El llamado y el don

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Alberto Blanco

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El ll mado y el don

Auieo Conaculta mmxi


© Alberto Blanco © Auieo Ediciones Virginia 49 – 304 A, Col. Parque San Andrés C.P. 04040, México, D.F. www.auieo.mx © Consejo Nacional para la Cultura y las Artes Dirección General de Publicaciones Av. Paseo de la Reforma 175, Col. Cuauhtémoc C.P. 06500, México, D.F. www.conaculta.gob.mx Primera edición Ciudad de México, octubre de 2011 ISBN 978-607-7974-03-1 (Auieo Ediciones) ISBN 978-607-455-672-8 (Conaculta) Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito del Editor.


A la poesía: mitad imagen, mitad música, mitad poesía.


NOTA El presente libro, compuesto por doce ensayos en torno a la práctica de la poesía, forma parte de un proyecto más extenso en desarrollo, del cual constituye una tercera parte. Los ensayos de El llamado y el don se enfocan, en buena medida, en las relaciones entre la poesía y el pasado. Las otras dos terceras partes del proyecto se abocan al presente y al futuro.


Existe una idea muy difundida que indica que los poetas de nuestro tiempo, y los artistas en general, han abandonado la posibilidad de relacionarse y tomar como modelo a los poetas de otros tiempos; pues —según este punto de vista— vivimos sin autoconcebirnos como seres históricos y estamos encerrados en un eterno presente, que no es una oportunidad sino una trampa. Nunca he considerado nuestra condición en estos términos; nos he visto, por el contrario, liberándonos de nosotros mismos, debido a la condición misma del mundo, hacia una visión más amplia y más generosa del pasado, de la totalidad histórica de la experiencia humana, como nunca antes pudo haber sido posible. Este proceso ha venido ocurriendo desde la época de los románticos, y ha producido un gran número de nuevas imágenes, nuevos modelos y visiones del pasado. De éstas podemos partir ahora. (Como toda búsqueda histórica, sirve para elevar nuestra condición del presente y del futuro.) Etnopoéticas Jerome Rothenberg



el llamado y el don

TODO

comienza con un sonido, un ritmo, una voz: “¡Atiende! ¡Una voz sagrada te está llamando! ¡Desde el cielo una voz sagrada te está llamando!” Con estas palabras comienza el relato que Black Elk, guerrero y hombre de poder de la tribu Oglala Sioux, hace en su bella, a la vez que tristísima, autobiografía Black Elk Speaks (Habla Alce Negro) de la visión que tuvo en Smokey Earth River (el río de la tierra ahumada): Y mientras yo cantaba esta canción, de repente, los dos hombres de mi visión volvieron desde la puesta de sol, con la cabeza por delante, como flechas en picada. Me estaban señalando con sus arcos. Luego se detuvieron, levantando sus arcos y sin dejar de verme. No dijeron nada, pero pude sentir lo que querían: que yo cumpliera con mi deber entre los Oglalas con el poder que ellos me habían dado en la visión.


Acto seguido, Black Elk procede a relatar las consecuencias de su visión una vez que escucha el llamado que lo conmina a llevar a cabo el trabajo de sus Abuelos: “Tras un largo invierno de espera, mi primera misión fue comenzar las lamentaciones.” Pero estas lamentaciones, por supuesto, no son una simple queja, y por ello busca la guía de un viejo sabio, Few Tails (Pocas colas) pues Black Elk contaba a la sazón sólo con dieciocho años de edad. El viejo lo guía en sus ayunos, en su purificación ritual, le ofrece una pipa y lo conduce a un lugar apartado: la cima de una colina donde construyen un mandala para sacralizar el espacio y donde Black Elk comienza su lamentación. Más allá del significado de toda la complejísima visión que Black Elk relata a partir de este punto, y de las rotundas implicaciones que para su pueblo tuvo, lo que me interesa señalar aquí es el carácter del llamado tradicional, las características que reviste, y, por supuesto, sus notables consecuencias, pues, como declara Black Elk más adelante en su relato: “un hombre que tiene una visión no puede utilizar el poder de la misma hasta llevar a la práctica su visión en la tierra para que toda la gente la pueda ver.” Claro que antes de llevar a la práctica la visión, es evidentemente necesaria la visión. Si no hay visión, no hay nada. Pero antes de la visión es indispensable la llamada que despierta al que ha sido misteriosamente elegido para recibir esta visión. Y para escuchar la llamada, es necesario un espacio de profundo silencio que permita escuchar y comprender eso que lo desconocido quiere decir: “Era una tarde clara sin viento, y parecía que todo estaba escuchando

