LA VOZ TRAS EL ESCENARIO



MEMORIA MUNDI

MARIO PRAZ
LA VOZ TRAS
EL ESCENARIO
UNA ANTOLOGÍA PERSONAL
TRADUCCIÓN
PILAR GONZÁLEZ RODRÍGUEZ

En cubierta: foco en el escenario, fotografía de pialhovik
En guardas: imagen de pvproductions en Freepik
Dirección y diseño: Jacobo Siruela
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Título original: Voce dietro la scena: Un’antologia personale, de Mario Praz © 1980, Adelphi Edizioni S.p.A., Milán Derechos negociados por Ute Körner Literary Agent © De la traducción: Pilar González Rodríguez
© EDICIONES ATALANTA, S. L. Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España
Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com
ISBN: 978-84-129986-1-0
Depósito Legal: GI 258-2025
Nota sobre el color local, sobre el Londres de Lamb y sobre las ruinas irreparables
Sangre, voluptuosidad, muerte
Swinburne en el centenario de su nacimiento
Sobre el estilo Imperio
Pinturas de interiores
262
Las figuras de cera en la literatura
277
Merseyside
304
Las bellas naves y las bellas casas
322
Villas junto a ríos
329
La civilización de las villas
336
Borgo San Jacopo
349
La terraza
356
El jardín de Armida
363
La dama en el sofá 382
Las uñas de Juliette
392
La mano de Rodin
395
Laura 401
Dos pares de ojos azules
407
Como por nigromancia
412
La voz tras el escenario
419
Las cartas de la fortuna
424
Una clase
427 Sciabolino
433
El borracho bajo la ventana
439
Fuera de lugar
445
El caso de Alcibíades
450
El delantalito
455
El Jardín del Caballero 459
El jardín de las azaleas 464
El príncipe Dimitri 469
Por un cigarrillo 474
Un contacto
480 La otra 484
Las cuatro estaciones 489
Una flor
494
El busto y las piernas 498
Fin del verano
504 Rosa
510
Un asunto de ninguna importancia
516
La lucecita roja
521
El aniversario
527
Sillas voladoras
531
Retrato de un epicúreo
535 Notas
541
Indicaciones bibliográficas
569
Índice de imágenes
573
Índice onomástico
575

Sergio De Francisco, Mario Praz en su estudio. Colección
Prefacio
Han pasado más de cincuenta años desde el día en que Giovanni Papini me encargó, cuando yo empezaba a traducir, verter al italiano los Ensayos de Elia , de Charles Lamb, para la «Cultura dell’anima»; me lo encargó, creo, no porque hubiera descubierto en mí una habilidad especial para traducir prosa (¡y esa prosa, por añadidura!), puesto que me había presentado ante él como traductor de poetas, y algo novato; tampoco me lo encargó porque adivinara en mí una vocación de ensayista que yo mismo ignoraba; sino solo, probablemente, porque le interesaba incluir ese texto en la colección que dirigía y, en aquellos días, se acordó de mí, que me estaba especializando en inglés. Fue, por tanto, una mera coincidencia, pero, en lo que a mí respecta, no podría haber sido una coincidencia más afortunada en mi vida.
No es que mi versión de los Ensayos de Elia resultara una obra maestra. «No podemos considerarla propiamente ejemplar y perfecta», escribió Emilio Cecchi en el Spettatore italiano (15 de junio de 1924), «la elaboración formal ha sido insuficiente; y Praz parece haberse limitado a traducir
al italiano, con exactitud material, lo sustantivo, sin tratar de transmitir, o haciéndolo con muy poca convicción, espíritu y movimientos.» Citaba un pasaje de «Porcelana antigua» y comentaba:
Es como un borrador, sin pulir, sin ritmo, sin chispa verbal. No siempre el traductor se muestra tan poco entusiasmado. Pero es curioso que lo sea en una obra que debería haber estimulado su inspiración, puesto que también los traductores tienen su propia inspiración: el famoso «Old China», uno de los ensayos más conmovedores y misteriosos de Lamb.
