Una visión panorámica de la crisis y el desencanto con la democracia en América Latina:
DESAFÍOS Y OPORTUNIDADES
INTRODUCCIÓN
Este capítulo estudia la controversial hipótesis del desencanto y la crisis de la democracia en América Latina. Su foco está puesto en el funcionamiento de las instituciones de gobierno democrático en la región, incluyendo aunque no reduciéndose a los componentes electorales o procedimentales y las actitudes de los latinoamericanos frente a la democracia como sistema político. Se discute en él hasta qué punto se puede hablar de la existencia de crisis o retroceso en los procesos de democratización de la región y en qué medida hay o no un desencanto ciudadano con la democracia.
La revisión de la literatura que se ofrece más adelante da cuenta de una gran variedad de acercamientos al problema. Tal diversidad de enfoques muestra la ausencia de consenso acerca de hasta qué punto, luego de las transiciones de los ochenta, se puede afirmar que la democracia ha entrado en crisis en la región. Las diferentes elaboraciones conceptuales y observaciones empíricas de la situación de la democracia pueden ser gruesamente clasificadas en dos tipos. De un lado, algunos autores argumentan que el desencanto y la crisis son consustanciales y, en algunos casos, cíclicos en las democracias. Por su propia naturaleza, toda democracia y no solo las latinoamericanas sufren de crisis recurrentes y están bajo permanente escrutinio crítico de sus ciudadanos y de los académicos. Siendo que la democracia no puede satisfacer a todo el mundo todo el tiempo y siendo que el cuestionamiento de ella es un factor consustancial a este tipo de régimen, resulta natural esperar un cierto nivel de desencanto de los ciudadanos con las promesas de representación, participación y equidad democráticas. En contraste con esa visión del asunto, otros autores señalan factores culturales, estructurales e institucionales que, en ciertas sociedades, ponen en riesgo la persistencia de las reglas del juego democrático, sea por decaimiento progresivo o ruptura abrupta. En consecuencia, desde esta segunda visión del asunto, el desencanto no es natural ni funcional al sistema, sino más bien un problema a ser resuelto mejorando la calidad de la democracia. Este texto provee una visión panorámica del “bosque” regional, con el fin de estimular miradas enfocadas en cada uno de los “árboles” presentes en él. La perspectiva regional permite
Una visión panorámica de la crisis y el desencanto con la democracia en América Latina
Ángel E. Álvarez
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
observar variaciones entre países y elaborar conjeturas sobre los problemas de la democracia para la región y subgrupos de países dentro de la misma. Además de su valor intrínseco como trabajo enfocado en los problemas de la democracia en la región como un todo, el trabajo sirve también de contexto de los estudios de casos, realizados por expertos de nueve países latinoamericanos. Estos están dirigidos a determinar hasta qué punto, por qué, entre quiénes en la población, y desde cuándo ha surgido un nivel de desencanto democrático que pudiera llevar a una crisis de esta forma de gobierno. Los resultados de cada estudio de caso son presentados por los equipos respectivos en reportes de investigación a los que este texto acompaña, siendo, además, complementados por un segundo capítulo que resume algunos de los hallazgos obtenidos para cada caso.
Como conjunto de instituciones políticas, la democracia no es solo un medio para elegir el gobierno mediante el sufragio popular, sino también la consecución de fines tales como la libertad individual y la protección de derechos de las personas, la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos (que es tanto instrumento como un fin en sí mismo), la resolución pacífica de las controversias propias de sociedades heterogéneas mediante la deliberación y la igualdad no solo de derechos sino de oportunidades. Empero, además de instituciones que funcionen para lograr fines democráticos, el gobierno popular requiere de un demos que le valore positivamente esa forma de gobierno. Ni las instituciones funcionan plenamente sin respaldo popular, ni las actitudes favorables a la democracia se bastan a sí mismas sin que haya instituciones que canalicen los comportamientos asociados a ellas.
El trabajo adopta una perspectiva cuantitativa, comparativa y multidimensional. Se describen las variaciones (en el tiempo y entre países) de los niveles de valoración y satisfacción con la democracia, así como las relaciones entre tales variaciones y el nivel de funcionamiento de las variantes procedimentales, liberales, participativas, deliberativas e igualitarias de la democracia. Adicionalmente, se analiza el papel que podrían jugar algunos factores estructurales (socioeconómicos) en la explicación del desencanto con la democracia en la región. El trabajo aporta evidencias que permiten sostener que en Latinoamérica predomina el descontento democrático y que varios países enfrentan crisis en el desempeño de las instituciones de gobierno popular.
Se discuten teóricamente y se miden empíricamente dos conceptos relacionados pero diferentes: crisis y descontento democrático. El concepto de crisis se reduce al mal funcionamiento de las instituciones de gobierno popular a un punto en el que su calidad decae y su continuidad es debatible o está en riesgo. El término desencanto es usado para designar situaciones en las que el apoyo de la población a la democracia disminuye apreciablemente en el tiempo. Tanto la crisis como el desencanto democrático son vistos acá como variables. Es decir, las crisis pueden ser más severas o menos graves; igualmente, el desencanto puede ser más o menos acentuado. En la sección metodológica de este trabajo (titulada “Algunas consideraciones metodológicas”) y en la sección teórica (identificada como “Marco conceptual y estado del arte”) se aclara cómo se definen y miden estos dos conceptos. El trabajo ha sido dividido en tres partes principales. En la primera parte se hace el planteamiento de la investigación, lo cual incluye la formulación del problema, la definición de los objetivos perseguidos y la delimitación del lapso temporal del estudio con base en consideraciones teóricas y prácticas. La segunda parte define los conceptos de democracia y desencanto político y, luego de ello, presenta un resumen del estado del arte en la teoría e investigación politológica latinoamericanista sobre democracia, crisis y desencanto. Esta discusión da base a la tercera parte del trabajo, centrada en análisis de datos dirigidos a
medir en qué países, con qué gravedad, y por cuales razones, existe crisis y desencanto con la democracia. En las conclusiones, además de un resumen del debate teórico y de la discusión de los hallazgos, se presentan algunas de las implicaciones de los problemas estudiados sobre el funcionamiento de la democracia.
PLANTEAMIENTO DE LA INVESTIGACIÓN
En América Latina, en las últimas décadas del siglo, se registraron niveles de democracia que nunca habían sido vistos para tantos países simultáneamente en la región. Sin embargo, poco después del inicio de la oleada democratizadora que arranca a finales de los setenta, muchas de las nuevas democracias recién emergidas o reemergidas, así como como otras más antiguas, comienzan a dar preocupantes señales de deterioro.
Hasta ahora, los retrocesos democráticos, aun siendo más marcados en algunos países que en otros, no se han traducido en golpes de Estado o revoluciones violentas que eliminen del todo el voto y las formas democráticas. La recesión democrática no ha conducido a la proliferación de dictaduras como las que predominaron en la región durante buena parte del siglo XX. No obstante, Latinoamérica sigue experimentando problemas políticos severos que incluyen, entre otros:
» Altos niveles de polarización ideológica que obstaculizan los consensos necesarios para hacer funcionar democracias incipientes (Handlin, 2019).
» Inestabilidad política con salidas abruptas de presidentes electos antes de terminar sus mandatos (Pérez-Liñan, 2007) que, aunque pueden ser una señal de capacidad institucional para manejar las crisis sin ruptura, indican también altos niveles de descrédito crónico del liderazgo democráticamente electo.
» Desinstitucionalización de los sistemas de partido (Mainwaring, 2018); surgimiento de populismos neoliberales (Weyland, 2003), populismo de izquierda, y socialismos radicales del siglo XXI (Weyland, Madrid, & Hunter, 2010).
» Judicialización de la política (Sieder R. S., 2005) en correspondencia con la larga tradición de politización de la justicia expresada, entre otras formas, por el control de los tribunales supremos por el presidente y su partido (Pérez-Liñán, 2009; Helmke, 2010; Sieder R. S., 2005).
» Concentración del poder en manos del ejecutivo nacional, mediante reformas constitucionales en medio de importantes confrontaciones entre el ejecutivo, legislativo y judicial (Gargarella, 1997; Stoyan, 2020).
» Tendencias a la autocratización de gobiernos electos popularmente (Kneuer, 2020) mediante cambios políticos de jure como de facto.
» Severos niveles de desigualdad social y económica que obstaculizan en la práctica el ejercicio de los deberes y derechos ciudadanos y, de manera especial, la participación política por medios institucionales (Kaufman R. R., 2009; Somma, 2020; Riggirozzi, 2020).
La democratización de América Latina es trabajo inacabado, con avances innegables pero también con obstáculos para seguir avanzando en algunos países y retrocesos evidentes en otros (IDEA, 2019; Sahd K., 2021). José Woldenberg, en uno de sus balances de la transición mexicana destaca que “el desencanto, la apatía y el cinismo flotan en el ambiente” (Woldenberg, 2017). Aunque Woldenberg se refiere específicamente a su país, México, la frase describe una situación generalizada.
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
FORMULACIÓN DEL PROBLEMA Y OBJETIVOS DEL TRABAJO
Este trabajo aborda los problemas del desencanto y crisis de la democracia desde una vertiente descriptiva, explicativa y normativa. Con este fin, el primer paso que se da está dirigido a responder teórica y empíricamente las siguientes tres preguntas:
» ¿Hasta qué punto puede hablarse de crisis de la democracia en América Latina?
» ¿Existe desencanto de los ciudadanos con la democracia como modelo y con la forma en la que ésta funciona en cada país?
» ¿Qué factores contribuyen a explicar el desencanto y la crisis de la democracia?
Mediante el abordaje de estas preguntas se busca describir el estado de la democracia para la región en su conjunto y, con ello, aportar un marco general para el análisis y posible comparación de los problemas específicos del desencanto y la crisis de la democracia en los países que han sido seleccionados como casos de estudio.
No obstante, el estudio de los problemas de la democracia no se agota en la descripción empírica del problema. Su análisis exige también una adecuada ponderación a fin de hacer sugerencias de acciones dirigidas a tener incidencia positiva en la identificación e implementación de intervenciones que produzcan cambios. Es crucial aportar ideas que permitan contribuir a hallar estrategias que ayuden a revertir el desencanto, prevenir o reducir el riesgo de crisis promoviendo reformas institucionales, mejoras en las capacidades de gestión pública y formas creativas de participación, deliberación y la equidad (Wences & Güemes, 2016).
Las evidencias empíricas disponibles permiten afirmar que en varios países de América Latina se combina un descenso en la calidad de las instituciones y su funcionamiento con la disminución en el respaldo de la ciudadanía a la democracia como forma de gobierno.
Varias democracias de la región enfrentan a la vez una crisis de la democratización de sus instituciones, con tendencias autocratizantes, y una crisis en las actitudes democráticas de la población. No obstante, siendo que las señales de crisis y desencanto no son inequívocas ni universales, el problema que anima esta investigación tiene que ser abordado con distintas estrategias. Además del análisis de los datos y la revisión de la literatura que se ofrece en esta contribución, la investigación ha contado con el invaluable aporte de equipos de trabajo dedicados al estudio de casos que incluyen a la mayoría de los países de la región.
Valga aclarar que desencanto democrático no es algo nuevo ni en el mundo ni en la región. Más aún, en muchos países se observan ciclos, con picos y valles de apoyo y desapego de la democracia. Este trabajo no pretende afirmar que la actual es la única, la más importante, ni mucho menos la crisis terminal de la democracia en América Latina. Lo que se ofrece acá es una lectura de la crisis actual para derivar conocimiento acerca de los factores que influyen en ella y, sobre esta base, formular propuestas de acción que pueden contribuir a mejorar, profundizar y afianzar la democracia.
DELIMITACIÓN DEL ÁMBITO DE INVESTIGACIÓN
Esta investigación está circunscrita al estudio de las crisis de la democracia en América Latina contemporánea. Para ello se analizan datos de todos y cada uno de los países de esta región, exceptuando a Cuba. Las razones para excluir a Cuba se exponen más adelante. El período de tiempo seleccionado para el análisis de datos va de 1959 a 2019. El trabajo se limita a ese lapso por importantes razones históricas y metodológicas que a continuación se enumeran. Históricamente, la mayoría de las transiciones democráticas en Latinoamérica tuvieron lugar a partir de los primeros años de la década de los ochenta. Sin embargo, tres países de la región transitaron a la democracia electoral sin recaer en dictaduras militares o autoritarismos electorales antes de la tercera ola de democratización. El primero de ellos, Costa Rica, tras la guerra civil y el Pacto Ulate-Figueres, avanzó gradualmente desde 1953 hacia la democracia; Colombia, tras la formación del Frente Nacional entre liberales y conservadores y la renuncia del dictador general Gustavo Rojas Pinilla, transita también gradualmente, desde 1958, hacia una democracia pactada. Venezuela, a partir de 1959, tras el golpe militar contra el dictador general Marcos Pérez Jiménez, en enero de 1958, y la firma del Pacto de Puntofijo entre los tres partidos mayoritarios (Acción Democrática, el Comité de Organización Política Electoral Independiente y Unión Republicana Democrática) transita a una democracia electoral competitiva y multipartidista. En consecuencia, el período de estudio abarca desde 1959, cuando comienza la democratización de Venezuela, Colombia y Costa Rica, hasta 2019. No obstante, los datos cuantitativos no están completos para todo el período y todas las variables. Por ello, en el análisis de datos se ofrecen tanto descripciones para períodos más cortos y recientes como análisis estadísticos basados en la imputación de datos faltantes (Zaiontz, 2020). Como muestran los datos tanto de crisis de las instituciones democráticas como de desencanto de la opinión pública, en los últimos cinco años se observa un nivel de deterioro de la democracia creciente en la mayoría de los países de la región. Por ello, lo ocurrido en estos últimos años merece una atención especial. En el desarrollo de este trabajo se abordarán los temas antes planteados y se concluye con un conjunto de recomendaciones acerca del énfasis a ser colocado en futuros estudios y las acciones que pudieran emprenderse para reducir el desencanto y enfrentar la crisis de las instituciones de gobierno democrático en América Latina.
Metodológicamente, al seleccionar el período arriba indicado se espera recoger las variaciones en índices cuantitativos de democracia que indiquen mejoramientos o deterioros en la calidad de la competencia electoral, protección de derechos políticos y civiles, participación, deliberación e igualdad social y política durante la etapa de la historia de la región en la que ha habido más democracias electorales. No obstante, a la hora de analizar los datos cuantitativos sobre el desencanto, el desempeño de las diversas formas de democracia y los factores que contribuyen a explicar el apoyo a esta, el período resulta acortado debido a la insuficiencia de datos de opinión pública comparables para años anteriores a 1995.
Los países incluidos en este estudio tienen niveles distintos de democracia. Tal variedad es importante para poder someter a prueba las hipótesis sin sesgar las conclusiones al seleccionar solo casos confirmatorios de la tesis del desencanto de la democracia. En algunos de estos casos han ocurrido procesos recientes que han puesto a sus gobiernos bajo tensión (protestas violentas masivas, golpes o intentos de golpe de Estado, destituciones de presidentes y cambios abruptos de las preferencias de los votantes con altos niveles de polarización entre ellos). No obstante, el nivel de tensión, violencia y descontento también ha variado de país a país, lo cual también reduce el riesgo de “sesgo en la selección” de casos confirmatorios de las hipótesis (Geddes, 1990).
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En este análisis panorámico se emplea una base longitudinal de datos secundarios organizada para los fines específicos de este trabajo. Las fuentes de los datos son especificadas más adelante. Como es sabido, un estudio longitudinal es aquel que emplea observaciones de la misma variable, para diferentes unidades (en este caso, países) a lo largo de un mismo período de tiempo. Las unidades de análisis, en consecuencia, son países-años (es decir, se mide cada variable para cada país y cada año de los incluidos en la serie). Se estudian los dieciocho países que comúnmente son considerados como integrantes de la región latinoamericana, con la única excepción de Cuba. A saber, en orden alfabético, los países incluidos son: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, Uruguay y Venezuela.
ALGUNAS CONSIDERACIONES METODOLÓGICAS
El análisis de datos que se presenta en este trabajo adopta la modalidad de estudio ecológico; es decir, de agregados de individuos no de los individuos como casos observados. Las unidades de análisis de esta investigación son los países como agregados de ciudadanos, instituciones, organizaciones y sus economías. Es obvio, pero no estorba dejar claro que todas las variables (dependientes e independientes) son medidas para la misma unidad de análisis que es el país.
En tal sentido, el desencanto (tal como será definido más abajo) se mide con información aportada por encuestas de opinión que reportan datos (frecuencias relativas de respuestas) para cada país como conjunto. Siendo la unidad de análisis el país y no los ciudadanos individualmente considerados, el desencanto democrático en un país, en un momento dado, es medido por variaciones en el porcentaje de individuos que expresa un determinado nivel de apoyo a la democracia. Si el porcentaje de los que apoyan a la democracia decrece, afirmamos que en el país hay desencanto. Si crece, se afirma lo contrario.
De igual manera, las variables independientes que sirven de insumo en los modelos empleados en este trabajo son también medidas para cada país y no para sus miembros individuales. El trabajo relaciona estos insumos con el apoyo y la satisfacción con la democracia, como estimadores del encanto-desencanto democrático en el país.
En los estudios de datos agregados o ecológicos, las unidades de observación son áreas geográficas o diferentes períodos de tiempo en una misma área o, como es en este trabajo, la combinación de ambas cosas; es decir, un conjunto de países a lo largo de una serie temporal. Estos estudios son también llamados “diseños incompletos.” Se usan promedios, tasas o porcentajes poblacionales en lugar de observaciones desagregadas, pero con suma frecuencia (como en este caso) no conoce la distribución de las variables a nivel de cada individuo.
Dada la naturaleza agregada de los datos, en un estudio ecológico no se puede inferir nada acerca de los individuos o subconjuntos de individuos de los países. Tal inferencia inválida es comúnmente llamada “falacia ecológica” (Selvin, 1958; Robinson, 1990). Con ese término se designa error de razonamiento derivado de aceptar como probadas ciertas asociaciones cuya existencia en realidad se desconoce. El error consiste en suponer, sin evidencias, que los resultados obtenidos a partir de un estudio de datos agregados (ecológico) son similares a los que se obtendrían si la investigación se basara en observaciones de individuos. En la investigación que acá se presenta está claramente dicho y no estorba repetir una vez más que la unidad de análisis son los países, no sus subcomponentes (por ejemplo: ciudadanos, organizaciones o unidades sub-nacionales de gobierno). En consecuencia, en este trabajo no se afirma nada acerca de los ciudadanos y sus respuestas individuales. Así, es válido
establecer asociaciones y calcular regresiones entre el nivel de desencanto y otras variables medidas para el país siempre y cuando no se pretenda que las relaciones son o no válidas para los individuos de ese país. Por ejemplo, acá se hacen juicios tales como “[…] en el país P, en el período comprendido entre tn y tn+1, el apoyo a la democracia varió en X puntos porcentuales en asociación con un incremento de la desigualdad agregada (medida, por ejemplo, con Gini).” No sería válido concluir, en consecuencia, que “[…] los ciudadanos individuales c (c = c1, c2 c3… cn) son desiguales entre sí y por eso varían en sus respuestas individuales de apoyo a la democracia.” En este estudio, no sabemos cómo se distribuyen entre los individuos ni los factores explicativos (por ejemplo, la desigualdad) ni la variable dependiente (desencanto). Solo sabemos cómo se distribuyen tales variables entre los países estudiados. La principal ventaja de los estudios ecológicos es la disponibilidad de los datos. Instituciones gubernamentales, organizaciones internacionales, centros de investigación y universidades tienen disponibles estadísticas agregadas sobre los países que pueden ser usadas exploratoriamente. Por tal motivo, muchos estudios epidemiológicos exploratorios, descriptivos y comparativos adoptan el diseño ecológico (Borja-Aburto, 2000). Los epidemiólogos emplean, por ejemplo, las tasas de mortalidad, morbilidad o prevalencia de determinadas enfermedades en un país determinado y las comparan con otros países, sin pretender decir nada acerca de la salud de ningún individuo. En ciencias políticas se pueden usar también frecuencias relativas de determinados comportamientos, actitudes, valores o creencias para estimar la condición en que se encuentra el país en su conjunto.
Vale aclarar que los estudios ecológicos son adecuados en fases exploratorias de investigación, como la presente, en la que se busca principalmente la generación de hipótesis al nivel agregado (nacional) más que la prueba de hipótesis casuales a nivel individual. Sus mediciones agregadas no dan cuenta del comportamiento de las unidades que componen el conjunto (en nuestro caso, los ciudadanos). Por ello, sus estimaciones pueden ser susceptibles de presentar más sesgos que los estudios que se basan en observaciones individuales. Sin embargo, como señalan King, Keohane y Verba en su bien conocido manual de investigación en ciencias sociales, si la inferencia que se busca realizar es más amplia y generalizable que una hipótesis muy estrecha en sus implicaciones, la teoría elaborada con base en datos agregados puede tener implicaciones en muchos niveles de análisis. Incluso si la investigación está primariamente interesada en un nivel agregado de datos, como un país o grupo de países, es posible ganar confianza sobre la veracidad de la teoría al observar los datos desde otros niveles de análisis (King, Keohane, & Verba, 1994, pp. 30-31).
MARCO CONCEPTUAL Y ESTADO DEL ARTE
En esta parte del trabajo se discuten, en primer lugar, las definiciones de dos conceptos básicos para esta investigación. Se comenzará definiendo lo que se entiende por democracia, para luego introducir el concepto de desencanto democrático. Como ocurre con muchos otros términos empleados en ciencias políticas, democracia, descontento y crisis son susceptibles de ser definidas desde muy distintas perspectivas, adquiriendo múltiples significados y siendo posible emplear muchas especificaciones a la hora de determinar sus rasgos. No obstante, en esta sección del trabajo se pone énfasis en definiciones enraizadas en teorías plurales y susceptibles de ser contrastadas con la realidad. En tal sentido, no solo se presentan los fundamentos de los conceptos de democracia y desencanto, sino que se derivan de ellos definiciones operacionales, indispensables para la adecuada medición de variables e
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interpretación del análisis de datos que se ofrece en la sección tercera de este trabajo. Luego de establecer las definiciones de democracia y desencanto, se discute la posible relación entre crisis de la democracia y descontento con esa forma de gobierno. Estos tres elementos son piezas claves en la argumentación teórica y la fundamentación empírica de la investigación que da lugar a este trabajo.
DEFINICIONES
En la búsqueda de las raíces de los conceptos de democracia y desencanto se podría ir muy atrás en la historia de las ideas políticas. La idea de democracia, así como el desarrollo teórico e institucional de sus distintos modelos y variedades, pueden rastrearse desde la antigua Atenas hasta hoy en día (Held, 2006; Deweil, 2000). A su vez, los orígenes del uso del concepto de desencanto pueden hallarse en Max Weber, quien habló del desencanto-reencantamiento político como parte del proceso de secularización de la política moderna y del surgimiento de los valores capitalistas a partir de la ética del protestantismo (Mackinnon, 2001; Weber, 2012 [1905]). Otro tanto ocurre con el concepto de crisis política y, en particular, de crisis de la democracia.
Seguidamente se hará un recuento apretado del desarrollo teórico de las tres ideas mencionadas arriba. No obstante, no debe perderse de vista que el presente documento no pretende elaborar teoría de la democracia. Lo que busca es dar fundamento al análisis de algunos de los problemas de las relativamente recientes democracias en América Latina. Por ello, solo se ofrece acá una serie de conceptualizaciones, apoyadas en la revisión de la literatura en el área, con el propósito de llegar a definiciones operacionales y medibles de democracia y desencanto.
Democracia
El debate sobre el concepto de democracia ha estado presente a lo largo de la historia de la teoría política. Platón y Aristóteles la consideraron una forma viciada de gobierno. Kant la vio como una tiranía (Kant, 1949 [1795]). Robespierre usó la palabra de forma positiva (Bosc, 2019), con lo cual reforzó el rechazo que el término ya generaba en los republicanos anglosajones. Los padres fundadores de la democracia estadounidense, en El Federalista, hablaron de “república representativa” y reprobaron o evitaron hablar de democracia (Hamilton, Jay, & Madison, 2001 [1788]). John Stuart Mill hablaba de “gobierno representativo” (Mill, 2001 [1861]). Así, hasta hace relativamente poco, especialmente desde el siglo XIX, la valoración negativa del concepto democracia predominó sobre la apreciación positiva de esta forma de gobierno.
Por democracia se puede entender una gran variedad de cosas diferentes e incluso incompatibles (Collier & Levitsky, 1997). Ello no debe sorprender porque la democracia es inherentemente conflictiva. Este trabajo parte de un principio pluralista no solo por el modo en el que se describe empíricamente a la democracia, sino también porque acepta que el debate sobre su significado es intrínseco a su funcionamiento (Deweil, 2000). Como señala Giovanni Sartori, nadie pondría en cuestión que la democracia es “poder del pueblo,” pero los problemas empíricos surgen cuando hay que precisar de qué modo y qué cantidad de poder es transferido desde la base hasta el vértice del sistema de poderes democráticos. Aunque el asunto de la titularidad del poder no está en discusión, el debate sobre qué es el ejercicio democrático del poder ha sido y seguirá siendo vehemente (Sartori, 1993). La discusión acerca de qué es democracia y cómo lograrla, conservarla y ampliarla ha estado presente en el pensamiento político latinoamericano, en medio de un gran pluralismo y diversidad de ideas (Álvarez & Virtuoso, 2012). Los múltiples y conflictivos significados de la palabra de -
mocracia no solo muestran la obviedad de la inexistencia de una teoría general del gobierno popular, sino que, más relevantemente, ponen de manifiesto que el disenso, el desacuerdo y el conflicto en las ideas son consustanciales a la realidad denotada por el concepto. En consecuencia, la idea misma de democracia es intrínsecamente ambigua y contradictoria. En el esfuerzo por conceptualizar la democracia, se parte acá de una definición mínima y descriptiva. A partir de ella se edifican otras elaboraciones maximizadoras y normativas. Una forma de comprender el sentido de las definiciones normativas de democracia consiste en verlas como esfuerzos por lograr la maximización del concepto. Se busca con ello establecer un conjunto de metas ideales que deben ser satisfechas al máximo por un régimen determinado para calificar de democrático. En contraste, el enfoque minimalista consiste en observar una sola clase de fenómenos, común a todos los Estados, naciones y organizaciones que comúnmente los científicos políticos llaman democráticos, para examinarlos y descubrir las condiciones necesarias y suficientes para que una organización política pueda ser llamada democrática (Dahl R. A., 2006 [1956]). Para intentar marcar la diferencia entre la definición maximizante o normativa de democracia, de un lado, y la mínima o descriptiva, Dahl acuñó el término “poliarquía.” Con esta palabra designó a esos gobiernos que común y contemporáneamente llamamos democracias (Dahl R. A., 1971).
La definición empírica, descriptiva o mínima, reduce la democracia a un procedimiento para elegir gobiernos de forma periódica, en competencias regidas por normas constitucionales que limiten el poder del gobierno y permitan reemplazar de forma pacífica a quienes ejercen cargos de poder (Dahl R. A., 1989; Dahl R. A., 1971; Lijphart, 1999). El procedimiento democrático combina los siguientes dos elementos:
» Derecho de todo ciudadano a elegir y ser elegido mediante el sufragio universal, libre, secreto, directo o indirecto, transparente (libre de fraudes e irregularidades sistemáticas) en comicios competitivos para ocupar y ejercer las funciones de jefe del ejecutivo y miembros del legislativo nacional, como mínimo, y dependiendo de cada país, también otros cargos a nivel subnacional y en la rama judicial.
» Libertades cívicas, incluyendo como mínimo las de expresión y asociación política y civil, el derecho al debido proceso y el acceso a información no monopolizada por el Estado o por agentes privados.
La definición mínima de democracia permite una aproximación gradual o métrica. Distintos regímenes políticos pueden tener un nivel mayor o menor de democracia, según la amplitud de jure y de facto de los derechos políticos, libertades cívicas, competitividad entre partidos o candidatos, la separación de poderes y la sujeción del gobierno a la constitución y las leyes. Esta definición mínima es procedimental. Se centra en el método para elegir al gobierno más que en el contenido de las metas políticas, económicas o sociales que debería lograr un gobierno democrático. Una vez establecido este concepto de democracia procedimental, empírica, descriptiva y mínima, es posible elaborar acerca de qué otros elementos pueden ser incorporados al concepto por aquellos que deseen darle contenido sustantivo al método democrático. Se argumentará de seguido que el concepto de democracia mínima no substituye pero tampoco contradice los ideales democráticos liberales, participativos, deliberativos o igualitarios. Algunos niegan compatibilidad entre los enfoques procedimentales y la visión de la democracia como modo ético de vida en sociedad (Talisse, 2004). Esta tesis solo puede ser cierta para aquellos que piensan que un país puede ser democrático escogiendo a los gobernantes por mecanismos no competitivos (Carson & Martin, 1999; Martin, 1995-1996), para quienes piensan que la dictadura del proletariado es la verdadera “democracia popular” (Rieber,
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2009), para quienes suscriben ideas contradictoriamente autoritarias de democracia como la de “democracia protegida” de Augusto Pinochet (Jeldres Ferrer, 2020; Vergara Estévez, 2007), o para quienes argumentan que la democracia se reduce estrictamente al método electoral, principalmente porque las masas son incapaces de hacer elecciones racionales que no sean la de elegir al caudillaje político (Schumpeter, 1962 [1942]).
Si se dejan al margen estas posiciones extremas, es posible entender que la democracia como procedimiento electoral no solo es compatible con diversos enfoques sustantivos de la democracia, sino que es parte sustantiva e irrenunciable de los modelos que buscan maximizar democráticamente ciertos fines políticos, jurídicos, económicos y sociales. Al afirmar que el método de la democracia es compatible con distintos modos de organizar otras esferas de la vida social, se está diciendo también que diferentes fines éticos de la democracia no pueden lograrse con independencia o prescindiendo de las instituciones electorales y los derechos civiles.
John Dewey, teórico fundamental de la democracia como modo de vida, reconoce la importancia de los procedimientos de la democracia formal y no propuso prescindir de ellos (Dewey J., 2004 [1916]). El sufragio universal, las elecciones recurrentes, la responsabilidad de los que están en el poder político ante los votantes y los demás factores del gobierno democrático hacen realidad la democracia como la forma de vida verdaderamente humana (Dewey J., 1927).
Por su parte, Robert A. Dahl, uno de los principales teóricos del enfoque procedimental pluralista, sostiene que la democracia no solo es un hecho empíricamente observable, sino también el único modo de alcanzar el bien común, siempre que por bien común se entienda una meta no monolítica sobre la que no se presume la necesidad de unanimidad (Dahl R. A., 1989, pp. 291-298). Una concepción pluralista de bien común exige que se garantice de facto y de jure el derecho a otorgar igual consideración a todos los grupos de la sociedad, sus distintos intereses y sus desiguales concepciones del bien común.
Obviamente, no todas las teorías de la democracia persiguen los mismos fines. Más aún, algunas teorías se contraponen a otras y se enfrentan políticamente. No obstante, en la medida en que una teoría sustantiva de la democracia no renuncie expresamente a la solución de los conflictos sociales por medio de elecciones competitivas, justas y libres, es compatible con el modelo empírico de democracia. Las contiendas electorales y las instituciones de gobierno son arenas en las que los partidarios de distintas concepciones de democracia compiten por el voto de la mayoría, para obtener cargos y aprobar leyes y políticas que avancen sus agendas. Así vista, la democracia procedimental es tanto el mínimo común a toda teoría contemporánea de la democracia, como una condición necesaria para que un sistema pueda ser llamado democrático.
Cada enfoque de la democracia postula una meta fundamental y sus partidarios aspiran a alcanzarlas mediante normas, políticas y asignaciones de recursos. Mientras el modelo liberal postula como meta la limitación del poder del gobierno y su sometimiento a la ley, a fin de hacer respetar y proteger los derechos individuales y de las minorías, el participativo aspira a maximizar la participación popular en la toma de decisiones sobre políticas, más allá del mero ejercicio del derecho al sufragio. Para los que aspiran a crear democracias deliberativas, las instituciones liberales y las consultas no son suficientes. No aspiran a favorecer la competencia y la protección de intereses, sino principalmente a superar el conflicto y crear consensos a partir del debate y el convencimiento. Finalmente, los partidarios de la democracia igualitaria persiguen un orden social que produzca y asegure no solo la igualdad liberal (ante la ley) o el ejercicio igualitario de la participación, sino principalmente la igualdad material. A su
vez, profundas diferencias existen entre los que promueven la igualdad de oportunidades y quienes aspiran a la igualdad de los resultados.
Para medir el concepto de democracia y sus variedades se pueden emplear las definiciones operativas y datos aportados por el Proyecto V-Dem del Instituto Variedades de Democracia (Coppedge M. G., 2020a). El concepto procedimental de democracia que se emplea en este trabajo es definido operativamente en los términos de lo que V-Dem denomina “índice de democracia electoral” (Coppedge M. J., 2020b). El índice pretende medir hasta qué punto el sufragio extendido hace a los gobernantes sensibles a los ciudadanos, en un contexto en el que hay libertad de expresión y medios independientes, las organizaciones políticas y de la sociedad civil pueden operar libremente, las elecciones son limpias y no están empañadas por fraudes o irregularidades sistemáticas, las elecciones afectan la composición del ejecutivo nacional.
Para V-Dem, la democracia electoral es un elemento esencial de cualquier otra concepción de democracia, sea esta denominada liberal, participativa, deliberativa, igualitaria o de cualquier otro modo. El índice se forma agregando otros índices que miden la libertad de asociación, elecciones limpias, libertad de expresión y elección de funcionarios (Teorell, 2019).
La medición cuantitativa de la democracia conduce a suponer que esta y otras formas de gobierno no son compartimientos estancos, sino variables de intervalo cuyos valores pueden ser comparados entre países y a lo largo del tiempo. Esta aproximación metodológica da cuenta del hecho de que los países pueden ser muy o muy poco democráticos y pueden combinar elementos muy democráticos con elementos muy autocráticos. Es decir, la medición cuantitativa permite evitar afirmaciones categóricas del tipo: el país X es una democracia, mientras Y no lo es. En contraste, permite afirmar cosas como: el país X tiene hoy un nivel “d” de democracia, en la dimensión D en el tiempo t1, distinto (mayor o menor que) al país Y en el tiempo t2. Obviamente, las comparaciones (tanto cualitativas como cuantitativas) pueden hacerse respecto de un mismo país en momentos distintos de su historia.
Con base en mediciones de democracia es posible, además, definir puntos de corte en la escala para seleccionar casos de interés y descartar otros que no alcanzan el valor de democracia de interés para su estudio. El punto de corte esperado en una escala de 0 a 1, como la usada por V-Dem, sería la media (0.5). No obstante, en la medida en que hay regímenes parcialmente autoritarios que contienen procesos e instituciones que funcionan de un modo aproximadamente democrático, es posible establecer un umbral más bajo. En 2019, Kasuya y Mori hallaron que los umbrales que logran la mayor consistencia con la codificación binaria (democracia vs. no-democracia, por ejemplo) son 3.7 en la escala de 1 a 7 para Freedom House, 4.5 en la escala -10 a +10 de Polity, y 0.42 en la escala de 0 a 1 de V-Dem (Kasuya & Mori, 2019). Estos valores difieren de los sugeridos por los proveedores de los datos y escalas que, respectivamente, son iguales a 2.5, 6 y 0.5.
La Tabla 1 muestra que si bien no todos los países alcanzan niveles de democracia en promedio por encima del umbral, aun en los casos en los que los promedios son más bajos ha habido años en los que caerían en la categoría de democracias si se empleara una tipología binaria.
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
TABLA 1: Valores promedios, mínimos, máximos del índice de democracia electoral DE V-DEM. AMÉRICA LATINA, 1959-1919
Fuente: cálculos propios con base en datos suministrados por el Instituto Variedades de Democracia (V-Dem).
Los índices de V-Dem permiten, en primer lugar, establecer con relativa precisión cuáles regímenes son democráticos y cuán democráticos son. En segundo lugar, la medición en una escala de intervalos del nivel de democracia permite identificar umbrales para seleccionar los casos que alcancen un determinado nivel de democracia, lo cual hace posible tanto descripciones mucho más precisas que una simple tipología, como justificar con mejor base la selección de los casos de estudio. Más aún, la medición cuantitativa de la democracia permite emplear números en lugar de palabras para dar cuenta de regímenes en mitad de camino entre la democracia plena y el completo autoritarismo. Con ello se evita el engorroso problema de clasificar a un gobierno como un caso de las muchas y sutiles categorías identificadas por la literatura comparativa como, por ejemplo, una democracia delegativa (O’Donnell G. , 1993), un autoritarismo-electoral (Schedler, 2006), un régimen híbrido o autocracia competitiva (Meyer, 2013; Levisky & Way, 2012) o autoritarismo semicompetitivo (Martinez Meucci, 2013).
Empleando el umbral de Kasuya y Mori, trece de los dieciocho países caen en promedio por encima del valor de 0.42 del índice de democracia electoral. Honduras, Nicaragua, Paraguay, Guatemala y El Salvador han sido los países en promedio menos democráticos durante el período estudiado. No obstante, incluso estos cinco casos han tenido años en los que superan el umbral. Aunque casi todos los países, salvo Costa Rica, han tenido años de muy poca democracia, todos los dieciocho casos han alcanzado niveles máximos de democracia muy por encima del umbral al menos en algunos años del lapso en el que son estudiados. Cuba
es el único país de América Latina excluido del análisis de datos presentado en este capítulo porque no ha superado el umbral entre dictadura y democracia electoral en ningún año de la serie temporal que cubre este estudio (1959-2019).
Todos los índices de V-Dem incluyen el principio de la poliarquía además de otros componentes característicos de cada una de las concepciones de democracia antes mencionadas. Los índices incluyen mediciones tanto de lo que formalmente dicen las normas como el funcionamiento efectivo de las mismas. Los expertos de cada país conocen y ponderan experiencias nacionales, regionales y locales de participación, deliberación e igualdad que influyen en los puntajes y niveles de certeza asignados al país en una variable determinada. Los datos de V-Dem aportan una visión multidimensional y cuantitativa de la democracia electoral y sus variantes.
No obstante, todas las variantes de democracia están fuertemente correlacionadas entre sí (ver Tabla 2). La correlación “r” de Pearson entre el índice de democracia electoral y los demás índices de variedades de democracia es casi perfecta. Alcanza 0.92 con el índice de democracia igualitaria y 0.97 para los otros tres índices. Lo mismo para las correlaciones bivariadas de los cuatro restantes índices entre sí. Todos ellos correlacionan positivamente y con magnitudes muy altas de “r”.
TABLA 2: Correlación de Pearson entre los índices de democracia electoral, liberal, DEL PROYECTO VARIEDADES DE DEMOCRACIA (D-DEM)
Fuente: elaboración propia con base en datos del Proyecto Variedades de Democracia, V-Dem, para América Latina 1959-2009 (Coppedge et, al.,”V-Dem [Country–Year/Country–Date] Dataset v10”. Varieties of Democracy (V-Dem) Project; Pemstein et.al., 2020). Datos disponibles en https://www.v-dem.net/en/data/data-version-10/
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Es natural esperar este nivel de correlación pues todos los índices de democracia de V-Dem incluyen como componente el indicador de democracia electoral. Para evitar el ruido que esto puede introducir en el análisis, en este trabajo se emplean solo los componentes de democracia liberal, participativa, deliberativa e igualitaria en lugar de los índices. Las correlaciones entre los componentes también son altas y estadísticamente significativas, pero la magnitud de los coeficientes es menor. En los modelos de regresión múltiple por mínimos cuadrados que se ofrecen en este trabajo se incluyen los indicadores de poliarquía, liberalismo, participación, deliberación e igualdad democrática en lugar de los índices respectivos.
Desencanto democrático
La teoría democrática supone la existencia de ciudadanos al menos medianamente activos, si no entusiastamente involucrados en los asuntos de la comunidad política. En la práctica, no siempre todos ni la gran mayoría de los ciudadanos son políticamente activos en una democracia pero, por definición, el gobierno del pueblo necesita al menos la aceptación y el apoyo de la mayoría del pueblo. Por ello, se entiende por desencanto el cambio en la valoración de la democracia por parte de los ciudadanos, que pasan de tener una valoración favorable a una valoración desfavorable de esta. La evaluación persistentemente negativa de la democracia no puede considerase desencanto. Solo se puede hablar de desencanto si previamente hubo encanto. El desencanto no es mera insatisfacción con el gobierno de turno, ni suspicacia, aprehensión o evaluación crítica de los políticos y la política como práctica. Se habla de desencanto cuando se observa que el ciudadano deja de ver la democracia como la mejor forma de gobierno y como el medio ideal para acceder a la justicia y garantizar igualdad política y social (Jenkins, 2018).
El desencanto democrático puede medirse directa e indirectamente por medio de estudios de opinión, aunque también puede ser indicado por eventos que muestren el compromiso o el distanciamiento popular con el régimen político. Grandes manifestaciones de apoyo a la democracia luego de, por ejemplo, un intento de golpe de Estado, un asesinato político, crímenes de odio contra una determinada minoría o en denuncia de la violación de derechos humanos, son también indicadores de compromiso con la democracia. Otros ejemplos podrían ser el nivel de abstención en elecciones competidas, el número de miembros, la extensión territorial y el total de organizaciones de la sociedad civil existentes, tanto en general como aquellas involucradas en la promoción de derechos civiles y políticos. Una disminución importante del numero de afiliados, del número de organizaciones o su reducción a unas determinadas localidades o grupos sociales, puede ser un indicador de desencanto. Igualmente, la actividad en redes sociales de individuos y grupos en favor de la participación, el debate, la ampliación y respeto de derechos, la igualdad política y la exigencia de responsabilidad a los políticos y rendimiento de cuentas por sus actos, pueden ser indicadores de apoyo a la democracia y su funcionamiento. En contraste, el surgimiento y crecimiento de grupos radicales antisistema o en contra de los derechos de una determinada minoría o a favor de la supremacía de otros grupos étnicos, religiosos, lingüísticos o regionales, sea que participen o no en elecciones, pueden ser indicadores de decaimiento del apoyo a la democracia. Cabe decir que es altamente probable que muchos grupos cuya actuación puede ser vista como antidemocrática desde la perspectiva académica, se consideren a sí mismos como defensores de alguna forma de democracia. Ello, en sí mismo, es digno de estudios especiales. No obstante, a falta de mejores y más abundantes mediciones disponibles para los dieciocho países de la región, en este trabajo se estudia el nivel de desencanto con base en variaciones en las actitudes y valoraciones de los ciudadanos respecto de la democracia, según son
medidas en estudios de opinión comparables entre sí. Aunque se reconoce que hay diversas fuentes de información que podrán ser útiles en estudios de casos específicos, las encuestas aportan los datos más pertinentes para este trabajo que está centrado en la perspectiva regional (es decir, en el bosque de países, más que en cada uno de los árboles).
El nivel de democracia existente en las instituciones de un país en un momento dado no es lo mismo que el nivel de apoyo que la democracia tiene entre los ciudadanos. Los países pueden ser más o menos democráticos desde el punto de vista de sus instituciones formales y en el funcionamiento de estas, pero sus habitantes pueden apoyar mucho o poco tanto a la democracia en general, como al funcionamiento de la democracia en sus respectivos países. Aunque el funcionamiento de las instituciones y las actitudes de los votantes respecto a ellas pueden estar correlacionadas, ambos conceptos no pueden confundirse.
En consecuencia, para medir el desencanto se emplean sondeos de opinión pública que permiten observar y comparar variaciones en el tiempo y entre países el grado de apoyo al régimen democrático y a la forma en la que la democracia funciona en cada país. No es lo mismo el desencanto con el funcionamiento de un sistema considerado democrático que el desencanto con la democracia como forma política considerada en abstracto. Por esa razón es necesario indagar acerca de ambas valoraciones.
La fuente de datos a ser empleada son los estudios de opinión llevados a cabo por Latinobarómetro. Otra valiosa fuente de datos de opinión pública disponible es ofrecida por el AmericasBarometer de Latin American Public Opinion Project (LAPOP) de la Universidad de Vanderbilt. Lamentablemente, esta segunda fuente reporta datos que van desde 2004 hasta 2019, mientras Latinobarómetro abarca desde 1995, para algunos países, y 1996 para casi todos los demás (con la excepción de República Dominicana, donde los datos disponibles parten de 2004) hasta 2018.
RELACIONES TEÓRICAS ENTRE LOS CONCEPTOS DE DEMOCRACIA, DESENCANTO Y CRISIS
¿La democracia es intrínsecamente conducente al desencanto ciudadano? ¿Hasta qué punto el funcionamiento de las instituciones y prácticas políticas abonan el terreno para el cinismo y la desilusión con la democracia?
La compleja relación entre democracia y desencanto es tema de estudio no solo en las democracias frágiles o nuevas, sino también las más antiguas y aparentemente consolidadas. En estas últimas, descensos importante de los niveles de participación electoral a nivel nacional han sido vistos como el producto del descontento ciudadano con el consumismo, la especialización de la actividad política, la complejidad de los asuntos de la agenda y el cinismo de los ciudadanos promovido por medios de comunicación (Stoker, 2006) y las redes sociales que han trasformado la política en espectáculo de masas (Edelman, 1988; Briziarelli & Armano, 2017).
Por ejemplo, Robert Putnam fue uno de los primeros en sostener que la democracia estadounidense estaba afectada por un significativo deterioro de la participación de los ciudadanos en organizaciones voluntarias entre los setenta y los noventa del siglo XX (Putnam R. D., 2000). Igualmente, en los Estados Unidos ha decrecido la participación en concentraciones partidistas y discursos de líderes, así como el involucramiento en actividades y asuntos públicos de las comunidades locales. Incluso la asistencia a la iglesia ha caído, lo cual es llamativo en un país caracterizado por un tradicionalmente alto nivel de compromiso con la democracia por parte de la mayoría cristiana protestante. Los ciudadanos estadounidenses se han desconectado psicológicamente de la política y de las instituciones de gobierno nacional, expre -
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sando una creciente desconfianza hacia el gobierno federal. Al margen de las críticas que se han formulado al concepto de capital social y su importancia para la democratización (Boix & Posner, 1998; Tarrow, 1996) lo cierto es que los hallazgos de Putnam no han podido ser refutados. En los Estados Unidos hay un creciente desapego con las instituciones democráticas, con la cultura participativa y la acción organizativa de la sociedad americana. El apoyo en dos elecciones sucesivas al discurso personalista y antiestablishment de Donald Trump, por parte de poco menos de la mitad de los votantes, es un claro indicador del decaimiento de la política bipartidista a nivel federal.
Barry Hindess planteó dos problemas relacionados con la idea de democracia como autogobierno del pueblo que pueden explicar el desencanto de los ciudadanos (Hindess, 1997). En primer lugar, el déficit democrático y, en segundo lugar, la corrupción en la asignación de recursos públicos. El problema del déficit democrático se concreta en el hecho de que los arreglos democráticos están invariablemente limitados por arreglos de tipo no democrático. Dentro de la democracia subsisten instituciones, organizaciones y prácticas no democráticas de las cuales pueden surgir retos que la democracia no siempre logra superar. Por otro lado, la corrupción en la asignación de recursos públicos para premiar la lealtad política y castigar el disenso tiene impacto en regímenes que proclaman la igualdad de derechos.
Desde un punto de vista más optimista, Guillermo O’Donnell sostuvo que la crítica de la democracia es intrínseca a la democracia misma (O’Donnell G. , 1999). Siendo un sistema en el que la contestación es esencial, de su propio seno surge el cuestionamiento no solo al gobierno o a los políticos, sino de las bases del sistema y de su funcionamiento. Visto así, toda democracia está condenada a coexistir con cierto nivel de desencanto. Más aún, como forma política basada en el libre ejercicio de la contestación y deliberación crítica de las reglas del derecho político (constitucionales y legales) y del funcionamiento de la democracia en los hechos, el gobierno popular vive en crisis eterna.
Adam Przeworski sugiere, en coincidencia parcial con O’Donnell, que la magnitud de la crisis de la democracia ha sido sobreestimada. Basa sus elaboraciones en una teoría minimalista de la democracia como método electoral en el que, si el titular del gobierno pierde las elecciones, sale del cargo que es ocupado por el ganador. Su análisis de las crisis la apoya en el estudio de tres ejemplos históricos: la Alemania de Weimar, la Cuarta República francesa y el Chile previo al golpe contra Salvador Allende, en 1973 (Przeworski, 2019).
La democracia entra en crisis, desde la perspectiva de Przeworski, solo si es posible que las elecciones se transformen en no competitivas o se tornen irrelevantes para que un gobernante se mantenga o salga del poder. Los ejemplos históricos revisados en su obra le conducen a relativizar la idea de que la actual situación de la democracia occidental es crítica. No se puede hablar de crisis, según Przeworski, simplemente porque, por ejemplo, los votantes americanos elijan presidente a un actor de un reality-show o porque Inglaterra salga de la UE. Las verdaderas crisis de la democracia ocurren cuando están amenazadas las condiciones que establece Dahl para la existencia de elecciones competidas –ya mencionadas– y que, dichas sumariamente, se reducen a derechos políticos y libertades cívicas (que aseguren contestación y participación política-electoral).
Aun cuando Przeworski descarta la existencia actual de crisis en las democracias de Occidente, también observa dos tendencias que, a largo plazo, le resultan preocupantes: en el plano de las instituciones, la creciente inestabilidad en los sistemas de partidos y, a nivel social, las evidencias de pesimismo generalizado indicadas por el hecho de que en la mayoría de los países occidentales, las personas piensan que sus hijos vivirán peor de como ellas viven hoy.
La crisis y el desencanto, en consecuencia, son intrínsecas al modo en que la democracia funciona y, a menos que la continuidad del mecanismo competitivo de elección del gobierno esté amenazada o deje de funcionar, no se puede hablar de crisis de la democracia. Más aún, no siempre es posible la supresión de los conflictos y tensiones sociales y políticas, ni tampoco es necesario hacerlo. Los intentos de suprimir por completo o reducir apreciablemente los conflictos sociales y políticos son riesgosos pues terminan por alterar la naturaleza conflictiva y competitiva del régimen democrático.
El desencanto y la crisis pueden verse como corolarios de paradoja de la democracia. Si la democracia es, de alguna manera, el gobierno popular, resulta contradictorio con sus fundamentos que el pueblo o una parte mayoritaria del mismo no la apoye. No obstante, si la democracia garantiza la libertad política y la regla de la mayoría, el pueblo o una mayoría de este tendría el derecho de desafiliarse libremente e incluso votar a favor de acabar con la democracia democráticamente. Tal paradoja no es una mera especulación teórica. Históricamente ha sucedido que la mayoría, en determinados países, ha elegido gobiernos que acaban con la democracia empleando para ello el voto popular.
Una solución posible a la paradoja de la democracia se deriva del principio liberal de la democracia. Si la mayoría está sometida al imperio de la ley que protege derechos individuales y de las minorías, el pueblo soberano no tiene el poder ilimitado de acabar ni con los derechos de las minorías, ni con las reglas que permiten que esa minoría compita por el gobierno, logre representación y eventualmente pueda convertirse en mayoría. Más aún, en el caso extremo de que exista una mayoría homogénea que no se fracture nunca, si ejerce el poder sometida a la ley que protege los derechos individuales y de las minorías, estará impedida de comportarse tiránicamente.
Obviamente, esto lleva al problema de cómo se crean las reglas constitucionales. La solución aportada por Rawls (el “velo de ignorancia”) permite suponer que, racionalmente, si la mayoría no tiene certeza de que estará siempre en el poder, aprobará reglas constitucionales que protejan a la minoría. A ello le lleva la falta de certeza de que la mayoría de hoy no será minoría en el futuro. Incluso, más allá de Rawls, si la incertidumbre le impide descartar que pueda ser desalojada del poder por la fuerza –por minorías sistemáticamente excluidas–, o que los costos de mantenerse tiránicamente en el poder sean muy altos (Dahl 1971), lo racional es no imponer tiranías de mayoría.
Otra forma del mismo problema es la paradoja del voto. Schumpeter reduce la democracia al método electoral para escogencia de líderes quienes, por este medio, reducen la violencia de sus confrontaciones por el disfrute del poder (Schumpeter, 1962 [1942]). Incluso si ese fuera el caso, las elites necesitarían de un mínimo compromiso de los votantes. El voto tiene costos y sin algún factor normativo o afectivo, diferente a la mera diferencia entre los costos de votar y los de abstenerse, el votante racional carece de motivos para votar (Downs, 1997 [1957]) y mucho menos los tendría para participar cotidianamente o involucrarse en debates sobre asuntos públicos. La democracia requiere que en la ecuación del voto del elector racional, cada votante incluya el llamado “factor D” (por “deber” democrático) de Riker (Riker & Ordeshook, 1968). Por tanto, el apoyo a la democracia no es solo el respaldo al método de la escogencia del gobierno mediante el sufragio, sino también una expresión de lealtad al régimen de gobierno popular. Dado que la democracia contemporánea no puede prescindir de la contestación al gobierno y la participación de los ciudadanos (Dahl R. A., 1971), su persistencia depende de la legitimación y relegitimación periódica basada en la consulta popular.
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No obstante, si bien lo dicho hasta ahora es válido en toda democracia, las democracias nuevas enfrentan también una serie de problemas específicos. La trayectoria de los países occidentales en sus procesos de democratización supuso, en primer lugar, el desarrollo del Estado liberal como precondición de la democracia liberal. No es este el caso de democracias más jóvenes en las que el proceso de democratización ha tenido lugar en Estados autoritarios o, peor aún, en Estados frágiles. No es fácil despachar a priori el viejo debate acerca de si las instituciones surgen y funcionan de una determinada manera como resultado de una determinada cultura (Putnam, Leonardi, & Nanetti, 1993) o si, por el contrario, la democracia es endógena a los intereses políticos de quienes la construyen y hacen funcionar (Weingast, 1997).
Sheri Berman, tras analizar parte importante del gran volumen de información histórica compilada por múltiples autores, tras muchos años de investigación y análisis del surgimiento del Estado y la democracia en Europa, concluye que la democracia liberal es un logro raro y reciente (Berman, 2019). No hay atajos para llegar a ella. Su logro se asemeja más a un maratón que a una carrera de alta velocidad. La democracia no se construye desde cero. Hay un legado histórico de instituciones que originalmente emergieron en las monarquías absolutas y las dictaduras. Tal evolución gradual de las instituciones condiciona las opciones y las acciones de los que intentan construir democracias. Desde su perspectiva, la democracia liberal es posible solo donde previamente se desarrollan tanto Estados fuertes como un sentido ciudadano de pertenencia a la comunidad y cultura nacional. Desde esta perspectiva, los constructores contemporáneos de instituciones democráticas deberían bajar sus expectativas y abandonar la creencia ingenua, surgida después de 1989, de que todos los países avanzan inexorablemente hacia la democracia liberal. En realidad, según Berman, los países que tropiezan con severos obstáculos en el camino a la democracia son la norma, no la excepción. Aunque no es necesario en este trabajo abordar la larga, importante y compleja polémica entre la posibilidad de construir democracias en culturas distintas a las que históricamente dieron origen a sus instituciones, es necesario subrayar que, en la coyuntura actual, hay evidencias de que tanto las instituciones, prácticas y valores democráticos están bajo una tensión considerable. Las reflexiones de Berman son pertinentes en el caso de la democratización de la mayoría de los países de América Latina contemporáneamente.
CRISIS, DESENCANTO Y POSIBLES EXPLICACIONES
Las transiciones políticas latinoamericanas se produjeron en un contexto mundial de optimismo democrático creado por lo que Samuel Huntington llamó la “tercera ola” de la democratización (Huntington, 1991). Mientras Europa presenciaba las transiciones de Portugal, Grecia y España, la caída del muro de Berlín y la democratización de Europa del Este, América Latina se fue poblando de nuevo de gobiernos electos mediante el voto popular desde finales de los setenta, luego de décadas de guerras civiles en Centroamérica y brutales dictaduras militares en Suramérica. Nunca en la historia del continente hubo tantas democracias como las existentes durante las últimas tres décadas. Probablemente, tampoco estuvo antes tan extendida la creencia de que el fracaso del socialismo totalitario y el capitalismo autoritario conducía inexorablemente a una era de triunfo y expansión de las ideas e instituciones democrático-liberales del mundo occidental (Fukuyama, 1992).
En ese contexto global de democratización, el primer y más claro logro de los países latinoamericanos ha sido la realización reiterada de elecciones libres, competidas y medianamente justas, durante varias décadas. Las elecciones latinoamericanas pos-transiciones han ocurrido con
relativamente bajos niveles de cuestionamiento de los resultados y con alternabilidad pacífica en el poder. En los ochenta, en casi todos los países, los militares se inhibieron de cuestionar el triunfo de partidos democráticos que, en los setenta eran vistos como enemigos internos y amenazas a la seguridad de la nación. En los noventa y la primera década del presente siglo, proliferaron los gobiernos de izquierda que lograron completar sus mandatos y ser reelegidos sin mayores tropiezos en la gran mayoría de los casos. A finales de la segunda década del siglo XXI, gobiernos de izquierda fueron derrotados con votos por sus oponentes sin ocurrencia de golpes de Estado militares tradicionales. Recientemente, los partidos de izquierda han recuperado el poder por vía electoral en algunos países sin que militares y políticos de derecha se lo hayan impedido. Igualmente, presidentes de todos los signos políticos han sido pacíficamente destituidos por los legisladores y las cortes. Aunque en muchos casos los militares no han estado totalmente al margen de estos procesos, los procedimientos democráticos y el derecho constitucional han prevalecido sobre la previamente extendida práctica de la violencia política y el golpe militar. No obstante, pese a sus importantes logros, las democracias latinoamericanas son deficitarias y, recientemente, su desempeño institucional se ha deteriorado. Con base en indicadores cuantitativos se puede afirmar que en varios países de América Latina existe una disminución, estancamiento o bajo crecimiento de la cantidad de democracia. Al contrario que en las democracias de los países de Europa Occidental y Norteamérica, en América Latina el deterioro de la democracia no ocurre tras largos períodos de expansión de los derechos políticos, libertades cívicas y mejoramiento de la calidad de vida de los ciudadanos. Los estancamientos y retrocesos en los indicadores de democracia comienzan a aparecer muy tempranamente luego de las transiciones (Hagopian & Mainwaring, 2005), con variantes de país a país, en casi todas las democracias de la tercera ola en América Latina y también las preexistentes a tal ola (Colombia, Costa Rica y Venezuela). En algunos casos, las crisis conducen a cambios abruptos de gobierno tras protestas masivas y prolongadas. En otros, los gobiernos logran mantenerse, negociando con los oponentes o reprimiendo a las protestas. Sea como fuera, en muchos casos, la calidad de la democracia se ha deteriorado y las instituciones y los equilibrios de poder se han roto o cambiado. Sin embargo, en contraste con las crisis del pasado, descritas y explicadas por la literatura del quiebre de las democracias (Linz & Stepan, 1978), hasta ahora incluso las crisis más severas se han resuelto sin que desaparezcan del todo las formas democráticas, aún en los casos donde más deterioro institucional ha sido observado.
¿HASTA QUÉ PUNTO PUEDE HABLARSE DE CRISIS DE LA DEMOCRACIA EN AMÉRICA LATINA?
En la región hay un grupo de países que destaca por tener un relativamente elevado y estable desempeño como democracias electorales. Ello no significa que los miembros de este grupo estén exentos de tensiones, problemas y situaciones críticas, sino que sus democracias enfrentan estas circunstancias sin sufrir decaimientos severos. Costa Rica es el caso más notable, aunque también Chile y Uruguay son democracias electorales que se acercan al máximo puntaje de las escalas de V-Dem. Argentina y Panamá desde sus transiciones y Perú, luego del colapso del autoritarismo electoral de Alberto Fujimori (Carrión, 2006), forman otro clúster de países que obtienen valores altos en el índice de democracia electoral. No obstante, los miembros de este segundo subgrupo tienen niveles promedio de democracia electoral inferiores a los de Costa Rica, Chile y Uruguay. (Ver gráfico 1)
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
GRÁFICO 1: Países con valores más elevados de democracia electoral en América Latina: ARGENTINA, CHILE, COSTA RICA, PANAMÁ, PERÚ Y URUGUAY. V-DEM, 1900-2019
Fuente: elaboración propia con base en datos del Índice de Democracia Liberal de V-Dem (Coppedge et.al., “V-Dem [Country–Year/Country–Date] Dataset v10”. Varieties of Democracy (V-Dem) Project; Pemstein et.al., 2020). Datos disponibles en https://www.v-dem.net/en/data/data-version-10/
No obstante, si se enfoca el comportamiento, las cifras para los últimos años se observan caídas en los niveles de democracia en Chile, Uruguay y Costa Rica (ver gráfico 2). La caída en los valores de democracia electoral en Chile es bastante más marcada que en Uruguay. En este otro país, se registra una caída en 2013 y pequeñas variaciones posteriores con tendencia al deterioro. En 2017, Costa Rica registra una caída abrupta en el índice de democracia electoral con ligera recuperación desde entonces. En 2016, la confrontación política alcanzó niveles más altos de los comunes en ese país centroamericano, debido al debate sobre la reforma tributaria promovidas por el gobierno del presidente Luis Guillermo Solís Rivera. El fracaso del intento de reforma ha sido visto como un hito en una “crisis de gobernabilidad más generalizada” (Borges, 2017) caracterizada por una marcada fragmentación y polarización partidaria que dificultó el logro de acuerdos para la aprobación e implementación de políticas públicas. Similarmente, el descenso de los niveles en el indicador de democracia en Uruguay coincide con el incremento de la confrontación entre partidos. El año 2012, inmediatamente anterior a la caída del indicador graficado, ha sido visto como una “bisagra política” (Bidegain Ponte, 2013) . En 2012, último año de la gestión de gobierno del presidente José Alberto “Pepe” Mujica, la oposición arreció la confrontación con el gobierno, dejando de lado acuerdos de gobernabilidad, con el fin de prepararse para las elecciones de 2014. Igualmente, algunos asuntos públicos como la inseguridad y la educación se hicieron salientes. El crecimiento de la confrontación entre partidos y la preeminencia de asuntos sentidos como problemas crecientes por parte de la población, pudieron afectar no solo la imagen del presidente sino también las actitudes hacia la democracia.
GRÁFICO 2: Países con valores más elevados de democracia electoral en América Latina: CHILE, COSTA RICA Y URUGUAY. V-DEM, 2009-2019
Fuente: elaboración propia con base en datos del Índice de Democracia Liberal de V-Dem (Coppedge et.al., “V-Dem [Country–Year/Country–Date] Dataset v10”. Varieties of Democracy (V-Dem) Project; Pemstein et.al., 2020). Datos disponibles en https://www.v-dem.net/en/data/data-version-10/
GRÁFICO 3: Democracias electorales de mejoramiento moderado en América Latina: COLOMBIA, GUATEMALA, MÉXICO, EL SALVADOR Y PARAGUAY. V-DEM, 1900-2019
Fuente: elaboración propia con base en datos del Índice de Democracia Liberal de V-Dem (Coppedge et.al., “V-Dem [Country–Year/Country–Date] Dataset v10”. Varieties of Democracy (V-Dem) Project; Pemstein et.al., 2020). Datos disponibles en https://www.v-dem.net/en/data/data-version-10/
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
GRÁFICO 4: Democracias electorales en declive en América Latina: BOLIVIA, BRASIL, ECUADOR, HONDURAS, NICARAGUA Y VENEZUELA. V-DEM, 1959-2019
Fuente: elaboración propia con base en datos del Índice de Democracia Liberal de V-Dem (Coppedge et.al., “V-Dem [Country–Year/Country–Date] Dataset v10”. Varieties of Democracy (V-Dem) Project; Pemstein et.al., 2020). Datos disponibles en https://www.v-dem.net/en/data/data-version-10/
En otro grupo de países de la región, el índice tiende a crecer ligeramente poco después de las transiciones (gráfico 3). La tendencia tiene una pendiente positiva pero no muy fuerte, lo que sugiere un avance lento de estos países en términos de crecimiento del nivel de pluralismo político. No obstante, en la mayoría de ellos (cuatro de los cinco países son de este grupo) se observan retrocesos. Salvo en Paraguay, en los demás (Colombia, Guatemala, El Salvador y México) fueron registrados peores desempeños democráticos en 2019 que en años anteriores. Los retrocesos no son severos como los que se ven en el tercer grupo a ser analizado más adelante. No obstante, siendo que se trata de países con déficits democráticos, un descenso en el nivel de democracia electoral debe ser observado con atención. El gráfico 4 resume las tendencias en la democratización de un tercer grupo de países. En este, la pendiente del índice de democracia se ha hecho recientemente negativa. El descenso del índice ha sido consistente, año tras año, desde hace un quinquenio o más. No obstante, el momento histórico del inicio del declive de la democracia varía de un país a otro.
Venezuela destaca en este grupo por la fuerte caída en el nivel de su poliarquía desde mediados de los noventa, pese a que fue el único país democrático del grupo desde 1959 hasta los ochenta; 1992 y 1993 fueron años de levantamientos militares fallidos y de intensas polémicas públicas causadas por el juicio, destitución y posterior encarcelamiento del presidente Carlos Andrés Pérez. Aunque el valor del índice se recupera en 1995, cae de nuevo sin mejoras importantes a partir del año 2000, cuando el presidente Hugo Chávez lidera un
proceso de intensas reformas dirigidas expresamente a acabar con la democracia electoral y reemplazarla por una, así llamada, “protagónica” y participativa. Venezuela es el país con el actual nivel más bajo de democracia electoral, seguido muy de cerca por Nicaragua.
Desde 2008, Nicaragua tiene un patrón de decaimiento del pluralismo y la competitividad electoral muy parecido al de Venezuela, y el punto de inflexión de su curva se ubica después del venezolano, en 2006, tras la elección de Daniel Ortega. No obstante, el deterioro de la competitividad electoral nicaragüense comienza antes, con gobiernos de derecha. En Honduras, la pendiente de caída de la democracia electoral es bastante similar a la de Venezuela y Nicaragua. Las curvas de Ecuador y Bolivia tienen pendientes menos pronunciadas, pero en ambos países se observan deterioros marcados, especialmente desde el año 2008. En Brasil, por el contario, la pendiente negativa de su curva se inicia más recientemente, en correspondencia con una secuencia de eventos que van desde graves escándalos de corrupción a los niveles más altos del gobierno, la salida forzada del poder de la presidenta Dilma Rousseff y la elección del capitán retirado de extrema derecha Jair Bolsonaro como presidente. No sorprende que sean estos los casos de aquellos países de la región en los que han sido electos y han gozado de amplio respaldo popular (y algunos reelectos repetidamente) líderes expresamente contrarios a los principios de la democracia liberal e, incluso, elementos básicos de la democracia electoral. En algunos de estos países, los gobernantes actuales o sus predecesores impulsaron –con éxito– reformas constitucionales para prolongar sus mandatos, incrementar el número de sucesivas reelecciones y limitar las libertades cívicas y la oposición política.
¿HAY DESENCANTO CON LA DEMOCRACIA?
Como se dijo antes, en este trabajo se define operativamente el desencanto como una caída en el nivel de apoyo y de satisfacción con la democracia, con base a mediciones hechas por estudios de opinión comparables a lo largo del tiempo y entre países. Visto así, el desencanto es una función inversa del apoyo y la satisfacción. Obviamente, se debe insistir en decir que carece de sentido hablar de desencanto si el apoyo a la democracia se mantiene igualmente bajo, o con pocas variaciones, a lo largo del tiempo en un mismo país. Para que haya desencanto, previamente tuvo que haber encantamiento. Como también se dijo antes, el desencanto se mide acá usando cifras de Latinobarómetro y LAPO.
La tabla 3 muestra los porcentajes de respuestas a la pregunta con la que Latinobarómetro mide el apoyo a la democracia de 2015 a 2018. Lo primero a destacar, con base en los datos de la tabla, es que la democracia ha sido la forma de gobierno preferida en todos los países de la región.
Una visión panorámica de la crisis y el desencanto con la democracia en América Latina
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
TABLA 3: Apoyo a la democracia en América Latina. Latinobarómetro, 2015-2018
Fuente: Latinobarómetro. Datos disponibles en www.latinobarometro.org
Pregunta “¿Con cuál de las siguientes frases está Ud. más de acuerdo?” Las frecuencias corresponden a las respuestas: “la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno;” “En algunas circunstancias, un gobierno autoritario puede ser preferible” y “A la gente como uno, nos da lo mismo un régimen democrático que uno no democrático.”
Sin embargo, si se comparan las cifras para 2015 y 2018, el apoyo a la democracia ha descendido en todos los países con la única excepción de Costa Rica. Esta caída generalizada no tiene precedentes. En el pasado, las cifras de apoyo a la democracia han variado de un año a otro en unos países, pero no en todos a la vez.
Otros datos en la misma tabla muestran que la justificación de la eventual instauración de regímenes autoritarios no ha variado de forma importante salvo en el caso de Brasil, en el que la justificación a un eventual régimen no democrático pasa de 16 a 41 % en cuatro años. No es este el caso de la respuesta “A la gente como uno, nos da lo mismo un régimen democrático que uno no democrático,” cuyas frecuencias también se leen en la misma tabla. Esta respuesta puede ser interpretada como un indicador de indiferencia o apatía y, por ello, también como una señal de desencanto democrático.
En 2018, en El Salvador, Brasil, Honduras, México, Guatemala y Panamá, un tercio o más de la población es indiferente entre la democracia y la dictadura. El Salvador es el caso más alarmante, con un 54 % de los ciudadanos indiferentes respecto de la democracia y la no democracia. En Brasil y Honduras, el mismo año, la cifra es de 41 %. En casi todos los demás los países el porcentaje de los indiferentes respecto a la democracia gira en torno al 20 % de los ciudadanos. Solo en Costa Rica y Chile la indiferencia respecto de la democracia fue menor en 2018 que en 2015. El deterioro del apoyo a la democracia en esos mismos años, los niveles de indiferencia respecto a la democracia, juntamente con el moderado crecimiento de la aceptación a un posible régimen autoritario en algunos países, indica un posible y preocupante crecimiento del desencanto democrático.
La conclusión no es más alentadora si se analiza la serie temporal completa de datos disponibles de Latinobarómetro (1995 o 1996 a 2018). Comparando el apoyo a la democracia al comienzo de la serie (1995 o 1996, según el país) con el recibido al final (2018), se observa un descenso en la gran mayoría de los países (ver gráfico 5):
GRÁFICO 5: Variaciones en el apoyo a la democracia en América Latina, por país, según la magnitud de la diferencia entre el primero y el más
RECIENTE ESTUDIO DISPONIBLE. LATINOBARÓMETRO, 1995-1996 Y 2018
Fuente: Latinobarómetro. Datos disponibles en www.latinobarometro.org
Pregunta y respuesta graficada: “¿Con cuál de las siguientes frases está Ud. más de acuerdo? La democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno.”. Nota: Datos para República Dominicana corresponden a 2004 y 2018.
En casi todos los casos, la diferencia entre el apoyo a la democracia en 1996 y el registrado en 2018 alcanza cifras de dos dígitos. Panamá, El Salvador y Guatemala sufrieron caídas muy altas, entre el inicio y el final de la serie, en términos de diferencias en puntos porcentuales. Incluso en países con niveles históricamente elevados de democratización, la caída es notoria. Uruguay, por ejemplo, es uno de los países con mayor nivel de democracia según V-Dem.
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No obstante, mientras el 80 % de los uruguayos apoyaba a la democracia como la mejor forma de gobierno en 1996, veintidós años después solo el 61 % de la población dice que la democracia es la mejor forma de gobierno. En Costa Rica, otro país con niveles históricamente altos de democracia también ha ocurrido un importante desencanto democrático. La democracia costarricense perdió 17 puntos de apoyo entre 1996 y 2018. La valoración de la democracia mejora en dos países. En Venezuela, paradójicamente sube quince puntos en un contexto político de deterioro de las instituciones democráticas. En Chile, la variación positiva es de seis puntos porcentuales. El comportamiento de este indicador permite afirmar que el nivel de apoyo a la democracia en muchos países de la región no solo es preocupantemente bajo, sino que además ha descendido en el tiempo. El crecimiento del desencanto puede también medirse como variación porcentual del apoyo a la democracia entre 1995-1996 y 2018. Este indicador revela crecimiento asombrosamente alto del desencanto democrático en los países de América Latina, con solo las dos excepciones ya mencionadas (ver gráfico 6).
GRÁFICO 6: Variaciones porcentuales en el apoyo a la democracia en América Latina
LATINOBARÓMETRO, 1995-1996 Y 2018
Fuente: Latinobarómetro. Datos disponibles en www.latinobarometro.org
Pregunta y respuesta graficada: “¿Con cuál de las siguientes frases está Ud. más de acuerdo? La democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno.” Nota: Datos para Ecuador corresponden a 2004 y 2018
Los datos de LAPO muestran una tendencia incluso más preocupante (ver gráfico 7). El apoyo a la democracia cayó en todos los países, salvo Panamá, entre 2014 y 2016. Las caídas más acentuadas, de una magnitud igual o superior a diez puntos de porcentaje, se observan en Ecuador, Venezuela, Colombia, Chile, Guatemala y México.
GRÁFICO 7: Variaciones porcentuales en el apoyo a la democracia EN AMÉRICA LATINA. LAPO 2014-2016
Fuente: Elaboración propia con base en datos suministrados por Latin American Public Opinion Project (LAPO), disponibles en http://infolapop.ccp.ucr.ac.cr/index.php/tendencia-apoyo-democracia-latam.html.
Pregunta: “Cambiando de nuevo el tema, puede que la democracia tenga problemas, pero es mejor que cualquier otra forma de gobierno. ¿Hasta qué punto está de acuerdo o en desacuerdo con esta frase?” Escala original de la variable 1-7, donde 1 indica muy desacuerdo y 7 indica muy de acuerdo. Escala Recodificada 0-100, donde 0 indica muy en desacuerdo y 100 indica muy de acuerdo.
Enfocando el problema del apoyo a la democracia con base en los datos más recientes, la democracia es respaldada por 50 % o algo más de la población solo en nueve países. En orden ascendente Ecuador (50 %), Nicaragua (51 %), Bolivia (53 %), Colombia (54 %), Argentina (58 %), Chile (58 %), Uruguay (61 %), Costa Rica (63 %) y Venezuela (75 %). No obstante, en cinco de estos países, al contrario que en Chile y Venezuela, el apoyo a la democracia ha mermado en el lapso de las dos décadas cubiertas por los datos de Latinobarómetro. En la otra mitad del total de los países latinoamericanos (El Salvador, Guatemala, Honduras, República Dominicana, Perú, Panamá, Paraguay, México, Brasil) la democracia es apoyada por menos del 50 % de los votantes. El Salvador y Guatemala son casos extremos. En estos dos países, menos de un tercio de los ciudadanos apoya a la democracia como forma de gobierno.
El apoyo al sistema democrático se correlaciona con el nivel de satisfacción con la forma en la que la democracia funciona en América Latina. La correlación entre apoyo y satisfacción entre 1995 y 2018 para toda la región es alta (r de Pearson = 0.62) y estadísticamente muy significativa (p < 0.01).
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
El nivel de satisfacción con la democracia muestra un cuadro aún más crítico que el descrito por el nivel de apoyo a la democracia en general. A la pregunta de Latinobarómetro sobre el nivel de satisfacción con el funcionamiento de la democracia en el país del entrevistado, la suma de las frecuencias de las respuestas “muy satisfecho” y “más bien satisfecho” no alcanza 50 % en ningún país en 2018 (ver gráfico 8).
Solo en tres países la cifra había sido superior o igual al 50 % en 1996: Uruguay (57 %), Costa Rica (51 %) y Argentina (50 %). En 2018, los niveles de satisfacción más altos se observan en Uruguay (47 %), Costa Rica (46 %) y Chile (42 %). Sin embargo, de estos tres países, la satisfacción con la democracia mejoró solo en Chile en los veintidós años incluidos en este estudio. En los otros dos, la satisfacción decreció. En ese lapso, la satisfacción con la democracia también creció en México y, en más que ningún otro país, en Colombia (con una ganancia de once puntos). Las cifras más bajas de satisfacción se registran en algunos de los países con más bajos valores en los índices de democracia: Brasil (9 %), Venezuela (11 %), Honduras (18 %), Nicaragua (16 %), aunque no en todos ellos. En Ecuador, solo un tercio de la población está satisfecha con la democracia que tiene. En República Dominicana se registra la más importante caída de la satisfacción con la democracia (33 puntos) pasando de 44 % en 1995 a 11 % en 2018.
GRÁFICO 8: Variaciones en el nivel de satisfacción con la democracia existente en el país según la magnitud de la diferencia entre el primero Y EL MÁS RECIENTE ESTUDIO DISPONIBLE. LATINOBARÓMETRO, 1995-2018
Pregunta: “En general, ¿Diría Ud. que está muy satisfecho, más bien satisfecho, no muy satisfecho o nada satisfecho con el funcionamiento de la democracia en (PAÍS)?” Las frecuencias corresponden a la suma de las respuestas “muy satisfecho” y “más bien satisfecho.”
Tal como muestra el gráfico 9, elaborado con datos LAPO, el único país de la región donde aumentó ligeramente (2 %) la satisfacción con la democracia, entre 2014 y 2016, fue Nicaragua. En todos los demás, el nivel de satisfacción de los ciudadanos con las democracias
de sus países en 2016 cayó respecto del registrado dos años antes. Es alarmante que entre los países con mayor deterioro de la satisfacción con la democracia estén Chile, Panamá y Costa Rica que, de acuerdo con V-Dem están en el grupo de países de la región con mayor nivel de democracia. Al contrario, así como en Nicaragua creció la satisfacción, en Venezuela y Honduras, por ejemplo, la insatisfacción creció menos que en países más democráticos.