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atentamente tratando de captar una señal.” Sin este espacio de recogimiento y atención es imposible escuchar nada que no sea el ruido de la mente y del mundo. Imposible captar las señales que, por más que se encuentren disponibles aquí y ahora, requieren para ser atendidas de la disposición correcta, de la más sincera receptividad. Tal vez en esta disposición correcta, sincera, a escuchar más allá del ruido radica el misterio del llamado de la poesía. Sin embargo queda claro que, como dicen los Evangelios, “muchos son los llamados y pocos los elegidos” (Mateo 20:16). No cualquiera, en el caso de la tribu de los Oglalas, pudo recibir la visión que le fue concedida a Black Elk. Por razones que escapan a la comprensión de todos, él fue el elegido. Con la poesía sucede lo mismo. No es la buena voluntad, ni son las relaciones, ni los grados académicos, ni el currículum, ni los premios y demás reconocimientos del medio literario, ni siquiera el amor a la poesía lo que hace a un verdadero poeta. Es el don. El duende. El daímon. El genio. ¿Y de qué depende? Sólo las Musas lo saben. Entre los antiguos romanos se le llamaba “genio” al espíritu que cuidaba de cada persona; en la antigua Grecia se le llamaba daímon. Se creía, además, que cada ser humano tenía su idios daímon, su espíritu tutelar personal, y que éste podía ser cultivado y desarrollado. Era a este espíritu tutelar que se le ofrecían regalos en los cumpleaños, de tal forma que una persona no sólo recibía regalos de parte de sus seres queridos y allegados por su cumpleaños, sino que el festejado por el cumpleaños le hacía regalos a su espíritu tutelar. El respeto por el genio, y su posibilidad de ser cuidado, convertía a una persona en “genial”.

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Este sentido de gratitud por el propio “genio” evitaba, desde luego, el error tan común hoy en día de creer que el “genio” es un mérito personal y no un regalo, y que el don de cualquiera tenía su fuente en la propia persona, y no requería de ser cultivado; bastaba con tenerlo. En este sentido es evidente que el “culto a los genios” de nuestra época nada tiene que ver con el cuidado y la atención al genio o al daímon de la antigüedad clásica. Quien pide hoy en día reconocimiento a su “genio” no está entendiendo nada de la naturaleza del mismo. Por fortuna, sigue habiendo artistas, “genios”, poetas, que no han olvidado ni perdido de vista de qué se trata este don y escriben y actúan en consecuencia. Así, por ejemplo, el poeta polaco Czeslaw Milosz, decía que desde joven había sentido con una gran “certeza interior” que existe un punto luminoso donde todas las líneas de fuerza confluyen, y que esta misma certeza involucraba una relación con este punto. “Sentía con gran fuerza que nada dependía de mi voluntad, y que todo lo que yo alcanzara a realizar en mi vida no sería fruto de mi esfuerzo sino resultado del don, que es un regalo.” Y yo creo que pocos artistas auténticos no reconocen este don, la gratuidad de este don, y la absoluta certeza de que, en última instancia, lo mejor de su trabajo no es suyo: es un regalo de los Dioses, el Genio, el Duende, la Musa, el Daímon. Federico García Lorca, poeta inspiradísimo y de don harto evidente, hacía una distinción sutil entre el duende, la musa y el ángel. “El duende es ese misterio magnífico que debe buscarse en la última habitación de la sangre.” Lo interesante aquí es que, más allá de las diferencias que