El texto de Lamb, a decir verdad, me impresionó más profundamente de lo que parecía en la traducción, que, según Cecchi, carecía de «brío y mordacidad» (o, más bien, de las cualidades de la prosa artística cultivada entonces por Cecchi y más tarde desacreditada por el cambio de gustos), pero tuvieron que pasar años antes de que la semilla, lanzada más o menos al azar por Papini, prendiese y germinara. No sé si peco de modestia o de presunción al confesar que siento mis ensayos como rebrotes o una segunda hierba en el mismo campo donde florecieron los Ensayos de Elia. El título de Fiori freschi [Flores frescas] que lleva mi primera colección de ensayos (1943) parecería garantizar una calidad inédita que probablemente no existe. Confieso sin ambages mi deuda con Lamb, y con el propio Cecchi, ensayista en aquella tradición, y espero que al amigo Cecchi no le disgustara; en cuanto a Elia, ay, nunca me será dado conocer su opinión, pero si me estuviese reservada la fortuna de encontrarlo en el más allá, caería de rodillas ante él, venerándolo como pater Elias , y añadiría en latín, lengua, imagino, del noble castillo donde reside con los otros «grandes espíritus»: Quidquid recipitur secundum modum recipientis.
Las Fiori freschi (que, por una no injustificada pero cruel broma de la memoria, he oído citar a algunos como Fiori
secchi [Flores secas]) tuvieron éxito en su momento; pero aquellos eran años de guerra y confusión, y el viento impetuoso que arrancó muchas otras ramas también abatió y se llevó por delante esas «flores» (perdóneseme la lectura errónea de un bien conocido pasaje del Infierno ). La segunda edición, publicada poco después de la primera, se vendió mal, languideció durante años, sin tocarse apenas, en los almacenes del editor, y finalmente se agotó en las librerías de saldos.
Una segunda colección de escritos, Motivi e figure [Motivos y figuras], apareció en 1945 y, aunque la publicó un editor que sabe lanzar los libros que le interesan, Einaudi, tuvo una circulación que podría definirse como semiclandestina, a juzgar por la pequeña cantidad de personas que han visto el libro. Sin embargo, muchos de los que leen mis artículos en los periódicos me preguntan: «¿Por qué no los recopila?», y quizás, benévolos, añaden: «Yo conservo celosamente los recortes»; después se quedan asombradísimos cuando digo que muchos de esos ensayos están recogidos en volumen. Si ese interés es genuino (y debería creerlo, porque esas personas no esperan de mí ningún favor ni tienen que ganarse mi indulgencia de examinador), ¿cómo explicar este fenómeno de desfase, por el cual autores, lectores, editores, libreros parecen andar a tientas en la oscuridad sin encontrarse jamás? Es costumbre de nuestros libreros conocer solo los libros recién aparecidos, empujados a este proceder por el habitual comportamiento de la clientela, indiferente a la obra anterior de autores de los que, sin embargo, lee el libro que se acaba de publicar.
¿O quizás los artículos, aunque los ojos de los lectores se posen sobre ellos cuando aparecen en las páginas de opinión de los periódicos, son considerados por muchos como un género efímero, destinado a la breve vida de la edición de un periódico? Reconfortado por el interés de esos pocos cuya opinión valoro, me ilusiono con que no sea así, y por
ello ofrezco aquí una selección de ensayos ya publicados en otros volúmenes (La casa della Fama [La casa de la Fama], Lettrice notturna [Lectora nocturna], Bellezza e bizzarria [Belleza y extravagancia], I volti del tempo [Las vueltas del tiempo], Viaggi in Occidente [Viajes a Occidente], Gusto neoclásico, El pacto con la serpiente, Il giardino dei sensi [El jardín de los sentidos], La casa de la vida). No se trata solo de artículos críticos e informativos, sino también de escritos que a menudo rozan ese mundo más íntimo de la fantasía y del sentimiento que fue el territorio propio de Charles Lamb. Como Elia, podría decir de mí que mi guardarropa intelectual contiene pocos atuendos completos. Pertenezco también a la categoría de las personas dotadas de una inteligencia imperfecta: «Se conforman con fragmentos y retazos de la Verdad. Esta no se les presenta de frente, sino delineada o de perfil, a lo sumo... Sus mentes son meramente sugestivas». No encontrarán en este libro un sistema filosófico o, para usar el lenguaje del guardarropa, un abrigo o un traje que pueda servirles de protección contra las inclemencias del tiempo. No, mi guardarropa rebosa de prendas inútiles, si es que aún pueden llamarse prendas: abundan cosas poco prácticas y poco comunes, quizás un tanto extravagantes y melancólicas; es un documento de pocas ideas pero de muchas manías; es, en suma, más que un guardarropa, uno de esos armarios donde se guardan, o se guardaban en épocas en que no había necesidad de ahorrar espacio, objetos en desuso, retazos de vestimentas pasadas de moda, lentejuelas y plumas de avestruz y alguna muñeca mutilada, restos arrojados a esa orilla del gran mar del ser; es, en suma, un gabinete de curiosidades, un armadio delle calìe , como se dice en la Toscana.
