerro a unos sencillos hombres que por allí pastoreaban sus rebaños, son, en conjunto y uno por uno, dignos de ser cantados a la manera que el primer poeta castellano de nombre conocido, Gonzalo de Berceo, glosó lírica y piadosamente. Es quizá en el del Castillo donde ese perfume especial se advierte mejor, aunque muy sabido, vale la pena recordarle: “También pertenece a la leyenda, pero mucho más concreto, el hecho milagroso acaecido a un pastor que bebía o daba de beber a sus ovejas en la fuente del foso

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¡MORA por su Virgen de la Antigua! ¡Día de triunfo! ¡Homenaje de amor a su Mártires, y ante todo a su Párroco D. Agrícola! Jornada gloriosa de Acción Católica . Querido feligrés y amigo: El día 11 Domingo, viene la nueva Imágen de la Antigua. La misma que entró triunfante por la fe de unos buenos morachos, después de nuestra Cruzada. La misma que veneraron siempre nuestros antepasados. Pero hay algo para nosotros de extraordinario valor: cuando se muere un ser querido con cariño guadamos sus mejores cosas; pues mira, la Imágen de la Virgen de la Antigua viene a traernos en sus manos la Imágen del Niño Jesús que siempre tuvo la imágen desaparecida, como un recuerdo de antes, pero retocada como nunca. Tu Cura te invita y espera que dada tu fe y devoción a la Virgen no puede ni un solo moracho sin salir a recibirla. Autoridades y pueblo, Asociaciones, Banderas y Estandartes a formar todos esa larga teoría que sea como una gran escolta que preparamos para Nuestra Virgen. Que la calle de Toledo, se encuentre toda ataviada de sus mejores prendas, modesta como una dama, elegante como una princesa. A continuación se hará el acto de exaltación a los Mártires, que tendrá lugar en el Teatro Principal. Por la tarde, la Bendición de las Banderas de Acción Católica. Vuestro Cura

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Reproducción de las octavillas que se repartieron en mayo de 1939.

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interior del castillo. El ruido de un desmoronamiento de rocas le anunciaba un tremendo peligro sin darle tiempo a otra cosa que a lo que hizo: invocar a la Virgen de la Antigua, cuya ermita está en la misma cadena montañosa que la fortaleza. Y la piedra, enorme, que se desplomaba sobre él quedó sujeta de forma inverosímil entre las paredes, también de roca viva del foso, tal como puede verse en el sitio que, precisamente, se llama la “fuente del milagro”. Hay otra tradición sólo entre tradiciones podemos movernos, de que la imagen de la Virgen, posiblemente la primera que se hizo para ser venerada en Mora, se talló en Valencia y se traía para Mora cuando al llegar al lugar de Manjavacas, en las proximidades de la Mota del Cuervo y provincia de Cuenca, los bueyes que tiraban del carro donde venía la imagen se detuvieron sin hubiera fuerza huma que les hiciera andar. Interpretaron que la Virgen quería quedarse allí. Se quedó y allí se venera como Nuestra Señora de la Antigua de Manjavacas. Hubo, pues, que encargar otra imagen idéntica que por fin pudo llegar a Mora y se veneró en nuestro pueblo. (Hemos conocido esta leyenda oralmente gracias al periodista monteño José Pedroche). Y luego están los milagros “que no se ven”, los de cada día y de cada familia, la curación conseguida contra todo pronóstico, el alejamiento de éstas o aquella situación de peligro, el inesperado remedio, la tabla salvadora en el inevitable naufragio… Por ello, en acción de gracias, las candelas que ante sus plantas iluminan la ermita, las secretas promesas, las promesas cumplidas públicamente. ‘Ay, pies descalzos y aún rodillas descarnadas de muchas mujeres de Mora que subieron al cerro conmovidas y agradecidas, desgranando una a una las cincuenta avemarías de sus rosarios!

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Los poetas cantan a la Virgen

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El pueblo que siempre canta –recitando o cantando- lo que, de verdad, vale la pena, no ha hecho

excepción con la Virgen de la Antigua, así desde la famosa –y ancestral- “Jota revolvedera”, “Al salir el sol, canta la perdiz / y el macho contesta: cuchichí cuchichí…”, “ En el arrabal de Mora / allí brillan dos luceros: / el Cristo de la Vera Cruz / y la Antigua en su cerro”, hasta otras coplas de cuño más reciente y con cierto valor de “spot” comercia: “Mora tiene los aceites / mejores que Andalucía / y unos vino superiores / y una Virgen de la Antigua…” Joaquín González de la Llana –el don Joaquín de nuestra infancia- sacerdote de tan grato recuerdo para los que hoy peinan –peinamos- canas, escribió un largo poema, “Santa María de la Antigua” del que, al menos, importa transcribir una octava:

“¡La Virgen de la Antigua!... Así la llaman porque de antiguo Mora la venera, y con tan bello título la aclaman llena el alma de amor y fe sincera; y sienten al nombrarla que se inflaman del más tierno cariño; en tal manera que no pasa jamás, día ni hora que no encuentre a sus pies a todo Mora.”

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Otro venerable sacerdote, el P. Sánchez Biezma es el autor de la cuarteta que figura en el atrio de la ermita y que tantas veces hemos leído: “Que sois madre del amor todo el mundo lo atestigua; madre amada de la Antigua no nos niegues tu favor.”

Soledad Ruiz de Pombo –abuela de los autores de estos textos- escribió en 1927 un bello soneto que hermosamente transcrito en artística vitela conservamos en nuestra casa y en el que la autora va desgranando las razones del nombre de Antigua con líricos y, sobre todo, fervorosos argumentos:

“Belleza antigua para siempre nueva Se llama el niño que en tus brazos tienes Y de esta apelación, fecunda en bienes Esta tu imagen sobre nombre lleva. Eres Antigua en la piedad que obtienes Antigua en que el perdón a ti se deba, Antigua en dar la condición que eleva Antigua en la esperanza que sostienes. Por eso a ti mi petición confío Y al traer mi oración ante tus plantas A tu bondad, Señora, yo me fío. Y aunque pobre en verdad, humilde y frío Vengo a dejar entre tus manos santas El corazón con todo lo que es mío.”