GRÁFICO 9: Tendencia de la satisfacción con la democracia según LAPO
PAÍSES ORDENADOS POR CAMBIO EN EL PERÍODO 2014-2016
Fuente: Elaboración propia con base en datos suministrados por Latin American Public Opinion Project (LAPO), disponibles en http://infolapop.ccp.ucr.ac.cr/index.php/tendencia-satisfaccion-democracia-latam.html
Pregunta: “En general, ¿usted diría que está muy satisfecho(a), satisfecho(a), insatisfecho(a) o muy insatisfecho(a) con la forma en que la democracia funciona en (país)?” Escala original de la variable 1-4, en la que 1: Muy satisfecho; 2: Satisfecho; 3: Insatisfecho, y 4: Muy insatisfecho. Escala Recodificada 0-100, en la que 0: Muy insatisfecho; 33: Insatisfecho, 66: Satisfecho, y 100: Muy satisfecho.
Además del descenso en las cifras de apoyo y satisfacción con la democracia, también se observa una prevalente valoración negativa de la democracia existente en cada país (ver gráfico 10 y gráfica 11). Desafortunadamente, los datos de Latinobarómetro sobre la percepción del funcionamiento de la democracia en cada nación están disponibles solo para 2017 y 2018. No obstante, las respuestas indican la existencia de un malestar en la mayoría de los países de la región.
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GRÁFICO 10: Percepción de la democracia en el país
LATINOBARÓMETRO, 2017
GRÁFICO 11: Percepción de la democracia en el país
LATINOBARÓMETRO, 2018
Fuente gráficos 10 y 11: Latinobarómetro. Datos disponibles en www.latinobarometro.org
Pregunta: “¿Cómo diría Ud. que es la democracia en su país?” Las frecuencias corresponden a las respuestas: “Una democracia plena,” “Una democracia con pequeños problemas,” “Una democracia con grandes problemas,” “No es una democracia” y “No entiendo lo que es una democracia.”
En ningún país de American Latina el porcentaje de electores que cree vivir en una democracia plena es de dos dígitos. En casi todos los países de la región, la respuesta más frecuente a la pregunta “¿Cómo diría Ud. que es la democracia en su país?” es que esta forma de gobierno presenta “grandes problemas.” Esa fue la respuesta más frecuente dada por los ciudadanos en catorce de los dieciocho países de la región en 2018. En 2017 el número fue trece.
En 2018, Chile, Costa Rica y Uruguay integran el reducido grupo de países en los que las mayorías perciben que sus regímenes políticos son “democracias con pequeños problemas.”
En Ecuador, la opinión de la mayoría pasa de considerar al sistema como una democracia con problemas menores a una con problemas mayores. En Nicaragua, la percepción se hace aún más negativa. En 2018, la mayoría de los nicaragüenses dice que en su país no hay democracia. Con las excepciones de Costa Rica y Uruguay, la respuesta “no es una democracia” supera a “es una democracia plena” en todos los casos, y fue la segunda respuesta más frecuente en Venezuela, Honduras, El Salvador y Brasil.
En suma, con base en los datos disponibles puede concluirse preliminarmente que la mayoría de los latinoamericanos, en términos generales, ven a la democracia como la mejor forma de gobierno de sus respectivos países. Esa es una buena noticia, pero las malas noticias no son menores. El número de ciudadanos partidarios de la democracia ha disminuido en el tiempo y en casi todos los países. El apoyo a la democracia como forma preferida de gobierno no solo ha descendido en la mayoría de las naciones, sino que, en varios países, la variación porcentual del numero de partidarios de la democracia no solo es negativa sino muy elevada. Igualmente preocupante es la creciente insatisfacción con el modo en el que la democracia funciona en muchos países. Ha crecido también la indiferencia respecto de la democracia y no democracia, así como la percepción de que las democracias existentes tienen grandes problemas. Es necesario esperar por datos de encuestas más recientes para verificar si se trata de una tendencia sostenida o si en los últimos dos años hay cambios de importancia. No obstante, a la espera de mejor data, se puede afirmar –por ahora– que a partir del año 2018 la región entra en una fase de desencanto democrático generalizado.
Es imperioso indagar las razones que tienen los ciudadanos para estar descontentos con el funcionamiento de la democracia, hasta un punto en el que dan señales de desencanto con ella como forma de gobierno. Más adelante se exploran algunas hipótesis al respecto. No obstante, esta es una materia pendiente que requiere análisis más detenido y con mayores y mejores datos actualizados.
DESENCANTO COMO RESULTADO DE DÉFICITS DEMOCRÁTICOS
Previamente, al comienzo de esta misma sección del trabajo, se intentó responder a la pregunta de hasta qué punto puede hablarse de crisis de la democracia en América Latina. Con base en las mediciones de V-Dem, se dejó claro que buena parte de los países de la región presentan retrocesos en sus niveles de democracia electoral. Ahora bien, es extendida la creencia de que “los males de la democracia se curan con más democracia,” como dijo hace un siglo Al Smith, exgobernador demócrata del estado de Nueva York. En consecuencia, es posible proponer que los déficits de democracia electoral se podrían curar con diseños democráticos que añadan metas sustantivas a la democracia, más allá de la mera elección de gobiernos representativos. Valores como el principio liberal de protección de los derechos individuales y de las minorías, la participación, la deliberación y la igualdad, podrían contribuir a reducir el desencanto democrático o, mejor aún, a incrementar el apoyo de los ciudadanos a la democracia.
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Es posible argumentar que mientras un determinado modelo de democracia entra en crisis, otro puede emerger, superar o compensar al que se muestra insuficiente. Podría ser el caso que el desencanto con la democracia sea producto de insuficiencias de la democracia electoral y que formas más participativas, igualitarias o deliberativas de democracia pueden encontrar más respaldo popular.
A continuación se discuten algunos hallazgos que muestran la relación entre diversos componentes de la democracia y el nivel de desencanto. Se verá que en realidad no hay grandes diferencias entre los diversos componentes de la democracia en su relación con el desencanto. Dicho de otra forma, no se puede afirmar que los latinoamericanos estén más desencantados de la democracia electoral que de otras formas de democracia. Sin embargo, el hecho de que otras formas de democracia tengan un desarrollo limitado en la región impone una limitación evidente a las conclusiones del análisis empírico de la relación entre ellas y las variaciones en niveles de desencanto.
En primer lugar, tal como podría esperarse a partir de lo dicho arriba sobre desencanto y democracia electoral, hay correlación estadísticamente significativa entre el nivel de democracia electoral y el nivel de apoyo a la democracia. Es decir, el desencanto y el bajo nivel de democracia electoral marchan de la mano. El valor del coeficiente de correlación entre el índice de democracia electoral y el porcentaje de ciudadanos que apoya la democracia (en el conjunto de los países de la región de 1995 a 2018) es positivo y significativo a un nivel p = 0.01, aunque su magnitud es baja (0.19). Es decir, a más democracia, más apoyo a la democracia por parte de los ciudadanos y por tanto, puede inferirse que hay menos desencanto. Veremos seguidamente como se relacionan las demás variedades de democracia con el desencanto.
Déficit del componente liberal de la democracia
La protección de los derechos individuales y de las minorías es típicamente postulada por los demócratas liberales no solo por ser “naturales” sino también porque permiten que la democracia funcione en paz y con eficacia. Para el liberalismo político el gobierno del pueblo es ejercido a través de representantes electos y está sometido al imperio de la ley con el fin de impedir que la tiranía (de un individuo o de la mayoría) coarte los derechos fundamentales de los individuos. El individuo, que naturalmente disfruta derecho a poseer y enriquecerse, es la entidad de la que emana la voluntad política del Estado. No hay entidad superior que pueda restringir arbitrariamente los derechos del individuo. La democracia opera en el marco del Estado de derecho que asegura la absoluta independencia política del poder judicial, un sistema de balances y contrapesos entre los poderes y la completa sujeción del poder ejecutivo a la ley.
Jeremy Bentham, al teorizar acerca de cómo debían vivir los hombres libres en sociedad, afirma que la comunidad es un cuerpo ficticio, compuesto por las personas individuales que la constituyen, por lo que el interés de la comunidad no es otra cosa que la suma de los intereses de los diversos miembros que la componen (Bentham, 1982 [1889]). Si el pueblo no es más que la suma de los individuos que lo componen, entonces no puede reconocérsele autonomía ni mucho menos superioridad ética o teleológica respecto de los ciudadanos que lo integran. El gobierno del pueblo es el de los individuos que integran la comunidad que constituye ese gobierno. El interés del pueblo no es un ente holístico, sino la agregación de los intereses individuales de los ciudadanos que lo integran. En el ejercicio de sus derechos, los individuos se agrupan en partidos o en facciones. Algunas de estas facciones son mayoritarias y otras minoritarias. El interés del pueblo tampoco es el de una facción, por amplia que esta fuese, sino la suma de los individuos que lo componen.
James Madison halló lo peor de la democracia justamente en el “espíritu faccioso” que la misma trae consigo (Madison, 1977 [22 November 1787]). Una facción, integrada por un cierto número de ciudadanos, sea este número la mayoría o una minoría del conjunto, que actúa movida por una pasión compartida o por un interés adverso a los derechos de los demás ciudadanos o a los intereses permanentes de la comunidad considerada en conjunto, corrompe al gobierno popular.
Según Madison, la propensión a la división en facciones tiene su origen en la naturaleza humana y no hay forma de suprimirla, solo se puede controlar sus efectos mediante instituciones. De todas las posibles, la peor es la democracia pura o directa, pues en ella es posible establecer comunicación y acuerdos constantes entre los facciosos mayoritarios que harán posible que con harta frecuencia impongan, por la fuerza superior que les da ser mayoría, medidas no conformes con las normas de la justicia y los derechos del partido más débil o a algún sujeto odiado por la mayoría. La democracia directa, según él, conduce a severos conflictos entre facciones que resultan incompatibles con la seguridad personal y la propiedad privada, son de corta duración en el tiempo y terminan de forma violenta.
El remedio para la inevitable división social en facciones y la lucha entre partidos es la república representativa liberal. Madison, al igual que muchos otros republicanos de su tiempo en los Estados Unidos y más allá, fue cauto al emplear el término “democracia,” por las implicaciones de gobierno de participación directa y tiranía de la mayoría que el concepto acarreaba consigo. El principal efecto benéfico de la república representativa se deriva de la restricción de las funciones de gobierno a un número reducido de representantes que, de ese modo, logran afinar y ampliar la opinión pública, pasándola por el tamiz de un grupo escogido de ciudadanos especialmente capaces de representar el interés público. Es posible que en alguna ocasión ciertas personas con “designios siniestros” puedan obtener los votos del pueblo por medio de intrigas y corruptelas. Sin embargo, el “tamaño apropiado” de la república, evita que tal circunstancia se produzca. Y el “tamaño apropiado” de la república se logra, según Madison, gracias al federalismo que procura la fórmula adecuada para agregar intereses particulares a nivel nacional y de los estados.
John Stuart Mill planteó una solución diferente al problema de agregación de intereses en conflicto. Su solución es el gobierno parlamentario con representación proporcional. En una sociedad dividida en clases, el gobierno ideal es aquel ejercido por una asamblea que reflejase en su interior, proporcionalmente, la diversidad social. En una sociedad dividida en clases o por razones de raza, idioma o nacionalidad, la organización del gobierno debe ser de tal índole que permita que los grupos de ciudadanos estén distribuidos en forma equilibrada dentro de un sistema representativo, en el que cada una de ellas representa. La pluralidad en el parlamento asegura un sistema en el que cada sector compensa al otro y el bien colectivo resulta del balance de fuerzas. Sin embargo, a diferencia de Bentham y James Mill, el sistema de votación proporcional de Stuart Mill otorga pesos diferentes a los votos, para proteger a la minoría de propietarios de la tiranía de la mayoría compuesta por los trabajadores.
Sin embargo, teóricos fundamentales de la democracia liberal no solo desdeñan la importancia de la desigualdad como problema para la democracia, sino que la justifican o al menos elaboran mecanismos institucionales para reducir sus efectos políticos. John Locke sostiene que, si bien todos los individuos tienen derecho a la propiedad común, la desigualdad resulta del hecho de que las diferencias en propiedad privada emergen naturalmente del desigual valor de distintos trabajos (Locke, 2016 [1689]). Siendo que la desigualdad es natural, la democracia liberal no requiere la igualdad per se de los hombres, sino más bien la protección
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de tales desigualdades. En consecuencia, desde la perspectiva liberal, la desigualdad, en particular la económica, no solo no es enemiga de la democracia, sino que es natural a su funcionamiento.
En acuerdo con Locke, Nozick afirma que los individuos son los únicos sujetos naturales de derecho y sus derechos son inalienables. En particular, su derecho a conseguir sus propios fines, lo cual está estrechamente asociado al derecho a propiedad y a la acumulación. En consecuencia, el Estado ideal es el Estado mínimo, el que menos interfiere con los derechos naturales de los individuos. El Estado interventor, regulador, es un estorbo y una inmoralidad pues solo cada individuo puede saber que es “la vida buena en una comunidad ideal” y “no puede imponer su propia visión de la utopía a los demás” (Nozick, 1974). Nozick no especifica un modelo de democracia en su visión de la sociedad, pero deja muy claro que el derecho natural de todo individuo como ser libre no puede sacrificarse en aras de la igualdad y de la democracia política.
Hayek va mucho más allá, sosteniendo que es posible que existan democracias autoritarias (que limitan la libertad económica por medio de la planificación central y la regulación del mercado) y autoritarismos liberales que, en condiciones excepcionales, favorecen la libertad (Hayek, 2007 [1944]). Tal fue el caso, según se ha mostrado que Hayek pensaba, de la dictadura de Pinochet (Farrant, 2012). Para evitar los males de la democracia en contra de la libertad, es necesario un Estado que facilite el proceso por el que los individuos consiguen sus propios fines e impida que sean los burócratas y los políticos los que impongan su voluntad al resto de las personas y, especialmente, son necesarias normas que impidan a la mayoría ejercer un poder coercitivo sobre los individuos. Estas normas, en términos de Hayek, constituyen la ley. No la legislación aprobada por mayoría, sino las normas generales que rigen las condiciones de ejercicio de la libertad individual entre las que están las normas constitucionales. El gobierno democrático no es el que se abstiene de intervenir en cuestiones económicas y sociales, sino aquel que lo hace de forma tal que queda sometido al imperio de la ley, es decir, que no impide a los individuos la consecución de sus propios fines. Por ello, resultan ilegítimas las legislaciones sociales que pretenden la redistribución de la riqueza. Nadie, y en particular ningún gobierno, es capaz de saber qué merece cada uno por su esfuerzo. Eso solo lo puede determinar el mercado. El Estado de bienestar es injusto y arbitrario, y solo sirve a los fines del gobierno que coarta la libertad individual en nombre del interés común.
No hay mejor política social que una política de no regulación de la economía privada de mercado con un Estado mínimo, desburocratizado, que no pretenda saber qué es lo que desea y conviene a cada individuo. Nozick y Hayek contribuyen a formar la idea de democracia neoliberal que pretende reivindicar los valores individualistas que dieron lugar a la teoría liberal clásica de la democracia, pero enfatizando el papel negativo de la burocracia, y los políticos, y el Estado de bienestar, en la restricción de la libertad individual al llevar a cabo programas de redistribución de la riqueza.
En suma, desde la perspectiva de la democracia liberal, la combinación de instituciones de gobierno representativo y la limitación del gobierno por la ley protectora de la libertad individual hacen realidad la promesa liberal de garantizar la sujeción del gobierno a los intereses del pueblo sin violentar los derechos individuales y de las minorías. Aunque esta concepción de democracia parte del reconocimiento de la existencia de divisiones “naturales” de clases, aspira a la constitución de gobiernos que superen tal división y procuren el bien común. Son bien conocidas las limitaciones de la democracia liberal. En la práctica, como sostiene Norberto Bobbio, el modelo se fundamenta en promesas incumplidas y cada vez más
difíciles de cumplir. Basta con decir que, en una democracia limitada a la consulta popular periódica para elegir entre políticos que compiten por el poder, los gobiernos se han hecho cada vez más opacos para los ciudadanos y poseen cada vez más mecanismos de control de la ciudanía del que tiene esta sobre el gobierno (Bobbio, 1984).
Los Estados latinoamericanos, desde sus orígenes hasta hoy (con pocas excepciones) han tenido constituciones republicanas liberales con cartas de derechos fundamentales, separación de poderes, imperio formal de la ley, y gobiernos formalmente declarados democráticos, que han coexistido con dictaduras prolongadas y muy represivas en la mayor parte de la historia de nuestros países. Este hecho, por sí mismo, limita severamente el valor del modelo liberal de la democracia para la mayor parte de nuestros países, la mayor parte del tiempo. Los factores que explican la debilidad histórica de la democracia liberal en la región son muchas. La mayor parte de ellas han sido identificadas desde hace muchas décadas. Entre ellas se han incluido razones culturales (falta de formación cívica o de cultura liberal), el excesivo poder presidencial, las deficiencias de los procesos electorales y la preponderancia política de los militares sobre los civiles (Cerceda, 1957). Aunque el valor del índice de democracia liberal mejora sustancialmente en las latinoamericanas de la tercera ola, en ellas se evidencian déficits de importancia desde muy temprano. Poco después del inicio de la oleada de democratización en Sudamérica, Guillermo O’Donnell identificó a la “democracia delegativa” como una nueva especie política en la que el presidente electo por la mayoría se aleja del modelo liberal de democracia al impedir que su poder sea limitado y balanceado por la legislatura, los tribunales o cualquier otro mecanismo de lo que él mismo llamó responsabilidad horizontal (O’Donnell G., 1993; O’Donnell G., Delegative Democracy, 1994; O’Odonnell, 1998). A su vez, Larry Diamond halla también tempranamente importantes indicios de la existencia de “democracias iliberales” (Diamond, 1999). Abundan en la región regímenes políticos que combinan constituciones democráticas y gobiernos electos competitivamente con debilidad o impunidad frente a formas extendidas de violencia que incluyen, entre otras, severas violaciones de derechos humanos incluyendo el asesinato sistemático de activistas sociales y la intimidación o muerte de periodistas; altas tasas de criminalidad; asesinatos políticos; violencia contra poblaciones enteras y desplazamientos poblacionales masivos causados por grupos paramilitares y guerrillas, así como por las policías y ejércitos; corrupción y violencia contra el poder judicial; presencia de poderosas bandas de crimen organizado vinculadas al narcotráfico y al tráfico de personas, con vínculos con militares, policías y jueces.
Operativamente, empleamos el “índice de democracia liberal” de V-Dem, para medir en qué medida, tanto de jure como de facto, existe protección de los derechos individuales y de las minorías frente a la tiranía del gobierno y de la mayoría. El índice incluye la garantía constitucional de las libertades ciudadanas, la fuerza del Estado de derecho, la independencia del poder judicial y el sistema de balances y contrapesos para limitar el poder del ejecutivo. El índice incluye, a su vez, el nivel de democracia electoral (Coppedge, Lindberg, Skaaning, & Teorell, 2015; Coppedge M. J., 2020b).
El indicador de democracia liberal de V-Dem correlaciona significativamente a p = 0.01 con el porcentaje de ciudadanos que apoyan a la democracia. A mayor democracia liberal, mayor apoyo a la democracia. Este hallazgo sugiere, en consecuencia, que déficits en la protección de libertades individuales y de las minorías guarda relación con el desencanto, en América Latina entre 1995 y 20018. No obstante, el valor del coeficiente (0.18) es ligeramente menor que el calculado para la relación entre apoyo a la democracia y el monto de democracia liberal.
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
La participación más allá de lo electoral
John Dewey aporta importantes argumentos a favor de la tesis de que la participación es un fin sustantivo de la democracia. Para él, la participación de todo ser humano maduro en la formación de los valores que regulan la convivencia de los hombres es necesaria tanto desde el punto de vista del bienestar social como por su efecto sobre el pleno desarrollo de los seres humanos como individuos. Los individuos, según Dewey, logran ser libres solo mediante su participación trabajando conjuntamente, con el propósito compartido de lograr el bien común (Dewey J. , 1935). Su concepto de igualdad es especialmente relevante contemporáneamente. No se refiere a la similitud (sameness) entre individuos sino a la singularidad (uniqueness) de cada persona. Es decir, la igualdad correlaciona con la diversidad. La comunidad democrática es una unidad de individuos diversos entre sí, en la que todas las partes tienen igual valor (Morehouse, 2016).
El concepto de democracia participativa parte de la crítica a la democracia liberal. Según C. B. Macpherson, la democracia como mercado político competitivo, produce un equilibrio oligopólico en la desigualdad que responde a la “demanda efectiva” (es decir, la de aquellos que cuentan con la “capacidad adquisitiva” suficiente para respaldarla) (Macpherson, 1977).
La competencia política oligopólica no responde a los intereses de todos los votantes sino a la demanda que los propios partidos generan. Aquellos que cuentan con el dinero necesario (o “el gasto en energía” del activismo político) para apoyar a un partido o candidato, para financiar un grupo de presión o comprar publicidad en los medios (o para comprar medios) son quienes condicionan las acciones de los representantes electos y sus competidores. En la medida en que existan importantes desigualdades en la distribución de la riqueza y en las oportunidades de adquirir riqueza, las oportunidades de influir en la campaña electoral serán muy desiguales.
No obstante, el modelo participativo no pretende suprimir la competencia electoral, sino reconciliar el principio ético liberal de igualdad de derecho de todos al pleno desarrollo y usos de sus capacidades, mediante la introducción de mecanismos participativos que no dependan de la riqueza. Aquellos ciudadanos que por su educación y ocupación tienen más dificultades que otros para obtener y procesar la información necesaria para una participación efectiva se hayan en clara desventaja. Una hora de su tiempo invertida en participar no tiene tanto efecto como una hora de quienes están mejor educados. David Held, por su parte, concibe la democracia como un proceso “de dos caras”, cuyo principio rector es el de autonomía que, para desarrollarse adecuadamente, exige la combinación del ideal liberal de limitación legal del poder político y el ideal marxista de igualdad económica (Held, 1991).
Aunque rechaza las utopías, propone la promulgación de reformas que desarrollen el “principio de autonomía” mediante políticas de igualdad social, económica y política tales como el desarrollo de empresas de propiedad social, medios independientes, garantía de acceso a la salud pública, justicia distributiva, derechos humanos, participación directa, acceso a la información y capacidad de establecer la agenda política. Similarmente, con el propósito de desarrollar una “democracia fuerte” (participativa) y superar las limitaciones de la democracia representativa, Benjamin Barber, como académico y asesor político, especifica un conjunto de reformas institucionales (Barber, 1984). El camino hacia la democracia fuerte pasa por la reforma de las instituciones de la democracia representativa con el fin de hacer posible la participación. Tales reformas implican la institucionalización de las siguientes formas de participación y deliberación: (1) asambleas de vecinos (de cinco y veinticinco mil personas y con reuniones semanales); (2) programas interactivos de
TV y de fomento de la educación cívica; (3) participación en la toma de decisiones mediante referendos; (4) sistemas de asignación de cargos políticos por rotación y sorteo para acabar las tendencias oligárquicas de la representación; (5) desarrollo de formas participativas en el lugar de trabajo, como las cooperativas y la cogestión.
En las democracias representativas, el conflicto es inevitable y las deliberaciones públicas no son más que negociaciones entre individuos o grupos atomizados. En la democracia participativa o “fuerte,” las deliberaciones permiten transformar el conflicto en cooperación. Barber toma distancia de las formas “orgánicas” de formación del consenso, como las del nacionalsocialismo alemán, que pretenden la unidad homogénea o monolítica con base a la identificación con una raza, nación o voluntad común. Esta forma de consenso termina siendo lograda mediante la coacción. En la democracia “fuerte”, el conflicto puede transformarse en cooperación mediante la participación ciudadana, la deliberación pública y la educación cívica. No obstante, como lo observa Putnam, puede que este modelo de democracia funcione a nivel local, pero el modelo de participación en comunidades descentralizadas deja sin resolver el problema del acceso al poder en las instancias centrales de coordinación del gobierno (Putnam R. D., 1993). En tales instancias, los ciudadanos pueden participar en consultas masivas (electorales), individuales o grupales, pero en términos de formación del gobierno nacional, las consultas no son sustituto de los mecanismos electorales. A lo sumo, se pueden imponer mandatos imperativos a los representantes, principalmente por la vía de los referendos sobre temas específicos de interés colectivo, pero los comicios pluralistas y competitivos siguen siendo el mecanismo adecuado de escogencia de los gobiernos nacionales, regionales y locales.
La teoría de la democracia participativa se enfrenta a dos tipos de críticas que plantean problemas severos a la hora de implementar reformas destinadas a lograr mayor involucramiento y, por tanto, mayor calidad y cantidad de democracia. El primer problema es el del tamaño de la unidad política en la que la participación tiene lugar. El tamaño es importante porque plantea, en primer lugar, un problema operativo: asegurar que todos los que deben participar efectivamente puedan hacerlo. Pero también plantea un problema cualitativo. A mayor tamaño, mayor es la probabilidad de divisiones y diferencias que hacen muy complejo, si no imposible, el acuerdo sobre el bien común o, en términos de Kenneth Arrow, una función de bienestar social (Arrow, 1950). Dahl y Tuftle mostraron hace mucho tiempo que las comunidades pequeñas tienden a ser más homogéneas, mientras que en las grandes hay más diversidad (Dahl & Tufte, 1973). Ello tiene consecuencias directas sobre la efectividad de la participación como mecanismo para asegurar un gobierno más incluyente y efectivo. No obstante, también existe evidencia de que no hay diferencias significativas en términos de diversidad étnica y religiosa en las comunidades pequeñas, lo que deja abierto el problema de falta de homogeneidad del demos y su efecto sobre la efectividad de la democracia participativa (Anckar, 2002). Por otro lado, al margen del problema del tamaño y la diversidad, está el problema de la motivación y el conocimiento. Dejando de lado la información, el ciudadano debe contar además con el conocimiento que le permita manejar la información necesaria para tomar decisiones políticas y, sobre todo, motivación para participar (Sartori, 1988). Este último problema no es menor en la medida en que con frecuencia existen tensiones entre la demanda de tiempo y la motivación que exige la participación en asuntos públicos, y las dificultades para posponer o desatender asuntos privados (desde el trabajo o la salud, hasta la pareja y la familia).
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La democracia participativa ha sido introducida en normas constitucionales y prácticas políticas nacionales, regionales o locales latinoamericanas incluso desde las reformas del Estado de los ochenta, principalmente en Bolivia, Brasil, El Salvador, México, Nicaragua y Venezuela. En algunos casos, como sería en los gobiernos más radicales del llamado socialismo del siglo XXI (especialmente en Venezuela y Bolivia), la democracia participativa se propone como alternativa en conflicto con la democracia representativa. En algunos de estos países se han introducido reformas institucionales destinadas a favorecer, al menos en el discurso político, la participación a nivel local en la formulación y gestión de políticas y en la administración de recursos. Brasil, el país frecuentemente estudiado como caso exitoso de democracia participativa a través de Presupuestos Participativos, los Consejos Gestores y los Planes Directores (todos de nivel municipal) y las conferencias a nivel nacional, no escapa al problema del escalamiento del tamaño de la unidad territorial-poblacional (Ramos Pérez, 2019).
No obstante, de acuerdo con Gisela Zaremberg, los resultados de los distintos países han sido desiguales. Mientras en Brasil existe una mayor autonomía de la sociedad civil en los procesos participativos, en Nicaragua, México y Venezuela los partidos políticos y los gobiernos han cooptado a las organizaciones sociales y, con ello, conducido los procesos participativos hacia fines político-partidistas (Zaremberg, 2012). Aunque esta descripción corresponde a procesos observados hace casi una década, la situación no ha cambiado significativamente. Un problema fundamental de la democracia participativa es el de la escala. Es relativamente mucho más sencillo promover y lograr la participación ciudadana en comunidades locales y de pequeño tamaño que en grandes territorios regionales o a nivel nacional. El monto de democracia participativa, medida por V-Dem, guarda relación positiva y significativa (a nivel p = 0.01) con el apoyo a la democracia. Más aún, su magnitud (0.31) es mayor a la observada para las mediciones de democracia electoral y liberal. La participación en procesos de toma de decisión, más allá de aquellos típicamente electorales, al parecer se asocia a niveles más bajos de desencanto democrático. No obstante, paradójicamente, en algunos de los países con más avances en mecanismos e instituciones de participación democrática no solo se presentan los problemas descritos por la literatura, sino que sus valores en los índices de democracia V-Dem han caído más marcadamente que en democracias menos participativas (gráfico 12).
GRÁFICO 12: Índice de democracia participativa de V-Dem en Bolivia, Brasil, MÉXICO, NICARAGUA Y VENEZUELA, 1959-2019
Fuente: Elaboración propia con base en datos del Índice de Democracia Liberal de V-Dem (Coppedge et.al., “V-Dem [Country–Year/Country–Date] Dataset v10”. Varieties of Democracy (V-Dem) Project; Pemstein et.al., 2020). Datos disponibles en https://www.v-dem.net/en/data/data-version-10/
En Brasil, pese a que desde mediados de los años ochenta y especialmente luego de la aprobación de la Constitución de 1988, se observa un desarrollo importante de la democracia participativa (registrado por el índice respectivo de V-Dem), en la segunda década del presente siglo se produce un retroceso de importancia similar al descrito por los demás índices de variedades de democracia. Brasil ascendió en el índice de democracia participativa desde un valor de 0.46 (en una escala de 0 a 1) en 1989, inmediatamente luego de aprobada la Constitución, hasta un máximo de 6,58 en 2008 y 2009, y desde allí cae aceleradamente hasta llegar a un nivel inferior al de 1989: 0.44 en 2019. Los valores actuales de los demás países de este subgrupo son similares a los de Brasil (en el caso de Bolivia y México) o peores (Nicaragua y Venezuela), sea por deterioro marcado en casi todos los casos o por estancamiento en niveles bajos de democratización participativa en el caso de México. El decaimiento de la democracia procedimental en estos países, incluyendo un relativamente mayor deterioro de las libertades y derechos civiles y políticos, no es compensado por niveles más elevados de democracia participativa. Este grupo de países ha visto deteriorarse la democracia electoral y liberal que emergió con las transiciones sin que haya ocurrido un cambio de modelo, desde uno representativo a otro más participativo.
Democracia y deliberación
Frente a los déficits y promesas incumplidas de representación y de participación, entendida esta última simplemente como movilización activa a favor de una causa organizada, en muchas circunstancias emergen los populismos. Estos se erigen, en buena medida, a partir del supuesto
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simple de que los sectores menos beneficiados de la sociedad están en condiciones de ejercer su autonomía y actuar en política con base en intereses colectivos. El populismo pone en evidencia que amplios sectores de la población carecen de la posibilidad de desarrollar la propia autonomía como ciudadanos y optan más bien por agruparse en asociaciones espontáneas para hacer valer sus demandas al margen de las instituciones siendo movilizados políticamente por líderes personalistas que toman ventaja oportuna de las crisis endémicas de la democracia. Frente a las insuficiencias de la democracia liberal y la recurrente emergencia del populismo en América Latina, ya no como un régimen transitorio o transicional sino como una práctica permanente y establecida, algunos han propuesto la necesidad de desarrollar la democracia deliberativa sobre la base de un desarrollo pleno de la condición de ciudadanía (Guariglia, 2011).
Varios de los autores de la democracia participativa anticiparon la importancia de mecanismos deliberativos para la solución de conflictos y la toma de decisiones consensuadas. La deliberación en los procesos democráticos genera resultados que aseguran el bien común a través de la razón más que a través del poder político. La base de la democracia deliberativa no es la competencia entre intereses opuestos, sino un intercambio de información y justificaciones que respaldan distintas visiones del bien público.
Los trabajos seminales de John Rawls y Jürgen Habermas aportan las bases fundamentales de la teoría deliberativa de la democracia. Rawls argumenta que el uso de la razón configura el marco para el logro de una sociedad política justa. La razón restringe el interés propio pues, bajo incertidumbre (“velo de ignorancia”) lo racional para cada individuo es elegir una estructura de la sociedad política que sea justa para todos los participantes en esa sociedad, asegurando los mismos derechos para todos los miembros de esta (Ralws, 1971). Por su parte, Habermas afirma que los procedimientos justos y la comunicación clara pueden producir decisiones consensuadas entre los ciudadanos. La justicia que rige a los procedimientos del proceso deliberativo fundamenta la legitimidad de los resultados del proceso político (Habermas, 1984).
El supuesto básico es que el ciudadano racional está abierto a considerar la fuerza de los mejores argumentos en lugar de decidir con base a preferencias preconcebidas, prejuicios o puntos de vista privados que no son públicamente justificables para los demás deliberantes. La democracia requiere más que una agregación de preferencias existentes. Exige el diálogo a todo nivel, desde la formación de las preferencias hasta el momento de toma de decisiones. En tal sentido, el fin último de la democracia deliberativa es el logro de mejores resultados de las políticas gubernamentales, pero no principalmente con base en la racionalidad de la eficiencia económica, como la razonabilidad de la participación ciudadana para el logro tanto de mejores resultados como de una sociedad más auténticamente democrática. El logro de tal fin exige no solo arreglos sociales, sino también de la estructura del Estado (Bessette, 1994).
Los procesos deliberativos se encuentran más desarrollados, desde el punto de vista institucional, en algunos países como Colombia, Venezuela, Bolivia y Ecuador mientras que lo están mucho menos en casos como los de Chile, Brasil, Uruguay, Argentina y Perú (Garrido-Vergara, Valderrama, & Ríos Peñafiel, 2016). Con los aspectos deliberativos de la democracia en Latinoamérica ocurre algo que se asemeja a lo ocurrido con los componentes participativos pero, como veremos más adelante, el déficit de deliberación es aún mayor. En realidad, países que han desarrollado muy poco el modelo desde el punto de vista formal en sus constituciones y sus leyes, como es el caso de Uruguay, muestran más uso efectivo de mecanismos deliberativos que otros como Venezuela.
A los fines de medir el nivel de deliberación de cada país, se emplea acá el componente deliberativo del índice de democracia de V-Dem. Este pretende registrar el proceso mediante el
cual se toman decisiones colectivas, incorporando también el índice de democracia electoral como uno de sus componentes. El proceso deliberativo se centra en la racionalidad del público y supone que está compuesto por ciudadanos informados, competentes y abiertos a la persuasión, capaces de identificar el bien común como motivación y finalidad de las decisiones, en contraste con apelaciones emocionales, lazos solidarios, intereses parroquiales o coacción. La medición del componente deliberativo de la democracia también guarda relación significativa (a p= 0.01) con una magnitud de 0.26, con el nivel de apoyo a la democracia. Es decir, la incorporación de la población en procesos comunicativos para la solución de conflictos y el logro de acuerdos podría ayudar a prevenir el desencanto democrático. La experiencia de la región a este respecto tiene aún un largo trecho por andar, pero si este hallazgo es cierto, cabe esperar que las prácticas deliberativas puedan contribuir a fortalecer el apoyo de los ciudadanos al gobierno popular.
Democracia e igualdad
La compleja relación entre igualdad y democracia ha dado lugar a largos debates en teoría política, V-Dem busca “traer de vuelta la igualdad” recogiendo el debate teórico acerca de los fundamentos igualitarios de la democracia y ofreciendo un índice para medirlos (Sigman & Lindberg, 2018). El índice se basa en el concepto de democracia como modelo político en el que todos los grupos sociales son igualmente capaces de ejercer sus derechos y libertades políticas y de influir en los procesos políticos y de gobierno, y es medido con base en tres dimensiones: la igualdad de protección de los derechos y libertades de todos los grupos, la igualdad de distribución de recursos y la igualdad de acceso al poder. El componente de igualdad medido por V-Dem es el indicador de la democracia que mejor correlaciona con el nivel de apoyo al gobierno popular. La correlación, como todas las descritas previamente es muy significativa (a p = 0.01) y directa, pero además su magnitud es de 0.45. Dicho de otro modo, la igualdad es el componente de la democracia que explica el más alto porcentaje de varianza del apoyo popular a esta forma de gobierno (20 %). Este hallazgo sugiere que la igualdad tiene mayor impacto en la prevención del desencanto democrático que las reformas institucionales dirigidas a mejorar la participación, la deliberación y el Estado de derecho. No quiere decir esto que tales reformas sean innecesarias, sino que ellas tienen un menor impacto en la generación de apoyo a la democracia que la igualación de oportunidades y resultados.
La democracia, desde una perspectiva igualitaria, exige que tanto en las condiciones de funcionamiento como en los resultados de sus procesos, el gobierno del pueblo garantice equidad. En realidad, toda teoría democrática incluye una noción de igualdad. No obstante, dentro de los enfoques de la democracia igualitaria hay algunas claramente incompatibles con la democracia política, tal como ha sido definida en este trabajo. Es este el caso de la teoría de democracia “verdadera” como dictadura del proletariado tanto en la obra de Marx (Marx & Engels, 1973) como en el marxismo-leninismo (Lenin, 1919), ciertos marxismos no leninistas (Luexemburg, 1940 [1922]) y otras emparentadas con esta como la llamada “democracia radical” (Cortina, 1993). Lo anteriormente dicho no significa que sea errónea la idea marxista de necesidad de igualación de las condiciones materiales como condición para la participación política efectiva. Lo que es incompatible con la democracia es la tesis según la cual la competencia electoral entre partidos y candidatos es una forma burguesa y formal de democracia que resulta prescindible en un modelo proletario y material de “verdadera democracia.”
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La igualdad corta transversalmente todos los componentes de la democracia. No se puede hablar de democracia sin suponer o aspirar a la igualdad. En el plano de la competencia electoral, la idea de competencia justa implica igualdad de todos los competidores tanto en el disfrute de derechos políticos como en el de la garantía de libertades civiles. El liberalismo político, a su vez, enfatiza la igualdad ante la ley como principio general, exige el derecho igual a la protección de las desigualdades “naturales” y postula la igualdad de derechos políticos como el sufragio, la organización de partidos y las elecciones. Las ideas de democracia participativa y deliberativa, a su vez, reclaman la existencia de iguales derechos para todos e iguales condiciones materiales que aseguren que todos podrán cumplir con el deber de participar y que la voz de todos y cada uno tiene igual oportunidad de ser escuchada y formar parte de los resultados de la deliberación democrática.
Es importante insistir en que el concepto de democracia igualitaria subraya no solo la importancia de la provisión de derechos y libertades que aseguren la representación de intereses diversos, la igualdad de oportunidades y la participación en consultas, referendos o deliberaciones para la formación de políticas y definición del interés público, sino que exige también igualdad material, como condición para que pueda existir el autogobierno del pueblo. Desde este punto de vista, la teoría de la democracia igualitaria produce la expectativa de que las políticas democráticas refuercen la igualdad entre los ciudadanos y que no reproduzcan las desigualdades preexistentes.
La igualad jurídica, aunque no irrelevante, es generalmente insuficiente para impedir que una determinada minoría o individuo, en la práctica, se imponga e incluso logre ser percibido como especialmente calificado para ejercer el poder sobre el resto (lo cual obviamente contradice el concepto de democracia). Autores fundamentales de la ciencia política contemporánea (incluyendo algunos que típicamente son considerados, con razón, como defensores de la democracia liberal) han puesto de relieve la importancia de la igualdad para el funcionamiento de la democracia liberal y pluralista. Dahl (1989) por ejemplo, señala que la desigualdad obstaculiza el funcionamiento de su “principio fuerte de igualdad,” que establece que en las decisiones vinculantes (leyes, reglas y políticas) el reclamo de ningún ciudadano es superior a los reclamos de cualquier otro, pues los ricos estarán en posición de sostener que los pobres no son aptos para gobernar.
América Latina se caracteriza por una marcada desigualdad material. Los datos comparativos en series históricas son muy incompletos pero, con base en la información más reciente disponible para cada país, el panorama puede ser descrito como aparece en el gráfico 13. Como se sabe, el índice de Gini mide cuánto se desvía la distribución del ingreso en una economía en comparación con una distribución perfectamente equitativa. En términos porcentuales, un valor de Gini igual a cero (0) representa la igualdad perfecta, mientras que uno de 100 implica una desigualdad completa. Salvo El Salvador y Uruguay, la desigualdad es superior a 40 % en todos los países. Brasil, Honduras y Colombia son tres de los países más desiguales, con un Gini superior al 50 % en los tres casos.
GRÁFICO 13: Índice de Gini. América Latina, datos más recientes para cada país
Fuente: Banco Mundial (información disponible data.worldbank.org ).
Nota: datos correspondientes a 2018 para todos los países salvo Chile (2017), Guatemala (2014), Nicaragua (2014) y Venezuela (2006).
La desigualdad es estructural en América Latina. Ha sido por bastante tiempo la región más desigual del planeta (NU. CEPAL, 2016). Sus posibles efectos sobre la inestabilidad política han sido señalados desde hace bastante tiempo (Calderon, 2013). Más recientemente, se ha señalado su papel como detonante de las protestas sociales que han sacudido a varios países de la región, por ahora en reflujo tal vez como efecto de las restricciones para la interacción social que ha impuesto la pandemia de COVID-19. No obstante, sus causas están aún latentes y podrían agudizarse de nuevo en cualquier momento en el futuro.
Una pregunta crucial es por qué democracias políticas de la región no han sido más efectivas en la superación de las grandes desigualdades históricamente acumuladas, muchas de ellas profundizadas tras los ajustes neoliberales de los noventa (Zovatto D. , 2021; Busso & Messina, 2020). Antes que nada, es necesario subrayar que las democracias latinoamericanas han tenido efecto positivo en la igualdad, en ciertos casos y con determinadas políticas. El punto en discusión es por qué no han sido tan efectivas en la reducción de la desigualdad como teóricamente cabría esperar.
Hay evidencias de que la disminución de la desigualdad se asocia positivamente con el incremento del gasto social. Al menos en la década de los ochenta hubo relación significativa entre el gasto social per cápita de las democracias latinoamericanas y la reducción de la desigualdad (Brown & Hunter, 1999). La estabilidad democrática prolongada en el tiempo, en América Latina, correlaciona con mayor gasto en seguridad social y en educación, bienestar social y disminución de la desigualdad (Huber & Stephens, 2012). La relación positiva entre
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democracia e igualdad no se expresa solo en el impacto de políticas sociales efectivas. Reformas institucionales y cambios tecnológicos pueden también tener efecto igualador en lo político y lo social, como el caso del incremento de la participación política de los analfabetas en Brasil gracias al uso de nuevas tecnologías electorales (Fujiwara, 2015).
No obstante, las democracias latinoamericanas enfrentan obstáculos de importancia para hacer un mejor y más sostenido trabajo en términos de reducción de la brecha social y económica entre los más pobres y los más ricos. Las evidencias citadas en el párrafo anterior muestran que es posible hacerlo, pero los datos siguen indicando la persistencia en el tiempo de la desigualdad y sus efectos negativos sobre la calidad y estabilidad de la democracia. De acuerdo con Busso y Messina, en el trabajo previamente citado, el proceso democrático puede conducir a la reducción de la desigualdad, tanto por la “vía de la demanda” como por la “vía de la oferta.” En el primer caso, dos obstáculos fundamentales para que la democracia latinoamericana tenga mejores efectos igualitarios son tanto la no participación de los más pobres en los procesos electorales, como la asimetría de información entre los más ricos y los más pobres, que afecta incluso la autopercepción de estos últimos sobre sus ingresos (por sobreestimación) y factores que afectan sus condiciones de vida (como, por ejemplo, la propagación y prevención del COVID-19).
Por el otro lado, la función igualadora del proceso democrático también puede verse limitado por distorsiones del lado de la oferta de las políticas públicas. En los países con mayor desigualdad económica hay también más desigualdad en el reparto del poder (por ejemplo, en cargos en las legislaturas), lo que se asocia a la implementación de políticas fiscales regresivas (Ardanaz & Scartascini, 2013). Adicionalmente, la existencia de “movilidad del capital” (Boix, 2003) o “fuga de capitales” (Campello, 2011) limita las posibilidades de reformas sociales con efectos redistributivos de importancia. El mercado puede servir de “prisión” a la democracia, imponiendo limites a lo que los gobiernos reformistas pueden hacer para reducir las brechas sociales (Lindblom, 1982).
Las democracias latinoamericanas no han mejorado el nivel de gasto social focalizado en los más vulnerables; las políticas impositivas tienden a ser regresivas y con más énfasis en la recaudación de impuesto al valor agregado que al ingreso o al beneficio; los servicios públicos en general y los de asistencia social son generalmente de mala calidad y, en medio de todo, la corrupción resta eficacia a la inversión social del Estado.
No obstante, Busso y Messina hallan que en América Latina y el Caribe hay una relación inversa entre el nivel de democratización y la desigualdad, sin descontar el pago de impuestos, pero descontando impuestos no hay más desigualdad en las democracias más consolidadas de la región que en las más débiles. Más aún, al parecer, las democracias más fuertes reducen mejor la desigualdad a través del sistema impositivo. En la misma dirección, encuentran que en las democracias más consolidadas hay mayor redistribución fiscal, entendida como la diferencia entre el índice de Gini bruto y el neto (es decir, descontando impuestos).
Aún así, hasta en las democracias más consolidadas de la región que han sido más eficaces en la reducción de la desigualdad, estos niveles son mucho más altos que en el resto del mundo. La desigualdad, según los autores que se vienen comentando, esta en el fondo de las protestas sociales que se extendieron por el continente durante buena parte del 2020. El desarrollo de la dimensión igualitaria de la democracia es, a todas luces, una prioridad en la región. La igualdad tiene no solo valor en sí misma, como objetivo normativo de la democracia, sino que tiene también utilidad instrumental como medio que contribuye a la estabilidad de la democracia política.
CRISIS PRESIDENCIALES Y DESENCANTO DEMOCRÁTICO
La crisis presidencial es un fenómeno extendido en las democracias latinoamericanas de la tercera ola. Cerca del 14 % de los presidentes electos en América Latina desde 1980 o la transición democrática en su país han terminado su mandato prematuramente. En la medida en que esto ocurra constitucionalmente, puede ser un mecanismo para evitar el quiebre de la democracia e incluso podría mejorar la legitimidad, al menos en el corto plazo. Sin embargo, también existe el riesgo de que la salida prematura de los presidentes conduzca a la desinstitucionalización política y a problemas de gobernabilidad democrática.
Dada la enorme importancia política de la presidencia en América Latina, es posible conjeturar que las crisis sucesivas y severas que han afectado a esta institución en distintos países, puede tener incidencia directa en el desencanto democrático. Las crisis presidenciales latinoamericanas han sido estudiadas desde diversas perspectivas explicativas, pero poco se ha estudiado el efecto de estas sobre desencanto con la democracia. ¿Cuál es la relación entre crisis presidenciales y el apoyo a la democracia? ¿Son estas un factor que afecta negativamente la valoración de la democracia por parte de los ciudadanos, haciendo que los políticos más importantes del país, electos por el voto popular, pierdan credibilidad? ¿Generan desencanto, apatía o cinismo político o, por el contrario, son una oportunidad para poner a prueba el poder transformador de las acciones de masas y la capacidad de las instituciones democráticas para autocorregir sus fallas sin recurrir a salidas de fuerza?
Las crisis presidenciales pueden definirse como situaciones en las que el jefe de Estado y de gobierno entra en abierto conflicto con otros poderes públicos (las cortes y legislaturas, principalmente) o fácticos (como por ejemplo los medios, poderosas organizaciones sociales y movimientos de masas). Tales crisis pueden llevar a la interrupción del mandato presidencial, como ha ocurrido en muchas ocasiones, o pueden crear situaciones de gobernabilidad comprometida sin conducir necesariamente a la salida del presidente antes del vencimiento de su lapso. Otro tipo de crisis relacionada con el ejecutivo nacional es aquella que envuelve a expresidentes que, habiendo concluido su mandato con o sin grandes conflictos, sin embargo, son procesados por actos cometidos durante el ejercicio del cargo. Podemos llamar a este tipo de situaciones, crisis pospresidenciales. Aunque estas últimas pueden ser menos amenazantes para la estabilidad política, puede que al igual que las primeras tengan influencia en la valoración de la democracia por parte de los ciudadanos. Algunas crisis culminan con interrupción del mandato presidencial. Este ha sido el caso en nueve de dieciocho democracias latinoamericanas. Desde 1992, ha habido salidas forzadas de los presidentes por renuncia o juicios políticos. Ha habido un total de dieciséis crisis presidenciales graves en los últimos 28 años. Es decir, en promedio, una cada año y medio. No ha sido un fenómeno extraño ni irrelevante desde el punto de vista de sus efectos políticos. En Ecuador ha habido tres crisis políticas: en 1997, con Abdalá Bucaram; 2000, con Jamil Mahuad y 2005, con Lucio Gutiérrez. En Paraguay, dos presidentes han salido del poder sin concluir su mandato: Raúl Cubas Grau, en 1999 y Fernando Lugo, en 2012. Cubas renunció tras grandes protestas y represión violenta contra los manifestantes, en medio de un conflicto de poder con el Tribunal Supremo y la legislatura que había iniciado un juicio político en su contra. Igualmente, en Guatemala dos presidentes salieron imprevistamente de su cargo: Jorge Serrano en 1993 y Otto Pérez Molina en 2015. En Brasil también dos presidentes han sido removidos tras juicios políticos: Fernando Collor de Melo en 1992 y Dilma Rousseff en 2016. En Bolivia, Gonzalo Sánchez de Lozada y Evo Morales renunciaron, bajo fuertes presiones, en 2003 y 2019 respectivamente. En Honduras, Manuel Zelaya fue forzadamente
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removido de su cargo en 2009. En Perú, Alberto Fujimori renuncia en 2000 tras protestas masivas contra la corrupción electoral y administrativa al final de su segundo gobierno. En Venezuela, Carlos Andrés Pérez, en 1993, renuncia al cargo en medio de un juicio político conducido por la Corte Suprema, tras el que fue condenado por corrupción, y, en 2002, Hugo Chávez fue depuesto y restituido pocas horas después.
En algunos casos, además de las acciones de calle y la presión de la opinión pública, la intervención de los militares ha sido evidente. Ejemplo de ello son las deposiciones de los presidentes Jamil Mahuad, en Ecuador, año 2000, y Manuel Zelaya, de Honduras, en 2009. No obstante, en los casos en los que los militares han intervenido, tanto el presidente que sucede al depuesto, como el régimen político siguen siendo civiles y la competencia democrática no es suspendida. Una excepción podría ser el caso venezolano en 2002. Pedro Carmona Estanga, el presidente que por pocas horas reemplazó a Hugo Chávez era civil, pero respaldado principalmente por una facción de las fuerzas armadas y pretendió –sin éxito– suspender la vigencia de la Constitución, disolver los órganos de gobierno electos a nivel nacional y regional y posponer provisionalmente toda elección. Sin embargo, Carmona fue depuesto por los militares en cuestión de horas y Chávez, quien estaba detenido por estos, fue restituido en su cargo por otra facción militar. Aunque el golpe fue relativamente incruento (no así los enfrentamientos de calle y manifestaciones que le precedieron), Venezuela es uno de los pocos casos de quiebre democrático en términos muy parecidos a los descritos por Linz y Stepan (Álvarez, 2006; Linz & Stepan, The Breakdown of Democratic Regimes. Crisis, Breadown and Reequilibration, 1978). En la salida de Evo Morales del poder en Bolivia, 2019, los militares también jugaron un rol clave inclinando la balanza de fuerzas en su contra.
Además de las crisis presidenciales, que envuelven a presidentes en funciones, también hay que considerar dos situaciones que han afectado a los presidentes latinoamericanos y que pueden tener efectos sobre el desencanto. En primer lugar, no todas las crisis presidenciales llevan a la salida del presidente antes del vencimiento del mandato. En algunos casos, la imagen y calidad de la gestión se erosionan llevando a los presidentes a ser vistos como personajes no calificados para el cargo, envueltos o rodeados de hechos de corrupción, o simplemente incompetentes. En Colombia, Ernesto Samper fue procesado en 1995 por delitos de financiación ilegal procedente del narcotráfico. Su destitución no procedió, pero fue un claro caso de crisis al más alto nivel del gobierno. Similarmente, también por delitos de corrupción, Carlos Andrés Pérez fue juzgado por el Congreso en 1973. Su destitución no se produjo por una mínima diferencia de un solo voto a su favor. En este tipo de situaciones se han visto envueltos presidentes que terminan su gestión muy desprestigiados, pero también otros que las concluyeron con evaluaciones positivas de parte del electorado. Casos de crisis pospresidenciales son, por ejemplo, el enjuiciamiento y encarcelamiento de Carlos Saúl Menen en 2011 y el del expresidente Luiz Inácio “Lula” da Silva y su sucesor, Michel Temer en Brasil, 2018. Otro caso es el de Arnoldo Alemán, quien fue procesado, condenado y encarcelado por corrupción, cuatro años después de terminar su mandato como presidente de Nicaragua. Las crisis presidenciales y pospresidenciales han sido encausadas por vías institucionales, incluso en aquellos casos donde la intervención militar ha sido evidente. En general, han conducido bien sea a la renuncia del presidente, al juicio político o una combinación de ambos factores, teniendo –en todo caso– importantes consecuencias sobre el funcionamiento de las instituciones y la calidad de la democracia presidencialista latinoamericana (Sánchez Gayosso & Escamilla Cadena, 2017). Las renuncias o deposiciones de los presidentes han estado precedidas de fracturas de respaldo en la legislatura, intensa movilización de los ciu-
dadanos y mucha presión de los medios de comunicación (Pérez-Liñan, 2007). En la mayoría de los casos, las interrupciones de los mandatos presidenciales se han impuesto por vías judiciales o por decisiones de las legislaturas que han llevado a la renuncia o al juicio político. En algunos casos, la influencia de los militares para lograr la renuncia del presidente o su intervención directa para deponerle han sido más evidentes que en otros.
Desde una visión panorámica del asunto, algunos trabajos sugieren una relación inversa entre crisis presidencial y desencanto, al subrayar que las salidas presidenciales se han producido, generalmente, gracias a la participación activa y prolongada de la población en protestas, en muchos casos pacíficas, así como al poder de las legislaturas para contrapesar a los presidentes y hacerles responsables ante la ley, como medios para reducir los incentivos a buscar vías extraconstitucionales para salir de un presidente indeseable y cuestionado (Kim, 2004). La forma expedita e incruenta de solución de las crisis podría sugerir la existencia de flexibilidades de facto que desmienten la tesis de la rigidez institucional del presidencialismo en contraste con el parlamentarismo (Linz & Valenzuela, 1984). La forma en la que se han desarrollado y solucionado las crisis presidenciales podría sugerir un efecto reforzador, más que deteriorador, de la confianza popular en las instituciones democráticas y en el poder de la participación popular.
Dada la relevancia de los presidentes latinoamericanos, es razonable conjeturar que las crisis presidenciales, especialmente aquellas que terminan en salidas involuntarias de los presidentes antes de concluir su mandato, abonan el terreno del desencanto. Es poco probable que las crisis dejen indemne la credibilidad de los ciudadanos en las instituciones y en la democracia misma. De un lado, quienes respaldaban al presidente removido del cargo podrían tener dos tipos de reacciones: unos, podrían sentirse defraudados por el presidente e incluso por el sistema que los llevó a depositar su confianza en él. Del otro lado, aquellos que siguen respaldando al presidente destituido, podrían ver el hecho como una violación de la constitución y las leyes, y sentirse defraudados por el modo en que las instituciones democráticas operan. Finalmente, aquellos que se opusieron al presidente removido o renunciante pueden ver la destitución como un acto de justicia y de fortalecimiento de las instituciones, pero también puede que en ellos queden dudas acerca del sistema que hizo posible, en primer lugar, que políticos juzgados por corrupción, abuso de poder, tergiversación de la voluntad del electorado o incapacidad para el ejercicio de tan alto cargo, puedan tener acceso al poder en una democracia.
En suma, las crisis presidenciales (sea que lleven o no a la destitución) y las pospresidenciales crean un nivel de polarización política que cualquiera que sea el desenlace puede afectar negativamente tanto a la percepción de cómo funcionan las instituciones democráticas en el país, como a la valoración de la democracia como forma de gobierno. Mientras mayor sea la gravedad de la crisis presidencial, mayor será la probabilidad de que conduzca al desencanto con la democracia. No obstante, tales crisis toman diversos caminos y, en consecuencia, pueden tener distintos tipos y niveles de influencia sobre el apoyo a la democracia.
Las interrogantes que se han resumido en esta sección están aún abiertas. Para responderlas, es indispensable la investigación empírica. Se desconoce, a priori, cuál ha sido el impacto de las crisis presidenciales en el deterioro del apoyo ciudadano a la democracia.
Una visión panorámica de la crisis y el desencanto con la democracia en América Latina
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
EFECTO PARADÓJICO DE LA CORRUPCIÓN
Muchas de las crisis de gobierno y salidas prematuras de los presidentes han sido desatadas por escándalos de corrupción o han estado asociadas a estos. El desencanto político producto de la corrupción ha sido uno de los componentes del activismo de masas en contra de presidentes percibidos como ilegítimos. Algunos movimientos de protesta social contra la corrupción han precedido a juicios políticos del presidente por la legislatura nacional o la renuncia. Tales fueron los casos ya mencionados de, por ejemplo, Fernando Collor de Melo en 1992, en Brasil y Carlos Andrés Pérez de Venezuela, en 1993.
Teóricamente, la corrupción daña la democracia y erosiona las bases de su apoyo por parte de la población. Para algunos, hay correlación entre corrupción y crisis de la democracia. Generalmente, se espera que un incremento de la corrupción en determinado país esté asociado a la erosión de los sistemas de balance y contrapeso, la independencia de los tribunales y la frecuente restricción de las libertades necesarias para la denuncia e investigación por parte de los medios de comunicación y la sociedad civil. Más aún, la corrupción endémica o en aumento puede socavar el apoyo de los ciudadanos (tanto en las democracias nuevas como en las ya establecidas) y provocar efectos adversos tales como niveles altos de abstención electoral, desconfianza en las instituciones y apoyo a partidos y candidatos contrarios al sistema democrático (Drapalova, 2019; Blake & Morris, 2009).
Sin embargo, hay evidencias de que la relación entre corrupción y sistemas democráticos, es mucho más compleja en la práctica política latinoamericana. La corrupción afecta negativamente la confianza y el apoyo en las instituciones democráticas, más frecuentemente entre aquellos que se oponen al gobierno que entre los que le apoyan. Paradójicamente, la corrupción constituye una violación de las normas que hacen posible el funcionamiento de los principios democráticos, pero también es uno de los mecanismos que asegura formas de lealtad que favorecen la estabilidad no solo de determinados políticos en el poder sino también de algunos sistemas democráticos (Anderson, 2003). Barbara Geddes y Ribeiro Neto también hallan evidencias de que la corrupción, en algunos casos puede resultar instrumental a la democratización. En el caso de Brasil, ciertos cambios constitucionales que incrementan el poder del Congreso y que algunos podrían ver como las bases para mejorar la responsabilidad horizontal del Ejecutivo, paradójicamente facilitan amiguismo y el tráfico de influencias a expensas de los recursos públicos (Geddes & Neto Ribeiro, 2007).
La corrupción y el nivel de democracia electoral tienen una relación inversa. Es decir, a mayor democracia, menor corrupción. A esta conclusión conduce el análisis de las correlaciones estadísticas entre el índice de percepción de la corrupción (Corruption Perception Index, CPI, reportado por la organización Transparencia Internacional) y el índice de democracia electoral de V-Dem (ver gráfico 14). Es conveniente recordar que el CPI es en realidad un índice de transparencia. A más alto el score reportado para un país, más baja la corrupción percibida. La relación estadística entre el CPI y el índice de democracia electoral es significativa (a p = 0.01), directa y relativamente fuerte (r = 0.40).
No obstante, paradójicamente, el apoyo a la democracia tiene una relación inversa con la transparencia. El coeficiente tiene un valor bajo (r = -0.17) pero el signo es negativo y la relación es significativa a p = 0.01. Es decir, donde la democracia recibe porcentajes más altos de apoyo, la percepción de corrupción es más alta. (Ver gráfico 15)
Tal hallazgo pone de manifiesto la existencia de una brecha de importancia entre la opinión pública y los expertos. Muy probablemente esto se explica en parte por la peculiar relación que existe en algunos países (especialmente Venezuela) en los que la democracia es muy
respaldada, pero los niveles de democracia son bajos y la corrupción es alta. Otra hipótesis es más cínica. Es posible que para algunos ciudadanos la corrupción sea un mecanismo del cual derivan algunas ventajas u oportunidades que le llevan a respaldar más la democracia. Sea como fuere, este hallazgo merece más y mejores explicaciones.
GRÁFICO 14: Democracia electoral y transparencia en América Latina, 2000-2019
Fuente: elaboración propia con base en datos de V-Dem (Índice de Democracia Electoral) y Transparencia Internacional (Índice de Percepción de la Corrupción, CPI).
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
GRÁFICO 15: Apoyo a la democracia (en porcentajes) y transparencia
EN AMÉRICA LATINA, 2000-2019
Fuente: elaboración propia con base en datos de Latinobarómetro (porcentajes de apoyo a la democracia) y Transparencia Internacional (Índice de Percepción de la Corrupción, CPI).
DÉFICIT DE CAPACIDADES DEL ESTADO
Varios países latinoamericanos transitaron a la democracia y en breve tiempo pretendieron implementar reformas políticas en medio de los agudos y profundos problemas fiscales y macroeconómicos desatados en los primeros años de la década de los ochenta y prolongados hasta bien entrada la de los noventa (Weyland K. G., 2002). En ese contexto económicamente inestable, colapsaron algunos de los sistemas de partidos previamente estables y muy imbricados en sus respectivos Estados, como el de Venezuela y Colombia, aunque otros (como el de Brasil) lograron más institucionalización (Roberts, 2014), emergieron protestas sociales y de pueblos indígenas históricamente excluidos tanto en lo social como en lo político, se produjeron varias crisis presidenciales y graves escándalos políticos ya previamente comentados arriba.
En tal contexto, varios autores han sugerido que existe una tendencia de los ciudadanos a desafiliarse de la política por desencanto con el desempeño de las instituciones políticas (Huber, Rueschemeyer, & Stephens, 1997; Munk, 1993). Juan Rial y Daniel Zovatto hablaron del desencanto político, infiriéndolo a partir del análisis del desarrollo y resultados de las elecciones en Centroamérica, la Región Andina y el Cono Sur entre 1992 y 1998 (Instituto Interamericano de Derechos Humanos, 1998). En 2002, Zovatto analizó la cultura democrática en la región con base en los datos de Latinobarómetro entre 1994-2002, concluyendo que el desencanto no era un mero reflejo de la precaria situación económica ni de la ineficacia de los gobiernos
en la implementación de políticas, sino expresión del mal funcionamiento de procesos, actores e instituciones fundamentales del sistema democrático que no resultaban en soluciones a los problemas de los ciudadanos y, peor aún, que defraudaban reiteradamente sus expectativas (Zovatto D. , 2002). Similarmente, el auge de la izquierda latinoamericana, especialmente en América del Sur, a finales de los noventa y comienzos del nuevo siglo fue también vista en parte como producto del desencanto con la democracia y sus instituciones, especialmente los partidos políticos y las dificultades para desarrollar mecanismos de representación, participación y rendición de cuentas, así como la pobreza, la desigualdad y los desbalances internos creados por la globalización (Arson, 2007; Kaufman R., 2007; Weyland, Madrid, & Hunter, 2010).
En la tercera ola de democratización se han introducido elecciones competitivas en países con muy débiles instituciones básicas del Estado de derecho, organizaciones de la sociedad civil y mecanismos de rendición de cuentas de los gobernantes. Ello contrasta con el curso histórico de la primera ola de democratización que fue precedida por la construcción de Estados modernos antes de que se introdujera el sufragio universal. Esto lleva a algunos a pensar que, dado que se han democratizado “al revés,” la mayoría de los países de la tercera ola son actualmente democracias incompletas (Rose & Shin, 2001). Las democracias incompletas pueden desarrollarse de tres formas diferentes: completando la democratización; repudiando las elecciones libres y optando por una alternativa antidemocrática; o cayendo en una trampa de equilibrio de bajo nivel en la que las insuficiencias de las elites se combinan con bajas demandas y expectativas populares. Muchas democracias latinoamericanas caen en esta tercera opción.
Desde esta perspectiva, las capacidades estatales condicionan la gobernabilidad democrática. De las primeras se deriva la posibilidad de que el gobierno democrático pueda efectivamente definir problemas de política pública, elaborar soluciones basadas en evidencias y conocimiento experto, controlar recursos y gestionarlos para la implementación de soluciones. La existencia de capacidades estatales limitadas pueden afectar negativamente el desempeño del gobierno y, en esa medida, favorecen el descontento. En este contexto, entonces, una pregunta fundamental es hasta qué punto las debilidades del Estado se traducen en problemas de gobernabilidad democrática. Ross sugiere que la democracia no es buena para los pobres (Ross, 2006). Este autor argumenta que las democracias tienen poco o ningún efecto sobre las tasas de mortalidad infantil y juvenil y que, pese a que gastan más dinero en educación y salud que las no-democracias, concentran tales beneficios en los grupos de ingresos medios y altos.
Por su parte, Hanson concluye que tanto la democracia como la capacidad estatal pueden beneficiar el desarrollo y el bienestar, pero sugiere que no necesariamente hay una relación sinérgica entre altos niveles de democracia y capacidad estatal (Hanson, 2015). En este orden de ideas, se ha descrito una relación peculiar, en forma de “J”, entre la democracia (como factor explicativo) y las capacidades estatales. El efecto de la democracia sobre la capacidad estatal es negativo en valores bajos de democracia, inexistente en valores medios, y fuertemente positivo en altos niveles de democracia. Tal relación curvilínea se debería al efecto combinado de dos formas de dirección y control: uno ejercido desde arriba, el otro desde abajo. El control desde abajo se logra más efectivamente cuando las instituciones democráticas están consolidadas, gracias a la existencia de recursos, mecanismos de participación y libertad de expresión. Por el contrario, en las democracias no consolidadas la presión desde abajo es menos efectiva (Bäck & Hadenious, 2008).
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
En suma, en la literatura han aflorado serias dudas acerca de la relación entre bienestar social, capacidades estales y apoyo a la democracia. Con base en los trabajos citados, como mínimo no puede afirmarse como una verdad sin condiciones que la democracia por sí misma asegura mejor gobernabilidad y mayor bien común. Cabe preguntarse, entonces, ¿qué efectos tiene la capacidad estatal sobre la valoración que de la democracia hacen los ciudadanos? Las relaciones entre diferentes tipos de capacidades estatales, el desencanto y el nivel de democracia puede ser explorado usando los seis indicadores de gobernabilidad del Banco Mundial:
» Efectividad gubernamental, que mide la competencia de la burocracia y la calidad de los servicios públicos, así como su independencia de presiones políticas y la calidad de las políticas publicas.
» Calidad regulatoria, entendida como la habilidad del gobierno para formular e implementar políticas y regulaciones que permitan y promuevan el desarrollo del mercado y del sector privado.
» Estado de derecho, entendido como la calidad del cumplimiento de contratos, la administración de justiciar, la calidad de la policía y los índices del crimen y la violencia.
» Voz y rendición de cuentas, que incluye diversas mediciones de respeto y ejercicio de los derechos humanos y políticos y de las libertades civiles, tales como la participación en la elección de gobernantes, la libertad de expresión y la libertad de asociación.
» Estabilidad política y ausencia de violencia, que comprende la probabilidad de amenazas o cambios que generen inestabilidad del gobierno y sus instituciones, violencia interna y terrorismo. También monitorea la implementación y continuidad de políticas públicas.
» Control de la corrupción, considerado como la medida en que el poder público se ejerce para obtener ganancias privadas, incluyendo las pequeñas y las grandes formas de corrupción, así como el grado en que el Estado está capturado por intereses privados.
Casi todos estos indicadores de capacidad de gobierno correlacionan significativamente y de forma directa con el apoyo a la democracia y el nivel de democracia electoral. Además, correlacionan fuertemente entre sí. En términos generales, se puede afirmar que las capacidades del Estado impiden el desencanto y mejoran los niveles de democracia política. No obstante, la influencia de las capacidades del Estado es más marcada sobre el nivel de democracia que sobre el apoyo popular al gobierno del pueblo. (Ver tabla 4)
Si se ordenan estos indicadores de capacidad según la magnitud de su relación con el nivel de democracia, de mayor a menor, el factor más influyente parece ser responsabilidad (accountability) y rendición de cuentas, luego el funcionamiento del Estado de derecho, el control de la corrupción, la capacidad de mantener la estabilidad política, la efectividad del gobierno y, por último, la capacidad regulatoria. No obstante, debe insistirse en que todos los factores que miden la capacidad del Estado para producir resultados (políticas) y producir bienes públicos (como la seguridad, el cumplimiento de la ley y el orden político, entre otros) se relacionan significativamente con la democracia.
TABLA 4: Correlación de Pearson entre indicadores de gobernabilidad del Banco Mundial, el apoyo a la democracia y el índice de democracia
ELECTORAL AMÉRICA LATINA, 1996-2019
Fuente: elaboración propia con base en datos suministrados por el Banco Mundial, Latinobarómetro y V-Dem.
La capacidad regulatoria correlaciona negativamente con el apoyo a la democracia y, además, es el único coeficiente sin significación estadística. Siendo que el énfasis de ese indicador está puesto en la capacidad del Estado, estabilidad política y ausencia de violencia, imperio de la ley e intervención eficaz en el mercado mediante incentivos al sector privado, no sorprende que este indicador no influya en el apoyo popular a la democracia. Todos los demás indicadores de gobernabilidad favorecen el apoyo a la democracia por parte de los ciudadanos. De todos, el más fuertemente relacionado con el apoyo es la provisión del orden necesario para lograr estabilidad política y la ausencia de violencia. El control de la corrupción y la responsabilidad gubernamental son los otros dos factores que más favorecen el respaldo popular a la democracia.
En suma, a mayor capacidad del Estado para asegurar efectividad en la implementación de políticas, estabilidad y paz, cumplimiento de las normas, responsabilidad y rendición de cuentas, tenemos mayor democracia y menor desencanto. No obstante, por ahora no es posible determinar empíricamente el sentido de la causalidad. No se puede afirmar con certeza si son las capacidades del Estado las que explican mejores niveles de democracia y de apoyo popular a la misma o si es lo contrario. Este es uno de los temas que merece mayor y mejor atención en futuros estudios.
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
CONCLUSIONES
En este trabajo se ha hecho un recorrido acelerado y con una visión panorámica de la relación teórica y empírica entre el desencanto y la democracia, tomando como base la literatura sobre el tema y los datos comparables disponibles. Se propusieron definiciones de ambos conceptos y se emplearon indicadores para medirlos a lo largo del tiempo, cubriendo la mayor parte de la historia democrática postransiciones en América Latina. Los datos empleados provienen de fuentes secundarias. Por razones de tiempo y recursos no pudieron generarse datos primarios. La recolección y análisis de datos intencionalmente producidos para describir y explicar los problemas de la democracia latinoamericana debe ser parte sustantiva del trabajo a realizarse en fases ulteriores de esta investigación.
La información disponible permite ofrecer una descripción del panorama de la democracia en la región. Aunque preliminar, esta descripción puede servir de punto de arranque para mediciones más precisas y elaboraciones teóricas más sofisticadas. El panorama preliminarmente descrito permite ver una serie de regularidades, diversidades, paradojas y anomalías que, en términos generales, apuntan a sostener la tesis de que en América Latina hay una declinación de la democracia y un deterioro de importancia en el nivel de apoyo y satisfacción con esa forma de gobierno.
La situación actual de la democracia en la región es paradójica. Pese a que hoy en día hay muchas más democracias que en el siglo anterior, el encanto inicial que produjo en cada país la ola democratizadora de los ochenta y noventa contrasta con retrocesos y desencantos democráticos. Siendo indudable que hay más países con gobiernos democráticos en América Latina, es también evidente que los niveles de democracia han descendido.
No obstante, en este proceso no hay uniformidad. En algunos países el deterioro de los niveles y apoyos de la democracia se produjeron poco después de que transitaron a la democracia; en otros, el desencanto y retroceso democrático aparecen más recientemente, mientras que en algunos otros el proceso es irregular en el tiempo, con picos de apoyo a veces muy altos y descensos abruptos. En algunos de estos últimos pareciera haber un cierto patrón cíclico de alzas y bajas del desencanto. Mientras, algunos países que no eran democráticos en los setenta han elevado apreciablemente sus niveles de democracia; en otros que sí lo eran se ha producido un marcado retroceso.
Hay más democracias, pero muchas de ellas se han hecho menos democráticas, cuentan con menor apoyo de la población y generan menos satisfacción. El retroceso de la democracia no es uniforme, pero sí suficientemente extendido y agudo como para permitir afirmar que hay una nueva crisis de democracia en la región. Las explicaciones hipotéticas a los retrocesos democráticos tampoco son uniformes. Hay una gran diversidad en la región en los niveles de democracia, de apoyo y de satisfacción, y las explicaciones que parecen funcionar en un país no sirven en muchos otros para dar cuenta de por qué la democracia, el apoyo y la satisfacción han retrocedido.
Tal crisis es más profunda en algunos países que en otros, pero incluso en Costa Rica, Uruguay y Chile, los tradicionalmente más democráticos de la región, hay indicios de cierto deterioro. Argentina, Panamá y Perú no alcanzan aún los niveles de democratización que históricamente han caracterizado a los tres países más cuantitativamente democráticos, pero sus niveles de democracia han mejorado sustantivamente. No obstante, pese a caídas coyunturales recientes que deben ser analizadas cuidadosamente, se puede afirmar que los seis casos antes mencionados son los menos preocupantes, comparativamente hablando.
Con ello no se quiere decir que no hay amenazas de importancia, sino que su situación es menos crítica que la de otros países de la región.
Los seis casos mencionados antes contrastan con otros que, incluso habiendo tenido democracias de larga duración en su historia como Venezuela, experimentan hoy en día importantes declives. El caso venezolano puede servir de alerta para toda la región y especialmente para aquellos países con menores retrocesos de democracia actualmente. La democracia no se puede dar por sentada. La democratización no es un proceso unilineal e irreversible. La democracia puede retroceder y ello puede suceder de una forma gradual pero persistente en el tiempo, sin que ocurran interrupciones violentas del hilo constitucional (revoluciones sociales y golpes militares), e incluso realizándose elecciones periódicas y frecuentes. Además de Venezuela, la lista corta de los países con peor desempeño democrático reciente incluye a Bolivia, Brasil, Ecuador, Honduras y Nicaragua. Otras naciones no alcanzan los niveles más altos de democratización observados en Costa Rica, Chile o Uruguay, e incluso han experimentado descensos en su cantidad de democracia recientemente. Estos países, cuya lista incluye a Colombia, Guatemala, México, El Salvador y Paraguay, no han enfrentado niveles de retroceso democráticos tan marcados como Venezuela, Nicaragua, Honduras, Brasil, Bolivia o Ecuador, pero ciertamente sufren de crisis democráticas de mediana intensidad.
La actual crisis de democracia de la región no es la primera, ni mucho menos es terminal o irreversible. No obstante, no esta claro si los retrocesos democráticos apenas están comenzando, ni cuál es la profundidad que puedan alcanzar en el futuro inmediato. Lo que sí se sabe es que tales retrocesos constituyen una señal de alarma que no puede pasar desapercibida. Tal señal convoca a los académicos de la región tanto a la investigación dirigida a dar cuenta del fenómeno, como la acción comprometida con el rescate y la profundización de las prácticas democráticas.
No obstante, esta crisis tiene algo especial. Ella combina, en muchos países de la región a la vez, niveles altos de retroceso de las instituciones democráticas (medidos con los índices de V-Dem) con caídas de importancia en el apoyo a la democracia, elevación de la indiferencia entre democracia y formas no democráticas de gobierno e, incluso, algunas alzas en la valoración de las alternativas autoritarias (según datos de Latinobarómetro y LAPO). ¿Hasta qué punto constituye esto o no una “tormenta perfecta” que puede llevarse consigo los avances democráticos en la región? Este es un asunto urgente que solo puede ser dilucidado por medio de investigaciones más exhaustivas, como la profundización de los estudios de caso que acompañan a la descripción del panorama de la región que en este trabajo se presenta, así como por la vía de mejores y más profundos análisis comparativos.
Con base en lo que nos dice la literatura y los datos disponibles, podemos concluir que: » La democracia electoral, procedimental o representativa, cualquiera que sea la denominación que se prefiera, no es prescindible a la hora de explicar la valoración que hacen los ciudadanos de la democracia. Es claro que a mayor poliarquía, mayor apoyo a la democracia. Bien sea porque la cultura de respaldo ciudadano a la democracia hace que los niveles efectivos y formales de esta sean mayores o, al contrario, que sea el adecuado funcionamiento de instituciones formales de la democracia lo que lleva a una valoración positiva y apoyo de esta forma de gobierno. Sea como fuese, el porcentaje de personas que apoyan a la democracia (es decir, el indicador del nivel de desencanto con la democracia) correlaciona significativamente con el nivel de poliarquía. Lo mismo indican los resultados para variables que miden el desempeño
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de los gobiernos democráticos, como por ejemplo la “voz y rendición de cuenta,” que ofrecen otras formas de medir el funcionamiento del Estado democrático.