Se ha apuntado que la elección de temas de un escritor nunca es accidental; un crítico se orienta hacia escritores con los que tiene alguna afinidad especial, de modo que las obras de crítica son confesiones implícitas. Juzguen mis in-
tereses por el orden en el que he presentado estos ensayos. La iniciación al género literario que he cultivado preferentemente, el ensayo, se produjo, como he dicho, más por casualidad que por adivinación de Giovanni Papini, y se nutrió de las conversaciones con Vernon Lee.
El estudio de la obra de D’Annunzio y el viaje a España me abrieron las puertas al decadentismo; el regalo, también casual, de un mueble Imperio, como expliqué en La casa de la vida, dio forma a mi fijación por un estilo, el neoclásico, que de otro modo podría haber tomado una apariencia barroca. Mis estudios sobre la poesía metafísica inglesa del siglo xvii, que, de hecho, podrían haberme orientado hacia el Barroco, me llevaron, en cambio, a investigar sobre la literatura de emblemas y empresas. El interés por el mobiliario me condujo a otros estilos, especialmente al Biedermeier (también en literatura: La crisi dell’eroe nel romanzo vittoriano [La crisis del héroe en la novela victoriana]), y, por último, a la curiosidad por las period rooms y la filosofía del mobiliario. Las acuarelas de interiores, con sus detalles tan vivamente realistas, que revivían el espíritu de tiempos pasados, fomentaron también el interés por las personas que los habitaban (de ahí las Scene di conversazione [Retratos del tipo conversation piece], los grupos familiares), y como los retratos en cera evocan la presencia carnal aún más que los cuadros, me encontré coleccionando un género hasta hace poco desatendido por el mercado de antigüedades.
Ahora las figuras de cera son objetos propios de un gabinete de curiosidades. Encontrarán, por tanto, en esta antología muchas cosas comidas por las polillas, pero no siempre de poca importancia: entre los viejos títeres de un teatro extinguido encontrarán también un Satanás desinflado y un rey con la corona torcida cuyo cetro cuelga atado a su mano inerte; hallarán muchas cosas de las que nunca han oído hablar y algunas cosas de las que han oído hablar demasiado; pero el armario, al abrirlo, no solo desprenderá olor a alcan-
for. Algunos de estos ensayos fueron escritos en años duros, de cataclismos, ¿cómo no iban a dejar su impronta? Es un armario de curiosidades, pero, después de todo, las curiosidades no son solo queridas cosas viejas, muertas y extrañas. Hay una fuente secreta de frescura incluso en las naturalezas muertas, como la semilla enterrada en la tumba de los faraones, que era capaz de germinar incluso después de tres mil años a oscuras. Y si se quiere pensar en versos de un poeta, no se piense en cierta bien conocida poesía de Gozzano, sino en God’s Grandeur, de Hopkins:
Generations have trod, have trod, have trod; and all is seared with trade; bleared, smeared with toil; and wears man’s smudge and shares man’s smell
and for all this, nature is never spent; there lives the dearest freshness deep down things.1
En cuanto al autor de estos ensayos, ¿comparte él la preocupación casi universal de los escritores por sobrevivir en la memoria de los descendientes, anhelo que, después de todo, es natural y legítimo? ¿Quién de ellos, que no esté endurecido por un oficio mercenario, no acaricia la esperanza de asegurarse un lugar, aunque sea modesto, muy modesto, en el gran parque del recuerdo? Non omnis moriar... Permanecer en la memoria al menos por una sola página afortunada, por una frase que resuene en los corredores de los siglos ante la pregunta: «¿Quién lo dijo?», el propio nombre... Sobre todo es envidiable una suerte como la de Safo al sobrevivir en fragmentos que dejan a la imaginación del lector la posibilidad de reconstruir una figura más grande que la real, de tal modo que los descendientes exclamen: «¡Qué poeta sublime!», o «¡Qué narrador formidable debió de ser, lástima que no quede más!», mientras el autor, calladito, se regocija bajo tierra por la fortuna de que se haya perdido toda traza
del resto, para que nadie vuelva a ver sus debilidades, las tediosas retahílas que formaban su contribución ordinaria.