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Carlos Murciano, Premio Nacional de Literatura y Premio del Olivo en Mora en dos ocasiones –prosa y verso-, dice en uno de sus sonetos, el VII y último de su hermoso poema en el que canta los olivos –los olivares- de nuestro pueblo: “Por ellos, toda España en más fragante y es justo y necesario que lo cante -copla de abril- ahora y en la hora. Y en tanto que la gente se santigua Pone un beso la Virgen de la Antigua Sobre la frente cándida de Mora. Manuel Alcántara, también Premio Nacional, extraordinario poeta y prosista agudo y ágil, ha escrito: “La Virgen de la Antigua y los morachos han elevado el verdor peremne de los olivos a la jerarquía de los símbolos.” El primer de los firmantes de estas páginas escribió sobre la Virgen de la Antigua y su ermita en uno de los sonetos de la trilogía “Para la Historia, la nostalgia y la fe”:

“Hay algo entre sus muros que nos grita y un íntimo repique que nos canta. Reza Mora en la ermita, allí decanta El vino de su fe. Te necesita.

Te necesita como al sol que abre El milagro diario de la aurora, Te necesita como faro y guía… Deja que a fuerza de suspiros labre El cerro de tu amor. Deja que Mora Se quede junto a ti, Virgen María.

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Muchas otras citas podríamos traer a este apartado, ya que cuantos sobre Mora han escrito –prosa o verso- han dedicado sus mejores líneas a cantar la secular devoción. Hasta un periódico, el segundo que vio la luz en Mora –el primero fue el “Eco de Mora”, semanario independiente que apareció en 1913- se llamo “La Antigua” y fue publicación quincenal. Hay que hacer constar que algunos de los datos que anteceden están tomados de un programa de Ferias de 1973, estupendo en su sencillez y que, precisamente, lleva en la portada un magnífico dibujo a pluma de Francisco Izquierdo que reproduce la Virgen de la Antigua y que es, quizá, de lo mejor que pictóricamente se haya hecho sobre este tema.

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Colofón y “Vitor”

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Hemos ido viendo cómo la devoción a la Virgen de la Antigua ha sido constante desde tiempo

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inmemorial. Circunstancias ha habido –guerras, desórdenes, conmociones políticas- que, a lo sumo, han alterado en parte los signos externos de esta devoción; en lo medular, en lo que la verdad importa, Mora no se ha separado ni un momento del amor a la Madre.

La campana de la ermita con la curiosa “cabeza” en que se reproduce a la Virgen.

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Hoy, conservándose por fortuna muchos aspectos tradicionales en torno a la devoción a la Virgen, los tiempos han ido modificando y variando algo de lo accidental, repetimos que no de lo sustancial, por ejemplo, aquella primitiva cofradía con reducido número de cincuenta miembros se ha convertido en una de las más numerosas de Mora con 430 hermanos y 590 hermanas a la hora de escribir estas líneas. Conviene aquí dejar mención que el crecimiento numerosísimo de las sección femenina se debió principalmente a la labor de la que fue su Presidenta, doña Olvido Hierro, secundada por Paula Bautista Abad como secretaria. En la actualidad la secretaria es Josefina de la Cruz. La ermita no sólo se mantiene como es debido, sino que se mejora en sus instalaciones, tanto en lo que al templo propiamente dicho se refiere como a las amplias salas circundantes, y toda clase de servicios. El presupuesto –casi millón y medio de pesetas en 1986- se destina en gran parte a este mantenimiento y mejora. Hay luz eléctrica (por el doble sistema de energía solar y grupo electrógeno) y el acceso con doble dirección de subida y bajada es menos árduo que antaño. En las grandes celebraciones los coches invaden el, por la orografía, breve lugar de aparcamiento, si bien en este sentido se ha explanado todo lo posible para hacerle más amplio y fácil. Se han arreglado nuevos comedores y –es curioso- se ha descubierto una antigua inscripción en la que se lee “Refectorio de los hermanos de la Antigua”, que es todo un símbolo de cómo lo nuevo entronca con lo antiguo. Se ha llevado a cabo, digamos, un “conato” de repoblación forestal y crecen algunos pinos donde antes sólo hubo tomillos. El Presidente de la Hermandad, Federico Navarro, lo es desde 1959. Con él comparte las tareas directivas la Junta, que en la actualidad está formada por Magdaleno Cabeza como Vicepresidente; los siguientes vocales: Antonio de Mora Granados, Clemente Vegue, Claudio López, Milagros Villarrubia, Jesús Sánchez-Guerra, Quiterio Sánchez y Victoriano Cervantes, y como secretario, Felipe Moreno. Esta Junta más los mayordomos que cada año se van eligiendo, llevan el peso de la organización y custodia de cuanto con la cofradía se relaciona; las “camareras”, que se van sucediendo como cuidadoras de la imagen y depositarias de la ropa que se van sucediendo como cuidadoras de la imagen y depositarias de la ropa de la Virgen; lo fue muchos años Gloria Alonso; también Isabel Sánchez Cano (que ahora es camarera de Hornos) y lo es actualmente

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Sagrario Tejero. Es obligado y justo citar también aquí al Párroco actual de Mora, don Pío Giralte, como continuador de los antiguos capellanes de la Hermandad. Y, en fin, y esto es lo más importante, Mora, de un modo o de otro, ya en sus vecinos aisladamente, ya de un modo masivo, continúa subiendo hasta el mariano cerro. Subamos también nosotros en la hora de este colofón, si no con el brío con que lo hicimos en nuestros años mozos, cuando tarde a tarde –la novena- o cuando anualmente –la romería- la juventud y la ilusión nos ponían alas en los pies sobre el rojizo polvo del camino. Subamos como podamos buenamente, hagamos parada de reflexión y descanso junto al pozo “de la Antigua” cuya agua, dígase lo que se quiera y adviértase lo que se advierta –y bien está con avisar- no puede brotar contaminada… Para esta ascensión particular, fraterna y privada, puede ser bueno cualquier día, no importa que no esté el “santero”. El actual, heredero de aquel que perdió su vida al pie de la ermita cuando la “francesada”, y de tantos otros que le sucedieron, es Casimiro Conejo y realiza sus funciones con total desinterés, ya que sólo lo hace por amor a Nuestra Señora. Si el santero no está, no importa; aunque la ermita esté cerrada bastará con asomarnos por el leve ventanillo de la puerta pintada de verde con los clavos romboidales en negro, para ver a la Virgen. Y al marchar dieremos la jaculatoria que nos enseño nuestra madre: Quede con Dios la Señora Madre del Verbo Divino, échenos su bendición que nos vamos de camino. Así queremos terminar este trabajo y, para final, renunciando a mayores galas literarias, repetir el “vitor” viril y fuerte, que tantas veces hemos escuchado en el momento en que la imagen de María trasponía el dintel de la puerta de su ermita: ¡¡Viva la Virgen de la Antigua!!