» El apoyo a la democracia es favorecido por el desarrollo de todas las dimensiones de democracia examinadas en este trabajo. Las variaciones en niveles de protección liberal de los derechos individuales por el Estado, participación, deliberación y, muy especialmente, en términos de igualdad material, formal y de oportunidades, explican en buena medida las variaciones de apoyo y desencanto con la democracia de parte de los ciudadanos.
» Junto a la igualdad, el componente deliberativo de la democracia guarda relación directa con el apoyo a esta. Los procesos deliberativos son recientes (pese a que algunos son también ancestrales en comunidades indígenas) y poco extendidos. No obstante, al parecer se puede concluir que a mayor involucramiento de los ciudadanos en experiencias en las cuales, a través del diálogo, se halla un piso común para la acción colectiva, mayor es el respaldo que recibe la democracia como forma de gobierno.
» Las capacidades del Estado muestran que la eficacia gubernamental, la accountability del gobierno, el aseguramiento del orden y la paz en el territorio, el Estado de derecho y el cumplimiento de la ley, la estabilidad política y la transparencia y control de la corrupción, guardan relación directa tanto con el nivel de democracia como con el apoyo de la población a esta. De nuevo, no es fácil determinar el sentido de la relación. ¿Es el Estado el que crea las condiciones para una mejor democracia o son el apoyo popular a la democracia y el funcionamiento adecuado del mecanismo de competencia política los que llevan a niveles más elevados de capacidad estatal? Este es un problema de gran importancia y debe estar en la agenda de futuras investigaciones.
» Finalmente, también es materia pendiente un mejor análisis del efecto que las crisis presidenciales (incluyendo las que afectan a expresidentes y aquellas que no terminan en la salida definitiva del presidente antes de terminar su período) pueden tener sobre el funcionamiento de las instituciones y apoyo a la democracia. Como conjetura, se sostiene que el deterioro de la imagen de políticos tan influyentes como los presidentes latinoamericanos y de una institución tan visible y poderosa como la jefatura del ejecutivo nacional es uno de los factores que pudiera contribuir al desencanto con la democracia en la región.
En la actual coyuntura de salud pública, es posible que se agudicen ciertas medidas restrictivas de la libertad individual, que haya postergaciones o se haga más fácil la manipulación de elecciones y que aumente la concentración de poder en manos del ejecutivo nacional. Al mismo tiempo, la crisis de salud pública también crea oportunidades para la acción colectiva mediante el desarrollo de redes de comunicación y organización social que pueden contribuir a chequear y reducir el potencial efecto antidemocrático de la crisis, tanto durante como después de la pandemia. No obstante, las evidencias de retrocesos en las instituciones y actitudes democráticas en la región surgieron mucho antes de la pandemia e incluso antes de la preocupante ola de protestas y represión ocurridas principalmente en 2019 en varios países de la región (especialmente Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Honduras, Haití, Nicaragua, Perú, Puerto Rico, República Dominicana y Venezuela).
A todo lo anterior se suman algunos factores críticos que pueden contribuir a explicar el desencanto con la democracia y para los cuales es necesario profundizar en el análisis y hallar mayor y mejor información empírica cualitativa y cuantitativa en el futuro inmediato. En primer lugar, es necesario prestar atención a inequidades económicas y sociales derivadas
de desigualdades de género, etnia, regiones y culturas, acumuladas en el tiempo. A tal fin, es indispensable desarrollar métodos e indicadores más precisos que los empleados acá. En segundo lugar, debe investigarse con atención el peso que sobre la democracia y su desempeño pudieran tener las altas cifras de criminalidad en la región, los problemas endémicos de violencia social e inseguridad ciudadana, la violación sistemática de derechos humanos y prevalencia del crimen organizado asociado a un significativamente alto tráfico ilegal de sustancias psicoactivas (drogas).
Finalmente, también es importante abordar las oportunidades y amenazas para la democracia del surgimiento de un nuevo y poderoso elemento del paisaje de la comunicación política: las tecnologías de la información, la inteligencia artificial y las redes sociales. Este nuevo elemento crea oportunidades inéditas de interacción social, potencialmente útiles para la organización, deliberación y participación política. Las redes pueden crear espacios virtuales para canalizar y organizar el desencanto y crear formas alternativas de organización y acción política que no tienen cabida en los canales ordinarios de la democracia electoral. Ellas pueden hacer posible que voces tradicionalmente silenciadas logren ser escuchadas. En suma, podrían tener un efecto democratizador en la definición de la agenda de problemas públicos y la coordinación de la acción social dirigida a buscar soluciones democráticas. No obstante, hasta ahora, la tecnología y las redes han sido vinculadas al resurgimiento del personalismo político neo-populista, respaldado por nuevas tecnologías de información y desarrollo de mecanismos efectivos de control social por parte de gobernantes autoritarios. Este tema es, sin duda, de importancia central en la agenda actual de investigación sociopolítica.
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
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CAPÍTULO II
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
AMENAZAS Y OPORTUNIDADES PARA EL CAMBIO
ESTUDIO DE CASOS
Los estudios de casos, realizados por expertos de nueve países latinoamericanos, están dirigidos a determinar hasta qué punto, por qué, entre quiénes en la población, y desde cuándo ha surgido un nivel de desencanto democrático que pudiera llevar a una crisis de esta forma de gobierno. Los resultados de cada estudio de caso son presentados por los equipos respectivos en reportes de investigación.
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
INTRODUCCIÓN
El deterioro en los últimos años del apoyo en la democracia en la Argentina está en sintonía con lo que ocurre en América Latina en general. En la Argentina, en 2018 solo el 58 % de la población apoyaba a la democracia, diez puntos por debajo del nivel de apoyo que existía en 2015 y apenas un punto por encima del que se verificó en 2001 (Latinobarómetro, 2018), cuando en toda la región se sentían con fuerza los efectos de la crisis asiática y en el país se daba una de sus peores crisis económicas y políticas desde la restauración de la democracia en 1983.
El presente trabajo pretende ser una contribución, si bien preliminar, para establecer cuáles factores o qué aspectos de la democracia argentina y su funcionamiento pueden explicar este deterioro.
El texto se estructura de la siguiente manera. En un primer apartado se examina lo que la literatura sobre la democracia argentina reciente señala respecto del funcionamiento de la democracia en los últimos años, tanto en términos generales como en algunos de sus aspectos político-institucionales y sociales más relevantes.
En las seis secciones siguientes, se abordan diferentes aspectos o rasgos de la democracia argentina que podrían aportar una explicación de la caída del apoyo a la democracia en este país: crisis de la institución presidencial, corrupción, desigualdades, denegación de justicia y corrupción judicial, preeminencia de intereses sectoriales o particulares y, finalmente, neopopulismo y redes sociales. Estos factores se examinan debido a que los mismos parecen tener una incidencia significativa en el apoyo a la democracia en un estudio cuantitativo previo que abarca la totalidad de países de la región (Álvarez 2020). Un séptimo factor crítico identificado como potencialmente relevante, cual es la prevalencia de organizaciones criminales que inciden y/o condicionan sustancialmente el proceso político, no ha sido examinado dada la razonable presunción que este factor no tiene suficiente entidad en este país (la criminalidad, si bien en aumento en los últimos años, aun se mantiene circunscripta al ámbito de la “seguridad” y las correspondientes representaciones y actitudes ciudadanas respecto de la misma).
En el octavo apartado presentamos un estudio cuantitativo en base a una encuesta de LAPOP (correspondiente a la onda 2018-2019). La intención de este estudio es realizar observaciones y deducciones relativas a la subjetividad de los ciudadanos, de tal modo de avanzar en el establecimiento de un vínculo analítico entre los factores objetivos de nivel macro que se abordaron en los apartados anteriores y las actitudes y/o representaciones de los ciudadanos. El trabajo cierra con algunas reflexiones a modo de conclusiones. Estas, en su faz analítica, se concentran en establecer el mencionado vínculo entre las características que asume la democracia argentina y los factores que a nivel individual inciden sobre el apoyo o no apoyo a la democracia. En su faz normativa, abordamos en ellas cuestiones relativas a las acciones que debieran tomarse para incrementar el apoyo a, y la satisfacción con la democracia, y el rol de los académicos en este sentido.
LA DEMOCRACIA ARGENTINA EN LOS ÚLTIMOS AÑOS: ESTADO DE LA CUESTIÓN
La literatura que realiza una evaluación general sobre el desempeño democrático en la Argentina en los últimos años es muy escasa. Sí es mucho más numerosa y variada la bibliografía que se ocupa de aspectos parciales de la dinámica democrática en el país, como el funcionamiento del Congreso, el sistema de partidos, la participación política, etcétera.
Entre los trabajos con una perspectiva más global destaca el de Gervasoni (2015), quien, desde una posición muy crítica respecto del kirchnerismo, hace una evaluación sistemática de diferentes dimensiones de la democracia durante los gobiernos kirchneristas (2003-2015). Desde su punto de vista, en estos años la democracia argentina ha mostrado retrocesos en varias dimensiones (liberal, consensual, participativa y deliberativa), un resultado neutro en otras (electoral e igualitaria) y positivo en la dimensión mayoritaria. En líneas generales, para este autor se verificó un retroceso de la calidad democrática con cierto riesgo de caer en un régimen híbrido (el cual presenta elementos autoritarios tan importantes como los democráticos). No obstante, este riesgo no se materializó y el régimen político podía caracterizarse como democrático hacia finales de los gobiernos kirchneristas.
La perspectiva global que ofrece Murillo (2017), por otra parte, tiene connotaciones más positivas, particularmente en aquel aspecto (el de la democracia liberal) que para Gervasoni (2015) es el más preocupante en su diagnóstico. Para esta autora, la democracia argentina muestra desde 1983 un avance y expansión continuos de derechos que se dieron a través de gobiernos de distinto signo político. Estos avances tuvieron importantes hitos durante las décadas del ochenta y del noventa del siglo pasado (juicio a las Juntas Militares de la última dictadura, ley de divorcio, cuota femenina en el Congreso, educación sexual y reproductiva, etcétera).
Esta agenda de derechos individuales continúa durante el kirchnerismo cuando se aprueba la ley de matrimonio igualitario, el derecho a la identidad de género y el fin de las restricciones discriminatorias a la adopción, entre otros. Este proceso no parece haberse detenido durante el gobierno de Cambiemos si bien no es una de sus banderas. (Murillo, 2017: 208)
En lo que hace a la evaluación de aspectos más específicos de la institucionalidad y la política democrática argentina en los últimos años, puede decirse que, en general, los diagnósticos resaltan progresos y aspectos positivos, no sin reconocer la vigencia de problemas o aspectos negativos relativamente serios.
En el caso del Congreso, Calvo (2013) sostiene que las evaluaciones negativas sobre su funcionamiento tanto en el ambiente académico como periodístico son en realidad prejuicios que no tienen sustento en el real desempeño de la política legislativa. En general, para este autor, no es cierto que el Congreso actúe como la “escribanía” del Poder Ejecutivo, ya que un alto porcentaje de las iniciativas legislativas de aquel o no se aprueban o son aprobadas con modificaciones. Por otra parte, el Congreso actúa efectivamente como una barrera eficaz contra el uso unilateral de los decretos por parte del Presidente. El funcionamiento del Congreso presenta ciertos déficits, pero estos están lejos de configurar una imagen predominantemente negativa. Es cierto “[…] (que) existe una diferencia significativa entre la percepción pública y el desarrollo de la actividad legislativa en el Congreso”, pero “[…] esta diferencia se explica diciendo que los créditos legislativos son capitalizados por los actores políticos mientras que los costos son socializados por la institución” (Calvo, 2013: 155).
En cuanto al sistema de partidos y los partidos políticos, es bien conocido que la crisis de 2001 implicó una masiva desafección partidaria que prácticamente pulverizó (en términos electorales y en algunos casos de la propia existencia organizativa) al polo no peronista del sistema partidario. En esta situación, una gran masa de votantes se convirtió en “huérfana” de la política partidaria (Torre, 2003). Sin embargo, tras doce años de aquella crisis, y luego de un proceso gradual de paulatina articulación, el polo no peronista logró reconstituirse en una alianza (Cambiemos) que alcanzó el gobierno en 2015 (Torre, 2017). Este triunfo electoral tuvo un significado más profundo que la, ciertamente clave, reconstitución de un polo
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electoral que subsane el vacío representativo originado por aquella crisis. Implicó, además, que por primera vez en la historia política argentina una coalición de centro-derecha pudiera legitimarse electoralmente. Esto parece “[…] un hecho crucial para un país donde la falta de alternativas electorales de derecha llevó a la constante inestabilidad democrática en el siglo veinte” (Murillo, 2017: 209). Adicionalmente, la alianza Cambiemos parece haber procesado exitosamente el test de la derrota electoral de 2019 en cuanto a su continuidad como coalición electoral y alternativa efectiva de gobierno. El peronismo, por su parte, se recompuso de la derrota de 2015 sin disgregarse en sus diferentes líneas internas. De este modo, el sistema de partidos argentino parece reordenado en dos coaliciones (una de centro-izquierda y otra de centro-derecha) que en principio aparecen como estables y capaces de sostener la condición democrática de la alternancia. Más aún, el gobierno de Cambiemos, a pesar de ubicarse en las antípodas programático-ideológicas del anterior gobierno peronista, mantuvo sin cambios sustanciales algunas de sus políticas más importantes, particularmente las de asistencia social, la propiedad estatal de grandes empresas de servicios y la administración por el Estado del sistema de pensiones y seguridad social (Nazareno, 2019).
Otro aspecto de la democracia argentina que llamó la atención de los estudiosos es el de la participación política más allá del voto en las elecciones y la militancia estrictamente partidaria. A pesar que la Argentina tiene habilitados recursos de participación política no electoral y de democracia semi-directa (referéndum, que a partir de la Constitución de 1994 pasó a ser “consulta popular”, e iniciativa legislativa ciudadana), estas instituciones fueron muy poco utilizadas en toda la etapa democrática (Welp, 2008; Sancari, 2014) y no lo fueron en absoluto en por lo menos los últimos diez años. Sin embargo, para muchos autores, un rasgo de la democracia argentina es que diferentes tipos de actores sociales y a través de diferentes modalidades de participación política no institucionalizada han extendido su rango de acción, el alcance de las temáticas abordadas y su incidencia sobre distintas áreas del Estado, de tal modo que la dinámica política y las acciones estatales no pueden entenderse completamente sin referencia a este tipo de participación. Buena parte de los avances en cuanto a diferentes tipos de derechos (civiles, sociales, medio ambientales, de género, de pueblos originarios, de aplicación de justicia, etcétera) y de control sobre el Gobierno y el Estado (reclamos por transparencia, control de la corrupción, la violencia institucional, etcétera), tanto desde la reinstauración democrática en general como en los últimos años en particular, han sido en buena medida resultado de la movilización, la protesta y la acción de diferentes grupos y ámbitos de la sociedad civil (Delamata, 2013; Mauro y Rossi, 2011; Böhmer, 2013; Murillo, 2017; Pérez y Pereyra, 2013). Por cierto, la participación política desde y a través de la sociedad civil, presenta aún muchas debilidades: su heterogeneidad, sus agendas no siempre convergentes y aun antagónicas, su falta de articulación y sus respuestas no siempre consistentes respecto a las ofertas de integración a las estructuras partidarias y a las del propio Estado (Mauro y Rossi, 2011). No obstante, su crecimiento cuantitativo y cualitativo es innegable, se ha transformado en un rasgo característico de la sociedad democrática argentina y si bien no todas sus iniciativas y demandas han tenido éxito, han generado un cambio profundo en las dinámicas político-partidaria y electorales como generadoras y garantes de derechos, en la generación de una nueva narrativa democrático-comunitaria y en la emergencia de una nueva semántica institucional (Delamata, 2013; Annunziata, 2013).
Un aspecto diferente, si bien con fuertes vínculos con el de la vitalidad creciente de la sociedad civil, fue lo que se dio en llamar la “(re)politización” de las juventudes. A partir de 2001 y especialmente a partir del primer gobierno de los Kirchner en 2003, los jóvenes, hasta entonces un estrato etario relativamente desafectado de la política, se vuelca masivamente a
ella a través de distintas formas de participación, desde los movimientos sociales y la protesta hasta la militancia partidaria (Quiroga, 2016).
Como puede verse, las evaluaciones que en la literatura se hacen sobre el balance general y algunas dimensiones claves del desempeño democrático argentino en los últimos años pueden considerarse, hasta cierto punto, positivas.
Sin embargo, la literatura marca también al menos tres cuestiones que se ubican claramente entre las deudas de la democracia argentina, las cuales, de no abordarse pronta y adecuadamente, pueden comprometer seriamente la calidad democrática en el país.
Una de ellas, de más largo plazo, son las crisis económicas de gran profundidad y virulencia que desde 1983 recurrentemente afectan al país. La Argentina ha vivido, en fases que duran aproximadamente diez años, crisis de gran magnitud que implicaron el crecimiento exponencial de las tasas de inflación y depreciación monetaria, la caída abrupta de la producción y la elevación de la pobreza, la desigualdad y/o el desempleo a niveles de enorme magnitud. La recurrencia y gravedad de estas crisis tienen un efecto negativo sobre la credibilidad de los gobiernos (Margheritis, 2019). Luego de cada crisis, sobrevienen períodos de fuerte recuperación. Sin embargo, estas recuperaciones no disipan el temor de que nuevas crisis se produzcan, ni la desconfianza en las capacidades de los gobiernos para evitarlas. Además, cada gobierno que asume luego de una crisis, adopta una política “refundacional” que pretende rupturas abruptas con el pasado, dañando la posibilidad de acumulaciones incrementales de logros y experiencias socio-económicas (Murillo, 2013). Por otra parte, estas recuperaciones poscrisis tampoco logran restaurar la situación social en su nivel previo a la crisis, con lo cual se verifica una tendencia de mediano y largo plazo de creciente deterioro social. De este modo, se ha configurado en los últimos años un panorama de fragmentación social que no existía en el país al inicio de la restauración democrática: amplios sectores sociales se encuentran sumidos en la pobreza, desplazados del mercado laboral formal y sin perspectivas ciertas de mejora sustentable en el mediano plazo. Es cierto que hasta ahora los efectos políticos de estas brechas se han canalizado a través de movimientos sociales y partidos políticos (en especial el peronismo). Pero cabe la pregunta de hasta dónde este partido podrá administrar las tensiones que surgen entre su base trabajadora formal y la creciente masa de trabajadores informales (Torre, 2017).
El segundo problema, también con una vigencia de décadas, es la fragmentación territorial del sistema político y su efecto sobre la calidad de las políticas públicas y gobernabilidad. En una adaptación disfuncional a la estructura federal del país, los partidos políticos se han convertido en “federaciones de partidos provinciales” (Torre, 2005) y las elecciones se han desnacionalizado (un partido político nacional obtiene resultados electorales muy divergentes en los distintos distritos subnacionales) (Calvo y Escolar, 2005). De este modo, los gobiernos nacionales deben construir coaliciones de gobierno en una permanente negociación con las elites políticas provinciales; estas coaliciones tienen una base inestable ya que no se sostienen en fundamentos ideológico-programáticos y/u organizacionales, sino en intercambios contingentes de diferente tipo (Escolar, 2013). Estas negociaciones afectan negativamente la eficiencia y equidad de las políticas públicas y la distribución de recursos en el territorio nacional (Escolar, 2013; Ardanaz, Leiras y Tommasi, 2012 y González y Mamone, 2011).
Finalmente, un problema que puede considerarse más reciente, pero que, no obstante, abre un horizonte preocupante hacia el futuro, es la creciente polarización e intolerancia social y política en diferentes ámbitos de la sociedad civil. El racismo, el sexismo y actitudes y expresiones discriminatorios de diferente tipo parecen haberse extendido y agudizado en los últimos años. Es justo reconocer que muchos movimientos sociales, organizaciones de la sociedad civil e
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incluso organismos específicos del Estado han generado reacciones muchas veces efectivas respecto a esta tendencia. No obstante, esta parece clara. Una encuesta de 2011 muestra que aproximadamente un tercio de la población era abiertamente misógino, homofóbico, racista, clasista y xenófobo (Grimson, 2015). Desde entonces a la fecha no parece haber habido cambios positivos, sino todo lo contrario, en la medida que la esfera pública ha mostrado un crecimiento notorio (incluso en los medios de comunicación y, particularmente en las movilizaciones políticas) de la agresividad respecto de oponentes o adversarios políticos a partir de descalificaciones racistas, misóginas, ideológicas o de otro tipo (Grimson, 2015: 2014).
SITUACIÓN DE LA PRESIDENCIA: CREDIBILIDAD, RESPALDO Y CRISIS
La Constitución argentina, en el artículo 1, adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal y, en el artículo 87, asigna el ejercicio del Poder Ejecutivo a un ciudadano con el título de presidente de la Nación. La constitución histórica de 1853 tomó el modelo de la Constitución de Filadelfia de 1787, con algunas diferencias que establecieron un tipo de presidencialismo más “fuerte”, al estilo de la Constitución de Chile de 1833, bajo la influencia de Alberdi. Las atribuciones del presidente establecidas en la Constitución (CN. art. 99) además de consagrarlo jefe supremo de la Nación, jefe de gobierno y responsable político de la administración general del país, comprenden incluso funciones de naturaleza colegislativa y reglamentaria: puede presentar proyectos de ley, además de promulgar y publicar los sancionados por el Congreso y vetar las leyes. Excepcionalmente también dictar decretos de necesidad y urgencia. Al asumir este diseño institucional el constituyente abrió lugar a la posibilidad de existencia de tensiones dentro de la misma Constitución en el ejercicio del poder, entre la división de poderes, característica del sistema republicano, y el sistema federal de gobierno, que reconoce la autonomía de las provincias, por un lado, y la concentración de poder en el Ejecutivo, por el otro, con impacto sobre todas las partes comprometidas en el difícil juego político- constitucional que demanda equilibrio de poder. La Constitución contempla la figura del vicepresidente de la Nación y establece las mismas reglas tanto para el presidente como para el vicepresidente. Le asigna al vicepresidente el ejercicio del Poder Ejecutivo en caso de enfermedad, ausencia de la capital, muerte, renuncia o destitución del presidente. Además, ejerce la presidencia del Senado de la Nación. Institucionalmente la figura del vicepresidente está asociada a la necesidad de cubrir la acefalía del Poder Ejecutivo en las situaciones previstas por la Constitución, que contemplan situaciones temporales y permanentes. El espíritu de la Constitución en caso de acefalía es garantizar la continuidad del ejercicio del poder por aquella autoridad que ha sido elegida conforme las mismas condiciones que el presidente. Sin embargo, la realidad ha dado muestras de los problemas que en los hechos puede generar una relación conflictiva entre quien ejerce la presidencia y la vicepresidencia. La ambición política, la deslealtad, la incapacidad, la implicación en escándalos públicos o hechos de corrupción, el enfrentamiento directo u otras razones, puede minar o comprometer el poder del presidente y constituir incluso la causa de una crisis presidencial. En Argentina, desde 1983 a la fecha, se han presentado situaciones de diversa índole que muestran lo delicada que es, en términos de sus consecuencias políticas, la relación presidente–vicepresidente: la renuncia del vicepresidente Álvarez en el gobierno de De la Rúa, el voto no positivo de Julio Cobos en el gobierno de Cristina Fernández en tiempos de la 125 y la crisis con el campo, las causas de corrupción de Boudou, también en un gobierno de Cristina Fernández y, lo más reciente, la tensión entre la vicepresidenta Cristina Fernández y el presidente Alberto Fernández, a quien ella misma nominó para ese cargo.
Es pertinente observar que la cualidad de fuerte o débil y sus gradaciones, puede ser señalada como característica de la presidencia-institución y entonces contemplamos el conjunto de atribuciones que la Constitución otorga al presidente, o bien, como característica política de los presidentes, y entonces lo que observamos es la forma como asume su liderazgo y las relaciones con los actores institucionales y no institucionales, conforme o no a las normas. Es un dato de la realidad que múltiples factores han desplazado al Congreso del centro del poder político y han situado en su lugar al Poder Ejecutivo, que nominalmente ocupa en el orden institucional una posición subordinada a la ley. Entre estos factores los estudios destacan: las interrupciones del orden constitucional; las emergencias políticas, económicas y sociales que opacan el protagonismo del Congreso; la crisis de los partidos políticos y la crisis de representación política que pone en cuestión la legitimidad del Congreso y de los mecanismos a partir de los cuales articula su funcionamiento; la desvalorización de sentido de la ley en sociedades anómicas, a lo que se suma la emergencia de liderazgos personalistas donde lo importante es la persona del líder y no la institución y sus reglas. En Argentina, las asimetrías económicas, sociodemográficas y culturales, la inestabilidad democrática y las prácticas clientelares, corporativas y oportunistas –por citar solo algunos aspectos–, no favorecieron, desde hace décadas, el desarrollo de capacidades institucionales para llevar adelante la producción de bienes colectivos e impulsar relaciones más transparentes, horizontales y negociadas para la potenciación de dichas capacidades. Se constata aquello que la literatura politológica afirma: el oportunismo político –caracterizado por anteponer el éxito político personal a principios y valores– se desarrolla especialmente en situaciones de crisis o debilidad institucional del sistema político.
El hiperpresidencialismo es un fenómeno jurídico, fáctico y cultural. Modificar las normas para atenuar el hiperpresidencialismo legal no implica necesariamente, por cierto, que se modificarán correlativamente las condiciones y las prácticas que han dado lugar al hiperpresidencialismo como realidad política. Argentina por historia, tradición y cultura es un país presidencialista, tolerante frente al ejercicio discrecional del poder –aunque ello represente un riesgo para la libertad y la igualdad–, a la vez que vacilante en su adhesión y respaldo a una figura presidencial honesta y apegada a las normas, conforme sea su desempeño en el campo económico. Lo que lleva a cuestionar si los antecedentes de corrupción funcionan como factores destituyentes o instituyentes, esto es, qué papel efectivo juegan en una crisis presidencial o en una elección. Hay que destacar, como componente negativo de nuestra cultura política, la tendencia hacia un “legalismo”, de frondosa normativa jurídica con escasa vigencia efectiva, además de una tendencia a la configuración centralista y jerárquica de la estatalidad, si no siempre formalmente, sí en el plano informal. Ello mucho tendría que ver con un centralismo que hunde sus raíces en la historia colonial que ha tendido a perdurar en el comportamiento de las elites políticas. El peso del rol institucional del presidente en Argentina no solo es el resultado del que le atribuyen las normas, sino del que le asigna el imaginario social. Especialmente en las crisis, los gobernadores, legisladores, sindicalistas y empresarios, demandan hablar directamente con el presidente, no con sus delegados o representantes y la ciudadanía exige acciones; “[…] los presidentes argentinos están casi obligados a mostrarse fuertes, tomar decisiones fundacionales, distinguir amigos de enemigos en forma tajante y revertir las decisiones y símbolos del mandato anterior” (San Martin, 2016). Argentina en el año 1994 llevó adelante una reforma de la Constitución nacional que tuvo entre sus ideas fuerza atenuar el hiperpresidencialismo resultante de sus normas y en tal sentido se dispuso: la reducción del mandato del presidente a cuatro años, con posibilidad de una reelección inmediata y elección directa, la reducción de las atribuciones del presidente
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en la designación de los miembros del Poder Judicial mediante la creación del Consejo de la Magistratura, la incorporación al texto constitucional de los decretos de necesidad y urgencia. La reducción del mandato de seis a cuatro años y la admisibilidad de una reelección inmediata fueron el resultado de la negociación y pacto entre Alfonsín, que aspiraba a atenuar el hiperpresidencialismo reduciendo el número de años del mandato presidencial y la voluntad de Menem de obtener la posibilidad de presentarse a una reelección. Una de las lecciones más claras de la historia reciente es que las normas constitucionales suelen ser inertes para contener las aspiraciones de líderes que se proponen prolongar sus mandatos; piénsese que Cristina Fernández al concluir su mandato actual como vicepresidenta contabilizará doce años en el área de competencia propio del Poder Ejecutivo, dos mandatos como presidenta de la Nación y uno como vicepresidenta, sin descartar la posibilidad de una futura candidatura como presidenta o vicepresidenta, según se presente la oportunidad en términos de respaldo electoral y conveniencia de diseño de la fórmula como aconteció en las últimas elecciones. Amerita también ser señalado que Néstor Kirchner declinó postularse a un segundo mandato para que lo hiciera su esposa Cristina Kirchner, lo cual forma parte de la experiencia de algunas provincias argentinas en las que el poder es ejercido por muchos años por una misma familia. La reforma de la Constitución también incorporó la figura del jefe de Gabinete de Ministros, institución de cierto carácter híbrido por su origen parlamentario en un sistema presidencialista, pensada para servir como válvula y asegurar la gobernabilidad en situaciones de crisis políticas, no cumple, sin embargo, la finalidad política para la que fue creada. La norma constitucional se ha modificado, pero no se ha verificado en los hechos una atenuación del hiper-presidencialismo.
Mauricio Macri gobernó desde el 10 de diciembre de 2015 hasta el 10 de diciembre de 2019, liderando la Alianza Cambiemos. Cristina Fernández lo precedió en la conducción del Poder Ejecutivo durante dos gestiones de gobierno. En las elecciones presidenciales de 2015 Macri y Michetti, candidatos a presidente y vicepresidenta, se impusieron en segunda vuelta a Daniel Scioli y Carlos Zannini, candidatos por la Alianza Frente para la Victoria, por el 51,34 % a 48,66 %. Macri ganó por una diferencia de 678 mil 864 votos, en un país con 32 millones 108 mil 509 votantes llamados a las urnas. Votó en esa oportunidad el 80,77 % del padrón electoral. Argentina vivió con una inesperada calma este giro político tras doce años de kirchnerismo. Macri asumió el poder con la promesa de unir a los argentinos, respetar la justicia independiente, combatir la corrupción y librar la lucha contra la pobreza. Promesas ambiciosas para un gobernante que estaba desprovisto de las características actitudinales propias del tipo de liderazgo de su predecesora y que accedió al gobierno sin un respaldo electoral contundente que pudiera posicionarle en un lugar de fuerza en la toma de decisiones. Macri nunca desarrolló el tipo de liderazgo presidencial que ejerció Cristina Fernández, que se caracterizó por ser una manifestación típica de hiperpresidencialismo, al concentrar los recursos de poder institucionales y fácticos necesarios para acentuar su gravitación personal en la dirección del Estado. Tanto por características personales como por la existencia de condicionamientos institucionales y contextuales desfavorables, Macri ejerció la función dentro de los cánones relativamente normales del presidencialismo fuerte del sistema argentino. Tenía frente a él una oposición que acababa de perder la elección pero que lo había hecho por un escaso margen. Por los números compartían la legitimidad democrática de sus propias posiciones. En los números, las elecciones de 2015 daban cuenta de un país partido casi justo por la mitad, lo cual, por lo demás, no es una novedad en la historia argentina, que tiende a concentrar los votos en dos candidatos como característica de un sistema “bipolar” (Ollier, 2008:73).
Macri accedió al gobierno con un mandato débil de la sociedad. Esta situación le impuso a su gestión restricciones y condicionamientos adicionales a los derivados de los problemas económicos, sociales y políticos que recibiera de la gestión anterior. En primer lugar, lideró una coalición integrada por varias fuerzas políticas en Cambiemos. Esto lo obligó a asegurarse y conservar, puertas adentro, el apoyo de sus aliados. En segundo lugar, carecía de respaldo político en el Congreso de la Nación. Fue el primer presidente, desde 1983, que inició su mandato sin contar con mayoría en ninguna de las dos cámaras del Congreso. Esto lo forzó a procurar la cooperación de parte de la oposición para implementar su agenda legislativa, lo cual pudo lograr parcialmente, al menos en aspectos clave para el ejercicio del gobierno como es la sanción de las leyes de Presupuesto. También consiguió acuerdo para la sanción del nuevo Código Procesal Penal de la Nación, la Ley de Responsabilidad Penal de las Empresas, la reforma del mercado de capitales, la Ley de Acceso a la Información Pública y quizás la más importante, la que permitió el pago de la deuda con acreedores externos. Sin embargo, a partir de 2017, la relativa cooperación y acuerdo comienza a romperse con la reforma previsional y las revueltas callejeras con heridos y detenidos. Hubo también proyectos de leyes presentados por el Poder Ejecutivo que el Congreso no sancionó por desacuerdos sobre el contenido, por inconveniencia política, o por no aceptar la apropiación por parte de Cambiemos de los contenidos relativos a la tutela de derechos sociales, cuyo reconocimiento y protección reivindica para sí, como una conquista, el peronismo. Quedaron así pendientes la sanción de una reforma electoral para terminar con la boleta de papel, hacer independiente los comicios y unificar el calendario electoral; una ley que declara la equidad salarial entre el hombre y la mujer y aumenta la cantidad de días de licencia por paternidad y otras licencias; la que endurece las penas para los barras brava; la que permite que las empresas privadas financien las campañas electorales; la ley que establece la obligatoriedad del jardín de infantes a partir de los tres años. La discusión del aborto legal, por su parte, generó disenso dentro de la coalición y con la oposición.
El triunfo de Cambiemos en las elecciones legislativas del mes de octubre de 2017 reforzó el respaldo legislativo del presidente pero no logró modificar la falta de mayoría en el Congreso. Un síntoma de la debilidad de la coalición gobernante en el Congreso es el número de decretos de necesidad y urgencia, herramienta excepcional de la que dispone el Poder Ejecutivo, que ascendieron a 70 DNU en los cuatro años. Cristina Fernández dictó 81 DNU en ocho años pero, a diferencia de Macri, en los dos períodos contó con una mayoría parlamentaria que no le hacía necesario utilizar este recurso institucional de baja legitimidad democrática. Macri tampoco contó con organizaciones con capacidad de movilización de la que sí disponen los sindicatos y los movimientos sociales, que ideológicamente se encuentran más próximos a Cristina Fernández. Fuertes los primeros y activos los segundos, estuvieron dispuestos a ganar la calle durante los cuatro años de gobierno. Desde 1983, los que más sufrieron paros nacionales fueron los gobiernos no peronistas. Macri no fue en este sentido la excepción. De un total de 42 paros nacionales, mayoritariamente planteados bajo la consigna de lucha contra la política económica, veintiséis se concentraron en tres presidentes no peronistas (Alfonsín, De la Rúa y Macri), cada uno con un único mandato total o parcialmente cumplido. Esto contrasta con los dieciséis paros a cuatro presidentes de origen peronista (Menem, Duhalde, Kirchner y Fernández de Kirchner). El promedio de días que pasan los gobiernos peronistas sin tener paros desde su asunción es de 1.108 días, mientras que en el radicalismo y alianzas es de 275 días. Otro contraste es el que se observa entre el primer gobierno de Cristina Fernández que no tuvo medidas de fuerza contra su gestión y el gobierno de Macri en el que se verificaron cinco paros generales.
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La relación con los gobernadores representa un capítulo especial en el ejercicio del poder presidencial. Como hemos señalado, el conjunto de atribuciones que la Constitución otorga al presidente hacen del Poder Ejecutivo el poder “fuerte” y el motor de la dinámica constitucional (Bidart Campos, 1988:195). Sin embargo, y a despecho de la institucionalidad formal, y en sintonía con las tensiones señaladas entre federalismo y Poder Ejecutivo nacional, los análisis muestran que los presidentes argentinos suelen encontrar dificultades para lograr el acuerdo y respaldo de otros actores que cuentan con bases autónomas de poder como los gobernadores, cuya acción se hace sentir por la presión de sus demandas ante el gobierno nacional, por sus reticencias a seguir la orientación de un Poder Ejecutivo nacional de diferente signo partidario y por la influencia que tienen sobre los legisladores nacionales de sus jurisdicciones. En este sentido, la dinámica del federalismo y la acción de los gobernadores introduce límites al poder del presidente siempre que no cuente, claro está, con la habilidad para neutralizar los límites y disciplinar a los gobernadores. La relación del presidente Macri con cada uno de ellos osciló entre la cooperación y el desencuentro. La imagen, credibilidad y respaldo del presidente no alcanzaron para ser reelegido, ejercer un segundo mandato e implementar la agenda de reformas que se había propuesto y no logró realizar durante su gestión. Diversos factores, pero particularmente la agudización de la crisis económica a partir de 2018, debilitaron las bases de su respaldo electoral. La derrota previsible, aunque incierta en la realidad, fue anticipada por los resultados de las primarias abiertas, simultáneas y obligatorias: Alberto Fernández 49,9 % y Mauricio Macri 32,93 % de los votos. Estos resultados abrieron un período de tensión que acentuó los problemas de la crisis económica y generaron dudas sobre la gobernabilidad, desde entonces y hasta la entrega efectiva de poder, elecciones mediante. La fórmula de Juntos por el Cambio formada por Mauricio Macri, candidato nuevamente a presidente y Miguel Picheto, vicepresidente, no logró imponerse a la fórmula rival del Frente de Todos integrada por Alberto Fernández, presidente y Cristina Fernández, vicepresidenta. Fernández y Kirchner se impusieron, en primera vuelta, con el 48,10 % de los votos al binomio Macri-Pichetto, que obtuvo el 40,38 % de los votos. Los comicios en todos los casos se desarrollaron de manera regular, conforme a las pautas constitucionales de renovación de autoridades del Poder Ejecutivo.
En Argentina, tras el retorno a la democracia en el año 1983, se registraron crisis presidenciales que condujeron a la renuncia de los presidentes: Alfonsín en 1989, De la Rúa en 2001, Rodríguez Saa, también en 2001 y Duhalde en 2003. La primera crisis presidencial se produjo en el gobierno de Raúl Alfonsín (UCR), el presidente que inaugura el retorno a la democracia en Argentina. Alfonsín asumió en 1983 y dejó la presidencia haciendo entrega anticipada del cargo en 1989 a Carlos Menen, nuevo presidente electo, quien asumió cinco meses antes de lo previsto por las normas constitucionales. La crisis que condujo a la salida anticipada del presidente no tuvo impacto sobre la continuidad de la labor del Congreso y los diputados y senadores concluyeron sus mandatos en los términos constitucionales. La segunda crisis presidencial se produjo durante el gobierno de Fernando De la Rúa, quien asumió en 1999 y renunció el 21 de diciembre de 2001. El vicepresidente, Carlos Álvarez, había renunciado en octubre del año 2000, lo que hizo necesario aplicar el régimen de acefalía ante la renuncia de De la Rúa. El Congreso debió entonces nombrar un sucesor y lo designó a Adolfo Rodríguez Saa (PJ) quien permaneció solo una semana en el cargo, tras lo cual el Congreso nombró a Eduardo Duhalde (PJ). El nuevo presidente designado por el Congreso tomó la iniciativa de anticipar las elecciones y entregar el poder al presidente y vicepresidente electos. Como ya había acontecido en el gobierno de Alfonsín, el recambio solo tuvo impacto sobre el Poder Ejecutivo. Desde 1930 a 1983 las crisis presidenciales desem-
bocaban en un quiebre de la institucionalidad constitucional y la desarticulación del Estado de derecho de la mano de golpes cívico-militares que instauraban un gobierno autoritario. Las crisis presidenciales en Argentina, una vez restaurada la democracia en 1983, ya no son seguidas de la ruptura del régimen democrático. Son crisis que encuentran su resolución dentro del cauce institucional del sistema constitucional y no ponen en jaque al sistema democrático. Tampoco han puesto en jaque al presidencialismo (Ollier, 2008:74).
La revisión del desempeño de la democracia argentina en los últimos años revela algunas novedades para la política nacional. La primera es la vigencia, continuidad y estabilidad del régimen democrático puesta de manifiesto en el funcionamiento de sus instituciones a la hora de renovar autoridades con un alto nivel de participación del electorado. La cifra más alta de participación electoral se alcanzó el 30 de octubre de 1983, en los comicios que marcaron la vuelta al sistema democrático luego de siete años de dictadura militar. En esas elecciones, en las que fue electo el radical Raúl Alfonsín, con el 51,75 % de los sufragios, se llegó al 85,61 % de participación. La segunda novedad es que Macri es el primer presidente no peronista que logra concluir su mandato y realizar, de manera regular, el traspaso de mando a su sucesor proveniente de las filas de la oposición. Se pasó de una situación de incertidumbre a una situación de normalidad desde el punto de vista electoral. Si se piensa que el fantasma de la ingobernabilidad parece no abandonar nunca la Casa Rosada y el partido justicialista suele esgrimir su “capacidad para ejercer el poder” como principal arma política contra sus adversarios, las elecciones conforme a derecho y el traspaso de mando entre candidatos de diferentes fuerzas políticas, son novedades que se pueden contabilizar como realizaciones que operan a favor de la consolidación de la democracia argentina.
CORRUPCIÓN
El Estado de derecho democrático puede definirse como un principio de gobernanza en el que todos, sin excepción, personas, instituciones y entidades, tanto públicas como privadas, incluido el Estado, están sometidos a la ley. El mismo está valorativamente fundado en la aspiración de garantizar la libertad de los ciudadanos frente a la discrecionalidad del funcionario (Kelsen, 1977), resguardar el imperio de la voluntad soberana del pueblo expresada en la ley (Panebianco, 1988), asegurar, mediante el principio de legalidad, el trato igual a todos los ciudadanos y garantizar el interés público (Olsen, 2005). La asignación de las diversas funciones a los órganos estatales y concretamente a las personas que las ejecutan, parlamentarios, gobierno, burocracia y magistratura, representa, al decir de Locke, un depósito de confianza en la autoridad, que se hace bajo el supuesto de la actuación leal (Mayntz, 1985; García Pelayo, 1991; Panebianco, 1988), además de impermeable a influencias externas que pudiesen desvirtuar el sentido de la voluntad democráticamente legitimada y legalmente instituida (Olsen, 2005; Cunill Grau, 2004).
Se asume que los funcionarios públicos obran conforme a una serie de principios rectores como son: neutralidad, que supone tomar decisiones exclusivamente en función del interés público, no para obtener beneficios personales; integridad, que demanda a quienes ejercen una función pública no situarse en relación de obligación financiera o de otra naturaleza respecto de individuos u organizaciones que puedan influir sobre ellos en el cumplimiento de sus obligaciones públicas; objetividad, que les impone realizar elecciones en función del mérito; responsabilidad, que somete el ejercicio de la función pública a control; transparencia, que impone dar los fundamentos de las decisiones y hacerlas públicas; honestidad, que
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impone el deber de declarar y tomar medidas para resolver un conflicto entre un interés particular y el interés público. A efectos de garantizar tales premisas y evitar que se autonomicen sustrayéndose a los fines y propósitos de su función, ejecutando sus propios objetivos particulares o corporativos, el diseño institucional del Estado de derecho reparte en diferentes órganos el ejercicio de las funciones estatales y somete al imperio de la ley la actividad de los tres poderes del Estado y de todos aquellos que ejercen una función pública, sin que en esto importe si el mandato es electivo o se origina en una designación, si se trata de funcionarios de carrera o de funcionarios políticos, si se trata de la administración central o de las empresas del Estado. El objetivo es proteger el interés público.
La corrupción atenta contra el interés público allí donde este se encuentre: el Congreso, si lo que se intenta es influir sobre las decisiones públicas en la fase de su elaboración; el Poder Ejecutivo, la administración pública y sus entidades si el objetivo es obtener una exención o aplicación favorable de la norma; el Poder Judicial si lo que se propone es evadir las sanciones previstas por la ley. La corrupción, como abuso del poder público para obtener beneficio particular traiciona la confianza que los ciudadanos han depositado en las autoridades. Corruptor y corrupto al realizar una transacción o intercambio particular sobre un bien no negociable como es el interés público quebrantan y rompen el pacto social de convivencia conforme a derecho, y el compromiso de igual reconocimiento, valoración y trato. Es por ello que el beneficio que corruptor y corrupto obtienen es un perjuicio que el resto de la sociedad soporta. La corrupción crea privilegios, discrimina y atenta contra la igualdad.
Numerosos estudios han señalado cómo la debilidad de las instituciones básicas del Estado de derecho y la debilidad de la sociedad civil constituyen condiciones propicias para la difusión de hechos de corrupción que involucran a actores públicos y privados, cuyo accionar se ve facilitado por la existencia de fallas institucionales (falta de regulación, falta de control, falta de sanción y consagración de la impunidad, falta de transparencia) y por la debilidad de la sociedad civil que es incapaz, indiferente o tolerante frente a la corrupción. La necesidad de corregir estas fallas parece aún más apremiante para países como Argentina que ha sido descripta por Carlos Nino como un país al margen de la ley, donde coexisten la sobreburocratización en el plano formal y modalidades preburocráticas, informales, patrimonialistas, nepotistas, clientelares, particularistas, corporativas y oportunistas, en el comportamiento real. Las sociedades que cuentan con instituciones fuertes, capaces e íntegras, que son sostenidas y respaldadas por una sociedad fuerte, tienen mayores oportunidades en la lucha contra la corrupción.
En el caso argentino, la corrupción alcanzó uno de los primeros lugares en la agenda social y el sistema político comenzó crecientemente a tomar nota de ello. Así, Macri, en su discurso de asunción a la presidencia en diciembre de 2015 en el que planteó las líneas directrices de su plan de gobierno, prometió ser implacable con la corrupción, proveer transparencia a la acción de gobierno y respaldar una justicia independiente.
Delia Ferreira Rubio señala que la promesa de ética y honestidad “[…] fue la respuesta a un reclamo mayoritario de la ciudadanía contra la corrupción que había marcado la gestión kirchnerista” y observa que: […] el cambio de administración se produjo en el marco de una prolongada crisis de confianza de la ciudadanía en las instituciones que es el resultado de un cúmulo de factores, entre los cuales cabe mencionar la creciente corrupción política, la falta de transparencia en el manejo de los asuntos públicos. (Ferreira Rubio, 2017: 151)
Al analizar la gestión del gobierno kirchnerista concluye: “Lamentablemente Argentina fue testigo en la última década del abuso de los bienes del Estado y su utilización como patrimonio personal de los funcionarios o como recurso del partido político en el poder” (Ferreira Rubio, 2017:160). Alejando Katz, al considerar los factores que intervinieron en el final del ciclo kirchnerista (20003-2015) destaca también el papel de la demanda social que describe como una “[…] bastante audible demanda de regeneración institucional expresada por amplios sectores de la sociedad y amplificada por los medios de comunicación (Katz, 2017: 12).
El Estado argentino ha asumido en los últimos veinticinco años importantes compromisos internacionales en la lucha contra la corrupción: la Convención Interamericana contra la corrupción (CICC) de la Organización de los Estados Americanos, aprobada por la Ley N° 24.759, del año 1996; la Convención sobre la lucha contra el cohecho de funcionarios públicos extranjeros en las transacciones comerciales internacionales de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), aprobada por Ley N° 25.319 del año 2000; la Convención de Naciones Unidas contra la delincuencia organizada trasnacional, aprobada por la Ley N° 25.632, del año 2002; la Convención de las Naciones Unidas contra la corrupción (CNUCC), aprobada por la Ley N° 26.097, del año 2006.
En el año 2016 Argentina participó de la Cumbre Internacional Anticorrupción en Londres, con el objeto de impulsar una respuesta global para hacer frente a la corrupción y asumió una serie de compromisos vinculados con la promulgación de una Ley Nacional de acceso a la información pública, la persecución de la corrupción público-privada local y trasnacional a través de un régimen jurídico de responsabilidad penal de las personas jurídicas y el fortalecimiento de la cooperación público-privada para la prevención e investigación de la corrupción, a través de programas de integridad en empresas y otras entidades. En el año 2017 Argentina adhirió formalmente a la Recomendación sobre Integridad Pública de la OCDE que propone a los responsables de políticas públicas el diseño de una estrategia con énfasis en cultivar una cultura de integridad. En el año 2018 Argentina participó de la Cumbre de las Américas donde se adoptó el denominado compromiso de Lima “Gobernabilidad democrática frente a la corrupción” y adhirió al compromiso que promueve el fortalecimiento de la gobernabilidad democrática, la transparencia, el acceso a la información, protección de denunciantes, el financiamiento transparente de organizaciones políticas y campañas electorales, la prevención de la corrupción en obras públicas, contrataciones y compras públicas, la cooperación jurídica internacional, el combate al cohecho, al soborno internacional, al crimen organizado y al lavado de activos así como la recuperación de activos. En el año 2018 Argentina participó de la Cumbre de Líderes del G20 realizada en Buenos Aires y adhirió a la Declaración asumiendo el compromiso de implementar acciones orientadas a la prevención y lucha contra la corrupción.
Conforme con los objetivos prioritarios que en materia de lucha contra la corrupción se planteó el gobierno nacional, en el período 2015 a 2019 se aprobó un importante conjunto de normas sobre la materia en línea con las Convenciones Internacionales contra la corrupción, el crimen organizado y el lavado de dinero de la ONU, la OEA y la OCDE. Entre los avances institucionales en materia de lucha contra la corrupción, que promueven mayor transparencia, control y rendición de cuentas, para prevenir, detectar y sancionar la corrupción se destacan: Ley de Derecho de Acceso a la Información Pública N° 27.275, Plan de Apertura de Datos Decreto N° 117/2016, Ley del arrepentido para los casos de corrupción, N° 27.304, Ley del Informante-cooperador, N° 27.319, que modifica el Código Penal de la Nación, de Regulación del Régimen de Obsequios a Funcionarios y Viajes Financiados por Terceros Decreto N°1179/16, Ley de Responsabilidad
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
Penal de las Personas Jurídicas, N° 27.401, del año 2017 y Resolución de la Oficina Anticorrupción N° 27/18, Reformas para la Modernización del Estado: Decreto N° 434/16, Decreto N° 1063/2016, Decreto N° 29/18; normas de simplificación, modernización y desburocratización de la Administración Pública Nacional: Ley N° 27.444, Ley N° 27.445 y Ley N° 27.446; Decretos Nros. 201/17 y 202/17 de Integridad y Transparencia en Juicios del Estado y Contrataciones Públicas; Decreto N° 93/18 Antinepotismo; Decreto N° 1169/18 de Reorganización y Fortalecimiento del Sistema de Contrataciones Públicas; Creación de la Secretaría de Fortalecimiento Institucional Decreto N° 6/18; Fortalecimiento de la Sindicatura General de la Nación (SIGEN) Decreto N° 72/18; Fortalecimiento de la Oficina Anticorrupción Decreto N° 174/18; Decreto del Régimen Procesal de la Acción Civil de Extinción de Dominio Decreto N° 62/19; Plan Nacional Anticorrupción (2019 -2023) Decreto N° 258/19.
DESIGUALDADES
Pese al canon liberal de la desigualdad como un factor natural de funcionamiento de una democracia, lo cierto es que las desigualdades materiales, en cuanto disparidades fundamentales que permiten a una persona ciertas opciones vitales y se las niega a otra (Sen, 1985), plantean serios cuestionamientos económicosociales (a más de morales) a la democracia liberal, al punto que resultan –sin duda– susceptibles de influir en el desencanto democrático; tales reproches, a juicio de algunos estudiosos, abarcan –en la experiencia argentina– desde el análisis pormenorizado del Estado de derecho de los ciudadanos, hasta las cuestiones más básicas de la supervivencia humana, desde la visión éticofilosófica de la equidad/inequidad, hasta su aspecto funcional (London – Rojas, 2010).
Si bien, según la última Encuesta de Cultura Constitucional, el 76 % de los argentinos cree que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno –aunque solo el 17 % considera que, en algunas circunstancias, un gobierno no democrático pudo ser mejor (Fidanza et.al., 2015:1112), algunos expertos nacionales presentan el problema de la desigualdad como el núcleo central del fenómeno de erosión democrática. Tal posicionamiento descubre el énfasis –inherente al núcleo de las propuestas del igualitarismo– en la intervención del poder público en demanda de justicia, subrayándose la idea que la vida de las personas ha de depender de las decisiones de las que estas son responsables –y no de circunstancias que le son ajenas– (Gargarella, 2010; 2003: 270).
Tal entendimiento, por cierto, se asocia a la tendencia de los argentinos a conferirle al Estado (en lugar de al sector privado) una serie de responsabilidades relacionadas con la gestión pública tales como ser el dueño de las empresas e industrias más importantes, principal responsable de asegurar el bienestar de la gente, crear empleos, implementar políticas públicas para reducir la desigualdad de ingresos, proveer las pensiones de jubilación y los servicios de salud (Lodola y Seligson, 2010: 276).
Bajo tal premisa, si se retiene el punto de vista albergado en la antedicha encuesta, se constata que una amplia mayoría de los argentinos afirma que no ha sufrido discriminación en materia religiosa (82 %), racial (82 %), de opción sexual (82 %), edad (77 %), nivel educativo (64 %), etcétera, mientras que, por lo menos, el 25 % afirma haberla vivenciado por motivos económicos y sociales (Fidanza et.al., 2015: 9). A la par, la percepción acerca de la falta de reconocimiento efectivo de los derechos y la existencia de discriminación se acelera en lo que atañe a la situación económica (37 %), al nivel educativo (24 %), la zona de residencia (19 %), la edad (16 %), etcétera, de los argentinos (Fidanza et.al., 2015: 10).
No es una novedad que con un coeficiente de Gini regularmente oscilante entre valores máximos de 53 % en 2002 y valores mínimos de 40 % en 1980, la Argentina es un país que si bien se posiciona como uno de los más equitativos de América Latina, es –empero– más desigual en su distribución del ingreso que la totalidad de los países de Europa, y que más del 60 % de los países de Asia (Banco Mundial, 2005).
Pese a ello, en los últimos decenios, los estudiosos son del parecer que la desigualdad se ha ido profundizando sin pausa, agudizando los problemas de pobreza y exclusión en las fases de estancamiento económico, fundamentalmente en la década del 80, aunque también para 1998 y 2002. Paradójicamente, en los períodos de recuperación o auge, la Argentina no habría evidenciado una mejora sustantiva en la distribución personal del ingreso, manteniendo –así– una brecha creciente entre pobres y ricos (London y Rojas, 2010).
En este orden de ideas, la deuda social puede definirse como lesión moral o privación de un derecho que debería haber sido preservado, lo que hace entrar en juego a los valores éticos de justicia e igualdad. Así, durante las últimas tres décadas el sistema económico argentino ha sido incapaz de mantener un crecimiento constante y sostenido del producto (al punto que a cada ciclo de crecimiento le ha devenido un ciclo más profundo de recesión y empobrecimiento): v.gr., mientras la pobreza urbana no solo ha alcanzado pisos cada vez más altos en los puntos máximos del ciclo económico (4,7 % en 1974, 12,7 % en 1986, 16,8 % en 1993, 25,9 % en 1998, etcétera), la crisis de la convertibilidad marcó un nuevo hito debido a que entre 1974 y 2002 –en el distrito más rico del país– la proporción de población pobre se multiplicó por once, pasando de menos de 5 % a casi 58 %, descontando que la de aquellos que no lograron cubrir sus necesidades nutricionales –los indigentes– creció más de doce veces (de 2 % a casi 25 %) (Observatorio de la Deuda Social Argentina, 2004).
Inclusive, el análisis de la pobreza durante el período 20102019 aporta su comprensión de carácter estructural de este proceso, donde más allá de las fluctuaciones a nivel de los ingresos, particularmente en los momentos de crisis, se observa una alta proporción de población que presenta privaciones sociales fundamentales: v.gr., el 46,3 % presenta privaciones en al menos dos dimensiones de derechos, el 37,4 % lo está en al menos una dimensión, pero al mismo tiempo es pobre por ingresos, y, por último, el 21,4 % es pobre por ingresos y al mismo tiempo en tres o más dimensiones (Observatorio de la Deuda Social Argentina, 2020).
Tal propiedad, por cierto, no es ajena al resto de los vectores latinoamericanos, pues pesa la convicción de que las democracias regionales no han podido, al fin de cuentas, desmantelar la desigualdad, a pesar del crecimiento económico y de la movilidad social de un segmento de la población que ha permitido la existencia de una nueva clase media. Y hasta que, al propio tiempo, han fallado en las garantías sociales, a pesar del aumento de educación y acceso a servicios públicos.
Precisamente en el caso argentino, v.gr., se detalla que la pobreza estructural asume una tendencia decreciente tras 2010, permaneciendo en niveles cercanos al 14 % hasta 2015. A partir de 2016 comienza una etapa en la que experimentó un incremento sostenido (con la excepción del año 2017) llegando al nivel más alto de la serie en 2019, cuando alcanzó a un 21 % de la población (Observatorio de la Deuda Social Argentina, 2020).
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No obstante, contra el pronóstico de una zona de peligro a lo Przeworski (2000:117)1, ni siquiera los fenómenos cíclicos de recesión económica en nuestro país han sido indefectiblemente acompañados de una devaluación en la confianza endilgada a las bondades del sistema democrático, manteniéndose, incluso, un nivel considerable y estable de democracia en el período 20052010 (superior, por entonces, a los exhibidos por México y Venezuela, aunque inferior al logrado por Chile y Uruguay) (Lodola-Seligson, 2010: 11).
Tampoco es un dato menor que, con motivo de la percepción de la vigencia de las libertades democráticas, los argentinos estiman que se encuentran ampliamente reconocidas las libertades de índole religiosa (92 %), política (85 %), de reunión (89 %), asociación (83 %) y educación (75 %). No obstante, los indicadores cotizan a la baja cuando el 52 % y el 51 % de los miembros de la sociedad argentina reseña que puede expresar libremente su opinión y que puede trabajar en lo que quiere, respectivamente (Fidanza et.al., 2015: 7).
¿Una democracia, tal vez, sin contiendas? No es banal precisar que lo reseñado no ha impedido, en modo alguno, el cariz de una democracia contenciosa en la práctica argentina por intermedio de la tolerancia hacia el ejercicio pleno del derecho a la protesta (v.gr., desde cortes de calles y acceso a vías de circulación pública, pasando por los originarios cacerolazos, hasta la invasión a la propiedad privada), uno de los derechos preferidos en entornos democráticos por los portavoces del igualitarismo, en tanto dinamiza y revitaliza los reclamos en pos de vulneraciones de los restantes derechos como de creación de nuevos derechos. Ciertamente, Argentina se encuentra al tope –en el continente– entre las sociedades con mayor nivel de participación en protestas sociales, al coronar un porcentaje de participación del 15,4 %, superior a Estados Unidos (13,5 %), Perú (12,2 %), Paraguay (12 %), Uruguay (11,4 %), etcétera.
La desigualdad –según la explicación de algunos especialistas– puede tener diferentes causas, pero esta es particularmente grave, profunda, difícil (incluso, explosiva) cuando sectores de la población carecen de las condiciones para integrarse en los sistemas sociales. Eso significa que hay personas que están privadas del acceso a la salud, la educación, la economía, la política y la protección legal, con lo cual resultan excluidas del goce efectivo de sus derechos; el concepto de exclusión, por ende, se revelaría –en opinión de tales expertos– en útil para una empresa descriptiva de las verdaderas dimensiones del desafío (von Bogdandy et.al., 2017: 22). De tal modo, en la práctica argentina el Derecho ha operado, a veces, como un instrumento de erradicación de desigualdades materiales. Así, a nivel legislativo, más allá de la Ley Antidiscriminatoria n.° 23592 (1988), se ha erigido en un hito –a nivel regional– la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario n.° 26618 (2010), pues la Argentina (57,7 %) se posiciona, tras Canadá (63,9 %), como una de las sociedades democráticas que más se ha comprometido institucionalmente con la vigencia efectiva del estatuto de derechos de la comunidad LGBTI, tras un debate público abierto, robusto y desinhibido. En otras ocasiones ha sido la interpretación judicial a cargo del máximo órgano judicial, la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN), cual agente de reducción de la desigualdad estructural (tocante a una concepción de igualdad como no sometimiento o no exclusión, y no tan solo como no arbitrariedad o neutralidad). Así, v.gr., ha impulsado una visión orientada a desarticular la lógica de la dominación social en áreas sensibles como las atinentes a la prohibición de empleo de motivos de discriminación prohibida o categorías sospechosas por el art. 1.1 de la CADH (tal como acontece con la nacionalidad) en los casos Repetto (CSJN,
1 Con arreglo a la idea que las democracias son más propensas a perecer cuando experimentan crisis económicas que cuando sus economías crecen.
F. 311:2272, 1988), Calvo (CSJN, F. 321:194, 1998), Hooft (CSJN, F. 327:5118, 2004), etcétera, o bien, anulando actos discriminatorios contra la mujer o la presencia de estereotipos de género en el caso “Sisnero” (CSJN, F. 337:611, 2014), sin perjuicio de despejar la apariencia neutral de normas en materia religiosa (cuando su aplicación en un contexto social concreto produce un impacto desproporcionado en un grupo determinado), a partir del caso “Castillo” (CSJN, F. 340:1795, 2017).
Con este enclave, el modelo de una democracia igualitarista se nutre de otro constructo poderoso: la inclusión en el marco de los principios constitucionales. De modo que sus promotores aseveran que, si las constituciones no se limitan a la organización de la política, sino que incorporan una idea de sociedad, se comprende que los objetivos de superación de la exclusión y promoción de la inclusión son raigales al diseño de una democracia constitucional y hasta deberían permitir una convivencia que involucre perspectivas diferentes –incluso divergentes– (von Bogdandy et.al., 2017: 23).
Sin embargo, existe –en la sociedad argentina– una creencia generalizada (próxima al 63 %) de que los ciudadanos, en realidad, no son iguales ante la ley (Fidanza et.al., 2015: 49), a pesar de lo que establece el texto formal de nuestra Constitución política, incluso cuando tal norma de base (principalmente a partir de 1994) se ha equipado con cláusulas comprometidas con la igualdad real de trato y de oportunidades: v.gr., entre varones y mujeres para el acceso a cargos electivos y partidarios (art. 37 de la Constitución nacional), en la distribución de recursos tributarios que velen por la igualdad de oportunidades en todo el territorio nacional (art. 75.2 CN), en el acceso a la educación sin discriminación alguna (art. 75.19 CN), en la legislación y promoción de medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por esta Constitución y por los tratados internacionales vigentes sobre derechos humanos, en particular respecto de los niños, las mujeres, los ancianos y las personas con discapacidad (art. 75.23 CN), etcétera.
Más allá de la valía formal de tales enunciados normativos, a lo largo del período 20102019. pese a avances en aspectos tocantes a privaciones no monetarias (v.gr., acceso a servicios públicos, calidad de la vivienda y medio ambiente), el estancamiento económico, sus efectos sobre los ingresos de los hogares, junto a la inversión insuficiente en materia de desarrollo humano, incidieron en la vigencia de altos niveles de privación en materia de alimentación, servicios de salud, inclusión educativa para los jóvenes y seguridad social plena de derechos –todo ello, a más, en un contexto de marcadas y crecientes desigualdades estructurales–(Observatorio de la Deuda Social Argentina, 2020).
CORRUPCIÓN JUDICIAL, DENEGACIÓN DE JUSTICIA Y POLITIZACIÓN DE LA JUSTICIA
La corrupción es una noción con muchas connotaciones y posibles interpretaciones (las que, sin duda, varían según el tiempo y el lugar en el que opere), no obstante, se ha hecho especial énfasis en la trascendencia de los niveles e incentivos de corrupción en el sector público, pues se trata de un fenómeno que socava objetivos de desarrollo y distribución, al propio tiempo que gesta conflictos con los valores democráticos y republicanos (Ackerman y Palifka, 2019: 41).
El involucramiento de los jueces argentinos en acciones corruptas resulta de una percepción correspondiente al 43 %, por debajo de la que los ciudadanos le asestan al presidente y sus funcionarios (53 %) o a los legisladores (46 %), pero levemente superior en relación a la
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atribuida a los empresarios (40 %) o a los concejales (38 %). En todo caso, los restantes indicadores regionales revelan que la percepción del protagonismo judicial en actos corruptos puede llegar a ser superior al caso argentino: v.gr., Paraguay (62 %), Ecuador (59 %), Venezuela (56 %), República Dominicana (52 %), etcétera. (Informe Latinobarómetro, 2018: 67).
Ahora bien, el grado de corrupción que los ciudadanos detectan en los tribunales de justicia argentinos no es bajo: 7.6 –a lo largo de una escala donde 0 significa nada y 10 mucha (Informe Latinobarómetro, 2017: 39), aunque lo sugestivo es que aquél no necesariamente es congruente con el nivel de gravitación de la corrupción como una dificultad primordial que ha conjurarse y desmantelarse en una sociedad democrática.
Bajo tal premisa, si bien la corrupción judicial en Argentina es apreciada por los ciudadanos como un malestar que tornaría vulnerable al sistema democrático del país, hay empero una línea de registros en los que solo se le asigna el 3 % como uno de los aspectos del problema principal que ha de encararse en la experiencia argentina (opacado, así, por las preocupaciones que generan las crisis económicas y sociales, la delincuencia, los problemas de salud y educación, etcétera), en contraste con los datos correspondientes a Colombia (20 %), Perú (19 %), Brasil (16 %), México (14 %), etcétera. (Informe Latinobarómetro, 2018: 59). Por lo demás, es cierto que en encuestas anteriores la preocupación sobre el asunto ha oscilado entre distintos niveles: v.gr., 6 % (2017), 5 % (2016), 8 % (2015), etcétera; no obstante, tales guarismos lejos se encuentran, todavía, de presentar una problemática de dos dígitos (Informe Latinobarómetro, 2017: 35; Informe Latinobarómetro, 2016: 53, 63; Informe Latinobarómetro, 2015: 102).
Debe remarcarse el hecho de que el sistema de justicia doméstico ha tenido una larga historia de acuses y denuncias de actos corruptos (v.gr., sobornos, extorsiones, intercambio de favores, fraude judicial, etcétera). Así, si se repara en el mapa del soborno judiciario se constata que los argentinos tienen una percepción media sobre la probabilidad de sobornar a un magistrado judicial (36 %), inferior a las chances de llevarlo adelante en relación a agentes de seguridad pública (41 %) o funcionarios ministeriales (40 %), pero en todo caso por debajo de los niveles regionales de percepción sobre el punto habidos en Venezuela y Paraguay (49 %), República Dominicana (46 %), Perú (38 %), etcétera. (Informe Latinobarómetro, 2017: 38).
Con prescindencia del sitial que la ciudadanía le adjudica a la erosión de las instituciones judiciales por prácticas corruptas, la percepción de su aumento no cede en Argentina: en 2018 superó el 50 %, hasta situarse, durante ese año, en el 56 % (aunque en contraste con otros indicadores regionales, los guarismos siguen siendo medios: 87 % en Venezuela, 77 % en República Dominicana, 74 % en México, 73 % en Brasil, etc.) (Informe Latinobarómetro, 2018:62).
La concientización alrededor de la existencia de actos de corrupción por parte de autoridades judiciales (como de las consecuencias dañinas que producen), resulta esencial para su inserción en la discusión política, la agenda gubernamental, el diseño de políticas públicas de ética y transparencia judicial, la instalación de buenas prácticas, etcétera, con el propósito de prevenirlas y combatirlas eficazmente. Pese a ello, el 40 % de los argentinos está dispuesto a pagar el precio de la corrupción para solucionar sus problemas particulares (Informe Latinobarómetro, 2018: 65), revelando que sus actitudes y comportamientos lejos estarían de resultar propicios para contribuir a neutralizar la tolerancia ante actos de corrupción que inficionan la institucionalidad democrática.
Otro tanto acontece con el dato de la pasividad de los argentinos ante eventos de corrupción a cambio de que las autoridades públicas resuelvan los problemas del país, debido a que el
llamado trade off de la corrupción registra el 34 %, muy inferior al apuntado en otros sistemas regionales (v.gr., 65 % en República Dominicana, 59 % en Nicaragua, 56 % en Honduras, etcétera) (Informe Latinobarómetro, 2016: 68).
Estos dos últimos aspectos contrastan con la percepción del 91 % de los argentinos en virtud de la cual se sentirían obligados a denunciar actos de corrupción si los presenciaran, o bien, con la del 36 % que avista avances en el combate contra la corrupción (Informe Latinobarómetro, 2017: 35, un avance en relación al 21 % que se apuntaba dos años antes según el Informe Latinobarómetro 2015: 73) y hasta con la del 40 % que está de acuerdo en que es posible erradicarla (Informe Latinobarómetro, 2016: 65). En rigor, al margen del estado de insatisfacción pronunciado de los ciudadanos del país para con el fenómeno de la corrupción judicial, se advierte –como lo sugiriera Nino (2014: 28)– una tendencia a la ilegalidad y a la anomia a través del desprecio –en aras de su autointerés– de las reglas y valores que alientan la ética pública como la probidad y transparencia en el ejercicio de la función judicial –las que conllevan, por cierto, una mejor apreciación de la calidad democrática del sistema y un vector para el análisis de su declive o estancamiento.
A la larga, la lectura de tales parámetros parecería indicar que la corrupción en las cortes de justicia argentinas decantaría no solo un problema político, sino más bien societal. No obstante, en relación al primer desafío se impone hacer notar que, como agentes de la ciudadanía, los jueces –en tanto funcionarios públicos– actúan para los ciudadanos y, a la vez, con otros, de modo que la primera característica genera conflictos entre los principios de acción, mientras que la segunda entre los principios de responsabilidad (Thompson, 1999: 14).
Siendo así, en el caso argentino cabría indagar si la instrumentación de un procedimiento diferenciado del juicio político clásico para enjuiciar la conducta de los magistrados inferiores ante tachas de corrupción, ha producido resultados atendibles en el robustecimiento de las defensas institucionales de la democracia. Es notorio que, con relación a los denominados jueces subordinados a la CSJN, el Congreso de la Nación solo destituyó entre 1862 y 1999 un total de trece funcionarios judiciales, mientras que –únicamente en diez años de funcionamiento– el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados removió idéntica cantidad de jueces acusados (Corcuera, 2010: IV 539).
Igualmente, con motivo de la presentación del Informe Jueces en el Banquillo, se ha reseñado que en más de 160 años de historia institucional se realizaron 58 juicios políticos a jueces federales, pero 36 de ellos en los últimos veinticinco años, de tal modo que se destituye en promedio un juez federal por año. Inclusive, cabe destacar que de los 58 enjuiciamientos políticos a magistrados federales se dictaron 45 destituciones, de las cuales veintisiete se realizaron en los últimos veinticinco años. El dato de la remoción de magistrados en nuestro país es llamativo. Solo basta comparar con la experiencia norteamericana, donde en 230 años de vigencia del texto constitucional de 1787 solo han sido destituidos por proceso de responsabilidad política trece jueces federales (Santiago, 2016).
Otro de los aspectos que en el caso argentino ha de subrayarse es la creciente judicialización de la política, por la cual ciertas prácticas específicas de la esfera política son capturadas por la forma tribunal (O’Donnell, 2008), tal lo que ha acontecido en lo atinente a las altas dosis de canalización judicial de cuestiones políticas (Fairstein, Kletzel y García Rey, 2010)) detectadas en función de la emergencia de una tipología de fallos judiciales que exorbita el formato clásico y exhibe –en el producto judicial de la CSJN– el género de sentencias atípicas o manipulativas: v.gr., al disponer la adecuación de los haberes jubilatorios a los montos salariales de empleados en actividad en la saga de casos Badaro I (2006) y Badaro II (2007), el
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diseño y seguimiento de ejecución del plan de saneamiento ambiental de la cuenca Matanza Riachuelo en el caso Mendoza (2006), la definición de políticas públicas en materia de superpoblación carcelaria como en lo que respecta al régimen de excarcelaciones en el caso Verbitsky (2005), el otorgamiento de licencias en el mercado de medios de comunicación en el caso Grupo Clarín S.A. (2013), etcétera.
También se revela como un indicador de peso el tocante a la denegación sistemática de justicia a un determinado grupo de la población, al advertirse los distintos obstáculos procesales, pero también estructurales y culturales que dificultan –y hasta obturan– el acceso a la justicia como la tutela judicial efectiva de sus derechos por parte de comunidades indígenas, personas con discapacidad, personas mayores, etcétera.
Así, un caso paradigmático es el inherente a las comunidades indígenas, cuyas tradiciones fueron desafiadas por la secularización moderna, afectadas por una doble emergencia, económica y de posesión y propiedad de tierras, las cuales tuvieron respuestas de la CSJN variadas, y en ocasiones insuficientes respecto de su tutela por la reforma constitucional de 1994 (art. 75, inciso 17). Este colectivo poblacional y cultural empeoró notablemente su situación después de la crisis de 2001 y siguió empeorando su situación de terrible abandono por parte de los poderes del Estado. En el período 2016- 2018, hubo dos fallos. Neuquén y Defensor del Pueblo, ambos en 2018. El primer caso, gira en torno a los poderes concurrentes entre provincia y nación respecto a la personería jurídica de las comunidades indígenas, reconocidas en el art. 75, inciso 17 de la Constitución nacional. En el segundo caso, sale a la luz la discontinuidad de la asistencia dispuesta por la CSJN en 2007 en el caso homónimo, ya que nunca se reanudó y el estado de vulnerabilidad, indefensión y ausencia de alimentos, agua potable, asistencia sanitaria, persiste y va en aumento. Respecto de estos colectivos, el abandono por parte del Estado nacional y provincial, y la falta de cumplimiento de las previsiones constitucionales protectoras de estos pueblos originarios hacen que el statu de minoría se fortalezca junto con un exterminio progresivo, sistemático y silencioso.
PERSONALISMOS, (NEO)POPULISMO Y NUEVAS TECNOLOGÍAS
Desde la restauración democrática en 1983 a la actualidad, la política argentina ha estado marcada, entre otros, por dos rasgos claves: la relevancia político-electoral del Partido Justicialista, heredero del “peronismo”, una de las expresiones más importantes y duraderas del “populismo clásico latinoamericano” de mediados del siglo veinte, de una parte, y por una estructura político-institucional “hiperpresidencilista” o “decisionista” centrada en el ejecutivo y la figura del presidente, (Quiroga 2016, Cavarozzi 1997) de la otra.
En efecto, “el Poder Ejecutivo argentino cuenta con recursos institucionales y fiscales suficientes para formar y mantener coaliciones de gobierno y avanzar en la agenda presidencial a discresion” (Bonvecchi y Zelaznik 2012: 2).
En este contexto, y si entendemos al populismo como una modalidad de movilización y participación política (tanto electoral como no electoral) articulada en torno de un líder que capta la adhesión fuertemente emocional (pero no irracional) de amplias capas de la población que son (auto)concebidas como “el pueblo”, opuesto antagónicamente a sectores concebidos como el “antipueblo”, parece razonable suponer que la llegada al gobierno de líderes populistas puede implicar un riesgo para algunas dimensiones de la democracia, en particular la correspondiente a las libertades y derechos civiles y políticos (democracia electoral y democracia liberal).
El ciclo presidencial del kirchnerismo (2003-2015) puede pensarse, justamente, como una etapa de combinación de los rasgos institucionales hiperpresidencialistas con liderazgos populistas. En efecto, el kirchnerismo fue caracterizado como un gobierno populista con orientaciones izquierdistas tanto por miradas críticas, como de adhesión y neutrales (Castañeda 2006, Laclau 2006, Casullo 2019). Al mismo tiempo, los gobiernos kirchneristas adoptaron rasgos de las llamadas “presidencias dominantes” (Ollier, 2015), esto es, que controlan o se garantizan el apoyo tanto de las instituciones formales (poderes judicial y legislativo) como de otros actores (fuerzas armadas, sindicatos, etcétera) de modo tal que ejercen un poder concentrado y personalizado.
No obstante, los efectos de esta potencialmente deletérea combinación no parecen haber tenido efectos particularmente negativos que implicaran un daño grave a la calidad democrática en sus diferentes dimensiones. Es cierto que, para algunos autores, las consecuencias negativas de las presidencias kirchneristas fueron notorias y serias. Para Ollier en estos años se consolida una “democracia invertida” en la que “[…] es más potente el resultado de la lucha política para imponer la regla que la regla lo es para definir el resultado de la lucha política” (Ollier, 2015: 64). Quiroga (2016) por su parte, señala lo que considera intentos de afectar la independencia del Poder Judicial a través de algunas iniciativas legislativas como la modificación del Consejo de la Magistratura, aumentando la cantidad de representantes del poder político o la instauración de la elección popular de los fiscales y la continuidad de situaciones de excepción fiscal como la ley de Emergencia Económica que aumentaba sustancialmente la discrecionalidad fiscal y presupuestaria del Ejecutivo.
No obstante, una perspectiva más amplia nos permite mensurar el real significado de estos aspectos negativos en términos de la vigencia y la calidad del sistema democrático argentino. Podemos señalar una cantidad significativa de hechos político-institucionales durante esta etapa que matizan en buena medida el balance de los gobiernos kirchneristas. Entre ellos podemos destacar la falta de cuestionamientos serios a los procesos electorales y las consiguientes derrotas oficialistas en diferentes elecciones, principalmente en 2015, en balotaje y por un margen estrecho, que derivó en la emergencia de un gobierno de distinto signo. A ello podemos sumar los cambios introducidos en la selección de los miembros de la Corte Suprema de Justicia que hizo al procedimiento más abierto y participativo, los fallos contrarios al Gobierno de la Corte Suprema y acatados por aquel (siendo entre los más notorios el que declaró inconstitucional la Reforma del Consejo de la Magistratura mencionada más adelante y el que fijó límites legales a los Decretos de Necesidad y Urgencia del Poder Ejecutivo), la ampliación de derechos civiles como en la llamada “ley de matrimonio igualitario”, la reforma electoral, que implicó, entre otros aspectos, avanzar hacia una mayor equidad en el financiamiento y el acceso a los medios masivos de comunicación de los partidos políticos, entre otros. Una síntesis más equilibrada de esta etapa es la de Carlos Gervasoni (2015) quien, siendo un duro crítico de los gobiernos kirchneristas, concluye que “[…] el kirchnerismo debilitó a la joven democracia argentina, pero estuvo lejos de terminar con ella” al tiempo que reconoce que, si bien en algunas dimensiones democrácticas los resultados pueden considerarse negativos, en otras fueron o bien neutros o incluso positivos.