Algunos, conscientes de sus propias carencias, desearán sobrevivir solo en el elogio de algún contemporáneo ilustre, para que los descendientes, vislumbrándolos solo como una sombra, pero una sombra por así decirlo luminosa, sean inducidos a especular, a reconstruir una personalidad ficticia, pero tanto más seductora. Quizás no aspiraba a mucho más aquel mezquino eclesiástico recordado en la Vida de Samuel Johnson , de James Boswell, por haber intervenido en una discusión sobre predicadores eminentes: patética figura anónima que, más que en la fugaz mención de Boswell, ha quedado fijada en un delicioso ensayo de Max Beerbohm.2 De él no queda más que una quejumbrosa pregunta en falsete, seguida por un aplastante trueno del terrible dictador literario del siglo xviii inglés, pero muchos se resignarían incluso a un destino tan ignominioso con tal de que se recordara su nombre, como algunos que, por ver su nombre impreso en un periódico, se lanzan a cometer una extravagancia o una fechoría o, simplemente, al no lograr que se reseñe su librito de versos, se aseguran sabe Dios qué publicidad con un anuncio pagado: «Ha salido el libro de poemas de N. N.». Todo por tener en la posteridad, si no una gran finca, al menos un rincón con un huerto, «¡que es, creo, el singular consuelo de un ajo para quien lo ha plantado!».
A veces me entretengo con una fantasía ociosa, con un juego secreto que me proporciona la satisfacción de una aventura disfrazada. Dado que soy consciente de no haber construido con mis escritos un monumento más duradero que el bronce, que ni la lluvia voraz ni el cierzo desenfrenado puedan destruir, dado que no estoy nada seguro de que multa pars mei vitabit Libitinam, más bien estoy seguro de lo contrario, llego incluso a plantear la hipótesis extrema de sobrevivir solo en alguna mención casual de contemporáneos de duración más garantizada que la mía. Esta fantasía
British Museum sobre Donne y los poetas del siglo xvii; hablé con él sobre Papini y Pirandello.
Un gran amigo de Vernon Lee ; noten esta insistencia en el great : a great Swinburnian , a great friend of Vernon Lee . Aquí, entiendo, great no quiere decir «grande» en el sentido de «ilustre», es tan solo un aumentativo; sin embargo, impresiona un poco oírse llamar «grande». El lector de Mr. Sammler’s Planet, de Saul Bellow, puede dudarlo al encontrarme citado así:
Sammler, ya de niño, cuando asistía a la escuela en Cracovia antes de la Primera Guerra Mundial, se enamoró de Inglaterra. Buena parte de esa fascinación se había enfriado. Había redimensionado toda la cuestión de la anglofilia, volviéndose bastante escéptico sobre Salvador de Madariaga, Mario Praz, André Maurois y el coronel Bramble. Ahora ya conocía el fenómeno.
Imaginemos ahora que el futuro estudioso de este período, por una razón que nosotros ahora no vemos pero que los descendientes podrían encontrar, considere importante aquella asociación de escritores que se conoce con el nombre de Pen Club, y se ponga a examinar reseñas de los congresos de dicha sociedad desperdigadas en periódicos y revistas; y supongamos que entre las revistas consideradas importantes se encuentre Hommes et Mondes. En el número de diciembre de 1949 encontrará un artículo, «À Venise avec le Pen-Club», de Marie-Anne Comnène, que no es una pariente de la mujer fatal de la Gloria de D’Annunzio, sino la viuda de Benjamin Crémieux, cuyo nombre deseamos que sobreviva más tiempo que el de los emperadores de Bizancio. He aquí un artículo que parece a propósito para poner a prueba la sagacidad hermenéutica del futuro investigador. Ahí encontrará citados a un joven crítico bicéfalo, Assunto
creía que era una traducción hecha por un tal Kadar Jennö; pero cuál no sería su sorpresa al descubrir que no se trataba de una traducción, sino de una reinterpretación muy libre donde al «camarada» Praz se le hacía denunciar con pesada ironía la sociedad aristocrática y capitalista que había producido el gusto neoclásico. No creo que nunca sea yo tan afortunado como para encontrar una copia de este librito que, por estar en húngaro y haberse publicado del otro lado del telón de acero sin respetar los derechos de autor, me es doblemente inaccesible, pero el Tiempo, tan caprichoso salvando y destruyendo, igual que nos ha hecho perder tantas estatuas griegas y conservar tantas copias romanas, podría preservar de mi libro solo su reelaboración húngara. Y he aquí al futuro investigador que hasta ahora había procedido a construir de manera coherente una personalidad de crítico gran swinburniano, gran amigo de Vernon Lee, gran animador del Pen Club, y amigo devoto de Gran Bretaña, encontrándose ante un «camarada» Praz, disgregador de la sociedad capitalista. «¡Tales cambios de bando no eran infrecuentes en esa época!», dirá sacudiendo la cabeza. Si además lee en The Outer Edges, de Charles Jackson (Nueva York, 1948), un libro sobre cuya supervivencia se pueden albergar serias dudas, que en boca de un maníaco sexual «las mejores lecturas del mundo son las proporcionadas por Mario Pratz [sic] y por Bertolt Brecht», pensará que se enfrenta a un curiosísimo problema crítico: ¿se trata de la misma persona o de personas diferentes? Y lo mismo podrá pensar si en la Modern Language Notes de marzo de 1955 lee una reseña desfavorable del libro de Giuliano Pellegrini sobre el Barroco inglés (escrita por John Leon Lievsay) en la que se afirma que ese libro está bajo el influjo de Mario Praz, «que se ha extendido y es tan nocivo como antes el de Croce, aunque ambos son fenómenos transitorios».