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TEMA 8

HIJOS ILUSTRES DE MORA Y Y “Un pueblo solo es grande cuando produce grandes hombres” Georges Duhamel

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edicamos este fascículo a nuestros paisanos los morachos que fueron ilustres, notables o famosos por unas circunstancias o por otras y que ya no están en el mundo de los vivos, sino en el libro de la historia. Queremos decir que quedan excluidos aquellos morachos importantes que viven y que Dios quiera que sigan viviendo muchos años. No tiene aquí validez más que a medias el refrán de ni están todos los que son, ni son todos los que están. Pues ciertamente todos los que aquí figuran, en menor o mayor grado son preclaros y sobresalientes: pero es muy posible que otros no estén y que haga falta seguir investigando para dar con más nombres tan eméritos como los que venimos rescatando del olvido. Vaya también en estas líneas iniciales el homenaje sencillo pero cordial a otros nombres que no se pueden referir demasiados méritos –quizá los hubo- pero que tienen al menos el de la antigüedad. Nos referimos a ese corto número de morachos de otros siglos cuyo nombre, casi por casualidad, sabemos. Casualidad por que en nuestro pueblo, huérfano de archivos y registros, cualquier referencia al pasado es ya singular. Así, como primeros nombres conocidos de naturales de Mora, además de Abixale, un artesano de nuestro pueblo que se estableció en Toledo a finales del siglo XV, habría que citar a Martín

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de Cuenca, ballestero moracho del que se sabe que en 1477 “tiene exención y goza de ración”, o Juan Díaz, que poco después, exactamente en 1488, hizo una petición de moratoria para pagar sus deudas, según papeles que obran en el archivo de la Provincia. Vaya, pues, a estos hombres y a estos nombres nuestro recuerdo. Recuerdo agradecido también a los que en los siglos XVII, XVIII y XIX fraguaron las bases de nuestra economía, transformando la artesanía en industria y sacaron valor de la tierra; no fueron hombres ilustres en el sentido que suele darse a este nombre; pero hoy son nombres para la historia y en la historia están con nombres y apellidos; algunos de estos apellidos han llegado hasta nosotros: Álvarez, Cano, Contreras, Fernández Cabrera, Fernández Cañaveral, Marín y Martín del Campo, Martín Pintado, Peñalver, Salamanca, Téllez, Zayas… Fueron cuidadores de viñedos, fabricantes de aceite y jabón, plantadores de olivares, comerciantes del hierro, ganaderos… Otra observación inicial. Ateniéndonos fielmente a lo de “hijos de Mora”, es decir a los nacidos en nuestro pueblo, no hemos querido incluir a aquellos personajes históricos íntimamente relacionados con la vida de Mora pero de los que no consta que hayan venido al mundo en nuestro término municipal. Es el caso del heroico paladín Nuño Alfonso, alcaide de Toledo, defensor de nuestro castillo; el de los otros señores de Yegros, los Maestres de la Orden de Santiago… Por último, quede también para un posterior estudio el de los tres títulos nobiliarios relacionados de alguna manera con nuestro pueblo: el Condado de Mora y los marquesados de Zayas y Victoria de las Tunas, y de algunos de los nobles (en este caso en los dos conceptos de la palabra) que ostentaban estos títulos. NOTA PERSONAL Este fascículo estaba planeado y aún iniciado cuando mi hermano Rafael enfermó gravemente. Yo lo he terminado, pero sigue siendo una obra común y el nombre de Rafael Fernández Pombo figura en la autoría. Bien podría figurar entre los hijos ilustres como excelente y galardonado poeta, pero yo he preferido respetar el plan inicial, que hicimos juntos, en el que se excluía a los vivos, sin pensar que él pronto iba a dejar de estar entre nosotros. Sea este fascículo, postrero con su firma, un homenaje fraternal a su memoria. A. F. P.

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Los primeros morachos conocidos ABRAHAM DE MORA, es el primer moracho sobresaliente

del que sabemos el nombre. Debió de ser un curioso personaje, decisivo en los complicados tiempos postreros del reino de Granada, partidario del último rey, el famoso Boabdil, quién acabó nombrándole intérprete y alférez mayor. Era mudéjar, y no sabemos bien por qué se estableció en Granada donde aparentemente figuraba como calderero pero en realidad debía actuar como espía y conspirador lo que explica su posterior preeminencia. ZUFAF “el mudéjar”, también de Mora y también establecido en Granada en los mismos días confusos en que se deshace el reino granadino; parece ser que fue jefecillo de alguna de las facciones que se disputaban el poder. DIEGO DE MORA, personaje del que sabemos muy poco pero que quizá esté relacionado (pudo ser su padre) con su homónimo Diego de Mora, el compañero de Pizarro, del que ahora hablaremos. Este primer Diego de Mora fue bombardero destacado según figura en los “Apuntes históricos de la Artillería Española en los siglos XIV y XV”. Parece ser que sus acciones corresponden a los años 1480 y 1481.

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Compañero de Pizarro DIEGO DE MORA figura entre los morachos más ilustres por

su importante papel en la conquista del Perú al lado de Pizarro. Como tal fue uno de los jueces de Atahualpa y de los que se significaron como defensores del caudillo inca e incluso figura entre los que después de condenado el inca por Pizarro pidieron a éste clemencia a favor del indio, porque “no tenían jurisdicción sobre él” y “que mirasen por la honra de la nación española” según cuenta Garcilaso el Inca. Parece que llegó a ser muy entendido en lengua quichua. También fue experto en dibujo, ya que se sabe que hizo, precisamente, un retrato de Atahualpa. Figura entre los primeros pobladores de Trujillo, en el Perú, y en aquella ocasión se le señala entre los 13 ó 14 caballeros que habían llegado con Alvarado. No pudo verse fuera de las guerras y disputas entre españoles causadas por las desavenencias entre Pizarro y Almagro, que continuarían incluso a su muerte. Consecuentemente Diego de Mora se vio envuelto en un largo pleito con Francisca Pizarro, hija natural del conquistador y una princesa inca, que le disputaba algunas concesiones que descubren la importancia social de nuestro paisano en aquel imperio inca recién transformado en virreinato español.

