Colección Asoprudea Nro.13

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EL HOMBRE DE LOS PÁJAROS EN LA CABEZA Alonso Ríos

Colección Asoprudea No. Trece


EL HOMBRE DE LOS PÁJAROS EN LA CABEZA Alonso Ríos

Colección Asoprudea No. Trece



A todos los hombres de pĂĄjaros en la cabeza. A los desterrados de mi patria, a los asesinados por defender los derechos humanos, a los hombres, mujeres y niĂąos abusados en esta cruenta guerra. A todos ellos van estas memorias.


Colección Asoprudea

Bloque 22 Oficina 107 Ciudad Universitaria Teléfono: 219 53 60 Fax: 263 61 06 E-mail: asoprudea1@gmail.com © EL HOMBRE DE LOS PÁJAROS EN LA CABEZA Alonso Ríos © Colección Asoprudea, No Trece Primera edición, Julio de 2017, 1.200 ejemplares ISBN: 978-958-59282-3-7 Asociación de profesores de la Universidad de Antioquia Junta Directiva 2016-2017 Portada: El hombre de los pájaros en la cabeza, obra en acrílico del pintor Freddy Sánchez Caballero. Comité Editorial: Juan Esteban Pérez Montes Magister en Ciencias Básicas Biomédicas Álvaro León Casas Orrego Doctor en Historia de América Latina. Universidad Pablo de Olavide Jorge Aristizabal Ossa Ingeniero Químico, Universidad de Antioquia Editor: Víctor Villa Mejía Magíster en Lingüística, Universidad del Valle Comunicadora: Sara Castro Gutiérrez Impreso por: PRODUCOL. Tel. 580 11 90. cel. 312 258 8297, correo electrónico: producolmedellin@yahoo.es


PRESENTACIÓN Ningún hombre es responsable de su nacimiento y a nadie le preguntan si quiere nacer. Son múltiples las azarinas circunstancias que confluyen para que un hombre nazca: unos padres, todos somos hijos de padres y a nadie le es dado escogerlos, un hogar, una hora, un día, un mes, un año, un siglo, una ciudad y un país. Todas esas variables juntas empiezan ya a determinar un destino personal y con solo una de ellas que hubiera cambiado nuestro destino habría discurrido por un camino diferente. No es lo mismo haber nacido en París en el siglo veinte que en la Medellín del mismo siglo. Pero una vez llegamos a este mundo, determinados por nuestras particulares circunstancias y entroncados en esta grima de ser hombres, nada garantizaba que lo fuéramos y pudimos haber sido cucarachas o ratones, nos corresponde forjarnos nuestro propio destino.


Hay quienes afirman que un dios predetermina el destino de cada hombre y que su misión en la vida es descubrirlo y cumplirlo. Pero otros se aventuran a decir que el hombre nace vacío y sin destino y que su tarea en la vida es forjarse el propio sin auxilio de Dios alguno. Pero independiente de las conjeturas, de nuestra voluntad, de nuestro deseo y aún en contra de él, nos encontramos al final de nuestra existencia siendo un hombre que ni pensamos llegar a ser. Alguien sentenció que la verdadera historia de un hombre solo se conoce el día de su muerte cuando al mirar hacia atrás ya podemos comprender cómo se concatenaron cada uno de los acontecimientos y circunstancias de su vida desde el nacimiento hasta la hora de morir. Todas las circunstancias que rodearon el nacimiento del Maestro Alonso Ríos Vanegas, su infancia moldeando muñequitos de pantano en las enlodadas calles del barrio La Milagrosa de Medellín, su formación artística al lado de los profesores y escultores Jorge Marín Vieco y Gustavo López. Su aprendizaje en el taller del maestro Rodrigo Arenas Betancur, trabajando en obras ya hoy consagradas como el monumento del Pantano de Vargas, en uno de cuyos héroes esculpió su propio rostro a escondidas del Maestro Arenas. El Hombre Creador de Energía y El Cristo Cayendo que hoy hacen parte de la entonces nueva ciudadela de la Universidad de Antioquia, La Flautista ubicada en el Paraninfo de la misma universidad.


La historia de obras propias como El Sembrador de Estrellas, escultura fundida a la cera perdida, y símbolo actual de la Facultad de Ingenierías, de la escultura El Maestro Forjador de Futuro, en homenaje a los hombres y mujeres dedicados a la noble profesión de la docencia, ubicada en la Facultad de Educación de la Universidad. El relato de su vida como profesor en la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia y su amistad con los pintores compañeros docentes, Francisco Valderrama, Rafael Sáenz y Aníbal Gil. La relación con el profesor Luis Fernando Vélez Vélez, humanista, hombre de leyes y defensor de los derechos humanos asesinado en 1987, y a quien el Maestro Alonso encontró una mañana en su oficina del cuarto piso de la Facultad de Derecho de la Universidad, alegando con los pájaros porque lo tenían arruinado de tanto comprar plátanos maduros para ponerles en la tabla del cebadero que les tenía cerca de la ventana. Trinando a su cantaleta, los azulejos se le montaban en el hombro y de allí saltaban a la cabeza, mientras el querido profesor Luis Fernando les disponía el codiciado alimento. Esta hermosa anécdota da origen al título del libro El hombre de los pájaros en la cabeza, dedicado a todos los hombres y mujeres que como el profesor Luis Fernando Vélez han tenido y tienen pájaros en la cabeza y son capaces de dar la vida por ellos.


Bello libro esculpido línea a línea con sencillez narrativa, humor, detalle descriptivo, reflexión profunda, ternura y observación precisa. Autobiografía novelada y testimonio histórico de esa aciaga época de los años ochenta en que cayeron asesinados profesores y líderes obreros, campesinos y estudiantiles. Pocos hombres como el maestro Alonso Ríos Vanegas, rodeado de eventualidades no tan favorables al nacer, han logrado cincelar una vida tan meritoria y creativa: escultor, pintor, profesor de la Universidad de Antioquia y, en sus años de jubilación, también escritor con varios libros publicados.

Fabio zuluaga Ángel, Profesor titular del Instituto de Química de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Antioquia. Barrio Los Laureles, Medellín Colombia. Junio 19 de 2017.


El hombre de los pájaros en la cabeza

CONTENIDO Parte 1........................................................................................15 Nubes arriba La vuelta La finca de El Manzanillo La Escuela Boyacá La modelo El grupo de soñadores Don Bernardo Mi padre El maestro Rodrigo Arenas

Parte 2........................................................................................81 La vida en el taller El Cristo Cayendo Una anécdota peligrosa El maestro fundidor y unos sancochos fenomenales Mamá Heliodora Papá Manuel El desplazamiento de la familia 11


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El perro soy yo Doña Merenciana Pescador de sustos Mi primer viaje a USA El entorno maravilloso de la casa de la infancia La biblioteca El maestro Jorge Marín Vieco Don Gustavo López Época de oscurantismo

Parte 3.....................................................................................157 La obra del Pantano de Vargas El hombre creador de energía El profesor de artes La trifulca El ciego La esquina del movimiento El juglar de la moneda del centavo y medio El negro Valderrama Nuevas acusaciones El hombre de los pájaros en la cabeza 1987 año de muertes y amarguras Dolorosa cronología El grupo de cera perdida

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Parte 4.....................................................................................243 El viejo mundo La ciudad del Vaticano La Catedral de San Pedro Gian Lorenzo Bernini Florencia El Museo Marino Marini La torre inclinada de Pisa Pietrasanta París El Museo del Louvre El Museo Rodin El conde

Parte 5.....................................................................................307 El retorno Hacedor de mundos Cascada musical El sembrador de estrellas El espejo Otra vez ante el espejo Más allá del espejo El Forjador de Futuros Esculpiendo en las nubes 13



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PARTE 1 Nubes arriba

Salimos un sábado en la mañana. Era curioso verme con ropas de viaje: pantalón de paño, camisa de manga larga, chaqueta y cachucha de paño nueva. Más cuando soy un hombre que trabaja con ropas sencillas: un delantal sucio teñido de pinturas, apenas apto para estar en el taller donde manejo los materiales para la elaboración de las obras. Lucy, elegante como siempre, vestía ropas nuevas de color negro: blusa, chaqueta y pantalón. En su cuello, un pañuelo rojo contrastaba con su traje. En sus manos cargaba un bolso también negro, donde llevaba los tiquetes de viaje, los pasaportes, el celular y el dinero. Lucy es orgullosa y dominante, siempre es ella quien toma la iniciativa. Camino con lentitud detrás de ella, mirando para todo lado, con una mirada esquiva, como un niño curioso. Es que hasta parezco un joven con mi pequeña humanidad. Mis nietos me sobrepasan en altura y a veces hacen travesuras conmigo como si yo fuera un juguete. Luego de estar un rato en las sillas, el avión por fin calentó motores. Tras un lento carreteo por la pista, como un enorme 15


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pájaro emprendió el despegue, con una fuerza descomunal que se sintió en el interior con una tremenda vibración en la cabina. Luego, empinándose, inició el vuelo, creando un enérgico vendaval en su entorno, rumbo al norte. Siempre cuando viajo en avión siento un miedo terrible. Me imagino que el avión va a fracasar y que todos vamos a morir en el fondo del mar o estrellados contra tierra. Sólo me siento bien en tierra, como buen centauro. Para no sentir las alturas, prefiero no mirar por la ventanilla y trato de buscar refugio en el sueño. Lo mismo es Lucy. Sin embargo esta vez Lucy se la pasó casi todo el tiempo con la cámara del celular haciendo fotos y videos, fotografiando el panorama desde el avión, enviando las imágenes por WhatsApp al grupo familiar y a los amigos. —Mira, Papi, el río de la Magdalena, cómo se ve de pequeño, parece una quebradita serpenteando. ¿Y eso qué será? Ah, ya sé, las playas del Caribe y sus ciudades: Tolú, Cartagena, Barranquilla, Santa Marta… donde estuvimos el año pasado. Ya salimos de tierra firme, el avión se está metiendo sobre el mar… Huy, qué miedo. Como la soledad del paisaje le producía pánico, y el océano lo veía como una lámina azulada y sobre la superficie distinguía los rizos del oleaje, y en la distancia sólo cielo y mar, entonces se acordó de la promesa que le había hecho de contarle mis memorias. Me codeó para que despertara. — ¿Por dónde vamos? 16


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—No mires, Papi, que te mareas, solo se ven mar y cielo, nada más. Volábamos hacía dos horas, era el momento de iniciar mi anunciado relato. Cuando me dispuse a hacerlo, me distraje al oír toser de nuevo a una jovencita de escasos veinte años que había estado tosiendo desde que entramos en el avión. La jovencita estaba sentada en la misma hilera, separada de nosotros por el estrecho pasillo central de la nave. Tosía con tanta insistencia, que pensé que sufría una enfermedad pulmonar. Su tos era seca y sin flemas, carraspeaba casi hasta perder la respiración. Una señora que parecía su madre, porque también era rubia como la muchacha, estaba a su lado atenta. Cada que la rubiecita tosía, la señora le proveía un pañuelo. Yo las miraba con el rabillo del ojo pensando que en un espacio tan hermético como la cabina del avión podía fácilmente presentarse una epidemia de gripe. —Me la debes — me interrumpió Lucy —. Debes empezarla ya, en una hora más llegaremos a Miami. —La tos de esa joven me preocupa, me pone nervioso, no sea que tenga tuberculosis. —No te preocupes, Papi, estos aviones tienen sistemas de ventilación controlados con filtros que desinfectan el aire y lo renuevan. Tranquilo, Papi. —Bueno, empecemos entonces por la finca de El Manzanillo, donde viví cuando tenía nueve años. Esto que te voy a leer son 17


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anotaciones que he venido haciendo, que debes mirar con atención para detectar algún problema de redacción, ¿listo?

La vuelta Han pasado 47 años desde que nuestro padre nos llevó a vivir a la finca de El Manzanillo en búsqueda de un mejor futuro (¡qué iluso es uno en la vida!). Mi padre, que siempre tuvo pocos bienes, creía así agarrar el mundo con sus manos: “En esta finca vamos a ser felices, tendremos animales y plantíos y vamos a cultivar un hermoso cafetal”, decía él. He vuelto a visitarla, lo que no ha hecho nadie de la familia, así de quejosos nos dejó el tal Avelino que en ese entonces era el dueño de la finca y que murió en la completa ruina, envuelto en su propia mierda, en la desolación más amarga, producto de sus pensamientos asquerosos. ¡Y no se llevó nada, porque lo que es de este mundo sólo a él le pertenece! He vuelto, llevado por mi descontrolada curiosidad. Quería volver a ver la finca desde El Rincón, y no lo logré, pues una cortina de coníferas impedía ver la casa de paredes blancas encaladas y ancho corredor. “Yo te voy a llevar allá”, me había dicho mi buen amigo Alfredo Villa, el pintor de vitrales, que allá nació y allá vive, en ese antiguo barrio que conocí como un grupo de casitas antiguas y calles estrechas unido a la base de la montaña. A Alfredo lo conocí en el Instituto de Artes Plásticas, en el año 59, mientras aprendíamos el arte de la mano de los 18


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viejos maestros. Tomamos un taxi y emprendimos el ascenso por una carretera que yo no conocía. ¿Recuerdas, Lucy que tú, Marisol, Tatiana y Sara me acompañaron en la búsqueda de la identidad? El camino era destapado y sucio, mucho escombro y barro había por esos parajes. En un viaje de pocos minutos por una pendiente muy marcada y muy estrecha, desembocamos a una carretera pavimentada, cincuenta metros antes de la casa. Lo primero que miré fue la vivienda. ¡Qué desolación! De ella sólo permanecían tapias a punto de desplomarse. El gran corredor estaba semidestruido, las baldosas cuarteadas, los muros caídos, los techos perforados por las lluvias, las puertas en ruinas, y en el lugar de la amplia sala sólo había unas matas de plátanos mal tenidas y escuálidas. Al grito pertinaz de Alfredo, una viejecita se asomó temerosa por un costado del corredor. ¿La recuerdas, Lucy? “Doña Rosa, buenas tardes”, la llamó Alfredo y ella tímida contestó el saludo. “Vive aquí sola, desde hace veinte años”, me aclaró Alfredo. La vieja asintió con un leve movimiento de su cabeza poblada de canas. “Pasen”, dijo. Su rostro era humilde, y su cuerpo pequeño y enjuto. Del antiguo corredor no había más que unas baldosas rojas y amarillas, gastadas y rotas. Al entrar al patio se me vino a la memoria la imagen de mi madre que se sentaba a remendar en ese corredor en las tardes. Olía a ruinas y abandono, ya no había clavellinas perfumadas en el patio, sólo encuentro en ese lugar el recuerdo del abuelo secando el café en las paseras. En un rincón del corredor, donde más me gustaba estar por su amplitud y frescura 19


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para jugar con mis hermanos a los caballitos de madera que nos hacía el abuelo con una navaja, hay un fogón de leña burdo en el que cocina doña Rosa, en ollas viejas y negras. La gran cocina que conocí en ese entonces se conserva en lamentable estado: baldosas sueltas, muros abiertos con grandes humedades que parecen mapas por todas partes, regados hasta en los techos. Permanecen en pie, sí, las altas columnas que un día fueron el orgullo de la casa, por su belleza, pero que hoy soportan un techo en ruinas de tejas oscuras y mohosas… — ¡Uy!, ¡qué pasó Lucy! — Qué miedo, el avión parece que llegó a un turbión, casi nos mata ¡carajo! Por esto es que no me gusta viajar en avión, ese bajonazo nos derramó el café… Ya pasó, Papi, sigue con tu lectura, a ver si con ella nos olvidamos de este revolcón. …del esplendoroso comedor han obstruido el hermoso arco, alguien vive allí, en un feo y oscuro dormitorio. Todo se lo han robado: las tejas, los lavamanos y el sanitario Standard. Los céspedes y los montes vecinos tampoco están, la tierra está erosionada y las malezas amenazan con invadir la casa. ¡Un horror! Ya no se escuchan los parlantes de la acción comunal de El Rincón con su música y los mensajes a los vecinos más alejados. Hasta los pájaros huyeron y ya no se oyen sus trinos. En los alrededores de la casa todo está yermo, no hay acequia y el agua no murmura. Allá a lo lejos veo la ciudad rumorosa que ha crecido, y el antiguo aeropuerto. Crecen urbanizaciones muy cerca de la finca, que 20


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de finca ya tiene poco… o nada, porque está desmembrada en parcelas donde habitan otras gentes. Allí en el establo donde una tarde de domingo Avelino y su mayordomo a punta de carabina obligaron a mi padre a deshacer el contrato, han hecho otra parcela. Del camino acanalado se ve el pavimento invasor, altos edificios rodean el antiguo barrio. ¡Yo solo quería irme de allí, una extraña energía me expulsaba fuera de la casa!, pero antes di una última mirada a la ceiba centenaria y la vi terriblemente desmejorada, agónica. En su base se nota la acción del fuego de brutales seres que la han torturado, una gran brecha hasta el fondo de su alma carcome sus entrañas y arriba en la copa ya no hay hojas, ni pájaros, ni nidos, el viento no lleva su aroma, su vida se extingue en este momento atroz. ¡Cuánto sufrí en esa corta visita! Di un último adiós a la destartalada casa que nunca volveré a visitar, la que un día fue una casa alegre y radiante, pero tropezaron de pronto mis ojos con la veranera que siempre había estado todos estos años al pie del antiguo corredor, ya destruido, y verla me regresó el regocijo. ¡Milagro!: aún se conservaba. Manos infames lo maltrataron y mil veces lo destruyeron con fuego, pero mil veces el bendito arbusto revivió. Se veía que durante todos estos años no hubo una mano amorosa que lo cuidara como mi madre lo hizo. Lo observé con atención, vi con asombro sus brotes nuevos y relucientes, sus hojas verdes brillantes y sus flores color fucsia. —Interesante se pone esta historia, Papi, yo creo que está acertada la iniciación de tus memorias. Ahora quiero que me 21


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cuentes la historia de la finca, tengo curiosidad por saber cómo la recuerdas… —Sí, Lucy, haciendo memoria, creo que es más o menos así, al menos es lo que he podido rescatar de mi evocación, ya que cuando se dieron los hechos yo era un niño…

La finca de El Manzanillo En la finca donde nos fuimos a vivir con el abuelo Papá Manuel, los fines de semana se sentaba toda la familia en un muro del largo corredor de la casa, desde donde divisábamos el sur del Valle de Aburrá, las montañas de Medellín, el barrio El Rincón y el despegue y el aterrizaje de los aviones del aeródromo. Desde el corredor de la casa, el camino que conducía a la finca se dibujaba como un rayón rojizo y ondulante, sobre el fondo verde del paisaje. Era empinado, con profundos canalones que recorríamos a pie o en cabalgaduras. De noche, se veía el valle poblado de luces como un pesebre. La casa, que desde El Rincón se veía encaramada en la montaña, la custodiaba la ceiba, que también se divisaba desde grandes distancias, así como se ve un faro en medio de la mar. Difícilmente contenían su envergadura cuatro hombres con los brazos extendidos. Este gigante cambiaba de follaje varias veces al año, y su monumental cuerpo era protegido por una infinidad de tunas como grandes uñas de gato que no permitían que nadie 22


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lo trepara. La casa, al igual que el árbol, era de tamaño colosal. Aunque fuera sólo de un nivel, se veía esbelta en compañía de la ceiba. Sus muros encalados y su techo de teja de barro acentuaban su sencillez. A un costado del corredor, un curazao de abundantes flores color fucsia le daba un toque distinguido. Veinte metros de largo por veinte de profundidad medía la casa. El abuelo Papá Manuel después de comer discurría por el largo corredor midiéndola una y otra vez con sus largos pasos. Al centro, en su interior, había un patio grande, sembrado de clavellinas rojo magenta, pequeñas florecitas que formaban un tapete dentro de un geométrico diseño de triángulos concéntricos. En los corredores interiores que rodean este patio todavía me parece ver a mi madre sentada remendando la ropa y zurciendo las medias en las horas de la tarde. También allí Papá Manuel ponía las paseras donde se secaban los granos de café en tiempo de cosecha. La casa no tenía servicio de energía eléctrica, el alumbrado se hacía con velas o con aceite de higuerilla, por tanto no teníamos radio y el planchado de la ropa se cumplía con las mismas enormes y pesadas planchas de carbón que Mamá Vieja manipuló durante tantos años. El lugar para las veladas en las que el abuelo desplegaba su habilidad de narrador era al lado de las calorosas brasas del fogón de leña, en un rincón de la cocina espaciosa. Era este uno de los dos centros donde solía reunirse la familia a conversar; el otro era el corredor, donde parecía más romántico reunirse a escuchar la música de Pedro Infante y de Olimpo Cárdenas que nos llegaba en ondas desde la sede de la Junta de Acción Comunal de El Rincón: 23


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Sembré una flor sin querer, yo la sembré para ver si era formal, a los tres días que la dejé de regar, al volver ya estaba seca ya no quiso retoñar… Unas veces el sonido hería con fuerza; otras, apenas se percibía por efecto del viento que ascendía en oleadas revolviendo las ramas de los árboles sacudiendo los tejados, un zumbar atronador, mezclado con las ondas de los nuevos sonidos: …Nos tenemos que decir adiós porque quizás jamás, en la vida te vuelva a encontrar. Nos tenemos que decir adiós porque tal vez será, nuestra última noche de amor… Capullito de rosas qué tienes para mí, corazoncito mío tengo que partir… Veíamos desde allí caer la noche de sombras y misterios que estremecían a Manuelito Moreno, el peón de la finca. En esas noches, Manuelito creía ver ánimas sin cabeza y fantasmas. Era él un hombre pequeño, de piel morena, sin dientes, que por el temor que le tenía a la noche se acostaba temprano después del rosario. Una vez, Manuelito creyó ver al demonio en la forma de un animal grande, al cual le brillaban los ojos, azuzado por Guardián, el fiel vigía de la finca. Manuelito salió al patio, temblando de miedo, con un Cristo de madera en la mano. Con pavor, se acercó al tal demonio, rogándole: “En nombre de Dios Santísimo, dígame quién es”. A lo que mi madre, que estaba detrás de él muerta de la risa, respondió: “Pero, Manuelito, ¿no te das cuenta que es el ternero negro que compró Miguel? ¿Cuándo vas a dejar de ser tan bobo?”. Mientras tanto Guardián continuaba ladrándole al ternero negro que aturdido corría y mugía. El tío Joaquín vivió con nosotros en la casa de abajo, la del mayordomo, con Carmen Dolores, su esposa valluna y sus hijos 24


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Norbey, Hercilia y Jesús Edgar. Mi madre les daba de comer de lo que había comprado mi papá para nosotros. Joaquín era el cuarto de los tíos, por parte de mi madre. Nos acompañó poco tiempo. En sus ratos libres trabajaba en la finca. Era alto, delgado, de piel blanca curtida, y de buen humor. En el año 1946 había viajado a Buga, en el Valle, a una vereda de nombre La Habana. Hace pocos meses pasamos por allí en nuestro viaje a Buga, donde Norbey — ¿Recuerdas, Lucy? — y conocimos la casita que el tío construyó; se la ve muy antigua, es de estilo de tejas de barro, muros encalados y puertas de madera toscas. Allí el tío Joaquín se enroló como aserrador en un bosque, y se distinguió como buen trabajador. En poco tiempo logró manejar cuadrillas de mano de obra y ganarse el respeto y la admiración de la gente. No permitía que se hablara mal de las mujeres. Su argumento era simple: todos los hombres por machos que se crean nacen de una mujer, que es la madre, y mujeres son también las hermanas y las hijas. En la vereda La Habana, en unas fiestas patronales, conoció a Carmen Dolores, con la que contrajo matrimonio. Luego de perder a su hijo mayor, de nombre Alonso, viajó a Medellín con su negra, como le decía cariñosamente a Dolores, a casa de sus padres en Loreto, donde hacía trabajos de albañilería. Recuerdo el día que nos llegó la noticia de su muerte. El tío Octavio subía por la cuesta del camino a la finca, cabizbajo y sudoroso, en camisa blanca remangada, con el rostro descompuesto. —¡Se mató Joaquín! Palabras agitadas, doloridas y amargas.

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Sucedió que el tío Joaquín trabajando en una edificación se soltó de un andamio y cayó al vacío. Murió en el hospital San Vicente de Paúl, al cabo de cuarenta y un días de agonía. Lo enterraron en el cementerio San Lorenzo, el de los pobres. Carmen Dolores, con la ayuda de nuestra familia retornó al Valle del Cauca con sus tres hijos y no volvimos a saber de ella, hasta cuando tiempo después sus hijos ya mayores nos avisaron de su muerte. Las vivencias al lado de mi familia las llevo impresas en mi memoria. Las malas y las buenas, como la buena compañía de mi abuelo Papá Manuel. Yo lo miraba y me parecía ver en él a un dios. Con él contemplábamos la ciudad desde lo alto de la montaña, cosa que él hacía con frecuencia, en profundo silencio, con ese alelamiento propio del que ejercita la meditación trascendental. Desde niño me ha gustado mirar los paisajes tal como él me enseñó, desde lugares prominentes, tratando de entender el enigma de las distancias y de las sombras. Aún me veo pegado a Papá Manuel haciéndole preguntas, preguntas a las que él respondía con saber y paciencia. Cuando no sabía la respuesta, las concebía de su gran imaginación. Durante la permanencia en la finca de El Manzanillo estudié el segundo año en la escuela de la vereda, con la maestra Olga. La señorita Olga la llamábamos. Era joven, de buena presencia, cara de luna y sonrisa cautivadora. Vivía en Medellín, en la calle Suiza. Cuántas veces en mi vida me he preguntado dónde estará ella hoy y por qué no la volví a ver. La escuela quedaba en la margen derecha de la quebrada La Guayabala, que al pasar por el lugar en 26


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verano, corriendo por entre una cañada pedregosa y empinada, parecía mansa y dócil. Pero al llegar el invierno se convertía en una fiera. Llegó a tragarse casas, personas y animales. La escuela era pequeña, con puertas y ventanas anchas, de color rojo y muros blancos, colores que contrastaban con el follaje del entorno. Al frente se descubría el patio donde jugábamos en el recreo, y una imagen de la Virgen del Carmen rodeada de un jardín que cultivaba un viejo jardinero rollizo, de baja estatura, cuyo nombre por más que intento no lo recuerdo. La escuela tenía un aula, dividida en el centro por una pizarra giratoria. En ese único salón la señorita Olga impartía a la vez conocimientos a los niños de primero y segundo. Comenzaba la primera hora con el grupo de primero, mientras que los estudiantes de segundo la esperábamos al otro lado del tablero repasando la lección. Cada hora la señorita se corría al otro lado del tablero y los niños de primero se quedaban repasando la lección sin importar lo que la maestra instruía a los de segundo al otro lado. La señorita Olga decía que el mejor alumno de la escuela era yo porque leía muy bien. Una tarde me pidió que leyera en voz alta una historia de un libro. Orgulloso me levanté, y afinando la garganta, leí en voz alta, bastante alta, porque sabía que también los alumnos de primero me escuchaban. Leí la historia de un niño que corría detrás de su madre y que al cruzar un pequeño puente resbaló y cayó al agua. Al llegar a este punto de la lectura subí mi voz y empecé a gritar, a todo pulmón, tal como me lo sugería el texto: “¡Socorro, auxiliooo, socorrooo, auxiliiooo!”. 27


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Estas exclamaciones de socorro y auxilio en esa tarde apacible sonaron tan reales y a la vez tan cómicas que desataron un coro de risas en el grupo de niños de primero, al otro lado del tablero, quienes lo escucharon mientras repasaban su lección, y sus risas hicieron que también los estudiantes de segundo, que atendían atentos a la lectura, explotaran en carcajadas que contagiaron también a la maestra Olga, y la risa de todos los estudiantes de la escuela juntos siguió en aumento, en forma delirante se propagó a más allá del aula, hasta llegar a oídos del jardinero, que en ese momento sembraba una rosa de Francia que le chuzó un dedo con una espina, y también se rió, contagiado de la risa de los alumnos y de la maestra, riéndose como pocas veces reía, y las risas de toda la escuela junta se propagaron por la cañada y todos en El Manzanillo escucharon las risas de los niños, de la maestra y del jardinero, y sin saber por qué, la gente toda comenzó también a reírse, con una risa contagiosa que duró toda la tarde y de la que yo también reía de ver a todos riendo sin contenerse. —Qué historia tan bacana, me río de vos, Papi, cuando estabas pequeño eras hasta ingenuo; tiene sentido del humor. Ahí vienen las azafatas a darnos de comer, ya era justo, porque empiezo a sentir hambre. —Debe ser la lombriz solitaria que te mantiene hambrienta, sería bueno que visitaras al médico cuando volvamos a Colombia. —Papi, cuando lleguemos a Miami me invitas a comer a un restaurante fino, una de esas comidas raras que comen los gringos. 28


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—Amor, es preferible una buena comida cubana que comer la comida chatarra de los gringos. Y así, luego de recoger las basuras que entregamos a las azafatas, continué la narración de mi vida a los oídos atentos de Lucy.

La Escuela Boyacá Cuando ingresé a la Escuela Boyacá ya sabía leer y escribir. Mi madre me había enseñado en la pizarra que teníamos en casa. Yo practicaba la lectura en las tiras cómicas del periódico del domingo. Como no teníamos biblioteca, me conformaba con lo que encontraba en un escaparate, en la enramada de la casa: el Catecismo del Padre Astete y la cartilla La Alegría de Leer, libros viejos, polvorientos y arrugados a los cuales les faltaban hojas y que leía hasta aprendérmelos de memoria: El molinero, su hijo y el borrico, de Esopo; Querer es poder; El colibrí; El necio y el sabio; El hada del bien; El cóndor de los Andes; El arco iris; Acciones buenas y acciones malas; El árbol vaca. Cuentos y lecturas que me enseñaron conocimientos fundamentales para la vida y ayudaron a formar mi carácter. A esta escuela ingresé en 1952. Recuerdo a la señorita Chela, una solterona irascible, burda, violenta, gorda, alta, de mucha fuerza, que por cualquier cosa nos golpeaba en las manos con una regla y nos disponía sin justa razón a permanecer quietos largo rato en un rincón. En esa época se creía aquello de que la letra con 29


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sangre entra. Poseo malos recuerdos de los maestros, no solo de la señorita Chela, sino también de la señorita Esther, de la señorita Caridad, de don Pedro, y de don Juan el que filaba al grupo en el patio para castigarnos uno a uno con una correa delante de todo el alumnado, y que furioso nos ponía a todos a asear el salón. Antes de entrar a los salones nos reunían en el patio. Primero se rezaba una oración y luego nos echaban media hora de cantaleta. Yo les tenía miedo a los maestros, no me atraía estudiar con ellos, por eso el bachillerato lo estudié solo, sin asistir a ningún colegio, con los cuadernos de mis hermanos mayores. En una ocasión en que nos hallábamos reunidos en el patio, afuera en la calle explotaron una piedra a la que debió metérsele dinamita puesto que interfería en las obras de construcción de la iglesia de La Milagrosa. Con tan mala suerte, que uno de los fragmentos cayó sobre la cabeza de un alumno de mi grupo, de nombre Raúl. Este muchacho, uno de los más despiertos y alegres de la escuela, y que por su altura ocupaba el último lugar de la fila, cayó al suelo con la cabeza partida… — ¡Cuidado, cuidado Papi! esa maleta se soltó del maletero y casi nos parte la cabeza… viejo bruto… cómo es que no pone atención al sacarla… perdona la interrupción, Papi… pero ese señor parece borracho… sigue, sigue pues. …lo condujeron de urgencia al hospital donde le salvaron la vida, pero jamás pudo recobrar la lucidez. La señorita Caridad era joven y bella. Vestía a la moda, con 30


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una falda abajo de las rodillas, ajustada al cuerpo, lo que nos mantenía recelosos. “Se ve que no tiene calzones”, balbucíamos. Para entonces cursaba quinto de primaria. Un día los profesores estaban en una reunión y la señorita Caridad llegó tarde. Se acercó al salón en busca de Pedro Luis Galeano, el profesor de quinto, que había advertido que si alguno de los profesores llegaba tarde le dijeran que fuera a una reunión con el director. Entre Víctor Maya, Rodrigo Arenas, William Ocampo y yo distrajimos a la señorita Caridad, la tumbamos al suelo y le levantamos la falda. — ¡Vean que sí tiene calzones! Ella huyó gritando, llegaron los maestros, convocaron a reunión de padres de familia, nos pararon frente a ellos, nos trataron como a la basura de la Escuela Boyacá, dijeron que no parecíamos estudiantes de tan digna institución. Mi papá asistió, y al regresar a casa me castigó. Un año después una hermana de la señorita Caridad se presentó de candidata al reinado de la escuela y me propuse hacerla ganar: dibujé caricaturas a su favor y vendí retratos con su imagen. La hermana de la señorita Caridad ganó la competencia y yo descubrí con su triunfo mi vocación para el dibujo. Desde entonces me siento más tranquilo y compensado en asuntos de señoritas. —Pero, Papi, ¿o sea que vos toda la vida te la has pasado haciendo maldades? Qué vergüenza. —Amor, estas memorias que te cuento son una novela, yo invento estas cosas para hacer más amena y cautivante la narración. 31


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—Andate con ese manto a misa, te he visto mirándole el trasero a todas las mujeres con las que nos cruzamos en la calle, no niegues que las desnudas con los ojos. Yo porque soy una mujer discreta no hago “películas” con tus comportamientos lascivos. —Bien sabes que yo soy un gran admirador de las mujeres y nada de viejo verde tengo. Eso se lo dejo a lo perversos, como tu ex novio, Pedro, que le decían el perro… —Bueno, Papi, sigue con la historia de cuando eras niño y dejemos tranquilo a Pedro. Recuerdo a don Julio Naranjo, el profesor de tercero, un hombre elemental, con un sentimiento especial por el arte. Yo le dibujaba los viajes de Colón, los Padres de la Patria, los mapas y los cuadernos con los dibujos de los programas. Un día don Julio me dijo: “Usted va a ser artista, venga le enseño a trabajar la acuarela”. Tomó cuatro colorcitos de lápices y con un pincel que fue remojando en un vaso de agua empezó a enseñarme: —Entonces vea, usted va remojando el color en un poquito de agua y lo va aplicando sobre la hoja en blanco; esto se llama a-cua-re-la. Le dijo a mi padre que me llevara a la escuela de artes que había en Caracas con El Palo. Corría 1959, tenía quince años cuando mi padre me llevó al Instituto de Artes Plásticas donde empecé una nueva etapa de mi vida. Habían transcurrido tres horas de viaje cuando el avión de 32


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American Air Lines se acercó al aeropuerto de Miami. Estaba fatigado de la historia que le narraba a Lucy, mejor era esperar llegar a Miami y continuarla después en el viaje a Newark, la primera escala de nuestro destino. Miré a la joven que dormía al lado de su madre y que de vez en cuando explotaba en un ataque de tos incontenible. Mejor era que se quedaran en Miami, para que la revisara un médico en un hospital, pensé. —Bajemos pronto, Papi, busquemos dónde comer, estoy muerta de hambre. Lo que nos dieron en el avión se me quedó entre los dientes porque no bajó nada al estómago, lo siento vacío. —Siempre tienes hambre, como si no hubieras comido nada, deberías sentir vergüenza. Cogimos cada uno el bolso de mano y nos encaminamos a la salida del avión. Cuando salíamos por el túnel, Lucy insistió en que en la siguiente etapa del viaje continuara narrándole mis memorias, que le parecían muy interesantes. Quería conocer a mi familia con pelos y señales, y otras historias que ella sabía que yo había vivido antes que nos conociéramos y que le eran un enigma. Distraído, no la escuché en esta parte de la conversación porque en ese momento pasaron la señora rubia y su hija enferma tosiendo desesperada, con el rostro cubierto con un pañuelo. Las vi alejarse hasta llegar a una esquina de inmensos vidrios del aeropuerto, y se perdieron de vista. Lucy no conocía este aeropuerto. Observaba silenciosa el suelo 33


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donde se veían unas incrustaciones de metal formando estrellas y galaxias. También miraba asombrada el espectáculo de miles de personas que afanosas iban de un lado para otro, buscando, con sus bolsos y maletas de viaje, la salida unos y otros las puertas de entrada. Este aeropuerto tiene más de una milla de largo y precisa de medios de locomoción efectivos para el desplazamiento de los usuarios: pequeños carros eléctricos, lo mismo que un pequeño tren que cumple funciones similares a lo largo de la plataforma. Lucy miró su reloj de pulsera y vio que teníamos dos horas para tomar el vuelo a la ciudad de Newark. —Papi, tenemos tiempo para buscar un buen restaurante — y señalando un restaurante cubano recordó cómo yo había manifestado que la comida cubana era mejor que la gringa. Su barriga no dio más espera para saborear y comerse un buen plato. —Este restaurante me gusta. —Claro, amor. La última vez entré a este mismo restaurante donde venden platos muy bien preparados, con productos de mar, así como te gustan: frescos y calientes. Dos horas después estábamos de nuevo en el avión, rumbo a Newark, en una tarde brillante con presagios de vientos fríos de otoño. —Lucy, amor, voy a escoger un capítulo del libro para contártelo. —Bueno, Papi, pero mejor cuéntame una historia que conocí 34


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de segunda mano y que ocurrió con tus compañeros de estudio cuando terminaron en el Instituto. —Está bien, como quieras, tú mandas, pero espero no te vayas a sentir celosa con la modelo. —Te juro que no me pondré celosa con esa vieja con tal que la historia me guste.

La modelo Después de terminar en el Instituto, un grupo de egresados organizamos un estudio en un cuarto propiedad del papá de Guillermo Cano, en El Palo con El Huevo. Éramos seis: Fabio Parra, Guillermo Cano, Óscar Pérez, Pedro Amaya, Aníbal Vallejo y yo. Allí surgió la idea de la creación de la Asociación de Artistas en las Artes Plásticas, iniciativa que por fortuna nunca pasó de ser sólo una idea. Allí nos reuníamos para intercambiar sobre diferentes tópicos del arte y para hablar de los últimos acontecimientos artísticos como la Primera Bienal de Arte de Medellín en 1968, patrocinada por la empresa Coltejer y organizada por el doctor Leonel Estrada. Estas bienales, por cierto, dinamizaron el surgimiento de movimientos artísticos en la ciudad. La Bienal, con su gran profusión de artistas y conceptos novedosos, empezó a cambiar la manera de ver y concebir el arte en nuestra ciudad y también en el país. De un lado estaba el arte tradicional que aprendí de los maestros, y de otro lo que estaba 35


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sucediendo en el mundo, el arte de los países más modernos. Esta exuberancia de ideas y conceptos eran el pan nuestro de cada día. De lo único que estábamos seguros era que para llegar a ser artistas teníamos que trabajar duro. Ese estudio duró poco, pero fue suficiente para considerarlo definitivo en el futuro de cada uno de nosotros. Fue allí donde Aníbal Vallejo comenzó los trabajos pictóricos que presentaría más tarde en una exposición colectiva muy notable con otros artistas pop de ese entonces: el Salón Furatena, que daría mucho de qué hablar. También sirvió para que otros compañeros comprendieran lo difícil que es el trabajo del arte y decidieran abandonarlo para dedicarse a la docencia. Por esa época, ante la necesidad de trabajar el dibujo con modelo desnudo, nos dimos a la tarea de buscar una modelo que cumpliera con algunas de las exigencias que esta labor requiere: alta, delgada, joven, flexible, paciente. Una tarde, Pedro Amaya se presentó al estudio con una mujer delgada, de unos treinta años, quien con absoluta sencillez nos confesó: —Nunca he sido modelo, no sé posar desnuda y no sé qué es eso, pero necesito trabajar. Ya ustedes me irán indicando cómo debo hacerlo. Estoy decidida, comencemos pues. Durante el tiempo de formación en el Instituto habíamos tenido la oportunidad de conocer a muchas modelos desnudas, de todo tipo y color: altas y bajas, blancas y negras, gordas y feas, pero ninguna me llamó nunca la atención como mujer: eran modelos 36


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y nada más. A decir verdad, tampoco esta me llamó la atención. Era mayor que yo, fracasada, separada y, peor, con tres hijos de dos uniones anteriores. Pero ella clavó sus ojos en mí, luego yo en ella y por último la acepté, sin medir las consecuencias. Desde ese momento perdí toda noción del tiempo y del espacio. Ya me lo había advertido Pedro: —Cuidado, esa mujer tiene fuego en la mirada. Con el transcurrir del tiempo La Flaca, como la llamábamos, aprendió a modelar. Pedro la llevó a otras partes, donde consiguió desempeñarse con profesionalismo: en el Instituto de Artes Plásticas, en Bellas Artes y en talleres de otros artistas, entre éstos el del maestro Jorge Cárdenas, hasta llegar a emplearse de tiempo completo ganándose el cariño de la gente. En poco tiempo La Flaca me contó su tragedia: una familia compuesta por sus padres que eran dos ancianos enfermos, una hermana viuda, con dos hijas pequeñas, y tres hermanos sin trabajo, de los cuales uno era loco, el otro drogadicto y el tercero negociante de carros en Cali y le estaba yendo mal. Vivían en la miseria, en una casa alquilada en Cristo Rey, al sur de la ciudad. De esa casa debían el arriendo de varios meses y pesaba sobre ellos una demanda de desalojo. La primera vez que visité la casa de La Flaca fue en horas de la tarde, cuando empezaba a oscurecer. Todavía hoy siento el impacto que me causó esa visita. Cuando llegué a esa casa humilde sobre la avenida Guayabal, encontré parado en la puerta a un señor alto, de sombrero negro y ruana, con figura marcada de campesino y una expresión entristecida: era su padre. Nos saludó con voz grave 37


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e insegura. Su mano nervuda me señaló una silla de madera para que me sentara. Un niño pálido, con las mejillas sucias y la nariz mocosa, gateando se dirigió hacia mí. Agarró mis piernas con sus manitas frías, se trepó con esfuerzo, se apoyó en mis rodillas y tambaleando se paró con mi ayuda. “Este es Néstor Raúl, mi pequeño hijo”, dijo La Flaca mientras lo cogía para cargarlo en las rodillas. La criatura me miró con sus ojos curiosos verde azules, y me transmitió una ternura aún hoy indescriptible. A petición de su madre, una niña de ocho años y otra de seis se me presentaron. —Yo soy Adriana — dijo la primera —, pero me dicen Luly. —Yo soy Marisela — dijo la segunda, una niña de rostro redondo, ojos muy claros y pelo rubio, muy diferente a la mayor, que era una figura delgada, de piel acanelada, ojos negros y pelo castaño oscuro, enmarcando un rostro fino y delgado, de vivas expresiones. Todos aquellos rostros manifestaban un alto nivel de desnutrición, a lo que presté más atención que a sus nombres. Más tarde conocí a la madre de La Flaca, una anciana de arrugas profundas en el rostro, de ojos claros, con una marcada curvatura en la espalda que la hacía caminar insegura. Me ofreció un café tinto aguado e insípido que por respeto tomé. Cuando dos horas después salí de esa casa y mientras me trasladaba al centro de la ciudad en bus, no dejó de acompañarme la imagen de aquellos ojos verde azul del niño que creyó ver en mí a su padre y que se me acercó en busca de protección y calor. —Papi, ¿pero era verdad tanta tragedia familiar como lo 38


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cuentas, o es otra ficción para hacerme sentir deprimida y afectar, desde luego, a los lectores de tus memorias? —No, Lucy, la tragedia de esta familia era aún mayor que lo que has oído, poco puedo yo agregar a sus sufrimientos, ellos eran desplazados por la violencia, como lo son las familias desplazadas de ahora en Colombia.

El grupo de soñadores En el estudio trabajábamos en las tardes. Las sesiones con la modelo eran de dos horas, de dos a cuatro. Acordé con ella vernos cada día, desde la una, para seguir escuchando su historia conmovedora. Cuando llegaban los demás compañeros interrumpíamos nuestro coloquio cada vez más íntimo. El estudio era de unos 20 metros cuadrados, para seis personas más la modelo, con un mobiliario elemental. Carecía de ventanas y la luz era artificial. Pedro decía con gracia: “Este estudio es tan pequeño que para que entre la luz nos tenemos que salir nosotros”, y terminaba el chiste riéndose como un infeliz. Lo manteníamos dotado de unos cuantos caballetes, dos sillas y una mesa. Éramos un grupo unido, casi nunca tuvimos desavenencias. Cada uno respetaba el trabajo del compañero y nos colaborábamos haciéndonos críticas sanas y constructivas. El espacio reservado a la modelo era tan precario, que le tocaba cambiarse y posar ahí mismo entre nosotros. Primero se quitaba 39


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los zapatos y los ponía en un rinconcito. Luego, con timidez, se levantaba la blusa hasta sacarla por encima de la cabeza, dejando el busto desnudo, y la colocaba sobre la pequeña mesa; después se soltaba la falda, que dejaba caer al suelo para correrla con el pie al lado de los zapatos, y terminaba bajándose los pequeños calzoncitos de florecitas, rápido, con pericia y agilidad. Era notable una cicatriz en su bajo vientre, huella de los partos, y la rugosidad de su piel en el estómago y un poco a la altura de su busto. Sobre un pequeño tapete buscaba una pose libre y aguardaba la sugerencia que se le hiciera. Así cada día, el mismo rito nos dejaba a todos turbados. La distancia entre la modelo y el artista era tan próxima que sentíamos el calor de su cuerpo, situación que al principio fue un poco molesta, pero con el correr del tiempo nos fuimos acostumbrando. Los sábados también trabajábamos. Pero uno de esos sábados en que los demás compañeros por diversas circunstancias no asistirían al estudio, aproveché para decirle a la modelo que necesitaba que me posara porque tenía un encargo que entregar. Nos citamos en el estudio. Por primera vez la vi hermosa, vestía una camisa de mangas largas de seda transparente, falda corta de una tela liviana de color oscuro, y en su cabeza una diadema de color negro brillante resaltaba su rostro. El rojo de sus labios hacía verlos más carnosos y sensuales. Cerramos la puerta y al momento estábamos abrazados, besándonos, curioseándonos. La ayudé a desnudarse y ella hizo lo mismo conmigo. Acariciaba su cuerpo tibio, la olía por todas partes. Cuando se acostó en el tapete, se oyó en la puerta un 40


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toque. La Flaca y yo nos levantamos. Volvieron a tocar con más fuerza. Nos vestimos rápido. Nadie sabía que estábamos allí, pero los golpes seguían sonando con insistencia. Una voz de mujer le decía a alguien, en susurro, al otro lado de la puerta: “Yo los vi entrar, ellos están ahí”. El sudor corría por nuestros cuerpos. Permanecimos mudos, sin saber qué hacer. Los toques se tornaron agresivos y parecía que la puerta iba a ceder. Me aproximé a la puerta para ver a través de la rendija y alcancé a observar una parte del traje de un hombre que tocaba sin modular una sola palabra que lo pudiera identificar. Los golpes siguieron sonando durante diez largos minutos que fueron un infierno. Cuando el hombre se cansó de golpear regresé a mirar por la rendija y advertí el rostro satisfecho del maricón haciendo el ademán de despedirse de alguien que se encontraba en el pasillo. Se oyó luego afuera en la calle el encendido de una moto. La Flaca y yo salimos del estudio, y cuando miramos en dirección del pasillo vimos a una señora gorda, de pañuelo en la cabeza, que desgranaba una mazorca de maíz sobre un platón de aluminio. Con mirada maliciosa sonreía. —Amor, te quedaste callada, ¿por qué no hablas? Despierta, quiero saber si te gustó este capítulo, tú que eres mi crítica. Mi compañera de viaje navegaba en un mundo de mutismo imperturbable, miraba por la ventanilla con los ojos clavados en la inmensidad del espacio. No insistí, la dejé en su ensimismamiento para dormir un poco. Pero desperté sobresaltado al sentir el duro golpe en mis costillas.