Una evaluación similar puede hacerse del Gobierno de Cambiemos (2015-2019), de un signo político-ideológico opuesto al kirchnerismo. El contexto institucional de “presidencialismo fuerte” no sufrió cambios sustanciales manteniéndose en los mismos parámetros que el gobierno anterior. También el nuevo gobierno mostró ciertos rasgos populistas, particularmente en sus primeros años en los cuales tuvo vigencia un discurso antagonista combinado con
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matices populares (Casullo, 2019). No obstante, a pesar de ciertas iniciativas que pueden considerarse dañinas en términos de la calidad democráctica (nombramiento de dos Jueces de la Corte Suprema de Justicia por decreto –si bien el mismo luego fue derogado y los jueces fueron nombrados siguiendo las normas constitucionales–, restauración del secreto presupuestario de la Agencia Federal de Inteligencia que había sido derogado hacia fines del gobierno anterior, sospechas de manipulación o presión sobre el Poder Judicial, entre otros), puede concluirse que la democracia argentina no sufrió daños severos y/o irreversibles durante esta etapa.
Estos efectos inocuos de una potencial muy dañina combinación entre populismo e institucionalismo hiperpresidencialista puede deberse a que, por un lado, la relación entre populismo y democracia es cuando menos ambigua. En efecto, si bien el populismo puede derivar en situaciones de “hibridación institucional” que impliquen la desarticulación de algunos engranajes claves de la institucionalidad democrática, esto no necesariamente es así (Peruzzotti, 2017). Más aún, en ciertos contextos el populismo emerge como la salida a ciertas limitaciones que exhiben las democracias realmente existentes (Peruzzotti, 2017). El populismo, así, no es la contracara de la democracia, sino uno de sus “lados” (Canovan, 1999). Por otro lado, los recursos institucionales y fiscales que son propios del hiperpresidencialismo argentino, no son de “libre disponibilidad”. Su uso está condicionado no solo por contrapesos institucionales (como por ejemplo los que regulan el uso de los Decretos de Necesidad y Urgencia), sino también porque su uso efectivo está condicionado por la construcción de amplias coaliciones que, por definición, implica el respecto de la división de poderes (Bonvecchi y Zelaznik, 2012).
Las tendencias populistas, ancladas en una discursividad intensa y en la relación sin intermediarios entre el líder y sus seguidores, podría encontrar en las redes sociales un vehículo que facilite su implantación. La Argentina es uno de los países del mundo en los que el uso de redes sociales está más extendido. Hacia 2017, más de la mitad de la población usaba alguna de las interfaces disponibles (en su gran mayoría Facebook), y la intensidad de su uso (horas promedio por día) lo ubica también entre los primeros lugares de América Latina y el mundo. El uso de las redes por parte de los políticos, confirma la compatibilidad entre orientaciones populistas y redes sociales. Así, por ejemplo, en el caso de Macri entre 2015 y 2017 se percibe en las redes un discurso antagonizante que divide al campo político entre un nosotros y un ellos, al tiempo que también se apela a la figura del hombre común y sus preocupaciones (Slimovich, 2017). No obstante, el uso de redes sociales por líderes o referentes políticos no se restringe a quienes exhiben tendencias populistas. La gran mayoría de estos referentes hicieron un uso extensivo de la red Twitter por lo menos desde la campaña presidencial de 2011, cubriendo todo el arco ideológico partidario desde la izquierda troskista hasta partidos de centro derecha, pasando por la izquierda de orientación socialdemócrata (Slimovich, 2016).
El efecto de las redes sociales sobre el funcionamiento de la democracia no opera, por lo que dijimos más arriba, a través de las orientaciones populistas, sino que se debe a la naturaleza de la estructura comunicacional que propicia. De una parte, las redes pueden tener efectos positivos en tanto facilitan las dinámicas participativas y de activismo social (Calvo y Aruguete, 2020). En la Argentina esto es muy claro, por ejemplo, con el movimiento feminista y sus iniciativas políticas como la despenalización del aborto. Por otro lado, las redes pueden también tener efectos disruptivos en la medida que amplifican y profundizan los antagonismos, la polarización socio-política y la propagación del conflicto (Calvo y Aruguete, 2020). Por sus propias características, redes como Twitter facilitan la segregación y la constitución de
burbujas informativas, facilitando la constitución de formatos relacionales más confrontativos (Calvo y Aruguete, 2018). En el caso argentino hay evidencia que la polarización y la confrontación antagónica son uno de los rasgos sobresalientes de las redes sociales. Kessler y Fuerstein (2020) muestran que entre mayo y junio de 2020 se configuran dos comunidades correspondientes a los polos “oficialista” y “opositor”. El nivel de polarización entre ambos polos es muy alto, no obstante situarse por debajo de Brasil, Estados Unidas y Reino Unido.
INTERESES SECTORIALES O PERSONALES Y CONDICIONAMIENTO
DE LA INSTITUCIONALIDAD DEMOCRÁTICA
La Constitución y el sistema político de la Argentina vigentes no reconocen formalmente a grupos sociales y/o corporaciones de ningún typo, privilegio alguno en materia de representación política y/o de influencia sobre las acciones del poder estatal.
No obstante, es posible establecer al menos tres tipos de condicionamientos políticos que generan ciertos sesgos en el funcionamiento de la institucionalidad democrática argentina. Uno de ellos es territorial y formal y deviene de las características específicas que asume la organización federal del Estado argentino. El otro, social e informal y deviene del poder político de facto que algunos sectores sociales ejercen en función de la preeminencia que detentan en recursos de poder no formalmente políticos, principalmente el económico. El tercero corresponde a sectores externos, incluyendo, particularmente, los organismos multilaterales de crédito, en especial el Fondo Monetario Internacional.
Respecto al federalismo argentino, uno de sus rasgos más notorios es el extremo malapportionment del Congreso nacional, dada la sobrerrepresentación en ambas cámaras de las provincias menos pobladas (Leiras 2013). Esto implica que hay un sesgo territorial en la distribución del poder político legislativo a favor de ciertos sectores de la población en desmedro de otros. Esto tiene consecuencias negativas en términos de las características que asume la distribución de recursos. En efecto, los gobiernos nacionales están dispuestos a favorecer con recursos financieros discrecionales a los territorios menos poblados, pero con mayor, en términos relativos, representación legislativa, con el fin de obtener apoyo en el Congreso. Al mismo tiempo, tienen predisposición a derivar recursos de capital físico (obra pública), hacia los territorios más poblados, el voto de cuya población precisan para ganar elecciones. El efecto de esta dinámica es aumentar las diferencias y desigualdades territoriales en términos de desarrollo, ya que las provincias más pobres y más pequeñas usan los recursos financieros para sostener el empleo público en desmedro de la inversión pública. La sobrerrepresentación, entonces, aparece como un obstáculo para una redistribución territorial progresiva. Sin embargo, este sesgo territorial no es totalmente injustificable en términos de la institucionalidad democrática, ni irreversible en sus efectos negativos (Leiras, 2013). En primer lugar, la sobrerrepresentación tiene una justificación en términos de proveer a las jurisdicciones menos pobladas y ricas de ciertos instrumentos políticos que podrían revertir la situación o al menos no agravarla. En este sentido puede interpretarse como un modo de equilibrar la dimensión electoral con la dimensión igualitaria de la democracia. En segundo lugar, los efectos negativos de esta sobrerrepresentación no corresponden tanto a ella misma, sino a otros aspectos del sistema político (como, por ejemplo, la fragmentación territorial de los partidos políticos nacionales) que son susceptibles de correcciones a través de una adecuada ingeniería institucional. De todos modos. es cierto que la organización federal del Estado argentino implica riesgos graves de parálisis institucional cuando los poderes subnacionales son investidos con pode -
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res de veto. Tal es el caso previsto en la norma constitucional sancionada en 1994 de acuerdo con la cual una nueva Ley de Coparticipación (que regula la cuestión clave de la distribución de los recursos impositivos entre los diferentes distritos) solo podrá ser aprobada si cuenta con la aprobación unánime de todas las legislaturas provinciales. Esto llevó a que la nueva ley no se sancionara y la mencionada distribución fiscal siga haciéndose en una mezcla confusa de discrecionalidad y acuerdos (“pactos fiscales”) contingentes e inestables.
Respecto a los sectores socioeconómicos, es bien conocida la postura de reconocidos académicos e intelectuales que señalan una creciente brecha entre una distribución igualitaria de jure del poder político y una distribución de facto que favorece notoriamente a algunos sectores o grupos normalmente muy minoritarios, pero con grandes recursos, que les permite ejercer gran influencia sobre el campo político sin interrumpir ni violar abiertamente la vigencia de los principios básicos de la democracia electoral y liberal (Acemouglu y Robinson, 2008; Blofield, 2011 entre otros). Los recursos a través de los cuales estos grupos se colocan en posición de condicionar a los gobiernos democrácticos, cuando no de imponerles directamente sus preferencias de políticas públicas, son variados. Este sesgo de los procesos democrácticos en el marco de la vigencia de las libertades civiles y políticas, llevó a algunos autores a hablar de “posdemocracia” (Crouch, 2016). En un tipo ideal extremo, la posdemocracia implica la reducción de la democracia a una cáscara vacía meramente formal.
La Argentina presenta desde el inicio de la restauración democrática ciertos rasgos posdemocráticos. No obstante, se trata de una situación compleja que presenta muchos matices y que se encuentra lejos de ser una situación extrema en el que el juego democrático se reduce a una simple formalidad.
En primer lugar, la posdemocracia argentina parece seguir un patrón cíclico (el cual no necesariamente coincide con los períodos correspondientes a diferentes gobiernos), con la influencia de las elites socio-económicas, pasando por etapas de expansión y retracción, si bien nunca desapareciendo totalmente. Si tomamos los últimos quince años de la democracia argentina, podemos distinguir una etapa de fuerte retracción (2003-2008), una de paulatina recuperación (2009-2015), una de expansión (2015-2019) y el inicio de una nueva retracción a partir de 2019.2
Sin embargo, esta dinámica cíclica muestra una tendencia creciente de la influencia de facto de las elites socio-económicas. Cada ciclo de retracción de su influencia la hace retroceder a un piso cada vez más alto, de tal modo que cada fase de expansión implica un crecimiento de su influencia respecto a las fases expansivas previas.
Esta tendencia, puede pensarse a la vez como resultado y como causa de un fenómeno que es previo a la restauración democrática, pero que continuó claramente desde 1983 a la fecha: la creciente concentración y centralización de la producción de bienes y servicios, unidas a un proceso de extranjerización de las empresas más importantes que trajo aparejada la internacionalización de las elites socio-económicas con el consiguiente deterioro de su compromiso con el desarrollo humano y económico domésticos (Scaletta, 2017; Freytes, 2013). Hacia 2014, las primeras grandes firmas generaban el 18 % del PBI y el 80 % de las exportaciones (fuente de divisas externas, un insumo escaso y crítico de la economía argentina) al tiempo que generaban solo el 5 % del empleo (Scaletta, 2017: 18).
2 Sobre la relación entre las elites económicas y el gobierno durante los gobiernos kirchneristas, ver Bonvecchi, 2011); sobre esta relación durante el gobierno de Mauricio Macri, ver Casullo (2016) y Castellani (2018).
Esta cada vez mayor concentración y centralización productiva implicó la emergencia de elites económicas cada vez más poderosas con intereses, dada su creciente internalización, cada vez más vinculados a las corrientes financieras y mercantiles internacionales. La creciente financierización de sus operaciones y la dolarización y fuga de sus activos, sustrayéndolos de inversiones productivas, han contribuido sustancialmente a las recurrentes crisis cambiarias que sufre el país y a la consiguiente necesidad de los gobiernos de caer en enormes endeudamientos externos que condicionan fuertemente los grados de libertad de la política socio-económica (Rua y Zeolla, 2018; Manzanelli et.al., 2015). Los sucesivos gobiernos de diferente signo se han mostrado incapaces, más allá de las diferencias en la intensidad de estos fenómenos y la mayor o menor voluntad de revertirlos, de ejercer un control efectivo sobre estas conductas.
En buena medida, esta incapacidad gubernamental se relaciona con la capacidad de estas elites para desplegar sus recursos en el campo político.
Estos recursos son de cuatro tipos. El primero corresponde a los aportes de campaña de los sectores empresariales. Estos aportes han demostrado tener una incidencia significativa en los resultados electorales, particularmente en lo que hace al desempeño de los partidos opositores (Freille y Soffietti, 2017). El segundo corresponde al lobby informal (el lobby no está regulado en el sistema político argentino), esto es, la promoción de los propios intereses a través del acceso directo y la interacción con quienes tienen capacidad de decisión en la estructura estatal. Este recurso ha probado ser efectivo: las empresas más activas en el lobby incrementan significativamente sus chances de obtener contratos con el Estado (Freille et.al., 2019). El tercer recurso es el formar parte de los elencos gubernamentales. Históricamente, durante las dictaduras militares argentinas miembros de las elites económicas o sus representantes directos formaron parte de los elencos ministeriales, particularmente en áreas vinculadas con la política económica y financiera. Sin embargo, al tiempo que este mecanismo se hacía cada vez más evidente y extendido en diferentes países, se hizo presente también en los gobiernos democráticos de la Argentina y alcanzó durante el gobierno de Mauricio Macri (2015-2019) una intensidad, extensión y magnitud inéditas. Macri, el mismo miembro de la elite económica, puso al frente de numerosos ministerios a dirigentes de grandes corporaciones empresariales, exCEO de empresas multinacionales y antiguos directivos de fondos internacionales o bancos de inversión (Castellani, 2018; Morón et.al., 2019). Esta situación entraña altos riesgos de conflictos de intereses que pueden dañar o distorsionar la orientación del gobierno en función de los intereses de la sociedad en su conjunto. El cuarto recurso corresponde a lo que algunos autores llaman poder estructural, el cual consiste en la capacidad de generar efectos políticos a partir de conductas económicas de gran impacto: aumentos de precios, presión sobre el tipo de cambio, no liquidación de exportaciones, etcétera.
El incremento de poder de las elites económicas se corresponde también con la creciente pérdida de poder del sindicalismo, que durante muchas etapas de la historia argentina actuó como un mecanismo de compensación frente a aquel. La caída de la influencia del sindicalismo tiene que ver con grandes cambios que sufrió la estructura socio-económica argentina, particularmente los procesos de desindustrialización y el crecimiento dramático de la informalidad laboral. Estos cambios incidieron para que el sindicalismo profundizara su división (entre sindicatos de trabajadores que consiguieron sostener sus ingresos y aquellos más castigados por las transformaciones estructurales) y para que se generara una creciente tensión entre los trabajadores formales y aquellos excluidos del mercado de trabajo y crecientemente dependientes de la ayuda del Estado (Murillo, 2013).
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Finalmente, la gobernabilidad democráctica argentina aparece muy condicionada por los organismos multilaterales de crédito, en especial el FMI. Prestamista de última instancia frente a las crisis desatadas por las corridas cambiarias y las retracciones cíclicas de los préstamos privados externos, los créditos del FMI normalmente están asociados a una serie de exigencias (“condicionalidades”) que implican la delegación por parte de los gobiernos argentinos de amplios márgenes de maniobra en materia de política fiscal y social. El FMI aparece como un actor con gran capacidad para condicionar la política doméstica (Nemiña, 2013). La masiva deuda que en 2018 el gobierno de la Argentina contrajo con el FMI para hacer frente a la depreciación del peso y la ingente fuga de capitales, aparece como una nueva edición de estos condicionamientos. El gobierno argentino que asumió en diciembre de 2019 está en pleno proceso de negociación para refinanciar esta deuda, pero las exigencias del FMI ya parecen claras en términos de los equilibrios fiscales que demanda para acceder al estiramiento de los plazos de pago correspondientes.
SATISFACCIÓN CON LA DEMOCRACIA DE LOS CIUDADANOS:
FACTORES INDIVIDUALES DETERMINANTES
En este apartado examinamos, para el caso argentino, la relación de algunas variables que han sido destacadas por la literatura en cuanto a su relación con la satisfacción con la democracia. Esta exploración está condicionada por los datos disponibles hasta el momento, pero creemos que aun con esta limitación, es posible establecer algunos primeros resultados importantes para la construcción de una agenda de investigación.
La variable dependiente se obtuvo de una pregunta estándar en la literatura del tema: “En general, ¿usted diría que está muy satisfecho(a), satisfecho(a), insatisfecho(a) o muy insatisfecho(a) con la forma en que la democracia funciona en Argentina?” realizada en la encuesta LAPOP a 1.527 personas entre 2018 y 2019.
En primer lugar, examinamos variables vinculadas a la situación económica personal y del país, luego variables vinculadas a participación política y protesta, percepción de inseguridad y del principal problema del país, confianza en las instituciones públicas, tipo de medio por el que recibe noticias, y finalmente, percepción de corrupción.
Incorporamos una serie de variables de control, como género, edad, nivel de educación, ocupación (quienes están buscando trabajo) y autopercepción de raza. Comparamos los resultados de un modelo de regresión lineal simple (OLS) (ya que la variable dependiente tiene varias categorías) y un modelo logístico para variable dependiente ordinal (OLOGIT) que, en principio, debería ser el que mejor ajusta al tipo de variable dependiente. Los resultados en ambas especificaciones reportan valores muy similares. Solamente dos variables pierden significancia estadística y dos de ellas la ganan en el modelo logístico. Estas variables son analizadas más abajo. Realizamos algunas pruebas de posestimación al final para analizar la robustez de los resultados.
La Tabla 1 (al final de esta sección) muestra los resultados de la regresión entre la satisfacción con la democracia y las variables clave en nuestros modelos. En primer lugar, los resultados indican que, controlando por terceras variables, la percepción de la situación económica personal de la persona entrevistada y la del país no se relacionan con la satisfacción reportada con la democracia. El hecho de que las personas estén buscando trabajo tampoco se vincula con satisfacción.
Algo similar sucede con variables vinculadas al interés en la política, la ideología, la simpatía por algún partido político, o la participación en organizaciones de la sociedad civil. Ninguna de estas variables se relaciona con satisfacción con la democracia. Participación en protestas e interés en la política se relacionan negativamente y son estadísticamente significativas en el modelo logístico. Tampoco lo hacen variables que reportan la recepción de ayuda por parte del gobierno o la sensación de inseguridad de la persona entrevistada. Por el contrario, un aumento en la confianza en el congreso y los partidos, se vinculan con más satisfacción. Confianza en los partidos pierde significancia estadística en el modelo logístico.
Esta relación positiva con la satisfacción se mantiene cuanto mayor es el acuerdo entre las personas entrevistadas en que los que gobiernan piensan en la gente (“la gente común”). Las personas que manifiestan mayor apoyo a la redistribución, tienden a tener más satisfacción. Pero los que perciben que la corrupción es alta, tienen menos.
Por otro lado, las personas que indican más seguimiento de noticias tienen menos satisfacción. Si la persona tiene una cuenta de Twitter, la satisfacción que reporta es menor.
En relación a los controles, las mujeres reportan menos satisfacción, pero la significancia estadística se pierde en el modelo logístico. Las personas de mayor edad y más alto nivel educativo reportan más. Ninguna de las variables de autoidentificación de raza se relaciona estadísticamente con la variable dependiente.
En un segundo modelo recodificamos las variables que reportan el principal problema del país para la persona entrevistada. Solamente aquellas que identifican a la desigualdad como el principal problema, tienden a tener menos satisfacción con la democracia.
Realizamos algunas pruebas de posestimación para analizar la robustez de los resultados. La prueba de Breusch-Pagan/Cook-Weisberg y un diagrama de dispersión para el término de error en los modelos principales indican que hay heterocedasticidad. La autocorrelación en el término del error posiblemente esté indicando la existencia de alguna variable omitida. El r2 indica que nuestros modelos explican entre el 10 % (en OLOGIT) y el 27 % (en OLS) de la variación en la variable dependiente. Futuros modelos podrán especificar mejor las variables clave que incidan en la satisfacción con la democracia.
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TABLA1: Resultados de la regresión (OLS y OLOGIT)
Nota: la variable dependiente es satisfacción con la democracia. Coeficientes de regresión no estandarizados. Errores estándar reportados entre paréntesis. *p<0.100; **p<0.050; ***p<0.010.
Como síntesis de lo que muestran estos modelos, podemos decir que, a nivel micro, las tres variables socio-políticas más relevantes en términos de satisfacción con la democracia son: desigualdad (identificada como el problema más relevante) con un efecto negativo; percepción de la corrupción de los funcionarios, también con un efecto negativo; y percepción de que el gobierno actúa a favor del interés de la gente, con un efecto positivo sobre cuán satisfechos están los ciudadanos con el sistema democrático (con los recaudos del caso, esto permite plantear la hipótesis –razonablemente fundada– que la percepción de que el gobierno actúa a favor de las elites tiene un efecto negativo sobre la conformidad con la democracia).
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Creemos relevante explorar la relación que existe entre estas variables. La Tabla 2 muestra las correlaciones entre ellas.
TABLA2: Correlaciones entre percepción de la desigualdad, de la corrupción
Y DE LA ACCIÓN DEL GOBIERNO A FAVOR DE LA GENTE
Las correlaciones son prácticamente inexistentes salvo entre la percepción de corrupción y la de gobierno a favor de la gente, la cual, sin embargo, es muy baja.
CONCLUSIONES
La literatura y las evidencias sobre el funcionamiento de la democracia argentina presentan luces y sombras. Desde su restauración en 1983, y particularmente a partir de 2001, el sistema democrático argentino muestra avances sistémicos indudables, empezando por su resiliencia y estabilidad a pesar de las gravísimas crisis sociales y políticas que atravesó desde entonces. Recientemente, el sistema democrático saldó una de las que parecía ser su deuda más importante: que un gobierno no peronista terminara su mandato constitucional sin tener que adelantar las elecciones o la asunción del mando del presidente entrante. A estos “signos” auspiciosos se suman otros aspectos positivos como la creciente participación política no-institucionalizada (normalmente bajo el formato de “protesta” y/o movilización en espacios públicos), el funcionamiento más que aceptable de instituciones claves como el Congreso, el mantenimiento del equilibrio entre los poderes del Estado, particularmente entre el Ejecutivo y el Legislativo, el fortalecimiento y ordenamiento del sistema de partidos que logró reconstituirse luego de la devastadora crisis de 2001 y el continuo avance en materia de derechos civiles de diversa índole, entre otros.
Los signos negativos y las deudas de la democracia argentina son también claros: el avance de la corrupción, la creciente intolerancia y agresividad en la esfera pública y en los ámbitos de las relaciones políticas, la muy elevada desigualdad social y económica que opera en diferentes dimensiones y se traslada a otros ámbitos (como el acceso a la justicia), la continuidad de las crisis económicas que orada la confianza en los gobiernos, el creciente poder político de las elites económicas, entre las más significativas.
¿Cuáles de estos problemas y en qué medida inciden sobre el descontento con la democracia?
Un modo de realizar esta evaluación, que adoptamos aquí, es establecer la correspondencia entre estos problemas, que pueden considerarse rasgos “objetivos” de la democracia argentina, de una parte, y el modo en que estos problemas son concebidos por los ciudadanos y tienen incidencia (o no) sobre su satisfacción con la democracia, por el otro. En otros términos, intentaremos (hasta dónde sea posible en virtud de los datos disponibles y/o procesados hasta el momento), establecer el vínculo entre las caracterizaciones basadas en la literatura y en observaciones en el nivel macro, con los datos y análisis estadísticos en el nivel micro realizados en base a la encuesta de LAPOP de la onda 2018-2019.
Una advertencia sobre la variable dependiente de nuestros modelos cuantitativos: la pregunta de LAPOP sobre satisfacción de la democracia, que usamos para construir esta variable, no especifica qué se considera “democracia”. Creemos razonable asumir que los encuestados, en su gran mayoría, adoptarán una noción “de sentido común” respecto a este término, esto es, identificarán democracia con la vigencia de derechos civiles y políticos, más la elección periódica de gobernantes en elecciones libres y justas. No creemos que el ciudadano común identifique a la democracia, en tanto régimen, con la participación activa, la deliberación, ni la justicia redistributiva, lo que habilita tratar a estos últimos aspectos (o algunos de ellos) como variables independientes.
Los problemas más graves que surgen al establecer la correspondencia entre lo que sucede a nivel macro y a nivel micro son la desigualdad, la corrupción y la primacía de los intereses sectoriales de las elites económicas. Como vimos, estos son todos problemas que, más allá de ciertas fluctuaciones, han mostrado una tendencia a hacerse más profundos y a agravarse con el transcurso del tiempo. Estas tendencias estructurales se reflejan en las percepciones agregadas de la población: en 2018 una clara mayoría (casi el 60 %) creía que la corrupción era peor que el año anterior, solo el 9 % de la población creía que la riqueza estaba
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distribuida de modo justo y el 82 % creía que el país estaba gobernado por unos cuantos grupos poderosos en su propio beneficio. Y como muestran nuestros modelos econométricos, todos estos factores inciden negativamente, a nivel individual, sobre la satisfacción con la democracia (en el caso de las elites, nuestros modelos toman la variable complementaria, mostrando que aumenta la satisfacción de la democracia cuando se cree que el gobierno piensa en la gente). En otras palabras, parece haber evidencia suficiente que la desigualdad, la corrupción y el poder político de las elites económicas son factores que explican en buena medida el creciente desencanto con la democracia en la Argentina.
En cuanto a la creciente importancia de las redes sociales, vimos que las evaluaciones a nivel macro son ambivalentes. Parece claro que tienen efectos positivos, particularmente en lo que hace a la dinámica de los movimientos sociales y al activismo de la sociedad civil. No obstante, sus efectos negativos parecen ser también evidentes (proliferación de noticias falsas, creciente agresividad y generación de “burbujas” culturales e informativas que facilitan actitudes discriminatorias, entre otros). Nuestros modelos parecen confirmar esta ambigüedad. Por un lado, el uso de ciertas cuentas, como Twitter, muestra que, a nivel micro, prevalecen los aspectos negativos: su uso tiene una relación negativa con la satisfacción con la democracia. No obstante, esta red es la menos usada en el país –y en América Latina en general–(Barómetro de las Américas 2019), por lo que su incidencia sobre el desencanto democrático puede considerarse (aún) limitada. El uso de otras redes como WhatsApp y Facebook, de uso mucho más masivo, no parece incidir sobre la satisfacción con la democracia.
La participación política, por su parte, nos muestra una situación paradójica. Vimos que la extensión de la participación, en el formato de protesta y movilización callejera, es una de las características sobresalientes de la democracia argentina. Por otra parte, la participación es una dimensión conceptual de la democracia entendida en sentido amplio. Sin embargo, en el nivel micro, la protesta se relaciona negativamente con la satisfacción con la democracia. Una posible explicación es que la relación sea inversa: el desencanto con la democracia electoral y liberal lleva a la protesta como un modo de conseguir que los gobiernos lleven adelante acciones que no asumen por los incentivos que son propios de los procesos electorales. Esta es una cuestión que debe explorarse en futuras y más detalladas indagaciones.
En lo que hace a las crisis económicas (un factor estructural que en principio puede asumirse que tiene un efecto importante sobre la satisfacción con la democracia) el análisis cuantitativo muestra que no tiene efecto sobre la satisfacción con la democracia. Ni la situación económica personal, ni la del país, tienen efecto respecto de esta satisfacción. Puede considerarse que este es un rasgo muy positivo de la cultura política democrática: los ciudadanos establecen una clara discriminación entre el régimen democrático y los gobiernos; no culpan al sistema democrático por las crisis y sí, dados los resultados electorales desde 1983 a 2019, hacen responsables a los gobiernos y los castigan electoralmente.
Respecto del funcionamiento de instituciones democráticas claves como los partidos políticos y el Congreso, la evidencia a nivel macro muestra que la democracia argentina ha tenido desempeños aceptables e incluso notorias mejorías en los últimos quince o veinte años. En principio, estos rasgos estructurales se reflejan a nivel micro sobre la satisfacción con la democracia: la confianza en los partidos y en el Congreso tienen un efecto positivo y significativo sobre la satisfacción con el sistema. Sin embargo, a nivel agregado la confianza (mucho o algo) en el Congreso en 2018 abarcó solo al 24 % de la población, con lo cual el efecto positivo respecto de la satisfacción con la democracia a nivel micro queda bastante diluido a nivel macro. En otros términos, la baja percepción del efectivo buen funcionamiento de estas
instituciones democráticas neutraliza, en buena parte de la población, el efecto positivo de aquel sobre la satisfacción individual con la democracia.
Finalmente, vimos que no parece haber evidencia que el populismo haya tenido un efecto negativo sobre el funcionamiento de la democracia. A nivel micro, esto se corresponde con el hecho que la simpatía por algún partido no tiene incidencia sobre la satisfacción con la democracia. Dado que hay partidos (como el peronista) que presentan claras tendencias populistas, aquel resultado permite suponer que orientaciones individuales populistas o de apoyo al populismo no afectan negativamente la consideración o aprecio por la democracia electoral y liberal.
Como vimos más arriba, las tres variables socio-políticas más importantes en términos de su efecto sobre la satisfacción con la democracia (percepción de desigualdad, de corrupción y atención del gobierno a los intereses de la gente común) no se correlacionan, salvo, si bien en un nivel muy bajo, corrupción y gobierno en interés de la gente. Es llamativo que esta correlación sea positiva. Esto podría dar sustento a la idea que, en cierta medida, no del todo despreciable si bien sujeta a futuras verificaciones, funcionaría aún en la Argentina el aforismo popular “roban, pero hacen” (en este caso sería “hacen a favor de la gente”). No obstante, dado el efecto que la corrupción tiene sobre la satisfacción de la democracia, es claro que este “pero” puede implicar altos costos sobre la legitimidad del sistema.
Como evaluación general, el balance parece ser más bien negativo. Los aspectos de la democracia argentina que presentan un desempeño deficitario más o menos grave (desigualdad, corrupción y poder de las elites) inciden negativamente en las actitudes ciudadanas respecto de la democracia. Pero aspectos positivos como participación política tienen también un efecto negativo, y otros aspectos positivos, como el funcionamiento de los partidos y el Congreso, no son percibidos como tales, por lo que su eventual efecto positivo sobre las actitudes respecto de la democracia, en buena medida se diluyen. Los elementos positivos de este balance no carecen de importancia, por cierto. La sofisticación de una cultura política que discrimina entre gobierno y régimen es sin duda un gran avance, como es también positivo que no parezca haber asociación entre orientaciones partidarias e individuales populistas y descrédito del sistema democrático liberal y electoral.
No obstante, el panorama negativo prevalece. El resultado de este balance no podría ser otro, dada la evolución decreciente de la valoración de la democracia en los últimos años.
Como síntesis final, entonces, podemos caracterizar la situación actual de la democracia argentina como escindida en dos niveles que muestran situaciones y aún dinámicas diferentes. En el nivel sistémico, de funcionamiento de instituciones claves e involucramiento de los ciudadanos en la política activa, el panorama parece promisorio. Incluso la propia cultura política de los ciudadanos relativa a su interacción con la política institucional (como la ya mencionada sofisticada separación entre el desempeño de los gobiernos y la valoración del sistema) presenta aspectos que contrastan favorablemente con el pasado. Sin embargo, cuando nos movemos a nivel micro, estos aspectos positivos no tienen allí una valoración sustantiva, al tiempo que las deudas cada vez más grandes del sistema (creciente desigualdad, visibilidad cada vez mayor de la corrupción y el poder político de pequeñas minorías con gran poder económico) tienen un peso negativo cada vez mayor sobre la valoración que los ciudadanos hacen de la democracia.
A partir de este diagnóstico, los posibles escenarios futuros que se abren no dejan de ser preocupantes. En efecto, esta doble dinámica de la democracia argentina no parece ser
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
sustentable en el largo y aun el mediano plazo. Parece poco plausible que el sistema político-institucional pueda seguir funcionando aceptablemente bien mientras continúe el deterioro de la satisfacción democrática de los ciudadanos impulsada por las percepciones de desigualdad, de corrupción y de indiferencia del gobierno por los problemas del común de los ciudadanos. Es de esperar que más tarde o más temprano, las instituciones democráticas empiecen a registrar el impacto de esta insatisfacción creciente. O bien a través de una cada vez mayor desafección política institucional (menor asistencia a las elecciones, mayor porcentaje de votos nulos o blancos, etcétera) que habrán de generar problemas crecientes de legitimación, o bien a través de la creciente importancia y atracción de movimientos políticos antisistémicos. En el primer caso es de esperar que emerjan problemas serios de gobernabilidad, en contextos de fuerte apatía y descreimiento ciudadano, por “falta de sustentación social”. En el segundo caso es previsible que los problemas de gobernabilidad emerjan como consecuencia de fuertes procesos de impugnación social al funcionamiento de las instituciones democráticas.
La pregunta clave, por cierto, es qué hacer frente a este panorama. Obviamente, la prioridad es operar sobre los factores que aparecen como los más graves: debe haber acciones concretas y contundentes para reducir la desigualdad (como señalan muchos especialistas sobre la cuestión, una reforma tributaria progresiva que cambie estructuralmente un sistema muy regresivo debería ser la prioridad en este sentido); la corrupción debe quedar incluida de modo central y permanente en la agenda política de todos los gobiernos, cualquiera sea su signo, y deben tomarse medidas sustantivas para que el Poder Judicial actúe de modo rápido y efectivo sobre las sospechas fundadas de actos corruptos; esta efectividad y rapidez, no obstante, solo serán posibles si se avanza de modo decidido y sin contemplaciones sobre los núcleos de corrupción y penetración por intereses privados y políticos que afectan a parte del Poder Judicial; debe avanzarse en una reforma política que limite los recursos políticos de los sectores económicamente más poderosos (la regulación de los lobbies empresarios, la restauración y aun mayor restricción de los aportes empresariales a las campañas, un examen detenido de los rasgos y del rol de los medios de comunicación que constituyen enormes emporios empresariales, etcétera, son aspectos que deben ser abordados a la brevedad).
El rol de los académicos en este proceso puede ser importante. Para ello, las agendas de investigación deben tener una orientación prioritaria hacia estas cuestiones. Sin embargo, si el resultado de las investigaciones académicas habrá de tener algún impacto, lo será en la medida que los actores académicos institucionales (Universidades, Centros de Investigación y Centros de Formación) adopten estrategias de difusión masiva y con un lenguaje accesible de sus hallazgos. Los incentivos académicos deben alinearse en este sentido. Esto implica que deben establecerse los arreglos institucionales y organizacionales para que las tareas de divulgación y difusión tengan el reconocimiento académico del que hoy carecen.
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina. Amenazas y oportunidades para el cambio
INTRODUCCIÓN
Bolivia registra para el año 2020 el mayor tiempo de funcionamiento y continuidad de la institucionalidad democrática de toda su historia política republicana, que pronto cumplirá dos siglos desde su fundación. Un récord para un país cuya historia, como la de muchos países latinoamericanos, estuvo jalonada por largas interrupciones, ausencia de prácticas e instituciones democráticas y gobiernos no electivos, generalmente vinculados con la institución armada. Desde el 10 de octubre de 1982 a la fecha, Bolivia registra 39 años de continuidad democrática, elecciones periódicas, reformas estructurales en el Estado, ampliación de la participación ciudadana y novedosos procesos de inclusión social. El modelo democrático recuperado y vigente durante las últimas cuatro décadas, sin embargo, no se halla exento de conflictividad, tensiones, crisis, que en reiteradas ocasiones hicieron temer por la ruptura y el retorno a formas autoritarias de gobierno. En este contexto, el análisis de la aprobación o rechazo, credibilidad o desconfianza, conformidad o desencanto, de la ciudadanía respecto del buen o mal funcionamiento de las instituciones de la democracia en Bolivia, constituye el eje temporal y narrativo del presente documento.
RECUENTO HISTÓRICO DEL PROCESO POLÍTICO BOLIVIANO
El 10 de octubre de 1982 es la fecha emblemática de retorno a la institucionalidad democrática, desde gobiernos no electivos, de carácter autoritario, vinculados a las Fuerzas Armadas, a gobiernos elegidos por el voto popular y de carácter civil. El complejo y prolongado proceso de recomposición institucional democrática comenzó a finales de la década de los 70, entre grupos de poder y organizaciones políticas. En 1978, 1979 y 1980, se llevaron a cabo elecciones que finalmente derivaron en elecciones anuladas (1978) o nuevas interrupciones protagonizadas por la institución armada (1979 y 1980) hasta que, finalmente, un acuerdo entre los actores políticos de la época estableció el reconocimiento de los resultados de la última elección –efectuada en 1980– y el repliegue de las Fuerzas Armadas, lo cual dio pie al ciclo democrático, aún vigente.
A principios de la década de los 80, Bolivia retoma el camino de la institucionalidad democrática de la mano de una coalición de izquierda denominada Unidad Democrática y Popular UDP, la cual por una inadecuada gestión de la crisis económica, presiones sociales y expectativas colectivas de bienestar insatisfechas, se vio obligada a convocar a elecciones anticipadas, provocando el acortamiento del mandato del Ejecutivo y Legislativo, pero superando con ello una primera crisis del sistema democrático y de los partidos políticos de la época. A partir de entonces se realizan elecciones periódicas, relativamente competitivas; alternancia de partidos en el gobierno, jalonadas por crisis políticas que suelen colocar al país en situaciones de conflictividad, de enfrentamiento interno y al borde de la ruptura del sistema democrático. Tiempo político en el cual la aprobación o desencanto con la democracia, depende del momento y contexto político institucional.
Las casi cuatro décadas de institucionalidad democrática que vive Bolivia y las severas crisis políticas superadas, nos animan a sostener con una alta dosis de optimismo que la democracia en Bolivia regresó a finales de los 70, para quedarse. Sin embargo, la propia historia nos recuerda que muy pocas instituciones políticas perduran inalterables e indefinidas en el tiempo; la mayor parte de ellas se renuevan, ya sea porque los actores, organizaciones y contextos políticos, cambian, y porque las actitudes, comportamientos, lealtades o desaprobación, también se modifican.
La oposición autoritarismo militar vs. democracia, características de la década de los 70, ha sido sustituida en el siglo XXI por otro tipo de oposición, el autoritarismo ideológico partida-
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
rio, esto es, por el “autoritarismo democrático” de los partidos o coaliciones políticas tanto de derecha como de izquierda. Las elecciones periódicas permitieron, por lo menos durante un tiempo, alternancia de partidos en el gobierno, de izquierda o derecha. Si bien los partidos en el gobierno y con representación parlamentaria tienen un origen político electoral, democrático, estas coaliciones o partidos en el ejercicio gubernamental, suelen desplegar tendencias autoritarias del mismo signo del discurso o ideología que les permitió ganar elecciones y llegar al poder. Por tanto, durante la actual etapa democrática de casi cuatro décadas, la dicotomía dictadura vs. democracia, del siglo XX, se ha sustituido en el siglo XXI por la dicotomía: autoritarismos democráticos de izquierda o de derecha, donde la aprobación o desencanto con la democracia, del ciudadano o de los discursos políticos, dependerá del lugar que se ocupe en este espacio de competencia política y en el movimiento pendular, ideológico partidario.
En los diversos procesos electorales llevados a cabo en Bolivia –desde 1978 hasta la actualidad, 2020– para la elección de la presidencia y conformación del parlamento (Asamblea), han gobernado coaliciones o alianzas de izquierda o derecha, las cuales se enfrentaron a los siguientes dilemas: participación ciudadana-exclusión; derechos ciudadanos-estabilidad política; transparencia-corrupción estatal. Todos, sin embargo, han tomado decisiones privilegiando la estabilidad política de los gobiernos. En consecuencia, la prevalencia de gobiernos respaldados por la fuerza y asociados a la institución militar han sido sustituidos por coaliciones de partidos u organizaciones políticas, civiles, de izquierda o derecha, apoyados en la legitimidad que otorga el voto ciudadano. La legitimidad de origen de los partidos y gobiernos, media o alta popularidad, baja, media o alta aprobación, llegó a disminuir hasta llegar a niveles críticos, de acuerdo al momento político-social donde les correspondió actuar y el tipo de decisiones que adoptaron. Esta fluctuación en el comportamiento colectivo permite identificar y asociar el concepto de desencanto ciudadano con la democracia, lo cual genera, a su vez, conflictividad social. El malestar ciudadano emergente suele canalizarse luego en las elecciones inmediatas, sustituyendo al partido y gobierno por otra opción diferente, lo que deriva en alternancia ideológica partidaria en el gobierno. Esta tendencia al desencanto y alternancia se mantuvo en las elecciones de 1985, 1989 y 2002, hasta las elecciones de 2005 en las cuales se produjo la primera victoria del Movimiento al Socialismo y Evo Morales, que a la postre derivó en un gobierno que reprodujo el poder durante tres periodos constitucionales, un poco menos de quince años, con mayorías abrumadoras en la Asamblea Legislativa, fortaleza política que dio lugar al surgimiento del autoritarismo de izquierda, control del Estado, subordinación de la justicia, persecución política, descalificación del adversario, censura y, en muchos casos, exilio político.
El Movimiento al Socialismo y Evo Morales, acompañado por Álvaro García Linera en la candidatura vicepresidencial, ganó las elecciones presidenciales y legislativas en 2005, 2009, 2014 y 2020. Sin embargo, el proceso político de elecciones periódicas fue todo menos lineal y pacífico. La victoria del MAS en el año 2005 fue inesperada, incluso para el binomio ganador. El flamante vicepresidente, Álvaro García Linera, también fue candidato a diputado en las elecciones de 2005, asegurando un puesto legislativo, por si acaso el MAS perdía la elección presidencial. Para las organizaciones políticas de la época, constituyó un verdadero terremoto pues por primera vez en veinte años de gobiernos de centro izquierda o decididamente conservadores y de derecha, perdían la elección contra un partido que proclamaba y anunciaba el socialismo del siglo XXI. Para entonces, para el año 2005, se podía detectar y explicar, por fatiga ciudadana, la derrota de los partidos políticos conservadores tradicionales, estigmatizados por hechos de corrupción en el ejercicio del poder. La corrupción en un país
pobre como Bolivia, argumentaban los simpatizantes o militantes del MAS, era robar dos veces al pueblo, además de perpetuar la exclusión social, pues al que se roba es al más pobre. La izquierda había gobernado por última vez entre 1982 y 1985, dejando un registro de alta ineficiencia gubernamental. Un estrepitoso fracaso en el manejo de la crisis económica, tanto que sus erradas políticas derivaron en lo que se conoció como la hiperinflación, el despido masivo de trabajadores mineros y la subsecuente migración a las ciudades, incrementando la presión social sobre los gobiernos de la época que exigían políticas de Estado que aliviaran la precariedad de los migrantes del hambre en los centros urbanos. En dicha época, por supuesto que se gestó un desencanto corrosivo respecto de la democracia y contra el gobierno de izquierda, la Unidad Democrática y Popular UDP. La decepción social y colectiva derivó en un giro político desde la izquierda hacia la derecha en las siguientes elecciones llevadas a cabo en 1989. A partir de entonces, en las elecciones de 1989 y en las posteriores elecciones 1993, 1997 y 2002, durante dieciséis años, el gobierno quedó en manos de partidos nacionalistas de derecha o en coalición con la centro-izquierda: el Movimiento Nacionalista Revolucionario MNR, Acción Democrática Nacionalista ADN y Movimiento de Izquierda Revolucionaria MIR. En este tiempo político, si llegó a gestarse una acumulación de desencanto por la democracia se concentró en los gobiernos de la época, etiquetados como neoliberales por las políticas económicas de más mercado, globalización y menos Estado; excluyentes de la participación popular e indígena en el país. Además de reprimir severamente las movilizaciones ciudadanas que demandaban reformas estructurales en el Estado. Aquellos gobiernos de centro y derecha, intentaron en alianza con la institución armada y la policía, mantener la estabilidad de sus gobiernos hasta las elecciones inmediatas, a contrapelo del creciente desencanto contra su popularidad y contra las políticas de desestatización, liberalización del mercado, matizadas con hechos de corrupción y exclusión social, especialmente de sectores populares.
En el año 2002, los resultados electorales de aquel tiempo anunciaron el giro histórico que se iba a producir en la política boliviana. Evo Morales y el MAS lograron un insospechado segundo lugar a escasos 40 mil votos del primero. Esto le permitió consolidar una importante bancada legislativa que desde el primer momento se convirtió en la expresión del desencanto de un sector de la población, todavía minoritario, respecto del gobierno recientemente elegido y contra todo el sistema político de partidos, de centro y derecha, que habían gobernado el país desde 1985 a la fecha. En los años posteriores al proceso electoral de 2002, Bolivia habría de vivir un periodo de alta conflictividad y alta intensidad política que derivó, luego de enfrentamientos y paralización del país, movilizaciones y huelgas generalizadas, en la renuncia del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, a un año y poco más de haber sido designado por el Parlamento de la época.
La renuncia del presidente Sánchez de Lozada en 2003 no significó la ruptura de la institucionalidad democrática, ni el retorno al tiempo de los gobiernos gestionados por la institución armada, sino que a pesar de la severa crisis política se activó la sucesión constitucional. De este modo la institucionalidad democrática sobrevivió, el desencanto con la democracia pareció diluirse, al menos por un tiempo. El vicepresidente de la época, Carlos Mesa, asumió la presidencia del país, pero ello no significó la anhelada estabilidad, el fin de los conflictos o el renacer del entusiasmo por la democracia. Tan solo sería una tregua para que los movimientos sociales y los desencantados con los partidos tradicionales acumularan fuerzas y continuaran su arremetida contra un sistema político fatigado y agotado, próximo a ser desplazado del poder.
Una nueva crisis en el año 2005 y nuevamente la democracia sale airosa, aunque magullada. El presidente Mesa renuncia al mando presidencial, año y medio después de haber jurado al
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gobierno, provocando con ello una nueva crisis político institucional. Si bien no se produce la tan temida como anunciada ruptura del sistema democrático, la sucesión constitucional llegará en esta ocasión hasta la presidencia de la Corte Suprema de Justicia, ultimo eslabón de la sucesión constitucional de la época. Eduardo Rodríguez Veltzé, a la sazón presidente del Tribunal Supremo de Justicia, asume la presidencia con el compromiso de realizar elecciones a la brevedad posible. Elecciones que se verificarán a los cinco meses de asumir la presidencia, en diciembre del año 2005.
La convocatoria a elecciones fue de parto muy complicado pues significó romper algunas normas y tradiciones, como recortar el periodo de gobierno de cinco años a tres; adelantar el calendario electoral por dos años, acortar el mandato del Parlamento en funciones. Todo con el propósito de salvar la continuidad de la institucionalidad democrática de sus detractores, quienes se veían afectados por las elecciones adelantadas, de los desencantados con las soluciones políticas en los márgenes de la democracia.
Si en algo coincidían todos los críticos de la democracia boliviana, era que se estaba rompiendo el hilo constitucional y legal. Efectivamente, la democracia conocida hasta ese momento tenía los días contados. Las elecciones adelantadas del año 2005, fueron el principio del fin de un ciclo histórico de gobiernos de centro y derecha; así como el principio de un ciclo político, del gobierno del Movimiento al Socialismo MAS. El desencanto ciudadano con los partidos tradicionales con un tipo de democracia poco participativa, excluyente y con evidencias de corrupción, había cristalizado en las elecciones de 2005, apostando por el retorno de la izquierda al gobierno, después del fallido paso en 1982. El retorno de la izquierda al poder, de la mano de Evo Morales y el MAS, fue mucho más que un cambio de gobierno, trajo consigo un cambio radical en el sistema político, en las características y funcionamiento del sistema democrático. El MAS, a las pocas semanas de haber asumido el mando del país, en enero del año 2006, convocó a elecciones para conformar una Asamblea Constituyente y reformar la Constitución Política de la época, que se mantenía vigente desde finales de la década de los 70. La Constitución vigente para aquel momento político había sobrevivido a varios gobiernos militares, permitido la recuperación de la institucionalidad democrática y resistido dos reformas parciales en los años 1994 y 2004. La convocatoria a una Asamblea Constituyente, por el Movimiento al Socialismo, para reformar la Constitución, respondía a un Plan Estratégico Simple, que comenzaba con acceder al poder por la vía electoral, reformar la Constitución y realizar reformas estructurales en el Estado para, finalmente, trasformar la sociedad boliviana. El primer paso, el acceso al poder, se había producido en las elecciones de 2005 y al año siguiente se daba el segundo, se convocaba a la ciudadanía, por primera vez en la historia política de Bolivia desde la fundación republicana, a participar del proceso de reforma constitucional. En las elecciones de 2005 se rompía con décadas de exclusión de la base social étnica del país, retornaba la izquierda al gobierno, se cambiaba la piel del Estado pues los nuevos administradores estatales reivindicaban orgullosos su pertenencia a grupos sociales indígenas, campesinos o de pueblos originarios.
El desencanto con los partidos tradicionales, de centro y derecha; el desencanto con el funcionamiento de la democracia, trocaba por entusiasmo. La izquierda que combatió a la democracia burguesa durante décadas y que la calificó como instrumento de dominación, después de conquistar el poder por la vía electoral, cambió su discurso, su desencanto y la percepción sobre ella. Ahora, la democracia era un instrumento para el cambio y un aliado tanto para acceder al poder, como para conservarlo. La convocatoria a una Asamblea Constituyente formaba parte de este giro de percepciones y comportamientos políticos.
El proceso de reforma de la Constitución duró tres intensos y largos años, desde el 2006 hasta el 2009. A principios del año 2009 se llevó a cabo la consulta popular para aprobar o rechazar las reformas realizadas por la Asamblea Constituyente. A finales del mismo año se llevaron a cabo nuevas elecciones generales, elecciones adelantadas, que modificaban otra vez el calendario electoral, acortaba el mandato de los legisladores y el gobierno de Evo Morales. Sin embargo, en esta ocasión el acortamiento del mandato no tuvo resistencias y las elecciones anticipadas fueron entendidas por el MAS como un plebiscito fácil de ganar y una ventana de oportunidad para reproducir el poder.
El Plan Estratégico Simple, en su segundo paso, reformar la CPE y realizar reformas estructurales en el Estado, se cumplía a pesar de las resistencias de los partidos políticos desplazados del poder, de centro y de derecha. A pesar de las tensiones políticas y enfrentamientos en la Asamblea y en las elecciones generales, más que desencanto por la democracia, se percibía entusiasmo por las reformas y apoyo ciudadano a las mismas. El MAS había ganado las elecciones generales de 2005 con un sorprendente 53 % de los votos; el mismo partido en la Asamblea Constituyente logró un 54 % de los asambleístas y en las elecciones generales de 2009, elecciones que le permitían reproducir el poder por segunda vez de manera consecutiva ejerciendo simultáneamente la presidencia y la candidatura presidencial, el MAS incrementó su apoyo hasta alcanzar un 64,2 %. El apoyo social al MAS, a Evo Morales y a Álvaro García Linera, era evidente, lo mismo ocurría con el entusiasmo ciudadano por las reformas políticas y los nuevos escenarios democráticos.
El segundo mandato constitucional de Evo Morales y el MAS llegaba a su término en 2014. Tempranamente, colaboradores cercanos a Evo Morales, con el consentimiento del líder, posicionaron la idea de la reelección por tercera vez consecutiva en las elecciones generales de 2014, bajo el argumento de que en el marco de un nuevo texto constitucional, aprobado recién en el año 2009, el primer mandato de Morales no contaba. Por tanto, el derecho a una primera reelección para el periodo 2014-2019, estaba intacto. Argumento jurídico político que naturalmente despertó rechazo de una parte de la población. Si bien el asunto de la reelección causó polémica en el mundo político, terminó imponiéndose la sesgada interpretación del derecho intacto a la reelección de Morales y García.
Por supuesto que la decisión de ir a la reelección con la no objeción del sistema jurídico y electoral, causó entusiasmo entre los simpatizantes del MAS. En cambio, la noticia dejó un sabor amargo y sensación de derrota política, en la oposición política y sectores ciudadanos de clase media, principalmente. En las elecciones de 2014, el MAS, Morales y García, pondrían a prueba su popularidad y aprobación; por su parte la oposición política acusaría de prorroguismo ilegítimo al binomio MAS, con lo que intentaba empañar el éxito electoral del partido gobernante.
Con todos los recursos estatales, humanos y económicos a su favor, el MAS y el binomio Evo-Álvaro, se impusieron en las elecciones de 2014 con un 61,36 % de los sufragios. Independientemente de las interpretaciones jurídicas y políticas, a favor o en contra del tema de la reelección presidencial, el MAS había llegado al gobierno en el año 2005 con un encomiable 53 % de los votos, diez años más tarde, luego de realizar reformas estructurales en el Estado y dos periodos gubernamentales, la popularidad y aprobación no solo se mantenía, sino se incrementaba notablemente.
Si a partir de los resultados electorales, inferimos aprobación o rechazo al gobierno y/o a la democracia, es inevitable concluir que el MAS, como organización política, bajo las figuras de los gobernantes Morales y García, desde el año 2005 hasta el 2014, para los tres procesos
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electorales, no solo mantenía altos índices de aprobación, sino que, en términos de votos y porcentajes, la misma se incrementaba. El idilio o encanto de los ciudadanos electores con el partido de gobierno se resquebrajaría después de las elecciones de 2014.
Al poco tiempo, Morales y García, gobernantes y candidatos, habían recibido la aprobación ciudadana para un tercer periodo de gobierno (2014-2019), sin perder tiempo, iniciaron una intensa campaña por la reelección indefinida. La campaña oficialista tropezaba con varias limitaciones legales y una opinión pública que, si bien se había expresado favorablemente para renovar el poder político a Evo Morales en dos ocasiones (elecciones 2009 y 2014), tambien se podía vislumbrar cierta desazón y disgusto en la ciudadanía respecto de la reelección indefinida.
El camino elegido por el MAS fue proponer al país la modificación del texto constitucional, en uno de sus artículos, aquel que señalaba sin ambigüedades que: “El periodo de mandato de la Presidenta o del Presidente y de la Vicepresidenta o del Vicepresidente del Estado es de cinco años, y pueden ser reelectas o reelectos por una sola vez de manera continua.”
Por tanto, para Evo Morales y las expectativas de una reelección indefinida, era la Constitución Política del Estado el principal escollo. La CPE, en este sentido, era taxativa, pues solo permitía la reelección por una sola vez de manera continua. Morales y García, bajo la Constitución vigente, que ellos mismos habían promovido y aprobado en el 2009, habían hecho uso de aquella disposición y con éxito en las elecciones de 2014. No quedaba sino el camino de la reforma constitucional para garantizar la continuidad del gobierno y del proyecto político del Movimiento al Socialismo.
El dilema gubernamental y político, en ese momento consistía en determinar cuándo hacer la reforma y si la misma debería contemplar varios artículos o uno solo, el que bloqueaba la reelección indefinida. En los cálculos gubernamentales se consideró la posibilidad de un rechazo ciudadano a la reforma constitucional, por ello se apuró el paso y se convocó de manera inmediata a Referéndum de un solo artículo de la CPE, para febrero de 2016. Morales y García habían asumido funciones en enero de 2015 y al año siguiente, febrero de 2016, el país se enfrentaba al dilema de apoyar la iniciativa gubernamental de la reelección indefinida o rechazarla, en razón de varios argumentos históricos, legales o políticos. Nunca antes en la historia política del país, ningún gobernante había tenido la oportunidad de ganar tres elecciones y gobernar tres periodos constitucionales, de manera consecutiva. La reelección indefinida estaba vetada por la Constitución que el mismo Morales había promovido. La modificación de la CPE, de un solo artículo, tenía como inocultable objetivo político, asegurar la perpetuación de su gobierno de manera indefinida. No cabe duda que Morales para aquel tiempo, 2014, tenía y conservaba una enorme popularidad que se incrementaba con el tiempo, sin menguar en ninguna ocasión. Basados en este aserto, Morales, el gobierno y el partido llevaron adelante una intensa campaña para confirmar aquel supuesto político. El referéndum modificatorio de la CPE se llevó a cabo, sin contratiempos, en febrero de 2016 y el resultado del mismo fue un durísimo revés a las aspiraciones y expectativas del MAS y Evo Morales para una reelección indefinida, dado que la ciudadanía rechazó la modificación del texto constitucional, por una mayoría mínima. Pero como pregonaba el vicepresidente Álvaro García Linera, en medio de la campaña, un referéndum se gana o se pierde por un voto. Y el MAS había obtenido en el referéndum 136 mil votos menos, por tanto, la CPE no se modificaba y la expectativa de una reelección indefinida se diluía. ¿Qué había ocurrido con la popularidad de Evo Morales? ¿La ciudadanía estaba desencantada con la persona, el partido
o el gobierno? ¿El desencanto ciudadano trascendía al partido, a los liderazgos e impactaba también en el modelo democrático?
Evo Morales, Álvaro García y el MAS, frente a la derrota sufrida en el Referéndum 21F, no se quedaron con los brazos cruzados, al poco tiempo la Asamblea Legislativa, realizaba una consulta al Tribunal Constitucional de Bolivia sobre los derechos de Morales y los resultados del Referéndum. La persona que hacía la solicitud oficial a nombre de la Asamblea era nada más, ni nada menos, que el vicepresidente del Estado, Álvaro García, quien había promovido la modificación del texto constitucional vía referéndum para beneficiarse junto con Morales en la reelección indefinida. El Tribunal Constitucional, por simpatías ideológicas, presión o amistad, decidió “declarar la aplicación preferente de los derechos políticos” de Morales y García, por encima de los artículos de la Constitución que limitaban y limitan, la cantidad de veces que una persona puede ser reelecta. Pese a que la CPE boliviana señala taxativamente que nadie puede gobernar por más de dos periodos consecutivos y que ambos mandatarios, Morales y García, perdieron el Referéndum 21F de 2016, el Tribunal Constitucional emitió el controversial fallo a favor de la reelección indefinida. Como era de prever, el año en el cual debían realizarse las elecciones, 2019, el tema de la postulación de Morales y García, se convirtió en el asunto central de campaña y motivo para la polarización política. Verificadas las elecciones y conocidos los resultados que proclamaban a Morales como ganador de las elecciones 2019 en primera vuelta, Bolivia vivió una de las crisis políticas más insospechadas de las últimas décadas. A pesar de que el Tribunal Electoral de la época emitió resultados oficiales por los cuales ratificaba la victoria de Morales-García, la ciudadanía que había participado del proceso electoral, en relativa calma, salió a las calles durante casi tres semanas a denunciar la existencia y realización de fraude electoral. El país se convulsionó al extremo de que la policía se negó a seguir en las calles reprimiendo la protesta social y las Fuerzas Armadas, finalmente, inclinaron la balanza entre los factores en pugna. En el momento más álgido de aquel tiempo político, el Alto Mando militar sugirió a Evo Morales, que renunciara a la presidencia, “por la pacificación del país.” El jefe militar de la época, que sugirió la renuncia de Morales a la presidencia, explicó que el pedido se hizo en el marco de la “Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas, la cual permite al Alto Mando Militar y al Comandante en Jefe sugerir a las autoridades correspondientes alguna situación y principalmente si el Estado está en peligro” (Romero, 2019). Finalmente, Morales renunció a la presidencia y buscó asilo político en México y luego en la Argentina.
A tiempo de renunciar Morales, arrastró en una cadena de renuncias a toda la línea de sucesión constitucional con el objetivo político de crear vacío de poder y paralizar el Estado, situación que eventualmente le permitiera retornar a la presidencia de la mano de las Fuerzas Armadas, movimientos sociales, partido y sociedad, sumidos todos en un caos institucional y político.
La solución a la crisis política fue inesperada para la mayoría del país y, por supuesto, para el MAS; no vino de los tradicionales factores de poder en pugna, sino de un grupo de representantes de organismos de cooperación internacional, minorías políticas en la Asamblea Legislativa, convocados todos por la Conferencia Episcopal de la Iglesia Católica boliviana, quienes, ante el artificial vacío de poder generado por el MAS y la dramática situación que vivía el país, concibieron y apoyaron un complejo esquema de sucesión constitucional. Toda la línea de sucesión constitucional había presentado renuncia: presidente, vicepresidente, presidente del Senado, primer vicepresidente del Senado, presidente de la Cámara de Diputados, excepto la 2da. vicepresidenta del Senado, la señora Jeanine Añez, hasta ese mo-
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mento una legisladora de dilatada carrera política y de bajo perfil, quien, con gran decisión y fortuna, convocó a una sesión de Congreso y en medio del desconcierto político asumió la acéfala presidencia del Estado plurinacional.
La crisis había encontrado una salida constitucional, legal pero carente de legitimidad, pues la mayoría de los integrantes del Órgano Legislativo eran del MAS, afines a Morales y García, quienes también fueron sorprendidos por la elección de la señora Añez. El argumento central para la elección de la 2da. vicepresidenta del Senado, fue el compromiso de pacificar el país mediante la convocatoria a elecciones generales a la brevedad posible. El escenario político boliviano había cambiado sustancialmente, producto de la anulación de las elecciones de 2019, la renuncia y exilio de Morales, la designación de Jeanine Añez y el compromiso de convocar a elecciones para pacificar el país. La presencia de una mujer en el Palacio de Gobierno, rostros nuevos en el gabinete de ministros, Morales en el exilio y sus inmediatos colaboradores fuera del país o refugiados en embajadas, anunciaban vientos de cambio, elecciones competitivas y transparentes, luego de quince años de hegemonía del Movimiento al Socialismo.
Si hubo sorpresa generalizada luego de realizadas las elecciones de 2019, la anulación de las mismas, la renuncia y autoexilio de Morales, este inicial desconcierto se cambió por una creciente expectativa por el futuro político del país. Las preguntas de aquel momento político variaban desde la más sencilla, de ¿Cuándo se realizarían las elecciones? ¿Quiénes serían los candidatos?, hasta aquellas que vislumbraban un giro en la historia política del país o quienes vaticinaban el retorno de Morales. Como suele ocurrir con las predicciones políticas, estas creen estar muchos pasos por delante y en realidad, suelen ir detrás de los acontecimientos.
La crisis de octubre-noviembre 2019, que debía culminar con la realización de elecciones en un plazo máximo de cuatro meses, encontró una variedad de excusas para postergarse en tres ocasiones, hasta que finalmente se llevaron a cabo el 20 de octubre de 2020. La testaruda realidad, que rechaza ajustarse a los pronósticos políticos, muestra que, en Bolivia, las elecciones 2020 las ganó el MAS, de la mano de Morales desde el exilio y como jefe de campaña, pero con la figura de Luis Arce Catacora como candidato, profesor universitario, ministro de Hacienda y Economía de Evo Morales durante más de doce años.
Los ciudadanos bolivianos, después de todos estos avatares políticos vividos durante estos últimos intensos quince años, desde el año 2005 cuando Morales y García ganaron por vez primera la presidencia de la República, hasta las elecciones 2020, las cuales permitieron el retorno del MAS al gobierno, pero con nuevos y viejos rostros ¿están desencantados con la democracia? ¿Se vislumbra en el horizonte político fatiga ciudadana por las reiteradas elecciones y conflictos que derivan en crisis políticas? Una aproximación de respuesta a las interrogantes formuladas podría emerger luego de las elecciones subnacionales a llevarse a cabo el mes de marzo de 2021. Elecciones que permitirán completar la estructura y distribución del poder político. Hasta el momento se eligieron 166 legisladores, el presidente y vicepresidente del Estado; en las elecciones de marzo 2021 se prevé la elección de nueve Gobernadores, nueve Asambleas Departamentales, 339 Alcaldes y más de 1.500 concejales municipales. También se prevé la disminución de número de electores, la fragmentación del voto por el número elevado de candidaturas y organizaciones políticas en competencia. Morales es nuevamente jefe de campaña en las elecciones subnacionales del Movimiento al Socialismo, elecciones que pueden constituirse en peldaño de su carrera de retorno al poder, en las elecciones 2025. Fecha en que los bolivianos celebraremos doscientos años de la fundación de la República.
EL SISTEMA ELECTORAL BOLIVIANO
El ciudadano boliviano dispone de dos votos en un mismo acto decisional1. La boleta electoral, tanto para las elecciones nacionales, se halla dividida en dos campos, uno superior y otro inferior; y tantas franjas como partidos políticos participen de la contienda electoral. El primer voto que el ciudadano consigna en el campo superior permite elegir al presidente/ vicepresidente, senadores por Departamento (36 en total, cuatro por cada uno de los nueve departamentos que conforman la unidad republicana) y el 50 % de la Cámara de Diputados (diputados denominados plurinominales). En el campo inferior y con el segundo voto se elige el otro 50 % de los diputados denominados uninominales2. Los cuadros que se presentan posteriormente recogen información solamente de los votos emitidos en el campo superior de la boleta electoral3. Los bolivianos residentes en el exterior, habilitados para votar en las elecciones nacionales de 2009, 2014, 2019 (anuladas) y 2020, solo tienen un voto y eligen solamente al presidente/vicepresidente. En consecuencia, no eligen ni diputados ni senadores para la Asamblea Legislativa, como tampoco votan en las elecciones subnacionales.
TABLA 1: Elecciones 2005, 2009, 2014, 2019, 2020 y referéndum 2016
POBLACIÓN/CIUDADANOS POTENCIALMENTE ACTIVOS/CIUDADANOS POLÍTICAMENTE ACTIVOS/CIUDADANOS POLÍTICAMENTE AUSENTES
1 La propaganda gubernamental y del órgano electoral insiste en el famoso principio democrático, un ciudadano, un voto, lo cual genera en algunos sectores, generalmente no urbanos, una confusión pues en los hechos el ciudadano vota dos veces en el mismo acto decisional.
2 El número de diputados, tanto plurinominales como uninominales, asignados a cada Departamento ha sufrido reiteradas variaciones desde su introducción en el año 1997. Hasta las elecciones de 1993 los diputados solo se elegían en circunscripciones departamentales; a partir de las elecciones 1997 se eligen diputados uninominales y plurinominales en número variable.
3 Comparar los votos que obtiene un partido político en el campo superior e inferior, se denomina estudios sobre el voto cruzado. Área de estudio que excede los propósitos del presente trabajo.
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GRÁFICO 1: Elecciones 2005, 2009, 2014, 2019, 2020 y referéndum 2016 POBLACIÓN/INSCRITOS/EMITIDOS/VÁLIDOS
TABLA 2: Elecciones 2005, 2009, 2014, 2019, 2020 y referéndum 2016 POBLACIÓN/CIUDADANOS POTENCIALMENTE ACTIVOS/CIUDADANOS POLÍTICAMENTE ACTIVOS/CIUDADANOS POLÍTICAMENTE AUSENTES
GRÁFICO 2: Elecciones 2005, 2009, 2014, 2019, 2020 y referéndum 2016 POBLACIÓN/CIUDADANOS POTENCIALMENTE ACTIVOS/CIUDADANOS POLÍTICAMENTE ACTIVOS/CIUDADANOS POLÍTICAMENTE AUSENTES
TABLA 3: Elecciones 2005, 2009, 2014, 2019, 2020 y referéndum 2016 CIUDADANOS ACTIVOS/INDIFERENTES/INSATISFECHOS/AUSENTES/INACTIVOS
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GRÁFICO 3: Elecciones 2005, 2009, 2014, 2019, 2020 y referéndum 2016
CIUDADANOS ACTIVOS/INDIFERENTES/INSATISFECHOS/AUSENTES/INACTIVOS
TABLA 4: Elecciones 2005, 2009, 2014, 2019, 2020 y referéndum 2016
CIUDADANOS ACTIVOS/INDIFERENTES/INSATISFECHOS/AUSENTES/INACTIVOS
GRÁFICO 4: Elecciones 2005, 2009, 2014, 2019, 2020 y referéndum 2016
CIUDADANOS ACTIVOS/INDIFERENTES/INSATISFECHOS/AUSENTES/INACTIVOS
TABLA 5: Elecciones 2005, 2009, 2014, 2019, 2020 y referéndum 2016
COMPARACIÓN VOTOS EMITIDOS, VALIDOS MAS, VÁLIDOS OTROS PARTIDOS, ABSTENCIÓN, AUSENTISMO
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GRÁFICO 5: Elecciones 2005, 2009, 2014, 2019, 2020 y referéndum 2016 COMPARACIÓN VOTOS MAS/OTROS PARTIDOS
TABLA 6: Elecciones 2020. Partidos políticos/representación CAMARA DE SENADORES-DIPUTADOS. SIGLAS/NUMERAL
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TABLA 7: Partidos políticos y representación política obtenida
GRÁFICO 6: Partidos políticos y representación política obtenida
CONSIDERACIONES FINALES
» No existen señales que muestren el debilitamiento del modelo democrático. No en el caso de Bolivia, la legitimidad de la democracia se basa en la realización periódica de elecciones, participación ciudadana, paternalismo estatal, que es respaldado por mayorías relativas.
Polarización ideológica. Se advierte una tendencia gradual hacia la polarización ideológica, partidaria y social. En las elecciones de 2002 llegó el MAS y Evo Morales para quedarse las dos próximas décadas en el poder.
» Crisis presidenciales. Se produjeron crisis presidenciales, entendidas estas como pérdida de popularidad, decisiones desacertadas en el ejercicio gubernamental, renuncias a la presidencia, acortamiento del mandato presidencial y elecciones anticipadas.
» Corrupción. Todos los gobiernos, sin excepción, fueron débiles en la lucha contra la corrupción, fueron tolerantes o partícipes de hechos de corrupción.
» Desinstitucionalización de los sistemas de partidos. Dos tendencias, la renovación de liderazgos y organizaciones políticas en las competencias electorales y descalificación a los actores políticos tradicionales, sumado a la inexperiencia en campañas, gestión pública, conduce al fracaso en las elecciones a muchos liderazgos y organizaciones políticas. En otros casos nuevos líderes y organizaciones políticas, en apariencia renovados, resultaron exitosos electoralmente lo que les permitió llegar al poder y estimuló a la permanencia y reproducción del poder.
» Personalismo político. Entendido como una limitación en la educación, experiencia y dedicación a la política, que lleva a que cualquier persona, profesional o no, grupos o corporaciones, ingresen en la política bajo la creencia equivocada de que representan las expectativas sociales de renovación, eficiencia, capacidad para gobernar. Los políticos “no profesionales” irrumpen en la competencia electoral pero la mayoría de ellos no son exitosos o se agotan en poco tiempo. Lo que conduce a una aparente renovación en la competencia, pero son los políticos profesionales o los partidos profesionales, los que reproducen el poder.
» Neopopulismo. Puede tener una mala prensa en círculos académicos, pero ha resultado ser altamente exitosa en la política real. Los líderes, discursos y organizaciones calificadas como populistas, han resultado ser altamente exitosas en competencias electorales, reproduciendo exitosamente el poder en los procesos electorales en los cuales participan.
» Restricción de derechos políticos y libertades civiles. Una vez que una organización política, de derecha o izquierda se vuelve políticamente exitosa y toma el control gubernamental, en el ejercicio del poder cambia su origen democrático y legitimidad electoral por medidas populistas, que en muchos casos tienden a restringir libertades civiles y derechos democráticos. Los que difieren con el poder o son críticos con ellos, son perseguidos políticamente.
» Otro fenómeno no mencionado, es que los gobiernos neopopulistas en el ejercicio del poder, inician procesos de reforma estructural en el Estado, proceden a cambiar las reglas del juego democrático, generan reformas constitucionales y legales que tienden a la reproducción indefinida del poder, a limitar los derechos de los disidentes, o críticos con el gobierno. Las reformas estructurales y legales también permiten el fortalecimiento del aparato estatal. La consecuencia de ello es más Estado, menos ciudadanía.
» La crisis o la severidad de la crisis democrática depende del punto de vista que se adopte en el análisis. Se puede aplicar el ejemplo del vaso de agua cuyo contenido está a la mitad. Hay quienes ven y argumentan que el vaso está casi vacío y otros sostienen que el vaso está casi lleno. La democracia para los liderazgos y organizaciones políticas que ganan elecciones,
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conservan y reproducen el poder, la democracia está más vigorosa que nunca. La participación social que les da la victoria legitima esta visión. El pueblo apoya en las urnas el discurso de renovación de la política, lo cual da pie para encarar reformas legales y estructurales en el Estado, que tienden a la reproducción del poder de los detentadores del poder político. Al mismo tiempo reducen las posibilidades de la alternancia, crítica, disidencia y renovación del poder por otras fuerzas políticas. Para ello, en las últimas décadas, los gobiernos populistas y exitosos electoralmente recurren a la justicia como mecanismo para limitar o perseguir a adversarios políticos. En este sentido, la institución de la justicia, subordinada al poder político, sustituye a los tradicionales actores políticos y fuerzas represivas que en el pasado protagonizaban la política, generando la polarización entre dictadura y democracia. Sustituyéndola, como se anotaba anteriormente, por la contradicción gobiernos autoritarios de izquierda o derecha. En el caso de Bolivia de gobiernos de origen democrático, con tendencias autoritarias. El ciudadano, en tanto apoye a ofertas populistas exitosas, también apoyará las medidas que adopte el gobierno o líderes populistas. Su percepción será que la democracia funciona bien porque el gobierno y las decisiones son a favor de la mayoría del pueblo. En sentido inverso, los ciudadanos que pierdan las elecciones serán críticos con el gobierno y sujetos de persecución política, por tanto, serán quienes argumentarán que la democracia está en crisis.
» Cabe hacer una diferencia en el concepto de ciudadanía, la relación y pertenencia con movimientos sociales. Los ciudadanos de zonas urbanas reivindican derechos civiles y humanos, y pertenencia a diversos grupos políticos o de activismo por causas eco-ambientales, de igualdad de género, contra la violencia y trata de personas, etcétera. Raramente forman parte o reivindican pertenencia a movimientos sociales, sindicatos, etcétera. Los ciudadanos de zonas rurales, en general no reivindican derechos civiles sino derechos de inclusión, demandas insatisfechas, salud, educación, bonos, subsidios, etcétera. También pertenencia a movimientos sociales, sindicatos agrarios, altos niveles de movilización. Ciudadanos de zonas periféricas, de las grandes ciudades y ciudades intermedias, reivindican ambas identidades y comportamientos sociales.
» Desencanto ciudadano con la democracia. Si bien existe una tendencia hacia el desencanto de la democracia, este es selectivo. También depende de la ubicación territorial, pertenencia a movimientos sociales o grupos de activistas, simpatía o afiliación a organizaciones políticas. De acuerdo a la identidad territorial y política, simpatía y afiliación política, se manifiestan expresiones de desencanto o apoyo al modelo democrático. También se debe señalar que el concepto de modelo, organización y funcionamiento de democracia es difuso. La idea más difundida y asimilada de democracia es de competencia electoral, luego de defensa de derechos civiles y humanos, finalmente, de democracia social y económica. Por tanto, la democracia es participación y competencia electoral. Mientras mayor número de electores y menos ausentismo exista en un proceso electoral, será un parámetro para afirmar que la participación ciudadana es sinónimo de apoyo a la democracia. Dependiendo de la afiliación política y cuán exitosos sean los ciudadanos y organizaciones políticas en la contienda electoral, el entusiasmo por la democracia es mayor y menor el desencanto. La ubicación territorial de la ciudadanía y la pertenencia o no a movimientos sociales que reivindican inclusión social, redistribución de la riqueza y participación, tanto en la administración del Estado como en la redistribución de bienes o beneficios que realiza el Estado, también influye en el optimismo o desencanto con la democracia. Los ciudadanos de zonas rurales que pertenecen a movimientos sociales, que son exitosos electoralmente y participan de la administración del Estado en cualquiera de sus tres niveles de gobierno (nacional, departamental o municipal), tendencialmente no exhiben desencanto con la democracia, más bien reivindican apoyo y conformidad.
» ¿Diferentes modos de organizar la democracia? Mayor participación ciudadana tanto en procesos electorales, como en las instituciones, procesos políticos, referéndum, etcétera, expresan conformidad con la democracia. Caso Bolivia, la democracia formal o procedimental, procesos electorales, es sustituida por una democracia participativa: referéndums 2016, referéndum por el gas, conformación de Asamblea Constituyente 2006, reforma constitucional 2009, expresa conformidad con la democracia. La consideran incluyente y participativa.