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Presidente del Chile español

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GRABIEL CANO DE ALPONTE, que llegó a ser máxima autoridad e Chile

(Capitán General y Presidente de la Audiencia) en la época de la Colonia, nació en Mora, seguramente en el último tercio del siglo XVII. Antes, durante la Guerra de Sucesión, intervino en las campañas de Europa a las órdenes de Villars, Vendôme y Berwich. En la batalla de Ramilliu su comportamiento había sido calificado de heroico y se le llamaba “el vencedor de Namur”. Cuando fue destinado a Chile era Mariscal de campo, Caballero de Alcántara y Comendador de Mallorca. En Chile hubo de enfrentarse con un levantamiento de los temibles araucanos que amenazó gravemente la seguridad del territorio y que terminó en 1726 con una paz, honrosa para todos, que firmó Cano de Alponte con 130 caciques indios que prometieron bajo juramento obediencia y fidelidad al rey de España. También fue muy destacada su intervención tras el terremoto de 1730 que causó grandes daños en Santiago, Valparaiso, Valdivia, Concepción y Cillán. El historiador Cayetano Alcázar dice: “Como fue un buen gobernante; influyó para que el Cabildo de la capital reuniese los elementos necesarios para extinguir los incendios; trabajó para que la ciudad tuviese agua potable; se preocupó del establecimiento de las calles de la Capital y fundó un cementerio público destinado para los pobres que no pudieran costearse sepultura”.

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Por su parte el hispanista Jean Descola dice de él “que fue el hombre que mejor entendió el problema araucano y que supo resolverlo con inteligencia y habilidad”. Desde luego dejó un buen recuerdo como gobernador, “a pesar de su carácter alegre y ligero, y amigo de fiestas y amoríos”. En una crónica chilena se dice hablando de su gobierno: “El progreso de la Capitanía General era efectivo. La simiente de la cultura, arrojada en los surcos de la tierra de Chile por los brazos de los españoles, empezaba a dar sus frutos”. Gabriel Cano murió en 1733 a consecuencia de una caída de caballo sufrida en un torneo ecuestre que se celebraba en la Plaza Mayor de Santiago.

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Otros morachos en América Además de Diego de Mora, de Gabriel Cano o, más adelante, del

obispo Francisco de la Cuerda, hay otros morachos que figuraron en la conquista o colonización de América, aunque de ellos sólo sabemos poco más que sus nombres y éstos gracias al ilustre historiador toledano Jiménez de Gregorio.

Hay varios Alonsos de Mora, miembros de una misma familia y de difícil distinción entre ellos que figuran en el primer cuarto del siglo XVI en Santo Domingo y en México. Hay también un DIEGO DE MORA, homónimo del artillero del siglo XV y del compañero de Pizarro en el Perú, que figura como vecino de la ciudad de México en 1525. JUAN DE MORA, de oficio cuchillero (un oficio muy moracho) viudo de Juana Suarez que vivía en México en 1527, fecha en la que se sabe hizo testamento. En el “Catálogo de pasajeros a las Indias en los siglos XVI, XVII y XVIII”, de Bermúdez Plata, director del Archivo de Indias de Sevilla, figuran en el siglo XVI (único siglo del que se publicó el catálogo), nueve morachos, entre ellos algunos de los citados, siempre según Jiménez de Gregorio.

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Fundador de la primera Academia Militar Y Y

SEBASTIÁN FERNÁNDEZ DE MEDRANO (Fernández de Mora al nacer), alcanzó en el ejército

puestos preeminentes; también como teórico del arte militar y como geógrafo fue sobresaliente en su tiempo.

Nació en Mora el 24 de octubre de 1646 y después de haber sido pastor de ovejas se alistó muy joven en el ejército bajo la protección de un caballero que pasó por nuestro pueblo y consiguió gracias a él una plaza de alférez en un tercio; fue entonces cuando tomó el nombre de Medrano por ser éste el apellido del caballero que le apadrinó. Hizo carrera en las armas en las campañas de Extremadura y Flandes, pero sobre todo, como queda dicho, en la teoría y técnica de la guerra por lo que fue encargado de la Primera Academia Militar de que se tiene noticia; se estableció esta Academia en Bruselas y en su dirección alcanzó nuevas glorias y ascensos. En 1694 recibió el grado de General de Batalla. Entre sus libros de arte militar figuran “Rudimentos geométricos militares” (1677), “El perfecto artillero” (1680), “El perfecto bombardero” (1691), “El ingeniero práctico” (1696), “El arquitecto perfecto en el arte militar” (1700), etc. Destacó también como geógrafo, y como tal publicó “Breve tratado de Geografía” (1700) y “Geografía o moderna descripción del mundo y sus partes” (1709), puesta en verso “para mejor entendimiento de la memoria”. De su fama como autor y sobre todo como Director de la Academia dan idea las siguientes palabras de un tratadista: “Extraordinaria fue la fama adquirida por Medrano al frente de la

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escuela de Bruselas, de modo que en todos los ejércitos se solicitaban con empeño oficiales que hubiesen sido discípulos del sabio español, circunstancia que naturalmente hizo crecer el número de los alumnos que acudían a aquel centro a estudiar teórica y prácticamente los principios del arte de la guerra. Esto hizo que hasta 1687 fueran nada menos que 700 los jóvenes que en la Escuela profundizasen, hasta donde les permitían los adelantos científicos de la época, los elementos de matemáticas, el arte de acampar, el de escuadronar o táctica y, finalmente la fortificación”. Sebastian Fernández de Medrano murió en Bruselas el 18 de febrero de 1705, y antes de morir legó sus obras al Ayuntamiento Capitular de Mora, aunque parece ser que nunca se cumplió esta disposición. La personalidad de Medrano queda resumida así por el Coronel Barrios Gutiérrez que ha estudiado su vida: “Partiendo de la pobreza, la orfandaz, la desasistencia casi total, logró Medrano elevarse a un nivel de dignidad y adquirir unos conocimientos que pone sin reticencia al servicio de lo que considera el bien común, añadiendo el regalo inestimable y estimulante de su generosidad y vocación en aras de la eseñanza. Una de las más nobles tareas que puede realizar un ser humano”.