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— ¿Qué pasa mujer, por qué me tratas así? Creo que me quebraste una costilla. ¡Bruta, ay! —Te debería quebrar la cabeza por insolente y aprovechador de mujeres pobres necesitadas de dinero, yo siendo ella te hubiera denunciado por acoso sexual, ¡infeliz! —Pero, amor, cuándo vas a entender que entre una realidad y una ficción hay mucha distancia. La ficción se debe ver tan real como si fuera la verdad, lo que indica que este capítulo estuvo bien logrado, que lo tomaste como una realidad, eso me alegra y me lo anoto como un triunfo. Mejor dejemos esta historia aquí y espero a que recobres tu buen humor, o mejor, dejemos que sea Marta la que nos cuente una historia que interrumpí al venirnos a Estados Unidos, de la cual ella es conocedora. Es la historia de Mamá Vieja, mi abuela paterna, historia que podría dejar para comenzar el libro, eso lo veremos después. Por ahora, para que te reconcilies conmigo, déjame que te cuente la historia de otro modelo, es de un hombre que fue muy conocido entre los artistas y merece estar en estas memorias, ¿listo? —Bueno, cuéntala pues.

Don Bernardo Don Bernardo Castañeda era un jubilado del Ferrocarril de Antioquia que vivía en la calle de atrás del barrio Santa María. Mientras viví en esa casa, fue mi mejor amigo y modelo. Era 42


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padre de doce hijos, y tocaba la lira. Cuando posaba para alguna de las obras que me tocó modelar o tallar con él, permanecía en silencio y concentración, con los oídos atentos a los sonidos de las herramientas: tan tatatán tatan tan, empezaba a producir sonidos con su boca, tratando de imitar los sonidos de los golpes de las herramientas sobre la madera; llevando el ritmo iba componiendo la música que luego llevaba a la lira. Al final, con los sonidos de la lira y los sonidos de su boca y algunos golpes que daba con sus manos sobre las piernas, inventaba la música. Conocí pues, de viva forma, cómo trabajan quienes llevan la música por dentro. Era un negro hecho de música. Hace tres años fui a visitarlo. Su hija me dio la noticia: —Salió a caminar como todos los días, volvió a desayunar, dijo que se sentía mal y cayó de repente al suelo, muerto. Era ya nonagenario. Don Bernardo Castañeda es El cotero, escultura que construí en 1979, cuando él era cotero del Ferrocarril de Antioquia. Un día me contó que en una ocasión en que apostaba con sus compañeros de trabajo a cuál era el más capaz, pidió que le alzaran a sus hombros varios bultos de panela que pesaban cerca de 300 quilos, y con ellos encima caminó más de veinte metros, haciendo alarde de su fuerza. “Caminé arrastrando los pies desnudos, pues no era capaz de alzarlos del suelo”, me dijo. Me enseñó que el trapo de protección que se ponen encima de los hombros los coteros se llama “chinga” y que lo sujetan con los dientes, bárbaro trabajo este de los coteros del Ferrocarril de Antioquia. 43


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Don Bernardo era de estatura media, de raza negra, con una formación ósea y musculosa formidable. Su trabajo de toda su vida fue levantar grandes pesos, hasta su jubilación, a los cincuenta años, cuando se dedicó a practicar deporte y fue así como lo conocí: trotando por los alrededores de la casa. Nos hicimos amigos en la tienda del Mocho, a la que don Bernardo solía arrimar a tomar una cerveza después de trotar. Mirando su fortaleza muscular y su simpatía, un día le propuse: —Don Bernardo, ¿le gustaría que trabajáramos juntos? —¿Y haciendo qué mi don? —Modelando en mi taller. —¿Y cómo se hace eso mi don? —Venga le muestro qué es lo que hago. Permaneció en el taller largo rato mirando las mujeres y los hombres desnudos realizados en madera y otros materiales. Me preguntó si podía tocarlos, le dije que sí para que entráramos en confianza. —¿Qué tal le parecen? —Muy bonitas mi don, ¡huy, qué tetas tan hermosas las de esa vieja!, me gustan los molleros de ese hombre, son como los míos. Y don Bernardo, tensionando los músculos del brazo, orgulloso me mostró sus bíceps gigantes y las venas que brotaron 44


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como raíces; sus puños eran fuertes, bien hubiera podido ser boxeador. Acordamos el pago de unos pesos la hora y le di mi palabra de que le ayudaría a conseguir otros trabajos como modelo de pintores y escultores y, por qué no, también en la Facultad de Artes de la Universidad. Mi amistad con don Bernardo fue hasta la sepultura, durante cerca de quince años trabajamos juntos. Ese negro tan seguro de su fuerza y de su talento musical merecía ser perpetuado en un monumento de bronce tan negro como su piel. Al llegar el avión a Newark tomamos las maletas y al salir del aeropuerto pude por fin abrazar a Marta mi hermana: hacía más de tres años que no nos veíamos y poco era la comunicación que manteníamos por teléfono. —Qué tal, ¿cómo les fue en el viaje? —Bien todo, Lucy es la que no se cambia por nadie, es la primera vez que viene a Estados Unidos. —Uy, qué frío tan agradable, a mí me gusta más el frío que el calor, por eso le dije al Papi que viniéramos en el otoño, pero, dígame, ¿cómo están ustedes en casa, están bien de salud? Marta miró asombrada a Lucy al verla que se abría la chaqueta negra para recibir el frío del otoño; le dijo: “Lucy, cuidado con el frío, debes cubrirte con este abrigo que te traje, la temperatura de Colombia es calurosa y aquí estamos en un otoño inusual como para que lo desafíes de esa forma, no quiero que te enfermes de catarro acabando de llegar”. 45


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—Es verdad, Lucy, aquí se debe cuidar al cambio brusco de temperatura para evitar un problema pulmonar, tan frecuentes en esta época, aun para las personas acostumbradas a los cambios bruscos de temperatura. Escucha a Marta, ella tiene experiencia en este país, pues le toca bregar con enfermos en su trabajo de gerontología. La casa de Marta está situada en la municipalidad de Bloomfield. Es una construcción remodelada, bien presentada, pertenece a la señora Aleyda, con la cual la comparte. Pasaríamos en esa casa dos semanas en compañía de la señora Aleyda y de Marta. —He pedido dos semanas de vacaciones en mi trabajo, para estar con ustedes, y les he programado el día a día, para no perder tiempo. Ya conseguí tarjetas de pasajes en bus y en tren. Por el momento, se van a descansar, mañana haremos la primera excursión a New York. Lucy la pasó soñando con visitar por fin Manhattan. Sus amigas le habían hablado de las grandes tiendas de modas, famosas en el mundo entero: quería vestir algún día una prenda de ésas para lucirla al volver a Colombia. Mientras tanto yo también soñaba con volver a los grandes museos de New York: el Museo de Arte Moderno, el Museo Metropolitano y otros, como el Guggenhein, conocido por su arquitectura en forma de una gran espiral. Al día siguiente, en efecto, viajamos a Manhattan. Luego de visitar el Museo de Arte Moderno en donde vimos las obras 46


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pictóricas y escultóricas de los grandes maestros de la época moderna del siglo XX: Picasso, Botero, Alexander Calder, Naum Gabo… nos fuimos a descansar a los jardines del Centro Rockefeller. Nos hicimos a un lugar distante del bullicio de las gentes que observaban a los patinadores sobre el hielo, en medio de los jardines, donde aprovechamos para comer hamburguesas y tomar Coca-Cola. Pensé aprovechar ese hermoso lugar para rememorar sobre los comienzos de la familia por allá en los primeros años del siglo veinte, empezando con la evocación de Mamá Vieja. Esta historia era fundamental para el libro que estaba escribiendo. —Marta, he esperado este momento para que me ayudes a recordar cosas de la historia de Mamá Vieja, la madre de nuestro padre, estoy escribiendo la historia de nuestra familia y necesito que me ayudes a recordar todo aquello que sepas y que nos contaba nuestro padre cuando estábamos pequeños. —Con mucho gusto te puedo ayudar en esto, pero ten en cuenta que se pueden presentar lagunas en mi memoria y que apenas te pueden servir estos recuerdos como complemento de tus narraciones, ya que tú tienes más retentiva que yo; además, soy sorda, escucho no más por el oído derecho, por eso deben hablarme más fuerte. ¿Que qué me pediste que contara? —Te pido que me ayudes con la historia que me contaste de la abuela Mamá Vieja la última vez que me visitaste en Medellín ¿oíste? 47


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—Bien, eso trataré de hacer. Adriana Ríos, nuestra abuela, era una campesina de Santa Elena que descendía todos los lunes por las faldas del cerro Pan de Azúcar y llegaba a la ciudad para luego regresar por el mismo camino con la ropa sucia de los ricos de Medellín balanceándose en su cabeza para ir a lavarla en las aguas limpias de las quebradas La Mosca y La Honda, dura labor a la que seguía el planchado con una pesada y caliente plancha de carbón… —¿Cómo se oyó? ¿Sigo así? —Sigue así, pero no necesitas gritar, nosotros no somos sordos, habla pausado mejor. …poco alcanzamos a conocerla, pues Mamá Vieja murió cuando teníamos pocos años. Nos queda de ella el recuerdo de una mujer baja de estatura, de piel morena, con un pañuelo anudado en la cabeza cubriéndole la blanca cabellera, sus muchas arrugas en el rostro y un par de ojeras bien pronunciadas. Características de la familia Ríos, porque cuando nos miramos en el espejo, se encuentra ese sello típico. Y unas orejas largas, como las tuyas Alonso. —Orejas largas sí tengo, pero no soy sordo como vos. Sigue con ese tono… Fue una mujer de carácter, sufrió mucho con los hombres que amó, con los cuales tejió su historia de sacrificios y logró criar a sus hijos. El primero fue Miguel Ángel, nuestro padre, hijo de 48


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padre desconocido o, mejor, de un padre cobarde que no quiso dejarse conocer de nadie. La abuela se casó luego con Zacarías Ayala, un viudo con cara de tragedia y cuerpo avejentado, de nariz enorme y ojos de ternera; sus largas pestañas le daban un aspecto de hombre vencido. Con él, Mamá Vieja tuvo dos hijos: Jesús Amador y Lucía, que murió de Mal de San Vito siendo una niña. Además de la de estos hijos, la abuela ayudó a la crianza de los diez hijos del viudo Zacarías, y de dos muchachos más: Juan Monsalve y Luis Hernández. Juan Monsalve murió hace muchos años, de un golpe en la cabeza, en una borrachera, y Luis Hernández fue un borracho siempre, ni él mismo se da cuenta si está vivo o está muerto. Cuando la abuela cocinaba y alguien le preguntaba: “¿Qué haces ahí, Mamá Vieja?”, ella respondía burlona: “Mierda, mijo, ¿quiere?” No comprendíamos qué significaba la palabra mierda y por qué le causaba risa a la abuela esa expresión que se oía bastante extraña y era novedosa para nosotros. —Ja, ja. Suena muy chistosa la historia, pero se te olvidó contar que cuando la abuela terminaba de barrer y trapear, se quitaba las alpargatas y probaba si sentía una brizna de polvo bajo sus pies; de ser así, volvía de nuevo a barrer y trapear hasta que el suelo quedaba impoluto, y ay del que lo ensuciara, le partía la cabeza con la mismísima escoba, gritando: “¡Barrigones de mierda se van para la quinta porra!”. —¿Para cuál perra, Alonso? —Dije la quinta porra y no la perra. La quinta porra es un 49


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decir para significar que se debe ir muy lejos: ¡váyanse para la quinta porra! Sigue, que para hablar no necesitas escuchar bien, sigue, ardo en deseos de saber cómo termina ese cuento de la familia. —Bien, Alo. El viejo Zacarías fue barequero en La Mosca y La Honda. Una noche su casa fue asaltada por maleantes que suponían encontrar allí oro guardado. Amenazaron y maltrataron a la familia para que confesaran el escondite, destrozaron escaparates y camas, perforaron muros, abrieron huecos, desentejaron techos, dejaron la casa destruida y no encontraron nada, pues nada de riqueza había que encontrar en esa casa: Zacarías, nuestro abuelastro, era un minero pobre, más pobre que las ratas. —Para, Marta, voy a seguir contando esta historia de acuerdo a lo que he investigado, porque de seguir como vamos, no vamos a terminar nunca. Creo sigue así como me lo contó mi mamá… —Como quieras, Alo. Una noche, los hermanos de la abuela: Antonio Ríos Llano, “Toño”, casado con Carmen Llano, prima hermana de él; Juan de la Cruz, “Juancho”; Basilio; Juan Bautista, “Tista” y el tío Cayetano bajaron desde el alto de Santa Elena con una recua de treinta mulas enjalmadas y llegaron a la vereda La Mosca donde vivían Mamá Vieja y Zacarías. A media noche alzaron con sus pertenencias y se los llevaron a vivir a El Llano, vereda de Santa 50


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Elena. Les proporcionaron tierras y les ayudaron a construir casa. Allí en esa casa vivió el viejo Zacarías con su numerosa familia, hasta su muerte por fiebres y asma, ocasionada según decían los campesinos por haberse mojado en medio de un torrencial aguacero después de estar echando azadón todo el día. —Alo, Zacarías murió fue de una falla cardiaca, en Medellín. —No me interrumpas Marta, lo que pasa es que quieres que te deje seguir, pero con esa sordera se vuelve muy traumático tener que estar explicando cada cosa en cada momento. No me importa dónde murió el pobre desgraciado, lo importante es que murió el viejo para esta historia, sigamos, pues, con la historia de la familia. Con paciencia se dedicaban los Ríos — incluso Zacarías, quien se olvidó del brillo del oro y volvió a ser agricultor — al cultivo de hortalizas y flores. Las bajaban los sábados a comercializarlas en la ciudad. Las exhibían en unas silletas grandes y pesadas que cargaban a la espalda, e iban a instalarse en el atrio de la iglesia de Buenos Aires. Todavía recuerdo a “Tista” con su vestido y sombrero de paño negro bajo el calor del medio día sudando como un caballo, tras caminar largas jornadas con su carga a las espaldas; y a Cayetano, el mudo, que vendía su carga por medio de señas y muecas para hacerse entender, pero con una capacidad enorme para contar el dinero y hacer cuentas sin lápiz ni papel, llevando el aromático cargamento a sus espaldas: cartuchos, claveles, pompones, azucenas, una feria de colores y aromas. Años más tarde se construyó la Placita de Flórez en el barrio Boston, 51


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pero de todos modos ellos continuaron con sus silletas andando de casa en casa ofreciendo el florido cargamento. De los tíos de nuestro padre el que más nos llamaba la atención era Basilio, un hombretón de unos cincuenta años, alto, fornido de espaldas y brazos de coloso, al cual no descansábamos de mirar con curiosidad, por su forma de caminar cojeando, con el pie izquierdo apoyado solamente en los dedos, por culpa de una afección causada por un accidente; caminaba como empinándose, apoyado en un zurriago, con sus pies con un cayo duro como la suela de un zapato, tanto, que podía pararse en un tabaco encendido sin sentir el quemón, hasta que empezó a calzar gruesas abarcas de caucho de llantas que duran toda la vida. Nuestra madre, que tenía fino humor, comentaba riéndose que Basilio caminaba así para no gastar pie ya que era muy tacaño. Y recuerdo también a Arturito, un amigo de nuestro padre y también de los tíos, que era muy pobre y recorría con ellos los barrios con la silleta de flores en la espalda, con el cuerpo envuelto en una ruana, aún bajo un tórrido sol; y olía a rastrojo porque poco se bañaba, su transpiración era una mezcla de todos los olores fuertes campesinos: olía a tierra, a ruda, a vaca con ternero, a ratón pulguiento, a perro sucio, a leña de fogón, a mujer sin baño, a quema de carbón, a grama recién cortada; a todo olía, y mantenía las uñas y las manos sucias de mugre, los pies indecentes, los ojos con lagañas, la cara sin afeitar, llena de cicatrices de viruela, y siempre vistiendo ropa andrajosa. Ese era Arturito, el de la voz lenta y machacada, un poco feminoide. Creo que todos conservamos de él este haraposo 52


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recuerdo, ¿o no Marta? —Muy bien, Papi, esa historia ha sido fabulosa, ya te veo con ganas de seguir hablando, por las señas que haces y las muecas, queriendo meter la cucharada y no permitir que nadie más te ayude a contar las otras historias que van hilvanando el libro. —Miren pues esta historia, es importante, pero hay que complementarla para que se oiga redonda, creo que podría ser así… El camino que conduce del barrio Enciso a la cordillera oriental del Valle de Aburrá, conocido como La Cuesta, es una senda antigua de piedra, acomodada con rigor y diseño por los indígenas aburráes; es muy empinada, la utilizan aún hoy quienes viajan al altiplano de Guarne. Al llegar allá, a la parte más elevada, el corazón galopa más de prisa, por el esfuerzo realizado para ganar la cima. En época de verano se aprecia desde allí uno de los espectáculos más asombrosos y deslumbrantes: Medellín dibujado con suprema nitidez por la transparencia y la luminosidad del paisaje, al que da toque final la cima del Pan de Azúcar, hacia la izquierda, un poco más abajo de la cresta de la montaña. En nuestra juventud recorríamos ese camino. En el alto nos quedábamos descansando, disfrutando del espectáculo que nos ofrecía el follaje casi salvaje entonces, que contrastaba con la imagen gris-azulado del Valle de Aburrá. Luego continuábamos hasta la finca de la tía Georgina Vanegas en la laguna de Guarne. Desde la cima nos imaginábamos a la joven abuela subiendo 53


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los lunes con un atado de ropa sucia en la cabeza, bajando los viernes con la ropa de los ricos en la misma forma, ya limpia y planchada, camino de la ciudad; recorría cuarenta kilómetros en cada viaje: veinte de ida y veinte de regreso. Fue en la casa de la familia Saldarriaga en la calle Boyacá muy cerca de la iglesia de La Candelaria donde Mamá Vieja conoció a Severo Saldarriaga, sacristán de la iglesia. De él se enamoró, a eso de los primeros meses de 1912. Nueve meses después bajó la joven Adriana a la ciudad, ayudada de vecinos que la querían y ayudaban. Al llegar a una casa de uno de sus patrones de la avenida La Playa, nació su hijo, Miguel Ángel, nuestro padre. Y vino el inconveniente mayor: Severo Saldarriaga, el piadoso sacristán, se negó a darle el apellido. A su pobreza Adriana Ríos Llano añadía entonces la deshonra y el repudio. Mamá Vieja permaneció pocos días en una casa de la Playa, de la familia Ramírez, quienes la acogieron y le ayudaron con alimentos y ropas para ella y el niño. Emprendió el viaje de regreso con el niño en brazos y en el corazón el desprecio. Con ese peso inició la cuesta, bajo una lluvia y un lodazal tremendo. Miraba al niño: “Lindo mi bebecito chupa pues la teta que para eso soy tu madre, chupa con fuerza, que quiero crezcas rápido para que me ayudes con esta vida”. Al medio día, al llegar al lugar más encumbrado, se detuvo a descansar, como es costumbre del caminante al coronar este paraje. Miró abajo a la ciudad, fijó la mirada en una mancha blanca de densa niebla, a algo como un punto borroso y rojizo en la lejanía: la cúpula de La Candelaria. 54


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Buscó con sus agudos ojos la casa de la familia Saldarriaga, alzó la cara, primero al cielo y luego extendió su mirada vidriosa sobre el valle entero, y sintió que de su corazón se desprendía algo así como un fuego incontenible, algo que ennegrecía su mente y, oh paradoja, la cubría de brillo. De su garganta un grito se extendió como la lluvia que la mojaba: por toda la región, y se escuchó hasta en la lejanía esta cruel, dulce verdad que recibí por herencia y que hoy porto con orgullo: —¡Maldito Severo Saldarriaga, mil veces maldito! ¡Puedes irte con tu apellido y tu dinero para los infiernos! ¡Mi hijo llevará orgulloso el apellido Ríos, que es más noble, mejor que el tuyo y más hermoso! —¡Uff!, qué intensidad de historia y qué mujer tan verraca para sortear las adversidades, sigue así, Papi, que me tenés sudando. —Ah, no, yo creo que Alo le está metiendo exageraciones al cuento, ella no se llamaba Ramona, sino Adriana. —¿Quién ha mencionado a Ramona en esta historia si ella se llamaba era Adriana y nosotros le decíamos Mamá Vieja? Creo, Marta, que debes visitar al otorrino, para que te ponga unos audífonos en los oídos, ¿oíste vos? —Sí, ya oí, no me grites que me pongo histérica. —Continuemos entonces la historia Papi como lo desees, de todas maneras este es un ensayo para el capítulo, que luego, con el tiempo, quedará mejor configurado. 55


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Mamá Vieja se levantó del suelo donde se encontraba arrodillada, se alzó bañada en lágrimas y lodos, apretujó al bebé contra su pecho y emprendió el camino, despacio pero con decisión y valentía, dispuesta a vencer los obstáculos de la vida y sacar adelante a su retoño. Esa vez la acompañaban la señora Oliva, lavandera, su esposo Israel, silletero de flores como los hermanos y tíos de Adriana. Ellos fueron testigos de la gravosa maldición. Caminó sobre el sendero lleno de piedras y zarzas de agudas tunas, hasta cuando llegó la noche y coronó los linderos de la vereda San José, en donde tenía su casa de bareque y cal, de techo de teja de barro y con un par de pinos sembrados al frente, que la embellecían y la diferenciaban desde la distancia. Un poco más abajo se encuentra la quebrada La Mosca, que en ese entonces era poblada de árboles en sus riberas y sus aguas eran abundantes y limpias. En unas piedras planas que se encontraban en el riachuelo, era donde Mamá Vieja lavaba las ropas de los ricos de Medellín, en compañía de Oliva y otras lavanderas y, luego de lavadas, las extendían sobre la grama limpia y frondosa, al pie de la quebrada, para que se secaran; labor dura y difícil cuando llovía, por los torrentes de agua que se venían desde lo alto de la montaña sin aviso, lo que hacía más riesgosa la labor. Muchas veces estos arroyos bravos y caudalosos arrastraban piedras y árboles que arrancaba de raíz, la quebrada se taponaba y se convertía en un peligro para las lavanderas y para los ranchos construidos cerca. Fue en este entorno agreste y paradisiaco donde Miguelito, el hijo del sacristán de La Candelaria, dio sus primeros pasos y conoció 56


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desde niño la dura vida de los campesinos. —Lucy se paró y se fue a mirar los jardines, ya no la veo, debe ser que se metió entre la gente y no la vemos desde aquí, vamos a buscarla. Nos fuimos a buscarla, primero entre los jardines y no la encontramos, luego entre el gentío que presenciaba a los patinadores y tampoco la vimos. Desesperados, comenzamos a correr como locos por todas partes, y no la veíamos, parecía que se la había tragado la tierra. Marta, que sabe hablar un inglés fluido, les preguntó a los celadores y les hizo una descripción de Lucy, de cómo estaba vestida, y al momento también los celadores rastreaban el conjunto de los jardines, los edificios y hasta la calle, pero nadie daba con Lucy. Cansados y preocupados por la pérdida de Lucy, nos sentamos en las sillas de los jardines, sin saber qué hacer, ni adónde ir, mi esposa se había perdido entre la multitud o había ido a buscar una de esas tiendas que le dijeron sus amigas que visitara. Agaché la cabeza y murmuré: “Y ahora dónde estará mi loca, ella no conoce Manhattan, ni sabe volver sola a la casa en Bloomfield, ¿qué voy hacer?” Después de dos horas, la dimos por perdida. “Creo que lo mejor es enterar a la policía”. En esas cavilaciones estaba cuando, de pronto, Marta que estaba buscándola entre la muchedumbre, gritó: “¡Alonso, Alonso, Alonso, mírela patinando, está patinando!” Corrimos a la pista de hielo donde Lucy feliz patinaba dando vueltas levantando las manos para que la vieran patinar.

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Retornamos a la casa en Bloomfield, en el tren de las cinco, mientras seguía refunfuñándole a mi mujer. Al día siguiente, de acuerdo con el itinerario, fuimos a conocer el museo del gran inventor de la lámpara de filamentos candentes: Thomas Alba Edison, quien también inventó el fonógrafo, el coche eléctrico y tantos inventos que cambiaron el siglo veinte proyectando a la humanidad un paso más adelante en el siglo de las luces. Luego hicimos un recorrido por Newark y después entramos al museo de la ciudad, bastante conocido a nivel nacional por su colección de arte norteamericano. Cansados de recorrer el museo, buscamos un lugar adecuado para seguir con la narración del libro. Encontramos una cafetería donde pedimos sándwiches de pollo y sodas. —¿Por qué no hablamos de mi papá que murió en 1970? — dijo Marta entusiasmada —. Yo recuerdo muchas cosas, escuchen…

Mi padre Tenía mi padre estatura media y brazos fuertes de tanto trabajar el campo. Usaba sombrero de caña y abarcas de cuero. Era un hombre alegre, de risa burlona, con gran capacidad para contar historias y analizar a las personas. Decía burlón: “Ese hombrecito es tan pequeño y feo que no sirve ni para muñeco de pesebre”; se reía de su propio cuento y lo celebraba como un 58


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chiste grandioso. Nosotros reíamos con él, pero él reía más con las manos apretándose la panza. Mi madre, que era callada y seria, lo cogía de las orejas diciéndole: “Usted lo que es un burletero del prójimo, cuidadito que Dios no castiga ni con palo ni con rejo sino en el mismo pellejo, ¡es mejor que te callés!”. —Ja, ja. Qué mujer tan recia era doña Teresita. Yo conocí a mi suegra, era tan callada y seria que una tenía pena hasta de hablarle. —A ver, Lucy, no interrumpas y deja que Marta nos cuente su versión de papá, aunque lo que sigue sólo lo puedo contar yo, porque era quien lo acompañaba en la correría por Envigado. —Ah, no, Alo no quiere que yo siga con la historia, bueno, pues seguí vos. El mayor trabajo de nuestro padre, que consumió gran parte de su vida, era sencillo como el que más: vendía salchichón por las calles de Envigado, en una carreta de madera donde cargaba los bultos con olor a cebolla y pimienta. Al pasar, la gente gritaba: “Llegó el salchichonero, ahora sí se arregló la fiesta”. Cuando yo escuchaba esas exclamaciones burlescas, me sentía avergonzado del trabajo de mi papá. “El trabajo por humilde que sea, es sagrado”, me decía él, “nunca sientas pena ni te avergüences del trabajo de tu papá, lo importante es que este trabajo nos da la comida y el bienestar”. Lo hizo durante treinta años continuos. Aun a Sabaneta llegaba su mercadería, cuando Sabaneta era un corregimiento de Envigado. Vivíamos entonces en La Milagrosa. 59


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Durante dos o tres años le colaboré, cuidando la mercancía unas veces, arrastrando la carreta otras, o bien cobrando el dinero de la venta, cosa que me hacía sentir grande. Tenía catorce años y gozaba de su compañía, sin importarme tener que madrugar para trabajar el martes y el viernes de cada semana. A él no le gustaba que lo acompañara, pues le preocupaban mis manos. “Si dañas tus manos vas a perder el pulso”, me decía. Le conocí bien. Mi padre respetaba a las personas con las cuales trataba en los negocios, permitía que la persona contraria expusiera su punto de vista primero, luego él exponía su parecer y después tomaba la decisión más correcta. A pesar de que sólo estudió hasta segundo de primaria, demostraba tener gran sentido de la realidad. Muchas veces lo vi mediando entre personas en discordia y lograba la paz entre los contrarios, eso para mí era una demostración de inteligencia y raciocinio. Era un tipo inteligente, que supo llevar las riendas del hogar sin mayores contratiempos, con seguridad, dándonos a sus hijos un buen ejemplo, demostrándonos respeto al momento en que cada hijo pedía su formación: “Al hijo hay que darle la oportunidad de que estudie y aspire a su profesión”, decía. El caso es que de granero en granero, de cantina en cantina, de heladería en heladería y de casa en casa pasábamos ofreciéndole salchichones a todo el hambriento Envigado. Recorriendo calles, tirando la carreta, mi padre desarrolló una capacidad admirable para comprender de una mirada el estado de ánimo de los clientes, así sabía si debía atenderlos o no 60


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ese día. Me enseñó el buen tacto, y a ser un observador agudo del comportamiento humano. Sobre esto último fueron muchas las experiencias que viví con él. Una mañana me dijo: “Vea, Alonso, ponga mucha atención a cada persona, que cada persona es diferente. Observe cómo se le debe vender a don Egmeraldo”, y diciendo esto ingresamos al granero bien surtido de don Egmeraldo. Sin saludar si quiera mi padre se dirigió al extremo del mostrador, donde siempre encontraba el periódico del día. Buscó rápido la página económica y se enteró del valor del dólar ese día, del costo del ganado en la feria y del precio de la canasta familiar. Luego, dirigiéndose a don Egmeraldo, lo saludó cordial. Mientras mi padre llenaba el enfriador de salchichón, le fue hablando a don Egmeraldo del costo de la canasta familiar, del alza del dólar y del valor del ganado en la feria ese día, temas que apasionaban al buen don Egmeraldo. Después de despedirnos salimos del negocio sin cobrar. Al preguntarle a mi padre sobre este proceder suyo, me respondió: —Mira, Alonso, don Egmeraldo nunca paga cuentas a estas horas de la mañana, por más que nosotros madruguemos. Cosa distinta era el gordo Filemón, el de la cantina en el marco de la plaza de Envigado, un hombre sin caprichos que pagaba de contado sin mirar siquiera el contenido de la mercancía: pagaba lo que mi papá le dijera, con fe en la honestidad de sus cuentas. Otro día llegamos hasta don Orlando, robusto como un buey, hinchado como una vaca, que atendía su negocio de menudencia 61


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a través de una ventana. Cuando mi papá lo miró a la cara, me ordenó continuar empujando la carretilla. Lleno de curiosidad le pregunté por qué no le había ofrecido la mercancía a ese hombre con barriga de foca, y me contestó: —Ese no compra hoy, anda separándose de su esposa, ¿acaso no observó la amargura de su rostro? Nunca, desde entonces, he dejado de detallar cada rostro nuevo que conozco, y cada día la vida variopinta me sorprende más. Cuando acababa de atender a un cliente, mi papá le hacía una relación de la venta, le mostraba las barras de salchichón fresco en el enfriador y le recordaba el descuento de la mercancía que le había cambiado por estar vieja. Cerraba los ojos unos instantes, y decía con voz segura: “¡Son cien pesos, don Antonio!” Era asombrosa su capacidad para realizar operaciones matemáticas de sumas, restas, multiplicaciones y divisiones sin lápiz ni papel, sólo poniendo la mente a funcionar. Una tarde debíamos pasar al otro lado de la quebrada Zúñiga por un estrecho puente. Notamos la presencia de tres hombres que con su mirada impedían el paso a los peatones, cada uno armado de cuchillo y machete. Eran muy conocidos en el barrio y los habitantes les tenían miedo, pues no se limitaban a atracar, sino que si alguien se oponía lo mataban y lo arrojaban a la quebrada Ayurá. Mi papá sacó de la valija un pedazo grande de salchichón curado y dirigiéndose con una sonrisa a los tres rufianes, los invitó: 62


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—Esto es para que ustedes coman. Los tres hombres recibieron agradecidos la barra de salchichón y nos dejaron pasar; ese solo motivo los llevó a que olvidar el para qué estaban allí, guardaron los puñales en la pretina de sus pantalones y se dedicaros a hartarse de salchichón curado, duro como un palo, demostrando mi padre con ese acto astucia e inteligencia para resolver problemas difíciles, obteniendo como recompensa una vida llena de amigos que lo apreciaban. La sabiduría de mi padre era una auténtica manifestación del hombre honesto y trabajador del campo, que había emigrado a la ciudad en busca de mejores oportunidades para su madre y para el hogar que empezaba a gestar al lado de Teresita, mi mamá. Él era de piel morena y frente amplia. Su gruesa humanidad irradiaba una expresión de seguridad y decisión. Para su actividad, que le obligaba a caminar siempre, usaba en sus grandes pies de campesino unas abarcas de gruesa suela, fabricadas con caucho de llantas de avión. Odiaba la mentira y a los mentirosos. Una vez le escuché decirle a una persona que le falló en un trato: —La mentira es recurso de hombres débiles, ¡aprenda a ser verraco! Cuando un hombre da su palabra, la sostiene aun a costa de su vida. Las cosas para él se hacían bien o no se hacían. Este carácter lo reforzaba con frases como la que utilizaba cuando fijaba una cita con alguien para realizar alguna diligencia:

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—Recuerde que yo soy de hora y minuto. Evítese problemas, no me deje esperando. También decía: —Recuerde que yo soy de hacha y machete — para dar a entender que estaba dispuesto a realizar cualquier labor, por difícil que fuera. Cuando hacía un trato por escrito con otra persona, decía con ironía: —El día que la palabra valga más que las escrituras, volveremos a ser hombres libres. Sin embargo, todo su carácter se transformaba en mansedumbre cuando se hallaba en casa, donde además de estar a toda hora sonriendo, se mostraba juguetón. Salvo en la agricultura nunca fue hábil en el manejo de sus manos. Los trabajos de albañilería o carpintería que a veces le tocó emprender le quedaban burdos, ni siquiera poseía gusto para los colores con los cuales embadurnaba la casa en diciembre. Su temperamento en casa, alegre, se manifestaba en todo momento. Hablaba fuerte. La narración de algún hecho de la vida cotidiana la exageraba a tal punto que terminaba siempre en una delirante carcajada. Era buen conversador, entretenía al auditorio con historias de brujas y fantasmas de la época de su infancia. Pocas veces lo noté aburrido. Recuerdo que cuando trabajó la agricultura en El Manzanillo, era todo un espectáculo de vitalidad y laboriosidad. Cogía el azadón 64


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a las seis de la mañana y trabajaba hasta el atardecer, solo sacaba un descanso a la hora del almuerzo o haciendo breves pausas para tomar la aguapanela fría con limón que yo le llevaba en una jarra grande de cristal. En un dos por tres rompía la tierra y sembraba una sementera, descuajaba un monte, levantaba un gallinero. Para él no había nada imposible. Cuando alguien era torpe y lento, decía que era “colimocho”, como esos caballos que trabajaban en los tejares a los que les mochaban la cola y no eran capaces de espantarse ni las moscas. En los diciembres mi padre se compraba el disco de moda. Llegaba a la casa, lo hacía poner en el tocadiscos a gran volumen y lo repetía hasta rayarlo. A pesar de que nunca fue buen bailador trataba de seguir el ritmo de la música con los torpes movimientos de su cuerpo pesado. El día en que llevó a casa el disco “Las Acacias” del Dueto de Antaño, cantó hasta el cansancio todo el día y todos los días siguientes, y hasta en la cama cantaba: Ya no vive nadie en ella y a la orilla del camino silenciosa está la casa; se diría que sus puertas se cerraron para siempre, se cerraron para siempre sus ventanas… Suspendía la canción, y luego, recordándola, continuaba con su voz destemplada y ronca: Gime el viento en los aleros, desmorónanse las tapias y en sus puertas cabecean combatidas por el viento… Y así hasta terminar la canción con el disco rayado que repitió y repitió todos los santos días. Siempre fue él quien mercó en casa. Era un placer verlo comprar en abundancia en la plaza de Cisneros todo lo que fuera bueno, bonito y barato. Cuando regresaba a casa con los enormes 65


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mercados al hombro, los hermanos corríamos a ver qué nos traía. Siempre para todos hubo un pequeño regalo en cada compra. Él disfrutaba así. Mi papá, claro, leía poco. Solía sentarse en un taburete que recostaba contra un muro en la entrada de la casa a leer la prensa del domingo para enterarse de las noticias de la semana. Como un niño deletreaba las palabras durante horas, hasta que se quedaba dormido con el periódico cayendo de sus manos hoja por hoja. Las hojas que caían al suelo iban formando un tapete de letras que yo recogía. Así como él, también yo deletreaba las palabras que mi madre me enseñaba en la pequeña pizarra. Recuerdo el feliz domingo cuando curioseando en las tiras cómicas leía a Benitín y Eneas descubrí la lectura al juntar las vocales y las consonantes, hasta que apareció, como por arte de magia, una palabra, y otra, y conseguí leer varios párrafos. Orgulloso porque ya era grande, corrí a la cocina a avisarle a mi mamá que ya sabía leer. Por los días del primer viaje del hombre a la Luna una vez mi papá se asomó a la puerta de la casa, y miró al cielo, a la luna en el Oriente, diciendo: —Yo no creo que hayan llegado hasta allá, eso es mentira. Era ingenuo y elemental, sólo creía en lo que veía y tocaba. Ese día, todo el mundo se botó a las calles a invadir los pocos televisores que había en la cuadra de mi casa. A través de las ventanas vimos el descendimiento de la cápsula lunar, las gentes gritaban y señalaban la Luna que se metía entre nubes y subía detrás de la montaña. 66


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Mi padre murió al año siguiente, a los cincuenta y ocho años, por culpa de esa manía de su corazón de estársele agrandando, y murió sin tener certeza de que el módulo lunar Apolo 11 sí se había posado en la superficie lunar con dos astronautas dando saltitos como de canguro y jugando con piedritas como niños en esa hazaña portentosa del hombre. —Papi, yo no tuve la dicha de conocer a tu papá, pero la verdad es que debía ser un hombre muy valioso; ojalá hubiera más hombres como él, tan honrados y correctos. —Eso es verdad — dijo Marta —, los viejos de nosotros eran personas de una corrección apabullante. Hay que ver los de ahora, que les pegan a sus mujeres y no las respetan, yo por eso no me casé y mejor me quedé soltera. ¿Por qué no aprovechamos que estamos aquí tan contentos y recordamos otras historias? Miremos a ver qué piensas Alonso. —Oigan a esta, ¿por qué más bien no nos llevas a las tiendas de la Quinta Avenida? —No, Lucy, ese programa lo tengo decidido para la segunda semana, cuando estemos cansados de visitar sitios turísticos y luego de conocer Niagara Falls. Luego te llevaré a Maicy’s, una de las tiendas de moda más famosa del mundo, allí es en donde se visten las actrices del cine mundial. ¿De acuerdo? —Está bien; entonces ¿seguimos la historia? —Como tú digas, Papi, cuéntanos del taller donde trabajaste 67


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con aquel viejo maestro que ya se murió y que fue tan famoso en Colombia por la majestuosidad de sus monumentos y con el cual laboraste cuando eras muy joven, ¿sí? —Bien, pero primero les voy a contar cómo lo conocí.