» ¿Mayor participación, mayor deliberación e igualdad política y social favorece un mayor apoyo a la democracia? Existen datos que confirman la existencia de una mayor participación en procesos electorales, movilización por demandas, mayor interés por los temas de la política; los medios de comunicación han ampliado su cobertura noticiosa de la actividad política, las redes sociales y las nuevas tecnologías han revolucionado la política, es decir, permiten una mayor participación en el debate, crítica, sátira, ironía, burla, denuncia. Esto conlleva a una ampliación ilimitada de la participación por edades, género, territorio, horarios y todo tipo de activismo. Adicionalmente, las redes y medios de comunicación han completado el proceso de globalización de la información y de la politización de las sociedades. Si hay elecciones en USA, la sociedad política boliviana, o una parte de ella, está pendiente y atenta a los resultados electorales. Lo mismo ocurre con todo tipo de temas “políticos”, lo que ocurre en cualquier lugar del planeta repercute en Bolivia. Golpes de Estado, corrupción, elecciones, muerte, catástrofes o políticas públicas respecto del medio ambiente y el planeta, ocupan el tiempo de las personas, las entretiene, les da la oportunidad del comentario e intercambio de opiniones. A pesar de que el mundo puede estar convulsionado, toda la información que circula contribuye a valorar las instituciones y procesos políticos propios. Para bien o para mal. Si hay elecciones en otros países, generan expectativas para también realizar elecciones propias; si hay corrupción, terrorismo, se genera un rechazo a ese tipo de manifestaciones políticas. En consecuencia, se estimula la participación, el debate y la circulación de información, lo cual contribuye a valorar la institucionalidad democrática. En última instancia, la información, redes y medios, contribuyen y se constituyen en un freno a los brotes autoritarios, y tal vez ayudan a fortalecer la democracia. Lo que parece no necesitar confirmación es que la circulación de información incrementa la participación y esta a su vez retroalimenta la democracia y cierra las puertas a brotes autoritarios. Lo anterior describe adecuadamente lo que ocurre en Bolivia. A pesar de las tendencias de gobiernos y políticas para fortalecer el aparato estatal y su capacidad de intervenir y regular a la sociedad, esta ha desarrollado amplias formas de participación ciudadana a través de las nuevas tecnologías, medios de comunicación y redes sociales. Las grandes redes de comunicación o carteles mediáticos, conviven y compiten con microempresas comunicacionales: periódicos, semanarios, TV, radio, grupos WhatsApp, Twitter. En suma, esto ha llevado a un incremento exponencial de los espacios de participación ciudadana. Sobre todo, ha involucrado a las clases medias urbanas, de las ciudades grandes, intermedias y pequeñas, cambiando los modos de participación política. Las movilizaciones, reuniones, caminatas, marchas, mítines, bloqueos, continúan siendo instrumentos de participación social y ciudadana, pero se han vuelto costosos y dificultosos de realizar. En cambio, las redes y medios de comunicación propician la participación y circulación de opinión, con mayor comodidad, oportunidad, brevedad y espontaneidad.
» ¿La mayor participación ayuda a manejar mejor las crisis, mejor que las instituciones de las llamadas democracias formales? No necesariamente una mayor participación contribuye a un mejor manejo de las diversas crisis. Una mayor participación viene de la mano de una mayor inexperiencia en el manejo de los asuntos públicos. No toda la información que reciben o comparten es completa o cierta, tampoco tienen la preparación y conocimiento para des-
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agregar la información y relacionarla con el contexto y con la historia. Pero la participación en los problemas de la sociedad les permite desarrollar empatía con los problemas y anima a ser tolerantes. La empatía y tolerancia con la situación se tensiona y disminuye cuando los gobiernos o nuevos liderazgos no logran resolver los problemas o crisis y, a pesar de que hay participación, información, nuevos actores, las políticas públicas siguen repitiéndose en sus peores aspectos, ineficiencia, ineficacia para resolver los problemas, corrupción, despilfarro. En este último aspecto o tramo del desarrollo de las percepciones sociales, puede sobrevenir el desencanto con la democracia. Pero mientras estemos en el momento de la euforia de la participación, más que desencanto hay aprobación y entusiasmo por la democracia.
» Otro elemento o proceso político que contribuye a mantener los niveles de tolerancia con la democracia es que los gobiernos u organizaciones políticas que detentan el poder, en el marco del desarrollo de su gestión de la crisis inducen y dirigen la atención social produciendo procesos de reforma estructural del Estado, bajo la lógica de que reformando el Estado, la Constitución y la normativa específica, será el primer paso para la transformación de la sociedad y de resolución de los diversos conflictos y problemas sociales. Los procesos de reforma estructural pueden iniciarse con demandas y movilizaciones de activistas u organizaciones de la sociedad civil que colocan los temas en la agenda política y mediática; cuando los problemas o demandas son de dominio público o se han politizado, algunos gobiernos toman el tema y lo estatizan, es decir, intentan convertirlo en una política pública de reforma estructural. Se vuelven promotores de reformas estructurales, con lo que desactivan el problema, cambian la imagen y posición del gobierno respecto del problema. Por la disponibilidad de recursos estatales: información, medios de comunicación, medios de coacción, inician un largo proceso de reformas estatales, precautelando el cumplimiento de procedimientos legales. Los efectos políticos suelen ser que la sociedad que demanda solución a las crisis, termina por aceptar que la solución pasa por reformas constitucionales, elecciones, referéndums, en definitiva, por una participación social controlada, tolerante y programada de acuerdo con los plazos legales. Esto, de alguna manera desactiva los problemas o difiere la conflictividad. La sociedad ingresa en el proceso de reformas estructurales y el gobierno se convierte, además, en el abanderado de las reformas. Generalmente, la reforma, como proceso, demanda varios años de gestión del conflicto, recursos adicionales no contemplados en el presupuesto del Estado, mucho debate y energía social, así como tiempo político, dependiendo de lo que establece la Constitución. Las reformas estructurales suelen demandar mucho tiempo para la planificación, organización, varios procesos electorales de convocatoria a los ámbitos de debate, legislación y aprobación de las reformas.
» ¿Qué pueden hacer los académicos para incidir en los procesos sociales y políticos para elevar los niveles de democracia? Un adecuado seguimiento de los procesos sociales y políticos, de acuerdo con el contexto social y político del cual forma parte. Participar en grupos de reflexión y debate, académicos, en redes sociales, con el objetivo de estar actualizado, compartir información, escuchar otros puntos de vista. Generar opinión pública. Asesorar, aconsejar a líderes políticos u organizaciones políticas. Por último, intervenir en los procesos políticos como activista o candidato.
TABLA 8: Procesos electorales, políticos y situación
LEGAL E INSTITUCIONAL: CASO BOLIVIA 2002-2020
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REFERENCIAS
B
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Sentencia Constitucional Plurinacional Bolivia, 0084/2017 (Constitucional 28 de noviembre de 2017).
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INTRODUCCIÓN
Vivimos en un período de recesión democrática en el mundo. Entre 1974, cuando comenzó lo que Huntington (1991) llamó la “tercera ola” de democratización, y principios de la década de 2000, el número de democracias en el mundo se expandió. Según Freedom House, este periodo de tres décadas estuvo marcado por una expansión significativa de los derechos políticos y las libertades civiles. Esta expansión se detuvo a principios de la década de 2000 y dio paso a una reversión moderada. Desde entonces, las democracias consolidadas y en consolidación han retrocedido, y los países autoritarios se han vuelto aún menos libres y democráticos. Las democracias se han vuelto menos liberales, y las autocracias, más represivas (Lührmann et.al., 2018; Mechkova et.al., 2017; Diamond, 2015).
Las “olas de democratización” son procesos caracterizados por la transición de regímenes políticos autoritarios a regímenes democráticos. El término “ola de democratización” se hizo famoso gracias al artículo de Huntington (1991). Según él, la primera ola comenzó en la década de 1820 y duró hasta la década de 1920, cuando la llegada de Mussolini al poder en Italia marcó la primera “ola inversa”. La victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, en la década de 1940, sería el inicio de la segunda ola de democratización, que continuaría hasta la década de 1960, cuando comenzaría la segunda ola inversa. La tercera ola de democratización, que comenzó en 1974, parece haber llegado a su fin alrededor de la década de 2000.
La referencia a las “olas” de democratización, así como a las “olas inversas”, ayudan a comprender la trayectoria de la democracia en Brasil. Sin embargo, los procesos globales de democratización o autoritarismo no implican uniformidad para todos los países. En 1964, un golpe llevó a la creación de una dictadura militar que gobernó el país durante veinte años. En 1985, Brasil tuvo su primer presidente civil desde 1960. En 1988, se instituyó una nueva Constitución, conocida como la “Constitución Ciudadana”. A partir de entonces, el país experimentó su mayor período de expansión democrática. Se han establecido los derechos políticos, sociales y civiles. Los gobiernos fueron seleccionados mediante elecciones regulares y libres y cuyos resultados no fueron cuestionados. Desde la década de 1980, casi toda la población adulta ha podido alistarse y votar sin restricciones. Sin embargo, los cambios en la competencia política brasileña se han hecho notorios desde los años 2010.
En 2013, grandes manifestaciones tomaron las calles de varias ciudades en demanda difusa por mejores servicios públicos. En 2014, estas manifestaciones continuaron y ganaron cierto grado de oposición al Partido de los Trabajadores (PT), de la entonces presidenta Dilma Rousseff. En ese mismo año, la Operación Lava Jato desveló uno de los mayores escándalos de corrupción del país. La caída del PIB, la crisis económica, las denuncias de corrupción y las manifestaciones callejeras fueron algunos de los factores que polarizaron especialmente las elecciones de 2014. Dilma Rousseff fue reelegida en una ajustada victoria contra el candidato opositor Aécio Neves (PSDB), quien cuestionó públicamente la transparencia de los resultados electorales. El conjunto de factores antes mencionados, sumados a la incapacidad del gobierno federal para responder a ellos, así como el temor a la detención de políticos, llevaron a la destitución de Rousseff en 2016. La secuencia de denuncias impulsada por Lava Jato en investigaciones que luego habrían cuestionado parte de su legitimidad, fue lo que llevó a la condena y el encarcelamiento del expresidente Lula, el mayor líder de izquierda del país. Lula fue arrestado en abril de 2018. En octubre de 2018, Jair Bolsonaro fue elegido presidente. Bolsonaro obtuvo el 55,1 % de los votos válidos en la 2a vuelta frente al 44,9 % del candidato Fernando Haddad, del PT. La campaña electoral de 2018 fue la más polarizada desde la redemocratización. En septiembre, un mes antes de la 1a vuelta, Bolsonaro sufrió un intento de
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asesinato, siendo apuñalado en el abdomen mientras participaba en un acto electoral en la ciudad de Juiz de Fora (MG)1.El candidato se sometió a varias cirugías y se alejó de la campaña, mientras tanto su recuperación recibió una gran atención mediática.
Durante la campaña, Bolsonaro dio continuas muestras antidemocráticas y antiliberales. Aún candidato, afirmó que no reconocería la derrota si no fuera elegido2 . Su hijo, el diputado federal Eduardo Bolsonaro, declaró públicamente que un cabo y un soldado bastarían para cerrar el Supremo Tribunal Federal (STF). Hablando desde una pantalla grande a los manifestantes durante la 1a ronda, Bolsonaro dijo que “borraría del mapa a los bandidos rojos de Brasil”, refiriéndose a la izquierda; y siguió diciendo, “o salen o van a la cárcel”3 . Estos son solo algunos ejemplos.
Una vez electo presidente, Bolsonaro mantuvo una tendencia autoritaria, movilizando su base electoral contra las instituciones. Su comportamiento fue una lucha constante contra el establishment político y los medios de comunicación independientes. En octubre de 2019, el diputado Eduardo Bolsonaro afirmó, en una entrevista con una periodista en YouTube, que si la izquierda brasileña se radicaliza, una respuesta podría ser “a través de un nuevo AI-5”4 . El Ato Institucional No. 5 (AI-5) fue un decreto utilizado por la dictadura militar brasileña en 1968 que suspendió las garantías constitucionales. En abril de 2020, el presidente Bolsonaro estuvo en un acto que pedía por una intervención militar y el regreso del AI-55. Antes del discurso del presidente, los manifestantes gritaron consignas pidiendo el cierre del Congreso y del STF. Un mes después, en mayo, participó en manifestaciones que pedían el cierre del STF y la intervención militar6 En el mismo mes, participó en otra manifestación, en la que, una vez más, los manifestantes pidieron la intervención militar y el cierre del STF. Las demostraciones autoritarias de Bolsonaro se volvieron más moderadas después de junio de 2020, cuando la policía arrestó a un ex asesor de Flávio Bolsonaro (Republicanos-RJ), su hijo mayor. El ex asesor fue acusado de los delitos de peculado, blanqueo de capitales, malversación de fondos públicos y organización delictiva. La posibilidad de que su hijo estuviera involucrado en las denuncias hizo que Bolsonaro moderara sus acciones y discursos.
En este capítulo adoptamos una concepción poliárquica de la democracia (Dahl, 1971). En este sentido, las democracias serían sistemas políticos con un alto grado de participación y competencia política. La definición poliárquica, así como las definiciones minimalistas y procedimentales comunes en la ciencia política (p. ej., Przeworski, 1999), enfatizan la dimensión electoral del fenómeno político. Sin embargo, reconocemos que dimensiones importantes como las desigualdades sociales y raciales, que aún son constitutivas de la estructura social brasileña, pueden tener un impacto decisivo en la democracia del país.
Creemos que la campaña electoral para la presidencia en 2018 y el gobierno de Jair Bolsonaro representaron un revés para la democracia brasileña. Los ejemplos citados anteriormente corroboran esta observación. Sin embargo, el proceso de regresión democrática en Brasil es anterior a 2018. ¿Qué caracterizó la regresión democrática anterior a 2018? ¿Qué hizo
1 “Facada golpeó el intestino de Jair Bolsonaro y el candidato es operado en Minas” (O Globo , 21/06/21).
2 “Bolsonaro dice: ‘No acepto resultados electorales distintos de los míos’” (G1, 28/09/2018).
3 “Bolsonaro a millones en euforia: ‘Borremos a los bandidos rojos del mapa’” (El País, 22/10/2018).
4 “Eduardo Bolsonaro dice que si se deja radicalizar, la respuesta puede ser ‘un nuevo AI-5’” (Folha de S. Paulo, 31/10/2019)
5 “Políticos y ministros desaprueban la adhesión de Bolsonaro a un acto antidemocrático” (UOL, 19/04/2020).
6 “Bolsonaro una vez más apoya un acto antidemocrático contra el STF y el Congreso, en Brasilia” (G1, 03/05/2020).
posible la elección de Jair Bolsonaro? ¿Existe un “desencanto democrático” en Brasil, entendido como desprecio o rechazo de la población a la democracia? ¿La democracia brasileña estaría limitada por la estructura social del país? Este texto tiene como objetivo contribuir a dar respuesta a estas preguntas. A pesar de la difícil situación que atraviesa la democracia brasileña, creemos que las evidencias aquí presentadas ofrecen motivos de esperanza. Este capítulo se divide en cuatro partes, además de esta introducción. En la segunda parte se esboza la dinámica de la competencia política nacional post-2010, con el fin de esclarecer la coyuntura que hizo posible la elección de Bolsonaro en 2018 y cuáles fueron los fenómenos que caracterizaron el retroceso democrático desde 2014. La tercera sección se basa en un análisis de encuestas sobre el apoyo a la democracia en Brasil. Se utilizaron datos de LAPOP, Latinobarómetro y Datafolha. En la cuarta sección, presentamos consideraciones sobre el racismo y la violencia en Brasil, y cómo estos fenómenos podrían limitar la democracia en el país. La quinta sección concluye el capítulo y presenta, de manera sucinta, algunas sugerencias para enfrentar el revés democrático brasileño.
COMPETENCIA Y PARTICIPACIÓN POLÍTICA EN BRASIL DESPUÉS DE 2010
Después de la promulgación de la Constitución de 1988, Brasil vivió un período de fuerte estabilidad democrática. Este período estuvo marcado por la expansión de los derechos, la creación de instituciones de fiscalización y control y por una relativa estabilidad política y partidaria. La dinámica de los partidos políticos se basó en una competencia electoral liderada por dos partidos, el Partido de los Trabajadores (PT) y el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB).
El PT fue creado en 1980, en la ciudad de São Paulo, a partir de la unión de sindicalistas, comunidades eclesiales de base y grupos progresistas vinculados a la Iglesia Católica, intelectuales y, finalmente, militantes de la izquierda brasileña que lucharon contra la dictadura, incluyendo grupos que se adhirieron a la lucha armada. El PT es el partido brasileño que tiene los índices más altos de identificación partidaria, en un país donde dicha identidad tiene niveles comparativamente bajos. En términos electorales, el PT es, en muchos sentidos, el partido político brasileño más exitoso, habiendo ganado las elecciones presidenciales en 2002, 2006, 2010 y 2014, además de haber estado en la segunda vuelta en 1989 y 2018.
El PSDB fue creado por una división paulista del MDB y sus líderes tenían afinidades históricas y de valores con la izquierda brasileña. Fernando Henrique Cardoso (FHC), principal líder tucano7, fue elegido presidente en 1994 gracias al éxito del Plan Real (plan de ajuste económico) y, posteriormente, fue reelegido en 1998. Entre 1994 y 2014, el PT y el PSDB alternaron al frente de la jefatura del ejecutivo federal. Este bipartidismo federal estructuró e hizo inteligible la disputa política nacional (Limongi y Cortez, 2010). Los otros partidos actuaron como miembros de coaliciones lideradas por PT (centro-izquierda) o PSDB (centro-derecha).
En 2002, el candidato del PT, Luis Inácio Lula da Silva, fue elegido presidente. Lula, líder sindical y mayor figura electoral del partido, sería reelegido en 2006. En 2010, el PT volvió a salir victorioso, eligiendo a Dilma Rousseff quien, en 2014, fue reelegida. Entre 2002 y 2014, los enfrentamientos entre los gobiernos liderados por el PT y la oposición fueron duros, pero dentro de los límites del juego democrático.
7 A los políticos y simpatizantes del PSDB se les llama “tucanes”, en alusión al ave encontrada en Brasil y utilizada como símbolo del partido.
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La elección de Lula, en 2006, fue una respuesta al colapso de la segunda “ola neoliberal”, a finales de la década de 1990 en Brasil y principios de 2000 en Argentina, apoyando lo que en América Latina se llamó “ola rosa”8, con el auge de los gobiernos de centro izquierda.
Todos los indicadores confluyen en la creación de un estado de optimismo que no solo se observaba en lo económico, sino que se traducía también en el apoyo a los gobiernos y al sistema democrático, fenómeno que irá a extenderse inclusive tras la crisis de 2008, que por políticas anticíclicas tuvo un impacto social menor en la región, que dio más aliento sistémico.
De hecho, en este nuevo escenario, aunque la economía parecía estar en el camino correcto, la disputa política se convirtió en el otorgamiento de derechos sociales, con lo que no todos estaban dispuestos a consentir. Así, registramos oposición a programas de transferencia de ingresos como Bolsa Familia, a niveles étnicos de ingreso a universidades públicas, al ingreso de sectores desposeídos a universidades privadas a través de exenciones tributarias e incluso el otorgamiento de derechos civiles más equitativos a diferentes grupos.
Cuando Lula abandona la presidencia registra índices de popularidad de 85 % y ha dejado atrás su primer escándalo de corrupción.
El descontento político creció al mismo tiempo que las dificultades económicas se hicieron sentir, por un agotamiento parcial del modelo escogido, que ya había hecho colapsar al modelo desarrollista que lo precedió y que su sucedáneo tampoco consiguió enfrentar adecuadamente.
Si bien se produjeron transformaciones, persistieron viejos vicios estructurales, tanto económica como políticamente, como forma de gestión del poder, que paulatinamente sirvió a los desplazados para derrocar al régimen y retomar las riendas. Entre 2013 y 2016, Brasil fue testigo de manifestaciones callejeras masivas. En 2013, estas manifestaciones comenzaron como protestas contra el aumento de las tarifas de los autobuses. El carácter de las protestas fue ambiguo, pero adquirieron proporciones nacionales. En 2014 continuaron las manifestaciones callejeras, pero pasaron a tener un carácter cada vez más anti-PT, de la entonces presidenta Dilma Rousseff, y anticorrupción.
El orden político construido después de la Constitución de 1988 fortaleció los mecanismos de control y lucha contra la corrupción. El Ministerio Público, Policía Federal, Tribunal de Cuentas de la Unión, Contraloría General de la Unión, todas estas instituciones se fortalecieron y obtuvieron autonomía durante los gobiernos del PSDB y PT. La corrupción, al ser monitoreada más de cerca, se hizo más explícita, más visible y más investigada por los medios de comunicación (aunque no necesariamente más frecuente).
Las manifestaciones callejeras de 2013-16 impulsaron la creación de la Operación Lava Jato (OLJ), una de las operaciones anticorrupción más grandes de Brasil y, quizás, del mundo. La OLJ destapó un enorme esquema de corrupción vinculado al financiamiento ilegal de campañas de partidos políticos, que, al controlar juntas directivas en empresas estatales, ofrecía acceso a contratos públicos a cambio de dinero para las campañas.
La caída del PIB, la crisis económica, los informes de corrupción y las manifestaciones callejeras fueron algunos de los factores que polarizaron especialmente las elecciones de 2014. Dilma Rousseff fue reelegida en una ajustada victoria contra el candidato opositor
8 Término acuñado por investigadores de la Universidad de Nottingham para designar la serie de victorias electorales de izquierda experimentadas por la mayoría de los países latinoamericanos entre 1998 y 2006.
Aécio Neves (PSDB). El PSDB pidió al TSE una auditoría para verificar la integridad de la elección, actitud que violaba las reglas informales del juego (Avritzer, 2018). En 2016, la presidenta Dilma Rousseff fue sometida a un impeachment considerado ilegítimo por una parte de la opinión pública. El avance de Lava Jato llevó a Lula a convertirse en imputado en ocho casos y, como consecuencia de uno de ellos, fue condenado y encarcelado en abril de 2018. En este escenario, el choque entre las principales fuerzas políticas se ha distanciado del supuesto de la indulgencia mínima necesaria para la democracia.
El PT fue severamente afectado por la Operación Lava Jato (OLJ). Las denuncias de la OLJ llevaron a una fuerte polarización de la sociedad brasileña. Parte de la opinión pública consideró que la OLJ tendría un sesgo político anti-PT, siendo al final, una operación ilegítima. Diversas decisiones tomadas por el juez Sergio Moro, una de las figuras centrales de la OLJ, fueron cuestionadas y su imparcialidad puesta en cuestión9 En 2019, las conversaciones entre Moro y miembros del força-tarefa de Lava Jato (nombre del grupo de magistrados encargados de la operación) llevadas a cabo por Telegram y obtenidas ilegalmente por un hacker se hicieron públicas en varios medios de prensa brasileños10 . La transcripción de las conversaciones reveló que el entonces juez Moro ayudó a los fiscales a construir los casos, brindándoles consejos y sugiriendo pistas.
La OLJ fue decisiva para el clima político que llevó al impeachment de Dilma. La Operación Lava Jato impactó fuertemente la imagen del PT y, en menor medida, de otros partidos tradicionales brasileños. Además, hizo que los políticos temieran ser arrestados. El miedo de los políticos les impidió buscar una salida a la crisis y el impeachment fue la salida. Además, el descontento por la crisis económica y las manifestaciones en las calles contribuyeron a socavar la popularidad de Rousseff. En esta coyuntura, un nutrido grupo de parlamentarios apostaron por la deposición de la presidente y por la creación de un nuevo gobierno liderado por un político tradicional (el vicepresidente Michel Temer) que frenaría a la OLJ. El juicio político contribuyó aún más a la polarización de la sociedad.
En el ensayo How democracies Die, de Levitsky y Ziblatt (2018), una de las comprobaciones más interesantes es que el propio sistema genera las rendijas por donde es carcomido. En este caso concreto no deja de ser una paradoja observar que el Partido de los Trabajadores había luchado por imponer las leyes que luego se le volvían en su contra, como la Delación Premiada, el Acuerdo de Leniencia (Acuerdo de Lenidad) y el republicanismo institucional, que dejo intacto el corporativismo institucional, que sería aprovechado por la Operación Lava Jato, para instrumentalizar soluciones sui generis, fuera del rol constitucional, como la Prisión en Segunda Instancia, por ejemplo. Lo que no fue cuestionado por la sociedad civil, con poca cultura política.
Las denuncias de corrupción, la crisis económica, la desmoralización de la clase política (y, en particular, del PT) y la polarización de la sociedad contribuyeron a la tensa atmósfera de las elecciones de 2018. El actual presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, probablemente fue beneficiado por todos estos factores. Además de presentarse con un discurso fuerte, anti-PT y anti-establishment, supo crear una “agenda moral” y difundirla a través de las redes sociales. Bolsonaro supo encarnar el “orden” y la “decencia” frente a la corrupción de los políticos y del PT. Con muy pocos recursos para su campaña, pudo movilizar a activistas en las redes
9 En 2019, Moro se convirtió en ministro de Justicia y Seguridad Pública del gobierno de Bolsonaro, cargo que ocupó hasta abril de 2020.
10 Las conversaciones fueron hechas públicas por el periodista Glenn Greenwald, creador de The Intercept.
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sociales y difundir mensajes a través de Whatsapp, Facebook y Twitter. Así, Bolsonaro fue elegido presidente en 2018 por el Partido Social Liberal (PSL), partido que, aunque poco conocido, eligió a una gran cantidad de diputados en 2018 gracias al éxito de Bolsonaro. Fue el fin de la alternancia entre el PT y el PSDB al frente del ejecutivo federal.
El índice de democracia electoral del V-Dem Institute, que intenta adoptar el concepto de poliarquía de Dahl (1971), revela un declive de la democracia en Brasil a partir de 2016 (ver gráfico 1)11 . El índice V-Dem se basa en encuestas con expertos y mide diferentes dimensiones de la democracia. La dimensión electoral, que se muestra en la figura siguiente, toma en cuenta la amplitud del sufragio, la libertad y la imparcialidad de las elecciones, la libertad de asociación y la libertad de expresión, entre otros. Cada uno de estos componentes, a su vez, se compone de otros subcomponentes (elecciones libres y justas, por ejemplo, dependen del grado de compra de votos, violencia electoral, intimidación de la oposición, etcétera) (Bizzarro y Coppedge, 2017).
GRÁFICO 1: Brasil (Índice de democracia electoral)
V-DEM
Otro indicador común para medir la democracia es Freedom House, que mide el grado de derechos políticos y libertades civiles en todo el mundo. Aunque la medición de Brasil no ha retrocedido (el país tiene nota dos en una escala de uno a siete, donde uno es más libre y siete es menos libre), en el informe de 2019 la institución manifiesta preocupación con la elección de Jair Bolsonaro y menciona la tensión y la violencia que marcaron la campaña electoral presidencial de 2018. Según el informe Freedom in the World, “[…] la retórica de
11 El área gris representa intervalos de confianza del 95 %.
Fuente:
Bolsonaro estaba impregnada de desdén por los principios democráticos y las promesas agresivas de acabar con la corrupción y los delitos violentos, que resonaron en un electorado profundamente frustrado” (Freedom House, 2019)12
En resumen, el cuestionamiento de Aécio Neves (PSDB) sobre la integridad electoral de 2014 marcó una ruptura con las reglas informales del juego democrático. El impeachment de Rousseff, a pesar de haber seguido los procedimientos legales, fue considerado ilegítimo por parte de la opinión pública. La parcialidad de los integrantes de Lava Jato, del juez Sergio Moro y parte de la cúpula militar en actuar contra el PT desequilibró la competencia política nacional. Este sesgo perjudicó el desempeño del candidato del PT en 2018, y, al menos indirectamente, benefició a Bolsonaro. Las elecciones presidenciales de 2018 estuvieron marcadas por una feroz polarización, violencia y manifestaciones autoritarias de Bolsonaro, quien salió victorioso de la contienda electoral.
EVIDENCIA DE ENCUESTAS SOBRE APOYO A LA DEMOCRACIA EN BRASIL
Para verificar la percepción de la población brasileña sobre la democracia en el país, utilizamos datos del Barómetro de las Américas, vinculado al Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP) de la Universidad de Vanderbilt en Estados Unidos. También presentamos datos del instituto Datafolha de Brasil y Latinobarómetro de Chile.
Empezamos analizando la creencia de que la democracia es la mejor forma de gobierno. Es importante señalar que los tres institutos miden esta creencia con diferentes preguntas. La pregunta de la encuesta de LAPOP es: “La democracia tiene algunos problemas, pero es mejor que cualquier otra forma de gobierno. ¿Hasta qué punto estás de acuerdo o en desacuerdo?” Los encuestados se enfrentan a una escala del uno al siete, donde uno significa muy en desacuerdo y siete, muy de acuerdo Consideramos que concuerdan con la afirmación los encuestados cuya respuesta varió entre cinco y siete.
Latinobarómetro plantea dos preguntas para este punto. A una de ellas, el instituto la denomina “churchiliana” y está formulada de manera similar a la de LAPOP. La formulación es la siguiente: “¿Está Ud. Muy de acuerdo; de acuerdo; en desacuerdo; o muy en desacuerdo con las siguientes afirmaciones? La democracia puede tener problemas, pero es el mejor sistema de gobierno. Consideramos que están de acuerdo con la afirmación los encuestados que dijeron estar muy de acuerdo o de acuerdo con la afirmación. Dada la similitud entre las dos preguntas, optamos por presentar el resultado de ambas (LAPOP y Latinobarómetro “churchiliano”) en el gráfico 2, a continuación.
12 Disponible en: https://freedomhouse.org/sites/default/files/2020-02/Feb2019_FH_FITW_2019_Report_ ForWeb-compressed.pdf
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GRÁFICO 2: La democracia tiene problemas, pero es la mejor forma de gobierno
Fuente: LAPOP / Latinobarómetro
El gráfico 2 muestra que existe una convergencia considerable entre los datos de LAPOP y los del Latinobarómetro “churchiliano”. En el caso de LAPOP, en 2008, el 67 % de los brasileños consideraba que la democracia era mejor que otras formas de gobierno. En 2010, este porcentaje se elevó al 71,5 %, pero descendió desde 2012 y, en 2017, alcanzó el 52,4 %. En 2019 volvió a crecer y alcanzó el 60 %. En el caso del Latinobarómetro “churchiliano”, el primer dato se refiere al 2002, año en el cual el 70 % de los brasileños consideraba la democracia como el mejor sistema de gobierno. Este porcentaje se mantuvo más o menos estable hasta 2005 y, a partir de entonces, comienza a crecer, alcanzando un pico del 82 % en 2008. Este nivel fluctúa poco hasta 2013; entonces comienza una fuerte caída que culmina en 2018, cuando el 56 % de los brasileños consideraba que la democracia era el mejor sistema de gobierno.
La pregunta de Datafolha, a su vez, es la siguiente: “¿Con cuáles de las siguientes afirmaciones estás más de acuerdo? La democracia siempre es mejor que cualquier otra forma de gobierno; en determinadas circunstancias, una dictadura es mejor que un régimen democrático; no importa si el gobierno es una democracia o una dictadura”. Esta pregunta es muy similar a otra realizada por Latinobarómetro, cuya formulación es: “¿Con cuál de las siguientes frases está Ud. más de acuerdo? La democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno. En algunas circunstancias, un gobierno autoritario puede ser preferible a uno democrático. A la gente como uno, nos da lo mismo un régimen democrático que uno no democrático”. Con base en el planteamiento del gráfico 3, presentamos los resultados obtenidos por Datafolha y los de la segunda pregunta de Latinobarómetro, que llamamos ‘Latinobarómetro 2’.
GRÁFICO 3: La democracia es la mejor forma de gobierno
Fuente: LAPOP / Latinobarómetro
El instituto Datafolha tiene la más grande serie histórica entre los tres13 . En 1989, el 54 % de los brasileños estuvo de acuerdo en que la democracia siempre sería mejor que otras formas de gobierno. A lo largo de la década de 1990, el apoyo a la democracia fluctúa, pero se mantiene estable. En la década de 2000, comenzó a crecer y alcanzó el 66 % en 2014. A partir de entonces, hubo una caída en el porcentaje de apoyo a la democracia, que, en 2017, alcanzó el 56 %. Sin embargo, a partir de 2018, el apoyo a la democracia vuelve a subir y, en junio de 2020, alcanza el 75 %, el nivel más alto de la serie histórica. Nótese que existe cierta convergencia entre los dos institutos en el gráfico 3. En el caso del Latinobarómetro 2, hay una acentuada caída en el apoyo a la democracia, que, del 50 % en 1996, pasa al 30 % en 2001. A partir de entonces, el instituto registra un aumento del apoyo a la democracia, aunque con fluctuaciones. Este crecimiento se interrumpe en 2015; a partir de entonces, Latinobarómetro 2 registra una fuerte caída en el apoyo a la democracia. La serie histórica finaliza en 2018, registrando que solo el 34 % consideraba que la democracia era preferible a cualquier otra forma de gobierno.
13 Los datos de Datafolha se pueden encontrar aquí: http://media.folha.uol.com.br/datafolha/2020/06/29/ ae4ce42b1f209589158cb991d1123b8cdd.pdf (consultado por última vez el 27 de febrero de 2021).
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Por varias razones, las conclusiones que podemos extraer de los datos anteriores son limitadas. Las series históricas de LAPOP y del Latinobarómetro “churchiliano” son pequeñas. Las preguntas de los tres institutos no se formulan de la misma manera. Existen diferencias en la metodología de investigación aplicadas por cada uno de los institutos. Solo Datafolha tiene datos para 2020. A pesar de todas estas consideraciones, es posible establecer algunas conclusiones. El apoyo a la democracia ha crecido en Brasil durante la década de 2000. Dicho apoyo se ha estabilizado a partir de 2008 y presenta poca fluctuación en los años siguientes. En algún momento entre 2012 y 2015, el apoyo comienza a disminuir, alcanzando un nivel de 52 % para LAPOP en 2017; 56 % para Datafolha también en 2017; 56 % para el Latinobarómetro “churchiliano” en 2018; y 34 % para Latinobarómetro 2 en el mismo año. Son los niveles más bajos desde principios de la década de 2000. Sin embargo, el apoyo a la democracia crece para LAPOP en 2019, alcanzando el 60 %, y también para Datafolha en 2020, alcanzando el 75 %. Al momento de escribir este capítulo, los últimos datos de Latinobarómetro para Brasil corresponden a 2018. No sabemos si el instituto chileno encontrará una tendencia similar. En cualquier caso, parece plausible suponer que los años 2017/2018 marcaron el inicio de un nuevo crecimiento en apoyo a la democracia en Brasil. También se observa que existe una convergencia considerable entre los institutos, aunque la variación entre ellos en algunos años es superior al 20 %. El gráfico 4, presentada a continuación, tiene como base las encuestas de LAPOP y Latinobarómetro y muestra el nivel de satisfacción de los brasileños con el funcionamiento de la democracia en Brasil. Las preguntas de ambos institutos son idénticas: “¿Está usted muy satisfecho, satisfecho, insatisfecho o muy insatisfecho con el funcionamiento de la democracia en Brasil?”. El gráfico 4 muestra la suma de quienes respondieron que estaban satisfechos o muy satisfechos. Como siempre, los porcentajes de Latinobarómetro son inferiores a los de LAPOP. La serie histórica del instituto chileno comienza en 1995, cuando el 30 % de los brasileños se declara satisfecho con la democracia en el país. Este porcentaje se mantuvo relativamente estable hasta 2005. A partir de entonces, la satisfacción crece, alcanzando un pico del 49 % en 2010. En 2011 comienza a declinar y, en 2018, alcanza el 9 %, el nivel más bajo de la serie histórica. Los datos de LAPOP muestran un patrón similar. En 2008, el 61 % de los brasileños se declaró satisfecho con la democracia en el país. Este porcentaje aumentó y, en 2012, alcanzó el 66 %. Sin embargo, desde 2012, la satisfacción ha disminuido. En 2014, solo el 41,4 % se declaró satisfecho. En 2017, este porcentaje se redujo al 22,3 %. En 2019, subió al 42,1 %.
GRÁFICO 4: Satsifacción con el funcionamiento de la democracia en Brasil
(% que se dice satisfecho)
Fuente: LAPOP / Latinobarómetro
Las pruebas con regresiones logísticas que utilizan datos del LAPOP de 2019 muestran que la creencia de que la democracia es mejor que cualquier otra forma de gobierno se asocia positivamente con los ingresos, la escolaridad, la ideología (ser de derecha) y tener una religión. No se asocia con la raza y se asocia negativamente con ser mujer14 . En cuanto a la satisfacción con el funcionamiento de la democracia en Brasil, las pruebas revelan que la satisfacción se asocia positivamente con los ingresos y la ideología (cuanto más a la derecha, más satisfacción). Se asocia negativamente con ser mujer y con la escolaridad. Se puede destacar que, manteniendo los demás factores constantes, una mayor escolaridad se asocia a una mayor valoración de la democracia y, al mismo tiempo, a un mayor descontento con la democracia brasileña. Por otro lado, los ingresos se asocian positivamente para ambas creencias. También se observa que existe una asociación positiva entre ser de derecha y estar satisfecho con la democracia en Brasil, y también ser de derecha y considerar la democracia como la mejor forma de gobierno.
El gráfico 5, a continuación, muestra el grado de apoyo a un golpe militar ante mucha corrupción o cuando hay mucha delincuencia. Entre 2008 y 2019, el apoyo a un golpe fue siempre inferior al 50 %, pero fluctuó considerablemente en el período. En 2008, el porcentaje de apoyo a un golpe cuando había mucha delincuencia era del 46,6 % y cuando había mucha corrupción era del 40 %. Ambos porcentajes cayeron al 34 % en 2010. En 2012, aumenta-
14 La variable dependiente categórica se creó al colapsar los valores 5 a 7 de la pregunta de LAPOP “ing4” como 1, y de 1 a 4 como cero.
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ron al 36 %. En 2014, el apoyo a un golpe en caso de mucha corrupción alcanzó el 48 %. Es importante recordar que en el 2014 se inicia la Operación Lava Jato, cuyas investigaciones sobre esquemas de corrupción fueron ampliamente publicitadas por los medios de comunicación. El apoyo a un golpe en caso de mucha delincuencia alcanzó el 42 %. Después de 2014, el nivel de apoyo a golpes se redujo. En 2017, el apoyo a un golpe en caso de mucha corrupción fue del 34,6 %, y en el caso de mucha delincuencia del 37 %. En 2019, estos porcentajes fueron del 35,5 % y 37 %, respectivamente.
GRÁFICO 5: En su opinión, un golpe militar estaría justificado cuando
Fuente: LAPOP
El gráfico 6, a continuación, muestra el porcentaje de apoyo al cierre del Congreso. La encuesta de LAPOP hace la siguiente pregunta: “¿Cree Ud. que cuando el país atraviesa dificultades, se justifica que el Presidente de la República cierre el Congreso y gobierne sin el Congreso?” Cabe destacar que el grado de apoyo al cierre del Congreso creció levemente de 2012 a 2014, alcanzando el 21 %, y de 2017 a 2019, alcanzando el 22 %. Aun así, la tendencia para el período cubierto por LAPOP, de 2008 a 2019, es de estabilidad y pocas fluctuaciones. El apoyo para el cierre del Congreso nunca superó el 22 % de 2019.
GRÁFICO 6: ¿Cuando hay dificultades, es justificable que el Presidente CIERRE EL CONGRESO?
Fuente: LAPOP
Por lo tanto, en general se observa que los resultados de las encuestas de opinión pública sobre el apoyo a la democracia en Brasil convergen entre sí. Con respecto a la creencia de que la democracia es el mejor sistema de gobierno, existe una aparente divergencia debido a que la serie histórica de Latinobarómetro termina en caída, a diferencia de la de LAPOP y Datafolha, que terminan en ascenso. Esta discrepancia posiblemente se explique por el hecho de que no tenemos datos de Latinobarómetro para 2019 o 2020. En cualquier caso, nuestra valoración es que la creencia de que la democracia es el mejor sistema de gobierno alcanzó su nivel más bajo entre 2017 y 2018, pero ha vuelto a aumentar en 2019 y 2020.
En cuanto a la satisfacción con el funcionamiento de la democracia, ha habido una caída significativa desde principios de la década de 2010 y se acentúa tanto para LAPOP como para Latinobarómetro. Sin embargo, LAPOP registró un crecimiento en satisfacción en 2019, mientras que la serie Latinobarómetro finalizó en 2018. En cuanto al apoyo a golpes militares, hay una fluctuación notable, pero también una caída considerable en el apoyo a golpes después de 2014. Con respecto al cierre del Congreso, el apoyo es bajo y nunca superó el 23 %.
Es importante resaltar la dificultad de establecer la dirección de causalidad entre el apoyo a la democracia y el cambio de régimen. En otras palabras, es difícil identificar una relación causal entre la caída del apoyo a la democracia y la ruptura democrática. Incluso si ese fuera el caso, los indicadores de Brasil no sugieren, en nuestra opinión, un “desencanto” con la democracia en sí. Lo que presentan las encuestas analizadas parece explicarse por la historia reciente de Brasil. La década del 2000 estuvo marcada por el boom de las commodities (matérias primas), por la primera elección a la presidencia en la historia de Brasil de un partido orgánicamente vinculado a grupos populares, por el crecimiento económico, por la reducción del desempleo, entre otros factores. La situación comenzó a cambiar a principios de la década
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de 2010 y empeoró gravemente a partir de 2014, cuando la crisis económica, la crisis política y los escándalos de corrupción ampliamente cubiertos por los medios de comunicación se mezclaron. No es de extrañar que el apoyo a los golpes creciera en 2014; la satisfacción con la democracia brasileña ha caído; y la misma creencia en la democracia como un mejor sistema de gobierno también se ha visto afectada. Sin embargo, a partir de 2019, crecieron tanto el apoyo a la democracia como la satisfacción con la democracia brasileña.
Es razonable conjeturar que el creciente apoyo a la democracia está asociado precisamente a una percepción de amenaza derivada de la elección de Bolsonaro. En cualquier caso, el conjunto de evidencias presentadas no respalda la conjetura de que el apoyo a la democracia en Brasil está disminuyendo o que se encuentra en un nivel particularmente bajo. No hay nada que diga que existe un “desencanto” con la democracia que amenaza al propio sistema político. Si hay algún “desencanto democrático”, es el descontento –muchas veces difuso–de parte de la población y que se hace comprensible a partir de la historia reciente de Brasil.
LOS LÍMITES DE LA DEMOCRACIA ELECTORAL: RACISMO Y VIOLENCIA EN BRASIL
Si bien partimos aquí de una concepción minimalista de la democracia y, según las encuestas, no se percibe por parte de la sociedad un “desencanto” con la democracia que pueda poner en peligro el propio sistema político, no negamos que la democracia brasileña siempre ha convivido con una sociedad extremadamente desigual, violenta y racista. Y estas son dimensiones que, hasta cierto punto, pueden limitarla. Los altos niveles de desigualdad social y racial encontrados en Brasil distorsionan el Estado de derecho y ponen serios límites a su aplicación. Como señala O’Donnell (2002), hasta el mismo Schumpeter admitía que, para que exista la “libre competencia por el libre voto”, deben cumplirse ciertas condiciones externas al propio proceso electoral. Un alto grado de desigualdades podría minar estas condiciones. En esta sección, presentamos algunas consideraciones sobre el racismo y la violencia en Brasil.
La violencia no es un elemento reciente en la historia de Brasil, es parte de su formación socio-histórica. Cuando los portugueses llegaron a Brasil, la utilizaron como herramienta socializadora en la relación con los pueblos originarios y, posteriormente, en el secuestro de los pueblos negros trasladados del continente africano. Han pasado los años y la violencia permanece en la realidad brasileña, expresada de diversas formas, comprometiendo y amenazando la democracia.
La violencia que amenaza y debilita la democracia expone a una gran parte de la población brasileña, impidiéndole el pleno ejercicio de su ciudadanía. En este sentido, entendemos que la violencia está ligada a la estructura que organiza las relaciones sociales y necesita ser entendida desde sus condiciones concretas.
Hay una permanencia de la violencia que cambia según la situación histórica. Hoy en día, ella se presenta como una de las principales preocupaciones de la población, ya que afecta, de diferentes formas, a todas las clases y sectores sociales.
Fraga (2002) caracteriza la violencia como primaria o secundaria. La primaria, o natural, era la practicada en la lucha por la supervivencia, en un grado de desarrollo que no ofrecía otras opciones y posibilidades de acción y relación. Era una violencia estructural que encontró un cierto equilibrio en el orden de la vida. La violencia secundaria es la que configura la actualidad, es estructural y disgregadora.
Según Morais (1981), la violencia está intrínsecamente ligada a los procesos que originan la desigualdad social y sus formas de producción, resultantes de la organización social capitalista, en la cual lo importante es el lucro en detrimento de la vida humana.
Arendt (2009) demuestra que es necesario entender la violencia desde las brechas que dejó el pasado, sobre las cuales es posible entender el futuro. Para la autora, la violencia se entiende como una relación íntima con el poder, con la desintegración del poder dando lugar a la violencia. De esta manera, la violencia está vinculada a la incapacidad de acción de los gobernantes.
Queremos resaltar en las discusiones teóricas presentadas anteriormente los siguientes supuestos: la formación social de Brasil se llevó a cabo sobre bases violentas, por lo que es un elemento importante para comprender la estructura social; la violencia es un instrumento utilizado para el mantenimiento de privilegios y dominio de la clase que se encuentra en el poder; se alimenta de la desigualdad social y su permanencia está ligada al desinterés de los gobiernos por elaborar acciones e iniciativas decisivas para transformar esta realidad.
En este contexto, los procesos democráticos que resultan de la lucha de los movimientos sociales son débiles y revelan una lógica neoliberal que ataca a los derechos conquistados y que, en última instancia, podrían transformar la democracia en una mera formalidad, es decir, su definición liberal entendida como régimen de la ley y del orden para garantizar las libertades individuales. En este sentido, Chauí (2008) sostiene que la democracia no puede limitarse a la concepción de un régimen político, una forma de gobierno. Ella debe traspasar este límite impuesto por el liberalismo y convertirse en un proceso que involucre a toda la sociedad. En un escenario de formación social violenta, excluyente y de retrocesos de los derechos conquistados, se encuentran los pobres donde la mayoría es negra. Según Campello (2017), el 70 % de los pobres en Brasil son negros. Estos individuos han sido históricamente relegados a diversas expresiones de violencia: social, política, territorial, urbana, policial y racial. Luego de lo anterior, es importante resaltar que no es posible entender la formación social y económica de Brasil sin entender que se desarrolló a partir del racismo estructural. Para Almeida (2018), el racismo estructural no puede entenderse como un acto aislado o una continuidad de actos que sintetiza un evento circunscrito a acciones provenientes de las instituciones; es un proceso históricamente y políticamente legitimado por un grupo que tiene acceso a privilegios y arroja a otro grupo a la subordinación.
Según Santos (2020), el 79,9 % de la población brasileña tiene acceso a Internet, siendo los entornos virtuales, por su omnisciencia, el campo de acción perfecto para la práctica del racismo. El autor presenta datos importantes para entender el tema: primero, en 2019, Safernet Brasil recibió 8.337 denuncias de racismo en Internet. En segundo lugar, hay más delitos de racismo en línea que de tráfico de personas (509 denuncias), intolerancia religiosa (1.084 denuncias), maltrato animal (1.142 denuncias) y neo nazismo (4.244) combinados. En tercer lugar, todo esto ocurre a pesar de la existencia de una legislación reguladora de Internet, el llamado Marco Civil da Internet de 2014.
Ya sea en la realidad concreta o en el universo virtual, las bases que dan origen al racismo son las mismas e impactan perversamente al 54 % de la población brasileña, compuesta por negros. La situación de pobreza, la exposición a la violencia y al racismo que relega a una porción significativa de la población, deja en claro el fracaso del Estado brasileño en el cumplimiento de la Constitución Federal de 1988 que garantiza a todos los brasileños el acceso a los derechos por igual, fortaleciendo así la democracia y los procesos resultantes.
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Esta situación es aún más grave en lo que respecta al sistema de justicia y al sistema penitenciario. En Brasil, según datos del Departamento Nacional Penitenciario, somos un país con más de 700 mil presos, de los cuales cerca del 40 % son presos provisionales, sin juicio. Un país en el que el 64 % de los presos son afrodescendientes y alrededor del 60 % son analfabetos o semianalfabetos. La tasa de hacinamiento en las cárceles es aproximadamente del 197 %. Faltan casi 300 mil vacantes y en muchos lugares los presos se encuentran amontonados en condiciones que violan las normas internacionales sobre el tema. Entre 1994 y 2010, la población brasileña creció alrededor del 29 %. El número de presos, sin embargo, creció 400 % en ese período. Posteriormente, entre 2005 y 2017, Brasil duplicó el tamaño de su población carcelaria (gráfico 7 y tabla 1):
GRÁFICO 7: Evolución de las personas privadas de libertad entre 1990 y 2017
Fuente: Ministerio de Justicia. A partir de 2005, datos de Infopen. Nota: número de personas en millares.
TABLA 1: Crecimiento de la población privada de libertad entre 2006 y 2017
Fuente: Ministerio de Justicia. A partir de 2006, datos de Infopen. Nota: datos de 2017 se refieren al primer semestre (creciemiento semestral). Sin embargo, los datos sobre violencia no han disminuido. A pesar de esto, de manera contradictoria, hay un clamor creciente por más castigos.
CONCLUSIONES Y RECOMENDACIONES
El período que comienza después de la promulgación de la Constitución Federal de 1988 y se extiende hasta 2014 fue, en términos de participación y competencia política, el más democrático del país. Casi toda la población adulta puede votar sin restricciones. Las elecciones libres se llevaron a cabo sin oposición por parte de los perdedores. La Operación Lava Jato, creada en 2014, revela que la disputa política del período coexistió con extensas prácticas de financiamiento ilegal de campañas que incluyeron a los principales partidos políticos del país. Aun así, fue un período de logros democráticos.
La mezcla de manifestaciones callejeras, crisis económica, crisis política y escándalos de corrupción, que tuvo lugar a partir de 2013, desembocó en unas feroces elecciones presidenciales en 2014, en las que el candidato derrotado, Aécio Neves, cuestionó públicamente la integridad de la elección. Aunque salió victoriosa, Rousseff gobernó en medio de varias crisis, siendo blanco de un proceso de impeachment en 2016. El grado de polarización del país ha crecido a niveles sin precedentes. Los partidos políticos tradicionales de la democracia posterior a 1988 se vieron afectados por acusaciones de corrupción. Entre ellos, el más afectado fue el PT. En este contexto, las elecciones presidenciales de 2018 estuvieron marcadas por la violencia y el empeoramiento de la polarización y condujeron a la victoria de un supuesto outsider y candidato anti-establishment, Jair Bolsonaro. Durante la campaña y en sus primeros años en el cargo, Bolsonaro promovió continuas manifestaciones antidemocráticas y movilizó su base electoral contra instituciones que pueden servir de freno al Poder Ejecutivo. El revés democrático brasileño comienza en 2014. El cuestionamiento de los resultados electorales, la polarización política resultante del impeachment (juicio político) a Rousseff en 2016, los escándalos de corrupción, las pruebas de parcialidad de la justicia contra el PT, la campaña electoral de 2018 y el posterior gobierno de Bolsonaro, todos estos factores contribuyeron al declive de la democracia en Brasil. Todos estos factores probablemente contribuyeron a que, en 2018, se registraron los peores niveles de apoyo a la democracia en Brasil, así como de satisfacción con la democracia en el país. Al mismo tiempo, destacamos que estos niveles se elevaron después de 2018 y no hay indicios de que un desencanto de la población con la democracia pueda conducir a una ruptura institucional. Los ciudadanos brasileños, como los de cualquier otro país, reaccionan a las condiciones materiales y políticas de su tiempo. Los escándalos de corrupción, la caída del PIB y el aumento del desempleo hacen que los ciudadanos juzguen mal a la democracia, ya sea en su país o en sí misma. Además, también vale la pena señalar que los altos niveles de participación y competencia política en Brasil han vivido con niveles extremos de desigualdad social y racial. La desigualdad puede minar gravemente el ejercicio de los derechos civiles, políticos y sociales.
Considerando las evidencias presentadas en este capítulo, mostramos a continuación algunas recomendaciones, es decir, sugerencias que podrían contribuir a la experiencia democrática brasileña. Cabe señalar que, dado el espacio limitado, las sugerencias no se desarrollarán, tal como quisiéramos. Con respecto al sistema político brasileño, la literatura especializada apunta a la necesidad de abaratar las campañas electorales. El alto costo de las campañas se destacó luego de las denuncias de Lava Jato, que revelaron que la mayoría de los partidos tradicionales financiaban ilegalmente sus campañas. Una posibilidad de abaratar las campañas serían cambios puntuales en el sistema electoral brasileño. La disminución de la magnitud de los distritos podría tener algún efecto en el costo de las campañas. También vale la pena recordar que, en 2015, el STF prohibió el financiamiento corporativo de campañas electorales.
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Otro aspecto importante que merece atención es el alto nivel de fragmentación partidaria de los legislativos brasileños. La alta fragmentación de los partidos puede dificultar la formación de coaliciones y aumentar sus costos. En respuesta a este problema, el Congreso brasileño aprobó, en 2018, una cláusula de desempeño electoral, restringiendo el financiamiento público de los partidos que no obtienen el porcentaje mínimo de votos. Es posible que los efectos positivos de esta decisión se sientan en los próximos años.
Otro aspecto del sistema político que, hasta donde sabemos, aún no ha sido abordado es el de una mayor transparencia y democratización de los partidos políticos brasileños. Dentro de este tema, las reformas serían importantes para traer más transparencia a las cuentas de estas organizaciones políticas, una mayor renovación en los cargos de dirección y una mayor igualdad y justicia en sus decisiones internas.
Sin embargo, los cambios en las reglas del sistema político deben ir acompañados de cambios profundos en la estructura social, económica y racial del país. Obviamente es un tema difícil, especialmente considerando la desigualdad histórica de la estructura social brasileña, así como las actuales situaciones tributarias y fiscales. Hacer frente a estos cambios va necesariamente a enfrentar las distorsiones del sistema tributario brasileño que hace que los ricos paguen menos impuestos que los más pobres.
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Przeworski, A. (1999). “Minimalist Conception of Democracy: a Defense”. In: Shapiro, I; Hacker-Cordón, C. (eds.). Democracy’s Value. New York: Cambridge University Press.
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INTRODUCCIÓN
Hasta octubre del año 2019, Chile era uno de los países que gozaba de mejor fama en América Latina. La estabilidad política y la prosperidad económica mostrada en las últimas décadas, le valieron ser considerado un ejemplo dentro del continente. Sin embargo, desde el 18 de ese mes, esta imagen fue demolida por los hechos. Masivas protestas ciudadanas, reprimidas con brutalidad por el Estado, dejaron en evidencia un mayoritario descontento con el modelo económico imperante y el sistema político diseñado por la dictadura militar para protegerlo. Los eventos que gatillaron el levantamiento ciudadano sucedieron en pocos días. Frente al alza del precio del pasaje de metro (subway), los estudiantes secundarios protestaron con masivas evasiones, a lo que el gobierno, para impedirlas, respondió con violencia policial. Lo que vino luego fue la adhesión a las movilizaciones de miles de hombres y mujeres a lo largo de todo el país. Ya no solo por el alza del transporte, sino como expresión de un malestar mayoritario frente a las consecuencias sociales del modelo económico neoliberal y a la inacción, incluso burla, de la clase política frente a ellas. Este descontento, oculto bajo la apariencia de progreso, se arrastraba por décadas. Rápidamente se generalizó la consigna “no son treinta pesos”, en referencia al alza del precio del metro, “sino treinta años”, en referencia al tiempo viviendo en democracia bajo las reglas impuestas por la dictadura militar.
El pilar fundamental del modelo económico neoliberal impuesto en Chile, y fuertemente blindado por la Constitución vigente de los año 80, es la idea de que todos los bienes y servicios deben ser provistos por privados, prohibiendo, por tanto, al Estado intervenir, salvo que sea para asegurar lo mínimo y ojalá provisoriamente. Consecuentemente, todas las prestaciones sociales son entregadas a la administración de particulares, generalmente conglomerados económicos, quienes las administran según las reglas del mercado. Esto, mientras aquellas que ofrece el Estado para quienes no están en condiciones de solventarlas, son precarias o de baja cobertura.
Considerando la desigualdad existente en el país y los bajos sueldos que percibe un porcentaje significativo de la población laboralmente activa, los efectos sociales de esta política han sido devastadores. Se pueden dar algunos ejemplos. El acceso a la salud, mediado por seguros privados (las conocidas Instituciones de Salud Previsional o ISAPRES), se volvió un privilegio. Así, familias quedan en la ruina por pagar tratamientos médicos. Algo semejante acontece con la educación. La educación primaria y secundaria, signo de status que reproduce la segmentación socioeconómica, es accesible, en términos de calidad educativa, solo para quienes pueden financiarla. La educación superior, pagada por medio de un préstamo avalado por el Estado a la banca privada, endeuda a profesionales jóvenes, sin la certeza de encontrar mas adelante empleo en su campo laboral. Ambos niveles de educación son provistos por instituciones privadas que, en su mayoría, lucran, con un bajísimo control estatal. Por último, las pensiones, también son entregadas a administradores privados, las denominadas AFP (Administradoras de Fondos de Pensiones). Las AFP generan un monto promedio que no alcanza para cubrir las necesidades básicas de una persona, lo que fuerza a los jubilados a continuar trabajando a riesgo de vivir en la miseria.
Las prolongadas y cada vez más intensas movilizaciones reclamando por las situaciones arriba dichas, así como la falta de voluntad política de los representantes para remediarlas y las trabas
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institucionales que prevé la actual Constitución para poder hacerlo, son parte de la explicación del denominado levantamiento o estallido social1 y del modo que se abrió para resolverlo.
Se puede avanzar la idea de que las grandes movilizaciones vistas entre octubre y noviembre de 2019 son la suma de muchas marchas realizadas por décadas. Los dirigentes políticos, impotentes frente a ellas, encontraron que la firma del Acuerdo por la Paz y una nueva constitución eran el único cause institucional para mediar sus múltiples reclamos. Además, este acuerdo comprometió un llamado a referéndum para aprobar o rechazar la adopción de una nueva carta fundamental y cuál sería el órgano encargado de redactarla, en caso de aprobarse.
A pesar de que se ha cuestionado la legitimidad de este acuerdo previamente mencionado, principalmente por haber sido adoptado por aquellos mismos dirigentes que nada hicieron anteriormente frente a los mismos reclamos, se siguió adelante con el proceso previsto. Así, el pasado 25 de noviembre de 2020 se desarrolló el plebiscito donde el 78 % de los votantes (sobre el 50 % del padrón electoral) aprobaron adoptar una nueva constitución y decidieron que el órgano será una Convención Constituyente completamente electa para ello, con representación de género igualitaria2. Esto último, por primera vez en los procesos constituyentes a nivel mundial.
Visto el contexto anterior, el propósito de la presente entrega es analizar diversos datos disponibles3 relativos a la realidad social, política y económica chilena en los últimos treinta años, a fin de tener una imagen más nítida del proceso que llevó a la crisis institucional actual y a un álgido movimiento social que nos lleva a repensar otras formas de concebir y construir la democracia.
En un momento posterior a la presentación de diversos tipos de datos provenientes de diversas fuentes nacionales e internacionales (Parte 1), se profundizará en los nudos críticos y en algunas propuestas sobre aquellos aspectos críticos que permitirían perfeccionar la democracia en dirección a que provea de mayor estabilidad y justicia social (Parte 2).
Para ello, la Parte 1 está dividida en siete secciones. La sección I trata sobre la presidencia. Dado que uno de las características sobresalientes del modelo político chileno es su hiperpresidencialismo, resulta decisivo comprender tanto la imagen que se tuvo de su rol, como los niveles de aprobación hacia esta figura. Producto de esta misma relevancia, en esta misma sección se incorporan los datos sobre adhesión a la democracia. La sección II se enfoca en la corrupción. Como se muestra en esta parte, en Chile existía la creencia de que era una sociedad donde la intensidad de este problema era inferior al resto de la región. Sin embargo, la corrupción aparece finalmente como una de las causas de descrédito de la clase política y del sistema en su conjunto. La sección III presenta información sobre la desigualdad. Aquí se evalúa y compara tanto la realidad económica, como social de Chile en relación a la comunidad internacional. Estos datos permiten explicar de manera consistente las causas del descontento social que generó las movilizaciones de octubre de 2019.
1 Las consecuencias de la política neoliberal y su protección constitucional también afectan otras áreas, como la devastación ecológica, la débil protección laboral, la débil protección a los consumidores. Así mismo, la dificultad para reformar la Constitución y la falta de voluntad política para hacerlo, también afecta a los pueblos originarios.
2 Al momento de la redacción de este reporte, se sigue discutiendo la incorporación con escaños reservados para los pueblos originarios.
3 En el país existen diversas fuentes de información que generan datos periódicos sobre aspectos políticos, sociales, económicos y culturales: por ejemplo: COES, Centro de Estudios Públicos/CEP, Encuesta Bicentenario/PUC y diversos ministerios.
La sección IV evalúa la democracia desde el punto de vista del acceso, rol y uso del aparato judicial. En esta parte se muestra tanto la relación de los ciudadanos con la judicatura y los efectos prácticos que tienen las resoluciones judiciales. Se dedica también un apartado al uso político que se le da a las herramientas procesales. Las secciones V y VI tratan sobre la violencia y el uso de la fuerza respectivamente. La primera, referida a las acciones colectivas no institucionales para dar a conocer demandas sociales. En esta parte, se trata de manera particular, aquellas relativas al estallido social, algunas anticipadas más arriba. En la segunda se trata la respuesta del Estado frente a estas demandas. Si bien ambas pueden ser tratadas bajo la categoría violencia, se ha conservado la referencia tradicional a violencia para la acción civil y fuerza para la estatal, a fin de diferenciarlas.
La parte 2 profundizará en los nudos críticos y en algunas propuestas sobre aquellos aspectos que permitirían perfeccionar la democracia en dirección a que provea de mayor estabilidad y justicia social y al rol que la educación podría jugar en ello.
Para finalizar, al momento de elaborar el presente informe, como será notorio de su lectura, estamos siendo testigos del desarrollo de acontecimientos inéditos en la historia política del país.
Esto tiene dos consecuencias que no podemos dejar de mencionar. La primera, que nuestras ideas y métodos son desafiados por lo hechos, por lo que debemos cuidar aún más de nuestras conclusiones. La segunda, es que estamos personalmente involucrados con el proceso en curso, y esperamos que nuestra reflexión sea una contribución para una mejor democracia, especialmente en favor de los grupos históricamente excluidos.
PARTE 1 PRESIDENCIA
Desde el retorno a la democracia en el año 90, luego de la dictadura militar, Chile ha sido gobernado primeramente por diversos presidentes de una coalición de partidos hasta que, en el año 2010 hasta ahora, comienza una alternancia de la derecha y la centro izquierda.
TABLA 1: Periodo dictatorial y presidentes de Chile
Nota: * Independiente, pero vinculado a Renovación Nacional
Imagen presidencial
El desarrollo y la medición de la imagen presidencial está atravesada por la dificultad que surge al no existir patrones comunes entre los distintos instrumentos de medición existentes. En otras palabras, es posible ver que en las principales encuestas de medición en Chile (por ejemplo, Encuesta CEP 2009 y Encuesta CEP 2019) no se realiza la misma pregunta para medir esta imagen o bien no hay un seguimiento histórico de la misma pregunta o comparación entre los distintos liderazgos. Con todo, es posible advertir ciertos datos que resaltan y que pueden resultar útiles para determinar la medición concreta que se presenta.
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A continuación, se acompañan los gráficos más relevantes de estas mediciones. Se advierte que se entiende por “imagen” la adscripción de atributos o habilidades a la persona o gobierno, y no su aprobación o desaprobación (estos datos se presentarán más adelante).
En el Gráfico N° 1 (proveniente de la encuesta CEP-mayo 2019) se observa el panorama general respecto a la atribución de “firmeza” o “debilidad” de los gobiernos de Bachelet y Piñera en sus respectivos periodos. Sin perjuicio de que el instrumento no está midiendo específicamente la imagen o la persona del presidente, se considera pertinente integrarlo en este análisis puesto que el modelo chileno descansa fuertemente en la imagen (y capital) del presidente de turno. Lo anterior, sería un efecto del carácter hiperpresidencialista del modelo. Por esta razón, y ante la ausencia de una medición histórica de las figuras propiamente tales, se añade este dato a la presentación.
GRÁFICO 1: Atributos de Bachelet periodo 1 y 2 y Piñera periodo 1 y 2
Fuente: CEP, Encuestas Nacionales (Octubre 2013)
Nota: *Diferencia significativa desde un punto de vista estadistico entre las mediciones de Julio - Agosto 2013 y Septiembre - Octubre 2013.
En el Gráfico N° 2, con datos de encuestas CEP, se puede observar cómo la ciudadanía chilena ha visto los gobiernos desde el presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle al gobierno de Sebastián Piñera en su primer periodo en función de los atributos “firmeza” y “debilidad”.
GRÁFICO 2: Atributos gobiernos Frei, Lagos, Bachelet periodo 1 y Piñera periodo 1
Fuente: CEP, Encuestas Nacionales (Octubre 2013)
Nota: *Diferencia significativa desde un punto de vista estadistico entre las mediciones de Julio - Agosto 2013 y Septiembre - Octubre 2013.
De los datos presentados, se observa que la imagen proyectada de cada gobierno tiene como puntos de firmeza y debilidad más altos y bajos respectivamente los siguientes:
» Lagos: 51 puntos de firmeza (52 puntos de debilidad).
» Bachelet (periodo 1): 63 puntos de firmeza, (69 puntos de debilidad).
» Piñera (periodo 1): 50 puntos de firmeza, (73 puntos de debilidad).
» Bachelet (periodo 2): 42 puntos de firmeza, (78 puntos de debilidad).
» Piñera (periodo 2): 35 puntos de firmeza, (68 puntos de debilidad).
Destaca la brusca diferencia entre Bachelet en su primer periodo respecto de Bachelet en su segundo periodo y entre Piñera en su primer y segundo periodo.
En el siguiente Gráfico N° 3, datos encuestas CEP, se observa la percepción de la ciudadanía respecto de la entonces presidenta Michelle Bachelet en su primer periodo presidencial. El eje en esta impresión de la ciudadanía gira en torno al eje cercanía/lejanía de su figura.
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GRÁFICO 3: Percepción de cercanía/lejanía Bachelet periodo 1
En la encuesta CEP de mayo de 2019, se midió la percepción de la ciudadanía respecto al presidente Piñera (segundo periodo) en torno al eje confianza/desconfianza (gráfico 4).
GRÁFICO 4: Percepción confianza/desconfianza Piñera periodo 2
Fuente: CEP, Encuestas Nacionales (Octubre 2009)
Fuente: CEP, Encuestas Nacionales (Octubre 2009)
Finalmente, se acompaña un gráfico que revela los índices de percepción (eje firmeza/debilidad) con datos de las encuestas CEP, por gobierno desde Lagos a Bachelet en su periodo 2.
GRÁFICO 5: Percepción firmeza/debilidad desde Lagos a Bachelet periodo 2
Fuente: CEP, Encuestas Nacionales (Noviembre 2014)
Nota: *Diferencia significativa desde un punto de vista estadistico entre las mediciones de Julio 2014 y Noviembre 2014.
Entre las principales conclusiones de los datos presentados podemos decir que:
» Las mediciones tienden a estimar de forma irregular la imagen del presidente(a) o de su gobierno. Se sugiere que esto se debería al carácter fuertemente presidencialista, que implica el hecho (o la suposición) de que la imagen del primero afecta o determina sustantivamente la imagen del segundo.
» Solo Lagos y Piñera en su primer gobierno iniciaron sus periodos con una impresión de firmeza más alta que de debilidad. Ambos terminaron con una percepción de debilidad más alta que la percepción de firmeza.
» Bachelet en su primer gobierno es la que alcanzó el índice de firmeza más alto, mientras que en su segundo mandato alcanzó el índice de debilidad más alto.
» La caída de Lagos podría asociarse a la explosión del caso de corrupción denominado MOP-Gate (caso que salió a la luz el año 2000 y la jueza en visita a cargo de la investigación fue designada el 23 de enero de 2003).
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Aprobación presidencial
En el caso de la aprobación y desaprobación presidencial podemos observar los siguientes datos. En los gráficos 6, 7 y 8 (con información proveniente de encuesta GFK) podemos observar los datos relativos a la aprobación presidencial de Bachelet en sus periodos 1 y 2 y de Piñera en su periodo 1.
GRÁFICO 6: Aprobación presidencial
Bachelet periodo 1
GRÁFICO 7: Aprobación presidencial
Piñera periodo 1
Fuente gráficos 6, 7 y 8: Instituto de Estudios de la Sociedad (26 abril, 2021). Encuesta ADIMARK. https://www.ieschile.cl/2017/11 /encuestas-y-narrativas/encuesta-adimark
GRÁFICO 8: Aprobación presidencial
Bachelet periodo 2
Analizando datos provenientes de las encuestas CEP y expuestos por Ramírez y Varas (2013) para la evolución de la aprobación presidencial entre el 2000-2012, tenemos que son los presidentes Lagos y Bachelet los mejor evaluados de este periodo: para Lagos, el peak de aprobación estuvo en 61 %, mientras que para la presidenta Bachelet, el peak de aprobación en su primer periodo estuvo en el 78 % . En el gráfico 9, con datos provenientes de las encuestas CEP, se observa la aprobación de los gobiernos de Bachelet 1, Piñera 1, Bachelet 2 y Piñera 2.
GRÁFICO 9: Aprobación presidencial Bachelet periodo 1 y 2, Piñera periodo 1 y 2
Fuente: CEP, Encuestas Nacionales (Noviembre, 2019)
Nota: *Diferencia significativa desde un punto de vista estadistico entre las mediciones de Mayo y Diciembre 2019.
Por último, se añade el gráfico 10, con datos de la encuesta CADEM, que indica la aprobación del presidente Piñera en su actual periodo (segundo).
GRÁFICO 10: Aprobación Piñera periodo 2
Fuente: Encuesta Plaza Pública CADEM (2020)
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Las principales conclusiones referidas a los índices de aprobación y desaprobación más altos por periodo (%).
» Los índices de aprobación presidencial más altos en Chile, evaluados por las encuestas presentadas, los encontramos en el primer gobierno de la presidenta Bachelet, 78 puntos (once puntos de desaprobación).
» Los índices de desaprobación más altos, evaluados por las encuestas presentadas, los encontramos en el segundo mandato del presidente Piñera: 82 puntos (seis puntos aprobación).
APOYO A LA DEMOCRACIA
En la tabla 2 observamos datos provenientes de la Encuesta Latinobarometro - 2018, año previo a las grandes movilizaciones de 2019. En esa tabla observamos que, cerca de un 60 % de los chilenos cree que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno, aunque un 22,1 % cree que en algunas circunstancias un gobierno autoritario sería preferible. Sobresale el porcentaje de entrevistados más jóvenes (15-25 años), el 26,2 %, que cree que, en algunas circunstancias, un gobierno autoritario sería preferible.
TABLA 2: Apoyo a la democracia-2018 según edad del entrevistado
Pero, ¿qué sucede en el 2020, durante la pandemia y posmovilizaciones de 2019? Según, la última medición del Latinobarómetro (2020) hecha en el país, el apoyo a la democracia en Chile aumenta desde un 54 % el año 2016 hasta alcanzar un 61 % en 2020, en plena pandemia (ver Gráfico 11). Además, según datos de este mismo estudio, Latinobarómetro, en el 2010 con la primera presidencia de Sebastián Piñera se registran los niveles más altos de apoyo a la democracia desde 1995 con un 63 % y dichos porcentajes se mantienen en esos niveles durante toda esa administración. Luego el apoyo aumenta al 65 % en el segundo mandato de Michelle Bachelet, para después caer al 54 % en 2016. Con la segunda alternancia hacia la derecha, en el segundo mandato de Sebastián Piñera, se vuelve a producir un aumento del apoyo a la democracia de 55 % en 2017 a 61 % en 2020.
Fuente: Encuesta Latinobarómetro (2018)
Por tanto, según estos datos, nuestro país gozaría de uno de los más altos niveles de apoyo a su democracia desde que este apoyo se comienza a medir hace un cuarto de siglo en 1995. Además, estos mismos datos indican que la pandemia ha reforzado la fe en la democracia en Chile, contrario a lo que muchos podrían creer. El apoyo a la democracia no estaría relacionada con la confianza en las instituciones de la democracia y no se ve afectada por ello, como quedará demostrado cuando veamos los temas de confianza.
GRÁFICO 11: Apoyo a la democracia en Chile 1995-2020
Fuente: Latinobarómetro 1995 -2000
A la vez, estos mismos datos del Latinobarómetro (2020) indican que la democracia que tenemos no es la que quieren o aspiran a tener los chilenos. Casi ningún chileno dice que lo que tenemos es una democracia plena (2 %). Además, el porcentaje de personas que dice que nuestra democracia tiene grandes problemas aumenta once puntos porcentuales, pasando de un 43 % en 2018 a un 53 % en 2020 y aumenta de un 6 % a un 15 % en el mismo período, el porcentaje de personas que dicen que esto no es una democracia. Por tanto, no hay duda alguna respecto de la dureza de la crítica a nuestra manera de hacer democracia en el país.
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Junto con los valores anteriores, resulta útil apreciar los indicadores arrojados por la Encuesta Nacional Bicentenario UC, recogidos en los periodos de pandemia de 2020. Según este estudio se observa un aumento significativo de la percepción de conflictividad, especialmente en las variables referidas a gobierno y oposición (76 % versus el 59 % de 2019), y entre ricos y pobres, en la cual el porcentaje sube a 77 %, diez puntos más que en 2019. Las expectativas de los encuestados siguen descendiendo, como se observó en los resultados de 2019. Además, según esta encuesta, actualmente existe poca confianza en que un joven inteligente, pero sin recursos, pueda ingresar a la universidad, así como que cualquier persona pueda iniciar con éxito un negocio de forma independiente.
Según la misma encuesta Bicentenario, la confianza institucional se mantiene baja, aunque se observan alzas de esta confianza en lo que se refiere a la Iglesia católica y a las Fuerzas Armadas. Respecto de las distintas instituciones encargadas de lidiar con la pandemia, la mayoría confía en la ciencia para combatir el virus. Se percibe un aumento en la confianza social respecto del año pasado. El 23 % de los consultados dice que se puede confiar en la mayor parte de las personas, con diferencias significativas por edad y estrato socioeconómico. Los jóvenes siguen siendo quienes expresan menor confianza (15 %), sobre todo aquellos del estrato socioeconómico medio.
CORRUPCIÓN
Un panorama general de la corrupción global permite situar a Chile respecto de otras regiones del globo. Los datos de Transparency.org más recientes (2020), usando un índice que va de 0 a 100 (0= corrupción elevada y 100=ausencia de corrupción) muestran que Latinoamérica está en una posición “intermedia” respecto a otros países del mundo. Según este índice, los países con las puntuaciones más altas son Dinamarca y Nueva Zelanda, con 88 puntos, seguidos de Finlandia, Singapur, Suecia y Suiza con 85 cada uno. Por otro lado, los países con las puntuaciones más bajas corresponden a Sudán del Sur y Somalia, con doce puntos cada uno, seguidos de Siria (14), Yemen (15) y Venezuela (15). Según este mismo índice Chile tiene una puntuación de 67/100, y habría bajado seis puntos desde el año 2014. Por otro lado, según los datos del Círculo de Estudios Latinoamericanos (2020), los países menos corruptos son Uruguay, Chile y Costa Rica (ver gráfico 12).
GRÁFICO 12: Corrupción en América Latina
Fuente: CESLA, 2020
Finalmente, según datos de Exporting Corruption en el “Progress report de 2020: assesing enforcement of the OECD Anti-Bribery Convention” (2020), Chile se ubica como un país de “Limited enforcement”, colocándose como un país del penúltimo grupo en la clasificación de países respecto de su regulación anticorrupción.
1. Active enforcement
2. Moderate enforcement
3. Limited enforcement
4. Little o No enforcement
Este mismo reporte sitúa a Chile en un rango medio-alto de probidad, a diferencia de otros países cuyos índices de corrupción son más altos.
Corrupción en Chile
La posición de Chile en el índice de percepción de corrupción no ha variado significativamente en las últimas mediciones efectuadas. Según el índice de percepción de la corrupción
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elaborado por Transparencia Internacional, índice que permite conformar un ranking entre los países de acuerdo a su percepción de la corrupción en el sector público, Chile mantiene el segundo lugar a nivel latinoamericano, después de Uruguay (ver gráfico 13).
GRÁFICO 13: Percepción de corrupción en Chile 2000-2019
Fuente: Exportación de corrupción. Informe de progreso 2020: Evaluación de la aplicación de la Convención contra el soborno de la OCDE
También cabe añadir que, recientemente, la Contraloría General de la República publicó los resultados de un estudio sobre corrupción en el país (Labrín, 2020). Según este sondeo, realizado en dieciséis regiones y en 328 comunas, más de un 77 % de las personas que participaron en la encuesta consideran que Chile es hoy más corrupto que el año anterior. La encuesta detalla las cinco áreas en que se genera una mayor percepción de faltas a la probidad: compras públicas (71,8 %), contratación de personal (65,3 %), construcciones de obras públicas (54 %), la entrega de beneficios sociales (43,8 %) y la fiscalización y auditoría (32,6 %) encabezan la lista.
Uno de los aspectos que aborda este estudio de la Contraloría refiere a los tipos de actos que se perciben como corrupción dentro de los organismos del Estado. Así, por ejemplo, la obtención de beneficios por ser familiar de una autoridad, favorecer a un amigo o familiar, aceptar dinero por acelerar un trámite o no denunciar actos irregulares son parte de los conceptos identificados por los 16 mil participantes del estudio. ¿Ha sido usted víctima y/o testigo de un acto de corrupción? es otra de las preguntas en las que ahonda el análisis del estudio de la Contraloría. El 51,4 % de los participantes, es decir, uno de cada dos encuestados (8 mil 645 personas), dice haber visto o conocido de un acto de esta naturaleza. Pese al alto número de víctimas o testigos de estos hechos, apenas un 32,9 % denunció estos hechos. La razón detrás de la baja cantidad de denuncias, detalla el estudio, se explicaría porque un 47,4 % desconfió de las instituciones que verían la denuncia, mientras que otro 39,9 % consideró que su denuncia no tendría consecuencias.