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Otros ilustres soldados Otros morachos destacaron también como soldados en la época

de los Austrias. Lamentablemente, por ahora, son muy escasas las noticias que tenemos de ellos y poco más que su nombre podemos incluir en nuestra relación: FRANCISCO ÁLVAREZ, alcanzó el grado de sargento mayor (equivalente a General) en la infantería de Bruselas el siglo XVII. ANTONIO ÁLVAAREZ ORDOÑO DE LEÓN, destacado militar que también sobresalió combatiendo en los tercios. MANUEL DE SALAMANCA, sobrino de Cano Alponte y su lugarteniente cuando éste era Capitán General de Chile. Cano delegó poderes en él para combatir a los araucanos sublevados en 1723 y logró derrotarlos finalmente en los márgenes del río Ducqueos, aunque después de haberlo pasado muy mal. A la muerte de su tío fue, interinamente, Capitán de Chile. JOSÉ DE ZAYAS, teniente general, defendió valerosamente la plaza de Valetri, en Nápoles. Fue el primer marqués de Zayas por concesión de Carlos III, en 1750. Había nacido en Mora en 1703 y fue regidor de nuestro pueblo por el Estado Noble. Comendador de la Orden de Santiago. Estuvo casado con doña Antonia Potan.

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Obispo e Inquisidor VIDAL MARÍN DEL CAMPO, de la familia de los Marín

del Campo, que dio varios hombres ilustres, nació en Mora a mediados del siglo XVII y fue “varón preclaro por la ciencia, la sangre y la virtud”, según se dice en la leyenda que figura al pie del retrato al óleo de su época que conserva el Ayuntamiento de Mora. Fue obispo de Ceuta en 1695 y, al parecer, rechazó los arzobispados de Burgos y Pamplona. Anteriormente había sido inquisidor mayor de Salamanca, magistral de Santo Domingo de la Calzada y doctrinal de Sevilla. Durante su obispado en Ceuta, Marín restauró la capilla de Nuestra Señora de África, patrona de la ciudad, reparó el techo de la catedral y reconstruyó otros templos. En 1709 fue llamado por Felipe V a Madrid para desempeñar el cargo de Inquisidor General. Falleció poco después y tras haber sido sepultado en la iglesia madrileña de San Martín, sus restos fueron trasladados a Ceuta en 1714, y enterrados en la capilla de Nuestra Señora de África. En Mora dejó el perdurable recuerdo de las valiosas andas de plata de la custodia procesional que hoy figura en el altar mayor de la parroquia.

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Vidal Mar铆n del Campo, seg煤n el retrato an贸nimo que se conserva en el Ayuntamiento de Mora.

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Otros religiosos notables

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FRANCISCO PORTES, nació en ora en la mitad del siglo XVI y profesó en la Orden Cisterciense

en 1º567 en el monasterio vallisoletano de Valbuena. Pasó después a las abadías de Benavides en Palencia y de Belmonte en Asturias. Llegó a ser presidente o rector del Colegio de Alcalá. De él se dijo que era “varón docto y uno de los poetas latinos más elegantes de su tiempo”. Prueba de esto último son los tres epigramas y un hexarticón que abren los números primeros y segundo de los privilegios de la Orden que él mismo compiló, ordenó y dio a la imprenta. Murió en 1613. EUGENIO DE GUADALUPE ENRÍQUEZ DE SALAMANCA, provincial de los mínimos, en Toledo, en el siglo XVII.

ILDEFONSO SÁNCHEZ BIEZMA (al que el profesor Jiménez de Gregorio cita como Fray Francisco de Biedma) nació en Mora en 1662. Profesó en la orden franciscana y llegó a ser superior general de la misma (y como tal Grande de España) desde 1702 hasta 1725 que murió en Los Ángeles. HILARIO PEÑALVER, presbítero, vicedirector de la Sociedad Económica de Amigos del País, amigo personal del Cardenal Lorenzana. Muere en Toledo en 1802 y es enterrado en la iglesia de San Vicente. ALEJO CASAS (o FRAY TOMÁS DE VILLANUEVA), natural de Mora, y por tal apodado “el morabato”. Cuando la ocupación napoleónica, fue afrancesado, por lo que fue nombrado administrador del convento de Ages y luego racionero de la catedral de Toledo. Fue calificado de oportunista. FRAY FRANCISCO DE LA CRUZ, carmelita calzado que fue notable por haber peregrinado desde España hasta Tierra Santa con una cruz al hombro; regresó de la misma manera. Citado por Jiménez de Gregorio, aunque sin precisar a qué época corresponde.

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Obispo en América

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DON FRANCISCO DE LA CUERDA Y GARCÍA, está enterado en nuestra iglesia

parroquial y sobre la puerta de la sacristía está la lápida que resume los datos fundamentales de su biografía. “Nació en Mora y en Mora murió en 1815 después de haber sido obispo de Puerto Rico, miembro del Consejo de su Majestad e Inquisidor General de la Suprema. Pero hay otros datos interesantes que ahí no figuran y sobre los que sería conveniente seguir investigando. Parece ser que don Francisco había renunciado a la diócesis de Puerto Rico y regresado a España retirándose a su casa de Mora (que se conserva en la calle Romero). Allí le sorprendió la Guerra de la Independencia y la ocupación del rey José Bonaparte que provocó la renuncia y exilio de muchos prelados, unos porque se vieron amenazador por la francesada, otros por manifestar así su oposición al régimen impuesto. El rey José quiso, en un alarde de autoridad, reformar la iglesia española como lo había hecho Napoleón con la francesa, y para ello comenzó a nombrar obispos son contar con Roma. Entre otros pensó para esta operación en don Francisco de la Cuerda, que además de una notoria personalidad, tenía ya la dignidad episcopal. Le nombró obispo de Santander y luego nada menos que Arzobispo de Toledo, el puesto más sobresaliente como primado de la Iglesia de España. Tenía esta sede arzobispal titular, pero era precisamente un miembro de la familia real española, que había destronado Napoleón para poner en su trono a José Bonaparte. El cardenal don Luis de Borbón había tenido que abandonar la diócesis, y el rey José quería cubrir la supuesta vacante con el obispo moracho. Pero don Francisco de la Cuerda se negó a aceptar este nombramiento que no venía de Roma y que tenía más sentido político que religioso. Poco después de acabar la Guerra de la Independencia falleció el prelado en Mora y allí fue enterrado. Sus restos fueron descubiertos y vueltos a enterrar cuando las obras posteriores a la guerra civil.