El maestro Rodrigo Arenas Fue un miércoles de 1965, a las tres de la tarde, cuando lo conocí en la Plazuela de San Ignacio; yo tenía entonces veintiún años. Habíamos concertado la cita el día anterior cuando él me llamó por teléfono a una casa vecina, porque en mi casa no había teléfono, ni zapatos, ni biblioteca… éramos pobres. El maestro Arenas dirigía el Instituto de Artes Plásticas y Aplicadas de la Universidad de Antioquia. Habiendo analizado las calificaciones de los alumnos más destacados en los últimos años en el proceso de empalme de este centro de estudios a la Alma Máter, me seleccionó para ser su jefe de taller, con sueldo de alfarero. Ese día, poco antes de la hora, me ubiqué detrás de una banca de cemento en la entrada del Paraninfo de la Universidad; ahí lo esperé. Pasaban por allí muchas personas, pero todavía no descubría a nadie con cara de maestro. Minutos después dos hombres con aspecto de estar borrachos se sentaron en la banca de cemento. Yo seguía esperando. Eran ya las tres y pensé que al maestro se le había olvidado la cita. Observé con atención, y solo por curiosidad, a los sujetos recién llegados: 68


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uno vestía cachaco azul brillante, llevaba lentes y corbatín de bolitas negras. El otro, muy bajo de estatura y de facciones aindiadas, lucía pelo corto y, muy a pesar del terrible calor de aquella tarde, un buzo verde cuello de tortuga a cuyas mangas había hecho varios dobleces por quedarle grande. La insólita conversación que sostenían era sobre mujeres de Lovaina, ese barrio de época, famoso por ser un enjambre de prostíbulos, y de las aventuras que habían tenido lugar la noche anterior. El hombre de corbatín y gafas le dijo a su compañero: —Maestro, espéreme aquí, que voy a entrar al Paraninfo a voliarme la paja. Me quedé lelo mirando al hombre que quedó solo, y me pregunté: “¿Será el maestro Arenas?, no tiene cara de maestro”. Nunca lo había visto, y cuando me llamó por teléfono no me dijo cómo era para poder identificarlo. Lo imaginaba alto, de piel blanca, vestido con elegancia. Me acerqué y le pregunté al señor: —¿Es usted el maestro Rodrigo Arenas Betancourt? —Sí. Me miró. —¿Entonces tú eres Alonso? El otro señor era Jorge Franco Vélez, eminente médico y profesor de la Universidad de Antioquia, autor de Hildebrando, novela autobiográfica que es su obra literaria más conocida. 69


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El maestro Arenas poseía una voz clarinada y potente. Su figura pequeña, desaliñada y casi insignificante no concordaba con la majestuosidad de su obra. Tenía las manos pequeñas, proporcionadas, suaves, de color rojizo. Al desplazarse con pasos cortos y arrítmicos evidenciaba una leve cojera. Era la auténtica estampa de un campesino. Lo espero en el taller que está ubicado en la calle Urabá con Cundinamarca, el próximo lunes, a las ocho de la mañana. Pero antes debe presentarse donde el doctor José Prieto Mesa, a la oficina de relaciones laborales de la Universidad, para que firme el contrato de trabajo. Al lunes siguiente llegué antes de la hora señalada al lugar indicado, pero no vi por ninguna parte un taller de escultura. Sólo encontré un solar desocupado, al fondo de un corredor, en un edificio en ruinas, donde dos obreros amasaban barro gris. Esperé con paciencia, mientras los dos obreros hacían su labor, al tiempo que recordaba el día en que me matriculé en el Instituto, en 1959. Allí me preguntaron qué quería estudiar, y como no supe qué responder, me presentaron un listado de materias, todas apetecibles: dibujo, pintura, escultura, cerámica… ¿Qué es cerámica?, cavilé. Mi padre, que sabía por dónde iba el agua al molino, intervino: —Mi hijo quiere aprender dibujo. No obstante la persona encargada de matricularme, la señorita Débora de La Cuesta, sentenció: 70


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—Queda matriculado así: dibujo de 2 a 4, pintura de 4 a 6, escultura de 6 a 8 de la noche. Cuando llegamos a la casa, a mi madre lo único que se le ocurrió decir fue: —Qué bueno que vas a ser escultor. El maestro llegó a las ocho en punto. Luego de saludarme, le pregunté: —Maestro, ¿y dónde está el taller? A lo que respondió: —Usted lo va a construir. Acto seguido llamó a los obreros que amasaban barro y me presentó: —Este joven es Alonso Ríos, de ahora en adelante es el jefe del taller. Cuando yo no estoy, él es el que ordena. Me señaló unas hojas de Eternit y unos palos que estaban en el suelo amontonados. “Hay que levantar un techo y disponer el espacio para iniciar una obra”. Le repliqué: “No sé construir un techo, nunca lo he hecho”. A lo que me contestó: “Si eres un maestro escultor debes saber construir un techo”. Tras montarse en su Studebaker amarillo, se marchó anunciando: “Vuelvo antes de las doce”. Cuando, en efecto, regresó al mediodía yo no había hecho absolutamente nada. Entonces me preguntó: “¿Qué pasa que no ha empezado el trabajo?” 71


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—Maestro, los ayudantes no me hacen caso. No me escuchan, se ríen de mí. El maestro llamó a Carlos Atehortúa y a Jaime Villa, que eran los obreros, y los recriminó: “Recuerden: este joven es el maestro jefe del taller, si ustedes no le obedecen a él, ¡pues se largan para la mierda!”. Después de este incidente nunca más volví a tener problemas con los empleados y en los cerca de diez años que colaboré en el taller siempre se reconoció mi autoridad. Carlos Atehortúa, “el ñero” y Jaime Villa “el ovejo” eran ya viejos cuando los conocí, y ambos fallecidos ya. Mi labor era de responsabilidad. Me tocaba modelar la obra del maestro a partir de unos dibujos que él me cedía, para lo cual debía realizar primero las maquetas en yeso, que servían para luego hacer la obra a escala en mayor tamaño. También debía estar al tanto del funcionamiento del taller, atento a que no faltaran materiales, responder al teléfono, organizar las actividades de los otros escultores, planificar el trabajo de los fundidores, etcétera. El taller quedaba en el barrio Sevilla, cerca del Hospital San Vicente de Paúl y la Facultad de Medicina, la Facultad de Odontología y la Facultad de Enfermería de la Universidad de Antioquia; es decir, dentro de un ambiente universitario. Las gentes que vivían en el entorno eran de clase media. Era común que al taller nos visitaran muchas personas atraídas por las obras que allí construíamos delante de todos los públicos. El maestro era un hombre tímido que pocas veces imponía 72


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su autoridad. Cuando no estaba de acuerdo con algo, inquiría: “¿Usted qué opina de esto?” Oía la explicación del interlocutor para luego rematar diciendo lo que él discurría, con palabras delicadas pero seguras. Siempre me tuvo confianza, incluso en asuntos que tenían que ver con sus amistades. Cuando invitaba a una de sus amigas al estudio, me advertía: “Va a venir Margarita; si viene la Mona, dile que no estoy”. Tenía muchas amigas. Por lo regular en las tardes le gustaba ir, a él, a Fabio Parra y a otros compañeros, a visitar en su carro las muchachas de Lovaina. En este barrio quedaba la casa de Marta Pintuco, que era como su propia casa. A este burdel concurrían personalidades de la política, del arte y de la cultura. La dueña, que se ganó el apodo por tener su negocio en sus inicios contiguo a la famosa fábrica de pintura Pintuco, entretenía a los clientes con su conversación alegre e inteligente. Lo primero que hacía el maestro al llegar allí era sacar la chequera para pagar los servicios que debía del día anterior. Allí conoció a Sandra, la puta hermosa que lo enloqueció, a la cual le regaló una casa en Campo Valdés, casa que luego ella vendió cuando abandonó al maestro por el hombre con el cual se parrandeó el producto de la venta. A Sandra la lloró el maestro, como un niño, a moco tendido, en el andén de la casa de Marta Pintuco. Aquella era una época de tranquilidad en las calles de Medellín, podíamos quedarnos con los amigos hasta altas horas de la noche, bebiendo, bailando y comiendo la mejor carne asada en la esquina de “El Ventiadero”, en la parte posterior del 73


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cementerio San Pedro. El sector de Lovaina nunca volverá a ser como antes, los hampones crearon allí su enjambre y la noche se volvió impenetrable. —Papi, ¿y tú también te acostabas con esas viejas? —Déjame continuar Lucy, después te digo, ¿listo? —Ah, ¡maldito! Seguí pues hombre, antes de que te destripe. La amistad del doctor Jorge Franco y el maestro Arenas era de vieja data. Cuando el doctor Franco no visitaba al maestro en el taller, el maestro lo buscaba en el consultorio, para luego salir a buscar las putas. El doctor Franco conducía un automóvil Chevrolet modelo cincuenta, azul como su vestido el día que lo conocí. Una mañana descendieron de él a eso de las nueve de la mañana en el taller. Venían borrachos de Lovaina. Oí que el maestro le dijo al doctor Franco: “Tengo escalofrío, creo que la vieja de anoche me enfermó”. “No te preocupés por eso, Rodrigo, es solo una gripita”, respondió el doctor Franco sacando de su maletín de médico una jeringa hipodérmica, la preparó con un Bencetazil de un millón quinientas mil unidades y se la clavó en el hombro al maestro, por encima de la camisa, se montó al Chevrolet y se fue sin despedirse. Con el rostro pálido y el pelo parado por el malestar, el maestro entró a su estudio sin saludar y no volvió a salir en todo el día. Rodrigo Arenas era una persona muy particular. Se aparecía por el taller en forma lenta y silenciosa, como los gatos. 74


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Cuando menos lo esperábamos, estaba ahí detrás de nosotros observándonos y escuchándonos, o ensimismado mirando la obra en proceso. Nunca nos recriminó cuando, al llegar con su estilo felino, nos pillaba haciendo desorden, gritando, contando chistes, mamando gallo, pero con su sola presencia teníamos para callar y reanudar la labor. Pero si uno de los obreros en ese momento estaba contando una historia de mujeres, el maestro deponía su interés: se aproximaba a la persona, le inquiría y hasta le pedía al narrador contarle la historia completa con pelos y señales. Su tema predilecto era la mujer, a tal punto que se le convertía en una obsesión. Cuando veía pasar a Gloria, la vecinita quinceañera de enfrente del taller, se quedaba mirándola alelado, con ese característico parado suyo de piernas abiertas y encorvadas, con los brazos cruzados sobre el pecho, devorándola con los ojos, hasta cuando Gloria entraba en su casa cerrando tras de sí la puerta. Ella sabía que era observada cada que iba por allí, así que exhibía el movimiento de sus caderas, coqueta, con un caminado menudo y nervioso. Entonces el maestro decía: “Esa es la modelo que necesitamos. Cuando pase por aquí la próxima vez, hay que cogerla y amarrarla para que no se nos escape”. Lo cual, por supuesto, nunca sucedió. Para mí era un gran placer observar trabajar al maestro. Cuando quería espiarlo, esperaba a que él llegara al taller, lo que hacía sin hora fija. Sin regalar el saludo me disponía detrás de la escultura que esculpía en ese momento para no perder detalle suyo. Con sus ojos negros, enmarcados por largas pestañas, bajo unas 75


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cejas negras y tupidas, el maestro echaba un vistazo rápido y en segundos estudiaba todo el conjunto de la obra. Se hacía frente a esta en silencio, con los brazos cruzados sobre el pecho levantado, durante unos minutos. Luego ponía las dos manos en la frente, a manera de visera, e invertía los ojos, moviendo la cabeza de izquierda a derecha, de arriba abajo, y luego de hacer un recorrido minucioso por todo el conjunto, detenía su mirada opaca en un detalle y lo analizaba con mayor detenimiento. Entonces daba la espalda a la obra y la miraba por entre sus piernas. Se tumbaba en el suelo y acostado le proveía otro vistazo. De pie nuevamente, con el espejo de mano que mantenía en el bolsillo de la camisa, lo ponía delante de su frente, a los lados, debajo de sus ojos, en fin, era un juego interminable con el espejo, y todo para mirar la obra desde todos los ángulos posibles. Parecía un niño haciendo figuras con su cuerpo. Luego se sentaba en el suelo sucio sin importarle el cuidado de su ropa de paño, se pulía con fuerza su pelo de cepillo y concluía de pie con los dedos de las manos entrelazados sobre la cabeza, con los ojos entrecerrados girándolos y dando una expresión de desagrado a su rostro. A continuación se dirigía a su estudio, donde se recluía un buen rato a dibujar, para salir luego con unas hojas de papel en la mano. Se dirigía a mí con una breve explicación y casi sin despedirse se marchaba aquella figura pequeña con sus pasos sin compás. Otras veces llegaba al taller hablando y saludándonos a todos. En forma jocosa se dirigía a los obreros bautizándolos con apodos como: “Maestro Cera” a Gustavo el negro, porque era el 76


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encargado de hacer los cristos de cera para la fundición. A Jaime Villa le decía “Maestro Barro” porque era el encargado de amasar el barro, y así a todos los obreros los iba bautizando de acuerdo con el trabajo que realizaban. Para él todos éramos maestros y nunca me enteré de que me hubiera bautizado con un apodo. ¡Quién sabe! A las tertulias que realizábamos los sábados después de terminar las labores, asistía el maestro. Nos invitaba, y en su carro nos íbamos para una cantina o para el estadero “El Ródano” en el centro de la ciudad. Allí, entre tragos de aguardiente, nos refería historias de sus viajes. Nos departía de Grecia, de Roma, o de cualquier periodo de la historia del arte. En forma minuciosa nos describía todas y cada una de las obras que más llamaban su atención en su largo peregrinaje por el mundo. Enfatizaba en la extraordinaria técnica del labrado de mármol del genio de Bernini, y en los acabados de los bronces de Benvenuto Cellini. Con palabras emocionadas iba subiendo el tono, y en forma pausada y potente nos cautivaba hasta conmovernos. Su técnica narrativa era agradable, poseía muy buena memoria y hacía alarde de ella al darnos con precisión los datos y fechas de hechos y personajes de la historia del arte, con extraordinaria fuerza expresiva en las palabras. Mientras hablaba, consumía a sorbos su trago de aguardiente. Nunca le vimos fumando o consumiendo droga, sus únicas pasiones fueron el licor, las mujeres y el arte. Él pensaba que su mejor manera de expresarse era con las figuras realistas; decía que a través de estas formas tan cercanas 77


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a la realidad podía contar con un público mayor que pudiera entender su mensaje. “Para mí — decía —, el arte abstracto es un arte decorativo y con él no puedo contar lo que pienso. No me explico cómo hacia Bernini para trabajar el mármol y pulirlo en puntos tan difíciles como la parte interior de una arruga en la tela de la obra, es perfecta, ¡putas!, si es que hasta las pulía como si fuera la parte externa de la misma. El acabado de los rostros y los desnudos parecían de carne”. Luego se quedaba mirando cualquier punto del espacio sin parpadear, se bebía enseguida un sorbo de aguardiente, permaneciendo largo rato con la copa cerca de sus labios, para luego tomar otro pequeño sorbo, como dándole besitos a la copa, y a continuación extendía su relato: “Pero en lo que sí le ganaba Miguel Ángel a todos los muralistas era en la calidad y monumentalidad de sus pinturas, ¡putas, eso es algo impresionante!, otra cosa es ver los frescos, frescos…de la Capilla Sixtina, uno se queda lelo, lelo…viendo esa grandiosidad, grandiosidad, grandioss…¡putass! si eso es tan bello…toda esa obra en mármol es impresionantee…impresiónn…” Después de media noche cuando habíamos tomado mucho aguardiente, el maestro balbucía y hablaba tan lento que parecía que nunca iba a terminar con el tema. Se quedaba mirando el espacio vacío y de pronto como despertando de un sueño profundo seguía su relato: “El mausoleo de los Médicis…hubiera sido la obra más impresionante de la humanidad…sisi…el cabrón de Miguel Angelll…la hubier… term…pero no…se puso fue a hacerle cas…al maric… de Inocen…vamos mejor…donde…las 78


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put…maestrooo, no…parlo…más…” Cuando terminaba, después de varias horas y cuando el néctar de caña empezaba a crear estragos en su mente, se quedaba en medio de un mutismo completo, agachaba el rostro, dejaba descansar los brazos cansados de batirlos como un excéntrico y sólo se escuchaban, para terminar su conferencia, unas palabras en tono bajo: “No parlo más”. Su mirada vidriosa se perdía en el infinito. Y terminábamos la noche allá donde casi se podría decir que vivía: en la casa de Marta Pintuco. El maestro era para nosotros la escuela de arte y los libros que no teníamos en casa. En ese momento era ya el amanecer y nosotros, sus aprendices, contemplando la alborada, debíamos irnos trastabillando al taller, mansos, para iniciar la labor rutinaria. —Valiente maestro tan puto y desvergonzado, quién creyera que ese mismo hombre fue el que construyó obras tan hermosas y monumentales. —Mira, Lucy, no es el momento de lanzar juicios al maestro, él era un hombre como cualquiera, sólo que admiraba a las mujeres y vivía con intensidad la vida, pero si no deseas que hable más de él, entonces me callo. —¿Por qué más bien Papi no nos cuentas más de la vida en el taller antes de que me dé sueño hablándonos de putas en Lovaina? —Bien, la historia sigue así…

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PARTE 2 La vida en el taller En escultura, el grupo que colaborábamos con el maestro Rodrigo Arenas Betancourt en su taller éramos: Fabio Parra; Isidro Álvarez; Antonio…, cuyo apellido no recuerdo, pero sí que después se hizo cura; Óscar y Carlos Ateorthúa; Jaime Villa; Francisco Madrid; otro a quien le decíamos “el Costeño”; Darío Restrepo; modelos varios cuyos nombres algunos olvido; y yo. El primer grupo de fundidores lo componían: el negro Darío Montoya, jefe fundidor, y sus hijos León, Fernando y Jairo Montoya; Guillermo González, llamado “Moya” o “Llave Fuerte”; Rodolfo e Iván Montoya, primos de los Montoya; Dariíto, un hombre de baja estatura de quien recuerdo que una vez iba a matar al negro Darío con un cuchillo porque lo despidió del taller por borracho, pero lo detuvimos a tiempo. Había otro grupo fundidor al servicio del maestro en el barrio Santa Cruz, en la casa-taller del maestro Octavio Montoya, el cual tenía a su cargo a varios fundidores más.

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El Cristo Cayendo Entre los años 1966 y 1967 se construyó la obra del Cristo Cayendo que está ubicada en el patio del Bloque 16, edificio de la administración de la Universidad de Antioquia. Esta obra se empezó bajo la dirección del maestro Rodrigo Arenas y se terminó al año siguiente, cuando su autor intelectual no estaba en Colombia porque había sido nombrado embajador honorario ante El Quirinal, en la ciudad de Roma. En su ausencia quedé a cargo de la terminación de la obra con la colaboración del también escultor Fabio Parra. Para lograr su terminación teníamos como contacto al fotógrafo Diego García, “Digar”, fotógrafo que gozaba de toda la confianza del maestro Arenas. Periódicamente “Digar” tomaba fotos de la obra enfatizando en los avances y luego las enviaba a Roma, donde el maestro Arenas hacía las correcciones usando pinturas y dibujando sobre las fotos, sugiriendo los cambios que se debían hacer. Al volver las fotos con las correcciones, las recibía el doctor Ariel Escobar, arquitecto, quien era el encargado de visitarnos, nos entregaba las correcciones y nos hacía la lectura de la carta del maestro con las explicaciones al respecto. De esta forma, utilizando la correspondencia, durante más de un año trabajamos hasta dar por terminada la obra. Al volver de Roma el maestro Arenas dio su visto bueno al modelo y la entregó al fundidor para que la fundiera, y luego dio las instrucciones precisas para su colocación en el sitio donde se encuentra en la actualidad. Es de anotar que esta obra inicialmente se había pensado para ser puesta en el patio central del Paraninfo de la Universidad, pero 82


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con la construcción de la Ciudad Universitaria se cambió el lugar. La obra hace parte de la serie de los Prometeos, serie que siempre fue una constante en la producción escultórica del maestro Rodrigo Arenas Betancourt, reconocida como fundamental para los estudiosos de su legado.

Una anécdota peligrosa Los años que viví en el taller fueron felices, llenos de anécdotas por las ocurrencias o las circunstancias. Una tarde en la que se estaban haciendo los preparativos para la fundición de uno de los caballos de la obra del Pantano de Vargas, pasó algo que pudo tener visos de tragedia. Cuando se va a realizar una fundición y se encuentra listo el metal fundido en el crisol, todas las demás actividades del taller se suspenden. Mágicamente y en forma ordenada, sin excepción, los miembros del taller toman el lugar que les corresponde y sólo se escucha la voz del maestro fundidor. Es regla general de los fundidores no soltar el crisol en el momento del vaciado, aunque este les explote encima y los mate, pues si es soltado, la vida en peligro es la del puntero y la de los demás fundidores. La persona que agarra las maniguetas con sus dos manos es, entonces, el responsable de controlar el vaciado. Esta vez ocurrió que muy cerca del lugar donde se realizaría el vaciado dejaron encendido el equipo de soldadura, el cual produce muchísimo ruido. Yo me ubiqué encaramado en un andamio cercano al evento, para poder observar toda la dinámica. 83


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Al iniciarse el vertimiento del bronce líquido, que en el horno ha alcanzado cerca de 1.200 grados centígrados de temperatura, mientras los ojos de todos los presentes estaban puestos en el chorro de metal fundido, observé de pronto desde la altura del andamio que la camisa del vaciador principal ardía. Grité para que lo auxiliaran, pero el estruendo del motor del soldador extinguía mi voz. Rápido cogí un pedazo de yeso a mi alcance, lo lancé y lo estrellé en la espalda de uno de los auxiliares que me miró asustado, mientras yo le señalaba la camisa en fuegos del fundidor. Este auxiliar, en compañía de otras personas, liberó de la ropa incendiada al fundidor principal dejándolo semidesnudo. Se evitó de esta manera un accidente de proporciones mayores, pero de todos modos el fundidor que llevaba el puntero de la canastilla quedó con algunas quemaduras de poca gravedad sobre su pecho y brazos. El calor del material fundido es tan alto que quien sufre una quemadura no siente la quemazón sobre su cuerpo.

El maestro fundidor y unos sancochos fenomenales Darío Montoya, el maestro fundidor de las obras en bronce del taller, era un hombre alto, negro, corpulento, descomunal. Su mera figura infundía respeto. Cuando hablaba, todo mundo enmudecía, a la vez que con el índice ganchudo de su mano iba dando órdenes chuzando y empujando a sus subordinados. Cuando un fundidor no le obedecía una orden, lo cogía de palmadas en las 84


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nalgas, castigándolo con sus grandes manotas como reprendiendo a un niño. Y si de beber aguardiente se trataba, lo hacía en forma desaforada y no había quién le siguiera el paso. Llegaba el día después al taller con un guayabo tan grande que se tumbaba en cualquier lugar bramando como un toro herido. Pedía todo el tiempo que le llevaran agua, y los trabajadores se burlaban de él, recordándome las imágenes de Noé embriagado, el del Antiguo Testamento. Cuando Darío Montoya estaba enguayabado eran famosos los sancochos que emprendía. Gruñía a Jaime Villa “el ovejo”, diciéndole: “Tráeme de la carnicería una cola de cerdo completa desde la cabeza, con todo el espinazo”. También pedía grandes manojos de cilantro, papas y plátanos, y unas yucas descomunales, dignas de estas nostalgias. Con gran esfuerzo él mismo disponía el sancocho, en una olla grande que mantenía en el taller. Ese día los miembros del taller nos comíamos un sancocho de cerdo grasiento y abundante y nos sentíamos una sola familia. Ver al maestro Arenas Betancourt al lado del maestro Montoya resultaba bastante cómico. Una vez los vi discutir. Estaba tan enojado el maestro Arenas, que fue la única vez que vi al descomunal fundidor callado y cabizbajo. El maestro Arenas no era bravo, pero eran muy convincentes sus expresiones y sus palabras demolían. En esa ocasión dejaron sin habla al negro gigante. Pero no era su actitud más común, siempre se les veía en armonía para trabajar y continuar la tediosa labor de la construcción de la obra, sumándose a ello una confianza recíproca evidente. 85


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—Estuvo bien esa narración para tu libro, pero me preocupa que estemos dejando de lado cómo se dio tu formación de joven y cómo fue la historia de tu nacimiento. Estoy muy interesada en saberlo porque creo que tiene interés para tus propósitos. —Así es, amor, allá voy. En los días siguientes, tal como lo había planeado, Marta llevó a Lucy a las tiendas de la Quinta Avenida, pero antes Lucy le pidió unos dolarcitos a su querido esposo con zalamerías y palabras llenas de dulzura. —Papito, son sólo mil dolarcitos, no más, mira que te voy a comprar un regalito que yo sé que te va a gustar, no creo que seas capaz de no darle nada a tu negrita que te quiere tanto, ¿sí amorcito lindo? Y así fue como la negra Lucy me metió la mano al bolsillo, sacó la billetera y retiró un fajo de billetes de dólares sin causarme dolor alguno. Yo, como siempre, me dejo llevar de los caprichos de mi amada sin chistar. Mientras las mujeres se iban a las tiendas de modas, caminé por las calles de Manhattan toda la tarde, sin afanes ni acoso de mi linda mujercita. Entré a la catedral de San Patricio donde observé los grandes vitrales, la majestuosidad de la arquitectura y el estilo de construcción un poco a lo europeo con algunos aportes más modernos. Salí de la catedral, meditabundo, y luego me llegué hasta donde vi en exhibición unas obras en galerías de arte. Caminé hasta el Parque Metropolitano, donde descansé en una de esas bancas de madera que se encuentran en las 86


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avenidas del interior de este bello lugar de recogimiento, observé las ardillas correteando entre la floresta recogiendo alimentos para guardar en sus bodegas y pasar el duro invierno que se avecinaba, observé las gentes que iban y venían por la avenida principal con sus abrigos casi todos de negro, y recordé las tantas veces que he visitado el Museo Metropolitano, al cual le prometí a Lucy que la llevaría en otro momento de la visita a esa gran ciudad. Ya eran las cinco de la tarde. Regresé por la Quinta Avenida, hasta la catedral de San Patricio donde me encontraría de nuevo con las mujeres. Cuando llegaron me quedé sin habla: Lucy y Marta traían tantos paquetes que no les alcanzaban los brazos para llevar tanta carga encima. —Bueno, ¿ustedes fue que desocuparon las tiendas? ¿Y ahora cómo van a llevar tantos paquetes en el tren, o es que van a contratar un camión para llevarlas hasta la casa? —Papito, pero es que estamos contando con tu ayuda, ¿o es que no nos vas ayudar a cargar los paquetes? —¡Pobre de mí!, si hubiera sabido que tendría que servir de mula me hubiera quedado mejor en mi casita escribiendo, ¡ustedes son unas locas irremediables! Y yo que creía que Martica era más prudente y cuidadosa con los gastos. ¡Qué iluso soy! El día siguiente de los paquetes era fin de semana. Dentro de los planes de Marta el viaje era para las Cataratas del Niágara. El amigo Carlos Salazar, enfermero de profesión, se había comprometido a llevarnos en su carro. Salimos el domingo, a las 87


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siete de la mañana. Después de viajar durante cerca de ocho horas llegamos a las cataratas. Luego de guardar en el hotel los bolsos con trajes de dormir y alimentos, aprovechamos para arrimar a las cataratas antes de que oscureciera. El viento era frío. Se sentía el rumor de la caída del agua con violencia, haciendo que se produjeran unas nubes de agua que opacaban el ambiente con una brisa empapadora para los turistas que, en ese momento y debido al otoño, eran escasos: la mejor temporada para visitar esta maravilla de la naturaleza es en verano. En el camino para llegar a las cataratas habíamos encontrado a lado y lado de la vía un paisaje maravilloso que vale la pena destacar: en la carretera, a intervalos de dos o tres horas, se encuentran áreas de descanso dotadas de todas las comodidades para hacer más ameno el viaje. En estos lugares, que se apartan de la vía principal, se encuentran restaurantes, servicios de baños, sillas para el descanso del viajero y en las afueras, dentro del área, espacios de parqueo donde los conductores de camiones de carga y los buses pueden quedarse a dormir en sus carros, para descansar antes de continuar el viaje. En la vía también se encuentran sitios de observación para admirar los paisajes. El otoño se llena de colorido con una gran variedad de tonos que la estación crea con el frío, dando a las hojas de los árboles infinidad de amarillos, dorados y rojos, de una belleza deslumbrante. Sobre la grama de los pastizales se ven las hojas caídas, todo un tapete multicolor. El cielo es diáfano, de una intensidad absoluta de azul, y en ese azul cristalino se destacan 88


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bandadas de gansos que viajan hacia el sur del continente huyendo del vecino invierno y en búsqueda del calor. —Si miramos a la derecha de las cataratas — nos describía Carlos el paisaje — podemos ver el límite con Canadá y a la izquierda encontramos los Estados Unidos, por lo tanto las cataratas se encuentran en la frontera de los dos países. El barco que ustedes ven, se utiliza para que los turistas podamos meternos detrás de la estela de agua de las cataratas y sentir el poder de la caída del agua desde 54 metros de altura, y otras sensaciones interesantes, como sentir el agua en el rostro y el viento abrazador en todo el cuerpo. —¡Yo quiero, yo quiero ir allá en el barco! — dijo Lucy hablando como una niña mimada, como cuando ella me manipula para pedirme alguna cosa que sabe que yo no le puedo dar —. Yo quiero, Carlitos, ir en ese barco como lo hicieron esos turistas que acabaron de llegar. Mira cómo llegaron de mojados, ¡qué dicha! —Está bien mujer, yo invito y pago la mojada en barco. Todos dijeron que sí. Al momento estábamos montados en ese navío que nos llevaría a la parte posterior de la caída del bravo torrente, cubiertos con unas capas azules de plástico que nos dieron al comprar el boleto. Todos en fila parecíamos fantasmas azules. —¡Ay, qué dicha, qué dicha, qué dicha! — gritaba Lucy mientras nuestro guía Carlos, a gritos, nos iba explicando a cada 89


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paso el espectáculo de la cortina de agua que caía al lado envuelta en una nube de vapor frío y opaco que hacía ver el paisaje entre tinieblas de agua. El ruido producido por la caída era ensordecedor. Las capas plásticas fueron arrebatadas por el ventarrón que se produjo con la caída del agua. Todos los viajeros del barco salimos entrapados de agua y tiritando del frío torrente, mientras doña Lucy seguía gritando —: ¡Qué agua tan fría pero tan sabrosa, qué rico, qué rico, qué rico, Carlos! Con las ropas destilando agua y todos nuestros objetos personales mojados: la billetera, las cámaras, los celulares, los zapatos… todo lleno de agua fría como el hielo, permanecimos en una terraza de observación del maravilloso espectáculo de una de las siete maravillas de la naturaleza, hasta cuando la tarde se fue apagando y se vieron las luces artificiales del lado de la frontera con Canadá. Al día siguiente retornamos a New Haven, Connecticut. En el viaje hacia esta ciudad, cultural por excelencia y dueña de una de las universidades más famosa de los Estados Unidos, la Universidad de Yale, notamos a Lucy muy silenciosa. Iba resfriada, tal vez por el paso debajo de la cortina de agua que nos dejó con el frío hasta los huesos. Yo también me sentía un poco resfriado y le pedí al enfermero Carlos que parara en algún lugar para tomar una bebida caliente y cierto medicamento para contrarrestar el malestar. Llegamos a una de esas áreas de descanso en la carretera. Cuando yo me siento resfriado me tomo una bebida que contiene un analgésico y un antihistamínico servido en té, ya vuelvo, y así el 90


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bueno del enfermero Carlos al momento nos entregó la humeante bebida para calmar el resfrío. Continuamos hasta otra área de servicio, allí descansamos y hasta contamos chistes. Marta dijo: —¿Por qué no aprovechamos este descanso y nos narras, Alonso, un fragmento más de la novela que ya nos tiene atrapados? —¿Novela, cuál novela?, preguntó Carlos. Marta, que gozaba de buena salud, le respondió sonriendo: Pues la novela que está escribiendo mi hermano y que es una biografía. —Sigamos entonces con la abuela Mamá Heliodora —dije.

Mamá Heliodora A Heliodora Alzate, la esposa de Papá Manuel, nuestra abuela materna, la llamábamos con cariño Mamá Heliodora. Era una mujer dulce y tímida que se había hecho el propósito de pasar inadvertida en esta vida. Nunca visitaba a nadie, sólo se la veía en la calle cuando iba a misa. Cuando lo hacía, Papá Manuel le advertía socarronamente: “¡A los curas se les escucha la misa, y no más!” Vestía siempre de negro, y era tan silenciosa que cuando la íbamos a visitar al barrio Loreto donde vivía, encontrábamos la casa dominada por un silencio tal que parecía deshabitada. En realidad Mamá Heliodora permanecía allí, sólo que no se le percibía. En estos esquivos y lejanos recuerdos, aunque lo intento, no preciso atrapar su voz. Recuerdo sí que cuando murió, seis meses y un día después de Papá Manuel, por varios días estuve 91


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convencido de que ella sólo se había puesto a dormir. Recuerdo que mi madre comentó esa creencia popular que se repite de tanto en tanto en todos los hogares: “Cuando dos personas se aman, al morir uno vuelve por el otro, porque se hacen falta y no pueden vivir separados”. Eso sucedió, que del otro mundo Papá Manuel regresó por Mamá Heliodora y se la llevó. Muchas veces observo un antiguo retrato suyo que me ha acompañado toda la vida y me detengo a meditar sobre su hermoso rostro blanco. La foto parece que fue hecha cuando ella tenía cuarenta años, más o menos. Su pelo, peinado con sencillez hacia atrás, todavía se ve negro y abundante. Su rostro, ovalado, sin arrugas, se nota sereno. Sus ojos expresan una inmensa ternura bajo unas cejas bien dibujadas, aunque un poco despobladas. La nariz es recta y proporcionada. Sus labios delgados dan la impresión de que permanecen siempre cerrados, sin ningún rictus ni gesto de amargura o de soberbia en ellos. Lleva puesto su infaltable traje negro que acentúa las expresiones de su rostro y su carácter silencioso, humilde y tranquilo. Los fines de semana el ambiente en la casa de los abuelos en el barrio Loreto era encantador. Los tíos Aurelio y Octavio tocaban guitarra y se asistían en el canto. Todavía recuerdo la voz de tenor de mi tío Octavio navegando por bambucos y boleros. Para esa época, el tío Octavio pertenecía al coro el Orfeón Antioqueño, cuyo director era el reconocido maestro José Bravo Márquez. Era el menor de los tíos, y se parecía mucho al abuelo: bajo, de espalda ancha y recta, manos grandes y cuadradas, y dotado como éste de 92


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una gran versatilidad para conversar. El sentido del humor del tío Octavio no tenía límites. Exageraba cada situación, hasta hacer reír a los concurrentes. Una vez en que nos hallábamos todos reunidos en la sala, con sus grandes manos aplastó un zancudo. Al mirarlo en la mano notó que el zancudo había quedado reducido a una minúscula mancha rojiza insignificante. Muy filosófico, el tío Octavio observó: —Es una lástima que lo que parecía animal, ya no es. Tomó la guitarra e improvisó: “Existió una vez un zancudo tan grande y monstruoso que por su tamaño y figura parecía un oso con zancas y cabeza como un árbol que un aserrador aserrar pudo sacando de sus patas cien rastras de madera y de su cabeza un gran cubo”. Otra vez nos contó jocoso que cuando le tocó cuidar una casa muy vieja, le habían advertido que en ella habitaban espantos que salían en la noche. —La primera noche — dijo — sentí temor. A las doce comencé a oír ruidos. Con cuidado, temblando de susto, me asomé al corredor a ver a los tales fantasmas. ¿Saben qué era?, pues eran solo unos ratones correteando y chillando por toda la casa. ¡Eran tan grandes, que cogían los palos y las tablas de los andamios y se los lanzaban jugando, causando el estropicio que no me dejaba dormir! — El tío reía cogiéndose la panza de tanto carcajearse y todos reíamos con delirio de escuchar sus graciosas historias. Al bueno del tío, sin embargo, lo acompañaba la mala suerte. Una 93


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vez siendo cochero, se le murieron las bestias. Otra vez, cuando ejercía de chofer, el carro no le prendía, y la vez que decidió ser albañil se cayó del andamio. —Y de serenatero me tiran agua por el balcón — concluía riendo, cogía la guitarra y empezaba a cantar: Mamá vieja hoy te canto desde aquí este canto que una vez te prometí… Pobremente vivió. Octavio Vanegas murió a los 42 años, hombre honrado que no olvido. Ando por el mundo en busca de trabajo, pero el trabajo no me busca a mí por eso vivo pobre cantando tonadas mientras espero el fin. —Qué chistoso el tío Octavio, casi me orino de reír, otro cuento así y me reviento. —¡Silencio, Lucy, que no he terminado la historia! —Marta, dile pues a tu hermano que nos cuente algo del abuelo ya que tanto lo menciona en las historias de la familia, tiene que ser muy interesante eso. —Claro que sí, si yo era su ñaña. Escuchen y luego opinen, pero, por favor Lucy, no me interrumpa.

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Papá Manuel Manuel Salvador Vanegas, Papá Manuel como le decíamos sus nietos, era el hombre sabio y conocedor del monte que me enseñó cuanto sabía: los nombres de las flores, de los árboles, de cuanta mata encontraba en su efusivo vagabundear por el bosque. Aprendí con él a clavar un estacón, a tender un alambre de púas, a templarlo. A él le debo su amor y mi conocimiento de la naturaleza y del campo. Papá Manuel poseía gran creatividad y destreza en sus manos. Con una navaja o con un largo y delgado machete labraba ágil un pedazo de madera y hacía una figura, de esa manera me construyó mis primeros caballitos de palo. Fue el primer tallador de madera que conocí. A los nueve años — era 1953 —, vivíamos en El Manzanillo. En los comienzos de la noche nos reuníamos a comer en la cocina de la casa, alrededor del fogón, a la luz de las velas, mientras Papá Manuel nos iba narrando apartes del libro que leía durante el día, o historias de brujas y espantos. Refería con imaginación y yo ponía suma atención a sus palabras. Fueron tantas las veces que le escuché ensimismado sus historias, cuentos y poesías, que cuando yo era mayor recitaba de memoria esas mismas novelas y poesías, recordando a mi amado Papá Manuel. Cuando salíamos por leña al monte, durante la labor de cortar un árbol me iba explicando: —Los árboles son muy útiles, los debes cuidar. Este árbol está 95


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viejo y da muy buena leña. Corta el árbol bien bajito, para que no estorbe la cepa, y calcula desde antes su caída, para que no dañe otros árboles al caer. Aquél otro es un manzanillo, si lo tocas te causa erupciones en la piel. Éste — los iba señalando con la punta del machete — es un chagualo, y si se aplica la leche de sus hojas en los dientes, elimina las caries. Éste es un punta-de-lanza; aquél, un roble y aquél… Fíjate que no tenga nidos de pájaros, si los tiene, escoge otro árbol. Y cuidado con hacer fogata dentro del monte, preferible es sembrar árboles en la cañada, para que abunde el agua. Papá Manuel fue para mí el ejemplo de la imaginación y la creatividad, un personaje intachable que ahora lo recuerdo y lo venero como un dios. —Bueno familia, les pido que por favor hagamos un receso para reponer la garganta que a estas alturas la siento muy seca de tanto hablar, bien nos caería un refrigerio en la próxima parada en este maravilloso viaje con nuestro amigo Carlos. —Como tú digas, Papi, tú eres el narrador de las historias familiares, ¿qué dicen Marta y Carlos? —Yo estoy de acuerdo con don Alonso, descansemos un poco, ya vamos a llegar al área de servicio de la carretera y todavía nos falta algo así como cincuenta kilómetros para llegar a casa. —¡Yo quiero, yo quiero, yo quiero! Carlitos regálame de eso que venden ahí, ¿eso qué es? 96


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—Eso no es comida humana doña Lucy, eso es para los perros comer, no se deje llevar por el empaque tan vistoso, lea lo que dice en el rótulo: Dog`s food, traduce del inglés: comida para perros, venga mejor la invito a comer en este otro lado donde comemos los humanos. —No le hagas caso Carlos, cuando a Lucy le da hambre es capaz de comer hasta alimento de animales. Mientras tomamos el refrigerio les voy contando cómo fuimos desplazados de la finca. —¿Cómo así, ustedes fueron desplazados? ¿Cómo, de dónde? —Ya lo voy a narrar; por favor, Lucy, concentrate y deja de mirar a ese muchacho o me vas a poner celoso.

El desplazamiento de la familia Teresa Vanegas, una mujer sin miedo; Teresita, así le decían. Era pequeña y ágil. Nació en 1910, en Piedras Blancas, vereda de Santa Elena. A los quince años se fue a vivir a la casa de Rosita, su hermana unos años mayor que ella, esposa de “Gelio”, Juan Evangelista Rojas, y allí fue donde conoció a Miguel Ángel, nuestro padre, hombre trabajador y honrado hasta la médula. Persiste en mi memoria una historia que demuestra su carácter. Avelino, un primo de mi padre, de pésimos antecedentes y con ganada fama de tacaño, evidente abusador, mal patrón y mal vecino, había convencido a mi papá de que nos fuéramos a vivir a la finca de su propiedad en El Manzanillo, bajo un contrato de mejora de la finca. 97


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Salimos de la casa de La Milagrosa y al llegar a El Manzanillo encontramos la finca desatendida, las tejas del techo rotas, la casa de tapia a punto de venirse al suelo, en el establo crecía la yerba y el monte era una selva, de lo mal administrado que estaba. Al cabo de un año mi papá recuperó el establo, los sembrados frescos ya producían alimento y la casa lucía limpia y alegre, animada con la nueva presencia. Una vez escuchamos una algarabía en el patio: —¡Descarada, cómo se le ocurre que se va a llevar los pollitos de mi gallina! Era mi madre enfrentando a una culebra de dos metros, que había salido por entre las piedras que servían de soporte a los muros de la vivienda. Piedra en mano, la partió en dos. Avelino, el tacaño, se llenó de celos por la prosperidad de la finca y se le metió en la cabeza que mi papá quería quedarse con el feudo. Una tarde, cuando nos hallábamos en el establo mi papá, mi hermano mayor y yo, Avelino se apareció a caballo acompañado de un labriego. Mostrando un documento, en malos términos conminó a mi padre a firmar para deshacer con un nuevo contrato el compromiso anterior. O debíamos largarnos en el acto de la finca. Firmar ese papel significaba la ruina repentina, pues todo lo había invertido mi padre en esa finca. El paisano de Avelino desenfundó de la enjalma de la bestia una carabina San Cristóbal de doble carga y nos apuntó. Mi mamá, que presenciaba los hechos, se acercó por detrás del apuntador, diciéndole:

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—¡Usted es un irresponsable! ¡Cómo se atreve a sacar esa arma! ¿No ve que puede matar a alguien? — Intentó desarmar al hombre. En el forcejeo éste retrocedió y mi madre quedó entre mi papá y él. Ella continuó retándolo —: ¡Ahora me tiene que matar a mí también! El muy cobarde trepidaba de miedo, no sabía ni coger el arma, era un pobre tonto al servicio del canalla, como tantos que hay. El caso es que fuimos expulsados de esa tierra que no era nuestra. No olvido la imagen: la familia caminando loma abajo, a pleno sol, con varas cargadas de gallinas saraviadas, detrás de los caballos con los corotos, y con el perro fiel que mi madre metió en un guacal de madera. Nos regresamos a La Milagrosa, de donde habíamos partido en busca de futuro, tristes y desplazados rumbo a la ciudad. Mi madre murió el 13 de marzo de 1996, a los ochenta y siete años, de un infarto, luego de una grave crisis de disentería. Murió de vieja, diría yo. Veintiséis años más tarde que mi padre, que falleció de un infarto el 25 de septiembre de 1970. En realidad mi padre murió de una enfermedad muy rara, un extraño diagnóstico médico que no hizo más que corroborar que él murió como vivió: con un corazón gigante. La verdad es que el corazón se le creció. Fue en vida un santo. Luego de su deceso, y aún muchos años después, las señoras del barrio (recuerdo a doña Celina) le alumbraba velas, como si fuera mi padre un elegido de la Providencia, y le pedían que intercediera ante Dios para aliviar sus males. 99


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A esta vez no hubo comentarios de la crítica Lucy, quien permaneció en silencio, mirando hacia las nubes que empezaban a cuajarse amenazando lluvia. Cuando le pregunté su opinión sobre la historia, respondió con un estornudo. Los preparativos estaban listos y la salida para Lousville, en el Estado de Kentucky, era ese domingo de la segunda semana de nuestra estadía en Estados Unidos. Esos días finales en casa de Marta, Lucy se la pasó haciéndose bebidas para combatir el resfriado que la aquejaba. “Una reacción alérgica al fuerte frío de la temporada”, decía ella. Nos despedimos de Marta en el aeropuerto de Newark. Me pidió que cuando terminara de escribir el libro le hiciera llegar un ejemplar. En el viaje a la casa de José Miguel, en Louisville, seguimos con la narración, aprovechando esas cerca de dos horas que duraría el vuelo. Lucy, ya un poco mejor de su gripa, que ella se empeñaba en llamar una reacción alérgica al frío, propuso que era bueno terminar la parte de la infancia antes de conocer los capítulos de la vida en el taller de escultura, pero yo me empeñé en contar un capítulo que ya tenía muy estructurado en mi mente, de un personaje que no iba a identificar por el momento.

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El perro soy yo Acompañando a mi padre un viernes en la mañana, vimos a unos cuatro colegiales corriendo después de saltarse la cerca de una finca. Uno de ellos llevaba naranjas en las manos. Detrás de ellos, un viejo de boina vasca, flaco y vestido de yin corría detrás de ellos con un bastón rompiendo el aire y gritando blasfemias: —¿Por qué mejor no le roban las naranjas a la puta madre de ustedes? Si los vuelvo a ver por la finca, les quiebro la cabeza con el bastón, ¡hijueputas! — Y pegado al lindero les seguía gritando obscenidades a los muchachos que corrían como alma que lleva el diablo. Fernando González era el nombre del viejito, y la finca se llamaba Otraparte. Fernando González no permitía que nadie cogiera las naranjas que caían de los árboles de su finca. Yo he pensado mucho en esa imagen y he descubierto que la vida es como las naranjas que caen, se descomponen, se transforman en abono, regresan al árbol y se tornan otra vez hojas, flores y otra vez naranjas. Y así continúa el ciclo de la vida. El hombre deja hijos que son la continuación de la vida, y cuando muere, su cuerpo se descompone en la tierra, pero la energía, como la savia del naranjo, se conserva. A ciencia cierta el filósofo de Otraparte pensaba así, o a lo mejor eran otros sus pensamientos al no dejar a los muchachos coger las naranjas caídas de su jardín. Al señor de las naranjas lo había visto en varias ocasiones 101


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parado meditando en medio de los andenes o cafetines cercanos a su finca, con un libro bajo el brazo, su boina vasca y su infaltable bastón de madera, sin saber que era Fernando González, el filósofo de Envigado. Una mañana llegamos con mi padre a una esquina del barrio La Magnolia, donde estaba la salsamentaria “Georgia”. Mientras mi padre atendía al cliente, me fijé en el tipo a quien todos los paisanos oían: ese mismo hombre pequeño, delgado, de unos sesenta años, de boina vasca en la cabeza, camisa de rayas azules que disponía por fuera, bluyines y un bastón en la mano izquierda, sentado, y sobre la mesa, reposando, un voluminoso libro abierto. Era a eso de las nueve. El hombre conversaba animoso con el grupo de parroquianos que gustaban tinto, mientras la magia de su palabra grande y placentera los prendía. Yo, alelado, lo veía por una ventana que da sobre la avenida: el hombre de la boina vasca narraba en forma mágica. Los minutos que permanecí escuchándolo fueron suficientes para alegrar mis sentidos. Días más tarde, cuando volvimos a pasar por el mismo barrio, que por cierto limita con la quebrada La Ayurá, vi otra vez al hombre canoso, a quien reconocí por su estampa inconfundible. Esta vez estaba solo y sostenía un libro bajo el brazo, del cual alcance a leer el título: Literatura española, mientras de pie y en actitud meditativa veía correr el agua de la quebrada. Su concentración era tan profunda que no sintió nuestra presencia. Le pregunté a mi padre quién era ese señor tan particular.

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—Es el maestro Fernando González, el que vive allí — y me señaló la finca junto a la avenida —: el que no deja coger las naranjas que caen al suelo. Dos horas después, luego de haber recorrido La Magnolia, volvimos a pasar por el mismo lugar pero esta vez en sentido opuesto. Para mi sorpresa encontramos al hombre en el mismo lugar, sin cambio alguno en su pose y en su actitud, hipnotizado miraba correr el agua de La Ayurá. Al pasar por el frente de su casa observé dos letreros. Uno decía lo que todos saben: “Otraparte”, y se entendía como el nombre de la casa. El otro letrero, algo más curioso, rezaba: “Cuidado con el perro; el perro soy yo”. En realidad la inscripción era en latín. Aún hoy en el centro cultural de Otraparte se lee en la verja de entrada a la finca: cave canes seu domus dominium. —Qué hombre tan bravo era ese señor, y tan vulgar, si era así, ¿o es que ya le metiste la ficción para crear un personaje más fuerte?, dime pues. —Ese gran maestro de la filosofía y la literatura era un envigadeño más bravo que lo que tengo descrito para el libro, mejor dicho, me quedé corto en mi descripción de este loco maravilloso. Con decirte Lucy, que era más ameno escuchar a Fernando González que escuchar a Rodrigo Arenas Betancourt, de quien se decía era el maestro de la palabra. Era un verdadero demonio de bravo e inteligente, la gente lo respetaba y lo temía porque era, además, honesto y franco; él fue el conversador más 103


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agradable y convincente que haya conocido en mi vida, y eso que entonces apenas lo había oído unos minutos. Bueno, ahora si te voy a complacer contándote lo que pienso para el capítulo sobre mi nacimiento. Ahí va, escúchalo con atención, pero antes te pido que estornudes ahora todas las veces que sea necesario, para que después no me interrumpas la historia, ¿de acuerdo?

Doña Merenciana Mi madre me contó que cuando yo nací caía un aguacero que causó inundaciones a lo largo y ancho de la ciudad. “Los rayos y ventarrones eran tan violentos — me decía —, que por poco levantan el techo de la casa.” Ese 24 de abril de 1944 — que por coincidencia fue también la fecha en que se inició en el barrio La Milagrosa la construcción de la iglesia (y un 24 de abril nació Fernando González, el filósofo de Envigado) — llovió con una copiosidad sólo comparable con el infaltable aguacero del día de la Santa Cruz. Hoy la iglesia de La Medalla Milagrosa es un templo enorme construido casi todo de ladrillo, y Fernando González murió en 1964, año en que terminé de estudiar en el Instituto de Artes Plásticas. Cuando estudiaba artes en el Instituto tuve oportunidad de ver de nuevo al maestro en las exposiciones de arte en el antiguo Museo de Zea: fue él quien inauguró la exposición de óleos del pintor León Posada. Recuerdo la elocuencia de sus palabras y la finura de sus expresiones en la lectura del texto de inauguración; recuerdo también cómo a medida que iba hablando, 104


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con su bastón iba señalando las pinturas de la muestra. Ese día vestía igual como lo conocí: camisa de rayas azul, pantalón de yin, boina vasca, bastón y un infaltable libro debajo del brazo. Cuando estuve cerca del maestro para saludarlo después de la presentación, noté que le faltaban dos dientes en la parte inferior derecha del maxilar inferior. En la hora de mi nacimiento, a eso de las cuatro y treinta de la tarde, atendió a mi madre la partera doña Merenciana Velásquez. Cuando joven, había sido maestra de escuela, y para la época de nuestra infancia contaba con más de cincuenta años, escribía poemas y tañía la guitarra. Nos tenía gran aprecio. Todas las mañanas, luego de misa, se dirigía a nuestra casa a desayunar, o tal vez solo para leernos su última poesía. La recuerdo alta, de complexión delgada, con cierto aire de aristocracia, con una voz clara y educada que le servía para tratar con delicadeza a las personas. Siempre la consideré como de la familia. —Teresita — le decía doña Merenciana a mi madre —: ¡Qué hermosos hijos tienes! ¡Gracias al cielo por haberme dado la oportunidad de ayudar a traerlos al mundo! Gracias a ella ahora existimos, pienso. La poetisa, vestida siempre de negro, con un pañolón que le cubría su hermosa cabeza, con paso lento se iba alejando de nosotros mientras con una mano larga y nervuda se despedía diciendo: —¡Que Dios los bendiga! ¡Dios es grande!