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Lorca establece entre los distintos términos, es contundente el reconocimiento de que lo más importante para el poeta consiste en tener o no tener ese don especial que le recuerda su llamado. Así quedó consignado en una conversación del poeta granadino con el filólogo Amado Alonso: El ángel ondula sobre la frente, guía, regala; la musa dicta, y en algunas ocasiones sopla. Pero estas cosas vienen del exterior; en cambio, el duende, ¡ah!, el duende, amigos, está en uno, en la sangre, en el alma. Muchas personalidades han escrito cosas soberbias pero no siempre han tenido duende. Esas cosas que aparecen como descalabradas en los poetas modernistas, son esfuerzos en procura del duende. Hay que buscar el duende; sin él habrá cosas buenas en la vida, pero no tan magníficas como teniéndole. Ése es el secreto del arte: tener duende. Curioso deslinde el de García Lorca, que en su afán por explicarse por qué hay poetas que le merecen respeto y sin embargo no le gustan o no lo conmueven, y otros en cambio lo entusiasman como “una morena que baila” o como las “prodigiosas suertes de capa” de un torero como Belmonte, recurre a una especie de subdivisión de los dones para decir que, aun siendo dones, los hay que vienen de fuera —el ángel que ondula en la frente, la musa que sopla o dicta— y los hay que están dentro, en el torrente mismo de la sangre. Por eso no deja de sorprender que incite al poeta a buscar el duende, ya que estando en el propio cuerpo, en el alma, no hay a dón-

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de ir a buscarle. El que busca y lo que busca son lo mismo. Sin embargo, sea duende, ángel o musa, queda claro que hay algo en común: lo que comunican es un regalo divino. Toda productividad de género elevado, toda intuición, todo pensamiento grande que produce frutos y tiene consecuencias, escapa al dominio del hombre, está por encima de cualquier poder terrenal. El hombre tiene que recibirlo como un inesperado regalo de arriba, como obra de Dios, que él recibe y venera con un gozoso agradecimiento. Es análogo a lo demoníaco: que se apodera de él a su capricho y que se le entrega inconscientemente, creyendo obrar por propio impulso. En estos casos, el hombre debe considerarse como instrumento de un orden superior del mundo, como un recipiente digno de alojar una sustancia divina. Esta larga y bella cita, extraída de las Conversaciones con Goethe, de Eckermann, no tiene desperdicio y apunta al centro de la cuestión: el don es regalo, inesperado regalo, de un orden superior. Quien lo recibe, ha de hacerlo con gozosa gratitud, y con la clara comprensión de que no es él quien opera, a final de cuentas, sino el espíritu —análogo a lo demoníaco— que se sirve del artista, del poeta, como de un instrumento, un medio —un auténtico medium— para hacer llegar a toda la tribu su palabra. El llamado, no es, en suma, sino esa voz de alerta que le recuerda a un ser humano que ha recibido un don especial sin saber en principio por qué o para qué. Pero el llamado le hace ver también que es absolutamente indispensable, si

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quiere ser digno de este don y no perder el poder que se le ha concedido, que lo ponga en práctica con toda su alma para que lo comparta con la comunidad. El llamado y el don pueden ser lo mismo para curar que para enseñar, para investigar que para construir, para bailar que para cantar, para orar que para escribir poesía. Lo importante es si hay o no hay don. Si hay o no hay genio. El resto es literatura. Así lo expresa Walt Whitman, que en junio de 1853, cuando tenía ya treinta y cinco años de edad, experimentó un renacimiento, un éxtasis cósmico al que dio forma en la quinta sección del Canto a mí mismo, que aquí se reproduce en la traducción magnífica de Borges: Creo en ti, mi alma, el otro que soy no se rebajará [ante ti, Y tú no te rebajarás ante él. Tiéndete en el pasto conmigo, desembaraza [tu garganta, No son palabras, ni música, ni versos lo que preciso, [ni hábitos, ni discursos ni aun los mejores, Sólo quiero el arrullo, el susurro de tu voz suave. Recuerdo cómo nos acostamos una mañana [transparente de estío, Cómo apoyaste la cabeza sobre mis caderas y la volviste [a mí dulcemente,