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Pintor de cámara

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JUAN GÁLVEZ es un moracho que vivió a caballo entre el siglo XVII y el XIX, entre la

Ilustración y la llegada del nuevo régimen. Fue hombre sobresaliente, cuya fama no llegó en este caso por el camino de las armas, ni de la iglesia, sino del arte. Aunque también hay un capítulo importante de su vida juvenil en la que actuó como soldado voluntario, ya que le tocó vivir la guerra contra los franceses. Fue voluntario a Zaragoza, donde además de combatir, como testigo del heroico asedio que sufrió la ciudad hizo una serie de grabados, de extraordinario valor histórico, además del artístico. Fue pintor toda su vida y alcanzó las cotas más altas en lo que podríamos llamar su carrera profesional, al conseguir la plaza de pintor de cámara de los Reyes de España. Como tal intervino en muchas decoraciones de los sitios reales, especialmente de El Pardo y Aranjuez. Además de los citados grabados y de los frescos de los palacios, se conservan algunos de sus cuadros en distintos sitios y entre ellos, es notable, aunque de pequeño formato el retrato de Agustina de Aragón, que se conserva en el museo Lázaro Galdeano de Madrid. También en nombre del rey buscó y adquirió cuadros para enriquecer el Museo del Prado, que entonces empezaba a ser la gran pinacoteca nacional. Algunos de los valiosos grecos que hoy pueden verse allí llegaron al museo por gestión de Gálvez. El también moracho Rafael Contento ha venido investigando y estudiando la figura de Juan Gálvez y a la hora de escribir este fascículo esperamos la publicación de la biografía que refleja la vida de nuestro ilustre paisano, que vivió entre 1773 y 1846.

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Retrato del Exc. D. José de Palafox y Melzi realizado por el pintor moracho Juan Gálvez. Fotografía cedida por Rafael Contento.

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Ventura Jiménez, “El héroe del Tajo”

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También tuvo Mora un héroe militar en la Guerra de la Independencia. El que después

sería llamado “el héroe del Tajo” era en la vida civil un hacendado de nombre VENTURA JIMÉNEZ, nacido en nuestro pueblo. Gracias a Jiménez de Gregorio, que ha estudiado su trayectoria vital, tenemos hoy noticias de este ilustre paisano, que completan las que dio Juan de Moraleda a principios de siglo. Antes de la ocupación de los franceses había servido a lo largo de diez años en el ejército y había intervenido en la guerra de Rosellón, licenciado se retiró a su pueblo y se casó. Pero apenas comenzó el levantamiento de los españoles contra los invasores franceses, volvió a las armas y entró a las órdenes del general Alburquerque. Su primera acción destacad fue hacer prisioneros a dieciocho soldados de caballería. Intervino en la batalla de Mora, y al parecer en ella mató a tres franceses; continuó en la persecución de los derrotados y en Los Yébenes dio muerte a un polaco y aprisionó a un correo que conducía cuatro cofres de alhajas y dinero, fruto del saqueo. Mas adelante actuó ya como guerrillero, y en 1809 la Junta Central le recompensa con veinticinco doblones y le autoriza la formación de una partida, que tuvo su centro de operaciones en los Montes de Toledo y que llegó a reunir hasta dos centenares de hombres. Se tituló “Jefe del Ejército Español cercano a Toledo” y “Jefe del Ejército de observación de la orilla izquierda del Tajo”. Con estos títulos escribió y distribuyó un manifiesto a los toledanos en el que decía: “Dad la señas de valor a los pueblos de nuestra provincia, en cuyo nombre os convido a que os unáis conmigo dentro o fuera de vuestros muros”. Poco después la partida –“Partida del Tajo” se le denominaba- controlaba todo el territorio “desde las puertas de Toledo hasta los montes del mismo nombre”.

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Pero llegó un momento en que “las tropas y avanzadas del rey José Bonaparte ocuparon la ciudad de Toledo, juntameinte con el Alcázar, donde tenían toda la artillería y el castillo de San Cervantes (hoy San Servando). Una columna del mismo ejército volvía de la Mancha con el objeto de incorporarse a las fuerzas que caminaban hacia el lugar en que había de librarse en breve una batalla”. Sabedor de la proximidad de esta columna, la partida de Jiménez consideró que el combate era inevitable. Y fue en este combate de donde “dando tajos furibundos el incitador a los suyos” el moracho Ventura Jiménez cayó herido mortalmente. Al parecer, fue trasladado a Los Navalucillos donde falleció. Al menos allí esta extendida su partida de defunción en la que consta que era nacido en Mora. Con su muerte se ganó el título de “Héroe del Tajo”. Su partida continuó luchando contra los franceses ahora al mando del yerno de don Ventura, don Juan Gámez o Gómez. ¿También moracho?. Nos faltan datos para asegurarlo.

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Otras figuras de la Guerra de la Independencia Y Y

Además de la presencia de Juan Gálvez en el sitio de Zaragoza (y de la que se dejó constancia

histórica, como queda dicho) y de la destacada participación del bien llamado “Héroe del Tajo”, hay otros morachos cuyo nombre se conserva y que por haber tenido presente notable en la Guerra de la Independencia merecen ser destacados.