En 1952, en Estados Unidos, visitando la famosa Biblioteca Widener de Harvard, me asaltó una curiosidad nada
extraña para un escritor, la de comprobar cuántos de mis libros figuraban en el catálogo. Mi creciente satisfacción a medida que mis dedos recorrían las fichas recibió de repente un duro golpe: después del apellido ya no leía mi nombre, sino Praz, Stanko. Por un error, increíble en el catálogo de una biblioteca ejemplar como esa, mi nombre había sido confundido con el de un conocido escritor esloveno, Stanko Vraz (1810-1851), y a un sosias mío de mano cansada se le atribuían, en lengua eslava, cantos ilíricos publicados en Zagreb en 1839. Pero no solo llegué a encontrarme «cansado», sino incluso muerto de cansancio.* En la edición del 6 de abril de 1980 del Sunday Telegraph, Kenneth Young, en una reseña de la versión inglesa de las cartas de Flaubert editadas por Francis Steegmuller, cita un pasaje de mi Romantic Agony sobre la nostalgie de la boue , y menciona al autor como the late Mario Praz, es decir, «el difunto Mario Praz». Sí, a veces me divierte, como en un rompecabezas chino del que se hubieran perdido muchas piezas, verme ante estos elementos de identificación más o menos fabulosos de un yo mismo desaparecido, y exclamar, como T. S. Eliot al final de La tierra baldía: «Con estos fragmentos he apuntalado mis ruinas».
* Hay en estas líneas un juego de palabras a partir del nombre del escritor esloveno Stanko Vraz. En italiano, stanco significa «cansado», de ahí las alusiones de Praz al cansancio. El equívoco, evidentemente, se pierde al traducirlo al español. (N. de la T.)

«Para Praz, la historia no es la de los hechos registrados con frialdad, y por tanto traicionados, sino la que se paladea y se revive en el estilo, en los matices del estilo. Sus escritos de viajes no nos dirán nada de índole puramente sociológica, sino que sobre todo penetrarán en el fondo cultural y artístico del país visitado.»
Fausto Gianfranceschi
El presente volumen, la «antología personal» de Mario Praz, según él mismo, reúne textos de casi todas las épocas de su vida, desde escritos de viajes hasta piezas de sus libros de memorias. Abundan todo tipo de «retazos de vestimentas pasadas de moda», como señala irónicamente el autor en el prólogo, plenas de belleza y extrañas ocurrencias, desde las flores frescas de sus obras tempranas hasta los motivos y figuras de sus artículos de madurez. Praz ahonda en la obra de Vernon Lee o D’Annunzio, y se ocupa de toda clase de asuntos relacionados con el arte, como las vanitas, el estilo Imperio o los coleccionistas más entregados. En suma, un asombroso crisol de recuerdos de uno de los escritores más particulares del siglo xx
Hijo de un banquero y una aristócrata, Mario Praz nació en Roma en 1896 y murió en la misma ciudad en 1982. Tras licenciarse en Leyes en la Universidad de Roma, se doctora en Literatura en Florencia. En 1918 conoce a Vernon Lee, y Giovanni Papini le encarga varias traducciones. En 1923 se instala en Londres, donde entra en contacto con el mundo literario de la metrópolis. La publicación de La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (1930) asienta su prestigio. Da entonces rienda suelta a su pasión por el coleccionismo de antigüedades, y su casa en Via Giulia cobrará fama gracias al ensayo autobiográfico La casa de la vida (1958), que, junto con su prolífica obra, ha sido rastreado por numerosos estudiosos de la literatura y el arte.
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