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Todavía conservo un cuaderno con su poesía sencilla, de una simplicidad tanto como esto: Noventa y un años que llegué a la vida sin conocer el ideal a que venía, y fueron mis lágrimas amargas para por ellas llorar toda la vida. Doña Merenciana era la madre de José Ochoa Velásquez, “Pupema”, un pintor alcohólico muy popular en La Milagrosa. Alto, de nariz aguileña algo torcida, frente alta y despejada, cabello escaso y canoso, saltones sus ojos, morena su piel, largas sus manos huesudas. Vestía un eterno cachaco arrugado, y en el bolsillo del saco, como en eterno reposo, guardaba una botella de aguardiente. Lo contrataban para que pintara motivos paisajísticos en las cantinas y le pagaban con aguardiente. Cuando no había aguardiente para consumir, como un alquimista revolvía alcohol antiséptico con “Carta Roja” o limonada. También consumía del aguarrás para lavar los pinceles. Bebía a chorros, sin cuidarse de quién lo miraba, haciendo gestos extravagantes con su impúdica lengua y sus torcidos labios. Cada vez que se enloquecía, exponía su procacidad desplegando la más rica colección de palabras obscenas que jamás se había escuchado, y concluía sus retahílas amenazando: “¡O te retirás hijueputa, o te mando a los infiernos con el pulmón roto!”. Las madres corrían a guardar a los niños mientras los adultos azuzaban a “Pupema” para que con más ardor liberara su endemoniada ira. Pocas veces se le veía sobrio, pero, cuando lo estaba, se mostraba inteligente, poseedor de conocimientos, amigo de la poesía y de las artes. Murió semiparalítico, tirado en la calle del Cuchillón, años después. Ese 106


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era el hijo de Merenciana, la partera a la que debemos en parte la llegada a la vida. Escribía así: Yo no puedo negar que con mi vicio la haya hecho sufrir, pero más he sufrido yo porque para mí el vicio es un suplicio y por eso hoy me encuentro arrepentido. José Ochoa Velásquez, “Pupema”, era su maldito nombre. —Hermoso capítulo, Papi, así deberías seguir narrando para el libro, creo que a pesar del desorden en que se han contado los capítulos, están unidos por el destiempo que también es válido y tienen un sabor agradable y ameno. —Ya vamos a llegar a Louisville, dejemos así y podemos seguir cuando estemos en la casa de José Miguel, ¿de acuerdo? Después de diez años volví donde mi hermano José Miguel y su esposa Amada, ahora en la ciudad de Louisville. Nos esperaban en el aeropuerto en compañía de mi sobrina Gloria. Nos llevaron a su casa bella y moderna, en la comunidad de Astorga, donde nos acomodaron en un cuarto muy confortable donde pasaríamos dos semanas. Esa familia acogedora nos brindó comodidades y aprecio, alimentación y buenas cobijas para sortear el frío del otoño. —Mañana — dijo Gloria — haremos la primera salida a la ciudad y sitios de interés como el gran puente entre Louisville y la frontera con el estado de Indiana, sobre el río Ohio. Es muy bello, por la gran profusión de luces en las horas nocturnas, y visitaremos museos y otros lugares que estamos seguros les van a gustar. —Todo eso está muy bien, con tal de que no me lleven a 107


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pescar, no quiero pasar más vergüenzas. —Ah, ya sé a qué te estás refiriendo, Alonso, fue esa vez que viajamos a la playa de Long Branch N.J. en tu primer viaje a Estados Unidos cuando pescaste al buzo, qué risa. —¿Y qué fue lo que pasó, pues? Yo quiero, yo quiero, yo quiero saberlo todo y me gustaría que José Miguel lo contara esta noche después de la cena. Recuerda, Papi, que soy yo quien le da el orden al libro. —Ja, por eso es que va como va. Ese día visitamos en las horas de la tarde algunos sitios de interés, una galería de arte y luego el museo del Bate de Béisbol donde conocimos el proceso de cómo se construye un bate con madera de calidad: roble o maple y guayabo, desde el cultivo del árbol hasta la terminación del bate, y vimos también la galería de los más famosos beisbolistas de los Estados Unidos. En la noche cenamos en un restaurante del Mall San Nicolás, donde degustamos un plato de la especialidad del estado de Kentucky. Estando en este confortable lugar, Lucy le pidió a José Miguel que contara la anécdota que tanto recuerda con jocosidad. —Deuda es deuda y voy a cumplirla. Pero primero voy a pedir otro plato de pollo, con ensalada, sopa de legumbres y tomates en salsa de miel de abejas y un poco de mostaza y… —Por favor, Miguel — le suplicó su esposa —, ya llevas tres platos de pollo con sopa y demás complementos, ¿qué más quieres? 108


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—Es que todavía tengo un huequito en la panza que no me deja tranquilo, pero con un poco de paciencia, después de cenar bien, empezaré el consabido cuento para que lo tengan en cuenta para ese libro.

Pescador de sustos Desde el momento en que Alonso llegó a este país solo pensaba en visitar los museos y las galerías de arte. Para él todo es arte. Para mí, a pesar de que intuyo la inmensa riqueza que Estados Unidos guarda en esta materia, existen infinidad de cosas más para disfrutar. Una de ellas es las playas. Visitar los museos me produce una aburrición y un tedio desmedidos, pero hago lo posible para no ser evidente, pues sé que lastimaría a mi hermano: su vida es el arte, todo lo que él piensa es en función del arte. Él filosofa mucho. Yo, en cambio, prefiero un tipo de distracción ligera. En esto me entiendo mejor con Amada y Gloria, Miguel Ángel y César Augusto, mis hijos, quienes pocas veces han visitado un museo. Si lo hice fue por acompañar a Alonso, y debo reconocer que aprendí mucho con sus explicaciones. Pero Amada y yo decidimos esa vez cambiarle los planes. Le propuse llevarlo a una playa sobre el Atlántico, a una hora de camino de Newark. —¿Has pescado alguna vez en tu vida? — le pregunté. —Nunca — contestó Alonso —. No conozco ni el mar. Como de costumbre, se puso ansioso y me arrebató con 109


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tantas preguntas que no alcancé a responderlas todas: ¿Qué? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Eso de dónde viene?. Preguntaba más que el pequeño César Augusto de ocho años. Lo llevé a un Mall, a comprar el aparejo de pesca. Alonso se hallaba abismado, con los ojos inmensamente abiertos y con un caminar lento de estar más que lelo. Siempre debí llamarle la atención para que aterrizara a la realidad. Varias veces le escuché decir: “Nunca he visto un almacén tan grande. Mira eso, ¡qué maravilloso!” Lo decía señalándome unas vitrinas decoradas. Era el comportamiento y la compostura de un niño. Compramos la caña de pescar, el carretel, el nylon, la carnada y las pesas, pero Alonso quería continuar viéndolo todo en detalle. Por todo me preguntaba. Su capacidad de asombro era… asombrosa. Llegamos a la playa, al cabo de una hora de viaje en automóvil, mientras él permanecía en el puesto de copiloto, en completo silencio, como el mejor observador. Durante esa hora no abrió la boca para modular palabra. Al bajar de la camioneta noté que no miraba nada distinto a esa inmensa franja de color denso y profundo que se extendía al frente hasta el infinito, hasta confundirse con el cielo. Con seguridad no vio a las chicas en bikini, ni a las gaviotas surcando el espacio marino, ni a los pescadores de vacaciones que se disponían a hacer lo propio que nosotros, en el espolón que se introduce en el mar por el costado derecho de las casetas. Él contemplaba el mar, nada más que el mar. Lo miró como nadie de nosotros lo había hecho nunca: en silencio, con solemnidad, con respeto, como si viera a Dios. Seguro en lo profundo de su mente 110


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vio a Neptuno, dios del mar, emergiendo de las profundidades en su carro tirado por hermosos e iridiscentes delfines. O imaginó quizás al gran héroe griego Ulises en sus aventuras. O vio solo al encrespado mar con su colorido abrumador y las luces solares diamantinas y temblorosas de su superficie. No sé cómo en realidad veía él lo que también yo miraba y lo que observábamos todos esa tarde calurosa de cielo límpido y azul. De lo que sí estoy seguro es que en verdad Alonso no conocía el mar, ese espectáculo asombroso, nuevo, descomunal y majestuoso que nos impacta a todos cuando lo vemos por primera vez. Lo tomé del brazo y lo conduje hasta el espolón donde nos esperaba Amada con los niños. En pocos minutos le enseñé a lanzar el anzuelo, allá, bien lejos, al mar, donde pudiéramos pescar un buen animal. Alonso es una persona con una gran capacidad para aprender. En pocos minutos asimiló la enseñanza. Cogió la caña con destreza de pescador veterano y lanzó con fuerza el anzuelo hasta lo más lejos que sus fuerzas se lo permitieron. Con paciencia se dispuso a esperar. Todos hicimos lo mismo. Al rato lo único que habíamos pescado era unos pequeños peces que rápido devolvimos al mar. Pero de pronto la caña de Alonso se curvó y se templó el nylon a punto de reventar. Las miradas de cientos de personas presentes en el espolón se pusieron atentas al anzuelo de Alonso. —Despacio... — le advertí —, lo que cogiste es algo grande… El carretel pedía más cuerda y la presa parecía que se fuera a escapar. 111


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—No la sueltes… — le sugería —, camina despacio… Lo noté nervioso. Caminó en dirección al extremo del espolón hasta llegar al punto donde no podía avanzar más, y los otros pescadores cedían espacio para que Alonso pudiera desplazarse. Todos los espectadores suspendieron sus actividades y se dedicaron a darle a Alonso consejos en inglés y en español, pero él permanecía concentrado en su tarea. Un hombre de cuerpo descomunal quiso colaborarle, pero Alonso lo rechazó. En un tímido español le dijo: —No, señor, yo también soy capaz. Y así, entre estira y afloje, comenzó a recobrar el anzuelo, paulatinamente. La presa había cedido, y se iniciaba el camino de recuperación obedeciendo al recobro del carretel. El agua se movía en remolinos, quebrándose en pequeños puntos de luz, a medida que el pescador recobraba el anzuelo hecho para resistir un fuerte envión. La gente permanecía en silencio, a la expectativa, solo había ojos para mirar el punto donde en cualquier momento surgiría el gran pescado. Primero emergió un punto amarillento y peludo; después, unas enormes gafas, y de repente apareció la inmensidad del cuerpo de un buzo, vivito y coleando, con todas las indumentarias de un profesional del agua, con tubo de oxígeno en la espalda y aletas enormes en sus pies. Del silencio pasamos al asombro, con una expresión general de ¡Ah!, mientras Alonso seguía recobrando el carretel con el extraño personaje enganchado de la solapa del cuello. Los cientos de 112


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personas que miraban asombrados la extraordinaria pesca pasaron de las expresiones de asombro a las de risa. Muchas se acercaron a Alonso para felicitarlo por su suerte de pescador, y enseguida se alejaban del lugar, decepcionados. Miré a mi atolondrado hermano colombiano y vi en su cara, primero un gesto de susto y de frustración, y luego, al momento, le escuché una risita nerviosa, que poco a poco se fue tornando en una risa plena, como el rebuzno de una mula. Tiró al suelo la vara de pescar, exclamando: —Mira, José Miguel, lo que soy yo me voy a ver los museos, a mí que no me jodan más. Se alejó rumbo a la playa, mientras el buzo y sus demás compañeros que fueron emergiendo del mar en el mismo lugar, empezaron a colocar boyas unidas a un cordel para delimitar el lugar y prohibir la pesca en el extremo del espolón. —Qué bella y chistosa historia, ya entiendo por qué mi Papi no quiere que lo lleven de nuevo a pescar, tiene mala suerte cuando pesca. Una vez que lo invitaron a pescar en el río de La Magdalena, sacó una bota de un muerto que los paramilitares botaron al río. —Bueno, ya por hoy hemos cumplido con la visita a esta ciudad, mañana saldremos a otra parte de interés, los famosos Derby de Kentucky — dijo Gloria. —Con mucho respeto Gloria, pero no me gusta ese programa de caballos, ¿o es que no hay algo más cultural en esta ciudad que 113


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ver potrillos? —Claro que sí, tío, vamos entonces mañana en la noche a visitar el gran puente monumental con la iluminación navideña. En el puente podemos escuchar la música country de Indiana y Kentucky, interpretada por músicos autóctonos de estos dos estados fronterizos. Del lado de Indiana hay restaurantes muy buenos con comida de la región. —Eso me gusta, donde haya comida allá estoy, ya me sueño comiendo carnita suave de cordero o venado adobada con muslitos de pollo, cerdo o pescado… ¿qué les parece? Allí aprovechamos para escuchar otro capítulo del libro mientras yo paladeo un pedazo de pernil, bien asado… —Bueno Miguel, si sigues hablando de comida lo mejor es que te quedes en casa antes de que nos arruines con tantos platos tan caros. Salimos a las seis de la tarde en busca del famoso puente monumental, una estructura de hierro que en la antigüedad se usó para los trenes de carga. Ahora se construyó un viaducto moderno que pasa un poco más retirado del centro de la ciudad y con mayor capacidad para trenes de carga modernos y rápidos. En el centro del viaducto se parte en dos la frontera de los dos estados sobre el río Ohio, del lado de Kentucky se escucha la música de ese estado y lo mismo sucede con el costado de Indiana, y es común encontrar a músicos jóvenes interpretando la música folclórica característica de cada estado. 114


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Al llegar al otro lado de la frontera, en Indiana, buscamos un buen restaurante y allí cenamos al vaivén de la música country y el chasquido de los dientes de José Miguel, que se dio el lujo de engullirse cuatro platos de diversa preparación, más cinco cervezas frías que, a pesar de la noche gélida de otoño, no lo inmutaban, mientras se tocaba la panza para verificar que no le quedara un huequecito en algún lado. Lucy estornudó, y yo, para no quedarme en silencio, la acompañé con dos sonoros estornudos, dando a entender que yo estaba también, acorde con mi esposa, contagiado del resfriado conseguido en las frías aguas de las cataratas del Niágara. Amada me exigió: —Qué hubo pues Alonso, dame la oportunidad de que sea yo quien cuente la historia de cuando viniste la primera vez a Estados Unidos. ¿De acuerdo? Yo también quiero tener la oportunidad de hacer parte de ese libro... —No estoy de acuerdo…, aahh…, deja que sea yo quien lo cuente, mira Amada, el capítulo ya está escrito como un ensayo y lo escribí en primera persona…, aahhh… porque me parece más…más…, ¡chiiis!, apropiado para la obra en general, dice así…

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Mi primer viaje a USA En 1974 viajé por primera vez a Estados Unidos. El objetivo era conocer los grandes museos de arte de Nueva York y visitar de paso a mi hermano José Miguel y a su familia en la ciudad de Newark. Este viaje lo realicé gracias a una pasantía que me otorgó la Universidad. Debo confesar que esa mi primera salida del país fue la realización del sueño más intenso que un joven artista de humilde cuna como yo puede tener: viajar al exterior. Desde la época de estudiante de artes en el antiguo Instituto siempre quise conocer los originales de las obras maestras del arte universal. Era verano cuando llegué. Después de indagar por el bienestar de la familia y de saludar a mis sobrinos, aún con la maleta en la mano le pregunté a José Miguel: —Bueno, ¿y dónde están los museos? —Ya sabía que era lo primero que ibas a solicitar. Mira, ya te compré un mapa — respondió José Miguel entregándome el mapa. Con avidez lo desplegué sobre la mesa y empecé a localizar los lugares. Lo primero era los museos, así que definí la primera visita al Museo Metropolitano. Al día siguiente me dirigí allá con mi hermano. Las distancias se me hicieron interminables. Me hallaba excitado, el museo repleto de obras de arte me aguardaba. Constantemente le inquiría a José Miguel: ¿cuándo vamos a llegar? 116


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—Cuando lleguemos — respondía. Mi ansiedad era tan grande que me sudaban las manos. Me sentía como un niño al que llevan por vez primera al circo, mi mente instituía sin cesar situaciones ficticias y mundos imaginarios de felicidad o de desdicha, fruto de la incertidumbre, de la angustia y de mi andar inseguro por la Quinta Avenida o el recorrido apresurado por el Parque Central, al que descubrí con ese característico olor a vegetación florecida (en primavera y verano) bajo el calor de un estío húmedo y pegajoso. Todo: el subway, los edificios descomunales, las grandes avenidas, las Torres Gemelas, la profusión de gentes que andaban por aquellas calles que yo recorría por primera vez, y la edificación majestuosa del Museo Metropolitano, todo era deslumbrante para mí… —Con esta estornudadera tan brava creo que no voy a poder continuar la historia... El arte es un imán que aglutina a las personas por medio de una energía invisible que penetra a través de los sentidos, produce agitación placentera y llega a lo más profundo del ser, quedándose ahí por un segundo o por una eternidad. Así que entre los miles de turistas que esperaban ingresar, nos aproximamos al museo. Durante todo el día, hasta las cinco de la tarde alcanzamos a visitar la parte baja. Abandonamos el edificio cuando tocaron la campanilla para anunciar la terminación de la visita. Sentía mi cuerpo cansado, pero mi alma no cabía de contento y de alivio al saber que por fin estaba consiguiendo aquello que había soñado. 117


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Qué duro es observar con atención obras de artes durante horas, se genera un agotamiento tal que solo se piensa en tirarse luego a descansar en cualquier lugar. Recuerdo que hubo algo que llamó poderosamente mi atención. Al llegar a la sala de arte flamenco, vi el cuadro de Rubens Venus y Adonis. Esa composición diagonal con Adonis de espaldas, Venus de frente y un perro de manchas oscuras, era el mismo cuadro cuya reproducción descubrí en el primer libro de arte que tuve en mis manos en la antigua Biblioteca Pública Piloto en 1959, a mis quince años, en compañía de mi primo Gustavo. Ahora tenía el doble de esa edad e igual me sentía como un adolescente feliz con todo el mundo ante mí para conquistar. Esa primera semana visité a diario el museo. Lo conocí en su totalidad, o casi, pues en realidad nunca se conoce totalmente al Museo Metropolitano de Nueva York, pues cuando uno ha visitado todas sus salas, cae de pronto en la cuenta de que ya todas han sido renovadas con otras obras de otras épocas y de diferentes colecciones… —Bueno Alonso, si sigues estornudando creo no vas a terminar nunca, y lo peor es que nos vas a contagiar a todos de esa gripa que trajiste de no sé dónde. Tápate los mocos a ver si así no nos pegas esa asquerosa peste. …Podría visitarse todo el año, todos los años, sin terminar nunca de conocerse la riqueza total de sus colecciones. Existen obras de arte tan cautivadoras que exigen una atención mayor, y hay algunas que por más que se observan nunca alcanzan el tiempo y la concentración requeridos para admirarlas. Si nunca se puede 118


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afirmar en forma absoluta que se conoce una obra de arte, menos se puede decir de un museo que guarda tantas piezas maravillosas. La estación de verano en los Estados Unidos es la época de las vacaciones y las familias aprovechan para cumplir los programas que han planeado. Así que conté con la fortuna de disponer de tiempo para disfrutar con mi hermano y su familia… ¡Putas…! —Es correcto — dijo Amada —, estuvo bien las observaciones al capítulo, pero lo que más nos está preocupando en este momento es el catarro de ustedes, es mejor que se cuiden. En casa les voy hacer un remedio infalible para acabar los catarros: raíces de jengibre, miel de abejas y zumo de limón. Ya verán que mañana van a estar mejor para que sigamos la visita a la ciudad. Al día siguiente no salimos de la casa debido a los malestares de la gripe. Gloria, en consecuencia, debió cancelar las visitas que teníamos programadas para ese día. Amada, como siempre tan atenta, se dedicó a cuidarnos con bebidas caseras, y con regaños cada vez que Lucy asomaba la cabeza por el patio de la casa para tomar la fresca, porque, según decía, sentía mucho calor y sofoco. En la tranquilidad de la casa me dediqué a pulir los textos del libro en mi portátil y logré acomodar algunas ideas que se me habían ocurrido recordando a mi madre cuando me contaba historias de mis abuelos Papá Manuel y Mamá Heliodora. Esta vez no le narré a nadie estos tesoros literarios. Los días de esa semana que era la última en compañía de José Miguel, y a pesar de los inconvenientes de salud, queríamos de 119


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todos modos aprovechar para conocer otros lugares. Lucy, que estaba con fiebre alta, oyó que el plan era visitar algunas tiendas importantes. Como volviendo de ultratumba, levantó la cabeza, se arregló la cabellera y con voz segura dijo: ¡Yo quiero, yo quiero, yo quiero ir!, no me dejen porque soy capaz de matarlos si me dejan aquí en la casa, ¡descarados! Dicho y hecho, se fue Lucy de tiendas con Gloria, Amada y José Miguel, y yo me quedé repasando notas y escribiendo nuevos detalles del capítulo siguiente, en la soledad de la casa, con todas las comodidades para trabajar sin interrupción por algunas horas. El paso a seguir del libro tenía que ver con algunos acontecimientos y aventuras de infancia con mi primo Gustavo. Iríamos, en efecto, a Chicago, aprovechando las vacaciones de Alex, el esposo de Gloria, quien prometió llevarnos en su carro. ¿Quién mejor que mi primo para que narrara el capítulo de nuestras locuras de la infancia? Su gran memoria y esa capacidad narrativa suya me iban a ayudar mucho refrescándome los hechos sucedidos hace muchos años. El GPS satelital nos llevó a Chicago y luego a la casa de Gustavo con la precisión de un reloj Suizo. —Mira Alonso — me dijo Alex al llegar — una de esas casas que están al frente es la casa de Gustavo, creo que es la de la esquina. Nos bajamos del carro y con solo caminar unos pocos metros verificamos el número de nomenclatura de la casa. Tocamos la puerta y apareció Teresa con una sonrisa enorme. Nos mandó entrar y luego de un gran abrazo nos dijo: 120


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—Gustavo está por llegar, no se demora, ya viene del trabajo, pero síganse, descarguen sus maletas y conversemos, seguro que vienen cansados del largo viaje y desean tomar un refrigerio. Al momento llegaron también las dos hijas Gloria y Claudia, con sus respectivos esposos. Alex y mi sobrina Gloria sentían gran curiosidad por conocer a Teresa y a Gustavo, debido a los comentarios que hacía mi hermano José Miguel cuando recordaba jocoso las historias de Gustavo y yo cuando niños. Poco después llegó Gustavo, y luego de saludarnos eufórico se sentó con nosotros a platicar. No faltaron sus chistes y comentarios de cómo fue que después de muchas dificultades logró comprar la casa para su familia. Teresa nos invitó a sentarnos en el comedor donde había servido una cena con motivo de nuestra llegada. Lucy y yo seguíamos tosiendo y estornudando. El problema parecía agravarse, la tos era tan persistente como la de la niña en el avión. Después de cenar y descansar, Teresa dijo: —Mira Alex, Gustavo y Alonso tienen mucho de qué conversar, ojalá nos cuenten sus historias de cuando niños y verán como nos quedamos hasta el amanecer escuchándolos. —Creo que lo mejor es que sea Gustavo quien cuente, porque lo que soy yo, no puedo por la tos y la estornudadera. —Bueno, ya que ustedes lo quieren, así será, ¿por dónde empezamos? 121


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Nos acomodamos en los asientos en forma de círculo como lo hacíamos en la niñez para escuchar al abuelo Papá Manuel en la finca de El Manzanillo cuando nos contaba historias de brujas y espantos. Preparé mi portátil y esperé ansioso.

El entorno maravilloso de la casa de la infancia

Teníamos pocos años y anduvimos, claro, entre malevos mezclados de inocencia. En la Manga del Medio, un predio baldío de La Milagrosa, jugábamos partidos de fútbol de un día entero. Comenzaba el partido a las ocho de la mañana y a las siete de la noche todavía jugábamos. “Carranchil”, uno de los jefes de la barra, hombre que había asesinado a puñal a otro de los compañeros que le decían “El Camaján”, sacaba un cuchillo y lo hundía en el césped, luego plantaba otro en frente y nos daba una orden: —Esta es la portería, pelao — y ponía a Alonso de portero —. Si alguno lo atropella, pelao, me dice que yo mato a ese hijueputa. Lo mismo hacía “El Tuerto” con su portería: la marcaba con dos cuchillos. Los goles eran por docenas. En esa misma manga varios de los muchachos mayores llegaron a violar a muchachitas. Alguno la llevaba campo adentro mientras los demás hacían fila para el redoblón, a pesar de lo mucho que la víctima se defendía. 122


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Lo sabía mucha gente, pero nadie decía nada. De esas cosas los menores apenas nos dábamos cuenta, pues todavía Alonso y yo éramos niños de menos de ocho años. Elevábamos cometas, jugábamos guerra libertada, sosteníamos enfrentamientos a piedra con las barras vecinas. Ese lugar de la Manga del Medio era nuestro parque de diversiones. Había una pendiente donde nos deslizábamos sentados en cocas, hojas de palma que alguien traía de los árboles de la calle Bolivia en el centro. También lo hacíamos sobre tablas a las que les untábamos sebo para que se deslizaran mejor. Los vecinos también se reunían allí como una gran familia. Marta y Álvaro, mis primos, se divertían también con nosotros. Fabio no había nacido aún. En noches de verano nos tirábamos al suelo, boca arriba, y en un silencio mágico que nos acercaba a lo sideral nos quedábamos mirando el azul profundo del cielo tachonado de estrellas, y alelados soñábamos con mundos imposibles. Pasábamos horas apostando al que viera más estrellas, maravillados con la luna llena, enorme y manchada sobre el Pan de Azúcar, y con el esplendoroso Venus en el poniente, del que creíamos era una estrella más, y con las Siete Cabritas y el orgulloso Júpiter seguido del tímido Saturno. Fueron esas nuestras primeras observaciones del firmamento. Todavía ahora sigue siendo la diversión favorita de Alonso mirar el cielo y soñar con galaxias, mundos nuevos y seres de otras latitudes, ¿o no Alonso? José Miguel y Uriel, mis primos, los hermanos de Alonso, en la época de vientos de agosto construían cometas de todos los 123


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colores y formas, con zumbadores que luego podíamos escuchar colocando la oreja sobre el hilo. Recuerdo a Ramón Lotero, que construía “media-mesas”, cometas tan grandes que eran capaces de arrastrar a un hombre. Las elevaban entre varios, con cabuyas resistentes para que no los venciera el viento. Era impresionante el espectáculo, inolvidable para nosotros ese cielo poblado de cometas, hilos y colas de trapo serpenteantes creando tal maraña de enredos que parecía haberse formado en el firmamento una telaraña gigante. Uno de los entretenimientos preferidos de Ramón Lotero era construir radios de galena en cajitas de jabón. Uno que hizo se lo regaló al “Tullido”. Pero, sobre todo, Ramón Lotero, que era bajo de estatura, de piel morena, ojos vivarachos y boca desdentada, sobresalía porque interpretaba muy bien la guitarra. Cuando venía a Medellín el renombrado cantante de música decembrina Guillermo Buitrago …la víspera de año nuevo estando la noche serena la familia se quedó con Noelo yo gozando a mi morena…, Ramón Lotero era su acompañante guitarrero. Su casa en diciembre se convertía en una fábrica de globos de papel. Fue allí donde aprendimos a hacerlos. Uriel, el primo, el más diestro y alegre de nosotros, aprendió a fabricarlos mejor que nadie, de todos los tamaños y colores. Cuando llegaba Navidad sus destrezas manuales y su disposición de ánimo lo convertían en el líder ideal para organizar el pesebre y preparar los adornos navideños. En general, éramos como el común de la gente de Medellín y practicábamos sus mismas costumbres, ¿o no Alonso? 124


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Por estos mismos lugares del barrio La Milagrosa que ahora aprieta en la memoria, recuerdo que una vez, cuando Alonso tenía tres años y yo cuatro, recorría la calle una vaca blanca y negra, muy brava, que había embestido a varias personas, entre ellas a Marta, a quien revolcó en el suelo y casi la mata. Alonso se encontraba en la puerta de su casa cuando la vaca se le vino encima. Alonso trató de entrarse, pero la puerta estaba cerrada. La vaca se llegó ante él, le arrimó la cabeza, sacó la lengua y empezó a lamerle el cabello y la cara hasta dejársela rayada y mojada de salivas, mientras el corazón de Alonso quería salírsele del pecho. Del miedo que sintió, se orinó en los pantalones, mientras la vaca, con la misión cumplida, se alejó tranquila por la calle. Pienso ahora que ese animal era sabio, pues lo identificó por su signo zodiacal: Tauro. Recuerdo a don Isidro Bravo, bravo hasta en el apellido. Ese viejo cascarrabias se la pasaba todo el día sentado en la entrada de la casa del “Tullido”, en una escala de la acera. Fumando tabaco, con los codos sobre las rodillas, las manos sosteniéndole la cabeza agachada, escupiendo hasta hacer una charca de saliva viscosa e inmunda que corría por el suelo por entre sus viejas alpargatas de tela verde y suela de tejido de cabuya, dibujando un hilo largo y sinuoso, como su larga figura esquelética de espantapájaros. Con el sombrero de paño ladeado, don Isidro peleaba con todo el vecindario, arremetiendo con un palo contra todo el que se atrevía pasar a su lado. Tenía marranos, y una vez, en ocasión de que la peste llegó, todos se le murieron. Los de la gallada cogimos un marrano muerto y lo colgamos de un poste que había en La manga 125


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del Medio al pie de la casa de Hernán González, “Gumao”, para que no se lo comieran los gallinazos, lo que intentaban con ahínco hacer. Había que verlos saltando tratando de alcanzar la carne o descendiendo intentando en vano suspender el vuelo en el aire como colibríes. Logramos coger uno. Lo amarramos con un lazo de la pata, pero en un descuido se voló. Gracioso fue verlo en pleno vuelo dando círculos, golpeando con el lazo a más gallinazos hasta casi derribarlos, un destino que súbitamente le cambió la vida o que acaso era ese su destino. El marrano empezó a podrirse, y como los vecinos no aguantaban la fetidez, alguno llamó a la policía. Nos obligaron a enterrar el cadáver. Para entonces el barrio olía de lo bueno, pues la Manga del Medio se había transformado de pronto en un enorme cementerio porcino donde uno a uno fueron enterrados los marranos que se le fueron muriendo a don Isidro. Al comienzo de la peste, “El Tullido” le recomendó a don Isidro que les practicara a los cerdos un corte en la oreja para que sangraran y saliera la enfermedad. Cogió, en efecto, don Isidro los marranos y uno a uno los fue sangrando. Pero como el viejo veía mal y sus manos eran torpes, no controlaba la cuchilla y partía las orejas de los marranos, y en algunos casos hasta quedaron sin orejas los pobres animales. “¡Viejo bruto!”, le gruñía “El Tullido” desde su cama, mientras don Isidro maldecía a la vida por su mala suerte. “El Tullido” era en realidad Alberto Moreno. Llevaba 126


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veinte años postrado en cama, en la misma posición, sin poder moverse. Para que no se le quemara la espalda su madre le ponía una ponchera con agua fresca debajo de la cama. “Cuando me muera, tendrán que quebrarme las piernas para poder meterme en el cajón”, decía a cada rato “El Tullido”. Su madre, Rita, era una limosnera de profesión que salía en las mañanas a mendigar en Guayaquil y al volver a casa en las horas de la tarde traía el sustento para ella y su hijo. Algunas veces llegaba irritada por el cansancio, pues iba siempre a pie. Se peleaba con “El Tullido”, con insultos y recriminaciones, y era tal la algarabía que hacían, que las gentes de la cuadra salían asustadas de sus casas a mirar lo que ocurría. La casa de la infancia de Alonso aún existe, con algunas reformas. Era pequeña, sencilla y limpia, de un solo piso. Tenemos de ella bellos recuerdos, y si la vida se lo hubiera permitido, Alonso la habría comprado. Era La Milagrosa en ese entonces un barrio incipiente, de casitas de estrato medio bajo, habitado en su mayoría por familias campesinas venidas de Oriente. En este barrio de calles sin pavimentar Alonso conoció y sufrió su primer amor platónico: Nuri, una negrita chicanera que nunca supo entender sus galanteos y mensajes y rechazó sus invitaciones a bailar los diciembres. Él no la olvida, pero los años pasados se la van difuminando en la memoria, ¿o no Alonso? Yo también me enamoré de Nuri, a mí sí me hacía caso, porque la hacía reír y llegué a invitarla a cine al teatro Ayacucho, a ver películas de vaqueros y de indios americanos. La Milagrosa queda entre los barrios Buenos Aires, por el 127


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costado nororiental, el barrio Loreto hacia el sur, el barrio El Salvador a occidente y las mangas de El Indio por el costado oriental. En el Salvador aún existe el monumento gigante de El Salvador del Mundo, en la cima del cerro que muchas veces visitamos en nuestra juventud, por la admiración que nos despertaba la imponencia de la estatua y el paisaje cercano de la ciudad que desde allí contemplábamos construyendo nuestros sueños. A las mangas de El Indio íbamos a robar pomas con “El Negro Tuerto” y “Carranchil”. Por lo demás, en el barrio de nuestra infancia había gente alegre que se arrullaba bajo la música de tango en la cantina de Carablanca, en la esquina de la cuadra. Barrio plateado por la luna rumores de milonga es toda tu fortuna hay un fuelle que rezonga en la cortada milonga… Se escuchaba con frecuencia esta melodía arrabalera y triste de Gardel, y la terminamos memorizando de tanto oírla. …Yo grabé nombres que quiero Rosa la milonguita, era rubia Margot y en la primera cita la paica Rita me dio su amor… y escuchábamos la “Serenata del Mediodía”, programa de música romántica que se oía en Caracol todos los días en todas las casas después de la hora del almuerzo. Había en la parte trasera de la casa un patio con un naranjo que perfumaba todo el entorno hogareño en las épocas en que florecían los azahares. Sus naranjas eran dulces como miel, y por ello mismo lo manteníamos azotado. También había una enramada llena de chécheres viejos, fierros varios y un caduco reloj de cuerda que Alonso y yo nos complacíamos en desbaratar una y otra vez hasta no dejar de él más que este recuerdo. Esta enramada se utilizó 128


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después como fábrica de dulces. En ella trabajó el tío Amado, que todavía vive y tiene noventa años; un hombre sombrío y lento, de poca imaginación e iniciativa, pero, eso sí, con ocho hijos… Jajá. Allí el tío elaboraba caramelos, bombones, bocadillos de guayaba, arequipe y jaleas, iniciativas todas de don Miguel con el ánimo de ayudarle a Amado a criar su prolífica familia. También, sin ser un derroche de arquitecto, don Miguel le construyó su casa y lo llevó siempre, se puede decir, sobre sus hombros. Todo da entender que el tío Amado llegará saludable a los cien años como la gran mayoría de los miembros de nuestra familia. En ese patio pasábamos horas jugando con la chatarra, haciendo cosas aparentemente sin importancia. Allí, en ese oscuro salón invadido por el hollín, en esa enramada que servía al tío Amado para fabricar dulces, Alonso desbarató y reconstruyó su primer radio, uno de esos viejos radios de tubos, ¿o no Alonso? En realidad desde temprana edad ya había mostrado curiosidad por conocer el funcionamiento de un radio. Observó con asombro de científico el RCA Víctor de su casa, uno de esos aparatos grandes con bulbos enormes y calientes (tríodos y diodos) que poseía un ojo mágico que abría y cerraba, como un ojo de gato, al accionarse la perilla del dial, y con la placa de un perro sentado escuchando atento las ondas sonoras de un gramófono. Recuerdo que cuando por primera vez en casa el RCA se encendió y comenzó a funcionar, Alonso le preguntó a su padre por qué el radio cantaba unas veces y otras discutía. —Es que adentro hay unos muñequitos que saben cantar 129


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muchas canciones y hablan unas veces como hombres y otras veces como mujeres — le respondió. —Pero dejemos que sea Alonso el que cuente esta parte de la historia porque solo él que la vivió puede narrarla con más detalles, ¿o no Alonso? —Bueno pues Gustavo, esta parte me toca a mí y espero que Lucy nos deje contarla sin estornudos y mocos. Ah, Gustavo, pero ¿sabes?, como en la casa de Gloria, allá en Louisville se me quedaron las notas escritas, me tocará improvisar; no importa, mi memoria es de elefante, ya verán. Yo miraba inocente por la parte de atrás del radio y veía sólo tubos y alambres que se iban calentando. Como no me convenció la explicación de mi padre, me dediqué a investigar por mi cuenta: desbaraté varios radios viejos para buscar a los tales muñequitos. No demoré en comprender que no existían y que lo que sucedía era un asunto más complejo y mucho más bonito que formaba parte de los revolucionarios conocimientos tecnológicos de la humanidad que siempre desde entonces me han impactado; por supuesto, comprendí que mi padre se burlaba de mí. Años más tarde estudié electrónica por correspondencia en unos libros que me mandaban de Bogotá de la escuela Hemphill Schools en la que me matriculé. Estos estudios fueron pagados por mi hermano José Miguel. Al comprender, ya de modo racional, toda esa maraña de tubos, transformadores, condensadores, tubos de rayos catódicos, parlantes, antenas y demás artefactos que permiten el 130


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funcionamiento de la radio y la televisión, se me fue extinguiendo la curiosidad por saber qué eran los radios, los televisores y los equipos de sonido estereofónico. Siempre mi mente ha sido muy inquieta ante los descubrimientos humanos que la vida me pone al frente. Lo mismo me sucedió con los carros, de los que aprendí en los libros de Uriel, quien aprendía mecánica Diesel por correspondencia en la misma escuela: sólo cesó mi curiosidad el día que comprendí cómo funcionaban los motores, la caja y la transmisión y pasé a nuevas indagaciones. La curiosidad y la experimentación, sin duda, fueron fundamentos sobre los que se edificó mi vocación. Años más tarde, en aquella antigua enramada que fue también dulcería, Uriel mi hermano mayor estableció una carpintería, oficio que desde niño aprendí a trabajar y que me permitió evolucionar a mis primeras experiencias en la talla en madera y en pintura. También dedicaba tiempo a otros juegos menos intrincados. Con el barro de las calles sin pavimentar, en compañía de Gustavo construíamos muñecos: perros, caballos, pájaros, máscaras... En los aguaceros nos tirábamos las figuras recién hechas, las destruíamos para embadurnarnos luego todo el cuerpo con el mismo barro, hasta que quedábamos como esculturas recién vaciadas y sin pulir. Con estos juegos infantiles, por la felicidad y plenitud que en ellos sentíamos, por el gusto que producía el poder palpar las formas con las manos y darles nueva vida, descubrí que quería ser escultor, que lo que me gustaba era la representación de las cosas. 131


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Gustavo y yo hemos andado juntos desde siempre y es para mí, más que un primo, un hermano, como un gemelo espiritual. Conservo en un álbum antiguo una foto en donde estamos los dos cuando éramos unos bebés y todavía no caminábamos: él se ve como un negrito de pelo crespo y yo un poco más pequeño y blanco, sentado a su lado, siempre juntos y siempre amigos, tal vez hasta la muerte. Nunca hemos tenido un disgusto y siempre estaremos juntos para bien o para mal. El carácter de mi primo es alegre y su forma de actuar es la de un payaso que siempre está bromeando, contando chistes y haciendo jugarretas para hacer reír, a todo esto le acompaña su figura pequeña y su rostro sonriente dispuesto a hacer cualquier fechoría para deleite de las personas, y con una capacidad de narrar historias de forma inigualable. A mi padre no le gustaba mi relación con él. Decía que él era un demonio. Lo curioso es que también el padre de Gustavo decía lo mismo de mí y le prohibían mi compañía. Aunque, a decir verdad, mi primo Gustavo sí era un verdadero diablo. Recuerdo que una vez con su hermano Humberto (mi primo, que murió en Bogotá hace más de veinte años, cuando teñía un aviso publicitario a gran altura y se desprendió al vacío) cogieron un marrano de don Isidro y le metieron una manguera por el ano, abrieron la llave del agua y lo llenaron hasta que el pobre animal murió. Al explotar botó agua por la boca y las orejas. Cosas de niños y cosas de bárbaros, porque los jóvenes y niños muchas veces se comportan como bárbaros para satisfacer sus curiosidades.

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Me encontraba estudiando el primer año en la Escuela Boyacá, en 1952, con mi primo Gustavo, cuando le conté de mi partida a una finca donde nos iríamos a vivir. Ya no podríamos nunca más volver a cometer maldades con los cerdos de don Isidro, o a jugar con el barro de las calles sin pavimentar, con el que fabricábamos los animales y máscaras que luego forrábamos con papel periódico pegado con engrudo de harina de yuca: mis primeras obras. “Siquiera se va Alonsito y nos deja en paz”, le dijo entonces Gelio a su hijo Gustavo. —Es verdad que estos muchachos eran algo extravagante de lo perversos y locos — dijo Alex —, gracias a Dios ya son unos señores serios y útiles a la sociedad, el milagro se obró y se salvaron las familias de don Gelio y don Miguel. Eran las doce de la noche cuando Teresa dijo: —Bueno, a dormir hasta mañana señores. —Miren amigos, mañana es domingo y no hay que trabajar, les propongo me escuchen ahora un retazo más de la historia, cuando Alonso y yo vagábamos por las calles de Medellín. —Magnífico —dijeron Gloria y Alex—, una hora más de tertulia nos viene bien a todos, ¿de acuerdo? Así de contentos estábamos a pesar del malestar de Lucy y mío.

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La biblioteca En nuestras incursiones por la ciudad con mi primo, descubrimos la Biblioteca Pública Piloto que estaba situada en La Playa, entre Córdoba y Girardot. Allí Alonso encontró un libro grande de pinturas de Rubens: quedó fascinado. —¡Uy primo, mira lo que encontré, qué bellezas de láminas, parecen de verdad las imágenes!, creo que esto es lo que yo pienso hacer algún día, seré pintor y dibujante, ja. —Alonso, yo también quiero ser artista como vos, sigamos buscando más de esto, que me gusta. Hallamos El Criterio de Balmes y El Crepúsculo de los Dioses de Nietzche, libros que Alonso devoró con entusiasmo y celeridad como se devora un manjar de Navidad, descubriendo en ellos un tesoro que nunca jamás olvidaría. En adelante no salió de la Piloto, y hasta llegaba tarde al Instituto por quedarse leyendo. Se desató en él un deseo desaforado por la lectura y leía todo lo que se le atravesaba: libros, revistas, avisos de prensa, rótulos de marcas y hasta papeles que recogía del suelo y desenvolvía con mucho cuidado con sus dedos, cogiéndolos de una puntita para no embadurnarse las manos: todo lo que tuviera letras lo leía. En la biblioteca descubrió el arte y sufrió el gran impacto que cambió definitivamente el rumbo de su vida.