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Y abriste mi camisa sobre el pecho y hundiste tu lengua [hasta tocar mi corazón desnudo, Y te estiraste hasta tocarme la barba, y luego hasta [tocarme los pies. Velozmente se irguieron y me rodearon el conocimiento [y la paz que trascienden todas las discusiones de la tierra, Y desde entonces sé que la mano de Dios ha sido [prometida a la mía, Y sé que el espíritu de Dios es hermano del mío, Y que todos los hombres que han nacido son [mis hermanos, y las mujeres mis hermanas y mis amantes, Y que el sostén de la creación es el amor, Y que son innumerables las hojas rígidas o que se curvan [en los campos, Y las negras hormigas en las grietas bajo las hojas, Y las mohosas costras del seto, las piedras hacinadas, [el saúco, la candelaria y la cizaña. Este poema describe maravillosamente el momento inaugural del don, recibido en este caso por gracia del amor de una pareja, y muestra con toda claridad y con gran belleza

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de qué estamos hablando. La voz del llamado —en este caso la lengua del ser amado, la lengua del llamado— toca el corazón mismo del poeta. A partir de este punto y de este momento, velozmente se suceden los grandes acontecimientos que hacen que el poeta se vea rodeado del “conocimiento y la paz que trascienden todas las discusiones en la tierra”. Y es que ante la fuerza del llamado y la patente realidad del don no hay discusión que valga. Por más que el poeta se resista por un tiempo a su llamado, sabe bien que la batalla está perdida de antemano. La historia bíblica de Jonás y la ballena dan buena cuenta de ello. El primer llamado que le hace el Señor a Jonás es para que vaya a predicar a los infieles de Nínive. Jonás tenía talento: era elocuente y carismático. Tenía un misión importante que cumplir. Pero Jonás —como tantos poetas lo han hecho en algún momento de sus vidas—, se resistió a llevar a cabo su labor. Huyó a Tarsis, sólo que en el viaje le sorprendió una tempestad, y para calmarla, la tripulación arrojó al mar a Jonás, donde se lo tragó una ballena, “un pez grande que el Señor había preparado”, y en cuyo vientre estuvo en oración tres días y tres noches. Allí recibió Jonás el segundo llamado, y esta vez sí lo atendió: “Mas yo te ofreceré en sacrificio cánticos de alabanza; cumpliré los votos que he hecho. Del Señor viene la salud.” De la atención al llamado, de la aceptación del don de la palabra y de la puesta en práctica del mismo para cumplir con la importante función comunitaria que le corresponde, depende la salud del poeta. Sólo hay una opción sana: decir que sí a nuestro destino personal. Así lo reconoce José Emi-

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lio Pacheco en una entrevista que concedió al periódico La Jornada con motivo del Premio Reina Sofía: –¿La poesía para usted ha sido necesidad, destino o, incluso, privilegio? Dicho de otro modo, ¿eligió ser poeta o no tuvo de otra? –Supongo que son las dos cosas: la elegí porque no tuve de otra. Un poeta no decide dedicarse a la poesía; simple y sencillamente no se la puede sacar de encima, por más que intente —como el Jonás de la historia bíblica— dejar de cumplir con la misión que se le ha encomendado. Y lo mismo sucede con todas las demás artes. Así, por ejemplo, Leonora Carrington declaró en más de una ocasión: “Yo no decidí ser pintora… la pintura lo decidió por mí. Me escogió y me inventó y yo simplemente lo he hecho lo mejor que he podido.” No es una mera casualidad el hecho de que justamente con estas mismas palabras firmaran los hermanos Van Eyck sus obras maestras, como La adoración del Cordero Místico de Gante: “Lo hice lo mejor que pude”. En este sentido, la poesía es una fatalidad y no un mérito personal. Si acaso el único mérito que podría haber en un poeta es el no darle la espalda a su destino; el ponerse al servicio de eso que se quiere expresar, al servicio de la palabra, y hacerlo lo mejor posible. Cuando esto se comprende, el proceso puede cobrar un cariz distinto, y llegar a convertirse en algo muy gozoso. Un largo proceso que conlleva por necesidad el conocimiento y el estudio de muchas tradiciones poé-