DESIGUALDAD EN CHILE
Una de las razones esgrimidas para el reciente estallido social del 2019 es la enorme desigualdad existente en el país. Y si bien Chile ha cumplido sus metas macroeconómicas y es percibido internacionalmente como un país desarrollado en Latinoamérica, dicho desarrollo esconde enormes desigualdades, no solo económicas sino también sociales.
A continuación, mostraremos solo algunos datos que permiten dimensionar dicha desigualdad y en qué ámbitos se expresa.
Desigualdades económicas
Antes de introducir información sobre indicadores relativos a las desigualdades culturales, sociales y económicas, resulta apropiado analizar el índice de percepción de la “situación económica” con datos de las encuestas CEP, toda vez que se entiende que en la percepción que se tiene de la propia posición, puede derivarse la percepción general de sensación o sentimiento de injusticia estructural en las sociedades profundamente desiguales. La Encuesta CEP acostumbra a preguntar por la posición o situación económica general. A continuación, se introduce la evolución de esta medición en los gobiernos de Bachelet primer y segundo periodo y Piñera primer y segundo periodo (ver gráfico 14).
GRÁFICO 14: Percepción situación económica Bachelet periodo 1 y 2, Piñera periodo 1 y 2
Fuente: CEP, Encuestas Nacionales (Noviembre, 2019)
Nota: *Diferencia significativa desde un punto de vista estadistico entre las mediciones de Mayo y Diciembre 2019.
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Respecto de la desigualdad económica se deja el índice GINI de Chile hasta el año 2017, siendo el último de 44,4 (Banco Mundial, 2020). A su vez, se complementa la información del GINI con algunos datos relativos a la (des)igualdad de ingresos en el país (ver tablas 3, 4 y gráfico 15).
TABLA 3: Distribución general de los ingresos de la ocupación principal
Fuente: Duran, G., & Kremerman, M. (2020). Los verdaderos sueldos de Chile. Panorama actual del valor de la fuerza de trabajo usando la ESI (2019). Estudios de la Fundación Sol, pp. 5
TABLA 4: Desigualdad ingresos 1990-2013
Fuente: Larrañaga, O., & Rodriguez, M.E. (2014). Desigualdad de Ingresos y Pobreza en Chile 1990 a 2013. * Documento de Trabajo, Diciembre 2014. Pp. 7
GRÁFICO 15: Porcentaje de ingresos que acumula el 0,01 % más rico de cada país
Fuente: Cálculos basados en microdatos encuestas CASEN, años respectivos. Los ingresos corresponden a ingreso monetario per capita del hogar, no ajustados a cuentas nacionales. La unidad de medición es el hogar ponderado por el número de miembros. Se incluyen hogares con ingreso igual a cero y el servicio doméstico puertas adentro se considera como un hogar aparte.
Otros datos relevantes aportados por un estudio de la Fundación Sol (2020) que dan cuenta de la desigualdad económica en Chile refieren a:
» El 50 % de los trabajadores chilenos gana menos de $ 401.000 (U$ 500) y dos de cada tres trabajadores chilenos gana menos de $ 550.000 líquidos (U$ 700). Solo el 19,4 % de los trabajadores chilenos gana más de $ 800.000 líquidos (U$ 1000).
» El 84,8 % de las mujeres que tienen un trabajo remunerado gana menos de $ 800 mil líquidos (U$ 1000).
» En noviembre de 2019, la línea de la pobreza por ingresos en Chile para un hogar promedio de cuatro personas es de $ 445.042 (U$ 560). Si consideramos solo a los asalariados del sector privado que trabajan jornada completa, la mediana es $ 449.652 (U$ 560), esto quiere decir que prácticamente el 50 % ni siquiera podría sacar a un grupo familiar promedio de la pobreza, lo que hace obligatorio que al menos dos personas trabajen en el hogar.
» Se registran 1.164.736 de asalariados que no tienen contrato de trabajo, y el 80 % gana menos de $ 454 mil (U$ 570).
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» En Chile se registraron 4,9 millones de deudores morosos. El monto promedio de la morosidad es de $ 1.894.721 (U$ 2400). Además, según este mismo estudio de Fundación Sol (2020) usando los datos de la última Encuesta de Presupuestos Familiares (VIII EPF) del INE, más del 70 % de los hogares está endeudado.
Además, en Chile, el 1 % de las personas con mayores ingresos concentró como promedio entre el 2005 y 2010, el 32,8 % de los ingresos totales (si se incluyen las utilidades retenidas) o el 30,5 % (si se incluyen las ganancias de capital), lo que sería mucho más que lo que dice la encuesta Casen (15,1 %) o los datos sin ajustar del Servicio de Impuestos Internos (21,1 %) (Durán, & Kremerman, 10 de abril, 2013).
Además, en continuidad con lo anterior, el reporte hecho por Ramón López, Eugenio Figueroa y Pablo Gutiérrez (2013) titulado: La ‘parte del león’: nuevas estimaciones de la participación de los súper ricos en el ingreso de Chile, aporta datos muy relevantes.
Según este reporte, el gran problema que tendría Chile sería que un pequeño grupo de la población vive mejor que las personas más ricas de Suiza, mientras que el 50 % de los trabajadores gana menos de $ 250.000 (U$ 300) y en el 65 % de los hogares el ingreso mensual autónomo por persona es menor a $ 203.000 (U$ 250). Este estudio añade, además, que en otros países del mundo, los niveles de concentración de la riqueza son considerablemente menores: en Suecia se registra un 9,1 %, en España 10,4 %, Japón 10,9 %, Alemania 12,1 % y Canadá 14,7 %, mientras que en Estados Unidos, uno de los países más desiguales en el mundo occidental, se alcanza un 21 %, mucho menos que Chile.
También, según datos aportados por este estudio (López, Figueroa & Gutiérrez, 2013) si se hace un zoom y nos concentramos solo en el 0,1 % de los chilenos que tienen mayores ingresos, veremos que estos concentran entre 17,6 % y 19,9 % de los ingresos totales, mientras que en Estados Unidos se quedan con el 10,5 %, en Alemania el 5 % y en Suecia 3,4 %. Y si ahora, observamos solo al 0,01 % de los chilenos de mayores ingresos, se observa que estos tienen entre 10,1 % y 11,5 % de los ingresos totales del país, mientras en Estados Unidos concentran el 5,1 %, en Alemania 2,3 % y en Suecia 1,4 %.
Otros datos preocupantes provienen de las pensiones, lo que denota nuevamente enormes desigualdades económicas en Chile. Un reciente informe que usa datos de la Superintendencia de Pensiones (24horas.cl, 23 de julio de 2020), mostraba que prácticamente el 80 % de las pensiones pagadas son inferiores al salario mínimo. Además, la Superintendencia de Pensiones con datos hasta mayo de 2020, señalaba que el promedio de las pensiones en nuestro país era de $ 288.308 (U$ 360), y que la cifra varía de forma importante según el género: entre los hombres el pago promedio es de $ 353.206 (U$ 445) y en las mujeres de $ 217.380 (U$ 274). Además, el mismo informe antes mencionado señalaba que 94,2 de cada cien mujeres jubiladas por Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP, sistema privado de capitalización individual) en la modalidad de vejez edad retiro programado, reciben una pensión menor o igual a $ 158.353 (U$ 200) (60 % del salario mínimo).
Desigualdades Sociales
A continuación, en el gráfico 16, con datos provenientes del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y su estudio “Desiguales: orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile” (2017), se observa que es la clase social, una de las principales razones esgrimidas de maltrato en el país, seguido del lugar en el que se vive y cómo se viste. Es decir, se maltrata en función de la pertenencia de clase o de la atribución de clase que se haga (gráfico 16).
GRÁFICO 16: Razones percibidas por las que se reciben malos tratos
Fuente: PNUD-DES (2016)
Otro dato relevante refiere a la discriminación racial y étnica en Chile. Datos provenientes del Informe de DD.HH. del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) de 2017 indican magnitudes relevantes de dicha discriminación: En relación con las características asociadas a las personas pertenecientes a pueblos originarios, los datos levantados muestran que algunos atributos consultados se perciben como características colectivas o esenciales de estos pueblos, mientras que algunos rasgos son particularidades de una parte de sus integrantes o de ninguno de ellos. En este sentido, la población considera que en general los pueblos originarios no se caracterizan por ser personas trabajadoras (63,1 %), ni agradables (71,7 %), ni humildes (65,7 %), ni educadas (73,4 %), ni solidarias (69,3 %); y que parte de sus integrantes tienden a ser violentas (81,6 %), rebeldes (82,9 %), flojas (69,1 %), extrañas (65,2 %) y desagradables (67,4 %). Si bien estas percepciones tienden a ser transversales, al desagregar los datos por sexo, nivel socioeconómico, lugares de residencia y edad, los atributos negativos se acentúan entre las personas de mayor edad, niveles socioeconómicos bajos y entre quienes habitan la zona centro sur. Al consultar por la opinión sobre las manifestaciones de discriminación contra los pueblos originarios, un 65,7 % de la población considera que es un problema con solución si todo el mundo pone de su parte, un 25 % asegura que es un problema que siempre ha existido y no tiene solución, y un 5,2 % refiere que es una situación menos grave de lo que se cree. En cuanto al rol de los pueblos originarios en estas manifestaciones violentas, un 48,2 % de la población considera que en algunos casos las personas indígenas provocan estas situaciones, un 12,7 % afirma que sus actitudes son la causa de la violencia contra ellos, mientras que un 33,4 % cree que no tienen responsabilidad y son solo víctimas. De lo anterior se puede inferir que más de la mitad de la población sitúa a los indígenas como
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
responsables –total o parcialmente– de las situaciones violentas que experimentan, percepción que se agudiza en los segmentos socioeconómicos altos y medios, así como en las zonas norte y sur del país. Respecto al tercio de la población que los victimiza, esta percepción es más acentuada en la zona central y en la región metropolitana, así como en la población más joven. Esto muestra la incidencia en la opinión pública que está teniendo el conflicto intercultural entre el pueblo Mapuche y el Estado, y la polarización de las percepciones vinculadas a la zona de residencia, tramo etario y nivel socioeconómico. La actitud decidida de los actores del mundo político y la sociedad en general, así como del establecimiento de un diálogo de alto nivel para resolver sus demandas y problemáticas, ayudaría a aminorar las actitudes discriminatorias contra los pueblos originarios. Sin embargo, la percepción de que en algunos casos las personas indígenas son quienes provocan estas situaciones, requiere de una atención especial sobre todo en relación al pueblo Mapuche, al que usualmente se le vincula a hechos de violencia. (INDH, 2017: p. 19)
A continuación, algunos datos relativos a discriminación y desigualdad respecto a minorías sexuales y diversidad. Por ejemplo, los datos del XIX Informe Anual de DD.HH. de la diversidad sexual y de género –hechos 2020, confeccionado por el MOVILH indican que: El 2020 es el año de la resiliencia de la población LGBTIQ+ frente a los abusos, los incumplimientos de compromisos y las contradicciones en todos los poderes del Estado en materia de igualdad, hechos frente a los cuales las personas y los movimientos de la diversidad no bajaron los brazos, pues en condiciones muy hostiles, como el Covid-19, siguieron levantando las banderas por sus derechos. Tras 19 informes Anuales de Derechos Humanos de la Diversidad Sexual y de Género resulta incomprensible e intolerable que el Estado siga en grave deuda con las personas y familias LGBTIQ+ y que los casos y denuncias por discriminación vengan en explosivo aumento desde el 2018, aún cuando hace décadas se vienen diagnosticando, documentando, analizando y proponiendo de manera sistemática diversas medidas para erradicar y prevenir la transfobia y la homofobia. (MOVILH, 2020: p. 11)
Este mismo informe del MOVILH (2020) indica que el número anual de casos y porcentaje del total de abusos ha pasado de 48 casos en el 2002 a 1266 en el 2020. Es decir, que en este último año se han registrado la mayor cantidad de casos de la historia chilena. Del total de casos conocidos en 2020, el 26 % afectó a gays, el 15 % a lesbianas y el 11 % a trans (76 mujeres y 59 hombres), mientras el 48 % perjudicó a la población LGBTIQ+ como conjunto. En comparación al año 2019, la discriminación a gays aumentó un 78,4 %; a trans un 46,8 % y a lesbianas un 8,28 %, mientras que los abusos contra la población LGBTI+ como conjunto mermaron un 6,26 %.
Respecto a la equidad de género, un reciente informe de la OECD para la región del Pacífico (OECD, 2016), indicaba que Chile, Colombia, México y Perú han logrado importantes adelantos en la participación de la mujer en la toma de decisiones, los años de escolaridad de las niñas, el ingreso de la mujer al mercado laboral y la protección social para las familias. Sin embargo, a la vez, este estudio muestra que la desigualdad económica de las mujeres se mantiene alta en toda la región, y que esta desigualdad tiene un efecto especialmente duro en las mujeres, sobre todo en las pertenecientes al ámbito rural, con bajos ingresos y menor nivel educativo.
Entre los datos que se mencionan en este informe, se señala que entre el 2000 y 2012, la tasa de matrícula en educación superior en Chile se duplicó, debido en gran parte a la incorporación de mujeres jóvenes, cuya tasa de matrícula pasó del 35 % al 84 %. Chile sería el único país de la Alianza del Pacífico cuyo promedio en la matrícula total de educación no
es inferior al de la OCDE. Además, este estudio indica que las mejoras en la educación de la mujer han sido acompañadas por un crecimiento impresionante en la participación de estas en el sector laboral. Así, en Chile, la tasa de participación en la fuerza laboral de las mujeres en edad productiva (15 a 64 años) pasó de 37,4 % en 1996 a 55,7 % en 2014. Sin embargo, este estudio remarca que aún hay grandes diferencias en la participación de ambos sexos en la fuerza laboral asalariada chilena.
De esta forma, la brecha de género en la participación en la fuerza laboral en Chile es de cerca de veintidós puntos porcentuales, que aunque está por debajo del promedio de América Latina y el Caribe (veinticinco), se sitúa por encima del promedio de la OCDE. También, este estudio indica que en Chile, no solo las mujeres continúan ganando menos que los hombres por cada hora de trabajo que realizan, sino que las brechas salariales en el país han aumentado en los últimos años, mientras que en América Latina en general, esta brecha se redujo.
ESTADO Y DEMOCRACIA
En el siguiente apartado se presentan observaciones relevantes respecto a materias vinculadas al Estado y a la justicia como sistema institucional. Se dividen las observaciones en tres grupos; (i) acceso a la justicia, (ii) ejecución (de la justicia) y justicia efectiva; y (iii) judicialización de la política.
Acceso a la justicia
De forma preliminar se indican las razones que dificultan o desincentivan la concurrencia a la justicia para lograr soluciones o resolver controversias.
Según un reporte de resultados de un estudio sobre los procesos de participación ciudadana para el diagnóstico del Plan Nacional de Acceso a la Justicia, efectuado en Chile por el departamento de coordinación y estudios del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (2020), se observa que los costos de la asistencia letrada ocupan un lugar importante dentro de las razones que se esgrimen para ello, a su vez se indican costos emocionales, desconfianza en los procedimientos de justicia y desconocimiento de derechos y obligaciones como razones que desincentivan la concurrencia a la justicia chilena (ver gráfico 17).
En este mismo estudio, respecto a quienes sí concurrieron, se preguntó por la institución u organismo al cual acudió (ver Gráfico 18). Dichos resultados muestran una tendencia relevante. La institución de Carabineros de Chile es la institución más recurrida en la búsqueda de acceso a la justicia. Destaca el hecho de que Carabineros no es un organismo jurisdiccional (como los Tribunales de Justicia) ni administrativo (como el Servicio Nacional del Consumidor o SERNAC). Destaca a su vez el Servicio de abogado privado, lo que observado con el indicador de la tabla anterior permite presumir cierto acceso marcado por la capacidad económica.
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GRÁFICO 17: Razones de la población que no solicitó ayuda
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Fuente: Resultados de los procesos de participación ciudadana para el diagnóstico del Plan Nacional de Acceso a la Justicia. Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (2020)
GRÁFICO 18: Servicio al cual acudió
Fuente: Resultados de los procesos de participación ciudadana para el diagnóstico del Plan Nacional de Acceso a la Justicia. Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (2020).
Ejecución y justicia efectiva
Respecto a la justicia efectiva, o a la percepción de eficacia que otorga el sistema legal y jurisdiccional chileno, debe indicarse primeramente las necesidades que mayoritariamente existen en la población chilena. Es decir, para calificar o hacer una evaluación de las distintas instituciones de justicia (Carabineros, PDI o Tribunales) habría que observar los datos respecto a las necesidades, porque así y solo así, podría estimarse si el servicio público o las instituciones respectivas están o no respondiendo a las necesidades reales de la ciudadanía. Ahora bien, hay que hacer la distinción entre eficacia en el acceso y eficacia de la justicia propiamente tal. Para lo segundo, es decir, para estimar la eficacia de la justicia chilena, es dable observar los índices de prisión preventiva versus los índices de sentencias condenatorias posteriores. El resultado es doble, (i) el número de prisiones preventivas decretadas por los Tribunales de Garantía ha ido creciendo progresivamente, mientras que los índices de imputados a quienes se les impuso como medida cautelar la prisión preventiva y terminaron siendo declarados inocentes también va en aumento (ver gráficos 19, 20, 21 y 22).
GRÁFICO 19: Inocentes o no condenados 2016-2018
GRÁFICO 20: Inocentes o no condenados con prisión preventiva 2016-2018
Fuente gráficos 19 y 20: Defensoría Penal Pública (2018)
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GRÁFICO 21: Cantidad de prisión preventiva decretada 2006-2018
GRÁFICO 22: Porcentaje de causas ingresadas por región
Fuente gráficos 21 y 22: Defensoría Penal Pública (2018)
Como se verá más adelante, estos indicadores revelan una conducta cada vez más típica de nuestros tribunales de justicia, quienes recurren a una medida cautelar excepcional y especialmente gravosa (prisión preventiva) como instrumento típico de medida cautelar, aplicándola indiscriminadamente sin considerar el mérito de los antecedentes. Esta situación ha empeorado posestallido social, donde muchos manifestantes llevan un año en prisión preventiva por delitos que ni siquiera tienen pena de cárcel. La aplicación sistemática de la prisión preventiva como “pena anticipada” a los imputados se ha vuelto una forma de represión estructural y de criminalización.
Judicialización de la política
Los recientes casos de corrupción han generado un desplazamiento de la política a la sede propiamente judicial. Sin embargo, este fenómeno ya venía produciéndose con anterioridad, conforme al cual el Estado negaba prestaciones sociales que tenían que ser exigidas por vía judicial. Así, los Tribunales de Justicia han ido supliendo la ausencia del Estado en cierto tipo de prestaciones sociales y de protección. Otro ejemplo típico es el número de demandas por el aumento ilegal de los Planes de salud por parte de la ISAPRES4 (sistema privado de salud).
En el ámbito penal, las causas de corrupción han generado una suerte de tensión entre el poder político y los organismos persecutores (principalmente el Ministerio Público). Muchos de los políticos procesados por delitos de corrupción han alegado “persecución política” y que el “Ministerio Público se ha politizado”, es en estos casos donde la política se ha “judicializado”.
VIOLENCIA
Percepción de la violencia
La victimización es una forma de medir la percepción de violencia en un contexto determinado. Los resultados del estudio efectuado por la Fundación Paz Ciudadana 2020 indican que el 27,4 % de los hogares reportan que, al menos, algún miembro del hogar ha sido víctima de robo o intento de robo en el año 2020. Esta cifra, según este reporte, es la mas baja de toda la serie medida desde el año 2000 y trece puntos porcentuales menor al 40,6 % observado en el año 2019. Además, este estudio indica que la disminución de los hogares en que algún miembro ha sido víctima se produce tanto en la Región Metropolitana como en las demás regiones y en todos los niveles socioeconómicos. Asimismo, el estudio añade que los robos e intentos de robo en el hogar disminuyeron un 61 % respecto al año 2019, mientras que en los que ocurrieron en la vía pública solo un 27,1 % respecto al mismo período. Por último, un 17,7 % de los hogares encuestados señala que algún miembro ha sido víctima de más de un delito en los seis meses previos a la encuesta en el 2020, cifra significativamente menor que el 26,0 % de revictimización observado en el año 2019, disminución que se observa tanto en la Región Metropolitana como en las demás regiones y en todos los segmentos socioeconómicos.
El conflicto social en Chile: el denominado estallido social5
Durante la última década (2010-2021), diversos movimientos sociales han protagonizado la discusión pública nacional. En esa línea podemos mencionar el movimiento estudiantil del año 2011, las movilizaciones regionalistas de la región de Aysén en el sur del país, el movimiento No + AFP6, el auge del feminismo durante el 2018 (con diversas movilizaciones inicia-
4 Las Instituciones de Salud Previsional (ISAPRES) son aseguradoras privadas encargadas de otorgar servicios de financiamientos, beneficios y seguros en materia de salud.
5 Para esta sección se usó preferentemente datos provenientes del Observatorio de Conflictos de COES.
6 Administradoras de Fondos de Pensiones.
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das en universidades y colegios), hasta llegar al denominado “estallido social” que comenzó en octubre de 2019. Por tanto, en el país, cada vez más se ha hecho necesario profundizar en el análisis de los datos que se disponen sobre la movilización y la protesta social en Chile.
Según un estudio hecho por el Observatorio de Conflictos de COES (ELSOC, 2020), ya el segundo semestre del año 2011 se acompañó de un aumento de presencia de hechos violentos en el país. El 2011 fue caracterizado por el movimiento social estudiantil, pero también por un conjunto heterogéneo de otras demandas sociales asociadas a la mejoría de servicios de bienestar del Estado, incluyendo salud, vivienda y otros relacionados con una mejor calidad de vida. Sin embargo, en el estallido social del año 2019, a diferencia de 2011, se hace evidente la asociación entre la ausencia de un liderazgo definido en las movilizaciones y el incremento de la violencia asociada a ellas. Además, en el 2019, la ausencia de demandas claras podría estar reflejando un malestar más generalizado e inorgánico, conducente a manifestaciones más bien anómicas y desorganizadas que expresan un conjunto de emociones como la rabia y el descontento más que intenciones o propuestas de transformación específicas.
Según el COES, en la última década en Chile, la observación de la actividad contenciosa sugiere que el estallido social del año 2019 responde a un conjunto de procesos iniciados al menos desde el año 2011. Aunque no se aprecia una tendencia constante al alza, esto sí ocurre para las demandas por reformas de tipo político y de aquellas ligadas a los pueblos originarios, dos formas de protesta que han cuestionado intensamente los fundamentos institucionales del país. Además, según el COES (ELSOC, 2020), el diagnóstico actual es bastante poco optimista, lo que se une a mecanismos de negociación debilitados entre los poderes Ejecutivo, Legislativo y movimientos de protesta que no tienen liderazgos estables y cada vez más desconectados y hostiles hacia los partidos políticos. En este contexto, el éxito de los procesos de modernización institucional en curso, como por ejemplo el proceso constituyente, es clave para fortificar procesos de construcción de acuerdos en diversos ámbitos de negociación política y económica. También, es preciso mencionar que el estallido social de 2019 trajo una proliferación sin precursores de las protestas, y en particular de aquellas de tipo violentas.
Demandas
La mayoría de las protestas consumadas durante el estallido social no tenían demandas explícitas o visibles. Un análisis de las movilizaciones durante este periodo muestra que las demandas laborales y educativas, de amplia presencia en la protesta chilena previo al estallido social, se restringen marcadamente, si bien siguen siendo las más frecuentes. Las demandas ecologistas-territoriales caen, casi desapareciendo. Sin embargo, las demandas por salud, vivienda, previsión social y violencia contra las mujeres se sostienen o aumentan. Las primeras referidas a salud, vivienda y previsión aluden a aspectos materiales. Lo anterior, permite afirmar que el estallido social habría resultado de problemas materiales de grupos vulnerables. Finalmente, las demandas por cambio constitucional y/o asamblea constituyente, demandas casi inexistentes antes del estallido social, fueron las que más se acrecentaron durante el estallido (ver gráfico 23).
GRÁFICO 23: Demandas presentes en protestas (pre y posestallido social)
Fuente: Observatorio de Conflictos de COES (ELSOC, 2020)
Apoyo democracia, justificación uso violencia, percepción de elites y desigualdad y cambio constitucional
En primer lugar, advertimos datos sobre apoyo a la democracia en el periodo más reciente (2016-2019) (ELSOC, 2020) (ver gráfico 24).
El apoyo a la idea que la democracia es preferible a cualquiera otra forma de gobierno, crece en el periodo evaluado: el apoyo a la democracia aumenta entre 2016 y 2019, desde un 48 % a un 60 %. Pero, el descontento con el funcionamiento de la democracia asciende en el periodo evaluado, logrando un 53,9 % de total insatisfacción con su funcionamiento en el 2019.
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GRÁFICO 24: Satisfacción funcionamiento democracia Chile
Fuente: Observatorio de Conflictos de COES (ELSOC, 2020)
Nota: Resultados ponderados (con diseño muestran complejo) N=1.857
Sobre la desigualdad del país, el gráfico 25 muestra el grado con que diversos grupos son tratados con respeto en el país, observándose que es la clase alta, el grupo que es visto como mejor tratado y las personas pobres el grupo peor tratado.
GRÁFICO 25: Frecuencia de grupos tratados con alto respeto
200 Crisis y desencanto con la democracia en América Latina. Amenazas y oportunidades para el cambio
Fuente: Observatorio de Conflictos de COES (ELSOC, 2020)
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
GRÁFICO 26: Justificación de la violencia para el cambio social
Fuente: Observatorio de Conflictos de COES (ELSOC, 2020)
Nota: para las categorías “Personas dañen bienes y propiedades del barrio en que usted vive”, y “Personas dañen propiedades en barrios distintos al que usted vive”, se pregunta específicamente en relación a las movilizaciones del 18/0.
Resultados Ponderados (con Diseño Muestral Complejo). N=1.190
El gráfico 26 muestra las respuestas obtenidas el 2019 a diversas preguntas referidas a la justificación de la violencia para el cambio social. En el gráfico advertimos que este tipo de violencia nunca se justifica en ninguna de las afirmaciones propuestas. Sin embargo, hay significativas diferencias en el nivel de justificación según tramos de edad: los encuestados más jóvenes son más proclives a aceptar el uso de la violencia para el cambio social que las personas mayores.
GRÁFICO 27: Caracterización opinión pública sobre cambio constitucional
Fuente: Observatorio de Conflictos de COES (ELSOC, 2020)
También, las personas que más asisten a movilizaciones sociales son las más proclives a aceptar el uso de la violencia que quienes no asisten a dichas movilizaciones. Además, los hombres más jóvenes están mas dispuestos al uso de dichas acciones para promover el cambio social. Respecto a la opinión que existe sobre la Constitución actual, hay una proporción importante de personas que es favorable al cambio de ella, proporción que aumenta el año 2019 (82 %), versus solo el 7 % de los encuestados que está de acuerdo con la actual Constitución. Entre las personas estudiadas, son las más jóvenes quienes están más a favor del cambio de la Constitución (ver gráfico 27).
USO DE LA FUERZA
Se concluye esta parte 1 mencionando que diversos informes, entre los que podemos mencionar el del Instituto Nacional de Derechos Humanos (2020), el de Amnistía Internacional (2020), o el de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (2019) han alertado acerca de los problemas endémicos del uso de la fuerza policial y, asimismo, estos reportes han mostrado que esta violencia se incrementó durante el estallido social.
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PARTE 2
Esta segunda parte busca avanzar en la explicación de lo que sucede en el país, considerando que el proceso antes descrito mediante información descriptiva proveniente de diversos campos y niveles, presenta un carácter complejo donde se reconocen elementos constitucionales, institucionales y relacionales. Por tanto, en esta parte se propone reflexionar sobre los conflictos presentes dentro de cada nivel y las relaciones que existen entre ellos.
A partir de lo anterior, se desarrollarán algunas ideas sobre cómo, complementando la representación democrática con aspectos participativos y deliberativos, puede fortalecerse y renovarse el ethos democrático que ya existe. Asimismo, nos interesa mostrar especialmente cómo la educación y la formación ciudadana podrían jugar un rol fundamental en el fortalecimiento de la democracia, tanto como institución y como ethos.
SOBRE EL CONTEXTO
La descripción y análisis de los datos expuestos previamente en la parte 1 de este reporte nos llevan a afirmar la existencia de un conjunto de “nudos” y “tensiones” que contribuirían a entender lo que actualmente sucede en Chile. Pero estos nudos y tensiones no solo permiten entender el presente nacional, sino que igualmente el estallido social de 2019. Este estallido tenía sus antecedentes en algunos movimientos sociales de índole indígena, como el Wallmapu7 y educativo, como las manifestaciones estudiantiles que se han producido desde el 2000 en adelante. Todas esas movilizaciones han cuestionado el modelo económico, social y político existente en el país. En particular, se han cuestionado duramente los resultados obtenidos de la implantación de un modelo neoliberal impuesto a través de una Constitución aprobada de manera fraudulenta durante la última dictadura civil-militar chilena.
En particular, con el denominado estallido social se decantan algunas interrogantes respecto a cómo fue que los sectores que no están institucionalmente instruidos en política (la juventud chilena con ausencia de una educación cívica formal y que tuvieron en los años de posdictadura un acceso amplio a la educación superior vía créditos), fueron los que activaron el proceso social que se desencadenó en el estallido social.
Se podría indicar que aspectos vinculados con la formación ciudadana están dentro de los aprendizajes curriculares formales, no obstante, estudios como el ICSS 2016 realizado a estudiantes de octavo básico (Agencia de la Calidad de la Educación, 2017) dan cuenta de la baja adhesión a sistemas políticos tradicionales y una alta valoración a expresar sus opiniones en espacios fuera del marco legal. Esto nos lleva a preguntarnos ¿las experiencias en torno a la organización fuera de los márgenes institucionales reportan una mayor legitimidad para los jóvenes? y ¿dónde se generan estos aprendizajes?
Y una de las explicaciones posibles de aducir para lo sucedido es que el país se ha adherido a un principio democrático liberal impuesto y protegido en la Constitución redactada en el 80 durante la dictadura civil-militar de Pinochet, lo que ha generado, entre otros problemas, la brutal desigualdad existente en Chile. Existen antecedentes de una clara convergencia ideológica respecto del modelo económico entre quienes asumieron la gestión del modelo heredado de la dictadura y quienes lo instalaron.
Sin embargo, la adhesión a este principio neoliberal del que hablábamos en el párrafo anterior ha sido fuertemente tensionada y cuestionada por la ciudadanía en las movilizaciones de
7 Wallmapu es el nombre que algunos grupos y movimientos indigenistas asignan al territorio que los mapuches habitan.
2011 y continuadas con fuerza desde el 2019 hasta ahora. La fidelidad al principio democrático neoliberal ha generado una enorme dificultad para vernos a nosotros mismos como un colectivo social y, por tanto, más bien en el país, el sujeto tiende a verse como individuo (esto a su vez se conecta con lo dicho respecto a la matriz ideológica del liberalismo que se enfoca en las libertades y derechos del individuo). En otras palabras, se produce un proceso de fragmentación social impulsado por la socialización, lo que impondría la singularidad como una evidencia. De otro modo, la socialización ya no es puesta al servicio de la integración social, sino de su fragmentación (Martucelli, 2010), permitiendo producir las subjetividades que un determinado modo de producción necesita.
Por ende, lo anterior genera un desafío importante de cara al futuro en Chile: pensar en sujetos colectivos que no estén sometidos a la sospecha o la desconfianza. Además, se precisa la necesidad de determinar cuáles son las fortalezas y las debilidades en las relaciones sociales que permitirían pensar una nueva democracia o una democracia alternativa a la existente. Los contornos de la nueva democracia se amplían incluyendo progresivamente un reemplazo de la representación a otra de carácter participativo.
Pero, en particular, ¿cuáles son los nudos o tensiones que estarían sustentando el/los problemas existentes en Chile?
Hemos detectado tres tipos de nudos entrelazados y algunas tensiones generadas entre ellos. Un primer gran nudo estaría situado en el nivel constitucional.
Chile aún es regido por la Constitución de 1980, redactada en plena dictadura civil- militar de Augusto Pinochet e impuesta mediante un plebiscito sin un padrón electoral, con vocales de mesa designados, con poca libertad de prensa y con el derecho a reunión y movimiento restringido. Recientemente, en octubre de 2020, mediante un plebiscito, se ha iniciado el proceso para la futura redacción de una nueva constitución mediante una asamblea constituyente. Hasta la fecha, el problema ha sido que la actual Constitución del 80 ha tenido por propósito declarado el impedir cualquier iniciativa individual o colectiva que pueda tener como resultado la transformación del ideario económico. Y de ella se deriva que su problema principal no es con los movimientos sociales, sino con el cambio social y político que afecte el modelo económico. El sistema de representación existente fue diseñado para no mediar suficientemente la realidad de la nueva ciudadanía chilena, lo que ha derivado en una tensión importante entre Constitución y democracia. Y, consecuentemente, lo anterior dio lugar a una cultura política donde los representantes se volvieron proveedores y utilizan los derechos como sobornos.
De esta forma, la Constitución del 80 ha sustentado una cultura política individualista y peticionaria que reconoce en la autoridad un “dador” de derechos, incentivando el reconocimiento de derechos como dádivas. En cambio, actualmente, mayoritariamente la ciudadanía es partidaria de una nueva constitución entendida como comunidad, donde se determinen las estructuras e instituciones que reproducen la desigualdad, concentran el poder y no reconocen la complejidad y la diversidad de la realidad social. Se busca, por tanto, una nueva constitución sustentada no ya en un principio neoliberal, sino que en un principio de reconocimiento. Una constitución define el nosotros que se organiza y orienta por ella. La Constitución chilena no reconoce, por ejemplo, de forma explícita, la existencia de los diversos pueblos originarios, su cultura y su autonomía política. Se trata de una Constitución que homogeneiza y no acoge la diversidad (sea esta del tipo que sea). De allí que el “nosotros” que se deriva de ella no sea inclusivo, niegue el reconocimiento, y no permita la emergencia de una comunidad que se reconoce con sus diferencias. Chile es un país diverso étnicamente, donde existen
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diversas lenguas y culturas, y que debe avanzar en la integración de todos quienes viven en el territorio. De allí la necesidad de cambios en el nivel constitucional.
A nivel institucional y de cómo ellas se atan con la ley hemos detectado un segundo nudo.
En este nudo encontramos dos tipos importantes de instituciones: aquellas de representación y las instituciones económicas, ambas atadas por el régimen jurídico vigente y, por tanto, ambas no pueden responder a la tensión con la sociedad. Las primeras (de representación), porque no promueven los intereses de los representados, sino los propios (entre otras cosas). Las segundas, porque responden a un modelo extractivista depredador y debido a que tienden a la acumulación del capital y la desigual distribución de los bienes producidos por el desarrollo. Las movilizaciones sociales han cuestionado el carácter depredador de este modelo, modelo que afecta gravemente al medio ambiente en favor de intereses privados. En Chile hay un modelo de desarrollo de acumulación capitalista con un Estado con escasa capacidad regulatoria y un sistema de partidos “cartelizado”. En particular, durante el periodo 1990 a 2020 se observa una profundización del modelo de economía de libre mercado, especialmente durante los primeros tres gobiernos de regreso a la democracia, con un fuerte debilitamiento en la capacidad regulatoria del Estado en ámbitos como la educación, las relaciones laborales, la salud u obras públicas, entre otros. Se instala la percepción en la ciudadanía de que el Estado no interviene en múltiples situaciones de fallos de mercado y abuso por asimetría en uso de información, abuso de posición dominante y diferentes casos de colusión entre empresas.
Los resultados económicos del modelo son pobres en términos de redistribución y acceso a seguridad social. El modelo neoliberal maximiza la rentabilidad y la acumulación de grupos económicos, subsidiados por el Estado, pero la propia definición constitucional del rol del Estado impide su injerencia para poder intervenir asumiendo el rol redistribuidor. Se trata de un agotamiento de legitimidad de instituciones tradicionales de la política, pero también de todas aquellas que permiten sostener relaciones desiguales entre grupos.
El modelo chileno ha generado una profunda desigualdad que se reproduce y mantiene en instituciones que hacen muy difícil propender a orientaciones alternativas. Hay asimismo una tensión entre lo inorgánico y lo orgánico: existe una tensión entre movimientos sociales y las instituciones, lo que se traduce al nivel de la representación política. Así, una parte de la ciudadanía no tiene representantes políticos con los que se identifique, a su vez, el sistema es centralizado y no profundiza en modelos de autonomía política y local.
Además, observamos crecientes niveles de desconfianza vertical hacia las autoridades y horizontal hacia otros ciudadanos, con la persistencia de una cultura individualista y un debilitamiento de la disposición cooperativa. Esta situación previamente descrita puede ser entendida como un proceso en el que se demanda por más y mejor democracia. La democracia como ethos es aceptada, pero en tanto institución es cuestionada profundamente. La demanda de participación implica el paso progresivo de una democracia representativa a otra deliberativa y participativa. Del mismo modo, la percepción de los ciudadanos es que las instituciones operan diferenciadamente, esto es, ofreciendo derechos diferenciales a ricos y pobres (por ejemplo, existiría una educación para ricos y para pobres o una justicia que castiga duramente a quienes carecen de recursos y que es blanda con quienes los poseen).
Asimismo, se observa que el sistema de partidos políticos aparece como una estructura “cartelizada” que impide la manifestación de las demandas mayoritarias y obstruye cambios al sistema económico e institucional. Tampoco la democracia entra en el aula y no se piensa esta como un espacio de ciudadanía y participación.
Respecto a la afirmación previa referida a la democracia en el aula, debemos agregar que en el país, ha cobrado importancia la formación ciudadana en las escuelas, entendida esta como un área que se vincula directamente con el desarrollo de los ciudadanos, por medio de contenidos, procedimientos y actitudes que promueven la convivencia democrática ampliando con ello la noción de ciudadanía tradicional, circunscrito a lo normativo y legal. De esta forma, se van incorporando en el currículum (desde el cambio que comenzó a regir hacia fines de 1990 hasta las bases curriculares actuales) aspectos relacionados con una ciudadanía social, crítica y activa, aunque sigue primando una visión centrada en los derechos individuales (liberal). Con ello, queda como desafío transitar hacia una concepción comunitaria (Magendzo, 2016).
Además, en el país se estableció como política educativa para todos los establecimientos reconocidos por el Estado, la creación de un Plan de Formación Ciudadana en el año 2016, cuyo propósito es integrar esta área en las escuelas a través de las necesidades y requerimientos de las comunidades educativas. Acá se evidencia una tensión, ya que la mayor parte de las escuelas en Chile han desarrollado pocas acciones enmarcadas en este plan, las que se realizan son de carácter más bien instrumental y la participación está reducida a la etapa de validación o difusión (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, 2018). También se registra desconocimiento de los estamentos de las escuelas y que la elaboración del plan recae en uno o dos docentes, generalmente de la asignatura de Historia y Ciencias Sociales (Zúñiga, Ojeda, Neira, Cortés y Moren, 2020).
La manera en que ha evolucionado la concreción de la formación ciudadana en las escuelas, la sitúa en un ámbito predominantemente minimalista (Kerr, 2002), con algunos atisbos maximalistas, caracterizado por una integración del desarrollo ciudadano y político restringido respecto a los desafíos que el contexto social y político actual invita a implementar en el ámbito educativo. Esta predominancia minimalista genera un desajuste entre la experiencia política que se vive en la escuela y la que se expresa a nivel social. Esta integración restringida de la formación ciudadana se refleja de diferentes maneras:
» Distancia entre el discurso normativo en torno a la formación ciudadana (FC) y la experiencia de aprendizaje político en el espacio escolar. El discurso normativo penetra fuertemente en una serie de dispositivos para orientación de la FC a nivel escolar, como el curriculum y sus diversos vínculos con el área, como el Plan de Formación Ciudadana, Plan de Mejoramiento Educativo (PME), el Proyecto Educativo Institucional (PEI), o el Reglamento para la convivencia escolar, entre otros. Sin embargo, y a pesar que el mundo escolar hoy tiene asumido la elaboración de estos dispositivos, estos no logran permear y transformar las prácticas escolares en su cotidianeidad, es decir, permitir que estos procesos ayuden a tomar decisiones personales y colectivas y donde la participación de los diversos actores en el diseño e implementación de dichos dispositivos sea esencial en su desarrollo. Esta forma de inserción de la FC asegura su presencia en cuanto dispositivos reglamentarios que permiten evidenciar un avance, pero dichos dispositivos no obligan a desarrollar experiencias formativas auténticas en torno a lo político durante la vida escolar, disociando la experiencia de aprender como un acto político que efectivamente “entrene” en esa importante competencia ciudadana.
» Esta manera de integración de la FC en el mundo escolar visibiliza una segunda problemática para su desarrollo, expresada en una visión discursiva/neutral de lo político. En la escuela se ven reducidas las opciones de vivencia de lo político, pues todavía subsiste la comprensión de su aprendizaje como un espacio estanco, asociado a una
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asignatura más que a la construcción de una experiencia integral del proyecto vital personal y colectivo de los sujetos participantes. Y en esa comprensión, se somete a una fragmentación donde se aprende solo discursivamente la FC, y los demás aspectos centrales de carácter procedimental y ético no se expresan en la misma medida en la experiencia escolar. Así, la noción de deliberación, controversia y conflicto, problematización de temas socialmente relevantes, y participación deliberativa en los procesos educativos, resulta ser una experiencia de casos especiales más que de la construcción impulsada legal e institucionalmente en los establecimientos escolares.
Esta descripción de la integración de la FC resulta ejemplar y reflejo de la forma en que nuestra institucionalidad en distintos niveles genera -o no genera- espacios para la participación y la toma de decisiones desde las escalas más locales de encuentro de la comunidad y escalas nacionales de construcción colectiva.
El mundo escolar como espacio público de presencia obligatoria de distintos actores sociales es así la expresión de las tensiones entre las demandas de movimientos sociales actuales y la respuesta restringida de la institucionalidad vigente y su expresión legal. La respuesta vigente de FC no resulta representativa para los estudiantes, los que en su gran mayoría viven y aprenden lo político fuera de la experiencia escolar curricular.
Por último, detectamos un nudo a nivel relacional, observando relaciones sociales marcadas por una profunda desigualdad y segregación. Esta desigualdad y la segregación que las afirma impiden el reconocimiento mutuo. Como efecto de dicha desigualdad, un nudo importante se produce en el efecto que las instituciones sociales, políticas y económicas –que hoy se encuentran agotadas y deslegitimadas– tienen en el universo relacional del sujeto tanto a nivel social, como laboral y afectivo. Existe una dimensión de las estructuras abusivas que impacta en las formas de vida del sujeto y determinan a su vez el modo en que esas relaciones se producen. Se cuestionan las relaciones sociales que permiten reproducir cotidianamente el modelo, cuestionándose la autoridad ciega, las jerarquías y las diversas formas de discriminación existentes en el país. Por ejemplo, lo anterior produce que a nivel educativo también surjan problemas relacionales: el aula no se piensa como espacio democrático y no piensa a sus estudiantes como (futuros) ciudadanos.
En el nivel relacional pueden constatarse, además de lo anterior, la existencia de fuertes estereotipos grupales. Así, los diferentes grupos formados por aquellas dimensiones relevantes a la hora de segmentar la sociedad (sexo/género, orientación sexual, clase social, etnia o categorización política) mantienen estereotipos intergrupales sumamente negativos respecto de sus exogrupos. Todo ello no hace sino dar cuenta del enorme desafío de construir una sociedad inclusiva y categorías supraordenadas con las cuales todos puedan sentirse identificados. De allí que los desafíos constitucionales, la construcción o definición de un nosotros, resulte fundamental.
Estas tres dimensiones descritas como nudos que limitan o atan al país y las tensiones generadas entre estos niveles (constitucional, institucional y relacional) han sido propuestas por varios autores (Maddison, 2017; Schaap, 2006; Cárdenas, 2020) como capas o dimensiones que deben ser abordadas en los procesos de reconciliación exitosos.
De allí que sea posible pensar que en el país hay una deuda pendiente con una genuina democratización y situaría el proceso de reconciliación política chileno entre aquellos que no han sido efectivos o eficientes a la hora de permitirnos transitar desde climas de violencia a otros de paz. La renuncia a realizar los cambios comprometidos a la ciudadanía (por ejemplo, nueva constitución o transformaciones económicas que se tradujeran en mayores niveles
de igualdad) por los gobiernos posdictatoriales retorna como demanda a la escena política. Chile nunca fue tan desigual como hemos podido constatar en la última década.
Existen diversos estudios que muestran el contraste entre los bullados éxitos económicos del modelo chileno (crecimiento sostenido) con sus logros reales a la hora de transformarlo en indicadores de calidad de vida. Así, se evidencian altos niveles de concentración de la riqueza (López, Figueroa y Gutiérrez, 2013) y un aumento sostenido de la desigualdad (Ministerio de Desarrollo Social, 2015); al mismo tiempo que existe una marcada infravaloración del mercado laboral, un sistema educativo altamente segregado (Santos y Elacqua, 2016) y un sistema universitario excesivamente privatizado (Zurita, 2015). Todo ello ha generado altos niveles de endeudamiento estudiantil (Kremerman, Páez y Sáez, 2016) y altos niveles de endeudamiento general en los hogares chilenos (Banco Central, 2017; Ruíz-Tagle, García y Miranda, 2013), así como el hundimiento progresivo de los asalariados hacia la pobreza (Durán y Kremerman, 2017). Lo anterior se ha visto agravado por un sistema de pensiones basado en la capitalización individual del ahorro, administrado por entidades privadas (Fundación Sol, 2014), y un sistema de salud que, en comparación con otros países de la OCDE, muestra bajos niveles de inversión pública, número limitado de proveedores de atención médica y un sentimiento generalizado de descontento por parte de la población chilena (Goic, 2015).
Varias décadas de neoliberalismo han venido produciendo un creciente malestar social (Aceituno, Miranda y Jiménez, 2012), caracterizado por un marcado proceso de despolitización (Angelcos, 2011), bajos niveles de confianza en las instituciones (Proyecto de Opinión Pública de América Latina, 2014), bajos niveles de participación formal (como son los procesos electorales) y un muy evidente descrédito de la política (Valenzuela, 2011).
De esta forma, la demanda social (nivel relacional), debe ser mediada políticamente (nivel institucional) buscando crear, enmendar o derogar normas jurídicas relativas a esa demanda (nivel constitucional). Así cada nivel está atado, así cada nivel es tensionado por los demás.
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
INTRODUCCIÓN
Sin duda alguna, una investigación en torno al desencanto de la democracia resulta, no solo oportuna, sino pertinente, debido a que se han vuelto cotidianas las contravenciones e inconsistencias flagrantes sobre sus principios básicos; también son noticia diaria las manifestaciones públicas con las que las poblaciones a lo largo del planeta intentan exigir el respeto a este sistema político, percibido globalmente como el más acertado. No obstante, un análisis en torno a la democracia entraña también dificultades, relacionadas, por una parte, con el gran número de temas importantes estrechamente asociados a ella, y por otra, con recabar información estadística relativamente objetiva, sobre cómo se percibe la presencia de sus principios y valores a nivel nacional. Consecuentemente, y con respecto al discurrir democrático en los años recientes en Colombia, centramos el análisis en torno a seis temas: a) encanto vs. desencanto b) desigualdades socioeconómicas c) conflicto armado d) personalismos políticos e) corrupción y f) la protesta social. Los criterios para su selección y el orden en que los presentamos responden a que iniciamos este análisis preguntándonos si el desencanto en torno a la democracia en Colombia proviene de un encantamiento previo o si más bien es la extensión de un desencantamiento constante en la historia de este país. Seguidamente, ofrecemos algunos datos y reflexiones sobre el contexto de desigualdad socioeconómica que en Colombia ha sido de muy larga duración y con implicaciones en otras esferas, como la política; de allí, que se relacione estrechamente con nuestro tercer tema, el conflicto armado, del cual las desigualdades fueron causa y han sido consecuencia. Luego, el tema de los personalismos políticos, en el caso del expresidente Álvaro Uribe, responde al papel fundamental que jugó no solo en términos del escalamiento de esta guerra interna, sino también de lo funcional que dicha guerra le resultó a su forma particular de gobierno y a sus políticas y a la influencia que aun mantiene en el gobierno. La creciente presencia del fenómeno de la corrupción en diversos ámbitos de la realidad colombiana, y con profundas consecuencias políticas, es el tema que antecede a nuestro tema final, las recientes movilizaciones populares especialmente porque, aunque se iniciaron debido a un incidente de corrupción en una de las universidades colombianas, han terminado recogiendo una gran variedad de demandas sobre los principales problemas que agobian a la población.
En términos de la información estadística, acudimos a varias bases de datos: V-Dem (2020), porque ofrece las series de tiempo más largas, aunque su información es recabada solamente por expertos en el tema; el ‘Barómetro de las Américas - LAPOP’ (2018) pues, a partir de una muestra representativa a nivel nacional de 1.663 personas, abordó con mayor precisión una serie de variables de nuestro particular interés, como las relacionadas con los personalismos políticos y la protesta social. Además, ya contamos también con algunos resultados de la versión 2020, aunque todavía no haya acceso a las bases de datos; y también acudimos a la ‘Encuesta de Cultura Política y Ciudadana’ (2019) del Departamento Nacional de Estadística (DANE), que ofrece la base de datos más reciente y que, además de indagar por la satisfacción con la democracia y los procesos electorales, entre varios otros, tomó información de una muestra nacional de 31 mil 813 personas representativas de todos los estratos socioeconómicos de la población urbana y rural. A lo largo del análisis, y en algunos casos, también pusimos de presente algunas dificultades importantes que conlleva tanto la toma, como la interpretación de los datos estadísticos de un tema tan complejo.
¿HA HABIDO ENCANTO EN TORNO A LA DEMOCRACIA EN COLOMBIA?
Analizar el desencanto democrático implica que ha habido un ‘encantamiento’ alrededor de la democracia. Nuestra hipótesis inicial era que, dados los altos niveles de desigualdad socioeconómica, los hechos frecuentes de corrupción y sobre todo el largo e intenso contexto de conflicto armado, en Colombia no ha habido un encantamiento en torno a la democracia o que este era muy débil; de allí, que al revisar los datos estadísticos esperábamos encontrar valores históricos y recientes muy bajos en torno a la importancia que se le atribuye a la democracia.
Sin embargo, lo que encontramos al analizar las cifras de las bases de datos ya mencionadas, contradice nuestra hipótesis e indica que no solo sí ha habido un encantamiento en torno a la democracia, cuyo punto más alto se puede ubicar entre los años 2014 y 2015, sino que, además, a partir de allí y hasta este momento, se observa una marcada tendencia de desencanto. Los valores (entre 0 y 1) de los cinco tipos de democracia sobre los que trabaja el sistema de información V-Dem, así lo confirman (gráfico 1):
GRÁFICO 1: ¿Hasta qué punto se alcanza el ideal de democracia deliberativa, ELECTORAL, PARTICIPATIVA, IGUALITARIA, Y LIBERAL?
Fuente: V-Dem (2020).
El gráfico 1 muestra cifras para un lapso de tiempo desde 1955 hasta el presente, porque durante este se presentaron importantes hitos en la historia política y democrática de Colombia, con repercusiones hasta hoy. Muestra, además, varias tendencias entre los cinco tipos de democracia y algunas particularidades, que se analizan a continuación: a) Una tendencia es que todos los tipos de democracia analizados por V-Dem, evidencian un incremento en 1957, que podría ser resultado de que, a finales de
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este año, por primera vez en Colombia la población votó un plebiscito que resultó en la aprobación de lo que se conoce como el Frente Nacional; este podría resumirse en un acuerdo de paz entre los dos partidos mayoritarios tradicionales (Liberal y Conservador), pero que además incluyó otras reformas como el derecho al voto para las mujeres y una inversión no menor del 10 % del presupuesto nacional para la educación pública. No obstante, la oposición fue importante, ya que, entre otros hechos, este acuerdo excluyó a los demás partidos políticos del acceso al poder.
b) Otro comportamiento común de los cinco indicadores muestra que su punto más alto se alcanzó muy recientemente, entre 2014 y 2018, hecho que encuentra su explicación en que, a partir del año 2012, y después de casi sesenta años de conflicto armado, comienzan las negociaciones con el grupo guerrillero más grande, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP), que culminaron con la firma de los Acuerdos de Paz, en junio del año 2016.
c) Sin embargo, la tercera tendencia muestra que para los cinco indicadores todas las cifras han decrecido constantemente desde 2014 hasta 2019, que es el año con los datos más recientemente recopilados, dejando la posibilidad de que sigan decreciendo. La explicación más plausible es que estas cifras reflejan la poca confianza que ha generado el incumplimiento de los Acuerdos de Paz por parte del gobierno actual. Una comparación entre estos valores se muestra en la tabla 1:
TABLA 1: Mínimos y máximos históricos cinco tipos de democracia (1955-2019)
Fuente: V-Dem (2020).
d) Pasando a las particularidades, se tiene que la democracia deliberativa se centra en el proceso mediante el cual se toman decisiones en un sistema de gobierno; la importancia de dicho proceso deliberativo es que el razonamiento público, centrado en el bien común, motiva decisiones políticas, en contraste con los llamamientos emocionales, los lazos solidarios, los intereses parroquiales o la coacción.1
1 El índice de democracia deliberativa está compuesto por los subíndices de justificación razonada, bien común, respeto a los contraargumentos, rango de consulta, compromiso de la sociedad y también tiene en cuenta el nivel de democracia electoral.
En el caso Colombia, y al comparar los cinco tipos de democracia, el indicador de democracia deliberativa es el que muestra un comportamiento más errático a lo largo del tiempo, con subidas y bajadas pronunciadas, que se mantienen en los últimos veinte años. Este indicador se incrementó moderadamente a partir de 1957 hasta 1974, año en que hubo un crecimiento muy importante (de 0,14 a 0,29) que se mantuvo hasta 1977 (con 0,28) para disminuir de nuevo a sus niveles promedio (alrededor de 0,14). Entre los hechos políticos que pueden explicar estas cifras se tiene la elección del primer presidente (Alfonso López del Partido Liberal) que, al no hacer parte del Frente Nacional terminó con la hegemonía política que este pacto tuvo desde 1957, apuntando a una apertura política y carácter reformista que finalmente no se respaldó con hechos. Al contrario, a lo largo de su mandato hubo una crisis, debido al alza de los productos básicos, de los servicios públicos, a la eliminación de subsidios y a la imposición de nuevos impuestos que junto con el lema presidencial de “convertir a Colombia en el Japón de Sudamérica” se expresó en la consolidación de los grandes monopolios económicos, fortaleciendo la economía exportadora, para el beneficio de los monopolios locales y extranjeros. De allí que, en 1977, las centrales obreras y sus demandas convocaron e hicieron efectivo un paro a escala nacional que, después de ser declarado subversivo, convocó a la mayoría de los sectores de la sociedad y que terminó violentamente, con más de veinticinco muertos, miles de detenidos y toque de queda nacional. Este estallido ciudadano, que marcó un hito en la historia de este país, fue recogido por el siguiente presidente electo, Julio Cesar Turbay (1978-1982), como una insurrección subversiva; Turbay, después de Uribe, es quien ha tenido la administración presidencial más represiva en la historia de Colombia.
La democracia deliberativa también tuvo un fuerte descenso en los años 2003 y 2004, en los que pasó de 0,37 (2002) a 0,2 (2004). Para entonces, el primer período presidencial de Álvaro Uribe duraba dos años, en los que mientras la economía mostraba un repunte, en el campo militar se daban duros golpes a la guerrilla; su política bandera, “la seguridad democrática”, no solo escaló dramáticamente la violencia del conflicto armado, sino que polarizó al país. Esta básicamente consistió en: […] tres líneas de acción: la primera, la continuación de la ofensiva contra las FARC, activada al final del gobierno anterior; la segunda, una ‘política de paz’ con los paramilitares, y la tercera, un grupo de políticas específicas –como los soldados campesinos, los estímulos a la deserción y las redes de informantes– destinadas a alimentar a las otras dos […] La aplicación militar de esta política de seguridad constituyó un ‘plan de guerra’. Sin embargo, en el contexto oficial de no aceptar la existencia del conflicto armado interno se le llama Plan Patriota, que es complementario al Plan Colombia contra las drogas, iniciado en 2001 con apoyo de Estados Unidos. (Leal, 2006: 12 – cursivas nuestras)
Este plan de guerra, combinado con el Plan Colombia, que en última instancia también fue un plan anti insurgencia (Duro, 2002; Ferro at al., 2003; Murcia, 2016), trajo el consecuente escalamiento del conflicto armado (tema que se retoma con mayor análisis más adelante), lo que a su vez, implicó otra serie de efectos: entre los más sobresalientes están el masivo desplazamiento forzado e interno de población, las múltiples masacres de pobladores rurales y lo que “[…] eufemísticamente se conoció en los medios como los ‘falsos positivos’, que fueron asesinatos extrajudiciales de civiles por parte del miembros del ejército colombiano, quienes recibían a cambio un pago al presentarlos como guerrilleros dados de baja en combate” (Castillo, 2010: 58). La agencia de cooperación alemana MISEREOR describió la situación así:
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina. Amenazas y oportunidades para el cambio
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
[…] la política de seguridad democrática del actual gobierno pretende involucrar a toda la sociedad en el conflicto armado, ha intentado cambiar la constitución en su afán por ignorar el principio entre combatientes y no combatientes. El gobierno mide a la sociedad civil bajo la máxima de o estás conmigo o estás contra mí. (DW, 2005:1)
Adicionalmente, un acercamiento a los datos de los últimos treinta años del V-Dem muestra que es justamente durante los dos períodos presidenciales de Uribe (2002-2010), que no solo el índice de democracia deliberativa disminuyó (de 0,37 en 2002 a 0,2 hasta 2006), sino que también lo hacen las cifras de ‘Freedom from torture’ (de 1,58 en 2002 a 1,45 en 2004) y de ‘Freedom from political killings’ (de 1,46 e 2002 a 1,25 en 2004). Aunque a partir de estos años, y antes de que terminara el segundo período presidencial de Uribe, el V-Dem muestra una mejora para estos tres indicadores, estas cifras tienen una alta probabilidad de demostrarse equivocadas, una vez la justicia compruebe sus continuas violaciones a los DD.HH. como política de Estado. A partir de entonces los valores de la democracia deliberativa crecieron hasta llegar a 0,59, en el año 2015, para decrecer de nuevo, siendo este, entre los cinco, el valor que más disminuye; la relación entre conflicto armado en Colombia y la democracia se analiza más adelante.
e) La democracia liberal, por su parte, enfatiza la importancia de proteger los derechos individuales y de las minorías contra la tiranía del Estado y la tiranía de la mayoría. El modelo liberal tiene una visión “negativa” del poder político en la medida en que juzga la calidad de la democracia por los límites impuestos al gobierno. Esto se logra mediante libertades civiles protegidas constitucionalmente, un Estado de derecho sólido, un poder judicial independiente y controles y equilibrios efectivos que, en conjunto, limitan el ejercicio del poder ejecutivo.2
En torno a la democracia liberal, también se observa un incremento importante de 1957 a 1959, pasando de 0,11 a 0,25, y manteniendo un crecimiento moderado hasta 1992 (0,42) para seguir creciendo hasta su máximo histórico en 2015 con 0,57, cuando inicia una caída que en el año 2019 va en 0,5. El incremento de 1992 podría deberse a la modificación de la Constitución nacional, también conocida como la Constitución de los Derechos Humanos y que en 1991 reemplazó a la conservadora constitución de 1886; por otra parte, el máximo histórico de 2015 podría explicarse, también, por los avances en torno a las conversaciones de paz, mientras que su caída de 2019 podría responder, justamente, a la poca voluntad que ha demostrado el actual gobierno para cumplir y poner en marcha los Acuerdos de Paz; de ello se han derivado una serie de hechos violentos que se focalizan en ciertas regiones del país, como los departamentos de Cauca y Antioquia y en ciertos grupos, como los excombatientes y los defensores de los derechos humanos.
A pesar de estas explicaciones, sorprende el valor alto que alcanza el indicador de democracia liberal, debido a que este enfatiza en la “[…] importancia de proteger los derechos individuales y de las minorías contra la tiranía del Estado y la tiranía de la mayoría” (definición del V-Dem), este valor no se corresponde con las condiciones de desigualdad socioeconómica y de estigmatización y persecución política de los movimientos de izquierda, que a mediados del siglo pasado dieron origen de conflicto armado en Colombia. Reconociendo que la represión de movimientos armados (sean políticos o criminales) no contradice los principios de la demo-
2 El índice de democracia liberal está compuesto por los subíndices de igualdad ante la ley y libertades individuales, restricciones judiciales al poder ejecutivo, restricciones legislativas al poder ejecutivo y también toma en cuenta el índice de democracia electoral.
cracia liberal y, por el contrario, el Estado liberal y los gobiernos democráticos están constitucionalmente, y de facto, obligados a proteger al resto de la sociedad contra dicha violencia, actuar extrajudicialmente sí va del todo en contravía de dichos principios constitucionalmente democráticos; actualmente la justicia investiga al expresidente Uribe por 51 causas, entre ellas haber permitido la violación de derechos humanos y su relación directa con grupos paraestatales, en ese intento guerrerista de darle “seguridad democrática” a una nación sacudida ya por sesenta años de guerra (HRW, 2006; Sanjuan et.al. 2010; Borda, 2012).
f) La democracia electoral busca encarnar el valor fundamental de hacer que los gobernantes (que llegan a ser tales, mediante la competencia electoral y la aprobación del electorado en circunstancias en las que el sufragio es extenso) respondan a los ciudadanos. Este indicador incluye, además, la capacidad de las organizaciones políticas y de la sociedad civil para operar libremente; que las elecciones sean limpias y no estén empañadas por fraudes o irregularidades sistemáticas y que exista la libertad de expresión y medios de comunicación independientes capaces de presentar puntos de vista alternativos sobre asuntos de relevancia política.3
En el año 1958 (0,22) hubo un incremento importante que en 1959 llegó a 0,36 y que puede responder al acuerdo del Frente Nacional, ya mencionado. A partir de entonces, muestra una trayectoria de crecimientos y descensos moderados, alcanzando su máximo histórico en el año 2015 (0,71). En los últimos cuatro años ha disminuido hasta alcanzar 0,67 en el año 2019, lo que también podría explicarse por el poco avance que el gobierno del actual presidente Iván Duque (y copartidario político de Álvaro Uribe) ha mostrado en torno al cumplimiento de los Acuerdos de Paz, defraudando con ello la expectativa de una paz estable y duradera. El muy alto valor que alcanza el indicador de democracia electoral, y que tanto su valor mínimo, como el máximo, sean los mayores dentro de todo el conjunto de valores, puede obedecer a la valoración que se hace, sobre todo desde afuera de Colombia, del ininterrumpido proceso de elecciones en nuestro país desde 1957; a diferencia de lo ocurrido en varios países de América Latina, y en especial del Cono Sur que, como sabemos, sufrieron severas dictaduras en los años sesenta, setenta y ochenta. En Colombia los procesos electorales se han mantenido ininterrumpidamente durante los últimos sesenta años.
g) La democracia participativa está motivada por la práctica fundamental de la democracia electoral y la delegación de autoridad en los representantes. Por lo tanto, este modelo de democracia da por sentado el sufragio, enfatizando el compromiso con las organizaciones de la sociedad civil, la democracia directa y los órganos electos subnacionales. Para que sea una medida de la democracia participativa, el índice también toma en cuenta el nivel de democracia electoral.4
3 En el esquema conceptual de la V-Dem, la democracia electoral se entiende como un elemento esencial de cualquier otra concepción de democracia representativa: liberal, participativa, deliberativa, igualitaria o alguna otra. El índice de democracia electoral está compuesto por los subíndices de libertad de expresión y fuentes alternativas de índice de información, libertad de asociación, proporción de la población que votó, elecciones limpias y cargos que se eligen.
4 El índice de democracia participativa está compuesto por los subíndices de participación de la sociedad civil, voto popular directo, gobierno local, gobierno regional y de democracia electoral.
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina. Amenazas y oportunidades para el cambio
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
Las cifras muestran un mínimo histórico de 0,05 en 1956 y un máximo de 0,48 en 2018; la mejora en 2018 podría responder al primer proceso de elección presidencial después de la firma de los Acuerdos de Paz, con cifras históricas de participación y que incluyó al partido político de la, anteriormente, guerrilla de las FARC. Aun así, los datos de la democracia participativa, junto con los de la democracia igualitaria, son los históricamente más bajos de todo el grupo pues, como era de esperarse, en un contexto de conflicto armado las posibilidades de participación política se inhibieron sustancialmente. De hecho, y consistente con nuestro análisis, en los cinco aspectos de los que se compone el Índice de Democracia de The Economist (pluralismo y proceso electoral, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política y libertades civiles) Colombia obtuvo en 2020, su puntaje más bajo en participación política, con cinco sobre diez (The Economist, 2020).
h) Finalmente, la democracia igualitaria sostiene que las desigualdades materiales e inmateriales inhiben el ejercicio de los derechos y libertades formales y disminuyen la capacidad de participación de los ciudadanos de todos los grupos sociales.5
No sorprende que los valores de la democracia igualitaria, incluyendo el valor máximo, sean no solo muy bajos, sino que se hayan mantenido más cerca del mínimo a lo largo de los años. Sus valores crecen significativamente a partir de 1959, desde 0,12, y mostrando solo un repunte alrededor de 1992, cuya explicación podría consistir en la ya mencionada nueva Constitución nacional de 1991, para alcanzar su máximo histórico en el año 2014 con 0,42, máximo aún por debajo de la media. Los valores disponibles de los últimos diez años muestran que mientras en el año 2009 se contó con un valor de 0,37, este valor creció hasta el máximo histórico ya mencionado (2014 con 0,42) y a partir de allí ha decrecido para retornar a 0,37 en 2019. Como se analiza más adelante, las condiciones de inequidad socioeconómica en Colombia no solo son de muy larga trayectoria, sino que se hacen cada vez más profundas. Por otra parte, en el Informe para Colombia del Barómetro de las Américas, 2018, se indaga sobre la satisfacción con la democracia, preguntando: “Cambiando de nuevo el tema, puede que la democracia tenga problemas, pero es mejor que cualquier otra forma de gobierno. ¿Hasta qué punto está de acuerdo o en desacuerdo con esta frase?” Las respuestas indican que, en una escala de 1 a 100, […] entre 2004 y 2018, el nivel promedio de apoyo a la democracia se ha ubicado por encima del punto medio (50) de esta medida. Por otra parte, la satisfacción con la democracia, aunque se ha mantenido cercana a 50, muestra un cambio substancial a partir de 2013. Entre 2004 y 2012, la satisfacción se encontraba por encima de 50 y a partir de ese año tuvo una disminución importante cercana a las 40 unidades, que se ha mantenido desde entonces. (Rivera et.al., 2019: 43)
Tanto ha decrecido la satisfacción con la democracia en Colombia que, según datos muy recientemente revelados por el equipo del Barómetro de las Américas, aunque un 60 % de la población mantiene el apoyo a la democracia como forma de gobierno, la satisfacción con ella alcanzó el año pasado (2020) su mínimo histórico, pues solo el 18 % de la población declara estar satisfecha con su funcionamiento (Observatorio de la Democracia, 2021).
5 Según los lineamientos del V-Dem, la democracia igualitaria se logra, primero, cuando los derechos y libertades de las personas se protegen por igual en todos los grupos sociales, cuando sus recursos se distribuyen por igual en todos los grupos sociales y cuando los grupos e individuos disfrutan de igual acceso al poder. Para convertirlo en una medida de democracia igualitaria, el índice también toma en cuenta el nivel de democracia electoral, además de los subíndices de equidad en la protección, equidad en el acceso al poder y equidad en la distribución de los recursos.
La encuesta de Cultura Política y Ciudadana del DANE no solo confirma estos resultados, sino que, con sus datos basados en la muestra nacional de 2019, revela un panorama aún más sombrío: al preguntar “En una escala de 1 a 5, en la que 1 significa muy insatisfecho(a) y 5 muy satisfecho(a), ¿qué tan satisfecho(a) se siente con la forma en que la democracia funciona en Colombia?”, solamente el 16,4 % del total de las personas encuestadas contestó que se siente muy satisfecho, mientras que el 47,1 % respondió que se siente muy insatisfecho; si sumamos a este último porcentaje aquellos que declararon no estar ni satisfechos, ni insatisfechos, el porcentaje llega a 80,9 % del total de la población.
De allí, que los datos indican que nuestra hipótesis inicial en torno a que no ha habido un encantamiento alrededor de la democracia estaba equivocada en varios sentidos:
» Los valores crecientes a lo largo del tiempo en los cinco tipos de democracia, generalmente a partir de finales de la década del 50, ponen en evidencia el progresivo encantamiento alrededor de la democracia.
» Los valores más altos en los cinco tipos de democracia (V-dem) son muy recientes y están concentrados entre el año 2014 y el año 2018 (período en que se negocian y firman los Acuerdos de Paz).
» También para todos los casos en los años más recientes estos valores han disminuido.
» Adicionalmente, es muy probable que la pandemia y sus efectos más evidentes estén incidiendo también en los bajos resultados actuales en torno a la satisfacción sobre el funcionamiento de la democracia; de hecho, al indagar sobre el problema más grave para los colombianos durante el año 2020 para los hombres continuó siendo la corrupción, mientras que para las mujeres fue la falta de servicio de salud (Observatorio de la Democracia, 2021: 5).
Podemos concluir, entonces, que no solo sí hubo un encantamiento en torno a la democracia, sino que este estuvo creciendo y se mantuvo hasta hace unos muy pocos años (entre 2014 y 2018) y es solo entonces cuando los valores de todos los tipos de democracia comienzan a decrecer.
No obstante, más allá de nuestra hipótesis inicial y como lo demuestran los datos del DANE y lo afirma el mismo informe del Barómetro de las Américas, Como resultado, en 2014 y 2016, las actitudes promedio de los colombianos son aquellas que se asocian con una democracia en riesgo, donde los ciudadanos no apoyan el sistema político y tienen bajos niveles de tolerancia política. En contraste, en 2018 se registra una leve mejoría respecto al 2016, pues hubo un aumento en los niveles de tolerancia política y de apoyo al sistema político. Bajo estas condiciones, las actitudes del colombiano promedio son favorables a una situación de estabilidad autoritaria. Se requiere una mejora en ambos frentes, especialmente en el nivel de tolerancia política, para que las actitudes ciudadanas favorezcan el desarrollo de una democracia estable en Colombia. (Rivera et.al., 2019: 43 – Cursivas nuestras).
El índice de Democracia de The Economist apoya esta apreciación.6
Las siguientes secciones ofrecen un análisis más detallado de algunas de las que consideramos las razones para el continuo desencanto que las cifras, desde 2015, muestran en torno a la democracia en Colombia.
6 Las cuatro categorías del Índice de Democracia de The Economist Unit (democracia plena, defectuosa, híbrida y regímenes autoritarios) ubican en 2020 solo al 8,4 % de la población global como ciudadanos de una democracia plena; siendo 1 la mejor posición, Colombia quedó ubicada en el puesto 46 de 165 países, y categorizada como una ‘democracia defectuosa’.
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
DESIGUALDADES EN COLOMBIA Y SU RELACIÓN
CON LA PERCEPCIÓN DE LA DEMOCRACIA
El nivel de las desigualdades no solo económicas y sociales, sino también de género, etnia y cultura, está ampliamente extendido en Colombia y se ha venido profundizando en los últimos años.
Las cifras son muy preocupantes para Latinoamérica en general: En 2017, el número de personas pobres en América Latina llegó a 184 millones, equivalente al 30.2 % de la población, al tiempo que el número de personas en situación de pobreza extrema se situó en 62 millones, representando el 10.2 % de la población. (Cepal, 2019: 79)
Mientras entre 2002 y 2014 tanto la pobreza, como la pobreza extrema se redujeron de manera significativa en América Latina, pasando de una tasa del 44,5 % al 27,8 %, en el primer caso y del 11,2 % al 7,8 %, en el segundo caso, en 2015 se inició un incremento en los dos fenómenos, que se ha mantenido hasta hoy.
Sin embargo, ha habido una leve reducción de los dos fenómenos en algunos países, entre ellos Colombia, en donde, las cifras de pobreza pasaron de 30,6 % en 2015 29,8 % en 2017, mientras la tasa de pobreza extrema pasó de 11,3 % en 2015 a 10,9 % en 2017. Aun así, Colombia se encuentra entre los países de la región con las tasas más altas, tanto de pobreza, como de pobreza extrema, según estimaciones de la CEPAL (tabla 2).
TABLA 2: Participación en el ingreso total, por quintiles de ingreso, EN ALGUNOS PAÍSES DE AMÉRICA LATINA (PORCENTAJES)
Fuente: CEPAL (2019: 41 - Encuestas de hogares más recientes de cada país)
Al comparar la diferencia en la distribución de ingresos de los hogares, por ejemplo, restando del ingreso captado por el quintil V (hogares con mayores ingresos) el quintil I (hogares de menores recursos), muestra que Brasil es el país más desigual de la región; no obstante, el grupo conformado por Colombia, junto con Costa Rica, México y Nicaragua, son los que ocupan el cuarto lugar en la escala de los países más desiguales de la región, bajo este mismo criterio.
En Colombia, el ingreso captado por el quintil V representa alrededor del 48 % del ingreso de los hogares, mientras que el ingreso del quintil I es en promedio de apenas un 5 % de los ingresos totales; aunque, de nuevo las cifras sobre la evolución de la distribución del ingreso muestran algunos leves progresos en este sentido (tabla 3):
TABLA 3: Distribución del ingreso en el quintil I en Colombia (2002 a 2017)
Cepal (2019: 73)
Según estimaciones de la misma organización, y dadas las altas cifras de Colombia, tanto de pobreza como de pobreza extrema, se requeriría una tasa de crecimiento de alrededor del 6 % anual o más, si no se produjera algún cambio de relevancia en la distribución de los ingresos medios; es decir, si se mantiene la práctica de que el incremento del ingreso promedio no beneficie principalmente a los hogares de menores recursos, no solo necesitaremos tasas muy altas de crecimiento anual, sino más tiempo para que estos hogares puedan rebasar las líneas de pobreza y pobreza extrema.
No obstante, dado que el porcentaje de la tasa de crecimiento anual del PIB en Colombia según el Banco Mundial (2020) de los últimos años ha sido: 4,5 (2014); 3 (2015); 2,1 (2016); 1,4 (2017); 2,5 (2018) y 3,3 (2019), la tasa de crecimiento requerida, y además en medio de los efectos económicos de la pandemia, será prácticamente imposible. De hecho, sin haber podido prever esta coyuntura, las proyecciones de la CEPAL de comienzo de 2019 indicaban que: […] de mantenerse un desempeño similar al histórico en materia de crecimiento y reducción de la desigualdad, el año en el que se alcanzarían las metas de reducción de la pobreza de los Objetivos del Desarrollo Sostenible sería el 2035 para Colombia, México, Honduras y El Salvador. (CEPAL, 2019: 96)
Revisando la distribución de la pobreza y pobreza extrema al interior de Colombia, recordemos que su ordenamiento territorial se compone actualmente de 32 departamentos, cada uno con su ciudad capital (o centro poblado), los departamentos están compuestos por municipios (1.103 en total), cada uno también con su centro poblado (cabecera municipal) y los municipios están subdivididos en veredas que, excepcionalmente tienen un centro poblado o caserío, y en donde habitan quienes estadísticamente se denominan “la población rural dispersa”, es decir, en su gran mayoría, campesinos, comunidades afrocolombianas, palenqueras, raizales y comunidades indígenas. Adicionalmente, en términos socioeconómicos, las poblaciones urbanas se ubican en seis estratos, siendo “uno” el de menores ingresos y
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina. Amenazas y oportunidades para el cambio
Fuente:
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condiciones de vida más bajas y “seis”, en el que se ubican las élites socioeconómicas; es importante anotar que actualmente la necesidad o inconveniencia de la estratificación socioeconómica está en discusión, pues no solo los límites establecidos, tanto el menor (estrato uno) como el mayor (estrato seis) no parecen recoger suficientemente las pobrezas y las riquezas extremas, sino que sus detractores argumentan criterios de carácter ético. Tan es así que se hizo necesario usar el estrato “0”, un estrato más bajo que el “uno”, que se denomina “conexión ilegal–pirata”, aludiendo a que el acceso a los servicios básicos de estas personas, cuando acceden a ellos, son conexiones ilegales.
El DANE mide, por una parte, la pobreza multidimensional, que incluye otra serie de factores, además de la capacidad de adquisición monetaria y, por otra, la pobreza y pobreza extrema en Colombia, mediante la pobreza monetaria y la pobreza monetaria extrema o indigencia, respectivamente.
La pobreza monetaria resulta de medir el ingreso corriente del hogar, dividido por el total de sus integrantes y se compara con el costo monetario de adquirir una canasta de bienes alimentarios y no alimentarios mínimos para la subsistencia; y la pobreza monetaria extrema o indigencia resulta de medir el ingreso corriente del hogar, dividido por el total de sus integrantes y se compara con el costo monetario de adquirir una canasta de alimentos (gráfico 2).
GRÁFICO 2: Porcentaje pobreza monetaria (2014 a 2018)
Fuente: DANE (2019: 5)
Con estos criterios se establecen líneas de pobreza y pobreza extrema monetaria diferentes para las trece ciudades y áreas metropolitanas del país, para las cabeceras de los municipios rurales, para los centros poblados rurales y la población rural dispersa. El cálculo de estos valores varía año a año dependiendo del Índice de Precios al Consumidor.