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En aquellos recorridos recogíamos en los solares chatarra que vendíamos al otro lado del río Medellín, para con el producto de la venta comprar chucherías, y cuando regresábamos a casa no teníamos ni cinco centavos. En una de esas tardes fuimos a visitar el Museo de Zea, hoy Museo de Antioquia. Antes de llegar, Alonso me dijo: —Hombre primo, yo nunca he entrado a este lugar pero para mí es familiar, creo que lo he visitado en sueños, si quieres te lo describo. Aun cuando no le creí, me describió dónde quedaban las escalas, cómo se hallaban distribuidos los salones, dónde estaban las exposiciones permanentes, dónde las de planta. Al entrar y recorrer la edificación comprobamos atónitos que todo correspondía con exactitud a lo que había descrito. —¿Ahora sí me crees que lo conocía, o todavía lo dudas? Esta fue una de las primeras pruebas de su capacidad premonitoria que durante el transcurso de su vida se volvió a manifestar en varias ocasiones. En 1964, año en que terminó los estudios, se encontraba conversando con unos amigos y compañeros del Instituto cuando de pronto se dibujó en su mente una escena: se vio en un taller de escultura grande e iluminado, haciendo el herraje de una escultura, amarrando con sus manos unas varillas de hierro con alambre. Al año siguiente, cuando ya estando en el taller recién construido del maestro Arenas Betancourt, al estar elaborando un herraje de la obra Monumento 135


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a los Fundadores ubicada después en la ciudad de Pereira, sintió de repente que estaba viviendo la escena virtual que había previsto doce meses atrás. —Espera Gustavo, déjame que yo narre este pedazo de la historia, estoy ansioso por hacerlo, además ¿quién más que yo lo puede hacer? Ese día, un lunes de septiembre, cuando el maestro me entregó unos dibujos de un proyecto escultórico para la ciudad de Pereira, yo me encontraba almorzando en el taller. Luego de un receso reiniciamos labores, empezando por la construcción de unos herrajes o esqueleto en hierro y alambre. Serían las tres de la tarde de ese día brillante y caluroso cuando de pronto sentí algo anormal: la escena que estaba realizando en ese momento era fiel a una escena vivida meses antes durante un sueño despierto, cuando me vi amarrando una varilla de hierro con un alambre durante la construcción de una estructura de hierro para modelar una obra escultórica. Yo no conocía al maestro entonces, ni tampoco existía el edificio del taller. Me quedé tan impactado con la escena vivida tan en pocos segundos, que durante varios minutos permanecí callado, meditando en lo ocurrido. En ese instante entró en el taller el maestro, que estaba en su estudio dibujando. Lo llamé y le conté. El maestro, con cara de sorprendido, permaneció unos segundos mirándome a los ojos como si dudara; luego, con su voz clarinada, me respondió: “Qué curioso maestro Alonso, a mí también me ha sucedido lo mismo”. Le dije: “Ese sueño fue en el mes de abril del año anterior, y creo que fue un viernes”. 136


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El maestro abrió sus ojos grandes enmarcados con unas pestañas largas como de ternero, y me dijo: “Estoy seguro que el sueño mío fue el mismo día y el mismo mes del año anterior, cuando te vi en mi imaginación sin conocerte y estabas amarrando unas varillas de hierro con un alambre”. El maestro me miró de pies a cabeza como mirando un bicho raro y luego se marchó. Cuando terminamos de contar las historias de nuestras vagancias, nos retiramos a dormir. Escuché a Lucy toser toda la noche. Al levantarme fui a la cocina y le prepararé una bebida caliente de jengibre con miel de abejas para calmarle la tos, llamé a Gustavo y le manifesté mi inquietud por la salud de Lucy. Sin embargo ese día hicimos una salida a conocer un museo de artes y otro de ciencias naturales donde, a pesar de los malestares de Lucy, disfrutamos las visitas. En la tarde propuse ir a un centro de salud para una revisión médica, pero Lucy manifestó que no era necesario porque lo que tenían era una reacción alérgica al frío y que ya se sentía mejor con el jengibre y la miel de abejas. En tres días viajaríamos a Colombia y durante esos tres días estuve haciéndole bebidas, añadiéndoles zumo de limón y pastillas antialérgicas. —Esa tos no me gusta — decía Gustavo cuando nos escuchaba toser —. Para mí que lo que tienen es una pulmonía la verraca, ojalá vayan al médico pronto, allá en Colombia. Bueno, a ver quién quiere narrar esta parte de la historia, tú Alonso o yo; si me dejas, te demostraré que también estoy en capacidad de narrar historias; no sé si luego sea capaz de escribirlas, pero no creas que eres el único de la familia capaz de escribir un libro. 137


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—Cálmate, primo, sé muy bien de lo que eres capaz; empieza pues y no posterguemos la narración que los demás presentes están en ascuas esperando la historia. —Bien, hablemos entonces del maestro Jorge Marín Vieco, nuestro primer profesor de escultura…

El maestro Jorge Marín Vieco En el Instituto de Artes Plásticas nos inscribimos en dibujo y pintura con el profesor Gustavo López y en escultura con el maestro Jorge Marín Vieco. Era éste un hombre alto y grueso, de unos cincuenta años, que fumaba a toda hora una pipa muy perfumada. Cuando recibía visitas en su casa, tocaba un saxofón viejo y empolvado: soplaba el instrumento y al momento salía un chorro de polvo y hasta cucarachas del viejo saxofón. En clase, casi siempre permanecía en una silla chupando la pipa y había que llevarle las obras hasta su asiento, fueran pequeñas o hubiera que cargarlas al hombro. Algún día nos dio un cubo de barro y nos dijo que modeláramos un sapo. Yo después de trabajarlo un buen rato, le llevé hasta su asiento el cubo transformado en sapo. El maestro me dijo que estaba muy bien, que veía que yo era un buen alumno y que había entendido a cabalidad el problema planteado. En cambio el sapo de Alonso no le gustó para nada. Le pidió que lo arreglara, porque no había sabido aprovechar la forma del cubo, pero a Alonso sí le gustó el sapo y le pareció que así como estaba 138


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era bueno. Regresó a su asiento y se puso a contemplar en detalle el sapo, cuando de repente descubrió que lo que había modelado era ni más ni menos el retrato de su maestro. El maestro Marín Vieco tenía, en efecto, una boca grande y unos ojos saltones que parecían tocar las gafas siempre empañadas, y unas orejas grandes y la cabeza casi del todo despoblada. Le replicó más tarde que era que él no veía bien con las gafas empañadas y esto bastó para que los dos se rieran toda la tarde. Años después, en su finca Salsipuedes — nombre que le puso el compositor Lucho Bermúdez —, en el barrio Robledo, al occidente de la ciudad, Alonso trabajó para el maestro Vieco en la obra El Resucitado, que se encuentra actualmente en el Jardín Cementerio Campos de Paz. Salsipuedes tiene una casa de amplio corredor, paredes blancas y arcos de estilo colonial. Ubicada en una parte alta de la ciudad, desde allí se tiene una panorámica amplia de Medellín. La finca estaba sembrada de naranjos, y en el jardín el maestro cultivaba una hermosa rosaleda. Aquella casa, decorada en su interior con dibujos y murales de diversos pintores, guarda en sus paredes poesías del poeta negro Jorge Artel: “Cuando me vaya No sabré si un poco de esta casa se va incrustada dentro de mi corazón, O si es un pedazo de mi corazón lo que se me va en esta casa” Y fotografías de otros artistas. Había un piano de cola y otros instrumentos musicales, recuerdos de los muchos artistas 139


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que la visitaban, y el famoso saxofón del maestro. Por Salsipuedes pasaron personajes de la talla de Jorge Artel, Jorge Rojas el poeta, León de Greiff, Gonzalo Arango, el músico Luis Uribe Bueno y el famoso torero Manolete. En el patio empedrado había una fuente de bronce y pequeñas esculturas por doquier, y más al fondo una pequeña casa de huéspedes de una sola alcoba. Allí, donde olía a naranjos en flor y aroma de rosas, el maestro Lucho Bermúdez vivió un tiempo con la cantante Matilde Díaz. En la casa de Vieco el maestro Lucho Bermúdez se inspiró para componer la famosa canción “Salsipuedes”, un porro muy conocido en toda Colombia desde 1948, año de su creación. Durante los meses que Alonso pasó trabajando allí tuvo oportunidad de conocer de cerca al maestro Marín Vieco, quien le hizo sentir como en su propia casa. El maestro Vieco era de temperamento contemplativo. Permanecía largas horas en el balcón de la casa, mirando la ciudad con un viejo telescopio de bronce. De sus gruesos labios colgaba la olorosa cachimba que cuando se extinguía, cosa que pasaba con frecuencia, nunca tenía los fósforos para volver a encenderla. Buscaba en los bolsillos de la ropa y al no encontrarlos, chillaba: “¡Maruja!, ¿dónde están los fósforos?”, a lo que Maruja la negra respondía: “Ya te he entregado tres cajas de fósforos hoy, ¿dónde las dejaste?” Maruja era en realidad el nombre que le puso el maestro a su compañera María Restrepo. Maruja, la del mote verdadero, era María Muñoz, su esposa. Así que para ellos era esa la casa de las Marujas. ¿Quiénes eran ellos? Pues Fabio Parra, escultor ya 140


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fallecido que no dejó ni un solo monumento, apenas una obra en pequeño formato y piezas de colección, y pequeñas tallas de madera. Siempre fue el segundo de Alonso: él lo llevó a trabajar a la Universidad y lo recomendó allí al maestro Rafael Sáenz quien lo vinculó medio tiempo, y Alonso era el jefe de taller de Rodrigo Arenas y él el segundo escultor. Fue una persona de grandes conocimientos y buen profesor de arte. Al fin de los años se distanció de Alonso por causas que aún desconozco. Murió en 2001, de un cáncer de colon tan grande como una de las naranjas de la finca Salsipuedes. También trabajaron en Salsipuedes: Carlos Atehortúa, como ayudante; Alberto Saldarriaga, el fundidor; y Albeiro, un alumno que en un momento dado se marchó a Francia y Alemania y que al regresar tiempo después se convirtió en ayudante, sin pago, por el solo aliciente de aprender escultura. Julio Restrepo, escultor y compañero de estudio trabajaba con el maestro Vieco en otro horario. Fue este un gran dibujante que siempre tuvo un enemigo tenaz: él mismo, ya que sus dibujos perfectos los destruía y terminó, de esta manera, siendo uno de esos genios que se pierden para la historia de una época porque no creen en sí mismos. Era curioso el hecho de que las dos mujeres del maestro fueran amigas y nunca se pelearan. Maruja Muñoz, la esposa, era blanca, baja de estatura y de estampa aristocrática, vivía en otra casa, en el barrio Robledo, y Maruja Restrepo, la negra, vivía con el maestro Marín Vieco en Salsipuedes. Aun cuando poco se visitaban, la línea del teléfono las mantenía unidas. Maruja 141


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Restrepo y no Maruja Muñoz fue la madre del buen pianista y también escultor Jorge Alberto Marín, el único hijo varón del maestro. Jorge Marín Vieco no solo fue un buen escultor sino también un inteligente amante, pues logró mantener la armonía y la paz del hogar en medio de las dificultades. En cierta ocasión Alonso lo buscó para pedirle que le aconsejara con respecto a la obra que estaban realizando. Lo encontró durmiendo en el sofá del corredor, con el dedo pulgar de la mano derecha metido dentro de la pipa. Este pulgar tenía un inmenso callo que el maestro disponía como pisón para apagar la pipa de madera, el mismo callo que le servía para modelar en arcilla sus pequeños proyectos. Casi todo lo que hizo fue miniatura, en arcilla gris, al punto que todas las repisas de la casa y el mismo piano parecían muñequeros. Eran, todos estos proyectos, sus ideas atrapadas en arcilla. Nunca dibujaba antes, todo lo iba captando con las manos, y cuando requería un dibujante acudía a los servicios del maestro Jorge Cárdenas Hernández, pintor y dibujante, profesor del entonces Liceo Antioqueño de la Universidad de Antioquia. —Bueno Gustavo, ya te hemos escuchado un buen rato y lo has hecho muy bien, pero yo quiero seguir la historia porque en esa época te fuiste de marino y abandonaste el Instituto, mientras yo, de terco, seguí estudiando artes: pintura, escultura, dibujo, fotografía. Bien, lo que sigue tiene que ver con la construcción de unas de las obras emblemáticas del maestro Marín Vieco, y fue así…

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En la construcción de El Resucitado, obra de cinco metros de altura sin el pedestal, trabajamos sobre altos andamios metálicos y desde tan privilegiada posición podíamos dominar el paisaje del entorno de la casa y de las casas vecinas. Un día descubrimos a Claudia, una monita que vestía pantaloncitos cortos, con la cual todos empezamos a coquetear en el solar. Le mandábamos mensajes en saetas que lanzábamos a distancia propulsadas por un tubo de metal. La monita de carita inocente nos hacía creer a todos que cada uno de nosotros era su novio. Sin falta, al terminar cada jornada, uno de nosotros la visitaba en su casa, algunas veces, incluso, acudíamos allá en grupo. Pero Claudia no se resolvía por ninguno, pues en realidad tenía un novio que la veía los domingos cuando ninguno de nosotros se hallaba en la finca del maestro. Tal era la audacia y el desparpajo de Claudia la monita, que nos invitó a sus cinco novios (y a muchos más) a su matrimonio. Acordamos en consecuencia asistir en grupo a la fiesta. En perfecta normalidad transcurrieron las primeras horas del festejo, pero cuando el licor empezó a modificar el comportamiento de más de uno, el tono de la fiesta fue cambiando. Fabio Parra después de unos tragos de aguardiente salía de su timidez y era atrevido con las mujeres, y esto fue justamente lo que sucedió. En el momento menos esperado, cuando la novia pasó cerca del grupo, Fabio la tomó de las manos e intentó besarla. Claudia dio varios pasos atrás, mientras su alebrestado ex novio, borracho, le sacaba la lengua en forma obscena y abría unos ojos lujuriosos. Enterado afuera el novio real, todavía en traje de etiqueta corrió al interior de la casa 143


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con un machete en la mano y se abalanzó sobre Fabio. Fabio salió despavorido, cuesta abajo, mientras todo el grupo de ex novios de Claudia corríamos detrás como almas que lleva el diablo. Oíamos que el novio gritaba: “¡Vos que me tocás a mi mujer y yo que te mando a los infiernos, cabrón!”, mientras rastrillaba el machete contra el pavimento sacándole chispas que iluminaron como luciérnagas la noche de aquel inolvidable diciembre. En el Instituto de Artes Plásticas tuve la suerte de conocer a pintores como Jaime Muñoz, Francisco Morales, Rafael Sáenz, Aníbal Gil, Jorge Marín Vieco, Teresita de la Cruz, León Posada, Emiro Botero (quien me enseñó el dibujo de la perspectiva) y Gustavo López. Los estudiantes trabajábamos de lunes a viernes, desde las dos de la tarde hasta las ocho de la noche. A mí me tocaba caminar desde mi casa en La Milagrosa hasta el centro, con los pies desnudos, porque no tenía zapatos. José Miguel, mi hermano mayor, me regaló los suyos para que estuviera mejor presentado. —Se fueron Gloria y Alex de retorno para Louisville — dijo Teresa —, y nosotros vamos a hacer entonces una programación para conocer la ciudad. Luego continuamos con las historias de ustedes. —Bueno Gustavo, aprovechemos que Lucy no volvió a hablar y vive dormida para que organicemos el orden de la historia en la forma que mejor nos plazca, ¿correcto? —Un momento — reclamó Lucy despertando —, lo que es a mí no me sacan tan fácil, recuerden que aunque me esté muriendo 144


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soy yo quien le da orden a esta vaina. —¡Resucitó la muerta! Ya estábamos pensando en conseguir el cajón para llevarte al cementerio. —De todos modos no podemos seguir, porque debemos salir a visitar un famoso museo de la ciudad, que pertenece al Instituto de Artes de Chicago — acotó Teresa. En el famoso museo encontramos desde la entrada principal obras famosas como algunas copias en bronce de la obra de Augusto Rodin, el famoso escultor del siglo XIX, que son parte de La puerta del infierno; pinturas de Giorgio Vasari del periodo Renacentista; pinturas del periodo del Impresionismo: Claude Monet, Edouard Manet, Camille Pisarro…; Picasso… y una colección muy grande de obras escultóricas de cultura hindú. Permanecimos toda la tarde disfrutando de esa hermosa colección de arte, hasta quedar verdaderamente impresionados de ver tanta belleza en un museo americano. Al final de la tarde descansamos en un parque a las afueras del museo y allí vimos asombrados una bandada de gansos que llegaron del norte en formación de punta de lanza. Eran cerca de cincuenta, oscurecieron el cielo al pasar por encima del museo y descendieron a descansar en un lago donde permanecieron tiempo suficiente para nadar, tomar agua y comer alimentos dispuestos para ellos por la municipalidad. Ningún transeúnte osa tocarlos, porque está prohibido por las autoridades. Los gansos caminaron un rato por el césped, sin temores, y luego, como si alguien los dirigiera, en un 145


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mismo instante reemprendieron el vuelo, dejando un rumor de batir de alas y un oleaje en el lago: seguían el viaje como una nube en formación, rumbo al sur.

Don Gustavo López El maestro Gustavo López era un hombre de unos cincuenta años que tenía unos métodos poco ortodoxos para la enseñanza del arte, el dibujo y la pintura. —A ver hombre Alonso, ¿qué es lo que estás haciendo ahí? Eso es feo, mírame, esto se hace es así — y cogiendo el lápiz con fuerza rayaba el dibujo hasta desbaratarlo; rápido, tomaba un trapo sucio para frotar la superficie de papel hasta crear una gran mancha y, tomando un borrador de goma, iba borrando por partes, hasta cuando de esa mancha abstracta emergía como por arte de magia un objeto parecido al modelo. Yo admirado de su gran destreza y lleno de timidez apenas alcanzaba a decir: Sí, profe, así es como se hace. Me sentía avergonzado viendo cómo mi obra hermosa se convertía en una mancha llena de rayas y borrones para luego transfigurarse en un bello dibujo. Ese loco maestro Gustavo López era un verdadero mago con los lápices y el borrador. En otras ocasiones desafiaba a sus alumnos, exigiéndonos más calidad, haciendo de sus reprimendas de tono burlón el método para que nos esforzáramos. Cuando los alumnos estábamos convencidos de que el dibujo o la pintura estaban muy bien 146


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hechos, el maestro se arrimaba por un ladito y luego de mirar en detalle el papel o el lienzo con sus ojos grandes y saltones detrás de las gafas, profería: —¡Vean esto! ¡Quién lo creyera! ¡Con esa estampa de artista que tiene y miren las maricadas que hace! ¿No le da a usted vergüenza? Se retiraba riendo a carcajadas, con los ojos brotados saliéndosele por encima de las gafas, sacudiéndose las manos como limpiándose de suciedad. Nosotros quedábamos desconcertados y vacíos, sin saber qué hacer. Ese era su método: ridiculizar el trabajo del alumno para luego lanzarle la puñalada matrera. En realidad, después de la triste crítica el maestro lo atraía a uno a sentarse a su lado en una banca de madera en el patio y con paciencia y sabiduría iba analizando paso a paso el ejercicio realizado hasta destapar todos los errores que contenía. Luego tomaba el lápiz o el pincel y en un dos por tres con diestros movimientos corregía el dibujo o la pintura, como los diestros banderilleros colocan con precisión las banderillas en el lomo de la bestia. Después, soltando una carcajada triunfante, como el torero vencedor, se excluía de la víctima. El maestro Gustavo López estudió en la Academia San Fernando en España. Gozaba de buena reputación como artista y maestro, aun cuando no legó mucha obra, acaso sólo los bustos de Tyrrel Moore y José Martínez Pardo en la avenida La Playa, y de Tomás Carrasquilla en el Cerro Nutibara, más algunos retratos 147


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al óleo y pastel de personas ilustres. A mí también me dibujó en un retrato muy acertado que jamás volví a ver. Desconozco dónde se encuentra hoy ese dibujo. Cuando conocí al maestro a sus cincuenta años, era de contextura alta y piel blanca, nariz grande, marcadamente aguileña, de escasa cabellera, y esos ojos grandes salidos bajo el marco de sus gafas bifocales. Por su rostro siempre se deslizaban gotitas de sudor, aun cuando el clima estuviese fresco. Muchos años después lo encontré en la Universidad de Antioquia cuando él era ya un anciano jubilado. Caminaba lento, arrastrando los zapatos sobre el pavimento, luciendo la misma ropa de paño gris, con las botas de los pantalones dobladas, al igual que treinta años atrás. Me adelanté para darle la mano y brindarle apoyo. Se detuvo, me miró de frente con sus ojos agudos, y sin responder al saludo me recriminó: —Y yo que pensé que de todos mis alumnos usted iba a ser el genio…, y mírenlo, ¡no terminó haciendo nada! — y con una burlona carcajada se alejó, dejándome desconcertado, rascándome la cabeza, con un revoltijo de inseguridades y temores como cuando era su alumno hacía ya muchos años. Un grupo de alumnos privilegiados podíamos entrar al taller los fines de semana con el permiso de Doña Regina, la celadora, por lo que prácticamente permanecíamos en el Instituto toda la semana; durante seis años, hasta 1964, cuando terminamos los estudios. Ya había sido anexado a la Universidad de Antioquia el antiguo Instituto de Artes Plásticas. El día de la culminación de estudios en el Paraninfo nos dieron un certificado de asistencia, ya 148


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que en esa época no existían facultades de arte en Medellín ni en Colombia, que pudieran expedir diplomas. De la fusión del Instituto de Artes Plásticas y Aplicadas (que también fue conocido años antes como Casa de la Cultura) y el Conservatorio de Música resultó en 1980 la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia. Más adelante, como carecíamos de título para ejercer de profesores, la Universidad nos capacitó para poder trabajar en la docencia. En fin, el sábado de esa semana, 14 de noviembre, viajamos a Colombia con desaliento, tos y fiebre. Lucy se sentó al lado de la ventanilla, bajó la persiana y se dispuso a dormir durante todo el viaje; mientras que yo, también con tos y malestar, abrí mi portátil y continué trabajando en el libro, plasmando historias de la época de mi infancia. Las conversaciones con los familiares que visitamos aportaron bastantes recuerdos importantes que merecían ser tenidos en cuenta, y pasajes de anécdotas de cuando estudiaba en el Instituto. Sonreí para mis adentros. Sin embargo, mirando a Lucy me preocupé al verla tan callada, dormitando y tosiendo. De la mujer que salió de Colombia era ya nada. Cuando salimos, ella era todo entusiasmo y alegría y ahora todo era fiebre y preocupación. No quise mirar el paisaje por la ventanilla, tosía con frecuencia y llegué a indisponer al pasajero que compartía con nosotros en la silla de enseguida. Al notarlo asustado por mi tos seguida y fuerte, le dije para calmarlo: “No se preocupe señor, no es tuberculosis lo que tenemos, es la reacción alérgica al frío del otoño”. 149


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Seguí plasmando en el portátil los relatos, de los cuales llevaba anotaciones en pedazos de papel y también en una pequeña libreta que siempre cargo en el bolsillo de la camisa y que no me desampara ni en las noches, porque es ahí donde anoto también los sueños. Todo lo que se me ocurre lo escribo cada día, como pienso que debe hacer un escritor serio y disciplinado. Remembré momentos de mi infancia en el antiguo Instituto y recordé a mi profesor de acuarela Rafael Sáenz en un momento remoto de mis estudios de arte… En una de las anotaciones encontré retazos de esta historia que contaré a continuación y que había construido con mi primo Gustavo quien me insistió la tuviera en cuenta para el libro.

Época de oscurantismo Por la época de permanencia en el Instituto una señora de la alta sociedad de Medellín que estudiaba cerámica se quejó de que pintábamos desnudos, nosotros, que éramos menores de edad. La noticia llegó a oídos de los curas y se desató un gran escándalo que no era más que el que ya se había presentado muchas veces con otros maestros de la pintura. En efecto, ocurrió también que a Pedro Nel Gómez le taparon los murales del Concejo de Medellín (hoy Museo de Antioquia), porque había en ellos desnudos. Lo mismo sucedió con la pintora Débora Arango, quien debió enclaustrarse en su casa de Envigado (Casa Blanca) para huir de los curas que querían excomulgarla por los temas de desnudos en sus cuadros. 150


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En esa época el desnudo era pecado para los mayores, mientras que los estudiantes mirábamos esos desnudos con naturalidad. No nos causaba ningún temor dibujar desnudos y no entendíamos a qué se debía tanto escándalo. Lo cierto es que continuamos con nuestra formación en el dibujo y la escultura, bajo la protección de nuestro bravo director que se enfrentó con las señoras y curas moralistas y los mandó al carajo: —¡Viejas beatas santurronas, por qué mejor no se largan a vestir santos y nos dejan trabajar el arte de los desnudos! De no ser por esta valiente decisión de don Rafael Saénz no hubiera formado el Instituto de Artes Plásticas y Aplicadas un grupo de estudiantes que más tarde serían reconocidos como buenos artistas. Entre los futuros artistas de esa época se encuentran hoy: Salvador Arango, Francisco Arrubla, Fabio Parra (ya muerto), Gustavo Múnera, Alfredo Villa y otros. En general mi estadía en el Instituto fue bastante agradable. Cada año rifaban regalos entre los mejores alumnos y varias veces gané el premio. Recuerdo las herramientas de talla en madera y un libro de historia del arte Apolo, de Salomón Reinach, lo mismo que otra Historia del Arte de J.F. Ráfols que tiene una dedicatoria que dice así: “Premio concedido al alumno Alonso Ríos de la Sección de Orientación Pedagógica. Medellín, noviembre 20 de 1964”. Firma: Emiro Botero, y un sello del Instituto de Artes Plásticas con la firma del entonces director, el pintor León Posada. Ambos libros los conservo en mi biblioteca. 151


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Cuando el vuelo se aproximaba a Miami Lucy despertó con los ojos rojos, una tos de tísico y sudando copiosamente. Me preguntó: “¿Y es que esta cáscara no ha llegado a Colombia? ¿Cuánto falta pues para que nos lleven a un sanatorio?, porque lo que soy yo me estoy muriendo. —Estamos llegando a Miami y todavía faltan tres horas de vuelo para que lleguemos a Colombia, mejor escúchame esta historia, a ver si te devuelve a la vida, porque la verdad es que te estoy viendo como una muerta que habla. En 1962 apareció por el Instituto de Artes Plásticas un señor blanco, alto, muy elegante, que hablaba un idioma extranjero y cuyo nombre no recuerdo. El maestro Rafael Sáenz, director del Instituto, nos contó que era un hombre del Tirol. Este señor permaneció en la ciudad varios meses y nos visitaba todos los días. Cuando le gustaba una de las obras de los estudiantes, se dirigía a uno de los almacenes donde vendían artículos para artistas y nos traía óleos y pinceles. Uno de esos días me vio pintando un cuadro al óleo que todavía conservo: Retrato de un viejo de barbas y camisa blancas. El extranjero se emocionó, y a pesar de que yo no entendía lo que me decía, porque hablaba muy mal el español, comprendí con su enredo verbal ayudado por los movimientos de sus manos, que le gustó mi óleo inconcluso. Se fue, y al momento regresó con un paquetón de óleos, pinceles y lienzos de la mejor calidad. —Señor Alonso, aquí le traigo esta sorpresa, yo sé que le va a gustar, mire este paquetón tan grande, vea si puede con él. 152


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Luego el míster llamó en forma entusiasta a los demás estudiantes y al maestro Gustavo López y pidió un fuerte aplauso para mí a quien el mono consideraba el mejor estudiante del taller. Yo, maravillado, desgarré la envoltura a manotazos. Este, tal vez, ha sido el mejor regalo que he recibido en toda mi vida, pues enalteció mi ego y con él conseguí pasar de ser uno de los alumnos más pobres en materiales para trabajar el óleo, a tener el mejor equipo de pintura de todo el Instituto. Ese lienzo permanece en mi casa, se conserva fresco y sano, sin craquelamiento, sin defectos, como si apenas lo hubiera terminado ayer. Miro de nuevo a Lucy, le toco la frente para saber si tiene fiebre y siento un leve quemón en la palma de mi mano. Suspendo el trabajo en el portátil y empiezo a preocuparme más por la salud de nosotros dos. Luego de un breve repaso de todo este viaje tan lleno de emociones y encuentros agradables, sólo me quedaban el cansancio y la preocupación. ¿Tal vez fuimos imprudentes al abusar de nuestra salud y nos expusimos demasiado al frío con poca protección de ropas, o sería que ya desde cuando llegamos a los Estados Unidos llevábamos el virus dentro de nuestro organismo? Al llegar a Miami hicimos cambio de avión. El tiempo entre la llegada y la salida del avión a Colombia era de menos de una hora, y a pesar del desánimo y el malestar debíamos caminar para llegar a la puerta de salida, la cual, de acuerdo con la numeración, quedaba en el lado opuesto del aeropuerto, es decir, teníamos que desplazarnos cerca de una milla de distancia. Contratamos los servicios de uno de esos pequeños carros eléctricos que hay en 153


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el interior de la plataforma del aeropuerto. De no haber sido por este vehĂ­culo hubiĂŠramos perdido el vuelo de regreso a Colombia.

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PARTE 3 Días después de la llegada a Colombia y ya en medio del cariño de nuestros hijos pensamos que nuestra salud mejoraría con el cambio de temperatura, en un momento en que en Colombia se vivía una larga sequía y un calor abrasador, aun en las tierras más templadas y frías. Pero nuestro estado no mejoró, porque el malestar que nos aquejaba no era una gripa común, sino un severo problema pulmonar. La primera en caer enferma con fiebres altas e incapacidad para ejercer cualquier trabajo fue Lucy. La llevé a la clínica, donde entró por urgencias, y allí fue tratada por los médicos y curada de sus dolencias, sometida un día entero a la aplicación de antibióticos y sueros después de comprobarse que lo que sufría era una bronquitis. El médico le recomendó permanecer en cama ocho días, reposo absoluto y un tratamiento con antibióticos y antihistamínicos. A la semana siguiente fui yo quien me agravé con fiebres altas y una tos tan persistente que perdía el sentido asfixiado. Lucy, a pesar de estar convaleciente, me llevó de urgencias al hospital. Desde que los médicos me examinaron ordenaron mi aislamiento y por medio de exámenes trataban de averiguar 157


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qué clase de enfermedad padecía. La sospecha era que fuera una tuberculosis debido a los síntomas: tos constante, sudoración en las noches, extrema palidez y pérdida de peso. En la sala de aislamiento número 2 fui tenido esa noche, me aplicaron antibióticos en las venas y me extrajeron sangre para analizar en el laboratorio. Tanto los médicos, las enfermeras y Lucy se ponían tapabocas, y se prohibieron las visitas; es decir, se tomaron todas las precauciones necesarias previendo una enfermedad infecciosa grave. ¡Ay! ¡Ay! No me traigan esa comida que…porque… porque…esa música no me gusta…quítenla…quítenla…por la derecha James Rodri…no no no…golgolgol…no, no, esa música está muy alta bajen el vol…golgolgol…y eso por qué…yo no fui el que hizo eso yo no…yo no…yo…maestro esa escultura debe tener más…si, si, si,…Radamel sigue…sigue…gol…gol gol… usted se está ganando diez millones y lo voy a demandar…no, no, no, no son diez son cincuenta…cincuenta…señor no pelee no… vea yo le aclaro el problema de la obra no fue…vea es que esa no es la…¿señor y usted qué necesita? mire usted debe firmar aquí… aquí…no, es en este papel...mire señor a usted le hicieron un examen de sangre y…firme…firme, firme…el tiempo no existe, sólo existe el espacio…el tiempo lo inventó el hombre observando el movimiento de los astros y de la luz con respecto a las cosas pero…nos han hecho creer…tanto en esto los historiadores, que hasta envejec…ay, ay, ay, ay…no se puede ser así señor vea que… la actitud del pensamiento debe ser de eterna búsqueda de la 158


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verdad…dad…dad…dad…por esta esquina el señor…pare señor no, no…la actitud del pensamiento debe ser de eterna búsqueda de la verdad…dad pero…veamos algunos ejemplos: en el siglo catorce a. C el faraón Amenofis IV (Akenatón el faraón hereje) quiso cambiar todo el orden social y creó una nueva forma de escritura más sencilla para que todos los habitantes de su imperio incluyendo los esclavos aprendieran a leer y a escribir…pero… pero…no pero…el arte es más valioso que todo el dinero del mundo y más eterno que todos los reconocimientos materiales, es la eterna búsqueda del yo…la marihuana me quita el hambre… día en que se encontraban con Rodrigo Arenas haciendo observaciones a la obra, se apareció en el taller una señora furiosa, con un niño en brazos, reclamando la presencia del maestro…la señora…la señora…esa no es, no es…para este año se te asigna el taller de escultura número uno —dijo don Rafael— el horario es de 2 a 4 de la tarde…y debes…oigan a este man, ya se cree profesor…or, or…or…or…él no era pop, no le gusta lo pop, yo busco el espíritu y el pop es menos espiritual y…el pop el pop… si es el popppppes…sisisisisi…las directivas de la Universidad en asocio con algunos profesores jóvenes hicieron una escogencia arbitraria desconociendo la capacidad y conocimiento de los maestros más experimentados, entre los cuales se encontraban auténticos baluartes del arte antioqueñoooo…antioqueños, antioqueñ…me siento cansado de la docencia, quiero dedicarle más tiempo al taller…me siento cansado, me siento cansado de… dijo, dijo, dij…los profesores Jorge Bustamante, Germán Vieco, 159


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Iván Serna y Eduardo Echeverri…sí pero no…sí pero…es si… son profesores viejos, viejos, viejos, viejosss, vi…ay, ay, ay, no conmigo no yo nofuiii…como si Alonso la hubiera elaborado… con palabras impregnadas de odio y con voz chillona e histérica le advirtió: —Mientras yo esté viva, te voy a hacer la guerra, la guerra, la guerra, la guerraaa aquí o donde te encuentres, nunca te perdonaré lo que le hiciste a mi esp...es un analfabeta sin título universitario, es un analfabeta sin título universitario, es un analfabeta sin título universitario analfabeta, analfabeta, analfabeta, beta, beta, betaaaa…ay, ay, ay no puedo más…quítenme eso… quítenme esooo…cada vez que escuchaba una calumnia de esas fue como un golpe seco que recibía en su cabeza, en su cabeza, en su cabeza, cabeza, cabeza, cabezaaaa…tun, tun, tun, cayó, cayó, ooo…¡quería desaparecer!...quería…escuché al profesor Al… M…hablando en forma desafiante e imprudente, y observé que a cada momento la sala de juntas se convertía en una olla burbujeante bujeante…bujeante…que amenazaba con transformarse en un verdadero campo de batalla, batalla…batalla…batalla…tráiganme papel y lápiz yo sigo la hist…ria…el papel uuufff, sí mi portátil… donde estáaaaaa…mi novellaaaa… dónde estáaaa…Lucyyyy… Lucyyy dónde está mi portátilll…Gustavo estás calvo y qué pasó con Teresa, yo la vi salir para Chicago…Chicagoooo…mi novellll…Lucyyy no dejes que me la roben es mía mía, mía le rompió las gafas y luego lo desafíiióo…no no le persigues más no Jamesss es por la derecha y gooooolllll, esa música no me deja concentrarr Lucy apaga el sonido…y tráeme el portátill…yyaa el 160


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portátil y sigo escribiendodooo…me lo robaron, me lo robaron... me lo robaron…qué te te robaron...el portátil el portátill…con la novelalalalal pero no fui yo creo que fue ese señor de los pájaros en la cabezaaaa…no fue él era otro él es mi amigo, señorita enfermera tráigame papel sí el papel el papel yo escribo la carta pero fue con esa muchacha en el avión ella fue la que me enfermó…sí ella la de blanco…ohm ay, ay, ay…putas pero si era tan hermosa esa obra que parecía de carne mármol…sí de mármolll…no era de mármol en Roma, roma, roma, roma, roma, Papi, yo tengo aquí la novela no se la robaron está segura pero y el abuelo por qué no lo veo sí ahí viene pero… —Este hombre está delirando, debe tener mucha fiebre, enfermera, tómele la temperatura y la presión. —Doctor, la temperatura es de cuarenta grados y la presión está en ciento ochenta. —Hay que bajar la temperatura rápido, se nos va a carbonizar este hombre, póngale paños de agua fría en todo el cuerpo, ¡desnúdelo enfermera! No lo desampare un minuto, póngale más antibióticos. Este hombre lo que tiene es una neumonía avanzada y la muestra de laboratorio muestra una afección atípica, seguro viene de otro país, es probable que de Norteamérica. Quedan restringidas las visitas, sólo su esposa puede entrar, nadie más, hay que llevarlo a una habitación de cuidados especiales hoy mismo. Después de quince días en el hospital, al salir me di cuenta que no podía caminar pues tenía los pies hinchados. Necesité de 161


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la ayuda de Lucy para poder desplazarme, los dos brazos también los tenía hinchados, de todas las chuzadas para ponerme el catéter, no tenía ni una vena de los brazos que no hubiera sido chuzada con agujas. Salí pesando seis kilos menos, las ropas me quedaban holgadas, más parecía un muerto andando, al caminar me asfixiaba a cada paso, pues sentía los pulmones cerrados y me cansaba a los pocos pasos. —Mire don Alonso, lo que usted ha sufrido es una enfermedad muy grave, usted se hubiera muerto si no viene pronto al tratamiento, debe hacer ejercicios de respiración, también debe hacer inhalaciones que le ayuden a despejar los pulmones. Su incapacidad es de dos meses y no puede exponerse al polvo ni al frío, tampoco debe realizar ningún trabajo que le exija esfuerzo, Dios lo bendiga. Salí del hospital en silla de ruedas empujada por Lucy. Al sentir el calor sentí revitalizarme, la luz del sol golpeó con tal fuerza mis ojos que quedé enceguecido por unos minutos, el entorno verde lo veía amarillo y el calor del sol hería mi piel. Con dificultad subí a la camioneta y al entrar en la carretera el sonido de los carros lastimó mis oídos. Mi cuerpo en proceso de sanación estaba débil, pero mi alma estaba fuerte, sólo esperaba unos días de descanso para continuar con mi trabajo de la escritura, sólo ella me puede salvar, sólo ella y nada más. Una semana después de salir del hospital reanudé los trabajos y volví a tomar nota de los recuerdos de mi época juvenil, cuando 162


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estaba al lado del maestro Rodrigo Arenas. También Lucy se sentía en buenas condiciones para poder ejercer de crítica y establecer el orden de las anécdotas. —Bueno, Papi, ya que Dios se apiadó de nosotros debemos continuar con la escritura del libro. ¿Por qué no me hablas de la época del taller de escultura cuando realizaron obras gigantes? Cuéntame cómo se hizo la obra del Pantano de Vargas. —Así es, Lucy, para escribir no necesito hacer ningún esfuerzo físico, sólo debo teclear ante la pantalla del portátil, mi cerebro ha permanecido intacto, mi voluntad está igual de fuerte. Bueno, esta vez te voy a complacer con el tema que me pides. Pero antes te voy a contar lo que me sucedió en la sala de cuidados especiales. Todos los días debían bañarme para controlar la fiebre y evitar contagios, era tal mi debilidad que no era capaz de permanecer en pie. La enfermera me desnudaba siempre, no te imaginas la vergüenza y la humillación que sentía cuando la enfermera me decía desnúdese y yo sin poder, entonces ella me quitaba las ropas y yo temblando esperaba que me bañara. —Entiendo Papi que debió ser un infierno el paso por el hospital, pero ya pasó y ahora debemos seguir con tu trabajo de escritura bajo mi orientación y respaldo, ¿o deseas que sea yo quien escriba las historias que faltan? Yo también puedo inventar escenas y ficciones como lo haces tú, ¿no crees? Mira pues que esto que voy a narrar te lo he escuchado varias veces desde que fuimos novios allá en la Universidad. Escucha… 163


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La obra del Pantano de Vargas

Para la realización de la obra del Pantano de Vargas, ubicada entre Paipa y Duitama en el departamento de Boyacá y quizá la obra más importante del maestro Rodrigo Arenas Betancourt por su grandiosidad, admirada por todos los colombianos, se emplearon tres maestros fundidores y veintidós meses de labor diaria. Los maestros fundidores eran: Octavio Montoya, Darío Montoya y un tal Benítez del cual no recuerdas su nombre pero sí que era un mal fundidor pues realizaba fundiciones con muchos defectos en la superficie y demasiado delgadas para el tamaño y peso de las figuras, y con tan pocos refuerzos en su interior que terminaban aplastándose. Darío Montoya era en cambio el mejor fundidor del trío, por lo que el maestro Arenas reconocía su trabajo como de muy buena calidad. Fue… —Un momento Lucy, soy yo y no tú quien está escribiendo el libro, mejor es que me sigas escuchando porque fui yo y no tú quien vivió estos recuerdos. Espera y verás que no era así como lo decías, a esto hay que ponerle más fuerza y expresión… Quien fundió la gran mayoría de las figuras y participó en el montaje de las mismas fue Darío Montoya. Entre los fundidores de Darío Montoya había uno de nombre Guillermo, al cual llamábamos “Moya”, un marihuanero que se quedaba dormido con una pulidora de disco encendida girando a su lado a 3.000 164


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revoluciones por minuto. En una ocasión se hirió una pierna a la altura de la arteria femoral, por donde manó tanta sangre que por poco muere desangrado. Desde ese día “Moya” me pidió ayuda para controlar su consumo de hierba. Yo le guardaba los puchos de marihuana en las hendijas de un muro alto del taller y se la proveía tres veces al día: en la mañana, al mediodía y en la tarde. “Moya” era buen trabajador, muy pulido, a pesar de ser tan vicioso. Una vez se ofreció a lavar en la noche con ácido nítrico la escultura de Juan José Rondón, comandante de los catorce llaneros que hacen parte de la obra. Después de cada fundición, las piezas en bronce contienen en su superficie pegado el grafito que se aplica a los moldes para defenderlos del calor del metal caliente, y deben ser lavadas antes del acabado de la pátina. Esta obra del Pantano de Vargas pesa 40 toneladas, de la cual la figura de Rondón pesa cerca de cuatro toneladas. De acuerdo a lo convenido, “Moya” comenzaría a trabajar a las seis de la tarde y durante toda la noche removería el grafito. Aquel día lo vimos fresco y animado, con ropas limpias y blancas. Cuando nos despedimos para salir, ya se disponía a preparar lo necesario: sacó la manguera y la conectó a la canilla, colocó el ácido nítrico y los cepillos de cerdas en el andamio, sintonizó su emisora preferida y con fondo de tangos inició la lenta y silenciosa labor de limpieza. Al día siguiente regresé temprano. No eran aún las siete y el sol ya se veía brillante sobre el cerro Pan de Azúcar. Iba desprevenido, sin recordar lo de “Moya”. Abrí la puerta del taller y el sol que penetraba por encima del muro resplandecía todo 165


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el espacio interior. Cuando levanté los ojos quedé asombrado al ver la figura de Rondón perfecta y limpia, brillante como oro, luminosidad que me encegueció. Me acerqué a la escultura y observé que la manguera del agua estaba aún conectada y botaba agua, y los frascos de ácido desocupados. Por la parte de atrás, debajo de la escultura, acurrucado como un niño, íntegramente negras sus ropas, “Moya” dormía. El taller quedaba en predios del antiguo Instituto San Carlos, lugar que en la actualidad ocupa la Facultad Nacional de Salud Pública de la Universidad de Antioquia. En ese entonces los Hermanos Lasallistas estaban desocupando las instalaciones de su Instituto que las habían vendido para ser demolidas casi en su totalidad. En ese proceso de demolición habían hecho unos huecos en la cocina, por donde podíamos curiosear al interior de la vieja edificación. Una tarde, cuando oscurecía, un albañil que laboraba en el taller nos llamó malicioso para que observáramos un acontecimiento extraordinario por uno de los huecos de la cocina. Hicimos fila para presenciar el espectáculo, y vimos cómo uno de los Hermanos Lasallistas tentaba brusco a una de las cocineras, levantándole las ropas, abusando de ella, haciendo caso omiso de los rechazos de la joven. Una vez que penetramos a la edificación ya desocupada, dedujimos que ese tipo de actos sucedía con frecuencia, pues encontramos en varios rincones sucios montones de condones usados. —Qué interesante Papi todo lo que se vive alrededor de una obra de arte, vale la pena que esto lo conozcan las demás personas 166


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y dejen de pensar que hacer obras de arte es fácil, hay que contar con muchos artistas, modelos, materiales, espacios, fundidores, transporte… y ante todo, conservar una voluntad de hierro para lograrlo. Sigamos entonces con el taller de escultura y dejemos atrás la historia de los Hermanos Lasallistas. —Bien, a esta vez has comprendido que esta novela sólo la puedo contar yo que la viví, y que no es fácil que otra persona me quite el protagonismo. —Mira, Papi, lo que pasó fue que te pusiste celoso porque yo también sé escribir una novela. Después que terminemos esta te lo voy a demostrar, cuando escriba la historia de cómo me conquistaste en la Universidad empleando argucias un poco torpes; yo porque no te hice caso y fui yo quien te echó el guante. —Ah, sí, mentirosa, fui yo quien te hizo perder la cabeza, andabas detrás de mí como una ovejita obediente, pero, ¿sabes?, no perdamos el tiempo en pendejadas y déjame continuar con mis historias. —Seguí pues Papi, antes de que me dé rabia y te deje solo con tus cuentos.

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El hombre creador de energía

El hombre creador de energía, obra símbolo de la Universidad de Antioquia, se realizó al descubierto en el patio del taller. Por sus características y en especial por su altura no se podía realizar bajo techo. A un lado de la escultura en realización y por efecto de su ubicación se construyó una pequeña caseta para los modelos, ya que la obra estaba ubicada al frente de la entrada del taller, a la vista de las personas que transitaban por la calle, lado de la caseta que se cubrió con más esmero. De esta manera podíamos trabajar con los modelos desnudos. Uno de ellos era “Apolo” López, un joven corpulento, de persistente grajo por su falta constante de baño, cuyo nombre real era Salvador López. Lo apodábamos “Apolo” porque él se decía muy hermoso y le gustaba que lo llamáramos así. Para que “Apolo” López pudiera resistir el esfuerzo de posar durante varias horas en perfecta quietud y no desmayar con los brazos levantados por encima de la cabeza mientras una de sus piernas permanecía flexionada, se fumaba unos cachos de marihuana formidables. En medio de su traba monumental, cantaba unas veces, discutía incoherencias otras, o se dormía imitando la figura de la obra escultórica. Sufría constantes erecciones por efecto de la marihuana. Sin importarle la vista de los presentes, fumaba del enorme y maloliente cigarro hasta diez veces en el día, y hasta se masturbaba en presencia de nosotros.