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ticas. Porque es realmente indispensable saber utilizar las herramientas propias del oficio, y esto, por supuesto, se lleva su tiempo de aprendizaje. El oficio de la poesía requiere de un esfuerzo mucho más grande de lo que mayor parte de la gente que quiere escribir poesía se imagina, en la medida en que las tradiciones poéticas son sumamente ricas y complejas. El estudio de las formas, de lo que se ha hecho y cómo se ha hecho, requiere de mucha pasión y paciencia. Pero, sobre todo, requiere de un llamado decisivo y de un rotundo sí. Lo que natura non da, Salamanca non presta. Éste es un refrán que surgió en la época en que la Universidad de Salamanca era la más prestigiosa del orbe occidental gracias, en gran medida, a la influencia árabe. Pero lo que sí presta Salamanca, hay que tomarlo prestado. Éste es el trabajo que todo artista tiene que poner de su parte para que el proceso que comienza con el don, sigue con el llamado, continúa con la puesta en práctica del don y termina con la participación de toda la comunidad, se cumpla. Todo artista que de verdad lo es, lo sabe. Es un artista. No tiene necesidad de andar preguntándole a todo el mundo si tiene talento o no lo tiene, si va bien o se regresa, si vale o no la pena que se dedique a su oficio. Si acaso pregunta, lo que necesita saber es otra cosa. Tal vez son asuntos técnicos; tal vez son gajes de su oficio; tal vez son detalles. Pero quien no ha recibido el llamado busca señales por todas partes que le confirmen que vale la pena dedicarse a este trabajo. Sólo quien no tiene el don se preocupa por el éxito, lo busca, lo persigue, y piensa con insistencia que si el éxito

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no está garantizado, ¿qué caso tiene seguir esforzándose y perder el tiempo? Un poeta verdadero, en cambio, atiende a su llamado porque, en última instancia, no le queda más remedio. Porque es su destino. Es su don, y sin duda alguna debe dejarse guiar por él. Así lo describe Rilke, un poeta que puso ejemplarmente su vida al servicio de la poesía: Sin autocontrol y sin autolimitaciones porque se busque un determinado fin, sino más bien un dejarse ir sin preocupaciones; no cautela sino más bien una sabia ceguera; no un trabajo para adquirir posesiones que vayan lentamente en aumento, sino un continuo dilapidar todos los bienes perecederos. En la medida en que un poeta tenga confianza en su destino, en el poder del llamado, en su don del lenguaje y en su voz, y en la medida en que todo ello sea vea respaldado por un continuo trabajo, y “un continuo dilapidar todos los bienes perecederos”, será capaz entonces de realizar la obra que le corresponde. Sólo de esta forma podrá compartir con el resto de la comunidad sus dones. Lewis Hyde, que ha dedicado al tema del don el mejor libro que tal vez se haya escrito sobre el tema, dice en el capítulo titulado “El comercio del espíritu creativo”, que forma parte de The Gift, (El regalo, El talento o El don): Una vez que se ha realizado este don interior, puede ser comunicado entonces a la audiencia. Y muchas veces este don que ha cobrado cuerpo —la obra— puede

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reproducir en quien lo atiende el estado de privilegio, de gracia y de talento que lo provocó. Vamos a suponer que la “suspensión de la incredulidad” [de la que hablaba Coleridge] por medio de la cual nos hacemos receptivos a una obra de la imaginación sea, de hecho, creer: una fe momentánea en virtud de la cual el don del artista llega y actúa en nosotros. Puede suceder, a veces, si es que estamos despiertos y el artista era de verdad talentoso, que la obra induzca un momento de gracia, que haga posible una comunión, que nos brinde un tiempo durante el cual también nosotros sentimos la plenitud de nuestras vidas y reconocemos la secreta coherencia de nuestro ser. Esto es poner a circular la energía. Hacer que el poder del don del artista circule, y que las posibilidades transformadoras del llamado sean una invitación, no sólo al alma del poeta que ha escuchado el llamado, sino a todos aquellos que mediante la obra puedan sentir la reverberación de la misteriosa voz resonando en su interior. Un llamado de corazón a corazón que no puede ser ignorado ni negado, pues contiene la más bella promesa de todas: la de la libertad absoluta de llegar a ser quien de verdad somos. Un llamado antiquísimo que la especie no puede pasar por alto sin el inmenso riesgo de desaparecer.

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