Aunque las estimaciones de la CEPAL arrojan cifras más altas para el total nacional que los cálculos del DANE, se pone en evidencia que las desigualdades entre la incidencia de la pobreza a nivel nacional y los centros poblados rurales y la población rural dispersa son enormes. Las desigualdades entre el país urbano y rural son históricas y aún mayores, cuando se comparan las trece ciudades y áreas metropolitanas del país con los centros poblados rurales y la población rural dispersa; los datos del año 2018 así lo muestran (gráfica 3):
GRÁFICO 3: Porcentajes pobreza monetaria (2018)
Las desigualdades también se ponen de presente, cuando se comparan los porcentajes de pobreza al interior de las trece ciudades y áreas metropolitanas; por ejemplo, mientras Manizales (ciudad capital de la zona donde se produce el café de exportación colombiano) tuvo, en 2018, la menor incidencia de pobreza a nivel nacional (11,9 %) y Bogotá (ciudad capital del país) tuvo la segunda cifra de pobreza más baja (12,4 %), Riohacha (uno de los departamentos con alta presencia de población indígena de Colombia) ocupó el segundo lugar con la incidencia más alta de pobreza en el país (47,5 %) y Quibdó (ciudad capital de uno de los departamentos habitado por comunidades afrocolombianas), tuvo las cifras de incidencia de pobreza más alta en el 2018 con 48,3 %; es decir, Quibdó tuvo cuatro veces más personas bajo la línea de pobreza que Bogotá.
Otra de las inequidades con mayor impacto en la historia de Colombia, y que también está presente de otros países de América Latina, es la forma como está distribuida la tierra; como se explica más adelante, en la sección del conflicto armado, en Colombia, los procesos de desposesión y desplazamiento forzado fueron una de las causas y consecuencias de la guerra.
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Fuente: DANE (2019: 6)
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En medio de este contexto, a continuación, se pueden observar algunos datos sobre la valoración del apoyo a la democracia por estrato socioeconómico; ante la pregunta “En una escala de 1 a 5, en la que 1 significa nada importante y 5 muy importante, ¿qué tan importante considera usted que es vivir en un país democrático?” (de la encuesta de Cultura Política y Ciudadana) todos los estratos lo consideran muy importante, pero de manera bastante diferenciada (gráfico 4).
GRÁFICO 4: En una escala de 1 a 5 ¿Qué tan importante considera usted que es VIVIR EN UN PAÍS DEMOCRÁTICO? POR ESTRATO SOCIOECONÓMICO
Fuente: cálculos propios basados en le Encuesta de Cultura Política y Ciudadana (2019)
El gráfico 4 muestra que en la medida en que aumenta el estrato socioeconómico, aumenta la importancia que se le atribuye a vivir en un país democrático; es ‘muy importante’ solo para el 52 % de las personas del estrato 0 y solo para el 55 % del estrato 1, mientras que también es ‘muy importante’ para el 71 % del estrato 4, el 76 % del estrato 5, y el 71 % del 6. En esta misma gráfica (No. 4) también se puede observar que de todos a quienes les parece ‘nada importante’ vivir en un país democrático, el 86 % se encuentran en los estratos 0, 1 y 2, cifra que podría explicarse, justamente, debido al desencanto por una democracia que no les ha permitido disfrutar de sus beneficios.
Frente a estos resultados: […] los trabajos más recientes han demostrado que la valoración de los regímenes políticos depende del lugar que cada ciudadano ocupa en la escala social del régimen vigente en el país en el que vive. Desde una aproximación sociológica (y con datos de la Encuesta Mundial de Valores), Ceka y Magalhaes (2020) muestran que —tanto en regímenes democráticos como no democráticos— el statu quo será más valorado por los sectores más privilegiados de la jerarquía social, mientras que el apoyo a dicho régimen por parte de los sectores económicamente más desfavorecidos será significativamente menor. Los autores encuentran, a su vez, que esta disparidad se hace más aguda en las sociedades económicamente más desiguales, y que cuanto mayor es la desigualdad, menor es el compromiso con la democracia liberal, en especial de los más ricos en los regímenes autocráticos, y de los más pobres, en los regímenes democráticos. (Del Tronco & Monsiváis-Carrillo: 2020: 4).
Ahora bien, cuando se analiza la satisfacción con la forma en que funciona la democracia en Colombia por estrato (gráfico 5) se encuentra lo siguiente:
GRÁFICO 5: En una escala de 1 a 5 donde ¿Qué tan satisfecho se siente con la forma EN QUE LA DEMOCRACIA FUNCIONA EN COLOMBIA? POR ESTRATO SOCIOECONÓMICO
Primero, se hace evidente que la enorme insatisfacción con la democracia, ya mencionada en la primera sección, se manifiesta en todos los estratos socioeconómicos (según LAPOP alcanzó el 82 % en 2018 y según el DANE el 80,9 % en 2019); sin embargo, mientras más alto el estrato socioeconómico, menos son las respuestas de ‘Muy insatisfecho’. No se pueden obviar los muy altos porcentajes alcanzados en todos los estratos al contar con la opción de responder ‘Ni satisfecho, ni insatisfecho’, y mientras en los estratos altos decrecen los porcentajes de ‘Muy insatisfecho’, aumentan los del indiferente, lo que podría indicar también insatisfacción, pero mediante una respuesta menos comprometedora.
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina. Amenazas y oportunidades para el cambio
Fuente: cálculos propios basados en le Encuesta de Cultura Política y Ciudadana (2019)
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
Aunque moralmente resulte inaceptable que una democracia subsista en medio de grandes desigualdades, como es el caso de Colombia, los datos estadísticos demuestran que esta situación es mucho más frecuente, a nivel global, que lo deseable y también que el impacto de las desigualdades socioeconómicas en las percepciones de la democracia, no responden a una relación directa, ni obvia. Las perspectivas más conocidas al tratar de entender esta relación se han centrado principalmente en: a) los procesos de aprendizaje, b) el papel de los valores o c) las consecuencias redistributivas de los regímenes democráticos. La primera argumenta que la lealtad a las reglas democráticas liberales resulta de socializarlas en contextos donde esas reglas se respeten constantemente. Desde el papel que juegan los valores se sostiene que abrazar la noción de democracia liberal es algo que se deriva de adquirir y compartir valores culturales particulares de libertad y emancipación. La tercera perspectiva afirma que, dado el potencial redistributivo de contar con elecciones libres y con igualdad política, es la posición socioeconómica de cada cual la que debe determinar si los individuos respaldan las reglas y principios de la democracia liberal (Ceka & Magalhães, 2020).
Sin embargo, una perspectiva reciente propone que en la relación desigualdades socioeconómicas y democracia también interviene el hecho de que: […] muchos de los que expresan su apoyo a la ‘democracia’ en las encuestas sociales y científicas, también muestran un compromiso poco entusiasta con los principios democráticos liberales básicos, mostrando en cambio una comprensión del concepto mismo de ‘Democracia’ que no necesariamente prioriza los derechos individuales o civiles, las elecciones libres, o la igualdad política. (Ceka & Magalhães, 2020: 1)
Adicionalmente, y como es bien sabido, las amplias diferencias en los ingresos de las personas ubicadas en los diferentes estratos, tiene profundos impactos en el acceso a los servicios básicos, tales como los de saneamiento, vivienda, salud y también en la educación. En el caso de esta última variable en Colombia, las siguientes cifras indican que el mayor aprecio a vivir en un país democrático se concentra en las personas cuyo mayor nivel educativo es primaria y secundaria, y desciende de manera importante en el caso de las personas con estudios superiores (tabla 4).
TABLA 4 : ¿Qué tan importante considera usted que es vivir en un país democrático?
POR MAYOR NIVEL EDUCATIVO ALCANZADO
Fuente: cálculos propios basados en le Encuesta de Cultura Política y Ciudadana (2019)
Estas cifras se podrían explicar, por una parte, porque la población más educada o con estudios superiores, puede ser más crítica, y percibir que vivir en una democracia tan débil, como la que ha habido en los años recientes, particularmente a partir de las administraciones de A. Uribe (año 2002) es ‘nada’ (17,5 %) o ‘poco importante’ (21,1 %). No obstante, otra interpretación, de estos mismos resultados, es que los altos porcentajes de la población, con estudios primarios o secundarios, que considera que es importante (73 %) o muy importante (63,3 %) vivir en un país democrático, lo consideran así debido, justamente a su falta de educación y no cuentan con un entendimiento elaborado de lo que significa la democracia.
Al analizar la relación apoyo a la democracia e ingresos no es raro encontrar resultados e interpretaciones que, como esta, podrían parecer un contrasentido, tal como otros analistas lo mencionan:
Conforme a Boix, ‘[l]os individuos menos acomodados apoyan una democracia, ya que les da una oportunidad de establecer mecanismos redistributivos en su beneficio. Por el contrario, los individuos más acomodados, que tendrían que soportar una pérdida neta de ingresos en una democracia, apoyan una estructura constitucional en la que solo ellos pueden votar’ (Boix, 2003: 171) [1]. (Ceka, & Magalhães, 2020: 4).
En el caso de nuestros datos, tanto la población de los estratos bajos, como los altos apoya a la democracia, pero presumimos que, por razones diferentes, aunque la fuente de la información primaria no haya profundizado sobre dichas razones.
Nuevamente Ceka & Magalhaes (2020) […] encuentran que, aun tomando en cuenta los valores adquiridos durante el proceso de socialización, la posición socioeconómica resulta un determinante directo del apoyo a una concepción específica de democracia. Cuanto más alta la posición en la escala social, mayor es su defensa del statu quo, independientemente de si dicho régimen es una democracia liberal u otro tipo de régimen. Estos hallazgos tienen implicaciones relevantes para el debate sobre la crisis y erosión de la democracia liberal, y el surgimiento de alternativas iliberales o autocratizantes en muchos países occidentales. Así, los hallazgos respaldan la conclusión de que, en democracias establecidas, la desigualdad reduce el compromiso con una noción liberal de democracia, especialmente entre los sectores pobres. (Del Tronco & Monsiváis-Carrillo, 2020: 4).
Aunque algunos analistas consideran que otra explicación podía ser que los menos educados perciben que tienen más oportunidades de incidir en política en un régimen democrático que en uno no democrático, por el simple hecho de ser mayoría, consideramos que dicha explicación no aplica al caso colombiano: primero, porque los procesos de organización e incidencia política requieren de unos niveles de educación, en general, y de educación política, en particular, con los que las poblaciones más desfavorecidas no cuentan. En segundo lugar, porque Colombia es el país de la región que menos se destaca en sus cifras de participación política, mostrando históricamente porcentajes muy bajos de participación electoral (tabla 5).
TABLA 5: Participación electoral en las elecciones presidenciales
Fuente: elaboración propia a partir de datos de la Registraduría Nacional del Estado Civil. (*) Promedio primera y segunda vuelta.
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina. Amenazas y oportunidades para el cambio
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
Durante los últimos veinte años, los datos individuales de la participación electoral presidencial en Colombia muestran los porcentajes más bajos de todos los países de América Latina, con la única excepción de Chile, que en el año 2013 solo contó con la participación del 42 % de su población, mientras en Colombia votó el 48 % (Registraduría del Estado Civil, 2018: 79-81). Sin embargo, nuestros cálculos sobre los datos actualizados muestran que, en promedio, Colombia se llevó el primer lugar en baja participación con un 47,3 %, mientras Uruguay ha contado con la más alta participación (89 %) en estos veinte años. De hecho, este fue otro de los criterios que nos llevó a considerar la hipótesis inicial de que en Colombia no había habido un encantamiento alrededor de la democracia.
A manera de cierre de esta sección, que muy brevemente aborda la difícil relación democracia/desigualdades en Colombia, retomamos una reflexión de largo aliento del profesor Alejo Vargas quien afirmó:
Las elites gobernantes en Colombia a través de la historia, tuvieron la tendencia a impulsar procesos de modernización, sin que ello implicara simultáneamente democratización de la sociedad. Desde finales de los 80s centraron todos sus esfuerzos en la denominada Modernización del Estado. Es la vieja tradición colombiana, de disociar norma y realidad, de considerar que los problemas de la realidad se resuelven simbólicamente en el ámbito normativo: frente a cada problema en la realidad, la respuesta es una norma y por lo general ésta no se cumple. Y en esa medida en los últimos decenios las elites dirigentes colombianas le embolataron a la sociedad las necesarias reformas que requería para su introducción real en la modernidad y la consolidación de la democracia y el proceso de reforma del Estado, incluido allí la expedición de la Constitución Política de 1991 que en este campo fue la síntesis y la culminación de un proceso reformista iniciado quince años atrás, puso todo el acento en la modernización del estado y ‘olvidaron’ la necesidad de la democratización del mismo. (Vargas, 2000: 6)
CONFLICTO ARMADO Y DEMOCRACIA: ¿PREFERIBLE LA GUERRA
QUE LA DEMOCRATIZACIÓN?
La guerra en Colombia ha permitido desde los años sesenta mantener y justificar una “democracia de baja intensidad”, es decir, aquella que ha mantenido el formalismo o minimalismo democrático, mediante elecciones ininterrumpidas, desde 1958. El mensaje de las elites guerreristas, no siempre explicito, ha sido: “la guerra no permite sino ese tipo de democracia”. Por eso, las críticas de un sector importante de las elites políticas, lideradas por Álvaro Uribe, a la nueva Constitución de 1991 se basaron en que dicha Constitución, reconocida internacionalmente como una carta garantista de derechos, no era adecuada para un país en guerra. El contexto de la confrontación armada facilitó enormemente el discurso que ubicó a la seguridad como la principal preocupación de los colombianos y a la guerrilla como el más grave problema de la sociedad (Rivera et.al., 2019). Todo esto, según esta visión, implicaba dejar en un segundo plano las reformas políticas, sociales y económicas ante la magnitud de las amenazas a la seguridad del Estado.
Para entender esto a mayor cabalidad es necesario comprender las ventajas que la guerra ha traído para sectores importantes de la elite colombiana y como estas “ventajas” se traducen en pasivos democráticos:
a) Tal como se observa en los datos del crecimiento del Producto Interno Bruto durante cincuenta años (Gráfica No. 6), la guerra, efectivamente, no impidió ni el crecimiento económico, ni la acumulación de las elites.
GRÁFICO 6: PIB Colombia a precios constantes de 2010 (1971 a 2019)
Además, la concentración del ingreso en estos sectores, durante la guerra, ha sido un proceso sostenido en medio de un contexto creciente de desigualdad y de persistencia de altos índices de pobreza con especial fuerza en las áreas rurales (tabla 6). El conflicto armado ha permitido la acumulación por desposesión principalmente a través de la vía del desplazamiento forzado y del despojo de tierras.
TABLA 6: Evolución del Índice de Gini en Colombia (años seleccionados)
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina. Amenazas y oportunidades para el cambio
Fuente: Banco Mundial (2020)
Fuente: Banco Mundial (2020)
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
GRÁFICO 7: Porcentaje de tierra propietaria del 1 % de las explotaciones más grandes
Las cifras que muestra la Gráfica No. 7, en el caso de Colombia, reflejan la información de la Fundación ‘Forjando Futuros’ (2020), cuya base de datos se fundamenta en 5 mil 775 sentencias del Sistema de Restitución de Tierras y contabiliza 6 millones de hectáreas de tierras despojadas, de las cuales solo el 9 % habían sido restituidas en agosto de este año. Este fenómeno ha contribuido claramente a una mayor concentración de la propiedad: Las tierras siempre han sido un problema en Colombia. De hecho, la desigualdad en su uso y pertenencia ha sido reconocida como uno de los detonantes en la creación de las guerrillas, especialmente las FARC. Tan importante es este tema en el país que fue el primero de los puntos que se negociaron en el Acuerdo de Paz, firmado a finales de 2016 […] Esto es muy importante, ya que Colombia es el país más desigual de América Latina en los derechos de propiedad sobre las tierras, pues la mayoría de los predios están concentrados en manos de unos pocos. (Paz y Latam, 2018: 1)
De hecho, las cifras revelan que: el 1 % de las fincas de mayor tamaño tienen en su poder el 81 % de la tierra colombiana; el 19 % de tierra restante se reparte entre el 99 % de las fincas; que el 0,1 % de las fincas que superan las 2 mil hectáreas ocupan el 60 % de la tierra y que en 1960 el 29 % de Colombia era ocupado por fincas de más de quinientas hectáreas, en el 2002 la cifra subió a 46 % y en 2017 el número escaló al 66 %. Y como si esto fuera poco,
Fuente: Oxfam (2018: 14)
el 42,7 % de los propietarios de los predios más grandes dicen no conocer el origen legal de sus terrenos. Si a la muy inequitativa distribución de la tierra se le suma la disminución del costo de la mano de obra no calificada procedente del campo, todo esto termina en el empoderamiento aún mayor de las tradicionales formas de poder en las zonas rurales (Fajardo, 2018: pp. 128-136).
b) Los conflictos armados son muy propicios para cultivar el miedo y para generar un estado de shock permanente. Como lo ha señalado Klein (2007), este tipo de contextos conllevan grandes ventajas para quienes tiene el poder estatal, en la medida en que se convierten en una gran oportunidad para desarrollar acciones, programas o políticas que no tendrían apoyo popular si se implementaran en condiciones normales. En el caso de Colombia, los ejemplos de aprovechamiento del miedo son claros: Los “Estatutos de seguridad”, la “Conmoción Interior”, Las Zonas de Consolidación, la supresión de derechos civiles, todos ellos paquetes y medidas que se han aprobado sin discusión democrática.
c) El ambiente de guerra permite también la construcción permanente de “enemigos” y la criminalización de la crítica, la oposición, la movilización y de la protesta social que se desarrolla frente a las acciones del Estado y frente al modelo de desarrollo. Un viejo recurso de los diferentes gobiernos ha sido asimilar, en muchos casos, la protesta social a acciones orientadas por la subversión. Esta ha sido la mejor forma para deslegitimar el descontento social legítimo. De manera casi mecánica se afirma que la protesta social, expresada en marchas, paros, bloqueos, ocupaciones o tomas, está de alguna manera infiltrada por la guerrilla. El conflicto armado es entendido como un ataque terrorista al Estado y a la sociedad, y esto claramente despolitiza el conflicto armado y en general cualquier expresión de conflicto frente al Estado.
d) Gracias a las políticas neoliberales, que se profundizan en razón del conflicto armado, los costos financieros de la guerra, o los llamados “impuestos de guerra”, tienden a ser menores que los beneficios obtenidos a través de las ventajas que el Estado le ha otorgado al gran capital en las últimas décadas (flexibilización laboral, exenciones tributarias, zonas francas, zonas especiales de desarrollo empresarial, subsidios a la producción exportable, disminución de impuestos ordinarios, créditos y políticas preferenciales, etcétera).
En general, la prolongación de la guerra y la particular forma como esta se ha desarrollado en Colombia ha terminado siendo beneficiosa para un proyecto político y económico de un sector de las elites colombianas. La existencia de la guerrilla fue y ha sido estratégicamente aprovechada, pues bajo el manto de la lucha contrainsurgente se ha sostenido una democracia precaria, se ha implementado un modelo económico neoliberal que acrecienta la desigualdad socioeconómica. En ese sentido, la política de la Seguridad Democrática de los dos gobiernos de Uribe resultaron ser la propuesta política más articulada y sofisticada para seguir cosechando las ventajas de la guerra y para mantener la democracia a raya. En últimas, pareciera que para este proyecto resulta mejor mantener la guerra, que permitir la democratización.
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina. Amenazas y oportunidades para el cambio
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
Ahora, es importante no olvidar que en la guerra pocos ganan y muchos pierden. Los siguientes son los enormes costos de la guerra hasta el 2013 (CNMH, 2013).
Costos de la guerra hasta el 2013 (CNMH, 2013)
En esta guerra las comunidades campesinas (el 25 % de la población) han sido las grandes perdedoras, pues han sufrido grandes privaciones y violaciones de sus derechos: a) desplazamiento forzado, despojo, pérdida o abandono de la tierra y/o del territorio (en el caso de los territorios étnicos pérdida del uso del territorio) sin condiciones de seguridad para el retorno, ni para la denuncia sobre el despojo. b) Homicidios sistemáticos de dirigentes nacionales, departamentales y municipales y por ende la pérdida de importantes liderazgos tradicionales en medio de una impunidad sistemática. c) Desarticulación y dispersión de las organizaciones nacionales campesinas. d) Descomunitarización, destrucción del tejido social y político e instalación del miedo como matriz de articulación de la vida cotidiana.
Aun así, al revisar el impacto que hechos como los descritos han tenido en el apoyo a la democracia, y contrario a lo que podría esperarse, las cifras muestran pocos efectos negativos en dicho apoyo (gráfico 8).
GRÁFICO 8: Apoyo a la democracia vs. Víctimas de hechos
VIOLENTOS
DURANTE EL CONFLICTO ARMADO
Fuente: Cálculos propios con base en LAPOP (2018)
Ante la pregunta “Puede que la democracia tenga problemas, pero es mejor que cualquier otra forma de gobierno. ¿Hasta qué punto está de acuerdo o en desacuerdo con esta frase?” el gráfico 8 agrupa, por un lado, el porcentaje de respuestas de “Muy de acuerdo, algo de acuerdo y de acuerdo”, y por el otro, “Muy de desacuerdo, poco de acuerdo y en desacuerdo” y las cruza con las personas que declararon que ellos o miembros de sus familias habían sido víctimas de hechos violentos. Como se observa en todas las regiones del país las cifras de apoyo son contundentes.
Sin embargo, se obtiene un panorama diametralmente opuesto cuando se contabiliza el impacto que este tipo de hechos han tenido en la satisfacción con respecto a cómo funciona la democracia en Colombia. El gráfico 9 muestra los resultados al preguntar: En general, ¿usted diría que está muy satisfecho(a), satisfecho(a), insatisfecho(a) o muy insatisfecho(a) con la forma en que la democracia funciona en Colombia?” y cruzar las respuestas también con las personas que declararon que ellos o miembros de sus familias habían sido víctimas de los mismos hechos violentos; los resultados sobre el efecto negativo de haber sido víctimas de hechos violentos propios del conflicto armado en el desencanto con la democracia son impactantes:
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
GRÁFICO 9: Satisfacción con el funcionamiento de la democracia vs. VÍCTIMAS DE HECHOS VIOLENTOS DURANTE EL CONFLICTO ARMADO
Las diferencias entre el apoyo a la democracia (per se) y la satisfacción con cómo funciona la democracia en Colombia, no son expresadas solamente por aquellas personas, víctimas de hechos violentos durante el conflicto armado. Como se puede apreciar según los cálculos del Índice de Incidencia del Conflicto Armado (IICA) del Departamento Nacional de Planeación (DNP, 2016: 10), el conflicto armado se extendió sobre todo el territorio nacional, pero con diferente intensidad. Basados en dichos resultados, comparamos departamentos en donde el conflicto tuvo mayor intensidad (los primeros cinco departamentos), con aquellos en donde la intensidad fue moderada (los siguientes cuatro) y en donde fue baja (los últimos tres); como se aprecia en el gráfico 10, encontramos, en general, un alto apoyo a la democracia, sin mayores distinciones, sin desconocer, tampoco, los altos porcentajes, en algunos casos, de quienes no se comprometieron con una respuesta a favor o en contra.
Fuente: Cálculos propios con base en LAPOP (2018)
GRÁFICO 10: Apoyo a la democracia vs. Departamentos del país con alta, MODERADA Y BAJA INCIDENCIA DEL CONFLICTO ARMADO
Fuente: Cálculos propios con base en LAPOP (2018)
Ahora bien, como en el caso de las víctimas de hechos violentos, cuando se calcula, ya no el apoyo a la democracia como forma de gobierno, sino la satisfacción de cómo funciona en Colombia, los resultados son opuestos (gráfico 11):
GRÁFICO 11: Satisfacción con el funcionamiento de la democracia vs. Departamentos DEL PAÍS CON ALTA, MODERADA Y BAJA INCIDENCIA DEL CONFLICTO ARMADO
Fuente: Cálculos propios con base en LAPOP (2018)
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
También se pone en evidencia que la insatisfacción con la democracia es significativamente más alta en los departamentos en los que el conflicto armado tuvo mayor intensidad. Todo esto nos lleva a que tenemos que desarrollar una mayor reflexión sobre el enorme peso de la democracia como ideal de forma de gobierno y como este ideal aún se mantiene fuerte pese a los duros golpes que propina la democracia realmente existente, en este caso a través de los efectos de la guerra al interior de un mismo país.
LA “PAZ LIBERAL” DE SANTOS
Aunque los Acuerdos de Paz del 2016 han sido un avance democratizador importante, estos se han planteado en los términos más básicos de una democracia liberal; se hablaba de “Balas por votos”, es decir, de sacar a la violencia de la política, pero inmediatamente se insistía en que en este acuerdo “el modelo de desarrollo no se estaba negociando”. El presidente Santos, que defendió la paz, no lo hizo para poder cambiar de modelo de desarrollo, lo hizo para poder profundizarlo, e incluso, para llevarlo a los territorios donde este no había podido llegar por las condiciones adversas propias de la guerra. Esto es claro en los planteamientos de su programa económico a través de algunas de las llamadas “locomotoras del desarrollo” basados en: 1) Agricultura de grandes superficies: agronegocio y agroexportación. 2) Eliminar las restricciones planteadas por la Unidad Agrícola Familiar (UAF) a las grandes explotaciones agrícolas 3) Creación de territorios de competitividad y Alianzas Productivas y 4) el privilegio minero. Hablamos de “Paz liberal” porque con Santos hay un cambio de concepción frente al conflicto armado, la paz y la democracia: de la funcionalidad de la guerra para la acumulación y para la reproducción del poder tradicional (perspectiva de su antecesor), a la guerra vista como un impedimento para la profundización del modelo de desarrollo actual, a la paz entendida como seguridad definitiva y a la democracia como el ejercicio de la política sin violencia.
EL REGRESO DEL URIBISMO AL PODER Y SUS IMPACTOS
SOBRE LA DEMOCRACIA COLOMBIANA
Con la pérdida del plebiscito por la paz en el 2016 y el retorno del partido uribista ‘Centro Democrático’ al gobierno en el 2018, estos elementos de minimalismo democrático defendidos durante los dos gobiernos de Álvaro Uribe, y la oposición a medidas de apertura democrática que plantea el Acuerdo de Paz con las FARC, han regresado con el gobierno de Iván Duque:
» Su visión muy desconfiada de la protesta social (como veremos más adelante en la sección sobre ese tema) que ve en toda marcha o movilización social la infiltración de la guerrilla y del terrorismo, como en los casos de importantes protestas de impacto nacional como el Paro Nacional de noviembre de 2019, la Minga indígena de octubre de 2020 y las protestas actuales de abril y mayo del 2021.
» Su perspectiva legalista de la paz (la política de paz del gobierno Duque se llama: “Paz con legalidad”) desconfía del sistema de justicia transicional (en especial de la Justicia Especial para la Paz-JEP) que resultó de los Acuerdos de Paz; esta permite, entre otras cosas, impartir justicia a partir de rebajas de penas u otro tipo de penas diferentes a las tradicionales, a cambio de reparación a las víctimas y de contribuciones significativas a la verdad sobre lo ocurrido durante el conflicto armado. El gobierno, a través de su partido, fracasó por muy pocos votos en su intento de limitar las atribuciones de la JEP, a través del Congreso de la República en el 2019, pero ha restringido su presupuesto y desacreditado permanentemente su gestión. Un ejemplo destacado de estas críticas a la JEP es la no aceptación del gobierno de la confesión que hicieran las exFARC sobre su responsabilidad en el asesinato del importante político y líder del
partido Conservador Álvaro Gómez, una verdad que fue aportada en las sesiones de la JEP. El mandatario dijo: […] la investigación tiene que llegar a la verdad real, no a la verdad elaborada con propósitos que hoy son bastante dudosos. Que aparezcan grupos a adjudicarse semejante magnicidio, pero con responsabilidades indeterminadas, diciendo que eso fue pensado hace más de 30 años y que quienes participaron ya no están en el mundo terrenal, pareciera una especie de opereta para tratar de construir un petri metri de sastrería procesal al servicio de quién sabe quién. (El Tiempo, 05 de noviembre 2020).
» Esto no deja de ser contradictorio, pues el gobierno de Duque ha insistido en que la guerrilla debe contar la verdad sobre sus crímenes en la guerra ante la JEP, pero una vez lo hacen, y frente a un crimen de esa magnitud, esta verdad no es aceptada.
» El actual gobierno de Duque se ha opuesto a la Circunscripción Especial de Paz (fruto de los Acuerdos) que permitía a las víctimas del conflicto armado tener, durante dos legislaturas, representantes directos en el Congreso de la República. Además, la votación del partido Centro Democrático fue definitiva para el hundimiento de esta iniciativa, con el argumento de que estas víctimas solo representaban a simpatizantes de las extintas FARC (Dailymotion, 2001).
» Adicionalmente, ha optado por resolver el tema de los cultivos ilícitos, más que por los mecanismos de sustitución negociados con el Estado (fruto de los Acuerdos), por la vía de la fumigación de dichos cultivos (opción que el actual gobierno hasta el momento no ha podido implementar por las condiciones que la Corte Suprema ha impuesto).
» La escasa participación de las comunidades en la implementación de los Acuerdos que con un punto específico (el punto 2) habla de “apertura democrática para construir la paz”, lo cual implica reformas normativas, de política y de actuación del Estado y de actores sociales y políticos. El balance es que:
Desde el inicio de la implementación del Acuerdo se observan deficiencias en el cumplimiento de las tareas participativas: el Plan Marco de Implementación solo incluyó 57 tareas de las 114 acordadas y, en general, el ritmo de la implementación ha sido lento. Solo se han cumplido, a octubre de 2019, ocho tareas mientras que 41 no se han desarrollado. (Fundación Foro por Colombia, 2020)
» En general este gobierno ha mostrado una enorme lentitud en la implementación de los Acuerdos de Paz, y según el Instituto Kroc (2020) a finales del 2019 el 60 % de los compromisos del Acuerdo están o en estado mínimo o por implementar.
» Con relación a la Consulta Anticorrupción celebrada el 26 de agosto de 2018 en Colombia, la cual planteaba legitimar el Congreso y en general las instituciones del Estado mediante fuertes penalidades para funcionarios y congresistas corruptos, la estrategia del gobierno actual fue no apoyarla decididamente, delegar las críticas al senador Uribe, jefe del partido de gobierno, y restarle protagonismo a los líderes políticos de oposición que la propusieron, con el argumento que estas mismas medidas se podían tramitar a través del Congreso de la República. El resultado: aunque la victoria del SI sobre el No fue arrolladora la consulta no obtuvo el porcentaje mínimo de aprobación necesaria y las medidas finalmente no se aprobaron en el Congreso, en buena parte por la participación del partido de gobierno en esas votaciones (El Espectador, 29 ago. 2018).
» Finalmente, lo más grave que se ha dado durante los dos años largos de este gobierno, con enormes costos democráticos y de derechos humanos, es el escalamiento de la guerra. Así, tenemos el retorno de las masacres, las cuales aumentaron un 30 % en
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los primeros dos años del gobierno Duque y el incremento del asesinato de los líderes sociales: desde la firma del Acuerdo de Paz, el 24 de noviembre de 2016, hasta julio de 2020, en Colombia fueron asesinados 349 líderes sociales. El 52 % de estos crímenes ocurrieron durante los dos primeros años del gobierno de Iván Duque (El Espectador,10 ago. 2020). Solo durante el año 2020, 303 personas han sido asesinadas en 76 masacres: Antioquia: dieciocho masacres, Cauca: doce masacres, Nariño: nueve masacres, Norte de Santander: seis masacres (INDEPAZ, 2020).
PERSONALISMO POLÍTICO Y DETERIORO DEMOCRÁTICO
Las personas encuestadas por el Barómetro de las Américas en Colombia, en el 2018, asocian tanto su satisfacción con la democracia (en su sentido práctico, efectivo), como su apoyo a la misma (en su sentido teórico o ideal) con la aprobación presidencial; es decir, la valoración de la democracia está fuertemente asociada con la aprobación presidencial. Quienes aprueban el desempeño del presidente de turno, también se consideran más satisfechos con la forma como funciona la democracia en Colombia (Rivera et.al., 2019). Igualmente, la aprobación presidencial está asociada con el apoyo a la democracia como forma de gobierno, pero no en todos los años; las excepciones son los años del 2011 al 2014, que son los del primer gobierno de Santos.
En últimas, si la percepción sobre el presidente de turno es favorable se tiende a apoyar la democracia y a estar más satisfecho con esta, así este presidente sea de corte autoritario, como fue, precisamente, el caso del presidente Uribe entre el 2002 y 2010. Según un artículo de Fierro (2014), publicado en la prestigiosa revista Análisis Político de la Universidad Nacional de Colombia, el expresidente Uribe tendría varias de las cualidades propias de un líder político populista y autoritario:
1) Un líder carismático y autoritario con grandes habilidades comunicativas.
2) Manejo de un discurso político sencillo, directo, corriente, popular, moralista y maniqueo.
3) Encarnación de la voluntad del pueblo que lucha contra su enemigo. La política es asumida como una lucha moral y frontal contra un enemigo. No se acepta el diálogo y la negociación conceptos fundamentales de la democracia liberal.
4) Relación directa con la población, especialmente con la gente de menos recursos económicos a través especialmente de los Consejos Comunitarios realizados en todo el país.
5) Un líder autoritario que concentra el poder durante su gobierno.
6) Manejo de un discurso nacionalista.
7) Igual que en el populismo se polariza la sociedad, los que apoyan su gobierno y los que están en su contra. (Fierro, 2014: 129).
Tenemos entonces una paradoja: un ejercicio del poder menos democrático redunda en más apoyo a la institución presidencial. En ese sentido, una posible hipótesis plantearía que lo que arrastró hacia abajo la confianza de los colombianos en las instituciones, fue el cambio de gobierno de 2010, y más específicamente a partir de 2012, con la demoledora crítica de Uribe a Santos por su propuesta de paz. De esa manera, el personalismo político produjo grandes efectos sobre un proceso fundamental para la democracia como lo es el proceso de paz adelantado con las FARC desde el 2011. Según el Barómetro,
El debate alrededor de las negociaciones con las FARC quizás fue el tema con el impacto más pronunciado en la diferenciación de las opiniones ciudadanas entre ‘uribistas’ y ‘no uribistas’. En particular, entre 2012 y 2014 cae de forma precipitada el apoyo a dicha negociación entre los uribistas, reflejando el rechazo de Álvaro Uribe al proceso de negociación de Juan Manuel Santos con las FARC y evidenciando la ruptura entre estos dos líderes: entre este sector de la población el apoyo a la salida negociada pasa del 58.5 % en 2012 a 37.3 % en 2014. (Rivera et.al., 2019: 110)
Estamos, entonces, frente a una cultura política personalista o, si se quiere, poco institucional, en donde la valoración de la democracia depende de la valoración de personas concretas como el presidente o los líderes políticos. Es por esto que los populismos en Colombia (y de hecho en casi toda América Latina) tienen grandes oportunidades de crecer. Hasta hace solo veinte años, en Colombia los partidos tradicionales eran más fuertes que las instituciones estatales, pareciera que ahora son los líderes los que marcan la pauta sobre las valoraciones de la democracia. Eso podría incluir a importantes políticos de izquierda con muy poca representación en el Congreso, como es el caso del actual senador Gustavo Petro, y líder del movimiento Colombia Humana, perdedor en la segunda vuelta presidencial de 2018 con la más alta votación de la izquierda en la historia colombiana, y quien actualmente (mayo de 2021) encabeza las encuestas de preferencias para las elecciones presidenciales de 2022. El problema del personalismo presidencial no se resuelve en el presente pues el presidente Duque está intentando no quedar muy atrás de su mentor. La pandemia le ha generado una oportunidad para el ejercicio de cierto personalismo y autoritarismo político, expresado, por ejemplo, en los múltiples decretos que se han expedido desde el gobierno, sin el suficiente control constitucional. Según el constitucionalista Rodrigo Uprimny: Debido a los riesgos y temores ocasionados por la pandemia, Duque ha usado los poderes de excepción más intensamente que cualquier otro presidente durante la Constitución de 1991. En pocos meses, Duque expidió 115 decretos legislativos, o sea con fuerza de ley, que equivalen aproximadamente a un tercio de todos los 386 decretos legislativos expedidos durante los 20 años de la Constitución de 1991. Nadie ha legislado tanto por decreto como lo ha hecho este Gobierno.
Igualmente, es grave que el actual Fiscal (su gran amigo de juventud), el Defensor del Pueblo, el Contralor y la Procuradora son de la alianza política que apoya su gobierno, lo cual claramente pone en peligro la salud de la democracia por la pérdida de autonomía e independencia política de los organismos de control y del ente acusador.
La jurista Catalina Botero, Decana de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, advierte al respecto: […] los constitucionalistas no hemos sido lo suficientemente enfáticos para tratar de contener el efecto sobre el Estado de Derecho. Lo que ha pasado en América Latina y en Colombia es que no hemos sido contundentes a la hora de evitar que no haya un hiperpresidencialismo absolutamente desaforado que debilita otros órganos de gobierno, los controles, las garantías democráticas y que no afecte de manera desproporcionada los derechos. (Observatorio de la Democracia. Julio 6 2020)
En ese mismo sentido, el actual presidente ha decidido emitir desde inicios de la pandemia un programa diario televisivo de una hora, el cual se transmitió hasta abril de 2021, incluso por los principales canales privados (Caracol y RCN) en horario prime. Para los latinoamericanos esta estrategia permite evocar los famosos programas de televisión del presidente Hugo Chávez en Venezuela, aunque sin el “folclorismo” del mandatario venezolano. Esta transmisión diaria, inicialmente aumentó su popularidad al lograr transmitir al público la sen-
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
sación de un presidente que estaba al tanto de todos los pormenores de la emergencia de salud pública. Adicionalmente, la libre expresión, cualidad propia de una democracia sólida, se ha visto limitada en la medida en que esta estrategia de comunicaciones ha implicado la reducción drástica de las ruedas de prensa, lo cual impide las preguntas incomodas de los medios de comunicación independientes.
Todo esto refleja que Colombia, actualmente, con el caso emblemático del presidente Uribe y en menor medida con el de su delfín político, no está muy lejos de los problemas que representan para la democracia los personalismos políticos, como bien lo analiza Lagos (2018: 2): La historia de las democracias de la tercera ola es, en varios países (quizás demasiados), la historia de líderes con nombre y apellido, donde el país queda en segundo plano, prendado, detrás de la persona que lo encabeza. Eso pasa a ser una de las trampas de los procesos de consolidación a la democracia, la personalización de los destinos de un país. Si los destinos de un país dependen de una sola persona, es porque ya el proceso se ha viciado y sus instituciones y líderes no están cumpliendo con el rol que corresponde.
LA CORRUPCIÓN OFICIAL Y FRAGILIDAD DEL ESTADO
Mientras considerábamos que entre los problemas más graves que aquejan a la sociedad colombiana estaban el desempleo, la violencia relacionada con el conflicto armado y la falta de seguridad, la corrupción fue el que, en 2019, los ciudadanos señalaron como el problema más grave en las encuestas. Esta percepción también se refleja en el contexto de la región, pues, entre los países de América Latina, Colombia registra el porcentaje más alto de personas que consideran que la corrupción en el Gobierno es un problema grave en su país (con 94 %) y solo después de Perú (con 96 %) según el Indicie de Percepción de la Corrupción en el Sector Público, 2019 (Transparency Internacional, 2019: 10).
Dado que usualmente se cree que hay problemas más sentidos cotidianamente por la población, tales como el desempleo (la tasa de ocupación laboral fue apenas de 56,6 % en 2019) (revista Dinero, 2020), la inseguridad, debido principalmente al hurto y la violencia del conflicto armado, entre varios otros, resulta sorpresivo que el fenómeno de la corrupción sea tan evidente; ante la pregunta ¿En su opinión cuál es el problema más grave que está enfrentando el país? alcanzó el primer lugar, entre los problemas más graves en 2018, según la encuesta del Barómetro de las Américas, con 19,2 % y de lejos le siguió la falta de empleo con 10,6, %. Sin embargo, los datos de esta misma fuente para el año 2020, muestran que tanto la salud como la incertidumbre económica, ambos por los efectos de la pandemia, alcanzaron el primer y segundo lugar como los problemas más graves de país, con 36,6, % y 22,9, %, respectivamente, seguidos por la corrupción (15,8, %) y el conflicto armado (8,6, %) (Observatorio de la Democracia (2020).
La percepción de corrupción en el sector público es un reflejo del debilitamiento de la confianza de los ciudadanos en su Gobierno y en las instituciones en las que este se apoya y consecuentemente en la fragilidad del Estado. Por ejemplo, de acuerdo con el senador de oposición Jorge Enrique Robledo (revista Semana, 2017:1) Colombia fue uno de los países, cuyos funcionarios públicos, entre ellos exministros, senadores y congresistas, además de empresarios de la escala del mayor banquero de Colombia, Luis Carlos Sarmiento Angulo, participaron activamente de la red de sobornos de Odebrecht, cuyo escándalo se hiciera público en el año 2017. Este caso resulta, además, emblemático, en términos de las consecuencias políticas que tuvo, particularmente sobre la poca transparencia de las dos últimas campañas presidenciales.
Además de los amplios efectos que la corrupción tiene en todos los ámbitos de la sociedad, incluyendo la eficiencia económica de un país, genera un grave problema, no solo en las democracias emergentes, sino las que presentan factores de riesgo (como es el caso de la colombiana), pues conduce a la desconfianza en las instituciones de administración de justicia y de gobierno y disminuye la legitimidad política. De hecho, cuando se indagó, con una escala de uno a cinco por el nivel de corrupción percibido para diferentes grupos de instituciones y organizaciones, se tiene que los funcionarios e instituciones del Estado son las que obtienen los niveles más altos de corrupción. (tabla 7)
TABLA 7: ¿En una escala de 1 a 5, en la que 1 significa nada corrupto y 5 muy corrupto, CUÁL CONSIDERA USTED ES EL NIVEL DE CORRUPCIÓN DE LOS SIGUIENTES GRUPOS O ACTORES?
Y cuando el Barómetro de las Américas preguntó “Pensando en los políticos de Colombia, ¿cuántos de ellos cree usted que están involucrados en corrupción?” solo el 11,9 % respondió que ‘Ninguno’, ‘Menos de la mitad’ o ‘La mitad’, mientras que 22,8 % respondió que ‘Más de la mitad’ y el 14,5 % respondió que ‘Todos’.
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina. Amenazas y oportunidades para el cambio
Fuente: DANE (2019) Encuesta de Cultura Política y Ciudadana
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
La confianza en las tres ramas del poder público no solo sigue en niveles bajos, sino que bajó aún más entre 2018 y 2020: según la misma fuente, la población que confía de la rama ejecutiva pasó del 44 % al 38 %, en la rama legislativa pasó del 25 % al 21 % y en la rama judicial bajó del 30 % al 26 %. Aumentó, en cambio, la confianza en los alcaldes, lo que puede explicarse, no solo porque en 2020 estos mandatarios estaban en su primer año de gobierno, sino por el manejo más transparente y asertivo de la crisis sanitaria; la población que confía en ellos pasó del 34 % en 2018 al 53 % en 2020 (Observatorio de la Democracia, 2020).
Aun así, cuando esta misma encuesta cuestionó ¿Frente a mucha corrupción, en su opinión, se justificaría que hubiera un golpe de Estado por los militares?, el ‘No’ obtuvo un 34,9 %, el ‘Sí’ un 13,2 %, pero el ‘No sabe’ obtuvo un preocupante 49,7 %.
Según nuestros cálculos, de todas las personas que señalaron que la corrupción era el problema más grave que aquejaba al país, el 69,1 % declaró, además, estar ‘Insatisfechos’ o ‘Muy insatisfechos’ con la forma en que la democracia funciona en Colombia.
Adicionalmente, y según Transparency Internacional (2019), el 57 % de las personas considera que el Gobierno colombiano está actuando mal en su lucha contra la corrupción, el 40 % que está actuando bien y el 3 % no sabe o no responde; la Encuesta del Cultura Política y Ciudadana (2019) presenta cifras más contundentes con un 66,1 % de la población encuestada indicando que las acciones o políticas del gobierno nacional para reducir o combatir la corrupción han sido poco o nada efectivas.
Cuando el DANE pregunta por las “áreas o asuntos, en los cuáles considera que se presentan los casos más graves de corrupción en el sector público en general”, la gran mayoría de las personas (53,3 %) responde que la salud, es el área con los casos más graves (y dato que seguramente se incrementará con el manejo errático de la pandemia) seguida por la justicia con 23,3 % y la Infraestructura con 9,8 %.
Finalmente, cuando el DANE indaga sobre los siguientes seis factores que podrían estar motivando o induciendo a que se presenten actos de corrupción, los porcentajes de las respuestas afirmativas son los que presentamos en la tabla 8:
TABLA 8: Posibles factores que motivan o inducen a actos de corrupción
Fuente: DANE (2019) Encuesta de Cultura Política y Ciudadana
Hasta ahora en este aparte hemos establecido que la corrupción es vista como un serio problema, pero aún no sabemos si eso necesariamente se traduce en una mala evaluación de la democracia. (gráfico 12)
GRÁFICO 12: Satisfacción con la democracia vs. Corrupción
COMO EL PRINCIPAL PROBLEMA DEL PAÍS
Fuente: © Observatorio de la democracia
En ese sentido, optamos por cruzar la pregunta sobre el porcentaje de satisfacción con la democracia con la pregunta sobre si se considera o no que la corrupción es el principal problema del país; lo que encontramos es que están claramente más insatisfechos con la democracia aquellos que consideran que la corrupción es el principal problema del país (20 %) que los que no la consideran de esa manera (10,1 %).
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EL TRATAMIENTO A LA PROTESTA SOCIAL
Uno de los elementos centrales del descontento con la democracia colombiana es la forma como los gobiernos han enfrentado la protesta social. Para estos, como lo dijimos en el acápite sobre conflicto armado y democracia, la protesta es asimilada en muchos casos a subversión, y de acuerdo a esto es tratada como una acción de guerra contra-estatal: En Colombia, entonces, la protesta urbana no deja de ser vista por los líderes eclesiásticos, empresariales, políticos, además de los representantes del gobierno de Donald Trump, como una conspiración comunista internacional orquestada por guerrillas rurales como el ELN y lo que queda de las FARC, para introducir caos y anarquía en ‘la sociedad’ que ellos pretenden proteger en nombre de la seguridad nacional. (Hylton, 2020:1)
Con ocasión de esta problemática, diversas organizaciones, académicos y defensores de derechos humanos presentaron una tutela solicitando la protección al derecho fundamental a la protesta y a la libertad de expresión y de prensa (FLIP, 2020). Basadas en la forma como el gobierno reaccionó a las grandes protestas durante los últimos meses de 2019 (disolviendo arbitrariamente las protestas pacíficas, utilizando antirreglamentariamente armas potencialmente letales, usando de manera desproporcionada agentes químicos irritantes en la disolución de protestas, reteniendo de forma arbitraria personas en el marco de las protestas por parte de la policía nacional y atacando a periodistas que cubrían las manifestaciones) la tutela demostró como el gobierno había violado los derechos constitucionales de quienes se manifestaban. En respuesta a este recurso, la Corte Suprema de Justicia colombiana, el 22 de septiembre de 2020, protegió el derecho fundamental a la protesta, amenazado y vulnerado en el marco de las movilizaciones realizadas a partir del 21 de noviembre del 2019. Según este fallo, el Gobierno nacional debe mantener la neutralidad en el desarrollo de las manifestaciones no violentas, aun cuando los cuestionamientos se realizan frente a sus propias políticas; y en poco tiempo debía expedir un acto administrativo por medio del cual ordena mantener la neutralidad a todas y todos los miembros de la rama ejecutiva del orden nacional, que incluye cumplir con la obligación de garantizar y facilitar el ejercicio de los derechos fundamentales a la protesta pacífica, reunión y expresión. Desconocer lo anterior implica no acatar las recomendaciones y resoluciones de la CIDH, la Corte IDH y la ONU, de no restringir las garantías democráticas. La neutralidad de los altos funcionarios gubernamentales frente a las razones de la protesta social debe ser una garantía en una sociedad pluralista y democrática. Con relación a la protesta social hay otro fenómeno interesante. según Rivera, et.al., (2018:123): “[…] el nivel de participación en protestas alcanza 18 % entre quienes poseen algún nivel de educación superior; 9,6 % entre quienes tienen algún nivel de educación secundaria y 7,9 % entre quienes cuentan con educación primaria o no recibieron una educación”. Siendo así, los más educados proporcionalmente participan más en las protestas que los menos educados, ¿pero por qué sucede esto si lo más necesitados (en teoría) deberían ser los que más quisieran protestar? Nuestra observación empírica en las grandes marchas realizadas en Bogotá, en el 2019 y en lo que va de 2021, contra las políticas educativas, los abusos policiales, la política de paz, el “paquetazo” económico del actual gobierno, el proyecto de reforma tributaria, y en general contra el gobierno de Duque, muestran, efectivamente, que estas marchas son mayoritariamente manifestaciones de clases medias urbanas, sectores sociales predominantemente jóvenes, con educación universitaria y con alto uso de redes sociales. Según Rivera, et.al., (2018:123): Este resultado es llamativo en la medida que quienes tienen menos educación posiblemente sean quienes tengan más necesidades que pudieran motivarlos a protestar. Sin embargo, es posible que los menos educados, también carezcan de los recursos para definir una estrategia, planificar la movilización y asumir los costos de participar en una manifestación.
No deja de ser un gran problema para la democracia que los menos educados proporcionalmente protesten menos, puesto que esto implicaría algo muy perverso: para las elites políticas dominantes sería conveniente no mejorar el nivel educativo de las clases populares. La madurez de una democracia también debería estar representada en su capacidad de respetar la protesta social y sobre todo de tramitarla hacia acciones y políticas de cambio, escuchando el clamor popular y respondiendo a este.
LA MUERTE DE MANIFESTANTES Y LA PÉRDIDA DE CONFIANZA EN LA POLICÍA
La muerte de Dilan Cruz, quien recibió un impacto en la cabeza de un artefacto disparado por el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD), en noviembre del 2019, es solo uno de los casos más sonados de los fallecidos en medio de las recientes manifestaciones de protesta en el país (BBC News, 2019). Durante los últimos años se han registrado varias muertes durante movilizaciones en las que ha habido tensiones y en ocasiones enfrentamientos entre manifestantes y la fuerza pública. Esta muerte fue un punto de quiebre en la discusión pública sobre el rol de la fuerza pública en las manifestaciones de noviembre de 2019.
Según la última encuesta del Observatorio de la Democracia (2020), en Colombia la confianza en la policía ha disminuido en promedio en los últimos dieciséis años, pero es importante destacar que esta confianza cae más abruptamente en el último par de años donde descendió siete puntos significativos: del 42 % en el 2018 al 35 % en el 2020. (gráfico 13)
GRÁFICO 13: Confianza en la policía a nivel nacional (2004 al 2020)
Fuente: Observatorio de la Democracia (2021) Presentación Institucional Estudio Nacional 2020
En Bogotá, en ese mismo periodo, como aparece en la gráfica No 14, la confianza pasó de 51,9 % a 24,6 % en el 2020.
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GRÁFICO 14: Confianza en la policía en Bogotá en el periodo 2004-2020
Fuente: Barómetro de las Américas por LAPOP -95 % intervalo de confianza (efecto de diseño incorporado)
Y de acuerdo con el Observatorio de la Democracia (27 de octubre 2020) esa confianza en la policía en Bogotá ha bajado sustancialmente entre quienes participaron de las grandes protestas de 2019: en el 2018 era del 33 %, en el 2020 bajó al 3 %.
Más grave aún fue lo sucedido en el caso de Javier Ordoñez el 9 de septiembre del 2020 en Bogotá (France 24, 2020), el ciudadano que murió luego de recibir golpes y descargas eléctricas por parte de miembros de la policía y que desató varios días de protestas a nivel nacional y la muerte de al menos diez personas que participaron en las protestas especialmente dirigidas contra la policía y los Centros de Atención Inmediata (CAI) del mismo cuerpo policial, lugar donde falleció Javier Ordoñez. Ante este hecho, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos –CIDH– le pidió al Estado colombiano investigar los hechos y sancionar a los responsables. En concreto, la CIDH pide:
[…] el cese inmediato del uso desproporcionado de la fuerza por parte de las fuerzas de seguridad del Estado, subraya que la actuación de la policía en el mantenimiento del orden público debe basarse estrictamente en los estándares internacionales de Derechos Humanos que rigen el uso de la fuerza bajo los principios de excepcionalidad, proporcionalidad y absoluta necesidad y le recuerda al gobierno que debe garantizar el derecho a la vida, la integridad y la libertad de manifestación. (Gómez, 2020: 1)
Como dice Mauricio Archila, el académico que tal vez más ha estudiado la protesta social en Colombia:
Protestar en Colombia sigue siendo algo de hombres y mujeres valientes. Más cuando hay toda esta cantidad de líderes asesinados, más de mil desde el 2016. Porque cae en ese estigma del enemigo interno y cuando no es la Fuerza Pública, son los paramilitares que no han desaparecido, se han rearmado y en algunas regiones siguen siendo muy fuertes y en otras, como Bogotá, sigue mandando amenazas. Entonces sí, aquí es de valientes hacer protestas, organizar sindicatos y crear organizaciones sociales. Es un oficio muy peligroso. (Arenas, 2020: 1)
Finalmente, el siguiente gráfico (número 15) muestra que el porcentaje de satisfacción con el funcionamiento de la democracia sí parece significativamente afectado por la participación en las marchas durante el año 2020.
GRÁFICO 15: Satisfacción con la democracia vs. Participación en protestas 2020
Fuente: © Observatorio de la democracia
El porcentaje de satisfacción con el funcionamiento de la democracia de los “protestantes” (7,8%) es cercano a la tercera parte del porcentaje de los que no protestaron en ese año (20,2 %).
En el momento de escribir este texto (mayo 20 de 2021) se han completado tres semanas de bloqueos, protestas y movilizaciones sociales permanentes y en buena parte del territorio nacional. La forma como el actual gobierno las califica no ha variado de lo dicho anteriormente sobre las protestas de 2019, es decir, una obligada aceptación de la legitimidad de la protesta pacífica acompañada de una visión semejante a la doctrina del enemigo interior: detrás de las protestas ciudadanas está la subversión, el terrorismo y el oportunismo político-electoral de la oposición política al gobierno, o muchos de los protestantes son incautos o “idiotas útiles” de estos proyectos subversivos. Hasta este momento las protestas han conseguido que el gobierno retirara del Congreso sus proyectos de reforma tributaria y de reforma de la salud, y que renunciaran los ministros de Hacienda (ideólogo del proyecto de reforma tributaria) y de Relaciones Exteriores (acusada de mal manejo de la crisis a nivel internacional y en particular de la comunicación frente a los organismos internacionales de derechos humanos). Los diálogos con el Comité del Paro y con otros sectores sociales hasta ahora han comenzado, pero los costos de la actual protesta han sido especialmente altos. Según la ONG Temblores (2021) hasta el 18 de mayo en el marco de las manifestaciones del Paro Nacional han sido asesinadas 51 personas, de las cuales 43 con presunta autoría de la fuerza pública, hay dieciocho víctimas de violencia sexual por parte de miembros de la fuerza pública, 33 víctimas heridas en los ojos y 2 mil 387 casos de violencia policial.
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CONCLUSIONES
Contrario a nuestra hipótesis inicial, en el sentido de que en Colombia ha habido un constante desencanto de la democracia, los datos muestran que sí ha habido un encantamiento creciente a partir de mediados de los 50 y que, con algunas fluctuaciones, se mantuvo constante hasta el 2015 fecha en que se evidencia el desencanto. Las cifras, tanto de los cinco énfasis de la democracia que trabaja el V-Dem, como del Barómetro de las Américas y de la Encuesta de Cultura Política y Ciudadana, lo confirman.
Como se analiza en este documento, la democracia en Colombia no ha tenido un piso o soporte social y económico igualitario por la existencia de una sociedad con enormes desigualdades históricas de índole socioeconómico que, dicho sea de paso, con la actual pandemia y las políticas de corte neoliberal, tienden a ampliarse. De otro lado, está la debilidad del Estado colombiano para detentar el monopolio legítimo de la fuerza, para impartir justicia y hacer cumplir las leyes y la Constitución, para arropar todo el territorio, para proteger sus múltiples culturas y para generar desarrollo social y económico inclusivo y sostenible.
La oportunidad política más reciente para solucionar esas dificultades estructurales (la anterior fue la coyuntura de la Constitución de 1991) las ofrecía el proceso de paz con las FARCEP formalizado en el de Acuerdo de Paz de la Habana. Era (y aun podría ser) una oportunidad de fortalecer la democracia colombiana, mediante varias reformas institucionales y particularmente mediante la inclusión en la política legal de un actor armado de la trascendencia de las FARC-EP. Esta esperanza se ha ido diluyendo, en buena parte, por la enorme división que este proceso ha generado en la sociedad colombiana. El plebiscito sobre el Acuerdo de Paz en 2016 con un resultado de 49,78 % a favor y 50,21 % en contra es muy ilustrativo del fraccionamiento en dos claras mitades.
Para ahondar las dificultades, el presidente elegido después de la firma de esos acuerdos representa al sector político que se opuso a los mismos y de ahí la clara contradicción de un gobierno que por ley debe implementar un plan del que claramente desconfía. Los costos de desaprovechar esa coyuntura y oportunidad de cambio para la democracia son altos, pues el riesgo de un nuevo ciclo de violencia ya se empieza a insinuar con la presencia activa de viejos y nuevos actores ilegales, ciclo que de consolidarse traerá como consecuencia el fracaso de los propósitos centrales de la paz: la transformación del Estado (especialmente en lo que tiene que ver con la calidad de su presencia en las regiones y territorios); las reformas políticas que permitirían más voces diversas en la política, más ciudadanos participando en los asuntos públicos y nunca más la mezcla de armas y política; las políticas de desarrollo rural con énfasis en acceso a la tierra y sustitución de cultivos de uso ilícito; y finalmente los propósitos fundamentales de la transición hacia un país sin conflicto armado: verdad, justicia, reconciliación y no repetición, todos necesarios para una sana convivencia en el futuro. Desde el ámbito de la cultura política hay otro factor que ha deteriorado en este siglo la democracia, y es la aparición con fuerza del fenómeno del personalismo político. El líder político de derecha Álvaro Uribe, con enorme poder y aceptación popular desde hace veinte años, concibe y ejerce la política desde posturas y prácticas autoritarias, populistas, maniqueas e incluso mesiánicas. Su popularidad y su poder puesto en contra de procesos e instituciones tan importantes, entre otras, la Constitución del 91, los Acuerdos de Paz, el tránsito de una izquierda armada a una izquierda legal, la Consulta Anticorrupción, el equilibrio de los poderes del Estado (en particular de la autonomía de la rama judicial y de las altas cortes), y a favor del “todo vale” para derrotar a la guerrilla (Convivir, falsos positivos) y del tratamiento represivo de la protesta social, ha minado y erosionado nuestra ya débil democracia, ha provocado un menor apoyo a la misma y ha debilitado las valiosas oportunidades de reformarla.
El fenómeno creciente de la corrupción expresado tanto en hechos y escándalos de la magnitud de: los sobornos a altos funcionarios de la constructora Odebrecht, los fallos judiciales comprados (conocido como el caso del Cartel de la Toga), el gigante descalabro económico del proyecto de la hidroeléctrica de Hidro-Ituango, la compra masiva de votos (el caso “Aida Merlano” y la “Ñeñe política”), contribuyen a un aumento en la insatisfacción con la democracia en la forma como esta se presenta en el día a día, e incluso a una disminución del apoyo a la misma como régimen político ideal.
Precisamente, buscando enmarcar lo que sucede con el apoyo a la democracia, de un lado, y con la satisfacción, por otro, en un contexto geográfico más amplio, encontramos como Welzel, al analizar cómo responde la gente a las preguntas sobre su apoyo a la democracia, concluye lo siguiente: “Las orientaciones hacia la democracia son más una cuestión de evaluación que una cuestión cognitiva: las respuestas de la gente a las preguntas sobre democracia indican menos lo que la gente sabe sobre la democracia que lo que desean que sea” (Welzel, 2013: 328).
En la gráfica No. 16, el cruce de los datos sobre apoyo a la democracia con satisfacción sobre su funcionamiento en nuestro país parece confirmar que pese a los golpes que han minado considerablemente la satisfacción con la democracia “realmente existente”, la gente, aunque en menor medida que hace dos décadas, sigue apoyando mayoritariamente la democracia como forma de gobierno ideal.
GRÁFICO 16: Apoyo a la democracia vs. Satisfacción con la democracia
Fuente: Observatorio de la Democracia (2021) Presentación Institucional Estudio Nacional 2020
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Además del ya mencionado argumento de Welzel (2013), las cifras del alto apoyo a la democracia por parte de la población colombiana, incluso de aquellos que enfrentan cotidianamente las privaciones socioeconómicas en un país tan desigual, y de aquellas personas que han sufrido todos los rigores de la violencia del conflicto armado, sorprenden, porque reflejan la insistencia y la esperanza (casi como un acto de fe) en la democracia, como un valor positivo per se. Y este hecho nos remite, inevitablemente, a los debates en torno al concepto de ‘desarrollo/ crecimiento económico’ que, como la democracia, genera una situación similar. Aunque ha demostrado fehacientemente, no solo estar errado, sino ser, además, altamente contraproducente en términos del bienestar de los seres humanos y de la naturaleza, permanece arraigado en nuestras sociedades como otro valor hegemónico a nivel global (Castillo, 2016).
Finalmente, todo lo que hemos argumentado en este artículo nos hace recordar el análisis que hacía Atilio Borón en 2006 sobre la democracia en América Latina: Hace ya tiempo que la democracia se ha desvinculado por completo de la mismísima idea que su término evoca, pueblo o demos, para no mencionar de su languideciente protagonismo. La fórmula de Lincoln ‘gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo’ ha sido archivada como una nostalgia peligrosa de un estado de cosas irreversiblemente perdido en el pasado. […] La reemplazó la fórmula de la democracia como un conjunto de reglas y procedimientos desprovisto de cualquier contenido específico relacionado con la justicia distributiva o la equidad, que ignora el contenido ético y normativo de la idea de democracia y pasa por alto el hecho de que esta debería ser un componente crucial y esencial de cualquier propuesta para la organización de una ‘buena sociedad’, más que un mero dispositivo administrativo o para la toma de decisiones. (Borón, 2020: 266).
Frente a este crudo diagnóstico, sobre las principales problemáticas que a nivel nacional han incidido sobre el desencanto democrático, nos queda la esperanza de la nueva ola de protestas y movilizaciones sociales que ha estallado en Colombia y en algunos países de América Latina. La participación activa y con nuevos repertorios de protesta de parte de las mujeres, de los jóvenes, de los estudiantes, de los grupos étnicos indígenas y afrocolombianos, de los ambientalistas, de los grupos LGBTI, de los animalistas, etcétera, es una señal inequívoca de renovación de la acción colectiva contestataria en la búsqueda de una ampliación de la democracia. El reto es articular todas esas demandas democráticas en movimientos políticos que las traduzcan, desde afuera y desde adentro del poder, en actitudes, políticas y legislaciones que fortalezcan la democracia en todas las dimensiones aquí analizadas.
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina. Amenazas y oportunidades para el cambio
Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
INTRODUCCIÓN: ECUADOR, DEMOCRACIA DE MÍNIMOS
El planteamiento que hacemos para medir el desencanto con la democracia en Ecuador articula dos ejes: la institución de la democracia como tal, es decir, la forma de gobierno, la medición del desempeño estatal dentro de un marco constitucional democrático, y la percepción ciudadana de dicha democracia desde una perspectiva multidimensional.
El objetivo de esta investigación es explorar si la población ecuatoriana está desencantada con la democracia, como modelo de gobierno, o atraviesa una crisis de los procesos democráticos. Esto será analizado a través del modelo de multidimensionalidad establecido por Fund for Peace —que será descrito en el siguiente apartado— y que pretende verificar cómo los ámbitos sociales, económicos y culturales influencian la percepción de democracia en un país como Ecuador. Por ello, la calidad de la democracia es evaluada considerando la multiplicidad de factores que influyen en su vivencia, que no se reducen a las estructuras estatales en un determinado modelo de gobierno, sino que abarcan las dimensiones legales, socioeconómicas, culturales y políticas en las cuales la ciudadanía interactúa diariamente. Para iniciar una discusión en la que se enfrente al Ecuador en un contexto de democracia debemos partir de una base necesaria: el país ingresó a lo que Huntington (1991) denomina la “Tercera ola democratizadora” a finales de la década de 1970. Lo hizo tras superar repetidas y prolongadas experiencias autoritarias que interrumpen su inserción al modelo democrático. Esta transición sucedió durante una década “perdida” y otra de crecientes desigualdades.
Este proceso se prolongó a partir del desarrollo de la Guerra Fría, lo que se traduce en la labor de Estados Unidos por expandir en la región latinoamericana un modelo de “democracia liberal”; por esto, se construye bajo la premisa de que la democracia —como idea y como sistema de gobierno— es mejor que cualquier otra forma de organización social y política; pero ¿cómo es percibida la democracia representativa en una sociedad profundamente desigual y heterogénea?
La democracia en América Latina generó dos cambios principales. Por un lado, una liberalización de sus regímenes políticos: mayor pluralismo político, tolerancia hacia la oposición y respeto de las libertades públicas y, por otro lado, una mayor participación popular directa o indirecta (Rey, Barragán y Hausmann, 1992). Así, en Ecuador, en 1978 se convocó a una consulta popular en la que el pueblo votó por la décimo novena Constitución, cuya función era “restablecer el orden democrático”. Más tarde, ese mismo año, se realizaría la primera vuelta electoral que generaría dos binomios ganadores: el candidato de la derecha, el socialcristiano Sixto Durán Ballén, y el de centro izquierda, Jaime Roldós Aguilera.
En el contexto señalado, Ecuador cumplió con cuatro criterios mínimos para determinarse como régimen democrático (Levinsky y Way, 2004: p.162):
1) Los cuerpos ejecutivo y legislativo son elegidos a través de elecciones abiertas, libres y justas; 2) virtualmente todos los adultos tienen derecho a votar; 3) los derechos políticos y las libertades civiles, incluida la libertad de prensa, la libertad de asociación y la libertad de criticar al gobierno sin represalias, son ampliamente protegidos; 4) las autoridades elegidas tienen autoridad real para gobernar y no están sujetas al control tutelar del ejército o a los líderes religiosos.
Estos criterios se relacionan parcialmente con lo que Norris (1999) cataloga como principios centrales del régimen y entran en el primer nivel de la democracia: “[…] hasta qué punto la ciudadanía coincide con valores democráticos tales como la libertad, participación, tolerancia, la búsqueda de acuerdos mutuos, etc.”; no obstante, esta definición se acerca más a la conceptualización de una democracia plena. Así, la democracia plena supone una activa
participación de la ciudadanía en la vida pública, la existencia de organizaciones sociales autónomas y el fortalecimiento del tejido social. Entonces, desde sus inicios, esta democracia plena no pudo garantizarse dado el papel central de las cámaras de producción de Ecuador en la vida política y económica del país, quienes niegan al Estado en la vida económica porque creen que el mercado libre y la empresa privada son los ejes ‘naturales’ de ella (Paz y Miño, 2016).
Adicionalmente, la democracia plena no pudo consolidarse ya que entró en una época marcada por grandes tensiones con crisis social y económica: la aplicación de políticas de ajuste estructural intensificó las desigualdades. Posteriormente, a lo largo de la década de 1990, factores como la guerra con Perú, los escándalos de corrupción, el fenómeno de El Niño (1998), la caída del precio del petróleo, y el impacto de la crisis financiera internacional (1999), intensificaron la problemática alrededor de la consolidación del modelo democrático.
Considerando los postulados de Gerardo Munck (2013), respecto a la calidad de la democracia, en Latinoamérica no solo se han analizado los procesos de democratización y transición desde las dictaduras de finales de siglo XX, sino que se ha evidenciado la necesidad de medir la calidad de la democracia a partir de la forma en que esta “se vive y se percibe” por parte de los ciudadanos. Es decir, el foco de atención se traslada desde la forma en que la democracia se instaura, hacia la forma en que llega a la población.
Los distintos procesos democráticos latinoamericanos demuestran que no existió uniformidad en estas transiciones y que la consolidación ha sido difícil y variada, en algunos casos con avances importantes y en otros, como Venezuela o Nicaragua hoy por hoy, con retrocesos. Esto demuestra que, pese a los avances en materia de garantías constitucionales de la institucionalidad democrática, los poderes políticos han logrado sobrepasar estos límites, dejando al Estado en indefensión ante su propia incapacidad de instaurarse como Estado constitucional de derecho.
Si bien es difícil hablar de un desencanto democrático en Ecuador, dado que los estudios demuestran que, por el contrario y de manera permanente, ha vivido en una democracia frágil, en este estudio denominaremos “desencanto” a la ausencia de identificación del ciudadano común como parte del sistema y, por tanto, que eventualmente rechace a la democracia como la mejor forma de gobierno y un medio para acceder a la justicia y garantizar igualdad política y social (Jenkins, 2018).
La investigación parte de una referencia histórica que analiza la evolución de la democracia, con especial énfasis al periodo 2016-2019, dado que este comprende la transición de un modelo de gobierno que debilitó la institucionalidad democrática ecuatoriana hacia un gobierno que no logra recuperarla. Prueba de ello, la crisis de octubre de 2019, hito que marca la historia reciente en Latinoamérica.
Este enfoque permitirá definir si estas disrupciones sociales son consecuencia de la elasticidad del sistema democrático, el debilitamiento de los mecanismos democráticos, o si hay otras influencias que deben tomarse en cuenta.
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
JUSTIFICACIÓN DEL MARCO TEÓRICO Y METODOLÓGICO: MULTIDIMENSIONALIDAD EN LA MEDICIÓN DE LA DEMOCRACIA
Fund for Peace (FFP) ha sido por más de medio siglo un referente en lo que concierne a la creación de métodos tendientes a la reducción del conflicto. El Fondo logra articular la seguridad humana con el desarrollo humano a través del Fragile States Index (FSI). Este enfoque permite que se identifiquen los aspectos cruciales para asegurar la capacidad de respuesta del Estado, y a su vez facilita la medición del comportamiento estatal frente a estos aspectos –multidimensionales– de desempeño.
De acuerdo con Coppedge, Gerring y Lindberg (2012), pese a que no se cuente una única definición de democracia, sí existe un consenso generalizado respecto de los principios que componen al término. En este sentido, mencionan las condiciones del gobierno para el pueblo: electoral, liberal, mayoritario, consensual, participativo, deliberativo e igualitario. El primero incluye la forma en que los grupos se disputan el poder en el marco de los procesos electorales (en una democracia representativa, y tiene que ver con la legitimidad de los procesos). El principio liberal se refiere al Estado de derecho, los procesos de rendición de cuentas y los derechos de las minorías (relativo a la legalidad). El mayoritario hace referencia a la voluntad de las mayorías dentro de la institucionalidad de un Estado respetuoso de las reglas establecidas. El principio consensual, relacionado con la gobernabilidad, plantea cómo se admite una amplia variedad de opiniones desde la diversidad, en un marco democrático transparente que garantiza las divisiones de poder y el Estado de derecho. El principio participativo hace referencia a la garantía para la participación política de la sociedad en todos los niveles. El deliberativo se entiende como el proceso decisorio de la mayoría, respetuoso de los procesos de la institucionalidad estatal. El principio igualitario, por su parte, se refiere al goce de los derechos civiles y políticos; pero también, a los aspectos de desigualdades (materiales e inmateriales) que impiden el disfrute de tales derechos y que se amplían a los grupos tradicionalmente excluidos por motivos políticos, sociales o económicos. Estos principios, aunque no logran establecerse en todos los acercamientos teóricos de la democracia, sí se ubican en la mayoría de los sistemas de gobierno actuales permitiendo establecer un parámetro de evaluación en cuanto a desempeño estatal. Además, están directamente relacionados con los tres niveles de la democracia que Norris (1999) propone. Ahora bien, más allá del recuento de la entrada del modelo democrático en Ecuador, el propósito de la presente investigación es analizar si la ciudadanía experimenta un desencanto hacia este sistema. Para ello, amplía la medición de la democracia partiendo de una conceptualización particular que no solo responda a los parámetros de las estructuras clásicas del modelo democrático como único referente, que obligue a la revisión de varias fuentes y no solo las tradicionales y con marcos institucionales rígidos, sino que propone una perspectiva más completa, que permite analizar los elementos que confluyen en el sistema democrático multidimensional.
Como riesgos dentro de la región en lo que concierne a los procesos democráticos tenemos la militarización de las democracias por las políticas de securitización. En esta línea, la baja consolidación de las instituciones del Estado en Latinoamérica y las consecuentes crisis de legitimidad se traducen en presiones automáticas al Estado; estas impiden su estabilidad e influencian las políticas “securitistas”, dado que aquellos países con menor gobernabilidad propenden por el recurso de la militarización, lo que se explica en el aumento del recurso financiero estatal para seguridad y defensa, dejando en indefensión el ámbito socioeconómico que es nucleico en nuestros países, debilitando la democracia (Gutiérrez Sanín, 2010).
De acuerdo con Munck (2013) el estudio de la calidad de la democracia carece de un debate estructurado en términos de análisis empírico, es por ello por lo que plantea una reconceptualización que concibe a la democracia como un sistema político que comprende la libertad y la igualdad como valores que la sustentan. De igual manera, esta visión incluye dos componentes del sistema que son los mecanismos de toma de decisiones y el ámbito social de la política. Munck, posteriormente, desarrolla los estándares de estos elementos pretendiendo el objetivo de clarificar el concepto de la calidad de la democracia y proveer los elementos de análisis que permitan medirla. El objeto se dirige a la consideración de que la democracia es mucho más que un mecanismo que garantiza elecciones, percepción a la que nos unimos cuando consideramos el aspecto social de la democracia.
De esta manera, la legitimidad de las elecciones y de las decisiones, la percepción de la seguridad humana –que permite vivir a plenitud las garantías democráticas y las libertades–, las condiciones socioeconómicas, la percepción de independencia, imparcialidad y eficacia de la ley, la forma en que se percibe a la política –como campo–, el acceso real a la participación política, el ejercicio de los derechos civiles y políticos, las garantías de igualdad para todos los ciudadanos, son factores interconectados que permiten analizar cómo se construye, garantiza y se vive una democracia plena.
Es este el enfoque de la presente investigación, considerando la necesidad de incluir todas estas variables en una medición mucho más amplia de la democracia para entonces determinar si existe este alejamiento del sistema democrático, entendido como un desencanto de la democracia y sus valores.
DIMENSIONES DE LA DEMOCRACIA EN ECUADOR:
UNA BREVE CARACTERIZACIÓN HISTÓRICA
COHESIÓN SOCIAL: GOBERNABILIDAD Y DESCONTENTO DE GRUPO
Aunque “cohesión social” no tiene una única definición, se la puede entender como un concepto cercano a “capital social”. Así, se refiere a la capacidad de manejar normas, redes y lazos sociales de confianza. Esto permitiría reforzar la acción colectiva y sentar bases de reciprocidad en el trato. En otras palabras, es una forma ampliada de la integración. Para ello, se requiere de un sistema capaz de integrar a los ciudadanos, pero también la voluntad de la ciudadanía de formar parte (Cepal, Agencia Española de Cooperación Internacional y Secretaría General Iberoamericana, 2007).
La cohesión social se relaciona directamente con el principio de gobernabilidad1 que, a su vez, se enlaza con el primer y segundo nivel de democracia (Norris, 1999). Mientras el primer nivel ya fue explorado en líneas anteriores, el segundo tiene que ver con “el desempeño del régimen” (Norris, 1999).
Ecuador, entre 1990 y 2000 vivió lo que fue catalogado como la “segunda década perdida” (Albornoz, 1999). Esta década se caracterizó por una movilización popular fuerte, pero sin constituirse en movimiento social; puso en relieve la crisis de gobernabilidad que tenía la República. Se sucedieron, sin completar su mandato de cuatro años, un total de ocho presidentes. Incluso en 2000, un triunvirato respaldado por una parte del Ejército resolvió
1 La gobernabilidad, de acuerdo con el Banco Mundial, es el conjunto de modalidades de coordinación de las acciones individuales, entendidas como fuentes primarias de construcción del orden social. Tiene que ver con la capacidad de los ciudadanos de cumplir las reglas para la vida pacífica.
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tomar el poder –lo que va en contra de la democracia electoral–, aunque en menos de 24 horas el orden constitucional fue restablecido. Esto ilustra la fragilidad de la democracia en tiempos de crisis. De hecho, se puede catalogar a Ecuador como un caso límite de crisis de gobernabilidad (Fontaine, 2002b).
Entonces, si la democracia implica el compromiso de respetar unas determinadas reglas en los procesos que guiarán a la sociedad, las crisis serían el momento perfecto para poner a prueba dicho compromiso; aquí es cuando se evidencia la frágil democracia ecuatoriana, incapaz de negociar entre actores. Como Isaacs (s/f) anota, la consolidación democrática tiene que verse asistida por el cumplimiento de al menos tres condiciones: El liderazgo de los partidos políticos debe estar dispuesto y poder involucrarse –y debe poder hacerlo– en un proceso constante de compromiso democrático que represente en forma efectiva los intereses de la sociedad civil; los valores democráticos tienen que volverse intrínsecos (es decir, debe mantenerse el compromiso popular con la democracia que acompañó al proceso de transición); y se debe superar la amenaza militar a los procesos democráticos.