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—La marihuana — decía eufórico —, me quita el hambre. Un día en que nos encontrábamos con Rodrigo Arenas haciendo observaciones a la obra, se apareció en el taller una señora furiosa, con un niño en brazos, reclamando la presencia del maestro. Cuando este acudió, la señora le advirtió que instauraría ante la policía un denuncio por escándalo y corrupción. El maestro, un poco asustado, atendió a la señora que desde su llegada no hacía otra cosa que mirar a lo alto de la escultura con los ojos que se le salían de las órbitas, allí donde estaba la caseta de los modelos. Con palabras airadas reclamaba por el hecho de que desde su casa se veía a un hombre desnudo, todos los días, y que su niño de brazos también sufría la desgracia de tener que contemplarlo. Al preguntársele dónde quedaba su casa, la señora señaló un edificio de tres pisos, a más de cien metros de distancia. El maestro le preguntó confundido: “Pero, señora, ¿cómo hace para mirar desde allá si el edificio está muy lejos?”, a lo que la señora tartamudeando explicó: “Yo todos los días me subo a la terraza del edificio por una escalas de concreto y luego coloco un cajón y encima del cajón recuesto una escalera alta contra el muro y así logro ver desde allá por encima de los tejados a ese hombre desnudo”. No había terminado de explicar la señora con el niño de brazos toda la historia de peripecias que realizaba para ver al modelo en pelota, cuando ya todos los integrantes del taller, que nos habíamos arremolinado curiosos cerca de la escena, explotamos en carcajadas delirantes, algunos hasta lloraron de risa y dos de los fundidores se orinaron en los pantalones de la risa 169


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que les dio. Arenas no sabía si reír o llorar de lástima. “Apolo” López, quien cuando se dio cuenta de los reclamos de la señora se asomó a mirar con su oloroso cuerpo desde lo alto del andamio, al escuchar el relato de la señora también se rió, tanto que casi se cae de la estructura, mientras desnudo se agarraba el largo pene erecto con las manos y se le veía, por sus ojos enrojecidos, que estaba trabado de quién sabe cuántos cachos de marihuana. —Lo que la vieja vino a ver es si era verdad tanta belleza decía después “Apolo” —. Solo quería verme, sentir de cerca de un hombre joven y desnudo encaramado en un andamio. En 1965 se inició la construcción de la Ciudad Universitaria o campus de la Universidad de Antioquia, obra que se inició con la excavación de las primeras brechas del Bloque 1. Un sábado en la mañana en que caía sobre la ciudad una llovizna persistente, un trabajador que laboraba en una de las brechas quedó aprisionado al desmoronarse ésta y dejarlo sepultado. Fue tal el susto de los compañeros y de las gentes, que todos gritaban y corrían en forma precipitada a sacar al sepulto con ayuda de palas, azadones y otras herramientas. Lograron rescatarlo medio muerto, cubierto completamente de fango. Este suceso se convirtió en un mal augurio para lo que seguiría de la construcción y devenir de la urbe universitaria. La realización del sueño del doctor Ignacio Vélez Escobar requirió de la ayuda de un crédito por cinco millones de dólares de la Fundación Rockefeller y del Banco Interamericano de 170


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Desarrollo, BID, corporación que exigió que la Universidad debía tener una sección de Bellas Artes. Fue así como se inició la tarea de anexar al proyecto el Instituto de Artes Plásticas y Aplicadas y el antiguo Conservatorio de Música en el año de 1964, trabajo encomendado al maestro Rodrigo Arenas Betancourt en calidad de asesor artístico de la Universidad, cumpliéndose de esta manera con la exigencia del crédito. Siendo asesor de la Universidad, Arenas diseñó la fuente escultórica El Hombre Creador de Energía y El Cristo Cayendo para el bloque administrativo, y La Flautista en el edificio del Paraninfo de la Universidad. Para la realización de estas obras se construyó en el año 1965 el taller de escultura en predios donde más adelante se edificaría el edificio de la SIU (Sede de Investigación Universitaria), en espacios de la Facultad Nacional de Salud Pública. —Todo lo que me has contado es muy interesante, pero sigo pensando en cómo fue que de un estudiante de artes terminaras como profesor universitario sin haber previamente estudiado el bachillerato. —Mira, Lucy, la historia es larga, pero ya te la voy a contar resumida…

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El profesor de artes

Era 1968 y tenía 24 años cuando ingresé como profesor al Instituto de Artes Plásticas de la Universidad de Antioquia, por recomendación expresa del maestro Rafael Sáenz, su director entonces, y del doctor Luis Escobar Concha, jefe del Departamento de Relaciones Laborales de la Universidad. En una reunión del Consejo del Instituto fui presentado como nuevo profesor y se me asignó la carga académica de medio tiempo en el área de escultura. —Para este año se te asigna el taller de escultura número uno —me dijo don Rafael —. El horario es de 2 a 4 de la tarde. El primer día de clase llegué antes de la hora, como lo he acostumbrado hacer siempre en mis citas. Mi padre me aconsejaba: “Por respeto a los demás uno debe llegar a las citas antes de la hora, es mejor esperar que ser esperado”. Preparé la primera clase con cuidado y entusiasmo, y asistí a ella decidido a dar a los estudiantes todo de mí para estimularles su creatividad. En el patio encontré a un grupo de muchachos muy jóvenes aguardando a su profesor. Los saludé con respeto y cortesía, y me dirigí a la puerta del taller. La abrí y los invité a ingresar. Un monito bajito ojiazul me increpó: —Oigan a este man, ya se cree profesor. Todos continuaron esperando. Los invité a entrar de nuevo, pero nada, no me creían. Así que me dirigí a la dirección en busca del director. 172


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—Don Rafael — le dije —, los alumnos me ven muy joven, no me creen que yo sea el profesor. Necesito que me presente y les explique que sí lo soy. —Vamos entonces — dijo el maestro Sáenz. Al llegar ante el grupo el maestro invitó a los estudiantes a entrar. Una vez en el taller los estudiantes tomaron asiento. Mientras don Rafael les hizo la presentación del nuevo profesor recordé las circunstancias sucedidas tres años antes en el taller del maestro Arenas cuando sus trabajadores en un comienzo no aceptaron mis órdenes porque no creían en el “jefecito”. En el Instituto encontré un ambiente agradable. Imperaba un gran compañerismo, muchos de mis compañeros profesores habían sido mis maestros por la época de mi aprendizaje, en ese mismo plantel. En ese entonces el Instituto quedaba en el antiguo edificio de San Ignacio, donde queda el Paraninfo de la Universidad. El taller de escultura era en el primer piso, al fondo, allí fue donde tuve mi primera experiencia como pedagogo. Se hacía un trabajo rutinario, rara vez con grandes exigencias. Yo impartía enseñanzas a un grupo de cerca de treinta estudiantes poco preguntones, que no exigían mucho, alumnos a los que les fijaba una tarea y la cumplían sin mayor investigación. Yo venía de un taller de escultura laborioso y exigente. Mi nuevo trabajo, en cambio, me parecía lento y perezoso. Nunca había soñado con ser profesor de artes, esto me llegó por casualidad, lo único que en realidad me motivaba para emprenderlo era 173


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tener la oportunidad de estudiar y de leer más, de permanecer actualizado y en contacto con otros conocimientos. Así que como se me permitía la entrada a las aulas sin tener que matricularme, aproveché varios meses para estudiar con el maestro Aníbal Gil: xilografía, punta seca y aguafuerte, tres de las múltiples técnicas del grabado. Ese mismo año el Instituto fue trasladado a la nueva Ciudad Universitaria. Con el traspaso de sede también comenzaron a darse otros cambios estructurales que la Universidad exigía en las programaciones para que estas tuvieran mayor proyección y apuntaran a la creación de la Facultad de Artes que empezaba a gestarse. En el recién estrenado campus universitario ocupamos el Bloque 24, y el Bloque 25 lo ocupó la Escuela de Música, antiguo Conservatorio, que al igual que el Instituto de Artes Plásticas fue anexado con el mismo objetivo de cumplir la exigencia del BID. Pero solo quince años después, en 1980, se creó la Facultad de Artes. En ese lapso se dieron transformaciones que habrían de tener repercusión en el futuro de la Facultad. —Muy interesante Papi ver la forma como fuiste escalando en la U. Pero quiero saber algunas otras cosas de las que me enteré por la época de mis estudios. —Así es, Lucy, cuando ingresaste a la Universidad empezaron los grandes cambios en el Instituto y empezó a configurarse la Facultad después de muchos tropiezos que te voy a contar. Pero antes déjame elucubrar un poco e interiorizar mis problemas con 174


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la escritura. Si bien desde el comienzo he tenido ayudas en la recordación de las historias con muchos de los personajes de la novela, también he tenido una memoria nítida y acertada en mi imaginación. El trabajo ha sido arduo. Al conocer poco las técnicas de la escritura, he tenido que aprender paso a paso este bello arte; lo hago a medida que avanzo en la recopilación del material y paso luego a organizar los capítulos. En la medida en que avanzo, he tenido que tomar nota de cada tema, para ubicar a los personajes de acuerdo con el capítulo, y para crear personajes de ficción para llenar espacios que enlacen las escenas y modificar algunos sucesos para darles mayor expresión y veracidad. La búsqueda de todos estos recuerdos me ha llevado varios años de investigación y he tenido que leer numerosos documentos antiguos de la familia para conocer cosas que sucedieron antes de que yo naciera y luego ensamblarlas para que se vean ordenadas y coherentes. Innumerables han sido los viajes que he hecho al interior del país y también a otros países para enriquecer las historias, pero lo más importante tal vez haya sido mantener la tenacidad sin decaer un minuto hasta lograr todo lo que he escrito hasta el presente. Todavía me faltan muchos momentos y personajes que plantear, para darle un desenlace afortunado a la novela. En este proceso creo que ha sido importante adentrarme en la historia de los sucesos ocurridos en la Universidad de Antioquia y que me han marcado para siempre. Creo que debo intentar hacer repaso de sucesos graves y difíciles de decir, para luego decantarlos y plasmarlos en la escritura. Por esto Lucy, espero que me acompañes en este 175


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proceso y me ayudes en los momentos en que necesite ayuda cuando empiecen a flaquear mi espíritu y mi memoria.

La trifulca Una mañana llegó al Instituto un hombre de caminar ágil, de mediana estatura, tez blanca, gafas gruesas y aspecto de intelectual. Sin saludar a nadie, abrió la puerta de la oficina de la dirección y se encerró en ella durante quince días. Solo se alcanzaba a ver por las ventanas a un hombre de camisa blanca agachado sobre el escritorio, estudiando arrumes de papeles y escribiendo, hasta cuando salía en la tarde con los ojos hundidos de tanto leer y escribir. Pasaba por encima de los profesores como un extraño que no conoce a nadie. Cuando pasaba, todos se preguntaban quién era. La secretaria, Luz Elena Uribe, tampoco sabía de quién se trataba. Él, mientras tanto, continuaba su labor silenciosa. Se le veía apenas cuando iba al baño, y al medio día cuando salía a almorzar. El resto del tiempo permanecía encerrado en la oficina. Examinó las hojas de vida de todos y cada uno de los profesores, buscó en el archivador las actas del Consejo Académico, las analizó todas, lentamente. Estudió las decisiones tomadas los últimos días y meditó en profundidad sobre el estilo de escritura y el tipo de letra, lo mismo hizo con las hojas de papel en que estaban escritas las actas y se asombró descubriendo hojas nuevas en medio de hojas de apariencia vieja. Se le vio muchas 176


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veces caminar dando vueltas en la oficina, con la mirada perdida, aparentando mirar por la ventana, sin percatarse de lo que había en el exterior, sin darse siquiera por enterado del tiempo de lluvia con truenos y granizo que azotaba la ciudad, ni de los movimientos estudiantiles de defensa de la universidad pública, ni de los cuatro buses quemados en la calle Barranquilla frente al Alma Máter, ni de la detención y desaparición de varios estudiantes por fuerzas oscuras. El hombre estaba interesado solo en conocer la realidad del Instituto que le habían encomendado dirigir. Cuando estuvo enterado de todo lo que quiso averiguar de los profesores, de los estudiantes, de los programas, del presupuesto, de otras novedades y de la problemática que aquejaba al Instituto, se sintió en capacidad de convocar a una reunión de profesores. En la sala de juntas todos los profesores permanecían en silencio, mirándose unos a otros sin conocer el motivo de la convocatoria. Recordé, entonces, una reunión de meses atrás, cuando el anterior director ejercía, y sentí que mi corazón se comprimía y aceleraba. No era para menos. Aquella vez la reunión se había realizado en medio de un ambiente tenso, durante quizás la crisis más aguda en la historia del Instituto. De no ser porque entonces yo ejercía como Jefe del Departamento de Artes Plásticas, hubiera buscado cualquier pretexto para no asistir. El director había planeado lo que buscaba: que el profesorado exigiera mi renuncia, pues él me consideraba culpable de la encrucijada que se vivía. Comenzó la reunión con un informe de alabanzas a los profesores, e hizo mención especial de los que, según él, estaban 177


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cumpliendo satisfactoriamente su labor docente. Luego dijo estar muy interesado en superar el momento difícil del Instituto. A la postre empezó el ataque despiadado. Desde las horas de la mañana el jefe de departamento observaba desde su oficina, a través de los grandes ventanales, a una pareja de pájaros de alas grises, que con diligencia y laboriosidad construían un nido entre el ramaje de un sanjoaquín en el jardín del Departamento. Curioso, se dedicó a mirarlos. Con voz enternecida y mirando al profesorado, el director con sus inmensos ojos vidriosos y casi a punto de soltar las lágrimas dijo que toda su desgracia solo tenía un culpable y le pedía encarecidamente al profesorado su invaluable colaboración exigiéndole al sujeto en mención la renuncia. Hubo un silencio tenso, al que siguió una escena bien preparada, en la que empezaron a hablar todos y cada uno de los actores de aquel teatro. Un profesor de los amigos del director afirmó que el único culpable de la situación era yo, ya que no tenía la más mínima capacidad para el manejo administrativo del Departamento de Artes Plásticas y que por este motivo debía renunciar. —Es un analfabeta sin título universitario — espetó, y complementó diciendo que por esta razón el jefe del Departamento no debía ocupar tan honrosa posición. Otro afirmó que el sujeto en mención abusaba de la Universidad de Antioquia ocupando el espacio de las aulas para realizar obras escultóricas que eran contratos particulares y que 178


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empleaba el agua, la luz y hasta el aire público en beneficio personal, y que esto era motivo suficiente para que la Universidad desistiera de sus servicios. Y así cada uno de aquellos amigos entre sí fue desgranando su calumnia, tratando de conmover al resto de profesores. Cada vez que yo escuchaba una calumnia de esas, fue como un golpe seco que recibía en mi cabeza. Sin darme cuenta, me levanté del asiento y poco a poco me fui ubicando lo más cerca posible de la puerta de acceso a la sala de juntas. Quería desaparecer. Desde esta posición en la cercanía de la puerta, el jefe de departamento miró a través de los ventanales que daban al jardín y vio cómo todavía los pájaros de alas grises y pecho amarillento persistían tenazmente en la construcción del nido y casi lo habían terminado. Miré a todos y cada uno de los profesores y me parecía imposible que estuviera sucediendo semejante situación. Mientras los profesores contrarios a mi administración decían cosas tan desafortunadas y mentirosas, los profesores amigos no modulaban palabra y acobardados esperaban un desenlace terrible. Yo pensaba en cómo era posible que esto sucediera al interior de una Universidad en donde se supone que debe haber armonía y deben prevalecer los sentimientos más altruistas. Sentí ganas de llorar, pero me pudo el orgullo. Nadie, ninguno de los profesores presentes en la reunión me favoreció con argumentos que me ayudaran a soportar aquellas andanadas tan siquiera con resignación. Los profesores que 179


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consideraba y que siempre seguí considerando mis amigos no modularon palabra. Los miraba sorprendido, veía con amargura la impotencia de todos para modular vocablos en mi defensa. Escuché a un profesor hablando en forma desafiante e imprudente, y observé que a cada momento la sala de juntas se convertía en una olla a presión que amenazaba con transformarse en un verdadero campo de batalla. Desde el momento en que llegó a la sala, se le notaba a ese profesor el deseo de molestar a otro de sus compañeros que se hallaba sentado cerca de él. Lo retaba, a lo que el maestro pintor no prestaba atención. De nuevo el azuzador insistía. Y así todo el tiempo, y sin embargo el otro no le hacía caso. Cambió de asiento, alejándose del bravo. Otro compañero que se hallaba cerca de los dos, le llamó la atención al bravo: “No lo molestés, que él es capaz de responder”, a lo que manifestó el bravo: “Él no es capaz de nada”. Mientras el director seguía tratando de convencer al profesorado de que solicitaran mi renuncia, el profesor bravo continuó ofendiendo a su compañero profesor de pintura, al punto que se paró de su asiento y en forma descarada lo buscó en su nuevo sitio. Lo volvió a retar. Esta vez el maestro calmo, cansado de los insultos, le contestó a todo trance al bravo: —Si lo que quieres es pelea, vamos pues afuera. A través del gran ventanal se veía la fuerza del sol de las tres de la tarde impregnando los colores de los sanjoaquines de brillo y luminosidad. Mientras tanto, los pájaros que se veían con tanta alegría hacían con sus 180


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picos los tejidos con las pajas que servían de material básico en aquella curiosa construcción dentro de la fronda; no cejaban en su empeño creador. Pero, de pronto, sucedió un golpe de piedra que destruyó el nido ya casi terminado y los pájaros horrorizados huyeron por encima de los tejados del Departamento dejando por los aires plumas y pajas, mientras el loco de la cauchera fustigaba con sus proyectiles el nido y las esperanzas de aquel hogar. El jefe de departamento, al ver semejante ultraje, corrió al jardín y al llegar solamente encontró las pajas y plumas regadas sobre el césped, mientras el loco de la cauchera era dichoso con el producto de su maldad. Todo esto sucedía delante del director que se hacía el de la vista gorda. Todos vimos cómo el maestro pintor se levantó de su asiento y con la furia de un león herido se abalanzó sobre el bravo y con sus puños lo acometió a golpes a diestra y siniestra y le acertó dos en la cara, suficientes para demoler a su rival, hasta hacerlo recular. El profesor bravo cayó sentado en el suelo, bramando humillado. De no haber sido por la oportuna intervención de otros profesores que sujetaron al maestro pintor por la espalda, la cosa hubiera sido peor. En medio de semejante confusión, exclamaba el director: —Pero cálmate, no es para tanto. A lo que le respondió el maestro pintor, ya desfigurado por la ira, con un sacudón que casi lo alcanza. El director corrió a cubrirse la cabeza con los brazos en alto, bramando: —Pero mirá que la cosa no es conmigo.

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En estas, otro profesor intentó golpear al maestro pintor en la cara, pero la ágil intervención de una mano amiga paró el golpe en el aire. Aprovechando la confusión, el director quiso tomarse la venganza con otro profesor amigo del jefe del Departamento, quien desde un rincón de la sala pedía calma y sensatez, levantando los brazos, jalándose su lampiña barba, larga y puntuda de chino. El director, aprovechando el descuido, le lanzó un golpe con el puño de la mano derecha que no alcanzó a llegar a la cara y que el profesor esquivó echando el cuerpo atrás, golpe que también con habilidad ayudó a neutralizar otro profesor que había permanecido hasta entonces neutral en la contienda, al poner sus manos en los hombros del director. Atónito, yo miraba la salvaje escena desde la puerta del salón de juntas, sin comprender lo que sucedía, cuando entró en escena un nuevo protagonista, también profesor, que había estado mirando la pelea sentado en un rincón, quien con voz poderosa se dirigió al director: —¡Mire lo que usted ha hecho del Instituto, sinvergüenza! ¡Mire cómo lo está destruyendo, por qué mejor no renuncia de una vez y se larga de aquí y nos deja tranquilos! La trifulca terminó sin saberse cómo: los profesores salieron despavoridos de la sala de juntas. Suspiré profundo y pensé: —Qué engendro tan duro y complicado es este, ¡carajo! Todo esto recordaba mientras esperábamos al hombre 182


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enigmático. A la hora acordada para la reunión, llegó el hombre que todos habían visto encerrado en la oficina de la dirección en los últimos días. Tomó asiento en la cabecera de la mesa de juntas. Sobre su frente, un cadejo de cabellera rebelde enmarcaba un rostro joven de piel blanca. Miró a todos y cada uno de los profesores con unos ojos de largas pestañas enmarcados por unas gafas, y luego de aclarar la voz en dos oportunidades para prolongar la pausa, dijo: “Mi nombre es…, he sido comisionado por la Dirección Académica de la Universidad de Antioquia para ejercer como director del Instituto y…” —¡Huy, Papi, qué difícil fue el nacimiento de la Facultad! ¿Y cómo es posible que todo esto sucediera en la barbas del señor rector y decanos de las demás dependencias de la Universidad? —Pero, Lucy, para que lo entiendas es mejor que escuches cómo fue evolucionando este problema… —Papi, papi, pero qué es lo que te pasa, te veo tembloroso y pálido, recuerda Papi que esto solo son recordaciones, la verdad de los hechos se dieron hace muchos años y lo que estamos haciendo ahora es narrando para poder escribir el texto del capítulo de la novela, no lo tomes tan en serio que te vas a enfermar como cuando te dio diarrea en ese entonces que te amenazó esa señora tan descarada. —Eso es verdad, Lucy, es que todavía siento deseos de salir corriendo como cuando me salí del salón hasta la puerta, yo quería desaparecer y no volver jamás por la Universidad, pero también 183


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es cierto que he sido orgulloso y eso me ha mantenido vivo para seguir trabajando y estudiando cada día. Déjame que siga con esta historia que la recuerdo para hacer metástasis y perdonar a mis enemigos de esa época. —Bien dicho, Papi, qué engendro tan difícil fue ese nacimiento de la Facultad. Pero bien, te propongo que hablemos de cosas menos azarosas y llenemos este libro de anécdotas más simpáticas que te hayan ocurrido en la vida. —Así es, son muchas las anécdotas curiosas que merecen estar en el libro, algunas de ellas también crueles, pero las hay también cómicas y hacen parte de la vida de las personas con las cuales he convivido. Mira, Lucy, por el taller de escultura pasaron tantos personajes tan disimiles como interesantes: ciegos, médicos, abogados, monjas, alcohólicos, curas y hasta drogadictos de todas las calañas. Podría escribir una novela no más con todos esos personajes y creo podría ser muy interesante retratar esos momentos de la Universidad de Antioquia tan llenos de vida y de sufrimientos también, pero por ahora centrémonos en lo que tenemos entre manos y tratemos de darle un final interesante a estos recuerdos.

El ciego Caía sobre la ciudad un hermoso aguacero cerrado y fuerte. Las aguas se veían chorrear de los techos como láminas de cristal. 184


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El tan tan tan se oía sobre el pavimento, tin tin tin contestaban los otros sonidos del agua por encima de los objetos: tin tan tin tan tin tan. Tañían en el pavimento. Y cada sonido del agua era un rumor profundo producido por los árboles, zzzuuuuooossss, sacudidos con fuerza de ráfagas que en forma de espirales elevaban hojas y ramas arrancadas de un tajo por las cuchillas del viento, de los árboles que cercenadas equivalían a fantasmas derrotados. Las basuras volantinas se estrellaban, tras tan tin contra los muros de las edificaciones que impotentes sufrían el embate del vendaval. Tin tantan y el zzzzuurraaaassss de la borrasca embistiendo las cunetas desbordadas por las calles. Todos estos sonidos rememoraban un concierto de música beethoveniana. El paisaje se veía esplendoroso (no entiendo cuando dicen que el invierno es feo y el verano hermoso), envuelto entre vapores móviles dando a los árboles, los edificios y las personas formas fantasmales. Y entre la lluvia, las gentes corrían buscando refugio bajo los aleros de los edificios y debajo de los puentes, y también en todo lo que ofrecía la más mínima protección, y… por entre las lluvias de la plazoleta de la Ciudad Universitaria vi venir al ciego, con su bastón y su paciencia. El ciego, que había ingresado por la portería de la calle Barranquilla continuó en línea recta atravesando el largo bulevar, en dirección sur - norte, venciendo infinidad de obstáculos a su paso: jardineras, escalas, rampas, charcos, y las personas que raudas corrían de un lado a otro. Lo vi venir por un costado de la escultura El Hombre Creador de Energía, fuente monumental que lanza enormes chorros de aguas verticales, chorros que al chocar con las 185


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figuras de bronce se desmenuzan en infinitas partículas atómicas, creando una nube gaseosa; mientras, en el cielo encapotado y ruidoso se dibujaban enormes raíces de fuego, iluminándolo. Un rayo que se desprendió del abismo cósmico se posó rugiente sobre el pararrayos de la biblioteca iluminando con poderoso destello el campus universitario. Dominando el espacio y las distancias con su caminar inseguro, vi al ciego con su inconfundible morral verde oliva en sus espaldas encorvadas, a través de las ventanas de mi oficina. Lo observé venir lento, con su tercer pie (o tal vez su tercer ojo) tanteando el camino, con ese movimiento rítmico y zigzagueante propio de los dueños de la oscuridad, pero con la seguridad de un vidente, o más: con la seguridad del más seguro de los ciegos. Llegó al borde del andén, con su habitual rutina esquivó el caño de agua desbordada y se dirigió a la cafetería de Artes. Entró derramando chorros de agua, inundando el corredor, caminó pesado con sus pasos huecos, toc, toc, toc, ensopado hasta los huesos. Esa figura regordeta de mediana estatura y cara redonda y cetrina, que caminaba mirando al cielo sin poderlo ver, con sus ojos entrecerrados, blanquecinos y vacíos se acercó hasta la puerta de mi oficina y la inundó también. Abrí la puerta y perplejo vi cómo se “derretía”. —¡Pero, Fernando, mira cómo te has mojado! —le dije. Él me contestó con su voz segura y tranquila de niño bueno: —Usted me dijo que viniera a las tres de la tarde, y aquí estoy. 186


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La finalidad de la visita del ciego era la escultura. Cada semana asistía dos tardes al taller que yo dirigía, se hacía en la mesa asignada y yo le ponía al frente una pelota de arcilla gris que luego él con sus diestras manos iba construyendo. Ya llevaba modeladas diez cabezas en arcilla durante cerca de un semestre. Yo se las numeraba con dígitos incisos en la parte superior de cada cabeza y las iba guardando en un lugar donde él no las pudiera “ver”. Antes de modelar una cabeza, inquiría cómo era la forma, tocándose su propio rostro o el de una persona amiga; sentía obsesión por saber cómo era el rostro de las gentes. Palpaba delicadamente con la yema de los dedos las proporciones de la cara que recorría despacio, ubicando la nariz y su forma, la textura de los ojos (investigó muchísimo sobre la forma de los ojos de las demás personas, tocando la parte externa de los párpados y luego tocándose sus propios ojos), las orejas, el cabello, la boca, la forma dura y esférica del cráneo y hasta el relieve del cabello crespo. Todo esto lo hacía antes de iniciar la construcción del ejercicio, orientando su cabeza hacia el techo, con una “mirada” perdida y estremecedora de ciego sabio. Cuando llevaba cerca de veinte cabezas, las saqué todas y las dispuse sobre una mesa larga, en orden numérico, y lo conduje ante ellas. Las “miró” con sus manos, en el orden de los números, palpando con su tacto ultrasensible una a una, mientras yo veía sus gestos. Tocó la primera cabeza, la cual no sentía hacía seis meses, y se rió mientras decía: “¡Uff, pero si le puse las orejas en la nuca!” Siguió examinándolas despacio, y por cada una estudiada, soltaba una expresión de burla o de aceptación. De la primera a la última 187


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se percibía el cambio, cada una era mejor que la anterior, hasta la última, que era la obra de un escultor sensible y observador. Al llegar a esta cabeza que todavía estaba un poco blanda, se detuvo un poco más que en las anteriores. Meditó por espacio de medio minuto, “miró” con mirada perdida en cualquier dirección, luego retornó a la primera y así sucesivamente, de la primera a la última, y al final, con el rostro sonriente y la mirada perdida en un mar de nubes blancuzcas, exclamó: —¡Qué verraquera, ya soy escultor! — y salió alegre del taller, caminando con firmeza, sin trastabillar, como un vidente, por entre las personas que extasiadas lo observábamos desplazarse sin el bastón imprescindible que había olvidado en la mesa larga donde lo había puesto al pie de las cabezas de arcilla —. Ya soy… — repetía el ciego, y de pronto, ¡tras!, al llegar a la puerta de salida no calculó bien el ancho, porque no la veía, y después de darse un sonoro golpe en la cabeza rebotó hacia atrás y cayó sentado en el suelo, diciendo —: ¡Ay, me maté carajo! —Papi, qué pasó con el ciego, ¿lo has vuelto a ver? —No, linda, jamás lo volví a ver. Lo último que me contaron de él es que se retiró de la Universidad y se dedicó a fumar basuco; si esto fue verdad, a lo mejor esté ya muerto. Pero mejor es que sigamos, a ver si algún día terminamos, ya me llamó el corrector a preguntarme por qué tanta demora en seguir con la obra, pero es que después de la neumonía quedé como sin ideas y con la cabeza vacía, pero sigamos con las historias que adelanté antes del viaje… 188


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La esquina del movimiento Mi oficina hacía esquina en el corredor de entrada al Departamento de Artes Visuales. A un lado de este, está el Teatro Camilo Torres. Frente a mi puerta, pasando el estrecho corredor, quedaba el taller de escultura. Desde mi escritorio podía mirar perfectamente el interior del taller y de esta manera me daba cuenta de los estudiantes a la hora de iniciar clases. Este sitio es uno de los centros principales de la Ciudad Universitaria, pues lo cruza un eje que conecta la entrada de la calle Barranquilla con la zona de deportes donde está ubicada la cancha de fútbol. Entre el bloque de la Facultad de Artes y la cancha de fútbol se encuentran unos jardines a los que se les denomina “el aeropuerto”. Es allí donde, en efecto, muchos estudiantes y algunos profesores fuman marihuana, consumen drogas, toman vuelo. El deporte, el arte, el vicio, en fin, toda la gran cantidad de personas que invierten su tiempo en algo odioso o productivo, de obligado deben pasar por este lugar: la esquina del movimiento. Luego del percance con el ciego, ya cesada la lluvia, terminaron las actividades del taller esa tarde. Después de despedirme de los alumnos me dirigí a mi oficina, llené la planilla de asistencia de los estudiantes y coloqué algunas notas en los trabajos escritos. Ya liberado de compromisos, me propuse continuar con la lectura del libro Mi Vida, de Benvenuto Cellini. Iba a la altura de sus peripecias en la fundición del Perseo cuando escuché unos ruidos vocingleros provenientes de la cafetería de Artes. Cerré el 189


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libro y miré a través del ventanal de la oficina: eran unos siete encapuchados, con pasamontañas negros, que portaban armas y se dirigían a los estudiantes. Eran guerrilleros, cosa que siempre ha sido frecuente en la Universidad en todo momento. Al fin y al cabo, la Universidad de Antioquia es como el país; es un reflejo de él. Me senté de nuevo en la silla, y apoyando los codos sobre la mesa me dispuse a continuar la lectura. No había leído aún un párrafo cuando sentí un tropel de pasos agitados por el corredor en dirección al bloque de Artes Visuales. Me levanté de mi asiento al escuchar la pedestre algarabía. Cuatro encapuchados corrían en dirección al pasillo de mi dependencia y subían ya por las escaleras. Raudos como un ventarrón, se internaron hacia el segundo piso. Uno, que iba de último, penetró en mi oficina y con voz agitada cortésmente me saludó: —¡Maestro, hacía mucho tiempo que no lo veía! ¡No ha cambiado usted nada! Lo miré asombrado, y solo alcancé a ver detrás del pasamontañas unos ojos oscuros, briosos, extraños y brillantes. El guerrillero salió de un salto al pasillo y con la rapidez de un felino se internó por las escaleras. Llevaba en las manos un enorme changón. Con el corazón agitado, cerré el libro, tomé mi chaqueta y salí rumbo a mi hogar. Sin mirar a nadie me fui meditando sobre la problemática social de mi país. Se desgranó de pronto como una chorrera en mi memoria la espantosa barbarie de muertos y desaparecidos que anunciaban los noticieros. Sin siquiera sentir mis pasos, en una extraña levitación, llegué al bus 190


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y casi sin darme cuenta pagué el pasaje y me senté, mientras en mi cabeza retumbaba aún el golpeteo de pasos huecos de todos los que huían de la violencia, y el tropel de los armados para segar la vida en nombre de un orden y una justicia inexistentes. Todo el que mata a otro hombre cree que lo hace porque tiene una razón, así las extremas nos destruyen, y se destruyen a sí mismas, ensangrentando de miserias nuestra patria. Al retornar a la oficina, temprano al día siguiente, como siempre lo hice durante todos los años que trabajé en la Universidad, colgué en el espaldar de la silla mi chaqueta y me dirigí a abrir el taller. Entretanto, disponía de unos minutos preciosos que utilizaba para meditar sobre el tema de la clase o para leer un poco del libro de turno. En esas me hallaba, cuando vi pasar a dos estudiantes que se dirigían a los lockers. Iban a sacar sus útiles de pintura, y alcancé a escuchar, sin verlas, que una de le ellas le inquiría a la otra: —¿Cómo terminó la fiesta de anoche? A lo que la otra respondió en forma rotunda: —Muy bien, luego de la rifa nos fuimos a acostar. —¿Y con quién te tocó dormir entonces? —preguntó su compañera. —No sé, no me enteré quién fue el que me ganó. Después que sacaron los implementos del casillero, sentí 191


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cuando lo cerraban poniéndole el candado, luego se devolvieron y al pasar por el frente de mi oficina pude observar a dos niñas muy jóvenes, primíparas, estudiantes nuevas en la Universidad, de escasos dieciocho años, con una imagen de inocencia aterradora. Luego llegaron otros estudiantes con diferentes afanes a sacar sus bártulos de los lockers, para después dirigirse a sus clases. Así era antes de las clases y al final de ellas, cuando los estudiantes regresaban a guardar sus implementos. Por su amplitud, el corredor de los lockers se asemeja a un ancho hall que permitía el desarrollo de eventos como la presentación de la Banda de Música de la Universidad de Antioquia los días jueves, exposiciones para los estudiantes de artes visuales, o de escenario para presentaciones de teatro, entre muchos otros. También era normal, y aún lo es, ver en este lugar a los profesores y estudiantes conversando sobre arte o a los segundos escribiendo grafitis en contra de las directivas de la Facultad o del mal gobierno del país. En otras palabras, si uno quería y quiere saber qué sucedía y qué sucede en la Facultad de Artes, basta con permanecer unos minutos en ese corredor para enterarse de los últimos acontecimientos. Algún día, camino a la cafetería, pasé por la esquina del movimiento y escuché una particular conversación entre un profesor de materias teóricas y unos alumnos. Mientras caminaban, un alumno le reñía al profesor por qué en la clase de historia al hablar sobre la obra de Paul Cezanne se dijo que este artista tenía como concepto que su obra era un diez por ciento inspiración y un noventa por ciento transpiración. 192


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—Bueno — aclaró el profesor —, ¿entonces por qué me recriminas si eso fue lo que dijo el artista? —Si esto es así — replicó el estudiante —, ¿por qué entonces los actuales profesores de las materias teóricas denigran de los artistas pragmáticos y llegan al punto de ridiculizarlos diciendo que son artesanos? ¿No será acaso que los teóricos magnifican la teoría y es por este motivo que los talleres vienen en decadencia? —No es así — se defendió el profesor —. Lo que sucede es que el tiempo es diferente y ahora es cuando el arte tiene más de teoría que de práctica, es decir, el arte actual es un arte conceptual. El estudiante permaneció unos minutos sumido en profunda meditación. Luego dijo: —Si esto es así, entonces ¿cómo se logra la representación de las cosas en el arte? Un poema sin palabras no existe. El profesor se sintió contrariado y apuró el paso. —Pues sustentándolo en la forma — aclaró. —Pues bien — insistió el estudiante — queda claro que si se pierde el hacer, desaparece la obra. — Y puntualizó —: ¿No será mejor entonces decir que es tan importante el hacer como el pensar, porque el que hace también piensa? Cuando se alejaron hacia la cafetería no pude escuchar más, pero lo poco que oí me dejó meditativo. Durante mucho tiempo he seguido pensando en esta conversación. 193


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Han pasado muchos años desde la famosa trifulca del mes de septiembre de 1977 y ya las cosas han cambiado. Es natural que exista una división profesoral, lo incorrecto es que sea rencorosa y que no se eleve el nivel de la discusión. De los profesores “viejos” ya algunos se han jubilado y pocas veces se les ve por la Universidad. Algunas veces se les observa en la oficina donde cada quince días les pagan la pensión. Llegan, hacen fila, reciben el cheque y se van, sin volver por la Facultad. A los perros donde los capan jamás vuelven a pasar, decía mi abuelo. ¡Puta!, escribí perros. ¡Otra masacre en mi martirizado país informan en la radio mientras yo sigo escribiendo estos recuerdos! Se escucha en la radio: los paramilitares atacaron un poblado miserable en el departamento de Chocó, torturaron a inocentes campesinos, despedazaron a familias enteras con motosierra, lanzaron los pedazos cercenados a las aguas del Río Atrato. Son más de 150 los muertos en el año 99, sacrificados en la misma forma, acusados de ser auxiliadores de la guerrilla, y entretanto los guerrilleros continúan secuestrando con sus retenes en las carreteras para cobrar altas sumas de dinero y sostener los gastos de la guerra. Luego se inician los diálogos entre la guerrilla y el gobierno. Los delincuentes de cuello blanco han robado al país más de 7 billones de pesos de la banca pública y 26.000 millones a Dragacol. Cierran hospitales, por falta de recursos económicos. Al Instituto de los Seguros Sociales personas inescrupulosas, médicos, contratistas y clínicas particulares le han robado cientos de millones de pesos en contratos fraudulentos y saqueos en 194


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medicinas y equipos. El presidente de Dragacol salió del país sin autorización, para evadir responsabilidades: no se sabe a dónde se fue. El presidente Andrés Pastrana sale de viaje con su familia, a Roma, para entrevistarse con el Papa y recibir su santa bendición. Cayó el sistema UPAC. En quiebra cooperativas y corporaciones de ahorro y vivienda. 1.500.000 desplazados por la violencia deambulan por las calles de las ciudades y pueblos sin que nadie les dé la mano, mientras los ciudadanos de bien los catalogan de desechables y los corren de los aleros de los edificios, puentes y refugios improvisados, o los escuadrones de limpieza los asesinan como a perros. Por sexta vez en el Congreso fracasa el proyecto para tipificar como delito la desaparición forzada de personas. En Colombia existen cerca de cuatro mil personas cuya desaparición ha sido comprobada. Viaja otra vez el presidente Pastrana a los Estados Unidos, se entrevista con el presidente Clinton y logra un empréstito de 1.300 millones de dólares. ¿Cómo este pobre pueblo arruinado va a pagar semejante deuda? ¡Última hora: los Estados Unidos podrían invadir el país para desalojarlo de guerrilleros y narcotraficantes... y qué horror! Definitivamente el país se desintegra y salta en pedazos, mientras los corruptos congresistas lo estrangulan, saquean y desangran. El pueblo sufre, no se ve la luz al final del túnel. —Terrible todo lo que ha sufrido este país para llegar algún día a ser un país civilizado y decente, los mismo que con la creación de la Facultad de Artes, que tuvo que sufrir las arbitrariedades de alguno de sus dirigentes. Igual pero en menor escala, Papi. 195


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—Habíamos quedado de hablar de cosas más amables pero, la verdad, es que siempre se me atraviesan estas culebras en el camino. Sigamos entonces, antes de que te vayas de excursión y me dejes solo con estos textos.

El juglar de la moneda del centavo y medio Suspendí quince días este escrito. Ya reconciliado conmigo mismo y luego de algunas reflexiones he decidido continuar contando estos golpes de cincel en la memoria. Los escribo para, de este modo, olvidar los malos momentos pasados y regocijarme con los de felicidad. Volvamos a la esquina del movimiento. Algún día se presentó allí en horas de la tarde Juan Guillermo Rúa con su Teatro Ambulante, con la obra La moneda del centavo y medio. Juan Guillermo Rúa, artista del pueblo, no necesitaba construir un escenario para su presentación, cualquier lugar le era lo mismo; sólo requería de público, nada más. Era Juan Guillermo Rúa un negro alegre, espigado, de gafas pequeñas y redondas, casi ciego, poseedor de una gran facilidad para llegar al público, ayudado de su cara sonriente o dramática, según se lo exigía la obra. Juan Guillermo Rúa era el teatro, el verdadero juglar. Igual decía versos o se entregaba a la música. Siempre lo vi con un morral al hombro en el que cargaba sus bártulos, y con una guitarra en la mano (también era a veces un cuatro llanero, que tañía con destreza) para sus presentaciones en la calle, en las cafeterías, en los parques, en los verdaderos escenarios del teatro. Pocos años vivió este artista. 196


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Murió joven, de 33 años, en 1988, de un tumor en la cabeza que le exprimió poco a poco su alegría y su vida. Antes de morir ordenó que nadie llorara su muerte. Pidió lo sentaran, ya cadáver, en una silla, con la cabeza levantada, le pintaran el rostro de comedia y le pusieran al lado sus pertenencias preferidas, y que en su honor se hiciera una gran rumba, con muchos invitados, en la que debía imperar la alegría, la amistad y el amor. Su vida se extinguió en medio de un mortal ventarrón. ¡Ése sí era un artista! A su muerte, los amigos y familiares que asistieron a su despedida respetaron su voluntad. En su honor, en vez de dolor, rieron, jugaron, cantaron e hicieron el amor. Alegres bailaron en altos zancos con sus mejores trajes. Al cuerpo desnudo de Rúa lo cubrieron completamente de flores que desgajaron de los ramos que le enviaban los — entre comillas — “dolientes”. Lo bañaron en vino, que era uno de sus licores preferidos, y le pusieron al lado a su muñeco “Macario” para que le hablara y le cantara como siempre lo hacía cuando las diestras manos de su creador y su voz impostada le daban vida en las veladas con los niños de las escuelas; y su cuatro llanero, en sus manos; y pintaron su rostro con cara de comedia, y colocaron sobre su corta nariz las imprescindibles gafas de marco redondo, brillante y dorado; y en su cabeza de cabellos negros, crespos y rebeldes, una corona de ramas y flores silvestres. Nadie lloró. La rumba duró desde el día anterior hasta el momento de la ceremonia religiosa. La inusual cofradía llegó a la iglesia con el juglar triunfante, rodeado de artistas, en medio de una comparsa bulliciosa de gritos y pitos en zancos, con tres 197


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horas de retraso. Y a la cremación (sólo sé que a mi entierro llegaré tarde pero alegre, había pronosticado el juglar) lo llevaron por las calles, sentado en la silla, como el rey de los juglares. Sus cenizas, cumpliendo su voluntad, fueron regadas por toda la ciudad y por toda la Universidad: los pastos verdes, las matas vigorosas, las flores coloridas, los árboles adolescentes y hasta los pájaros azules y la esquina del movimiento tienen impregnado en cada uno de sus poros como un faro alumbrador las semillas de ese gran artista. Recuerdo hoy más que nunca su negra y espigada estampa, su cara siempre alegre y su voz burlona, hoy, cuando la guerra inhumana y cruel avanza y ya nadie quiere sonreír. —Uff qué bien, bendito tú Papi que has tenido la oportunidad de conocer a gente tan bella como el juglar Rúa; eso es tener suerte. Cuando yo estuve en la Universidad también lo conocí, y a su muñeco “Macario”. Pero no paremos ahí, cuéntame de tus compañeros profesores, aquellos con los cuales trabajaste y fueron tus amigos. —La vida universitaria es muy rica en vivencias y momentos de felicidad, pero también de momentos difíciles; sin embargo, uno no deja de asombrarse de los compañeros de trabajo, los profesores y sus historias, todas llenas de interés. Escuchemos esta historia y verás qué tan interesante es…

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El negro Valderrama Mientras tomaba un café insípido y recalentado en la cafetería, volvió a mi memoria la imagen de Pacho Valderrama, el negro pintor malgeniado y noble. Miré luego al frente y vi pasar las formas de la pareja de los trogloditas que en andar rápido y con la cabeza baja se dirigían a las afueras de la Facultad. Me dije para mis adentros: “Cada quien inventa su forma de vivir, pero hay personas que arruinan su propia vida no dejando vivir en paz a los demás”. Permanecí unos minutos sentado, observando a todas las personas. Recordé que en horas de la tarde de ese jueves se presentaba la Banda de la Universidad de Antioquia en la cafetería. Con energías renovadas veía el mundo a mi alrededor más bello, con mayor optimismo. El maestro Valderrama nunca se perdía el concierto de la Banda, en cualquier lugar del campus universitario que se presentara. Este maestro — buen maestro —, diez años mayor que yo, había ingresado a la Universidad en los años setenta (creo que en el 76), después de trabajar durante cerca de veinte años en la Editorial Bedout y de haber alcanzado la jubilación. Es decir, cuando llegó a la Universidad de Antioquia ya era una persona mayor de cincuenta años. Mantuvo siempre un comportamiento neutral con sus compañeros, pocas veces se le vio terciando hacia un sector del profesorado. Esto hacía que gozara del respeto y el aprecio de sus compañeros y también de los estudiantes. Aunque era un poco malgeniado, se le quería por ser un pintor serio, conocedor del oficio. 199


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Valderrama era un soltero que llevaba una vida ordenada, y era tal el celo con que guardaba su privacidad que muy pocas personas conocían detalles de su vida íntima. Aún así, era una persona que cuando vencía su timidez natural, tenía un sentido del humor ácido, casi insultante, y su conversación se volvía del todo amena. Con el también buen pintor y buen maestro Jorge Cárdenas tenía una gran amistad. Cuenta así el maestro Cárdenas la historia que retrata de cuerpo entero el carácter del amigo Valderrama: Un día en horas de la mañana resolvimos salir a paisajear Valderrama y yo, y después de mucho programar la salida decidimos ir por los lados de El Poblado, a un lugar que conocíamos, un hermoso paraje con flora, pájaros y jardines. Salimos del estudio de Valderrama en el edificio Fantasio, en el centro de la ciudad. Llevaba bajo el brazo, cada uno, un pequeño caballete, tabla, papel, pinceles y un frasco con agua para humedecerlos. Habíamos recorrido cinco cuadras a pie en busca del bus cuando caí en la cuenta de que había olvidado la cédula de ciudadanía en el estudio del edificio que acabábamos de abandonar. Le dije a Valderrama, que iba adelante a grandes pasos: — Maestro, espera. Se me ha quedado la cédula en tu estudio. ¿Por qué no nos devolvemos? A esto replicó Valderrama: ¡Este sí es mucho güevón! ¡Un día de estos vas a dejar la cabeza en cualquier lugar! ¡Yo no voy, vaya usted!, y se sentó en el andén, echando madrazos, refunfuñando que daba miedo. Viendo la reacción de mi amigo dejé los bártulos a su cuidado y rápido emprendí el camino de vuelta al estudio. Después de varios minutos regresé, y durante todo el camino 200