BALDOMERO DE TORRES (del que tenemos referencia a través del historiador toledano Jiménez de Gregorio), había nacido en Mora, capitaneó una partida de guerrilleros y al terminar la Guerra de la Independencia quedó incorporado al ejército con el grado de Comandante. En sus méritos de guerra está su participación en la batalla de Rioseco, en las acciones del Puerto de Miravete, Don Benito y Medellín. Fue hecho prisionero en Los Navalmorales y llevado a Francia cargado de cadenas. Después de otros intentos frustrados consiguió escaparse de la prisión en 1814 y por Holanda e Inglaterra, llegó a España. También den la Guerra Carlista intervino meritoriamente y ganó la Cruz de San Fernando. Todavía habría que añadir otros nombres de morachos que sobresalieron en aquellos años de la francesada. Concretamente dos: uno, don FIDEL o VIDAL (no hay seguridad en el nombre) MARÍN DEL CAMPO, miembro por lo tanto de la familia de este apellido que fue una de las que tuvieron mayor raigambre y relevancia en nuestro pueblo y a la que volveremos a referirnos. Este don Fidel Marín del Campo fue brigadier de los Reales ejércitos y como comandante de armas formó parte de la primera Junta Provincial de Toledo “que venía a recoger toda la autoridad y al mismo tiempo el espíritu de resistencia activa contra el invasor”. Por último recordemos la intervención del arzobispo Francisco de la Cuerda, del que ya hemos hablado anteriormente, en la ocupación francesa de España.

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Los Clementes

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“Los Clementes” es el nombre de una calle de Mora dedicada con todo merecimiento a dos

hermanos de familia moracha que hicieron mucho por Mora y que, sin embargo, pueden quedar en el olvido. Don José Patricio y don Manuel CLEMENTE LÓPEZ DEL CAMPO sobresalieron en su tiempo, el siglo pasado, como sacerdote el primero y como maestro el segundo, pero ambos como preocupados por la cultura y la educación y amantes de los pueblos que tenían mucho que ver con su familia. Merece esta familia una atención especial que, si Dios quiere, algún día le dedicaremos; hoy solo cabe una síntesis de su vida y obra. José Patricio Clemente nacido en la Puebla, (hoy Villa) de D. Fadrique (Toledo) en 1827, era hijo de don Victoriano Clemente y Martín de los Santos, maestro y natural de ese pueblo, y de doña Leonor López del Campo y Rodríguez de Segovia, de Mora, aunque oriunda de Moral de Calatrava. José Patricio estudió magisterio y derecho. Llegó a ser Inspector General de Instrucción Pública, y Secretario el Gobierno Superior Civil de Filipinas, entonces territorio español, donde le sorprendió la guerra y pérdida posterior de las islas en 1898. Regresa a España y se retira al pueblo manchego del Moral de Calatrava en el que escribe el libro “La Virtud” (“lectura moral para la niñez”), del que se hacen siete ediciones antes de su muerte en 1909, a los 82 años. En cuanto a Manuel Clemente, el menor de los hermanos, diecisiete años más joven que José Patricio, nace en 1844 en Mora, pueblo natural de su madre, y de donde a la sazón era maestro su padre. Su vocación religiosa le llevó al seminario y a la ordenación sacerdotal. Casi inmediato fue

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Retrato

YY del

D.

Manuel

Clemente y López del Campo que se conserva en el Ilmo. Ayuntamiento de Mora.


su traslado a Manila, como Profesor de Retórica y Poética en el Real Colegio de San José, del que llegó a ser rector, a la vez que ocupaba el puesto de Chantre de la Catedral y más delante de los de Consejero de Administración de las Islas Filipinas y Presidente de la Exposición Regional de las referidas islas en 1895, así como vocal en otras instituciones docentes y benéficas. Fue convocado repetidas veces por el Rey, y su “prestigio ante el clero isleño” le llevó a ser Abad de la Congregación de Presbíteros del Arzobispado de Manila. Uno y otro hermano se caracterizaron por su generosidad y atención a los pueblos de donde procedían. La enumeración de las donaciones principales de los hermanos Clemente es esta: en Mora, las escuelas graduadas de niñas, inmediatas al Ayuntamiento y las dos escuelas unitarias de las Delicias; en la Villa de Don Fadrique, la graduada de niños y la graduada de niñas; en Moral de Calatrava una cantidad no precisada para mejora de escuelas; en Toledo, una Fundación Clemente López del Campo para pagar cada año los derechos de título e “dos maestros y dos maestras pobres que obtuvieran las primeras calificaciones”; en Ciudad Real otra donación semejante; en Madrid, otra donación igual que la de las anteriores provincias y otra renta para doce premios anuales para estudiantes de magisterio “carentes de bienes que mejor calificación obtengan”.

Las escuelas nacionales inmediatas al edificio del Ayuntamiento, en la glorieta de Eusebio Méndez, y las que están en el Paseo de las Delicias son fundación de los hermanos José Patricio y Manuel Clemente López del Campo, “Los Clementes”.

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El escritor Juan Marín del Campo Don JUAN MARÍN DEL CAMPO vivió entre el siglo XIX

y el XX. Había nacido en Mora y pertenecía a la ilustre familia moracha a la que habían pertenecido el prelado de don Vidal Marín del Campo y el militar de don Fidel Martín del Campo de los cuales hemos hablado en las anteriores páginas. Fue un escritor de renombre que siempre se caracterizó por su rigor, cultura y defensa de la fe cristiana, tanto en su obra periodística como en los libros y opúsculos que publicó con su nombre o con el pseudónimo de “Chafarote”. En “Ecos de juventud” al hablar de este ilustre moracho se dice que “sus escritos, que siempre fueron modelo de buen decir, eran leídos con marcado interés, tanto por su erudición como por el estilo castizo y netamente castellano que empleaba en ellos”. El prologuista de una de sus obras, “El santísimo rosario”, don Plácido Verde arcediano de Badajoz, califica a Marín del Campo de “insigne periodista y cultísimo escritor”.

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Pedro Ruiz de los Paños, sacerdote y fundador Y Y

El 18 de septiembre de 1881 nació en Mora PEDRO RUIZ DE LOS PAÑOS que trece años

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después ingresaba en el Seminario de Toledo. Su carrera sacerdotal y su congregación en la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos le llevó a desempeñar cargos disciplinares en los seminarios de Málaga, Sevilla y Badajoz; más tarde fue rector del Seminario de Palencia y luego del Pontificio Colegio Español de San José en Roma. En 1933 fue elegido Director General de la Hermandad de Sacerdotes Operarios y fue, así mismo, fundador de la Congregación Religiosa de “Discípulos de Jesús”. Su intensa vida sacerdotal terminó, en plena noche, con su muerte, fusilado con otros dos sacerdotes el 23 de julio de 1936 sin otra razón que sus creencias y su sacerdocio. “Coronó su vida con la inmolación sacerdotal del martirio”, diría de él un día el cardenal Marcelo González.