Esta ausencia de consolidación democrática permanece hasta la actualidad. El ejemplo más claro se encuentra en las protestas de octubre de 20192, donde se evidenció la ausencia de mecanismos de negociación de los actores políticos y la falta de compromiso con los valores democráticos desde los actores sociales. En 2010, la crisis política del llamado “30-S” fue calificada por el entonces presidente de Ecuador, Rafael Correa, de un “intento de golpe de Estado”. Esta denominación tuvo amplia acogida popular. Esto se debe al patrón ecuatoriano de recurrir a la figura de la “protesta” sin el deseo de manifestarse, sino que interferir en la continuidad del mandato de un representante elegido.
Entonces, la transición y la consolidación de la democracia no son procesos lineales: históricamente, el retorno a la democracia a finales de la década de 1970 no garantizó que el régimen se sedimente. Por ello, hay estados de permanente transición y Ecuador se ha sumido en lo que Levitsky y Wayne (2004, 2010) denominan “autoritarismo competitivo” o “autoritarismo moderado”, como lo conceptualiza Linz (2000). El gobierno autoritario competitivo mantiene las elecciones como herramienta de legitimidad; sin embargo, manipula a las instituciones y las direcciona a su favor. Esto es evidente al revisar la historia constitucionalista. Desde 1830 hasta la actualidad, la República del Ecuador ha tenido veinte constituciones; desde el retorno a la democracia, se ha reformado en dos ocasiones: 1998 y 2008. Adicionalmente, según el índice democrático de The Economist, desde 2006 hasta 2016 (Primicias, 2019), Ecuador era considerado como un país con una “democracia híbrida”, que significa ser clasificada como una nación con frecuentes fraudes electorales, lo que les impide ser democracias libres y justas. El país no es un caso aislado; en Latinoamérica, los casos de retroceso democrático vienen con frecuencia acompañados de escándalos de corrupción o manifestaciones de “tendencias autoritarias, populistas y de violencia” (Almagro, 2019).
2 El anuncio gubernamental de retiro de los subsidios a los combustibles dispararía el malestar social, en una movilización de once días que aglutinó a varios sectores (sindicales, indígenas, estudiantes, ciudadanos en general) y culminó con la derogación del decreto propuesto, tras intensas jornadas de represión y tras la asunción de las bases indígenas de la “representación del bien común” (Ramírez, 2019). Estas protestas, enmarcadas dentro de la redistribución y el reconocimiento, y en consonancia con la ola de protestas en América Latina, muestran una crisis de la legitimidad (relacionado con actores políticos) o un fracaso de la representación política (Mason, 2013; Arce y Rice, 2019). Así, estas protestas muestran un desencanto hacia el sistema democrático instaurado en Ecuador, pero solo son posibles en un sistema democrático liberal.
Por ello, como Lagos (2018: p.2) advierte:
La historia de las democracias de la tercera ola es, en varios países (quizás demasiados), la historia de líderes con nombre y apellido, donde el país queda en segundo plano, prendado, detrás de la persona que lo encabeza. Eso pasa a ser una de las trampas de los procesos de consolidación a la democracia, la personalización de los destinos de un país. Si los destinos de un país dependen de una sola persona, es porque ya el proceso se ha viciado y sus instituciones y líderes no están cumpliendo con el rol que corresponde.
En este contexto, las bases de la democracia electoral incluyen “[…] un gobierno constituido por líderes elegidos competitivamente” (Moncagatta et.al., 2020). Sin embargo, para América Latina, han existido dos riesgos en estos mínimos democráticos: el primero es que actores no elegidos, como los militares por ejemplo, arrebaten el poder a los gobernantes electos o el fantasma permanente de los golpes de Estado impida terminar el mandato. El segundo es el riesgo de que el Poder Ejecutivo pretenda gobernar unilateralmente, debilitando los demás poderes del Estado.
Volviendo al caso de estudio, si bien la democracia debe ser representativa, el sistema político ecuatoriano no lo ha sido: los partidos políticos no han logrado consolidarse; de hecho, no se han establecido partidos nacionales y populares. Lo mismo ocurre con la ideología. Desde el retorno a la democracia, las adhesiones o la creación de partidos políticos se basan más en la región (Costa o Sierra) donde viven los candidatos, que en criterios políticos o ideológicos. De ahí que sus posturas respecto a la política pública se vuelven ambiguas, lo que dificulta la representatividad (Handelman, 1979). Esto se hace notorio con la llegada de líderes personalistas –como es el caso de Rafael Correa– cuyo partido político no funciona como una agrupación alrededor de una ideología compartida, sino que requiere de un líder, único tomador de decisiones, para funcionar. Lo que es más, de acuerdo con Mainwaring y Scully (1995), un sistema de partidos institucionalizado y con altos índices de representatividad podría marcar la diferencia al momento de gestionar las demandas políticas y minimizar el conflicto. Así, las acciones colectivas estarían condicionadas –hasta cierto punto– por la calidad de representación. Esto explicaría los niveles de violencia y la forma de protesta que en Ecuador se acostumbra y la escalada de violencia en las manifestaciones de octubre de 2019, por ejemplo.
La ausencia de una ideología movilizadora es común en la realidad ecuatoriana. En este contexto, los líderes personalistas –que cumplen además con la definición de ser “autocráticos” porque los poderes recaen sobre una persona–, muy comunes en Ecuador, abusan del poder, incluidos los poderes democráticos. Esto degenera en la ausencia de negociación entre actores e impide que el fantasma de la inestabilidad y de los golpes de Estado se disipe. ¿Cómo influye esto en la consolidación de la democracia? Aunque se puede percibir como una “elasticidad” del régimen civil, en realidad demuestra su fragilidad porque no respeta los principios centrales del régimen (hasta qué punto la ciudadanía coincide con valores democráticos tales como la libertad, participación, tolerancia, la búsqueda de acuerdos mutuos, etcétera) y demuestra la insatisfacción con la forma en que funciona la democracia (Norris, 1999).
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ECONOMÍA: CONCENTRACIÓN PRODUCTIVA, INEQUIDAD, DOLARIZACIÓN Y MIGRACIÓN
Según O’Donnell (2007), si bien la crisis de la democracia es intrínseca y perpetua en todos los países, esta se ve agudizada en América Latina. Ello se debe a factores como la injusticia electoral; la restricción de libertades políticas; las limitaciones en el desarrollo de la ciudadanía; la pobreza; las desigualdades económicas, étnicas, de género y regionales; la corrupción y las deficiencias del Estado, entre otras.
Así, entendiendo como parte del fenómeno del desencanto democrático al hecho de que los ciudadanos pasan a valorar negativamente la política, dejan de interesarse en participar y dudan al considerar a la democracia como la forma de gobierno idónea para acceder a la justicia y garantizar igualdad política y social (Jenkins, 2018), es fundamental señalar algunos elementos relativos a la economía.
El desarrollo económico puede resultar determinante en cuanto a la percepción ciudadana sobre la democracia y su potencial desencanto. Claro está, nos referimos aquí a la democracia entendida en un sentido amplio, como la cultura y prácticas que influyen en la sociedad civil, en las concepciones y prácticas que afectan la igualdad entre las personas (O’Donnell, 2004), con el Estado como soporte ineludible de esta, a partir de la creación de capacidades estructurales indispensables para la garantía de los derechos ciudadanos de manera efectiva y homogénea (Iazetta, 2008).
Los aspectos económicos cobran relevancia, con miras a una comprensión multidimensional e integral de la democracia, desde una perspectiva sustantiva, además de la procedimental; es decir, que se logre conciliar la existencia igualitaria de oportunidades y el bienestar generalizado con las libertades individuales, para hablar de una sociedad democrática (Osorio, 2009). Lo anterior es relevante por cuanto la ausencia de una democracia sustantiva o social, que se cristaliza en una creciente desigualdad, puede afectar la mantención de un régimen democrático; como ocurre en el caso específico de América Latina, en donde los procesos de transición a la democracia –desde la década de 1980– habrían enfrentado dificultades en un contexto de políticas públicas orientadas a lo económico y a la reducción de servicios sociales. A ello deben sumarse las limitaciones de los incipientes partidos políticos, desde la transición a la democracia, para articular y responder a las demandas sociales (Huber, Rueschemeyer & Stephens, 1997), y su representación de intereses económicos particulares, que ha reproducido los patrones de desigualdad y ha contribuido a generar una percepción ciudadana de descontento, o desencanto democrático.
En este sentido, es fundamental señalar algunas características del desarrollo histórico de la economía ecuatoriana que, por una parte, han contribuido a generar inestabilidad social en diversos periodos, y por otra, desconfianza hacia los partidos políticos, las clases gobernantes, el Estado y la democracia. La transición de un modelo estatal-desarrollista a un modelo empresarial-aperturista, iniciada con el gobierno de Oswaldo Hurtado y consolidada con el de León Febres Cordero trajo como consecuencias centrales, entre otras, la construcción de una economía inequitativa, una sociedad tensionada, la desestructuración institucional y la precarización del trabajo, lo cual ha configurado un cuadro de riesgos para la democracia (Paz y Miño, 2006).
Un primer elemento característico de la economía ecuatoriana es su orientación primario-exportadora, es decir, su dependencia de la exportación de recursos naturales y su bajo grado de diversificación. La agricultura es el principal eje de acumulación desde la constitución de la República, a través de su inserción en la división internacional del trabajo como oferente
de materias primas (Acosta, 2000). Esta característica ha sostenido, históricamente, las estructuras de dominación e inequidad vigentes hasta la actualidad. La concentración de la actividad económica en torno a pocos productos primarios (cacao, banano) ha sido impulsada por los grupos dominantes, es decir, por el régimen oligárquico-terrateniente, que vinculó a amplias capas de población indígena y campesina en una economía agrícola, bajo el dominio de una elite rentista de propietarios de haciendas (Paz y Miño, 2006).
En la Costa ecuatoriana, esta clase rentista, “ha determinado la vida económica y hasta sociopolítica del Ecuador republicano” (Acosta, 2000). Adicionalmente, mantuvo mayor dinamia por la actividad de un incipiente núcleo de comerciantes, banqueros y manufactureros (Paz y Miño, 2006), y por el rol intermediario entre las exportaciones de commodities y las importaciones de bienes elaborados de las oligarquías agro-financieras y comerciales (Acosta, 2000).
La rentabilidad de las exportaciones ha desestimulado históricamente la diversificación de la estructura productiva, impidiendo que se articule un modelo nacional y de inserción en el mercado mundial, centrado en el mercado interno (Acosta, 2000). La influencia que, directa o indirectamente han tenido en las finanzas públicas los intereses particulares de sectores comerciantes y banqueros, a través del financiamiento fiscal, que generó en el siglo XIX una mayor dependencia del Estado de estos, en tanto grupos particulares poseedores del dinero, y debilitó su capacidad de representación de los intereses generales y, desde entonces y en términos generales, por cuanto la concentración productiva ha impedido el desarrollo industrial, una mejor distribución del ingreso y la recaudación de los necesarios ingresos fiscales (Acosta, 2000).
En el siglo XX, tras el boom del banano, a partir de la década de 1970, la explotación petrolera sería fundamental para la economía ecuatoriana. No obstante, la política económica basada en los años de bonanza petrolera conllevaría otro elemento clave en la historia económica ecuatoriana, un alto endeudamiento, que desembocaría en la crisis de la década de 1980, a la que le seguiría la liberalización del sector hidrocarburífero y la progresiva pérdida de control de la política petrolera por parte del Estado ecuatoriano, así como una ola de políticas de ajuste estructural (Fontaine, 2002a). Junto con la promoción de exportaciones, estas políticas, implementadas desde 1982, tuvieron un alto costo social: incremento de la desigualdad social, el desempleo y la persistencia de la pobreza (Larrea, 2004).
Si bien en un primer momento, los efectos de la bonanza petrolera incrementaron las necesidades de mano de obra e hicieron subir los salarios, posteriormente tuvo lugar el efecto de la “enfermedad holandesa” o la concentración de la actividad económica en productos primarios, dada el alza de sus precios, con efectos perversos para el resto de la economía. La devaluación del tipo de cambio ocasionada por el incremento de las exportaciones generó un incremento de la inflación, y la pérdida de competitividad de los sectores exportadores tradicionales, desencadenando procesos de desindustrialización o la desaparición de ciertas actividades, como la agricultura. Así, los problemas estructurales de inequidad social, concentración del ingreso, exclusión y pobreza se intensificaron en el país. Los ingresos por habitante registraron, entre 1990 y 1998, un crecimiento medio menor al 0,3 %, un grupo de productos primarios o escasamente elaborados (petróleo, banano, café, cacao, camarones, flores) aportaba el 90 % de las exportaciones, a lo que se debía añadir una considerable deuda externa que pesaba sobre el PIB (Larrea, 2004).
El fracaso de esta política acarrearía efectos a largo plazo, incluyendo, en el año 2000, la dolarización de la economía ecuatoriana (Fontaine, 2002a). La caída de los precios del petróleo en 1998 y 1999, sumada a factores como el fenómeno de El Niño y los efectos internos de la crisis financiera internacional, causaron una profunda crisis económica, social y política (Larrea,
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2004). El desempleo abierto y la pobreza urbana se incrementaron, pasando del 8 % en 1998 al 17 % en 1999, y del 36 % al 55 %, en el mismo periodo, respectivamente. También creció el subempleo (Larrea, 2004). Es oportuno acotar que la fuerte dependencia de los ingresos públicos del sector petrolero, una supervisión bancaria deficiente y el alto nivel de la deuda pública limitaron la implementación de políticas adecuadas para contrarrestar el efecto de los choques externos que precipitaron la crisis (Bardomiano, 2014).
Como consecuencia de la crisis de 1998 y de la adopción de la dolarización3 (Paz y Miño, 2006), se produjo un tercer elemento clave, la masiva migración internacional de trabajadores ecuatorianos (no únicamente no calificados, sino también obreros especializados, técnicos y profesionales, contando un 17 % de los hombres y un 22 % de las mujeres migrantes con formación superior, según la encuesta ENEMDU 2007 (Fondo de Población de las Naciones Unidas, 2008) hacia países industrializados (España, Estados Unidos e Italia). Este proceso migratorio tuvo como consecuencia elevadas transferencias de divisas, las remesas, que se convertirían en una fundamental fuente de entrada de divisas al país, después de las exportaciones del petróleo (Larrea, 2004). (Gráficos 1 y 2)
GRÁFICO 1: Saldo migratorio 1976-2007
Fuente: Fondo de Población de las Naciones Unidas (2008)
3 En enero de 2000, se adoptó la dolarización oficial de la economía, ante la amenaza de hiperinflación, inestabilidad y especulación, en pro de la estabilización y recuperación económica. No obstante, ello no fue el resultado de una estrategia económica de largo plazo, sino que se trató de una medida emergente en un contexto de crisis (Larrea, 2004), tras la implementación de una serie de medidas que, ante la inminente bancarrota en parte del sistema financiero, se orientaron a proteger al sector bancario mediante una serie de salvatajes para las instituciones financieras (Paz y Miño, 2006). Los gobiernos sucesivos promoverían la inversión extranjera en el sector petrolero, con el fin de incrementar los volúmenes de exportación, al tiempo que se buscó incrementar las recaudaciones fiscales (Larrea, 2004). Sin embargo, la dependencia del precio del petróleo, en este sentido, ha demostrado su fragilidad hasta la actualidad.
TABLA 1: Ingresos por remesas 1993-2007
Fuente: Fondo de Población de las Naciones Unidas (2008)
Cabe señalar que la recuperación económica observada inmediatamente tras la implementación de la dolarización se explica en gran parte por el efecto de estas remesas, que se destinaron mayormente al consumo (Paz y Miño, 2006), además del alza del precio del petróleo, pero no refleja una dinamización de las exportaciones (Larrea, 2004). El tipo de cambio al que se adoptó la dolarización permitió precios favorables para las exportaciones en el año 2000. Por su parte, la reducción de las tasas internacionales de interés permitió la reducción de los intereses de la deuda externa y con ello, un alivio de su presión sobre el presupuesto. No obstante, en cuanto a la inflación, si bien esta se redujo, continuó siendo superior a la internacional (3 %). El desempleo se redujo (Bardomiano, 2014), pero ello en parte se explica por las altas tasas de migración. Adicionalmente, se incrementaron las importaciones de bienes de consumo, generando desequilibrios en la balanza comercial (Larrea, 2004).
Entonces, se vuelve fundamental señalar que la crisis incrementó la conflictividad social, redujo la gobernabilidad –pilar de la democracia– y, por tanto, las perspectivas de superación de las condiciones de inequidad, estancamiento económico y debilidad de las instituciones públicas (Larrea, 2004).
En general, la concentración productiva se ha mantenido; es así que, de 2006 a 2012, más del 90 % de las exportaciones del país eran bienes primarios y petróleo (Bardomiano, 2014). Lo anterior ha conllevado una alta vulnerabilidad macroeconómica en lo relativo a la dependencia de la economía de la exportación de recursos naturales, mayormente monocultivos y, por tanto, de la volatilidad de sus precios inestables y declinantes, y de la amenaza de plagas que los afectan (Larrea, 2004). De igual forma, la falta de diversificación productiva, sumada al peso de la deuda externa conjugada con los ajustes estructurales de la década de 1980 y 1990 han tenido un alto impacto en cuanto a la inequidad estructural y la concentración de la riqueza, generando conflictivas relaciones sociales (Paz y Miño, 2006). Si bien se registra un descenso del índice de Gini (donde 0= perfecta igualdad y 100= total desigualdad), a partir de 2007, entre 2010 y 2018, con ciertas variaciones, este se mantiene alrededor de 45. (Gráfico 2)
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GRÁFICO 2: Evolución del Índice de Gini en Ecuador
Pese a que los puntos brevemente esbozados han sido objeto de discursos de cambio (“cambio de la matriz productiva”, por ejemplo), no se habría registrado, sin embargo, una transformación estructural en los últimos años, sino, más bien, una profundización de las actividades extractivas basadas en la explotación petrolera y la minería a cielo abierto (De la Torre, 2010). Por otra parte, el boom petrolero y el consenso de los commodities de los años 2000 (Svampa, 2016) permitió una redistribución del excedente, que generó mucha popularidad al gobierno de Rafael Correa, gracias a la formación de nuevas elites y de una nueva clase media que accedió a empleo y a mejores salarios, además de los bonos y otros instrumentos focalizados en las clases populares; sin afectar, sin embargo, a los grandes capitales (De la Torre, 2014).
Así, el gobierno de Correa se desmarcó de la ortodoxia neoliberal, devolviendo un rol central a la planificación estatal en lo relativo a la regulación y coordinación de la política económica. No obstante, cabe acotar que ello se dio en el contexto de un incremento de la renta petrolera, que permitió subir el gasto social, asentando las políticas sociales en bases institucionales que no han podido mantenerse en el mediano y largo plazo, con la caída de los precios del petróleo y el cambio de gobierno, en 2017 (De la Torre, 2010). Para Polga-Hecimovich (2013), si bien el incremento en gasto social, educación y salud pública constituyó buenos referentes para la población, al punto que se le concedió incluso menos atención e importancia al déficit de las instituciones democráticas, el gobierno ecuatoriano tendrá que enfrentar su dependencia del sector petrolero y asumir sus obligaciones de deuda externa con China.
Fuente: Banco Mundial (s.f.)
En este punto, vale la pena hacer un recuento sobre el acceso a servicios básicos4, en especial a la garantía del derecho a la salud (concebido en el artículo 32 de la Carta Magna de Ecuador) y educación (artículo 26) y su provisión por parte del Estado. En lo que respecta a la educación, el artículo 28 de la Constitución dicta: “La educación responderá al interés público y no estará al servicio de intereses individuales y corporativos. Se garantizará el acceso universal, permanencia, movilidad y egreso sin discriminación alguna y la obligatoriedad en el nivel inicial, básico y bachillerato o su equivalente”. No obstante, según el censo de 2010, 6,8 % de la población era analfabeta; la población con mayor tasa de analfabetismo son los indígenas con el 20,4 %, seguido por los montubios —campesinos de la costa— con 12,9 %.
En cambio, la pandemia por COVID-19 ha revelado que hay un acceso desigual a la salud dependiendo de la geografía: la existencia de unidades y personal de salud depende de la provincia; la Organización Panamericana de la Salud (OPS) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), para el período 2006-2015, recomendaron que la tasa de personal de salud –profesionales en medicina y enfermería– debía llegar a 25 por cada 10 mil habitantes. Ecuador, para 2018, cumplió esta meta, con 38 por cada 10 mil habitantes. Sin embargo, hay provincias como Santa Elena y Los Ríos que tienen 22 y 23, respectivamente (Velasco, Hurtado y Tapia, 2020). Adicionalmente, no se puede olvidar las restricciones significativas en el acceso, por parte de mujeres y niñas, a la atención de salud reproductiva.
Los puntos anteriormente analizados son importantes en la medida en que la promesa de mejores condiciones económicas y acceso a servicios públicos ha sido una constante en los procesos electorales, así como una clave de los discursos populistas, que han presentado a las elecciones como una coyuntura crítica hacia los cambios deseados “para el destino de la nación”, como una “lucha a muerte entre el pueblo y la oligarquía” (De la Torre, 2014). Por ejemplo, en 1996, Abdalá Bucaram presenta su elección como una resistencia al proyecto neoliberal y técnico de Jaime Nebot, promoviendo el lema “primero los pobres” frente a la oligarquía representada en el Partido Social Cristiano (pese a contar con el apoyo de los grupos familiares más poderosos de Ecuador: el de Álvaro Noboa, el magnate bananero; Fernando Aspiazu, ligado con la banca y el grupo Isaías, con conexiones en la banca, los medios de comunicación y otros sectores empresariales, (Paz y Miño, 2006), y en el 2006, Rafael Correa se presenta con una rebelión ciudadana en contra de la “partidocracia” y las reformas excluyentes de “la larga noche neoliberal” y, en el 2013, como la continuidad de un proyecto “de cambio” (De la Torre, 2014).
4 En Ecuador, la urbanización se caracterizó por el asentamiento informal, consecuencia del éxodo rural. Muchas personas decidieron construir sus casas en áreas de riesgo y en las periferias de las ciudades. Por ello, el acceso a servicios básicos, como agua potable, electricidad y teléfono se han visto comprometidos. Por ejemplo, pese a la tipificación del derecho al agua, según cifras del Instituto Ecuatoriano de Estadísticas y Censos (INEC), el 26,6 % de la población ecuatoriana no tiene acceso a una fuente de agua segura (Primicias, 2020b).
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Las carencias, en este sentido, han afectado al sistema político ecuatoriano, rondado por el riesgo desestabilizador representado en el conjunto de demandas ciudadanas: […] esperanzadas en un cambio profundo, pero frecuentemente frustradas con los logros de la conducción económica y política, algo visible en los derrocamientos de presidentes acaecidos en los últimos años, y ‘en la acumulada reacción ciudadana contra las instituciones del poder del Estado, afectadas por la deslegitimación y la desinstitucionalización’. (Paz y Miño, 2006)
Esto podría sentar las bases para hablar de un desencanto democrático en el Ecuador. Finalmente, es fundamental señalar dos hitos particulares que han marcado la transición hacia el último periodo de gobierno, así como un creciente descontento con la democracia. Por una parte, en 2015, la intención del gobierno de Rafael Correa de tasar las herencias y especulación inmobiliaria generó una serie de protestas callejeras, reviviendo movilizaciones previas en contra de la política de mercado interno, llegando a aglutinar incluso a sectores sindicalistas e indígenas en contra de las políticas de regulación de importaciones, y promoviendo la expatriación de divisas y la profetización de un colapso económico inminente (Ramírez, 2019).
Por otra parte, la desmovilización de los objetivos de transformación económica, bajo la ambivalente postura del gobierno de Lenín Moreno, posibilitaría la reactivación de las agendas promercado, en un contexto en que ningún candidato había utilizado el discurso populista contra “los de arriba” (Ramírez, 2019), en las elecciones de 2017. En su periodo de gobierno, bajo el contexto del endeudamiento correspondiente al periodo previo y el fin de la bonanza petrolera (Olivares & Medina, 2020), Lenín Moreno se acercó progresivamente a los grupos tradicionales de poder económico y a la implementación de políticas neoliberales y de ajuste, cuyas consecuencias, empobrecimiento, desempleo y precariedad, generaron una creciente conflictividad social, que, sin embargo, no logró articularse en un primer momento.
Aquí vale destacar lo acontecido en octubre de 2019 –antes ya descrito–, que está marcado por un claro quiebre del marco institucional, que demuestra su alta dependencia del contexto económico y político (Olivares & Medina, 2020). Entonces, podemos ver evidencias de un creciente descontento con un sistema democrático que, como se ha mencionado, no ha resultado representativo de los intereses económicos de las grandes mayorías, y que ha perpetuado la desigualdad en favor de grupos económicos tradicionales.
POLÍTICA: LEGITIMIDAD, ACCESO A SERVICIOS PÚBLICOS Y DERECHOS HUMANOS
Dentro de los indicadores políticos, Fragile States Index analiza la legitimidad de los Estados, la garantía de los servicios públicos y la aplicación de la ley y respeto a los derechos humanos. Esto se relaciona con la percepción del estado de bienestar que el Estado da a sus ciudadanos y permite que los actores sociales se sientan parte del sistema porque hay políticas públicas que los respaldan. Así, se relaciona directamente con la democracia.
En primer lugar, la legitimidad encuentra puntos de contacto con el tercer nivel de la democracia, en donde “[…] se mide el apoyo a las instituciones principales del régimen democrático, tales como el gobierno, el poder legislativo y el ejecutivo, los partidos políticos, la administración pública, el poder judicial, la Policía y las Fuerzas Armadas” (Norris, 1999). Para Kelsen, la legitimidad se funda sobre la legalidad; sin embargo, dadas las características de la democracia liberal, una definición más apropiada es la de Weber cuando se refiere a la legitimidad racional, que supone “el acatamiento voluntario y no tiránico del poder” (Weber en d´Ors, 1979). Entonces, legalidad y legitimidad se podrían convertir en conceptos contrapuestos: la legitimación popular es una justificación para impugnar la legalidad.
En otras palabras, una investigación de Doyle (2011) acerca de América Latina, revela que la falta de confianza en las instituciones políticas tradicionales atrae a los ciudadanos a votar por candidatos que se muestran como outsiders y que mantienen un discurso de marcado enfado por el orden político establecido. Para ilustrar esto, vale la pena recordar la petición “que se vayan todos” que resonó durante el golpe de Estado de los Forajidos, 2005, que exigía la salida del entonces presidente Lucio Gutiérrez. Posteriormente, la victoria de Rafael Correa en tres elecciones consecutivas (2007, 2009 y 2013) bajo la promesa de una completa reformulación de las funciones del Estado y la redacción de una nueva Constitución demuestra la falta de confianza institucional.
El orden político establecido puede verse como la legalidad, pero el candidato outsider, al ganar en las votaciones, adquiere la legitimidad que le permite cambiar las leyes y adaptarlas a su conveniencia. Esto, como se ha visto anteriormente, es la realidad de Ecuador, donde se tiene un entendimiento plebiscitario de la democracia y, también, se relaciona con el populismo, que será analizado a profundidad en el apartado Cultura democrática.
Los cambios constantes en la ley afectan la legitimidad del poder, especialmente cuando se restringen o afectan las garantías fundamentales. Cuando, además, estos cambios se extienden a las normas que regulan los procesos electorales, se los llega a cuestionar y se altera la confianza en la legitimidad del candidato (y por ende del sistema). Es común que se implante un modelo de gobierno autoritario que llega a concentrar los poderes en el Ejecutivo.
En segundo lugar, respecto a la garantía del acceso a los servicios públicos y sociales, su valor recae en que representan un intento consciente de redistribución. Por ello, su exploración es fundamental, dados los altos índices de inequidad de Ecuador, como se ha descrito en el apartado Economía. Adicionalmente, la provisión de servicios públicos se relaciona con el Sumak Kawsay5, principio rector para el Estado actual.
La provisión de servicios básicos y su acceso se relaciona directamente con la calidad de vida y, por tanto, con la importancia que la gente le da a votar. Por ello, no es sorprendente que, si el voto en Ecuador no fuera obligatorio, la clase social determinaría quién saldría a votar de todos modos y quién no: 65,2 % clase alta; 69,6 % media; 54,8 % baja (Sánchez Parga, 1999). Si extrapolamos las cifras, los indígenas, los campesinos y las mujeres –que son los grupos más pobres– son justamente los que restan el valor a su voto porque sus necesidades básicas no están sanadas y, por lo tanto, una vez más, la democracia deja de ser percibida como un medio para garantizar igualdad social y política.
5 El Sumak Kawsay es la noción indígena del “estar bien” y del “buen vivir”. Se relaciona con vivir en comunidad, un convivir; no puede existir una vida plena al margen de una comunidad, pues en ella se materializan las diferentes formas de solidaridad y de respeto a la naturaleza (Hidalgo, Arias y Ávila, 2014 en Ecuador en cifras).
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En tercer lugar, sobre el respeto a los derechos humanos, The Human Rights Watch (2019) advierte que Ecuador enfrenta problemas crónicos en materia de derechos humanos. En su análisis incluyen las condiciones deficitarias en los centros de detención, la aprobación de leyes que otorgan a las autoridades amplios poderes para coartar la libertad de expresión y la independencia judicial. Pese a los intentos por las reivindicaciones de los grupos minoritarios –como la aprobación del matrimonio igualitario–, la década de 2010 a 2019 ha estado marcada por avances –como el caso de la creación de la Comisión de la Verdad6–, y retrocesos –el arresto de los Diez de Luluncoto–7 y la negación del pedido de consulta popular de Yasunidos8 (Basantes y Castro, 2020).
Human Rights Watch pone especial énfasis en la Ley de Comunicación, 2013 –que hasta la presente fecha ha tenido seis reformas (2014, 2015, 2016, 2017 y dos en 2019)–, como responsable de coartar la libertad de expresión; en la intervención del gobierno que compromete la libertad sindical (derecho a la asociación); y pone en duda la independencia judicial: “[…] la corrupción, la ineficiencia y la interferencia política han caracterizado al poder judicial de Ecuador” (Human Rights Watch, 2019).
Todo esto ha contribuido a que Ecuador, tras analizar la aplicación de sus derechos políticos y libertades civiles, sea considerado un país “parcialmente libre” para Freedom House (2020). Así, este organismo destaca la politización del Consejo Nacional Electoral (CNE), quien es el encargado de vigilar los procesos electorales en Ecuador. En conclusión, al ser parte de un Estado que tiene baja probabilidad de cubrir las necesidades básicas de las personas, los ciudadanos podrían desanimarse de participar en los procesos democráticos establecidos y de controlar a sus gobernantes. Como afirma Sen (2001: 79), la integración de las personas, a través de la educación, entre otros factores, afecta las auténticas libertades de la ciudadanía.
6 La Comisión de la Verdad se creó en 2007 para esclarecer violaciones a los derechos humanos. Los casos más importantes que investigaron son el de los hermanos Restrepo y los Once de Putumayo. El primero se trata de dos hermanos, de 14 y 17 años, que desaparecieron en 1988 tras salir de su casa y que fueron torturados, asesinados y desaparecidos por la Policía Nacional. El segundo se refiere al caso de una emboscada a una patrulla militar. Se detuvo a diez colombianos y un ecuatoriano que presuntamente estaban implicados. Los once del Putumayo fueron torturados durante ocho días y luego estuvieron dos años en prisión.
7 En 2013, diez personas fueron condenadas por “terrorismo organizado” en un proceso judicial poco transparente. Se los involucró con la explosión de bombas panfletarias durante la visita del presidente de Colombia, Juan Manuel Santos. En 2016, declararon extinta la pena.
8 En 2014, el Consejo Nacional Electoral (CNE) negó la petición de Yasunidos, un colectivo ambiental que se formó para evitar la explotación petrolera del parque Yasuní, de hacer una consulta popular. El colectivo recogió más de 750 mil firmas, 166 mil más del mínimo establecido en la ley, pero el CNE invalidó muchas.
SOCIAL Y TRANSVERSAL: PRESIÓN DEMOGRÁFICA, POBREZA Y GRUPOS ÉTNICOS
En lo que tiene que ver con aspectos sociales y transversales que pueden afectar la percepción ciudadana sobre la democracia (y explicar su desencanto), desempeñan un rol las presiones demográficas sobre los recursos, por cuanto el acceso a estos puede influir en la estabilidad social y política de un país.
Ecuador tiene la más alta tasa de densidad demográfica de América del Sur (56,8 habitantes por km2) y una alta incidencia de población rural (solo un 64,4 % del total corresponde a población urbana). Actualmente, el país se encontraría en una etapa de transición demográfica, con un crecimiento poblacional del 1,6 % entre 2010 y 2015, frente al 2,1 % del periodo 1990-1995 o al 2,8 % de la década de los años 70, como consecuencia de una tasa de natalidad decreciente y una tasa de mortalidad que se estabiliza alrededor del 5 %. Este cambio en la dinámica poblacional resulta importante por cuanto implicaría menores presiones sobre el sistema productivo y el mercado de trabajo y facilitaría la reducción de la pobreza e indigencia, por cuanto sería factible alcanzar mayores tasas de crecimiento del producto per cápita (Calderón & Stumpo, 2016), para enfrentar una problemática histórica aún latente. En Ecuador, si bien se registró una reducción de la pobreza entre 1999 y 2006, del 52,2 % al 38,3 %, y de 39,4 % a 25,8 % entre 1995 y 2014, en lo relativo a la pobreza por consumo, así como una mayor disponibilidad de alimentos, ya que el índice de crecimiento de la producción agropecuaria presenta un promedio de 8,31 % entre 2003 y 2016 y el crecimiento poblacional anual no supera el 1,5 %, la pobreza subsiste (Ayaviri, Quispe, Romero, & Fierro, 2016). Las mayores tasas de pobreza corresponden a las áreas rurales (y, como se demostró en el anterior apartado, esto influye en su acceso a los servicios básicos). En 2009, según datos de la Cepal, un 50,2 % de la población rural en el país se encontraba bajo la línea de pobreza y 25,6 % en condiciones de indigencia.
Adicionalmente, el perfil de pobreza por grupos étnicos refleja la relación entre pobreza y exclusión económica y social; en el caso de los grupos indígenas, la incidencia de pobreza por consumo es mayor y alcanza un 69,9 % (Chiriboga & Wallis, 2010). En 1999, el 91,8 % de esta vivía bajo la línea de pobreza y para 2014, seguía siendo el grupo étnico más pobre en Ecuador (Castillo & Andrade, 2016), pese a constituir una parte importante de la economía nacional, al ser productores de los alimentos básicos que consume el resto del país y a estar asentados sobre territorios donde se explotan los recursos petroleros y mineros, y ser propietarios de tierras agrícolas. Aparte de una posición desfavorable en aspectos de servicios básicos, infraestructura, oportunidades de empleo, inversiones económicas, los pueblos indígenas tienen que lidiar
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con otros problemas específicos de su propia identidad, como sus derechos tradicionales, por ejemplo, la tenencia de tierras y agua para riego y consumo humano. Existe un vínculo entre pobreza y seguridad alimentaria, dado que la no disponibilidad de ingresos o su carácter precario impiden el acceso a los alimentos. En este sentido, adquiere relevancia la capacidad estatal de garantizar, la disponibilidad, acceso y consumo de alimentos a la población. Si bien se registraron algunos avances en los últimos años, en lo relativo a institucionalidad y normativa, subsisten temas pendientes en cuanto a la definición de acciones concretas y sistemáticas, además de una necesaria mayor y mejor coordinación con los actores de interés para garantizar la sostenibilidad de los resultados y la mejora de la calidad de vida de la población (Ayaviri, Quispe, Romero, & Fierro, 2016). Lo anterior es relevante para la democracia, por cuanto la seguridad alimentaria posee la condición de un bien público, y representa un objetivo fundamental tanto para la gobernanza como para el desarrollo (Castro, 2014) (Smith, Obeid, & Jensen, 2000).
Históricamente, la falta de mejoras sustantivas en la calidad de vida de las poblaciones indígenas en el transcurso del último periodo democrático se ha traducido en desconfianza en el régimen político y, por tanto, en diversas formas de conflicto y de confrontación con el Estado a lo largo de la década de 1980 (Sánchez Parga, 1996). A partir de la década de 1990, después de algunos años de lucha, los pueblos indígenas representan una importante fuerza política (Encalada, García, & Ivarsdotter, 1999), lo cual se reforzaría, tras un periodo de desmovilización relativa, en los eventos acaecidos en octubre de 2019, en Ecuador (Ramírez, 2019).
CULTURA POLÍTICA: CULTURA Y PARTIDOS POLÍTICOS, CORRUPCIÓN,
MOVIMIENTOS ÉTNICOS
En 1999, un estudio cuantitativo de Sánchez Parga revelaba que, en Ecuador, la gente “vota, pero no elige”. Esto debido a que solo el 69,3 % de los ecuatorianos consideraba legítimos a los gobernantes y el 90,4 % respondía que no era importante votar. Este fenómeno, en apariencia, no guardaría relación con los índices de votación: no hay que olvidar que los ecuatorianos están obligados a votar de acuerdo con el artículo 62 de la Constitución9. No obstante, la confianza ciudadana en las elecciones ha disminuido con el paso del tiempo –del 61,2 % en 2004 al 49,3 % en 2016 (Lapop, 2018: p.16)–. Esto puede deberse al constante fantasma de fraude electoral al que los candidatos vencidos siempre aluden después de la jornada electoral, a la falta de fiabilidad en los recursos tecnológicos aplicados en el conteo, o los índices de corrupción a los que los ecuatorianos están expuestos permanentemente.
9 El voto obligatorio, en un Estado como el ecuatoriano puede ser una buena estrategia para fortalecer el sistema democrático ya que genera una representación proporcional. De acuerdo con un análisis crítico del voto obligatorio (Lever, 2009), este puede ser necesario para proteger el derecho al voto en Estados débiles, desiguales o con mucha variedad étnica (como ocurre en Ecuador). Esto se relaciona con el estudio de Sánchez Parga (1999) que estima que si el voto en Ecuador no fuera obligatorio, la clase social determinaría quién saldría a votar de todos modos y quién no.
Para analizar la cultura democrática, se debe tomar en cuenta la representatividad del sistema (la presencia de los movimientos étnicos y culturales y el sistema de partidos) y la corrupción. La falta de representatividad de los candidatos afecta la calidad del voto. Esta ausencia de candidatos consolidados puede deberse al deterioro de las elites en la región y a la ausencia de una ideología como motor para la toma de decisiones. En otras palabras, el voto que faculta a un grupo para acceder al poder no podría garantizar que las políticas públicas estén creadas en función de los intereses que la sociedad eligió. Por el contrario, durante el ejercicio del mandato, quien realmente toma las decisiones podrían ser grupos ajenos a las personas electas. Parafraseando a Acemoglu y Robinson (2012), el reparto del poder puede ser restrictivo y en beneficio de pocos actores. Peor aún, todo puede recaer en líderes personalistas capaces de difuminar la separación de los poderes del Estado.
Históricamente Ecuador, desde los medios de comunicación y la academia, ha manifestado una actitud antipartido dado que, desde los inicios del retorno a la democracia se tendió a relacionar la formación de partidos con la clase alta o burguesa (como ya se explicó en el apartado de Cohesión social). Asimismo, la ausencia de lazos fuertes entre ellos, la indisciplina de los miembros y su tendencia a generar consensos de carácter pendular causa que los sistemas de partidos en América Latina tengan los niveles más bajos de institucionalización. De hecho, de acuerdo con una encuesta de la firma Cedatos (2020), solo seis de 95 fuerzas políticas del país alcanzan entre 2 % y 10 % de aprobación de cara a las elecciones de 2021; para el 64 % de los electores ningún movimiento político es de su agrado, señala el documento de la encuestadora (El Mercurio, 2020).
La falta de reconocimiento entre partidos, a su vez, causa que haya una permanente búsqueda de desgastar a los partidos de gobierno. Así, los demás partidos, la oposición, amplían su base de consenso. Por ello, es común el aparecimiento de nuevas alianzas o incluso de nuevos partidos políticos solo durante procesos electorales.
En esta misma línea de ideas: […] estos partidos pueden estructurar la competencia y dar forma a los resultados electorales; crear un universo conceptual que orienta a los ciudadanos y a las élites en cuanto a la comprensión de la realidad política, ayudar a concertar acuerdos en torno a políticas gubernamentales, establecer acciones para la actuación legislativa; proveer de cuadros a las instituciones y hacer operativo al sistema político (Freidenberg y Alcántara, 2001: p. 12)
No obstante, si bien estos partidos son capaces de cumplir con estas funciones en el ámbito regional, no logran integrar a los actores nacionales. Por ello, se puede afirmar que el sistema de partidos ecuatoriano está fracturado regionalmente (Costa-Sierra) o, incluso, localmente. Así, vale la pena citar el estudio de Seligson et.al., (2008: 70) para aclarar que en Ecuador hay un relativamente alto involucramiento de las personas en organizaciones locales de la sociedad civil en comparación con democracias más establecidas como Canadá o Estados Unidos. Sin embargo, “[…] los ecuatorianos prefieren formar organizaciones de la sociedad civil para atender sus necesidades o resolver sus problemas, antes que presentar solicitudes al gobierno local o participar en reuniones de cabildo abierto para este efecto”. Entonces, en concordancia con lo que Putnam (1993) sugiere, “[…] la baja participación en las instituciones políticas locales y la consecuente resignación de los ciudadanos a auto-abastecerse de servicios públicos, lo que podría estar contribuyendo a la volatilidad democrática en Ecuador (Seligson et.al., 2008: 71).
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Crisis y desencanto con la democracia en América Latina
Con respecto a los movimientos étnicos, para De la Torre (2003), si bien es importante reconocer el indudable y profundo impacto democratizador del movimiento indígena y las organizaciones afroecuatorianas, gracias a sus demandas contra la corrupción, la impunidad y las prácticas que resisten la discriminación, cuestionando el colonialismo y el imaginario racista que ha privilegiado el acceso de oportunidades y recursos para los blanco-mestizos, revalorizando sus identidades y llegando a instancias de representación política a nivel nacional. No obstante, muchas veces utilizan las retóricas y prácticas populistas y corporativistas que permitieron la incorporación de otros grupos subalternos, con el riesgo de observar a la democracia desde una perspectiva instrumental, que permita la incorporación al aparato estatal, privilegiando el acceso de un individuo, grupo o familia a recursos, antes que la lucha colectiva para que la igualdad ciudadana se convierta en una realidad.
En lo que a corrupción se refiere, un reporte realizado por AS/COA Anticorrupción Working Group, Americas Quarterly y Control Risks (2020), revela que Ecuador está por debajo del promedio regional para combatir la corrupción. Cuando se mide su capacidad legal, la calidad de la democracia e instituciones políticas y el papel de la sociedad civil, medios de comunicación y sector privado en la lucha contra la corrupción, Ecuador obtiene 4,19, por debajo de la media regional que es de 4,71 (Primicias, 2020a).
La corrupción debe ser entendida como una forma de influir en las decisiones públicas. Lo hace en al menos tres niveles: elaborando políticas para favorecer a determinados grupos, aplicando normas que favorezcan a grupos o personas y facilitando la evasión de la ley. Asimismo, Ecuador es el cuarto país (luego de Jamaica, Honduras y República Dominicana) de la región más propenso a tolerar la corrupción (Moncagatta et.al., 2020). Por ello, los ciudadanos, incluso la justifican o naturalizan como parte de la política, pero no solo se desarrolla en esta esfera. Ecuador es el cuarto país de América Latina y El Caribe en el que más ciudadanos afirmaron haber sido afectados directamente por la corrupción, con un 26,6 %, solo superado por Bolivia (38 %), México (32,2 %) y Paraguay (28,3 %). Esta afectación se traduce en el pago de coimas, sobornos para garantizar la atención o pagos fuera de la normativa. Finalmente, relacionado con la corrupción, el rumor permanente de fraude electoral debilita la legitimidad de los procesos democráticos. Así, es natural que las acusaciones de fraude en Ecuador cambien de bando en dependencia de los resultados. Si la cultura democrática del país sufre crisis profundas de legitimidad –debido a la formación de partidos políticos poco representativos, ausencia de ideologías, corrupción y un discurso consolidado de fraude electoral–, pero, además de gobernabilidad –golpes de Estado permanentes, fantasma del paso militar por el poder–, se puede entrever que el sistema democrático no es elástico, sino frágil y esto repercute directamente en la ciudadanía, que ha dejado, si alguna vez lo hizo, de confiar en el sistema y cumplir con los acuerdos sociales para la toma de decisiones.
MARCO METODOLÓGICO Y UNIDADES DE ANÁLISIS
Una vez terminada la revisión sobre las condiciones en las que Ecuador ingresó al sistema democrático, sus particularidades y su evolución, proponemos un estudio de carácter exploratorio que articulará herramientas cuanti-cualitativas de análisis. Esta investigación permitirá determinar hasta qué punto y por qué, se evidencia un rechazo al sistema democrático, lo cual podría configurar un desencanto. Permitirá determinar las percepciones ciudadanas y los posibles efectos de desarrollarse en un sistema que –como se ha evidenciado– carece de gobernabilidad, legitimidad y legalidad.
Con ese fin, y de acuerdo con las dimensiones propuestas en la sección anterior, se aplicó una encuesta en línea para comprender la percepción de la población a partir de un diseño muestral que apuntó a las principales ciudades de Ecuador en relación con su población. Se utilizó la encuesta en línea ante la imposibilidad de movilizarse al territorio para recolectar información en el contexto de la actual crisis sanitaria por la COVID-19 y, si en principio se planteó un diseño muestral con cobertura en las ciudades más pobladas del país, de momento se han alcanzado cerca de cuatrocientas entrevistas a nivel nacional. Estas dificultades no son ajenas a las investigaciones que se vienen realizando a nivel regional; incluso el mismo Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) ha limitado su capacidad de recolección. Un ejemplo de esto es la encuesta de hogares que se realiza sistemáticamente cada trimestre para analizar la dinámica laboral; hasta diciembre, el INEC relevaba alrededor de 17 mil hogares, en septiembre de este año lograron obtener información de algo más de 8 mil. No obstante, los resultados que se presentan se robustecerán en términos estadísticos, ya que el aplicativo continúa en línea y es difundido de acuerdo con las capacidades institucionales de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE).
El análisis tiene tres elementos, el primero se fundamenta en estadística descriptiva para relatar los principales hallazgos en la encuesta para cada dimensión de la democracia planteada en el marco conceptual de este trabajo. Un segundo elemento comprende la aplicación del Análisis Factorial Confirmatorio (AFC) para comprobar la significancia estadística de cada atributo en la dimensión analizada. Finalmente, se ajusta un Modelo de Ecuaciones Estructurales (MEE) para determinar las dimensiones más relacionadas con la democracia.
DISEÑO MUESTRAL
Para el levantamiento de información se planificó una encuesta que se está difundiendo en redes sociales y mailing de la PUCE en las seis ciudades más pobladas de Ecuador (Quito, Guayaquil, Cuenca, Santo Domingo de los Tsáchilas, Ambato y Portoviejo). Estas representan el 42 % de la población según los datos de las proyecciones poblacionales del 2020 del INEC. (Gráfico 3)
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GRÁFICO 3: Distribución acumulada de población proyectada a 2020
Fuente: Instituto Nacional de Estadísticas y Censos
La difusión de la encuesta busca garantizar la representatividad estadística con un nivel de confianza del 95 % y un error en la estimación de la proporción del 5 % dentro de cada unidad geográfica. Para precautelar que los entrevistados registren adecuadamente su ubicación, se ha incluido en el instrumento digital la posibilidad de que el informante pueda georreferenciar voluntariamente el punto desde el que completa la encuesta, que es anónima.
La muestra que se ha obtenido hasta el momento se posestratificó a partir de la composición que se obtiene del marco muestral del Censo de Población y Vivienda de 2010 considerando el género y la edad de los entrevistados a partir del siguiente detalle reflejado en la tabla 2.
TABLA 2: Distribución de la muestra efectiva y ponderación
Fuente: Instituto Nacional de Estadística y Censos
RESULTADOS
La presentación de resultados está dividida en las cinco dimensiones propuestas (cohesión social, económica, política, social y transversal, y cultura democrática) y un análisis que aborda elementos específicos en torno a la percepción de la democracia. En lo referente a cohesión social: gobernabilidad y descontento de grupo se puede señalar que la mayoría de entrevistados perciben que la Policía y las Fuerzas Armadas están reguladas por las autoridades del gobierno nacional. Existe división en la apreciación sobre la existencia de guerrillas o grupos armados y algo más del 40 % señala que es necesario contar con permisos para obtener un arma de fuego; es decir, existe una percepción de facilidad en la obtención de armas de fuego. La confianza en la Policía y las Fuerzas Armadas no presenta indicadores apreciables, aunque es esta última institución la que goza de mayor crédito con apenas un 36 %. Este resultado no llama la atención si nos referimos a los datos del Latinobarómetro 2018 en los que nueve de cada diez entrevistados señalaron que algunos, casi todos o todos los elementos de la policía ecuatoriana están involucrados en actos de corrupción y apenas el 22 % tenía mucha confianza en las Fuerzas Armadas. Dentro de los elementos que se consideraron en lo que se denomina “fraccionamiento de las elites”, la percepción de que todos los grupos sociales participan en las decisiones importantes del país es marginal. Apenas el 7 % señala aquello y una proporción semejante considera que las decisiones que toma el gobierno nacional son pensadas en todos.
Existe una percepción altísima de desigualdad en distribución de los recursos del país: apenas un 2 % interpreta que existe una división igualitaria de la riqueza. Al referirnos a la sensación de intolerancia o violencia hacia otras personas por su condición étnica, religiosa u otra característica, algo más del 90 % de informantes cree que existe. Esto significa que hay una sensación generalizada de sectarismo en nuestra sociedad. (Tabla 3)
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TABLA 3: Cohesión social: gobernabilidad y descontento de grupo
Fuente: elaborado por los autores
La aplicación del AFC en cada dimensión tiene dos propósitos. El primero es entender desde un enfoque multivariante y simultáneo el nivel de relación de cada variable con la dimensión estudiada. Se obtienen coeficientes estandarizados a partir de una estimación libre asintótica10 que facilitan la interpretación y eliminan el efecto de las unidades de análisis de cada variable. La segunda finalidad que tiene el uso del AFC en cada dimensión es garantizar que las variables que no se relacionan estadísticamente con la dimensión estudiada no se incluyan en el MEE.
En la Figura 1 se observa que el atributo que más se relaciona con la cohesión social es la confianza en la Policía con 0,9 desviaciones estándar11 (DE), las Fuerzas Armadas con 0,6. Otro atributo que se relaciona positivamente y con relevancia estadística es la percepción que la Policía y el Ejército están regulados con 0,22 DE y la “participación de todos los grupos sociales” con 0,16 DE. La sensación de que no existen expresiones de intolerancia se relaciona de forma inversa y, estadísticamente, su coeficiente es nulo12 .
FIGURA 1: AFC: Cohesión social: gobernabilidad y descontento de grupo
Fuente: elaborado por los autores
10 En estos algoritmos se desestiman los supuestos clásicos que se deben cumplir con el método de máxima verosimilitud.
11 Las estimaciones que se presentan corresponden a coeficientes estandarizados y su interpretación se realiza en torno al cambio en desviaciones estándar asociado a cada variable.
12 El intervalo de confianza del coeficiente contiene al cero.
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Al estudiar la segunda dimensión, “Economía: concentración productiva, inequidad, dolarización y migración” en lo que se ha denominado “declive económico”, los resultados de la encuesta nos muestran que la población entrevistada tiene una percepción generalizada de un país endeudado y seis de cada diez consideran que Ecuador no es atractivo para invertir o iniciar un emprendimiento. Sobre las posibilidades de adquirir bienes que requieren algún tipo de capacidad de ahorro, la mayor dificultad percibida está en la posibilidad de adquirir una vivienda. Allí, la tercera parte de informantes considera que es difícil adquirir un bien inmueble en el país, esto no contraviene con los datos de la Encuesta Nacional de Empleo y Desempleo de 2019 del INEC en la que el 69 % de los jefes de hogar declaraba que su vivienda es propia.
Sobre un posible desarrollo económico desigual, los informantes afirman que existe inequidad en el acceso a derechos como la salud, educación y empleo. Los mejores puntuados en ese aspecto son salud y educación con proporciones semejantes, mientras que solo el 4 % percibe que el acceso al empleo es igualitario. Esto último se puede explicar en función de la proporción de personas de 18 a 24 años que acceden a la educación superior y su relación con la posibilidad de obtener un empleo. Hasta 2019, la tasa bruta de asistencia a educación superior de acuerdo con los datos de las encuestas de hogares del INEC es del 38 %13, cifra que ha permanecido sin muchas variaciones durante los últimos años.
Sobre la percepción del costo de vida y la capacidad del hogar para cubrir sus gastos, el 67 % de los entrevistados declara que Ecuador es un país caro para vivir y solo el 46 % señala que los ingresos del hogar les permite cubrir todas las necesidades. Esta proporción no es tan baja si se considera que a diciembre de 2019, de acuerdo con los datos del INEC de la Encuesta de Empleo, solo el 6 % señaló que la situación económica es mejor respecto del mes anterior. Sobre la fuga de mano de obra calificada al exterior, los resultados muestran que solo el 13 % de las personas que emigran son ciudadanos que cuentan con instrucción universitaria. En otras palabras, no existe una percepción generalizada sobre la posibilidad de que personas más calificadas salgan del país. Tampoco consideran que es buena idea que un ciudadano ecuatoriano que estudia en el exterior regrese a trabajar en el país. (Tabla 4)
13 Esta proporción incluye a quienes declaran asistir a la nivelación de la Secretaría de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación (SENESCYT).
TABLA 4: Economía: concentración productiva, inequidad, dolarización y migración
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Con el análisis factorial confirmatorio podemos establecer que todas las variables tienen una relación estadísticamente significativa con la dimensión económica y la mayoría con una relación inversa, las principales relaciones están con la posibilidad de comprar una vivienda o un terreno con -0,85 y -0,81 DE respectivamente. (Figura 2)
Fuente: elaborado por los autores
2: AFC: Economía: concentración productiva, inequidad, DOLARIZACIÓN Y MIGRACIÓN
Fuente: elaborado por los autores
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FIGURA
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En la dimensión política: legitimidad, acceso a servicios públicos y derechos humanos, la percepción de los entrevistados en lo que se relaciona con la legitimidad del Estado, muestra un fuerte distanciamiento con el gobierno nacional. Apenas un 6 % se siente representado por este y solo un 4 % confía en el aparato estatal. Esto, una vez más, no es llamativo si nos referimos a la información de 2018 del Latinobarómetro. En esa medición, únicamente el 5 % declaraba tener “mucha confianza” en el gobierno nacional. Al estudiar la confianza en los resultados de los procesos de elecciones, sobre los datos muestrales podemos señalar que solo uno de cada cinco informantes cree en los resultados electorales. La valoración de los servicios públicos es muy baja. Especialmente la de los hospitales y centros de salud del Estado, seguida por la de las escuelas, colegios y universidades fiscales; algo mejor calificados se encuentran los servicios básicos como el de agua, luz, transporte o telefonía pública. Estas calificaciones muestran que la población entrevistada tiene una mejor valoración de servicios básicos que del acceso a derechos fundamentales como la salud y la educación. En el ámbito educativo llama la atención la baja calificación, en tanto que hasta junio de 2017 de acuerdo con los datos del INEC, la valoración de la educación pública básica y secundaria era la mejor después de la que tenía el Registro Civil, así también la que recibía la educación superior ofertada por el Estado era de las mejor valoradas.
En la encuesta tampoco se muestra que exista un sistema judicial independiente e imparcial al cual acudir en caso de situaciones de vulneración de derechos. Apenas un 8 % está de acuerdo con la independencia de la función judicial. Esta cifra duplica a la del Latinobarómetro que muestra que solo el 4 % de los entrevistados en las ciudades del estudio tenían “mucha confianza” en la justicia en el país.
En esta investigación se revela la sensación de que los derechos civiles –como la libertad, la justicia o la igualdad– no son respetados sin distinción. Uno de cada diez informantes señala aquello; la percepción de que los derechos políticos para ser elegido o elegir una dignidad pública son respetados sin distinción tiene una mejor valoración, esto último atado a la desconfianza casi general en los medios de comunicación. Solo el 9 % de entrevistados considera que estos “dicen” la verdad sobre los hechos que suceden en el país. Dicha proporción no dista del porcentaje que se obtenía en el Latinobarómetro de 2018. En ese año, solo el 8 % tenía “mucha” confianza en medios de comunicación. (Tabla 5)
TABLA 5: Política, legitimidad, acceso a servicios públicos y derechos humanos
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Fuente: elaborado por los autores
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Volviendo a las conceptualizaciones de Norris (1999), se puede conjeturar que una de las fuentes del desencanto democrático viene del sentimiento generalizado del irrespeto a los principios básicos de la democracia. Nueve de cada diez personas encuestadas considera que no se respeta la libertad, la justicia y la igualdad en Ecuador. Sin embargo, en el contexto actual (COVID-19), con base en el análisis factorial, se comprueba que todos los atributos incluidos en la encuesta se relacionan significativamente con la dimensión “Política, legitimidad, acceso a servicios públicos y derechos humanos”; los más relevantes son las valoraciones que se realizan a los servicios de educación y salud pública. Sin embargo, esto se ha mantenido a lo largo de la historia, dado que de acuerdo con Freedom House (2007), el segundo factor de la democracia política ecuatoriana que obtuvo la calificación más baja es la protección contra el aprisionamiento injustificado, terror de Estado y tortura, solo después de la efectividad y rendición de cuentas del gobierno. Asimismo, el tercer factor con la calificación más baja es la independencia judicial (Seligson et.al., 2008).
Estos resultados muestran que la evaluación del gobierno y su trabajo concreto son los que mayoritariamente influyen en la percepción del funcionamiento de la democracia. En contraste, en lo que se refiere al respeto de derechos –mínimo de la democracia liberal– no se forman relaciones fuertes. (Figura 3)
FIGURA 3: AFC: Política, legitimidad, acceso a servicios públicos y derechos humanos
Fuente: elaborado por los autores
En el eje social y transversal, integrado por elementos como la presión demográfica, pobreza y grupos étnicos se destaca que apenas el 17 % de informantes consideran que el gobierno nacional es quien resuelve los problemas del país en los ámbitos de educación, salud, empleo o seguridad. Es decir, existe un sentimiento de distanciamiento con los responsables de la política pública y, como se podría esperar, la proporción de entrevistados que consideran que el gobierno nacional atiende las necesidades sociales y económicas de todas las personas es apenas del 6 %.
Menos de la cuarta parte opina que la población extranjera en condición de movilidad recibe el mismo trato que los nativos por parte del Estado ecuatoriano y existe una conciencia en torno a los actos de discriminación que pueden cometer los ecuatorianos en contra de ciudadanos extranjeros. Al menos seis de cada diez informantes opinan que existe discriminación hacia población extranjera. Esto último no es menor si se consideran los flujos migratorios de población –especialmente venezolana– que, de acuerdo con los datos de los saldos migratorios del INEC, a 2019 se registró un saldo positivo de más de 180 mil14 personas provenientes de Venezuela, Colombia y Perú.
En esta dimensión se incluyeron preguntas en relación con la dependencia que tiene el país. Los resultados de la encuesta indican que la percepción sobre los compromisos que Ecuador debe cumplir con países u organismos extranjeros de los que recibe recursos económicos es considerable: siete de cada diez coinciden con ello y cerca del 85 % percibe al país como dependiente de otros Estados. Esta política exterior dependiente se relaciona con los tratados comerciales firmados con Estados Unidos y República Popular China principalmente (entre ambos, en 2018 sumaron el 36,1 % de las exportaciones globales y el 40,6 % de las importaciones totales). Se debe resaltar que si bien las dependencias son económicas, estas afectan las decisiones políticas.
14 El saldo migratorio se calcula a partir de los registros regulares en pasos fronterizos y están disponibles en www.ecuadorencifras.gob.ec. Para 2019, los tres principales saldos migratorios positivos corresponden a población venezolana (159 mil 729), colombiana (18 mil 014) y peruana (3 mil 094).
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TABLA 6: Resultados: Social y transversal: presión demográfica, POBREZA Y GRUPOS ÉTNICOS
Fuente: elaborado por los autores
En esta dimensión, el atributo que más se relaciona con la arista social es la percepción de que el gobierno nacional sea quien atienda las necesidades sociales y económicas, seguido por la autonomía y un trato sin discriminación a la población extranjera. El atributo que valora la percepción del cumplimiento de compromisos de Ecuador con otros países tiene una relación inversa con la dimensión social y estadísticamente no es significativo.
FIGURA 4: AFC: Social y transversal: presión demográfica, pobreza y grupos étnicos
Fuente: elaborado por los autores
La última dimensión considerada es la que valora la cultura política. Lo hace desde varios enfoques y en relación con la participación de los informantes en partidos políticos. Esta alcanza apenas un 13 % a nivel general y una quinta parte en el género masculino. Esto se debe posiblemente a la desconfianza que existe en los partidos políticos, así lo reflejan los datos del Latinobarómetro de 2018. En esa encuesta, apenas un 2 % tenía “mucha confianza” en los grupos políticos. La organización o firma de peticiones para acciones en política pública alcanza una cuarta parte de la muestra, lo que llama la atención.
Cerca del 40 % declara que asisten a votar en elecciones por obligación; esto no es un dato menor si se considera que en Estados democráticos esta es la herramienta más “palpable” que tiene un ciudadano de participación en la definición del destino que tiene una sociedad. Si bien lo anterior muestra un desinterés en la participación de elecciones, existe un interés apreciable en los temas políticos: el 45 % de los informantes tiene mucho interés en ese tema, especialmente en el género masculino donde algo más de la mitad le presta mucha atención a ese aspecto.
La simpatía por algún partido político apenas alcanza un 16 %, lo que muestra la desconexión con estos movimientos políticos y el desinterés en las estructuras políticas, no así en los temas políticos como se señaló.
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TABLA 7: Cultura política: cultura y partidos políticos, corrupción, MOVIMIENTOS ÉTNICOS
Fuente: elaborado por los autores
Al consultar sobre qué grupos no deberían participar en elecciones, no existen proporciones apreciables; sin embargo, existe algo de rechazo a los grupos religiosos. Mientras, al referirnos a qué sectores sociales son los que regularmente participan en elecciones, los informantes perciben que son los mismos partidos políticos de siempre, seguidos de artistas o personajes de farándula y grandes grupos económicos. (Tablas 8 y 9)
TABLA 8: Grupos que no deberían participar en elecciones
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Fuente: elaborado por los autores
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9: Grupos que generalmente participan en elecciones
TABLA
Fuente: elaborado por los autores
Todos los atributos se relacionan de forma positiva con la dimensión de cultura política y, en mayor medida, el interés por temas políticos y la organización y participación en acciones en política pública. (Figura 5)
FIGURA 5: AFC: Cultura política: cultura y partidos políticos, corrupción, MOVIMIENTOS ÉTNICOS
Fuente: elaborado por los autores
El abordaje conceptual de este trabajo considera las cinco dimensiones reseñadas y, para describir el contexto democrático a partir del sondeo, se realizaron preguntas adicionales que buscan establecer una caracterización del contexto democrático en el país. Al respecto, se destaca que, a pesar de que Ecuador es un Estado democrático, apenas un 5 % de los informantes considera que existe una democracia plena o una democracia con pequeños problemas. La mayoría reflexiona que existe una democracia con grandes problemas. Más del 70 % estima que el sistema democrático ecuatoriano es pésimo o malo, esto ligado a una desconfianza generalizada en los gobernantes que se ve reflejada en la baja importancia percibida de los gobernantes hacia los informantes.
Las expectativas en torno a las formas en las que se elige el gobierno son positivas; piensan que se puede mejorar el sistema de elección, posiblemente por la percepción de injusticia que existe alrededor de las elecciones. Esa sensación de elecciones injustas se enmarca en un sentimiento de desigualdad en los beneficios que brinda una elección: casi las tres cuartas partes de los informantes señala que las elecciones son el mecanismo para conseguir provechos individuales antes que colectivos, que se deriva posiblemente de la escasa confianza que tienen en los partidos políticos. (Tabla 10)
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TABLA 10: Caracterización de la democracia
Fuente: elaborado por los autores
Con el análisis factorial confirmatorio se identifica que todas las características incluidas en la caracterización de la “democracia” tienen una relación estadísticamente significativa y las que más se relacionan son elecciones justas y un buen sistema democrático.
FIGURA 6: AFC: Caracterización de la democracia
Ecuaciones estructurales
Los Modelos de Ecuaciones Estructurales son los métodos estadísticos más reconocidos para medir asociaciones entre varios constructos y sus predictores, principalmente, por proporcionar un método directo para tratar relaciones simultáneas con eficacia estadística y su transición del análisis factorial exploratorio al confirmatorio (Hair et.al., 1999).
Los modelos estándar de ecuaciones estructurales usan dos componentes. El primero, que es un modelo de análisis factorial confirmatorio que relaciona variables latentes con sus respectivas variables observadas; este componente puede ser tomado como un modelo de regresión, en donde las variables observables son tratadas como variables independientes y las latentes como dependientes. El segundo está conformado por la asociación entre variables latentes exógenas y endógenas; donde dos o más variables latentes que se miden por variables independientes observadas determinan una tercera variable latente, la cual se con-
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Fuente: elaborado por los autores
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sidera como endógena. Como las variables latentes son aleatorias, no pueden ser analizadas directamente a través de técnicas de regresión usuales; por lo tanto, se utilizan los MEE.
La potencialidad de los MEE se ve marcada en la integración del Análisis Factorial Confirmatorio (AFC) y modelos de ecuaciones simultáneas. Dicha integración dio paso al modelo de relaciones estructurales lineales (LISREL, por sus siglas en inglés); está definido mediante una ecuación estructural, que esencialmente es un conjunto de ecuaciones simultáneas lineales con variables latentes y los modelos de medida que relacionan las variables latentes con las variables observadas mediante el uso de AFC.
Esta metodología se ajusta muy bien a la estructura del modelo conceptual que valora la democracia desde un enfoque multidimensional en el que se presentan varias relaciones entre variables observadas y latentes, que son las dimensiones estudiadas y una variable observada que mide la democracia a partir de los resultados del AFC aplicado en las variables relacionadas con la democracia. Para eso, se construye la siguiente variable: Democracia={1: si sistema democrático ecuatoriano bueno o muy bueno o las elecciones en Ecuador son justas 0: en cualquier otro caso
El ajuste del modelo nos muestra que todas las dimensiones son estadísticamente significativas y tienen una relación directa con la “democracia”. La mayormente relacionada es la cohesión social gobernabilidad y descontento de grupo, expresada principalmente por la confianza en la Policía y la participación de todos los grupos sociales. En esta misma línea de ideas, en una sociedad con profundas divisiones sociales, regionales y étnicas, es entendible que esta variable sea la que más se relaciona con la democracia. Por lo tanto, se infiere que la baja calificación que se obtiene genera el sentimiento de desencanto o desconfianza en los procesos participativos.
La segunda dimensión que más se relaciona es la “social y transversal”. Está asociada especialmente con la percepción de autonomía que tiene Ecuador y la sensación de que el gobierno nacional atiende todas las necesidades sociales y económicas de la población. La siguiente dimensión es la que se ha denominado: “Economía: concentración productiva, inequidad, dolarización y migración” que esta fundamentalmente explicada por la percepción que tienen los informantes en torno a la posibilidad de adquirir bienes como casas, vehículos o terrenos. La dimensión “política” se fundamenta en la valoración de los servicios básicos y de los derechos a la educación y salud; es decir, estos aspectos tienen mayor importancia relativa dentro de esta dimensión, que la confianza en el gobierno nacional o en los resultados de las elecciones. En esta dimensión llama la atención que los puntajes obtenidos para la valoración del sistema judicial independiente y la confianza en medios de comunicación son las mismas y las más bajas dentro de este constructo. Finalmente, la dimensión “Cultura política” es la que menos se relaciona con la valoración de la “democracia”. Por lo tanto, si bien puede afirmarse que la cultura política en Ecuador guarda relación significativa (empíricamente) con el desencanto de la democracia, también se debe notar que es la que menos relación evidencia. Esto puede estar vinculado a la historia democrática ecuatoriana donde se tiende a confundir el papel del gobierno con el concepto de democracia en sí. De ahí que se tienda a estimar a la democracia como algo ajeno al individuo y más bien inherente al gobierno. No es de sorprender dada la histórica intensificación del antagonismo entre pueblo y gobernantes y oficialismo y oposición. (Figura 7)
Fuente: elaborado por los autores
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FIGURA 7: Modelo de ecuaciones estructurales
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Como se observa en los resultados, la gran mayoría de indicadores tienen una baja calificación en la encuesta realizada. En principio, esto podría llamar la atención; sin embargo, las estimaciones obtenidas con esta muestra se condicen con los resultados del Latinobarómetro y, si además consideramos los registros sobre conflictividad que lleva el Centro Andino de Acción Popular (CAAP), se confirma que los últimos dos años ha crecido el número de conflictos, siendo 2019 el año con mayor número de conflictos registrados desde 1998. (Tabla 11)
TABLA 11: Número de conflictos por año
Fuente: Centro Andino de Acción Popular, (2020)
DICIEMBRE 2019
REFORMAS AL CÓDIGO DE LA DEMOCRACIA
Cambio de método de D’Hont al Webster para la adjudicación de los escaños, que da la posibilidad de tener mayor representación de las minorías. Voto en plancha.
NOVIEMBRE 2020
ELECCIONES 2021
Aprobación de 16 candidatos a presentarse en elecciones. La dispersión política puede ser una consecuencia de las leyes militares (1978) que obligan a los candidatos a afiliarse a partidos políticos antes de candidatizarse. Por ello, en Ecuador se registran 283 organizaciones políticas.
FEBRERO 2021
PRIMERA VUELTA Ecuador, 2021
SEGUNDA VUELTA
Casi 15 % de la población vota nulo. Gana Guillermo Lasso (52,5 %).
Arauz (47,64 %) acepta la derrota pacíficamente.
PRIMERA VUELTA
Se realizó en medio de la pandemia COVID-19, con los niveles de ausentismo más bajos. De los 16 candidatos, 11 sumados no llegan a lo que alcanzó el voto nulo (9,5 %).
Adrés Arauz, candidato propuesto por Rafael Correa; Yaku Pérez, inicialmente, parece pasar a segunda vuelta con un margen de 0,35 % respecto a Lasso. Sin embargo, es el empresario Guillermo Lasso quien llega a la segunda vuelta.
ABRIL 2021
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REFLEXIÓN: ELECCIONES 2021
El desencanto democrático es palpable en Ecuador. A inicios de 2021, en plena pandemia por COVID-19, se llevaron a cabo las elecciones para presidente, asambleístas y parlamentarios andinos. Para disputar la presidencia, dieciséis candidaturas fueron aprobadas por el Consejo Nacional Electoral (CNE). Entre estas, destacaron los presidenciables Andrés Arauz (Fuerza Compromiso Social), Guillermo Lasso (Movimiento CREO) y Yaku Pérez (Pachakutik). El primero, candidato por el correísmo, fue el ganador indiscutible en la primera vuelta con 32,72 % de los votos (CNE, 2021). Así, se evidencia la presencia del líder personalista Rafael Correa, quien ha dirigido el discurso político desde 2006 y ha participado dentro o fuera de la papeleta.
El segundo candidato, Guillermo Lasso, es un exbanquero y empresario conservador cuyo lema de campaña fue “emprendimiento, innovación y futuro”. El tercer presidenciable, por el movimiento indígena Pachakutik, Yaku Pérez, es un activista cuya agenda política se basó en la ecología y la protección social. En la primera vuelta, estos candidatos recibieron una votación muy estrecha. Pérez obtuvo el 19,39 % de votos, mientras que Lasso 19,74 % (CNE, 2021). El estrecho margen y el avance de Lasso en las últimas horas de la contabilización generaron que el fantasma del fraude electoral ensombreciera los comicios. Por ello, tras el anuncio de los resultados, Yaku Pérez llamó a movilizaciones indígenas para exigir un recuento.
En la segunda vuelta, el ganador resultó Guillermo Lasso, con el 52,5 % de los votos válidos, pero con el porcentaje de votos nulos más alto de la historia (15 %). Con esto, Ecuador se suma a la ola centro-derecha que experimenta América Latina luego de vivir una década y media de socialismo del siglo XXI y la intervención política permanente de Rafael Correa. Entonces, la llegada de Lasso a la presidencia supone el fin de la personalización del gobierno, clave para resignificar la democracia desde la ciudadanía.
Así, se evidencia que Ecuador sigue políticamente fragmentado y que no hay un entendimiento o apego a la democracia representativa; en este sentido, las motivaciones ciudadanas giran en torno al “no” (oposición al correísmo) en lugar de la búsqueda de identificación con un candidato y sus propuestas. Además, llama la atención el alto porcentaje de votos nulos, que demuestra una total desconfianza al sistema (legitimidad) y que puede generar dificultades para Lasso al momento de gobernar, lo que, a su vez, se traducirá en problemas relacionados a la gobernabilidad.
DISCUSIÓN
En función del análisis en este documento: construcción teórica, análisis y aplicación de datos y su modelado, podemos determinar que la democracia ecuatoriana, nacida a partir de la tercera ola, produjo cambios políticos que fueron expresados en mínimos democráticos respecto a su conceptualización: desde el punto de vista del sistema, mayor pluralismo político, tolerancia hacia la oposición, respeto de las libertades públicas; y, desde el de la ciudadanía, una mayor participación popular directa o indirecta.
Así, se fue consolidando una democracia electoral, con votaciones obligatorias, pero que no gozan de apoyo popular –cuyo cumplimiento se ata a la recepción de un certificado útil para la mayoría de trámites civiles–, esto se demuestra a partir de los datos recolectados vía encuesta, en donde cuatro de cada diez ecuatorianos solamente asiste a votar por obligación, pero, además, se refleja una profunda desconfianza en los resultados de las elecciones cuando casi el 60 % considera que las elecciones no son justas ni transparentes. Podemos relacionarlo directamente con el concepto de legitimidad y legalidad. En otras palabras, si el sistema no garantiza igualdad de oportunidades para participar en procesos electorales, los resultados tampoco son reconocidos por un porcentaje mayoritario de la población, lo que posteriormente puede desencadenar en crisis de gobernabilidad, inestabilidad o crear conflictos. De ahí que no es casual, además, que el número de conflictos incremente a medida que el desencanto en el sistema democrático lo haga. Como se puede advertir en este análisis multimodal, las dimensiones más importantes a ser tomadas en cuenta son: (1) la cohesión social, gobernabilidad y descontento de grupo y (2) la dimensión social y transversal. Estos resultados pueden deberse a que la ciudadanía experimenta dificultad para separar la percepción de gobierno y del sistema democrático, pero también podría estar vinculado a que el sistema presidencialista (centralizado), liberal y representativo es un sistema importado, que no responde a la realidad heterogénea ecuatoriana: en un país conformado por minorías y grupos históricamente excluidos, no es de sorprender que el desencanto (suponiendo que alguna vez la población estuviera encantada) se extienda en la ciudadanía y más durante la percepción de una crisis social, económica y sanitaria, como la actual. Esto, sumado a la falta de confianza en los procesos, genera una crisis en la legitimidad que, por supuesto, tiene consecuencias en lo referente a la gobernabilidad dado que se han creado formas por fuera del sistema establecido para mostrar malestar con las decisiones políticas y sociales tomadas por los gobernantes. Esto también se constata a partir de la revisión de los golpes de Estado.
Siguiendo la misma línea de ideas, la tercera dimensión a tomar en cuenta es la económica; el creciente descontento —expresado en las diferencias entre los resultados de la encuesta aplicada en 2020 y los datos recolectados en el Latinobarómetro 2018— no escapa de la crisis por COVID-19, que ha demostrado la incapacidad del Estado de dotar a la ciudadanía de salud y educación, derechos básicos consagrados en la Constitución y que muestran las falencias en la administración de la política pública. En otras palabras, si partimos de que el acceso a servicios públicos incrementa no solamente la legitimidad política de los procesos de reforma, sino también la legitimidad de las instituciones del estado (Seligson et.al., 2008), es comprensible que frente a una crisis sanitaria la legitimidad se vea, una vez más, comprometida. Esto se vincula con la volatilidad democrática (Putnam, 1993) que experimentamos. Este análisis demuestra que, a diferencia de los estudios del Norte global —desde donde adoptamos el sistema democrático—, el desencanto ecuatoriano no se expresa simplemente en la economía, sino en la percepción de falta de oportunidades, desigualdad y representación de la
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ciudadanía. Todos estos ámbitos están atravesados por el principio de legalidad que la democracia debería defender y garantizar, esto se relaciona con la legitimidad del sistema. Como ha mostrado el análisis histórico, la ausencia de ideologías que se consoliden en partidos políticos, la intervención de grupos de poder –Ejército y Policía– en las elecciones y golpes de Estado, y la ola de corrupción, han generado un descontento grupal evidente en este estudio que, en cambio, se expresa en altos niveles de conflictividad y baja gobernabilidad.
Adicionalmente, este estudio demuestra particularidades de la democracia ecuatoriana: la ciudadanía afirma que “se interesa por temas políticos”, pero que no votaría si no fuera obligatorio. A partir de lo relatado, varias aristas de investigación quedan iniciadas, así como la posibilidad de continuar con la aplicación de este modelado al menos una vez por año en Ecuador, creando así un baremo que permita una futura toma de decisiones.
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