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hasta llegar al lugar escogido el negro Valderrama no me dirigió la palabra. El lugar era una pequeña finca de una familia rica. Después de treparnos por una alambrada y atravesar un vallado de piedra, nos ubicamos en el lugar florido. Tenía un pequeño arroyo, se oían los pájaros, reinaba un silencio de paraíso. Antes de empezar di un rodeo y encontré que todo se hallaba en orden, sin personas a la redonda. Cogí varias naranjas injertas de un árbol, olí aquella fragancia en flor y le entregué algunas a mi silencioso amigo con el ánimo de romper su mutismo, mas no lo conseguí. De manera que puse las naranjas en silencio a su lado y me dispuse a trabajar. Después de elegir el fragmento de paisaje que más me gustó para pintar, me instalé, y luego de esbozar dos bocetos a la acuarela, cuando había transcurrido cerca de media hora y Valderrama empezaba a soltar las primeras palabras, sentimos el terrible gruñido de un perro y unas pisadas en la hojarasca muy cerca de nosotros. Al mirar atrás nos tropezamos con la mirada furiosa de un hombre corpulento y mal encarado que traía en sus manos una escopeta y cogido con una cadena gruesa, un enorme perro: era el mayordomo de la finca. ¡Hijueputas, son ustedes los que se roban las naranjas! ¿Qué hacen aquí?, ¿quién les autorizó la entrada?, ¿no ven que están en propiedad privada?. El perro furioso nos quería morder con sus enormes colmillos afilados de tigre, lanzaba peligrosas dentelladas al aire con su bocaza de baba espumosa. Valderrama, a mi lado, permaneció callado, con la cabeza agachada, pintando, sin inmutarse por las furiosas protestas 201


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del mayordomo y su diabólica bestia. Con esa tranquilidad que le era característica, empezó a darme fuertes golpes de codo en los costillares, y mirándome por encima de las gafas me reclamó: ¿Por qué no le mostrás la cédula a este viejo hijueputa para que no nos mate? Mostrásela pues, ¿o para qué fue que la trajiste? Esta historia me produce risa cada que la recuerdo. Mientras la escribo, estoy riendo. Y ahora que me encontraba solo en la cafetería me imaginaba al maestro Valderrama con su caminar nervioso cuando llegó por primera vez a la Universidad. Valderrama era de mediana estatura, de piel morena, caminar nervioso, rostro de expresiones fuertes y poco, muy poco cabello en su cabeza ovalada: apenas cuatro pelos que mantenía peinados y organizados. Sus manos tenían una forma ligeramente cuadrada, su bigote era pobre, y sobre su corta nariz reposaban unas gafas de astigmático, de marco metálico dorado. Su oficina siempre fue la misma, la del segundo piso de Artes Visuales en el costado occidental, a la cual no podía entrar ni la señora del aseo, porque según argüía el negro “me ordena la oficina pero me desordena el cerebro”. Pocas veces dejaba entrar a su encierro a una persona que no fuera de su confianza. Ingresar en esa oficina polvorienta y desordenada tenía sus inconvenientes. Para poder hacerlo, había que superar el cúmulo de basuras que impedía abrir la puerta. Cuando Valderrama mismo intentaba entrar, con los zapatos empujaba las circulares, cartas, mensajes de la Asociación de Profesores y papeles que le corrían por debajo de la puerta y que nunca recogía. 202


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Una vez le dije —, tras agacharme a recoger una de esas cartas: “Lee esto, dice que a partir de mañana no habrá ingreso de los estudiantes a la Universidad debido a los desórdenes, por la quema de buses y de un automóvil donde se quemó y murió una monja”. —¿Cómo así? Yo no sabía que estaban sucediendo estas cosas. ¿Que mataron a quién? —¿Si ves? — repuse yo —, esto te pasa por no leer las cartas que te envían. Me miró sorprendido, y luego de un minuto de reflexión me dijo: —¿Lo que usted me quiere decir es que a partir de mañana tendré más tiempo para pintar? —No, hombre, lo que te quiero decir es que a partir de mañana vamos a tener reuniones diarias citadas por el Decano para analizar la problemática de la Universidad y tratar de encontrarle una solución al conflicto. El negro Valderrama se ensimismó en sus pensamientos. Luego, volviendo del letargo, me dijo: —Esto te pasa a vos por estar leyendo todo lo que te echan bajo la puerta. Te mantienen la cabeza llena de cucarachas. Vos sos capaz de coger un papel cagado del suelo y leerlo. Mejor es que me dejés solo, yo tengo mucho que trabajar. 203


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Sacándome del brazo de la oficina casi a empellones cerró la puerta de un golpe y se encerró. Definitivamente el maestro no tenía remedio. Para él el mundo se reducía al trabajo de la pintura, y lo que estaba sucediendo en su entorno no tenía para él validez alguna. Cuando se ponía de mal genio no había trapito con que coger al alacrán. Verlo trabajar era una verdadera delicia. Primero ponía el color de óleo con una espátula sobre el lienzo, lo esparcía como mantequilla sobre un pan, a que se secara durante varios días. Después, con un cuchillo raspaba, hasta dejar apenas unos manchones. Luego con el pincel ponía color encima y en forma de transparencias iba dejando una superficie de texturas y empastes, creando una superficie nueva y envejecida, de unos efectos sorprendentes. Para terminar lo hacía con el pincel, daba unos retoques acentuando los límites de los planos con un color más fuerte, por lo regular negro, y de este modo daba por terminada la obra. Era también un buen grabador sobre metal y trabajaba la xilografía con acierto y destreza. Cada año por Navidad hacía un tema en grabado que regalaba en forma de tarjeta, con un mensaje escrito de sus manos, con frases sencillas de su cosecha, y se lo regalaba a sus amigos más allegados como demostración de aprecio y amistad. En mi estudio conservo varios de esos motivos navideños enmarcados y limpios, en su memoria. Ya eran cerca de las cinco de la tarde y empezaban a prepararse los músicos de la Banda y a escucharse las notas de calentamiento de los instrumentos, con ese acostumbrado gorjeo desordenado 204


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de sonidos. Poco después escuché los primeros acordes del himno de la Universidad de Antioquia y allá, en un rincón de la cafetería, veo al negro, de pie, solemne, atento, aguzando los oídos para escuchar el concierto. Yo también me uní a los espectadores melómanos y me ubiqué muy cerca de mi amigo, quien lento giró su cuerpo y me descubrió mirando por encima de sus gafas, y sin sonreír giró de nuevo su cuerpo y me dio la espalda. Al terminar la primera parte del concierto observé a los integrantes de la Banda, que en su gran mayoría eran amigos míos, por los que siento gran admiración. “Los instrumentos musicales se parecen a su dueño”, decía el pintor Emiro Botero, ya fallecido. La tuba, un instrumento enroscado, grande y redondo, la tocaba un músico alto y robusto con una barba abundante y redonda como el instrumento. El flautista era un músico altísimo y de complexión delgada como una flauta. El del tambor era bajito y barrigón, y el del saxo era calvo. El director era delgado, como su vara de dirigir, y el del contrabajo era alto y de barriga ancha y redonda, y así cada uno de los músicos que de tanto tocar su instrumento se identifican cada vez más con su forma instrumental. ¿Qué decir entonces de esa niña que acaricia el violín? La Banda de Música tiene su mascota: “El Perrito”, un tipo de color negro, de ojos torcidos, que siempre la acompaña a todas partes donde ella se presente, aun por fuera de la Universidad. Cuando van a otras ciudades y pueblos, “El Perrito” camina en dos pies (o mejor, patas) y siempre carga la infaltable grabadora donde graba los conciertos. En realidad se llama Reinaldo. Se 205


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ubica al frente de la Banda, detrás del director, y cuando no está sentado en el suelo como semejando una rana con los pies hacia fuera, está de pie bailando, si es que baila el desgraciado, moviéndose sin compás, con su cara simiesca de estrecha frente y con ropas sucias. Y de toda la música que interpreta la Banda tiene predilección por la música colombiana que siempre se escucha al final de cada concierto. Como un desesperado, saca los casetes de los sucios bolsillos, para grabar esa música que luego ha de escuchar durante toda la semana en su grabadora, encima del hombro, deambulando por el campus. Habla poco, siempre se le ve solitario conversando con la casetera, con esa sonrisa en sus labios que más parece una mueca. Es uno de los habitantes sui géneris de la Universidad de Antioquia. —Quihubo mijito — es el saludo característico de Pacho Arrubla, otro pintor de la Facultad que por mucho tiempo se desempeñó en cargos administrativos del Departamento de Artes Visuales. En nuestro departamento había tantos Pachos que en determinado momento se le llamó Pacholandia. Pacho es el nombre con que se les llama a los Franciscos y es el equivalente de Paco en España. Que yo recuerde, han pasado por la Facultad: Pacho Morales, Pacho Arrubla, Pacho Londoño, Pacho Valderrama y Francisco Javier Escobar, que fue director del Departamento y que si bien nadie se atrevía a llamarlo Pacho por su dignidad, era de todos modos el mandamás de todos los Pachos; todos ellos profesores de pintura y todos del mismo Departamento. Y era con 206


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dos Pachos: Arrubla y Morales, con quienes al terminar la jornada en la tarde salía a tomar aguardiente, en una esquina de la ciudad, en Argentina con Girardot, en donde a la calentura de unos tragos la locuacidad de Pacho Morales, con la mordacidad de su impertérrita lengua, no dejaba títere con cabeza. Eran sus críticas de tinte burlón, lo que desataba las carcajadas contagiosas y alegres de Pacho Arrubla. Bajo los efectos del licor el maestro Morales se desinhibía, porque Pachito Morales era de carácter tímido y cobardón, pero de una sensibilidad impresionante cuando se hallaba ante una modelo desnuda y con una paleta de óleo en la mano. El dúo de Pachos y el profesor Bustamante llegaron a ser los bohemios del Departamento de Artes Visuales, reconocidos por todos como los más alegres y animosos del grupo. “Bueno mijito, hasta luego”, me decía Pacho Arrubla cuando se despedía. Fue él quien me bautizó “Pantanito”, por mi intervención como escultor en la construcción del Monumento del Pantano de Vargas de Rodrigo Arenas. —Mira Lucy, no sé si esto que te voy a contar sea importante para el problema que nos aqueja, pero lo voy a intentar narrar para que quede plasmado en el libro. —Pues intentémoslo Papi, es mejor intentar que no hacerlo, eso me enseñó mi madre. Recuerdo que una vez estando reunidos varios profesores en la cafetería con el negro Valderrama, este dejó caer de su mano el tinto y nos pringó a todos de café. Nosotros nos reímos. Al 207


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día siguiente lo instamos en son de burla amistosa a que si era tan valiente volviera a mancharnos la ropa de café. Su rostro al instante se transformó, sufrió una crisis interior, algo muy serio le pasó por dentro, un estado que no sabría describir. En realidad al negro Valderrama se le estaba incubando un cáncer en el cerebro y estaba perdiendo el control de sus músculos. Murió el 28 de agosto de 1989, a los 61 años, en la clínica El Rosario. El maestro Jorge Cárdenas y yo pasamos de la cama a una sábana el cadáver aún caliente de quien en vida fue una gran persona y un estupendo artista. —¡Ay, Papi, la vida es cruel con las personas que son útiles a la sociedad; la historia de Valderrama me conmovió hasta la médula, estos personajes son seres privilegiados por la naturaleza, pero sus finales son siempre difíciles! —Así es la vida, Lucy, dura y despiadada, pero me gustaría acabar con las historias de la Facultad, que son tan difíciles, para seguir con otras en el Viejo Mundo y donde voy a dejar que seas tú quien las cuente, ya que tienes tan buena memoria y para que me dejes tomar las anotaciones. La verdad, Lucy, contar ciertas historias me trae nostalgias y en algunos casos hasta depresiones, es por esto que debemos seleccionar siempre el tema a narrar para matizar un poco la novela y así no llenarnos de amarguras que puedan causarnos daño en la salud. Sin embargo tomaré nuevas energías, y para dar por terminada esta historia, que espero sepamos llevar con paciencia y dignidad.

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Nuevas acusaciones Yo trabajaba por el mes de abril de 1985 en el taller de escultura en una obra de grandes proporciones que hoy está ubicada en el complejo urbanístico de Santillana, en el sector de El Poblado y que lleva por título Homenaje a la amistad. Como siempre, cada vez que iniciaba una nueva obra pedía autorización al Decano Mario Yépez y lo mismo hacía con el Jefe del Departamento, Aníbal Vallejo Rendón. Con tranquilidad de conciencia laboraba los fines de semana, al medio día o antes de las ocho de la mañana, para no entorpecer mis labores académicas. Lo hacía con la colaboración de los estudiantes Socorro Millán y Héctor Jaramillo, destacados alumnos del taller, a quienes la ayuda que me prestaban les servía al mismo tiempo en su proceso de aprendizaje; en la fase final del acabado, en el mes de septiembre, se hacían los moldes en fibra de vidrio. Recibí un memorando del señor Decano en el que me pedía dirigirme a su oficina. Al llegar a la hora de la cita lo encontré esperándome en compañía de la Vicedecana, María Eugenia Londoño. Luego de un recuento rápido del problema el Decano me pidió suspender en forma inmediata el trabajo de la escultura. Al pedirle una explicación me informó que unos profesores del Departamento de Artes Visuales habían interpuesto una denuncia. —Es mejor que renuncies a medio tiempo para que lo destines a tu trabajo de escultor y solucionas de este modo los malos entendidos — me dijo. 209


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Estupefacto, le pregunté quiénes eran los denunciantes y el porqué del reclamo. El buen Decano, asustado, como tratando de evitar un escándalo, me respondió cortante: “No sé”. Lo miré a los ojos, y él, esquivándome la mirada, bajó la cabeza y dirigió sus ojos al escritorio donde reposaban unas cartas, mientras sus manos muy blancas se deslizaban nerviosas a cogerlas y luego de levantarlas un poco las ordenó con unos cortos golpecitos sobre la superficie de vidrio de la mesa. Miró entonces a la Vicedecana, que permanecía en silencio a la derecha del señor Decano. Noté unos ojos muy grandes distorsionados por el efecto de unos lentes gruesos. Sin pronunciar palabra, el Decano hizo el ademán de jugar con un lápiz entre sus manos. Los rostros de ambos mostraban no estar dispuestos a alargar la entrevista. Adivinando que no querían contestar, me puse de pie y me alejé de esa oficina, con la cabeza gacha y sin despedirme. Al regresar al taller reuní a mis pupilos. Con voz entrecortada les ordené suspender. Sólo escuchaba los golpes de la sangre en mis sienes, que encabritada subía por las arterias a la cabeza. La tensión me produjo un fuerte dolor en los músculos de la espalda y la cintura, y un leve mareo me obligó a buscar un lugar para sentarme. Al preguntarme ellos la razón de la suspensión de labores en forma tan sorpresiva, no les respondí, pues en mi cabeza se apretujaban los pensamientos. (A propósito, ¿en dónde están ubicados los pensamientos?) Los estudiantes inquirían por una explicación apresurada. Yo, durante mucho rato, permanecí sin saber qué hacer, con la mirada perdida, deambulando por el taller, sin saber dónde reposar mis manos, sin 210


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sentir a los alumnos que me rodeaban y que no descubrían una explicación a mi comportamiento y que sólo después de haber encontrado la forma de decir algo, escucharon una expresión que salió de lo más profundo de mi ser: —¡Otra vez la misma vaina! —Mira, Papi, yo siempre he creído que en todas partes hay gente problemática, envidiosa y malintencionada, sin embargo uno tiene que estar preparado para ser tolerante y no dejarse involucrar por ellas. —De todas maneras estas personas hacen sufrir, aunque afortunadamente parecen puestas por la Providencia para templarle a uno el espíritu y llevarlo a conocer a otras personas que realmente son muy valiosas. Espera te cuento cómo terminó esta historia, para que sigamos con otras cosas más creativas.

El hombre de los pájaros en la cabeza Al medio día hablé con algunos compañeros profesores y al indagarles por la problemática en forma fría y contundente me respondieron: —Esperemos a ver qué pasa. Al día siguiente, en horas de la mañana, visité al doctor Luis Fernando Vélez Vélez. Él, como yo, había nacido en 1944. Lo encontré en su oficina del cuarto piso de la Facultad de Derecho, 211


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alimentando a los pájaros que en forma revoltosa se disputaban los plátanos maduros que a diario les ponía en el cebadero que tenía dispuesto sobre una tabla junto a la ventana. Todos los días, al llegar a la Universidad y antes de ingresar, el doctor Vélez, en efecto, compraba en uno de los puestos de frutas que hay en la entrada un paquetón de plátanos maduros que la bandada de pájaros consumía en un santiamén. En algunas ocasiones sus compañeros de oficina lo vieron pelearse con los pájaros y a voz en cuello gritarles: —¡Descarados e indolentes pájaros! ¿Ustedes qué es lo que piensan? ¿Que yo soy rico? ¡Pero si me tienen arruinado! ¡Esta obligación con ustedes es insoportable! ¿O es que piensan que mi bolsillo no tiene fondo? ¡Por eso no me he casado, para no tener que mercar! Un azulejo vivaz se posó en su hombro izquierdo y luego con descaro se lo trepó a la cabeza; otros azulejos volando muy cerca de su cara le acariciaban con sus alas. El abogado, muy sonriente, me saludó y me invitó a sentarme. Asentí maravillado, contemplando el hermoso espectáculo. El doctor Vélez tomó con la mano derecha el pájaro que se había encaramado en su cabeza y lo colocó en el borde de la ventana, cerró las celosías y estiró hacia mí su mano grande y cuadrada. Después de un fuerte apretón, me preguntó: —¿Qué lo trae por aquí, profesor?

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El hombre de los pájaros en la cabeza era una persona estimada y respetada por todos en la Universidad de Antioquia. Por su esclarecida inteligencia había ocupado puestos muy importantes en la administración. Fue Decano de su Facultad, como antropólogo fue Director del Museo Universitario durante dos periodos, Decano de la Facultad de Artes, Vicerrector de la Universidad y Rector encargado. Sobre su escritorio reposaba El mensajero, biografía del poeta Porfirio Barba Jacob, escrita por Fernando Vallejo, hermano de Aníbal Vallejo, compañero de mi Facultad. Luego de hacerme una breve descripción del texto me leyó algunos apartes y pude compartir con él el placer de la lectura de aquel libro. Al fin manifestó: —Es una buena biografía. Un azulejo se posó en el borde de la ventana y picoteaba en forma insistente el vidrio de la celosía como queriendo participar de la conversación o agradecer la suculenta comida matutina. Una gran amistad nos había unido por muchos años y esa amistad se sellaría aún más después de su temprana muerte. Era el doctor Vélez un hombre íntegro, de expresión radiante, de aspecto noble, piel blanca, frente amplia y destapada, de estatura mediana y una boca pequeña debajo de una nariz grande y aguileña. —Es inverosímil que por esa boca tan pequeña se digan palabras tan sabias y grandes — decía de él el maestro Pacho Valderrama al escucharlo hablar en el Teatro Camilo Torres cuando por suerte el doctor Vélez fue Presidente de la Asociación 213


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de Profesores de la Universidad. Recordé que cuando él era Decano de la Facultad de Artes, nos reunía en el claustro a darnos informes de su gestión. Hablaba en forma elocuente y vital, los profesores lo escuchábamos en silencio, hechizados por el embrujo de sus palabras siempre claras y concretas, cargadas de respeto hacia las personas y hacia el idioma. El profesor Vélez y Carlos Gaviria Díaz, quien por esos días (2000) era magistrado de la Corte Constitucional, son las dos personas más esclarecidas que he conocido en la Universidad de Antioquia, poseedores de un magnetismo verbal indescriptible. “Cuéntame entonces qué es lo que pasa por tu Facultad”, me dijo el doctor Luis Fernando. Brevemente le hice una descripción de lo sucedido y de las consecuencias que este problema ocasionaba tanto para la Facultad como para mí en particular. Con mucha atención me escuchó. Al final, parándose de su silla, golpeó con el puño la mesa y exclamó: —¿Por qué será que a la persona que trabaja siempre se le ponen obstáculos, mientras que a los profesores que no hacen nada y permanecen sentados en las cafeterías o deambulando por el campus de la Universidad fabricando chismes e indisponiendo, nunca los decanos les hacen un llamado de atención? Puede estar tranquilo, profesor Ríos, yo me haré responsable de su defensa. Luego de despedirnos con un fuerte apretón de manos lo vi retomar de inmediato el hilo de la lectura del libro que lo tenía cautivado, y al mirar por última vez a la ventana de los pájaros, 214


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escuché el toc toc toc del endiablado azulejo golpeando con el pico en el cristal. De nuevo en la Facultad traté en vano de darle normalidad a mi ánimo, recuperado en parte por las palabras alentadoras de mi amigo el señor de los pájaros en la cabeza. Lo que estaba ocurriendo era catastrófico. Solo conseguí verdadero sosiego cuando finalizó el problema nueve meses después, pero luego de la cita con el doctor Vélez recobré al menos la seguridad en mis actos y reafirmé mi decisión de emprender la defensa de mi labor docente y profesional. Esa misma noche redacté en mi casa una carta al señor Decano en la que le manifestaba lo mucho que me habían afectado sus palabras del día anterior, con las que me había prohibido en forma terminante desarrollar mi actividad artística después de veinte años continuos de estar realizándola. Mencioné que su actuación podía estar equivocada, ya que la misma Universidad dos años antes me había homenajeado en el Paraninfo “en reconocimiento a su valiosa tarea creativa y de aporte a la plástica colombiana”. También agregué: “Es por esto señor decano que pienso que en todo esto hay algo equivocado y no quiero pensar que usted de pronto sea instrumento de los seres tenebrosos que pululan por estas calles y que quieren que se engruesen las legiones de profesores mediocres que luego de infectar a los alumnos con su palabra vacía, se van a tomar tinto recalentado y a imaginar formas novedosas de hacer una nueva intriga a sus compañeros que trabajan y que soportan los latigazos y los golpes bajos de la canallada, de los piratas que destruyen la 215


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cultura en nombre de la cultura y la libertad en nombre de la libertad.” Al final le comuniqué al Decano mi inconformidad frente a su propuesta de renunciar a medio tiempo, ya que la consideraba injusta y no obedecía a mis derechos adquiridos durante tantos años. Los enemigos no descansaban un minuto. Llenaron de intrigas el ambiente universitario: al Vicerrector lo visitaron para presionar una decisión favorable a sus intereses y le manifestaron que los materiales que yo empleaba en la construcción de la obra eran tóxicos y explosivos. El Vicerrector, Sergio Valderrama, solicitó al Centro de Investigaciones Ambientales de la Universidad de Antioquia una investigación. Esta dependencia rindió un informe en el que, en forma meticulosa, describía los materiales y su grado de afectación a los seres humanos, para luego dictaminar: “(…) En relación con su memorando del día 28-5-85, concerniente a una queja sobre uso de materiales explosivos y altamente tóxicos en el taller de escultura de la Facultad de Artes, me permito informarle que se hicieron dos visitas a este lugar del bloque 24 de la ciudad universitaria y en términos generales se pudo observar que, aun cuando las condiciones de trabajo no eran las óptimas, no revestía características alarmantes ni de alta peligrosidad, porque…” La exhaustiva investigación de los profesionales no dejaba duda. Pero los acusadores, dando una demostración de creatividad para enredar lo desenredado, no dieron el brazo a torcer. Atacaron desde otro frente, pero el 27 de marzo la Directora Jurídica de la Contraloría General de Antioquia envió una carta en la que 216


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decía: “(…) Dada la naturaleza del trabajo que viene realizando el profesor Alonso (…) en íntima relación con su labor docente en la Facultad de Artes, encontramos que no existe obstáculo fiscal en la utilización de un espacio físico de la Universidad de Antioquia, enmarcando dicha acción en la práctica o taller que tan útil resulta a cualquier estudiante y más a quienes cultivan dichas artes; refuerza lo anterior, el hecho de realizarse por fuera del horario docente y con sus propios instrumentos”. La envidia envilece y es peligrosa en boca de gentes sin escrúpulos, ¡qué horror todo lo que dijeron! El taller de escultura, sin embargo, era visitado todos los días por el Rector de la Universidad, Santiago Peláez, con el Vicerrector Sergio Valderrama quien informó luego ante el Consejo Superior de la Universidad de la siguiente forma: “Cuando visité el taller del maestro Alonso Ríos, lo que vi fue a un pequeño hombre esculpiendo una enorme escultura en yeso y rodeado de alumnos que aprendían de su maestro el arte de la escultura.” También visitaban el taller los profesores de la Facultad y los estudiantes. Todos opinaban, pero nadie resolvía el problema. Hasta los demandantes lo visitaban, llenos de curiosidad por ver si yo ya había destruido la obra Homenaje a la amistad, pues eso era su mayor ambición. En una ocasión me encontré en el pasillo del Departamento con el ex director, y al momento me gritó, mientras se ponía verde de ira y abría más los ojones detrás de las enormes gafas gruesas: — “¡Te estás ganando diez millones de pesos con los materiales de la Universidad!”, al tiempo que 217


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elevaba sus encrespados puños sobre mi cabeza. Le respondí: —No, señor, no son diez, son cincuenta millones. Ahora veo qué es lo que a usted le duele: el dinero que me estoy ganando. Y en cuanto a los materiales, no se preocupe, que ya he podido comprobar que yo mismo los compré. Un día, a finales de julio, recibí en mi oficina al doctor Fernando Mesa Morales, profesor de Derecho y destacado penalista de Antioquia, investigador ad hoc para el caso. Con una sonrisa amplia como un estadio, me saludó con efusión: —¡Hola, Alonso! ¡Cuánto hubiera dado por abrazarte y contarte estos detalles de la investigación, pero me sentí impedido por ser el investigador del señor Rector! Desde hace mucho tiempo sabía que eras inocente, pero me abstuve de manifestártelo, por principio ético. Este es un caso típico de persecución, pero ya todo pasó. Mira, quiero hacerte entrega del veredicto. Léelo y descansa, la pesadilla terminó. Con la carta del veredicto me entregó además otro paquete de cartas que yo desconocía. Hacían parte de los folios de los investigadores y de otras personas que jamás pensé hubieran tenido que ver en el asunto, personas que en su gran mayoría defendieron mi trabajo. Media Universidad se movió por esta causa, y esto propició, por fortuna, que desde ese día en adelante la Universidad de Antioquia apoyara más férreamente el trabajo de sus profesores. En mi oficina había mucha gente celebrando. Cuando me 218


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disponía a leer los largos y tediosos folios del proceso, llegó el maestro Valderrama. Se quitó las gafas, se apoltronó en una de las sillas y con sonrisa de negro socarrón expresó: —Bueno, ¿y ahora qué pues hombre, vos crees que te vamos a felicitar por eso? Lo que queremos es verte trabajar. ¡No seas pendejo! Luego se paró del asiento, furioso porque no me veía trabajando, y saliendo de la oficina como un toro refunfuñó: —¡A este güevón no le gusta sino leer pendejadas! Cogí el documento y sin leerlo en ese momento ni nunca, lo guardé en un cajón del escritorio, en medio de las carcajadas de los estudiantes y profesores que gozaban con las expresiones del negro Valderrama. Después me dirigí a los presentes y los invité a tomar un tinto en la cafetería. —Papi, según parece vas a tener que escribir una novela dedicada a ese alacrán de amigo tuyo de nombre Francisco Valderrama, qué personaje más interesante. —Así es Lucy, de todos mis amigos Pacho, como le decíamos, es el más apropiado personaje para describir a un artista sensible y creativo. Ya veremos después qué se puede hacer con él, por lo pronto terminemos con esta novela antes de que me vuelvan a llamar. —Papi, ¿por qué no me cuentas lo que pasó en la U en ese 219


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momento aciago del año 87 cuando mataron a tantos profesores y estudiantes por el único motivo de que eran personas líderes y destacados personajes dentro de la Universidad y la sociedad colombiana? Empieza pues. —No, Lucy, la verdad es que me siento cansado de tanta tragedia recordada hasta el momento. ¿Por qué mejor no nos damos un descanso de varios días, digamos una semana, para luego seguir con el tema que me propones, tema que por demás es bastante espinoso? —Muy bien, Papi, te veo la cara un poco arrugada y pálida, lo mejor es que descansemos y nos demos el viaje. —¡Ay, Lucy, estoy tan mamado de escribir que lo mejor es que nos vayamos a la finca “Betancí”, donde Paul, ¿qué dices? —Listo, ¡yo quiero, yo quiero, yo quiero!, allá es donde debemos ir, voy a arreglar las maletas, pero, ¿sabes?, no lleves el portátil y olvídate del libro. Al volver del viaje con las energías renovadas me enfrenté con la historia de los años más perversos y dolorosos que ha vivido la Universidad por causa de los paramilitares que en esos años causaron estragos y muertes a líderes populares por doquier.

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1987 año de muertes y amarguras La vida en la Universidad era agitada. Había que olvidar los momentos desagradables y aprovechar los que son factores interesantes de felicidad, como las programaciones culturales en el Teatro Camilo Torres, la proyección de películas, la presentación de grupos de música o las obras de teatro; vivir la vida universitaria con el agradable recorrer del campus, profuso de jardines y arboledas llenas de aromas y pájaros de todo el Valle de Aburrá, que por cierto alberga quizás la variedad de aves más grande del mundo. Este campus es el más bello del país y es a la vez la Universidad que brinda el mayor centro de investigadores. Es en la Universidad donde también se refleja toda la problemática del país y del mundo. Todavía guardo en mi memoria la imagen del hecho infame del 8 de junio de 1973 en que luego de una asamblea de estudiantes y cuando salía por la puerta peatonal, desde un taxi en movimiento una ráfaga de muerte segó la vida del estudiante de economía Luis Fernando Barrientos. Su cuerpo fue recogido por sus compañeros, llevado al Bloque Administrativo y colocado en una de las mesas donde sesionaba el Consejo Directivo de la Universidad con la bandera del claustro cubriéndolo. La furia de los estudiantes inicialmente, y luego el oportunismo de algunas personas inescrupulosas, dio al traste con la edificación, al prenderle fuego, luego de que desconocidos destruyeran los archivos y encendieran los papeles que fueron sacados en el afán de destruir quién sabe qué información. Los papeles, encendidos muy cerca de las cortinas de yute, y los muebles de madera, hicieron posible 221


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que las lenguas de fuego se treparan hasta alcanzar el maderamen del techo y rápidamente se propagara la conflagración, arrasando en pocos minutos la edificación. Ese día, desde todos los ángulos de la ciudad se vio la llamarada. La enorme columna de humo salía lúgubre del Bloque 16. La inexplicable lentitud en la llegada de los bomberos hizo posible que se destruyera la casi totalidad de la edificación. Ante tal gravedad, las directivas universitarias se vieron precisadas a cerrar las puertas del campus. El cadáver del estudiante fue enterrado por sus familiares, y el movimiento de estudiantes se propagó a toda la ciudad, con mítines y desórdenes por donde pasaban. La tragedia de la Universidad en esa ocasión es apenas comparable con lo sucedido años más tarde, entre los años 1987 y 1988, cuando en forma sistemática fuerzas oscuras de derecha asesinaron a cerca de diez profesores y a más de quince estudiantes, una de las temporadas de muerte más espantosas de la vida del país. Cada día nos preguntábamos, indagándonos unos a otros: “¿Quién será la víctima hoy?” La Universidad de Antioquia en el libro Historia y Presencia habla así de ese funesto y doloroso momento de su historia: “(…) La Universidad de Antioquia no estuvo exenta de esa influencia, y 1987 fue un momento cumbre en la habitual tragedia: en el país hubo diecisiete mil muertes violentas; cincuenta y tres de cada cien mil de sus habitantes murieron asesinados, y por cada dos vidas cortadas por motivos políticos otros fueron destrozados por otras razones. ¿Cuáles?: aquellas que no permiten 222


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la germinación de los principios éticos, los valores morales y las condiciones materiales para que la vida con dignidad sea posible para todos (…)”. El año de 1987 fueron asesinados siete profesores y diez estudiantes de diferentes Facultades. Con el viaje que realicé ese mismo año en noviembre a los Estados Unidos, me llevé el corazón entristecido, desgarrado por el dolor. Pero los asesinos no habían terminado aún su deshonrosa labor. El 17 de diciembre, día en que se conmemora el aniversario de la muerte del Libertador Simón Bolívar, en horas de la tarde, en un noticiero en español, escuché las noticias de Colombia sobre el asesinato del doctor Luis Fernando Vélez Vélez. En ese momento, a solas en el apartamento de José Miguel, en Newark, apenas encontré en el llanto remedio al dolor por la muerte de todos los que como él eran sacrificados por soñar una patria mejor. En mi gran soledad de esa tarde sentí un escalofrío que recorrió mi cuerpo. Juré que al llegar a Colombia al año siguiente rendiría un homenaje a mi amigo inmolado, erigiendo un monumento en su memoria para la Universidad. Al volver a Colombia, a comienzos del 88, visité en efecto al profesor León Darío Cadavid, en ese entonces Vicedecano de la Facultad de Derecho. Luego de oír de sus labios la tristeza que se vivía en la Universidad, le expuse mi proyecto de construir una obra escultórica en honor del doctor Luis Fernando Vélez. Muy complacido por este proyecto, me respondió: —Mañana mismo comenzamos. 223


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Al día siguiente el doctor Cadavid ya había recogido dineros suficientes entre sus compañeros profesores de la Facultad de Derecho para iniciar los trabajos, y yo conseguí autorización para dedicarle a la realización de la obra parte de mi tiempo laboral en la Universidad. Mediante una campaña organizada por los profesores de Derecho, se pidió colaboración a todos los estamentos de la Universidad. En los tres meses que duró la construcción de la obra se recogieron 400 kilos de bronce, dinero y otros materiales. En cajones de madera que se colocaron en diferentes lugares de la Universidad los obreros, los estudiantes, los profesores, las secretarias y los demás miembros de la comunidad universitaria iban mostrando su solidaridad con esta empresa, trayendo de sus casas los objetos de bronce inservibles, llaves y partes de vehículos, radiadores, bujes y otros adminículos. Como un relojito se veía a todas estas personas depositando en los cajones su ayuda. Toda la Universidad se movió solidaria. Fueron tantos los elementos conseguidos que se pudo fabricar un horno nuevo para bronce, construido por el profesor Alejandro Echavarría, y otros artefactos (tenazas, canasta, grúa), propios del trabajo de fundición y que quedaron como dotación del taller. También se recuperó un crisol nuevo de 150 kilos de capacidad que perteneció al taller del maestro Rodrigo Arenas y que se hallaba abandonado en una bodega del almacén de la Universidad. Comencé la obra un viernes en horas de la mañana. Cuando estaba lista la primera parte del herraje, sostuve mi primera conversación con el doctor Luis Fernando Vélez Vélez. “Mire 224


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doctor Luis Fernando, a usted lo han matado miserablemente por ser un defensor de los derechos humanos. Poco fue lo que usted duró vivo después que aceptó ser Presidente de la Comisión de Derechos Humanos Capítulo de Antioquia, en reemplazo del doctor Héctor Abad Gómez, asesinado días antes en compañía del también médico Leonardo Betancur Taborda y del educador Felipe Vélez. Sé muy bien que a usted no le gustan estos homenajes. Eso de monumentos y cosas por el estilo no son de su agrado, y si usted doctor estuviera vivo, se hubiera enojado con la sola idea de este monumento. Pero qué se le va a hacer, todos así lo queremos y con la obra escultórica se ha logrado una cosa muy bella: la demostración de solidaridad de toda esta comunidad universitaria. Luego de la conmoción muy humana por la muerte de todos ustedes, líderes profesorales y estudiantiles, ha quedado un vacío y un desasosiego inmenso. Hacer esta obra es una forma de manifestar la inconformidad con la desesperanza. Le ruego no se enoje con nosotros, los humanos hemos inventado los homenajes para hacer que la memoria no se pierda y demostrar la admiración por las personas valiosas. Han sido tan bellas las expresiones de solidaridad, que realmente me han conmovido. Al día siguiente, antes de las ocho de la mañana ingresé al taller de escultura y vi la forma del esqueleto en hierro de la cabeza gigante; con sólo mirarla, me pareció ver la imagen del doctor hecha de varillas y alambres. Organicé las herramientas y el yeso y comencé a plasmarlo. Conseguí unas fotografías suyas y las dispuse en una tabla muy cerca del lugar de trabajo, para 225


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estudiar profunda y concienzudamente sus gestos y detalles. El personaje siempre llevó gafas, pero yo no quería modelárselas. Las esculturas de retratos con ese embeleco en la cara siempre me han parecido horribles. Lo mejor es ver un rostro limpio y expresivo, las gafas le quitan la posibilidad al artista de ver los ojos que son fundamentales para una mejor expresión y parecido del personaje en una escultura. Caso diferente es la pintura, en la que se puede lograr la integración de la forma a través del color. Empecé a colocar el yeso, guiado por las fotografías y también por mi memoria. Me parecía ver al doctor Vélez deambulando por la Universidad, saludando cordialmente a sus compañeros, profesores y estudiantes, ¡ah!, y a sus pájaros. Ubiqué en un lugar cercano un pequeño radio donde escuchaba durante todo ese tiempo las noticias del momento. “Hoy han masacrado a siete campesinos en la región de Urabá, en una hacienda productora de banano, le dije a la cabeza de yeso del doctor Luis Fernando. Y ayer hubo otra matanza en esa misma región. Usted, doctor, parece ser el comienzo de una nueva escalada de miedo y terror de los asesinos. Todos los días, al llegar al taller, saludaba a la cabeza y le iba contando estas noticias de última hora, todas relacionadas con masacres y otros crímenes de paras y guerrilleros. Lo hacía como si él en verdad estuviera en persona vivo delante de mí. El trabajo avanzaba despacio y constante, acompañado del desfile de personas que acudían curiosas al taller a ver el monumento al sacrificado, mientras en las noticias se hablaba de nuevos profesores y estudiantes asesinados. En las horas de 226


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la mañana era cuando más me gustaba modelar, pues a esa hora el taller permanecía desolado y podía laborar con comodidad y conversar en voz alta con el doctor Vélez. Esa nariz tan grande es su rasgo más característico, en una obra que es sólo una cabeza gigante, que tiene un metro con cincuenta centímetros de altura, y en la que gasté cerca de 200 kilos de yeso para su fabricación. La miro de perfil, y lo que más se destaca es su enorme nariz, su frente grande y destapada, sus orejas proporcionadas y esa minúscula boca. Realmente no me costó dificultad lograr el parecido. Las personas que ven hoy la obra exclaman: —¡Ese es él, así era! Un día llegué al taller a las ocho en punto de la mañana y lo encontré solo. Era un día muy claro, por los ventanales que dan al patio de la Facultad se filtraban con fuerza los rayos del sol. Encendí la radio, y el lector de noticias parecía solazarse informando morboso sobre nuevas masacres. Apagué la radio y continué la obra, que para entonces ya había avanzado bastante. En poco tiempo terminaría. Entonces tocaron la puerta del taller y al abrirla vi a tres hombres: un joven de gafas y de expresiones tímidas que resultaría ser Alejandro Echavarría, Héctor Daniel Mejía, un antiguo profesor de Ingenierías que reconocí al momento, y Gabriel Restrepo, un escultor amigo mío de hacía muchos años. — “Hola maestro”, me saludó Gabriel. “Estos son los profesores Alejandro y Héctor Daniel de la Facultad de Ingenierías y quieren 227


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mirar la obra”. Los invité a pasar. Los dos profesores se dirigieron de inmediato hacia la escultura, se ubicaron frente a ella y sin más rodeos exclamaron: “¡Uf, esto sí es un verdadero reto!”. “Vea, vea Ríos”, me dijo el profesor Alejandro todo emocionado, “allá en el taller de fundición de la Facultad somos capaces de fundirla”. Se frotó las manos con fuerza, y estirando la derecha me estrechó la mía, exclamando: “Te, te felicito Ríos, ¡qué cosa tan hermosa! Ve, ve Ríos, esta obra la, la fundimos porque, porque la fundimos”. Y así, gagueando, se despidió el que desde entonces sería mi gran amigo Alejandro con sus acompañantes. Cuando se alejaron, continué con mis cavilaciones. Mirando la efigie le hablé como de costumbre: Mirá Luis Fernando (cada vez que le dirigía una palabra a mi amiga la cabeza, le iba teniendo más confianza, y si en un comienzo le llamaba con nombres y apellidos completos, con el correr del tiempo le fui quitando primero los apellidos completos y luego lo de doctor, ahora solamente la llamo por su nombre). Como te decía Luis, esto de hacer esculturas a muertos tiene sus ventajas. Mirá como cada vez van apareciendo nuevos personajes, resulta que dizque ya está resuelto el problema de la fundición. Cada día que pasa son más y más las personas que se suman a este trabajo y todos quieren aportar alguna cosa. Ya hay tres Facultades que están vinculadas: Derecho, Artes e Ingenierías. Más tarde se haría presente el Departamento de Sostenimiento de la Universidad con la construcción de la base, y luego la Oficina de Planeación con el estudio de ubicación de la escultura en la plazoleta principal del campus. 228


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Cuando en años anteriores un grupo de desplazados por la violencia provenientes del Nordeste del departamento de Antioquia se tomó la Universidad en horas de la noche con la colaboración de algunos profesores, recuerdo al doctor Luis Fernando Vélez mediando ante ellos para que, por las buenas y sin violencia, y a la vez apoyando sus peticiones, se retiraran del Alma Máter. Todavía recuerdo a estos campesinos cuando se alojaron en el coliseo y fui a verlos en compañía de Pacho Valderrama. Vimos a unos hombres de recia presencia y piel curtida por el sol, a sus mujeres y sus hijos. Habían instalado las hamacas, y pacientemente esperaban una solución a su problema. Pacho, que siempre fue una persona atenta, sacó su libreta de notas y dibujó algunas de esas escenas, que más tarde plasmó en lienzo en la serie Los desplazados del Nordeste. Recuerdo que uno de los desplazados se nos acercó y nos reclamó: ¿Ustedes por qué nos están dibujando, acaso son policías?, y nos vimos obligados a retirarnos del recinto. Lo que en ese momento se vivía en el país era apenas una parte del proceso de gestación y desarrollo de la guerra que ha pasado por varias etapas, y la que estábamos viviendo en ese momento era el comienzo del paramilitarismo, para eliminar a líderes sindicales, comunales e intelectuales de las universidades públicas del país que pensaban distinto al sistema. Yo no soy marxista, no soy derechista, soy librepensador, creo en la libertad, creo en la armonía, creo en los contrarios y en la unidad de los contrarios. Soy dialéctico, soy holístico. No existe lo blanco sin lo negro, lo alto sin lo bajo, lo grueso sin lo delgado, lo bonito sin lo feo. Dolorosamente, en 229


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mi país pensar distinto es sentenciarse a muerte. Lo de ese año en la Universidad apenas ha tenido parangón en la historia de Colombia, era como si estuvieran matando las flores por el mero hecho de ser flores. Mirando atrás en la perspectiva del tiempo, encuentro ahora, mientras escribo estas notas para el libro en construcción, que lo que se dio en ese entonces fue el comienzo de la arremetida de la extrema derecha y las equivocaciones de la extrema izquierda, tratando cada una de consolidarse en el poder. Pero, de estas dos fuerzas, fue (es) el paramilitarismo de derechas la fuerza más sanguinaria que haya podido crearse en un país suramericano bajo la retórica de que íbamos en camino a la dominación marxista. Con ese argumento se ha desaparecido a gran cantidad de colombianos en manos de los militares y los paramilitares, todos unidos, para infligir dolor a esta patria inmolada. Son cientos, miles de colombianos los que han sufrido con estas ambiciones de los diferente matices políticos que son los que nos han llevado al desastre y la barbarie. Pero como no soy un analista de lo sucedido en Colombia, me debo limitar a los acontecimientos vividos y sentidos en mi ya larga vida en este mundo. Lo que voy a narrar a continuación es un recuento verdadero y doloroso de lo ocurrido en mi Universidad.

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Dolorosa cronología En julio de 1987 se produjeron las primeras muertes de universitarios de esos años: un profesor de la Facultad de Odontología y dos estudiantes. Todos pensábamos en la Universidad: “¿Qué es lo que pasa?” Pero cuando al mes siguiente fueron asesinados nueve víctimas entre profesores y estudiantes, dijimos: “¿Y mañana quién será de nosotros?” En el funesto mes de agosto fue el asesinato de cuatro profesores muy destacados de la Universidad, y de cinco estudiantes. La noticia a nivel nacional cobró importancia y fue todo un escándalo mayúsculo esa escalada de muertos provocados por los paramilitares. Los profesores asesinados fueron: Hernando Restrepo, profesor de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales; Pedro Luis Valencia, profesor de la Facultad Nacional de Salud Pública; Héctor Abad Gómez, médico, salubrista y fundador de la Facultad de Salud Pública; y Leonardo Betancur Taborda, profesor de la Facultad de Medicina. Después de estas muertes la Universidad vivió un caos de desconcierto y miedo. Las directivas de la Universidad no sabían qué hacer, se hacían reuniones de profesores para analizar la problemática y nadie sabía qué camino seguir ante esa andanada de crímenes. Las clases se interrumpieron en algunas Facultades, y los patios de la Universidad se veían desolados. Nadie más volvió a las asambleas de estudiantes, en el rostro de los universitarios se notaban el miedo y el desconcierto, las directivas pedían cordura y tranquilidad, pero en vano, pues el caos que vivía la Universidad era mayúsculo. 231


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Los estudiantes asesinados eran reconocidos líderes estudiantiles que debatían las políticas gubernamentales y, por este motivo según parece, fueron puestos en la lista negra que ya aparecía en algunos lugares de la Universidad. Recuerdo una de esas listas, puesta en lo alto del Teatro Camilo Torres colgando: con letras burdas de colores destacados aparecían nombres de estudiantes y profesores. Estos fueron los estudiantes asesinados en agosto: Ignacio Londoño, estudiante de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales; Edison Castaño Ortega, estudiante de la Facultad de Odontología; Yowaldin Cardeño Cardona, estudiante del Liceo Antioqueño; Carlos López Bedoya, estudiante de la Facultad de Ciencias Sociales; Gustavo Franco Marín, estudiante de la Facultad de Ingenierías. En el mes de septiembre no asesinaron a nadie comprometido con la Universidad y pensamos: “Parece que ya los asesinos nos van a dejar en paz”. Sin embargo algunos decían: “Yo no soy culpable de nada y conmigo no cuenten, eso es con los que se creen héroes, yo me lavo las manos”. Pero las cuentas de los paramilitares eran otras y la lista negra continuó en octubre, con igual sangre fría. La violencia del campo llegó a la Universidad y los universitarios comprendimos el dolor de los campesinos. La muerte nos tocó también, como la habían sufrido los labriegos por muchos años. Esta vez fueron dos estudiantes: Rodrigo Guzmán y Orlando Castañeda Sánchez, estudiantes de la Facultad de Medicina.