Pedro Ruiz de los Paños, Director General de los Sacerdotes Operarios.

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El ministro Anastasio de Gracia ANASTASIO DE GRACIA es el único moracho que ha llegado

a ser ministro. En un pueblo en el que hemos tenido obispos, arzobispos, generales, escritores, artistas, conquistadores, y pedagogos no tuvimos un político sobresaliente antes de que Anastasio de Gracia fuera llamado al gobierno en 1938. De origen muy humilde, nacido en Mora en 1890, se había trasladado a Madrid a los 21 años; entró a trabajar en la construcción y a militar en la UGT y el partido Socialista (a los que ya pertenecía en Mora desde que, todavía un muchacho, había oído a Pablo Iglesias en un mitin). Después de desempeñar otros cargos políticos y sindicales de menor relieve, en 1932, fue nombrado Delegado del Gobierno en el Canal de Lozoya. Fue diputado por Toledo, Madrid y Granada en el Congreso durante la República. En los años de la guerra civil, cuando Largo Caballero fue encargado de formar gobierno, le incorporó a su gabinete encomendándole la cartera de Industria y Comercio. En una remodelación del ejecutivo, pasó a desempeñar el ministerio de Trabajo y Previsión. Cesó como ministro cuando cayó el gobierno de Largo Caballero, sustituido por Negrín, bajo cuya presidencia Anastasio de Gracia fue Comisario General de Armamento. Al terminar la guerra se exilió a Méjico donde murió a los 90 años de edad y militando en el Partido Socialista, aunque en el llamado “sector histórico”.

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El padre Gabino

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A finales del siglo pasado nació en Mora GABINO MARTÍN MONTORO, su hermana

Isabel fue la abuela de otro ilustre Gabino, Mons. Díaz Merchán, actual arzobispo de Oviedo y durante unos años presidente de la Conferencia Episcopal Española.

Gabino Martín tuvo temprana vocación religiosa que le llevó al convento franciscano de Nuestra Señora de la Regla, en Chipiona (Cadiz), del que fue ordenado sacerdote en 1905 y con una formación misionera, que fue su quehacer apostólico durante casi sesenta años, siempre en Oriente Medio. Entre otras responsabilidades tuvo la de ser Procurador general de Tierra Santa (bajo su mandato se levantaron las iglesias de Getsemaní y Monte Tabor y el convento de Cafarnaun) y Comisario general de las Misiones del canal de Suez (en cuyo puesto desarrolló una amplia y eficaz labor de dirección y administración). Pero además de su larga y fructífera actividad misional, hay otro aspecto de su trayectoria biográfica que merece atención y especial mención. Nos referimos a su colaboración con el rey de España Alfonso XIII, cuando éste, en el transcurso de la Primera Guerra Mundial, montó y dirigió una oficina al servicio de los prisioneros de uno y otro bando y a la búsqueda de los combatientes desaparecidos. En aquella meritoria acción, el Padre Gabino “llevaba directamente le encargo de facilitar noticias de los heridos de todos los países beligerantes”, que hizo llegar al Palacio Real de Madrid a través de unas 15.000 cartas, lo que le valió la felicitación del Rey y del

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Gobierno Español, y una serie de condecoraciones importantes de todos los países que habían recibido los efectos de du benéfico favor. Todos en Mora recordamos cuando en los momentos solemnes, llevaba su sencillo hábito franciscano con cruces y medallas de innumerables naciones. También, por haber sido durante treinta años confesor del Obispo de San Juan de Acre, tenía el título de archimandrita con derecho a usar pectoral y anillo. El Padre Gabino, como cariñosa y respetuosamente era conocido en Mora, de la que había sido nombrado Hijo Predilecto, falleció en Chipiona en 1964, a los 86 años.

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Otras memorias y otros recuerdos

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Por necesidades de espacio hemos de terminar este fascículo. Pero no queda aguatado el tema

para que el que habrá una nueva entrega. Tendremos que ocuparnos en él de los nombres de otros morachos ilustres que vivieron en este siglo XX que ahora se acaba, y que por su obra o por su vida, merecen recordarse y pueden ser objeto de un esclarecimiento mayor que nos permita saber algo más de ellos. Es el caso del excelente pintor Atilano Martín-Maestro, cuyos cuadros le hacen acreedor de un puesto memorable en la pintura realista y costumbrista de su tiempo. Del pintor fallecido en plena juventud y con tantas realidades ya en su hacer como promesas, Marcelino Gómez Pintado. Del arquitecto Flaviano Rey de Viñas, autor de alguno de los edificios más característicos y sobresalientes de nuestro pueblo en los años veinte. Del escultor Francisco Sánchez. Del creador de la banda de música Anunciación Díaz. Incluyamos también en otro aspecto de vida, el heroico, los nombres de Antonio y Ángel Sánchez Cabezudo, valientes militares que, como tales, murieron al frente de sus tropas en la Guerra de África, en el año 1924, según recuerda su lápida en la calle Toledo. Es posible que todavía haya otros morachos que hayan destacado en la vida pública, en la actividad política, en la dedicación apostólica o en cualquiera de las bellas artes. Si es así pedimos perdón por su omisión y aseguramos que siempre habrá sitio para ellos en sucesivas ediciones de este fascículo o en otros de esta colección. Incluso para los que no figuren aquí, pero que de alguna manera han dado renombre al nombre de nuestro pueblo, el homenaje de los autores. Y finalmente, ya sin nombres, y como un encargo para quienes nos sucedan en este afán de hacer crónica de Mora, el ruego de que estén atentos a los morachos que actualmente destacan en las letras, las artes, las ciencias, la técnica, la industria, la enseñanza, el espectáculo, la política… y que aún tienen una vida por delante, que Dios les guarde muchos años. Pero algún día habrá que hablar de ellos.

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