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En el campus universitario se empezaron a dar comentarios muy graves de que se estaba planeando una gran masacre al interior de la Universidad. Algunos profesores empezaron a faltar a las reuniones, de miedo a que se diera la masacre en medio de una de éstas. Los estudiantes por su lado, dejaron de asistir a las asambleas y muchos no volvieron jamás a la Universidad, produciéndose una desbandada como nunca se vio. Algunos profesores que estaban en listas de los paramilitares salieron del país, como el profesor Carlos Gaviria Díaz que se fue a la Argentina por un tiempo prudencial hasta cuando las cosas se calmaron un poco y los asesinos se cansaron de matar universitarios. El gran intelectual Alberto Aguirre, egresado de la Universidad, se vio precisado a abandonar el país, por miedo a las amenazas en su persona y su familia: viajó rumbo a España. Pero los asesinos todavía no habían terminado su trabajo de exterminio y en el mes de noviembre mataron a Marina Ramírez, estudiante de la Facultad de Química Farmacéutica. Como despedida de año, en diciembre de ese funesto y escalofriante año de 1987 los asesinos paramilitares liderados por Carlos Castaño, tal como él mismo lo dice en un libro suyo de ingrata recordación, mandó asesinar a Francisco Eladio Gaviria, estudiante de la Facultad de Ciencias Sociales, y para rematar, el día 17 diciembre de 1987 cayó asesinado Luis Fernando Vélez Vélez, profesor de la Facultad de Derecho, el hombre de los pájaros en la cabeza. Terminé con los ojos encharcados este desgarrador capítulo sobre los sacrificados en la Universidad de Antioquia; lo mismo 233


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le sucedió a Lucy. Permanecimos en silencio varios minutos, abrazados, hasta cuando le pedí a mi mujer que interrumpiéramos la historia de la novela por el momento, hasta cuando los dos estuviéramos en condiciones anímicas de continuar. Dos días después reinicié la recordación de los hechos. Cabe preguntarse el para qué se hacen estos esfuerzos literarios y artísticos en general, si la verdad es que en países como el nuestro es inútil hacer memoria de estos hechos ya que a nadie parece importarle estas memorias; y más aún: lo que uno se puede ganar es que lo matriculen en alguna lista de extremas y hasta lo puedan matar por estar recordando hechos del pasado. Qué vaina. —Bueno, Papi, recuerda que no puedes desmayar en el intento de escribir las memorias, te digo esto porque a veces te veo fatigado por el trabajo de la recordación y también por la labor de la escritura que es un oficio tan despiadado y solitario. —Así es, pero la verdad, Lucy, lo que más me fatiga no es tanto la recordación ni la tediosa escritura, sino la desesperanza en nuestro país, tan lleno de personas egoístas y negociantes inescrupulosos. Continuemos mejor con la historia de la construcción de la obra escultórica.

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El grupo de cera perdida Dos meses después de iniciada estaba terminada la primera parte de la obra, es decir, el modelo en yeso listo para ser llevado al taller de fundición, donde se convertiría en el inicio de uno de los momentos más importantes para el Taller de Fundición de la Facultad de Ingenierías de la Universidad de Antioquia, con la vinculación de los profesores Héctor Daniel Mejía y Alejandro Echavarría. Se inició el auge de la técnica de cáscara cerámica, que incluyó pasantías para estudiantes en la novísima planta de Indumil, proyectos de investigación y el primer seminario de cera perdida. Al respecto dice el profesor Mejía: Aunque nadie lo sabía, el grupo de trabajo estaba listo para afrontar el segundo gran desafío: la fundición de El Sembrador de Estrellas en tamaño natural. Esta sí fue una verdadera labor titánica, pues a mí se me metió entre ceja y ceja la idea de que la obra se debía vaciar entera, sin empates. A la postre resultó que todo el grupo era una colección de cabezas duras y la obra se terminó contra los peores augurios, lográndose la fusión de la técnica de molde grueso y cáscara para producir la obra a la cera perdida más grande a nivel latinoamericano. El colado se realizó el 3 de junio de 1994 y la inauguración se llevó a cabo el 19 de agosto, como parte de la celebración de los cincuenta años de la Facultad de Ingenierías. 235


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Aquí se registró la aparición del mecenas “estrella”, el ingeniero Gabriel Darío Restrepo, Decano de la Facultad de Ingenierías, quien financió la obra con aportes de la industria, de los egresados y de todo el que quisiera llevar un pedacito de cobre o llavecitas viejas, como él decía. Pero volvamos al año 1988, con la obra del doctor Luis Fernando Vélez. El trabajo de la escultura se realizó durante todo ese año 88, ya que si bien el modelado se hizo con gran rapidez, la consecución de los materiales y luego el proceso de la fundición y pulimento del bronce fue un poco más lento. Todo debía estar en perfecto orden para el aniversario. La fundición se hizo en cuatro partes. Durante este proceso, que se realizó mediante la técnica del molde en cemento, no se presentó ninguna dificultad. Luego de unir las piezas con soldadura, se procedió a la terminación del pulido de la obra, hasta tenerla lista para el acabado final mediante la pátina. Para esta delicada labor se encomendó al profesor escultor Elkin Peláez para que diera el toque final: primero lavó con ácido nítrico la escultura, hasta dejarla limpia y reluciente; luego preparó el nitrato de cobre con un poco de sal y procedió a bañar la enorme cabeza con esta composición, pero el resultado no fue el mejor. Luego lo intentó de nuevo, mezclando nitrato de cobre y nitrato de hierro, mas el color no fue homogéneo y exhibía una coloración diferente en el rostro, el cual se veía más amarillento que el resto de la cabeza. Todo parecía indicar que la aleación del metal no era igual por cada parte fundida. Ante este problema se agudizaron los sentidos y propuse lo siguiente: 236


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usar ácido úrico para lograr la pátina, es decir, utilizar los naturales desechos urinarios como materia prima. Ante esta “genial” idea los integrantes del taller no tuvieron otra salida que apoyarla. Todos los viernes en horas de la tarde y luego de las actividades académicas, un grupo de profesores y estudiantes nos reuníamos en el taller a rendir un merecido brindis por las labores de la semana. Ese viernes no fue la excepción, y como de costumbre acordamos el brindis. Cuando ya estábamos reunidos en el taller, el escultor Elkin, aprovechando la concurrencia, dijo: —¡A recoger orines pues! — y cogiendo un recipiente plástico invitó a todas las personas, hombres y mujeres, a depositar sus orines allí. Cuando hubo recogido suficiente, cogió el depósito con los amarillentos desperdicios y dirigiéndose a la efigie broncínea expresó: “Yo te bautizo en nombre de todos los presentes hijos de padre y madre”, y chorreó el bronce a destajo, empezando por la alta frente, hasta empapar toda la imagen, ayudado de una brocha de largas cerdas. Como el etílico ya hacía estragos en el auditorio, muchos empezaron a perder el pudor y esparcían la úrica materia directamente sobre la imagen de la cabeza. Las mujeres se retiraban a un rinconcito del taller y al momento aparecían con su olorosa porción. El maestro Elkin, entusiasmado con el extraño experimento, al ver a una niña primípara muy hermosa con deseos de colaborar en tan creativa actividad, la acompañó hasta un rincón del taller y al momento regresó diciendo:

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—Orines de mujer joven y bonita, son más efectivos para que el bronce muestre sus radiantes óxidos esmeraldinos. Esa noche el doctor Vélez (perdón, su efigie), recibió los aromáticos efluvios de todos los integrantes del taller de fundición, sin desperdiciar las meadas del Decano, los profesores, los estudiantes y demás colaboradores y seguidoras de esta extraña cofradía. La profusión de orines regados en el taller era tan abundante, que se veía correr arroyos de orina por todas partes, impregnando de un olorcillo a letrina de pobre el ambiente. El caminar constante de las personas llevaba en la suela de los zapatos la humedad de los orines a todo el taller, concediéndole el carácter de un enorme excusado. Cinco días después la imagen del homenajeado lucía un hermoso color esmeralda, parejo y bien lustrado, protegido con una gruesa capa de cera que hacía ver los colores esplendentes y vivos. Lo más seguro sea que el doctor Vélez desde la eternidad no se haya enojado con nosotros por estos creativos experimentos en su cabeza, ya que, como todos sabíamos, para mamagallista no le ganaba nadie. El ambiente que se vivía en la Universidad era de extrema tensión y malos augurios. Si el año 87 había sido de muchas muertes de personajes entrañables de la institución, el año del 88 no había sido el mejor, con el recuerdo de lo sucedido aún fresco. Se acercaba el final de año y se tenía prevista la inauguración de la obra para los días de conmemoración del primer aniversario del 238


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crimen del profesor. La Universidad había cumplido, tenía lista la base en concreto y las placas de bronce también dispuestas; la obra de arte se veía impecable. Mientras se realizaban estos preparativos, en los teléfonos de la decanatura de la Facultad de Derecho se recibieron varias llamadas de personas que no se identificaron y que amenazaban con asesinar a más profesores y llevar a cabo una masacre dentro de la Universidad, amenazas que se intensificaron el día de la inauguración, el 16 de diciembre, día en que muchos habitantes de la Universidad querían salir lo antes posible por el clima tenso que se vivía. La ceremonia se realizó en horas de la mañana. Como invitados especiales estaban la madre y hermanas del inmolado, el Rector de la Universidad, doctor Luis Javier Arroyave Morales, y gran parte de la comunidad universitaria. Me ubiqué en la parte posterior y asumí una actitud expectante. Se dio inicio a la ceremonia. Primero se entonó el himno de la Universidad, luego se escucharon las palabras del Vicedecano de la Facultad de Derecho, León Darío Cadavid, quien habló en nombre de la Facultad exaltando la personalidad del doctor Luis Fernando, y luego el profesor Alejandro Echavarría tuvo el honor de descubrir la obra que estaba cubierta con la bandera de la Universidad. A continuación se escucharon las palabras del doctor Fernando Mesa Morales, quien hizo una bella semblanza del doctor Vélez. Terminadas sus palabras, de repente se escucharon cerca de la biblioteca unos sonidos similares a la metralla y se desató una estampida de terror. En la biblioteca se vio a estudiantes que llenos 239


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de pánico se lanzaron desde el segundo piso, luego de romper los ventanales para caer a la piscina que rodea el edificio. Vi correr a mujeres y niños que buscaban refugio en otros bloques. Todos corrieron, hasta dejar desierta la plazoleta donde reposaba la obra recién inaugurada. Miré en dirección de la Facultad de Derecho y vi a la madre del doctor Vélez, una anciana delgada de pelo muy blanco, vestida de negro, con una rosa roja en las manos: con dificultad corría en compañía de sus hijas. La noble anciana al verme luego, me reconoció como el autor de la escultura de su hijo. Con su hija, que la llevaba del brazo, se dirigió a mí y luego de un saludo muy emocionado por el momento de histeria, me dio un fuerte abrazo que yo correspondí; luego agradeció la construcción de la escultura y en nombre de toda su familia me hizo entrega de la rosa roja. Pasado el momento de susto y recuperada la tranquilidad, se pudo constatar que la estampida había sido producida por una recámara de pólvora puesta cerca de la biblioteca por personas que querían desatar el pánico. Luego, poco a poco, las gentes que habían asistido a la ceremonia fueron desalojando el campus y el contexto retornó a una relativa calma.

—Ay, Papi, ha sido tan arduo este trabajo de la creación de la novela, que ya hasta se me ha olvidado que debemos hacer descansos y comentarios al margen para examinar el cómo y el para qué de tantas historias. —Uuff, qué cansancio, demos una pequeña espera y 240


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seguimos luego. Lo bueno es que ya salimos de los capítulos tristes y podemos ahora entrar a unos capítulos más divertidos. —Pues no sé Papi, eso me vienes diciendo hace rato y nada que entramos en los capítulos más recreativos y simpáticos para descansar de tanto muerto. —Creo, Lucy, que en los capítulos siguientes me debes dar un descaso en la narración porque son temas que ya conoces. Toma el liderazgo en esta materia y así yo paro de tanto hablar, estoy con la garganta seca y adolorida. Voy a tomar notas, para luego pasarlas al portátil. —Se me ocurre Papi, ¿por qué no vamos a ver “El abrazo de la serpiente” que dicen que va ganar el Oscar por ser la mejor película extranjera? Tal vez nos ayude a relajarnos, antes de seguir adelante. —Esa idea es buena, vamos entonces al cine.

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PARTE 4 El viejo mundo

Terminada esta escultura que me había deparado tantas angustias y satisfacciones, se hizo en la Facultad de Ingenierías una evaluación del trabajo realizado y el balance fue bastante satisfactorio. Luego pensamos que lo mejor era mantener el grupo de trabajo que se había conformado y transformarlo en un grupo de investigación y búsqueda del mejoramiento de las fundiciones de objetos en metal, y para esto debíamos profundizar en el conocimiento de la fundición de precisión a la cera perdida. Sobre esta técnica se contaba con los conocimientos que yo había adquirido en el taller de Rodrigo Arenas años atrás, alguna otra experiencia de algunos de los integrantes del grupo, y los conocimientos teóricos que ofrecían algunos libros. Sabíamos también de la existencia en la ciudad del taller del maestro Salvador Arango, quien desde hacía algunos años experimentaba esta técnica aplicándola en sus obras artísticas, y de algunas experiencias más en los talleres de fundición de la familia Montoya que traía el conocimiento de sus padres en los últimos cincuenta años. 243


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En ese mismo año 1988 sucedieron dos hechos de importancia que habrían de repercutir favorablemente en mi vida y en el taller de fundición: un contrato para hacer una obra escultórica (Sufrimientos y Esperanzas de la Niñez Colombiana) para la comunidad religiosa de los Terciarios Capuchinos, Fundación Luis Amigó, con cien años de existencia, y mi viaje a Europa el año siguiente. En realidad el contrato de la obra especificaba como parte del pago dos pasajes ida y regreso a Italia en avión, y el alojamiento y alimentación por cuenta de la comunidad religiosa durante dos meses. Al día posterior de la inauguración de la obra el 13 de abril de 1989, partimos mi esposa Lucy y yo hacia Roma, en compañía del Padre José Antonio López Lamus, Provincial de la compañía de los Terciarios Capuchinos y cuatro sacerdotes más. —Estoy tan nerviosa Papi con este viaje, que no sé ni qué hacer, piensa Papi que dejamos las dos nenas muy pequeñas y el viaje es de dos meses. Qué pasaría si se enferman y nosotros tan lejos. Claro que mis hermanas las cuidarán, sin embargo me reviento de susto de que pase alguna cosa fea. —No te preocupes por eso, ellas quedan en buena compañía y estaremos comunicándonos por teléfono y correo, además, uno no puede ser tan negativo, ya verás cómo en dos meses las vamos a encontrar más hermosas y más cachetonas. Ánimo pues mujer. Doña Lucy como siempre cada vez que va a viajar, se pone muy nerviosa y acelerada: que si las ropas del viaje deben ser de este color; que si vamos a llevar regalos a los amigos; que la maleta 244


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debe ser nueva, o si no no voy; que la fecha está que llega y yo sin ir a la peluquería… En cambio yo no exijo nada, solo la cámara para hacer fotos y cualquier vestido está bien para el viaje. En fin, somos dos personas muy distintas y un solo amor verdadero. —Bueno Lucy, empieza desde aquí la historia, mientras yo voy tomando notas en el portátil, y nos vamos alternado, para hacer más fácil la narración. —Ay, Papi, ¿cómo se empieza esta vaina que ya se me olvidó el orden? Dejemos que las cosas se vayan dando, los hechos nos darán la solución. Desde el primer momento que tuve contacto con ese país, Italia, sentí que todo lo que se vive en él es un pasado glorioso en presente. En la ciudad de Roma nada es nuevo. Roma, ciudad de los cristianos; Roma, ciudad de todo el mundo, testigo de todos los hechos del pasado y del presente; centro de un imperio, creadora sin proponérselo de una civilización: la de los cristianos. Todo lo que perteneció a los romanos perteneció a los cristianos, más tarde a los artistas y a continuación, no sé, quizás a la historia. Las calles adoquinadas en piedras cuadradas y negras, los edificios color sepia y los monumentos públicos de sabor antiguo soportan una carga inmensa de polvo y años. Aun los edificios de construcción más reciente están impregnados del mismo estilo antiguo y los mismos colores. La altura de sus construcciones no sobrepasa los siete niveles, y desde el primer momento se siente estar andando en tiempos pasados. 245


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—Espera, hombre, así no te entiendo, me dijiste que era para tomar notas y estás de una vez haciendo la historia. Esta anécdota debe ser matizada y vos vas como en tren, a todo dar. Déjame yo sigo, a ver si las cosas mejoran. Era primavera en Europa cuando llegamos a España y luego continuamos a Italia. Los sacerdotes Terciarios Capuchinos, acostumbrados a viajar, se programaron para dormir todo el viaje de más de seis horas, en cambio, Alonso y yo permanecimos muy curiosos y todo lo que ocurría en el viaje nos era novedad: las dimensiones del avión, las comodidades para un viaje largo, la atención de las azafatas, el color de las nubes, el paisaje desde el cielo, todo quedó plasmado en la libreta de apuntes de Alonso, mientras yo con la cámara no dejaba escapar ni una mosca en el aire: todo pasaba por ella. Cuando llegamos a Roma, nos alojamos en la casa de la comunidad, en Monte Mario. Allí empezamos a planear las excursiones por la ciudad, guiados por el Padre Agripino González, un español alto, de contextura fuerte, con gafas gruesas de miope, profesor de Historia del Arte en universidades de España e Italia, todo un experto en la cultura romana que nos iba indicando las visitas por la ciudad… —Padre Agripino, ¿por qué no nos hace una descripción de la Ciudad del Vaticano? —Bueno Alonso, pero primero usted me escucha atento y luego hace sus notas; podemos también recorrer un poco a pie, 246


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para una mayor comprensión del asunto. —Empecemos pues. Luego de escuchar las descripciones del Padre Agripino recorrimos durante toda la tarde la ciudad del Vaticano. —No, Alonso, mejor sigue contando tú, que lo haces mejor, y yo voy corrigiendo aquí en el portátil. Perdóname, fue la emoción. —Bueno.

La ciudad del Vaticano El Vaticano es el Estado más pequeño del mundo, y tienen toda la razón quienes eso afirman, pero también la tienen quienes dicen que detrás de sus murallas se esconde la riqueza más grande del mundo en joyas de arte y arquitectura. Para estos ojos de hombre de provincia, que apenas conocen el Valle de Aburrá, fue sobrecogedor penetrar con paso lento, una fría mañana de primavera, con el sol en su furor, a la Plaza de San Pedro. De repente, después de caminar por las estrechas vías de la ciudad de Roma, se abre la espectacular Plaza. Toda esa Plaza — creo que sea la más grande del mundo — está construida en piedra y mármol. Por más que la observé no pude calcular sus dimensiones, pero sí comprendí que fue diseñada teniendo en cuenta los puntos cardinales para que se abriera con sus extraordinarias columnatas a 247


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recibir el sol naciente. El obelisco egipcio, colocado en su centro, y sus dos hermosas fuentes distribuidas con simetría en relación a su entorno, completan la composición. Al fondo, en dirección occidente, se encuentra el edificio arquitectónico más importante de toda Italia: la Catedral de San Pedro. Pero esa es otra historia. La Plaza de San Pedro fue construida en su totalidad bajo la dirección de Gian Lorenzo Bernini, entre 1656 y 1667. Bernini fue un maestro que no recibió ninguna instrucción académica para su formación. La Plaza es una explanada trapezoidal, que se ensancha lateral mediante dos pasajes, con forma elíptica, de columnatas rematadas en una balaustrada sobre la que se asientan las figuras de ciento cuarenta santos de diversas épocas y lugares. En su interior se encuentran las dos fuentes, una en cada foco de la elipse, y en medio de la Plaza se erigió el monumental obelisco de 25 metros de altura y 327 toneladas traído desde Egipto. Este artista plasmó toda la grandeza del pensamiento del siglo XVII involucrando como fuente de inspiración la ideología del momento en cuanto a lo filosófico y la influencia fundamental de la iglesia triunfante: la católica. Con ejemplar seguridad empleó las técnicas más novedosas para su construcción y creó un diseño con la precisión de un relojero. Todo allí es sobrecogedor: el diámetro de la Plaza, la altura de cada una de sus columnas y su propio diámetro, los materiales, los colores, y, sobre todo, la forma como afecta los sentidos, logrando que uno se sienta atraído a su interior, pero que también afloren sentimientos de timidez, de respeto y admiración, todos a la vez. 248


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En un momento preciso dejo de ser un hombre y me siento sólo espíritu, un ser que camina provisto de una gran liviandad y emoción, desconociendo toda sensación física, animado por un único deseo: entrar presuroso en la Catedral. —Papi, espera, no entremos tan rápido, hagamos fotos, deambulemos un rato por la Plaza y compremos libros y escapularios, camándulas y recordatorios para regalar al volver a Colombia. Yo quiero que me hagas una foticos al lado de las fuentes con esos soldados tan raros vestidos como de la época del Renacimiento. —Mira, Lucy, esos guardianes del Vaticano están vestidos con el uniforme que diseñó Miguel Ángel Buonarroti para la Guardia Suiza, todos ellos son por tradición de nacionalidad suiza, desde la época del Renacimiento. Esperemos al Padre Agripino, que está allá viendo una placa de mármol en la pirámide y nos quiere mostrar algunas cosas interesantes. —Papi, esperémoslo en el restaurante de la entrada y allí nos sentamos a descansar, para que puedas tomar notas de la Catedral. —Listo, pero recuerda Lucy que hoy es miércoles de audiencia del Papa con sus fieles, para que busquemos un lugar apropiado para ver el espectáculo.

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La Catedral de San Pedro En la Catedral de San Pedro observé la cantidad inmensa de personas llegadas de todas partes del mundo ordenadas en grupos y que caminaban con cierto afán para llegar a la audiencia del Papa. Cada semana, los miércoles, se presenta el show más importante para los cristianos, teniendo como protagonista al Papa Juan Pablo II. Su actuación es bella y profesional. Se ve que conoce muy bien el arte de la actuación, haciendo uso preciso de sus gestos y de su voz. Inicia el recorrido lento por la Plaza, en el papamóvil, seguido por los guardaespaldas y los imprescindibles fotógrafos. La alegría y la emoción del público aumentan a medida que se acerca el Papa con sus manos extendidas, permitiendo que gente de todas las razas del mundo, con los ojos desorbitados y los rostros desfigurados, las toquen. Una señora que ha estado rezando varios rosarios en voz alta desde hace más de una hora, parece entrar en trance y su éxtasis se acrecienta cuando está más cerca del Papa y logra tocarlo, gritando: “¡Lo toqué, lo toqué!” Todo esto me puso en estado de alerta, pues me parecía que la señora iba a levitar y por si eso ocurriese ya tenía lista mi Yashica. La comunicación que logra el Papa con el público es perfecta, durante dos horas, hasta terminar, no sin antes dirigirse a las representaciones de cada país del mundo en su respectiva lengua. ¡Gracias Juan Pablo II por brindarnos este hermoso espectáculo, 250


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creo que sea este el mejor happening que he presenciado en toda mi vida! Terminada la ceremonia, comienza la dispersión de las gentes, agrupadas en su gran mayoría en excursiones que siguen a sus líderes, a quienes identifican por ir adelante con una banderola en sus manos. Estas excursiones, conformadas en su gran mayoría por japoneses y alemanes, caminan en una misma dirección: hacia las puertas de la Catedral. Casi todos los integrantes de estos grupos de excursión tienen algo en común y es que a diferencia del país de origen, son personas de edad madura y con predominio de mujeres. Ingresan en la Catedral, caminando disciplinada y obedientemente. Mientras trataba de explicarme este fenómeno, me conformé con andar a prudente distancia, hasta llegar a la puerta central. Observé luego con asombro cómo la muchedumbre vencía el paso del umbral y cómo al llegar al interior era devorada por el espacio. Desde la cúpula de la Catedral la ciudad de Roma se ve como una enorme flor que se abre grande y esplendorosa, llena de luz y belleza. A ella sube como un rumor la mezcla incierta de sonidos suaves y distantes, y hasta alcanza a llegar con fuerza y en forma de remolinos el aire de la primavera. El movimiento de las personas en sus máquinas veloces nos habla de un presente vivo y dinámico, sin embargo, los muros de sus arquitecturas en su lenguaje milenario y ruidoso sólo hablan de un pasado próspero. Me senté a descansar en una de esas sillas que hay en las salas 251


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de exhibición, observando algunas obras de Leonardo de Vinci, mientras Lucy continuaba caminando por el interior de las salas, haciendo fotos de las obras escultóricas que se permite fotografiar. El cansancio me venció, y me quedé dormido. En el breve sueño vi cómo Lucy se internó por uno de esos laberintos de los Museos Vaticanos y en forma por demás descarada la observé colgada del brazo de un hombre que desde hacía rato nos estaba espiando. Lucy se subió por encima de los cordones que separan las obras de los visitantes, y apoyada en los hombros de aquel hombre, empezó a tocar las obras. Un celador del museo, al verla metida dentro de la obra tocándola, le gritó que saliera de allí. Lucy se rehusó y por el contrario, procedió a ensuciar la obra con sus manos. Esta obra era un mosaico de Raffael Sanzi: La Transfiguración. Mientras Lucy deterioraba la obra, el hombre que le acompañaba le cedía un pañuelo para que frotara con dureza la superficie. Lucy, obediente, frotó la superficie del mosaico con escupas. Al instante brotaron luces y un fuego que se propagó a otras obras y se inició la destrucción del museo. Yo sentí cómo caía al abismo, lentamente. La caída era larga, y seguí cayendo por un barranco. No caía, sino que flotaba y flotaba hasta perderme en la lejanía de un mundo de colores y altos árboles que no permitían mi caída, hasta cuando sentí un golpe fuerte en mi cabeza y al despertar me hallé en el suelo de la sala, mientras un celador me preguntaba: “¡Por qué grita señor! en este lugar es prohibido hacer ruidos y escándalos”. Le dije: “Disculpe”, y le pregunté: “Señor, ¿usted sabe de mi esposa?” Y él me respondió: “¿Cuál esposa? 252


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Usted ha estado solo desde hace mucho tiempo y no he visto a ninguna mujer como usted me la describe”. Aterrado salí en busca de mi mujer y corrí por los salones como un loco hasta llegar al patio del Belvedere. Allí encontré a mi linda Lucy haciéndole fotos al grupo del Laocoonte. Jadeante de tanto correr por las galerías del Vaticano buscándola, la increpé por haberse salido de la sala donde la dejé para descansar y por haberme dejado abandonado. Ella, muy tranquila, me respondió: —Te esperé durante una hora para que siguiéramos la visita y te quedaste dormido, pensé entonces que lo mejor era dejarte descansar y mientras tanto me vine hacer fotos aquí donde no está prohibido fotografiar las obras. —Y el hombre con el que caminabas del brazo ¿dónde se encuentra? ¡Maldita!, me traicionaste con ese hombre de camisa azul que nos ha seguido desde la mañana. —Pero, Papi, ¿de qué estás hablando? ¿Estás loco? —Pues el tipo con el que destruiste la pintura de Raffael. La pobre Lucy me miró como se debe mirar a un loco con los ojos desorbitados de terror, y sin saber qué más decirme, permaneció unos segundos más mirándome. Luego, tras escucharme, con voz temblando dijo: “¿El fuego, cuál fuego, y es que quemaron el museo, cuándo, dónde? No veo nada. Para mí, que estás loco de remate”. —¿Entonces no estabas con ningún hombre de camisa azul 253


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prendiéndole fuego a las pinturas de Raffael? Perdóname, Lucy, entonces fue que sufrí una pesadilla mientras dormía, te vi con un hombre cogido de la mano y luego prendiéndole fuego al mosaico de La Trasfiguración. —Mira, Papi, lo mejor es que nos vayamos a descansar a Monte Mario y mañana mejor salimos con el Padre Agripino que es más tranquilo y sabio y no se enloquece viendo obras de arte. Pero no, después de recorrer todas y cada una de las salas y estancias del Museo El Vaticano entrar en la Capilla Sixtina es casi un paso obligado. Me hallaba cansado, pero un pequeño detalle, un letrero minúsculo y una flecha, activaron de nuevo con vigor mis músculos y mis huesos, piezas anatómicas que establecieron pronto contacto con mi otro yo espiritual para continuar en la dirección señalada. Lucy, mi inseparable compañera de viaje, iba un poco retrasada. Como es muy perceptiva, descifró mis impulsos y entonces ambos apresuramos el paso para llegar a la puerta de ingreso a la Capilla. No habíamos dado el primer paso hacia el interior cuando todos nuestros sentidos percibieron el espectáculo increíble de cientos de personas de todas las naciones, edades y sexos sumidas en un silencio profundo, mirando hacia arriba, sin parpadear, deslizándose lento, escudriñando centímetro a centímetro, palmo a palmo, los inmensos frescos del divino Miguel Ángel. A la Capilla Sixtina se llega después de recorrer un largo pasillo, a continuación de Las Estancias de Raffael. Todas las salas 254


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que la anteceden son de suma importancia, debido al cúmulo de obras artísticas de gran valor que representan los diferentes periodos de la historia del arte, tanto en la escultura como en la pintura, la cerámica, la orfebrería, la tapicería, las cartas geográficas, la arquitectura y muchas más. Se convierte en un trabajo difícil estudiar cada periodo artístico, diferenciar su aspecto conceptual y técnico, y más arduo aún estudiar los disímiles artistas con sus características, valores y aportes. Es preciso para este logro un esfuerzo mucho mayor, con más tiempo y con mayor respiro económico. En el camino hacia la Capilla Sixtina se siente la reacción del organismo al esfuerzo; se siente fatiga, luego de haber caminado varios kilómetros de galerías y experimentado los primeros síntomas del síndrome del turista. En algún momento sentí los pies adoloridos, pero con la mente deseosa de seguir recibiendo estímulos ordené a toda mi estructura continuar. Toda mi vida (y no exagero si digo que tal vez desde antes de nacer) había deseado conocer la Capilla Sixtina. Siempre he pensado que en las entretelas de mi cerebro han vivido todos y cada uno de los personajes de El Juicio Final y de las bóvedas de este recinto. Mi admiración por las obras de Miguel Ángel Buonarroti va más allá de la realidad. El concepto que tengo de su obra y de su personalidad, en esencia, sólo puede hacer parte de lo que yo entiendo por la cuarta dimensión, la magia infinita del espacio y el tiempo, o la fuerza espiritual de un mortal en los linderos del mundo metafísico. 255


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Recorrer la ciudad de Roma es un grato programa por la infinidad de plazas y fuentes que tiene. En cada esquina hay una fuente, en cada vía una plaza y una iglesia, en cada metro construido una historia. Toda esta ciudad es un inmenso museo. En la ciudad de Roma no se sabe quiénes están en mayor número: si los romanos o los turistas. Se reconocen las mujeres de Roma por ser de baja estatura, abrigo negro, lentes deportivos, tenis y usuarias de un popular medio de transporte: la bicicleta. En este país de matriarcado, con mujeres de manos grandes y nariz tosca, no es necesario abrir los ojos para sentir su presencia, ya que andan flotando en medio de una estela de perfume de rosas, dejando repartido el aroma cientos de metros a la redonda. Son mujeres dominantes y audaces, hasta en el amor asedian a los machos en cada momento y en cualquier parte, de día y de noche, en la vía pública, en los buses y, con mayor razón, en la playa, en donde asumen su imperio en forma simple, libre y natural. Seguimos la visita de la ciudad acompañados del Padre Agripino, quien nos aconsejó visitar el Museo Borghese si queríamos conocer más obras de Bernini. Allá nos dirigimos. —Padre Agripino, háblenos de esta galería tan hermosa e importante... —Bueno, Alonso, la galería Borghese es un edificio que se encuentra en los jardines de Villa Borghese. La galería conserva una parte sustancial de la colección Borghese de pintura, escultura y antigüedades. Fue iniciada por el cardenal Scipione Borghese, 256


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sobrino del Papa… Scipione Borghese… fue el primer mecenas de Bernini y un… —Muy interesante todo esto, Padre, pero les propongo que entremos a ver las colecciones de arte y en especial las de Gian Lorenzo Bernini, ¡es mi artista favorito! —Así se hará, Lucy, pero deja que el Padre termine la introducción y luego seguimos con la visita. —Perdone Padre, pero es que estoy ansiosa, tanta teoría me pone los pelos de punta. Prefiero ver las obras primero y luego comentarlas. —Así es Lucy, pero no olvides que estamos al lado de un perito historiador de muchos quilates y no lo podemos desatender. Yo prefiero que él siga adelante con su sapiencia y nosotros detrás tomando nota, ¿te parece? —No perdamos el impulso y ya me comprenderás.

Gian Lorenzo Bernini La visita al Museo Borghese tenía para mí una única finalidad: conocer las esculturas de Bernini. No quiero decir con esto que las demás obras expuestas allí carezcan de interés, sino que desde el momento en que conocí algunas de sus esculturas en la Catedral de San Pedro, decidí estudiar más detenidamente su maravillosa producción. La verdad es que nunca me había llamado la atención 257


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la obra de un artista que representa sus personajes en forma frontal colocados en un artificioso escenario con un recargamiento de elementos decorativos, los cuales considero están muy lejos de ser la síntesis que según mi concepto debe tener la obra artística. Pero no dejo de admirar la capacidad recursiva de Bernini para solucionar problemas de orden técnico, con los cuales logra magistrales acabados hasta ese entonces no superados. Empecé a comprobar que este artista del siglo XVII no sólo era el creador de una nueva manera de ver el arte, sino también que a través de su prolífica producción fue un artista íntegro cuyos conocimientos se proyectaron más allá de la escultura. Su intervención en el campo de la arquitectura, la dramaturgia y la creación de fantásticas escenografías muestra porqué se le llegó a considerar el artista más destacado de su siglo. Para mí, su aporte más importante, conceptual y técnico, se concreta en el empleo del sistema del ensamblaje, adicionando los diferentes bloques de mármol para completar sus composiciones. Consiguió involucrar audazmente el color en sus personajes, recurriendo al empleo del color natural de cada uno de los fragmentos de mármol y logrando, por este medio, la conquista del espacio que está más allá del bloque cerrado. Esta forma de expresar en sus personajes el movimiento plástico de todos los elementos, es su característica. En casi todas sus obras Bernini logra que el espectador perciba sensaciones extrañas. Al estar frente a una de sus obras, se tiene la certeza de que el movimiento del personaje fue congelado en un instante fugaz y milagroso, preciso instante en que el poder mental de su 258


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creador y el de la materia sintieron la necesidad de perpetuarse. Terminada la visita a la ciudad de Roma y El Vaticano, consideramos oportuno despedirnos de los amigos Terciarios Capuchinos en la casa de Monte Mario, en donde habíamos pasado momentos agradables en medio de los sacerdotes, los gatos y las buenas comidas acompañadas del exquisito vino y las conversaciones siempre agradables de estos buenos servidores de Dios. El buenazo del Padre Agripino y el Padre Rafael nos invitaron a conocer las ciudades de Siena y Orvieto en el carro de la casa religiosa. Luego de visitarlas, nos indicaron el lugar de salida de los buses que nos llevarían hasta la ciudad de Florencia. —Papi, ¿te diste cuenta que el Padre Agripino no quería despedirse, quería que siguiéramos con él para Florencia, pero el Padre Rafael estaba desesperado por volver a Roma? —Sí, así es, ¿no viste que el Padre Rafael tiene novia? Yo creo que ese era el afán que tenía. —Bueno, Papi, no vinimos a hacer chismes de los curas. —Pero Lucy, no estoy inventando nada, lo que vimos esta semana es cierto, la vieja esa le estaba haciendo carantoñas al Padre Rafael para que la llevara a pasear a las playas de Ostia. —Mira Papi, no nos metamos en la vida de nadie y de los curas menos, ellos son igualitos a nosotros y pueden tener novias, eso es los más natural, hay otros que les estiran las alas a los muchachos y eso sí que es feo; si los curas se casaran, sería 259


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mejor y no se expondrían a tantos comentarios atrevidos por su comportamiento. Dejemos al Padre Rafael así, es mejor, lleguemos pues a Florencia y continuemos con nuestra visita, hombre. Esa noche y ya en el hotel, luego de la comida de pastas a lo Boloñés con salsas, un buen vino y un poco de miel de abejas en la trattoria, me dediqué a pasar las notas sueltas que había reunido en la última parte del viaje, mientras que Lucy se alejó a ver a través de las ventanas las gentes que alegres disfrutaban de la primavera en un parque enfrente del hotel. Mientras escribía, se escucharon las guitarras y los cánticos de los jóvenes hasta las doce de la noche cuando decidí acostarme cansado del viaje y del trabajo.

Florencia Eran casi las cinco de la tarde cuando nos aproximamos a Florencia después de recorrer durante varias horas las diferentes regiones de la campiña italiana. En Florencia, centro de la región toscana, la temperatura se sentía más calurosa y agradable, algo extraordinario, puesto que veníamos de Lazio, una región ubicada más al sur. Tiramos alegres la ropa pesada y el paraguas, y nos sentimos ya mucho más cómodos a esta temperatura familiar que me recordaba un poco el paisaje del Oriente antioqueño. Poco a poco el autobús dejó atrás la campiña y se fue acercando a la ciudad, cuyas gentes y casas crecían a cada curva. Un grupito de ciclistas que avanzaba alegre cerca de nosotros nos contagió de 260


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su alegría. Eran jóvenes de ambos sexos, con ropas y bicicletas deportivas, cada una con una canastilla pegada al manubrio, llenas de libros. Lo primero que se destaca de Florencia es la cúpula del Duomo y el río Arno, el cual, visto a distancia y bajo el efecto de la luz del sol, parece una diadema de plata que cruza y rodea un diamante reluciente lanzado sobre un valle. —Ay, Papi, ¡qué belleza de paisaje!, se parece a los nuestros en Colombia. —Así es, como los paisajes del Oriente antioqueño: verde verde y un poco frío, como en nuestra casa en Marinilla. —No veo la hora de que lleguemos allá y caminemos por esas calles que se ven como antiguas, pero llenas de color rojizo en los techos de las edificaciones. El Duomo desde aquí en la carretera antes de llegar a la ciudad se ve enorme, muy hermoso. Gracias Papi por traerme a visitar esta bella ciudad. —Mañana madrugaremos a visitar los museos, por lo pronto debemos conseguir un hotel que no sea muy caro, recuerda que andamos con la platica medida, ¿de acuerdo? Con el ingreso a Florencia llegaron también a mi memoria las imágenes alternas de las historias contadas por un antiguo maestro de mi infancia cuando yo estudiaba en el viejo Instituto de Artes Plásticas: el maestro Gustavo López. Estos recuerdos, que en un principio empezaron a llegarme débiles, fueron creciendo y fortaleciéndose a medida que empecé a caminar y conocer 261


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la ciudad, y no me desampararon durante toda la visita. Estas imágenes tenían relación directa con El David de Miguel Ángel Buonarroti; en ellas, el maestro del Instituto me contaba cómo el divino creó su colosal obra. En un lugar de Florencia, cuarenta años antes, Agustino di Duccio, un escultor fracasado, dejó abandonado un mármol sin forma que nunca más volvería a tocar... …La estatua de El David comenzó a cobrar vida cuando por causalidad un joven escultor se iluminó ante un bloque de mármol abandonado en un viejo templo... La ciudad de Florencia significa para los artistas lo mismo que la ciudad de Roma para los cristianos o la ciudad de La Meca para los musulmanes; considero que es obligante para los artistas visitarla siquiera una vez en la vida: pintores, escultores, poetas, músicos, dramaturgos, etcétera. Al nacer adquirimos este compromiso. …Donde rápidamente el joven maestro ve en el interior del bloque la figura de un gigante adormecido… Esta vez es mi turno, y es por esto por lo que con gran iniciativa comenzamos el itinerario mucho antes que se ocultara el sol. Debíamos actuar así, si queríamos sacarle provecho a esta visita: para conocer a Florencia hay que vivirla paso a paso. …Apoyado en el mismo bloque Miguel Ángel dio inicio a los primeros trazos y con destreza infinita dio los primeros golpes, con seguridad y fuerza 262


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juvenil, arrancando así las primeras lascas de mármol… —Mira Papi la belleza de este templo de Santa María de las Flores. —Es verdad, lo más hermoso es su cúpula, de estilo renacentista, construida por Filippo Bruneleischi, en los años de 1420 a 1436. Vamos pues Lucy, pero a esta vez no te me vayas a perder como en el Vaticano que casi me enloquezco buscándote. —Bobo, crees que me voy a ir sin ti para otra parte, lo que parece es que te estás volviendo celoso. —No, lo que pasa es que me volviste desconfiado con tu comportamiento de loca, ¿recuerdas lo que sucedió en New York cuando te fuiste a patinar en la pista de hielo y nos dejaste preocupados todo ese tiempo? Que no se repita, nena, porque si no, me voy a poner bravo. En cada espacio de Florencia se vive un recuerdo, cada piedra de sus vías es un mudo testigo: en el Duomo de Santa María di Fiori, en su famoso campanario de Giotto, en su baptisterio al frente de Las Puertas del Paraíso de Ghiberti, sobre los cuales aún guardo la grata sensación de estarlos admirando pese a las sombras de los millones de millones de animales humanos que han pasado, que se han maravillado y que han dejado como única huella el desgaste en los pisos y los muros. Hasta el aire que pasa gastando y redondeando con desgano las aristas de los edificios de piedra parece enrarecido, como si llevara sobre sus ondas, en sonidos 263


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mezclados en diferentes frecuencias, el mensaje cifrado de los siglos. …Veo en mi memoria, herencia de lo pasado, al maestro dormido al pie del gigante en formación; no ha escogido un lecho para descansar, con las mismas ropas de trabajo, al pie de un mendrugo de pan y una botella de vino. En sus manos aún sostiene con fuerza el cincel y el martillo; el maestro sueña acariciando las formas voluptuosas de un joven y al amanecer, lo primero que hace es ascender al andamio para continuar su labor plasmadora… De las cosas más curiosas que se ven en Florencia es que lugares como librerías, museos, vallas, placas en muros, plazas, negocios, empresas y hasta pequeñas ventas callejeras y puestos de revistas llevan los nombres de los grandes artistas: Miguel Ángel Buonarroti, Rafael Urbino, Leonardo da Vinci, el Giotto, Donatello… No hay lugar en toda Florencia donde no se pueda comprar una réplica escultórica, afiches, revistas, libros, postales o guías turísticas impregnadas de alguno de estos famosos personajes. Me atrevería a decir que la difusión del conocimiento de estos artistas y sus geniales obras cobra todos los días más importancia y universalidad. Si Florencia es importante en este momento y la fuerza vital de este pueblo se siente orgullosa y palpitante, es porque todavía, y más ahora que nunca, flota en sus rincones y en cada uno de los bloques de mármol que la constituyen, la fuerza espiritual de unos hombre formidables. …Iba poco a poco y durante cuatro años, acompañado sin más de la 264


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paciencia más asombrosa, quitando de a uno los fragmentos de mármol que sobraban; de arriba hacia abajo, empleando una técnica hasta ese entonces desconocida, puliendo lo que recién destapaba con precisión y sabiduría, lenta pero eficaz, como quien solo lo sabía hacer. Una esplendorosa mañana de 1505 el sol en el infinito brilló con más fuerza y receloso descubrió cómo en la tierra había nacido una estrella… En mi interior y desde el momento en que por primera vez pisé las calles de Florencia, un fenómeno me llenó de curiosidad: mi voluntad estaba en poder de mis pies. Así, al pasar por el Palacio Pitti pensé entrar, pero mis pies continuaron en otra dirección. Lo mismo pasó cuando estuve cerca de la Plaza de La Señoría, el Museo Bargello, la Iglesia de la Santacruz, el Palacio Ricardi, la Opera del Duomo y los demás museos y lugares de importancia. Después de una larga caminada, mis pies se detuvieron en un lugar, se dispusieron a ingresar, y fue en ese preciso instante cuando descubrí que este edificio, de corte renacentista, pertenecía al Museo de la Academia. …Después de terminada la obra escultórica del David, las gentes corrieron presurosas a conocerla y todas ellas vibraron con entusiasmo y la adoraron. Mientras tanto los artistas más destacados de Florencia discutían sobre el lugar más apropiado para ponerla y así lo hicieron, dejando, sin darse cuenta, en la antigua iglesia un hombre silencioso, sumido en la soledad más profunda, con la mirada en el suelo y sin comprender cómo una montaña de residuos de mármol blanco y deslumbrante, compuesto de millones de pequeños fragmentos, habían sido arrancados, cada uno de ellos con el poder asombroso de su pensamiento. 265


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Ya dueño de mi voluntad, esperé a que todos los sentidos se agudizaran, y cuando estos estuvieron bien templados, compré los billetes de ingreso. —Papi, antes me dejabas escoger el capítulo a seguir, pero lo que hace que llegamos al tema de Europa te tomaste solito el orden de los temas y me quitaste mi función de darles orden. —Es posible que eso esté ocurriendo, pero es que con el paso del tiempo he cobrado más confianza en mi narrativa y vengo impulsado como un cohete. —Ah, sí, cuidadito el cohete se estrella contra el mundo, porque no va a quedar títere con cabeza. Al entrar no busqué ir solamente al espacio donde se encontraba El David. Como recién abrían el museo, traté de atemperar los ánimos y al final opté por ver primero otras salas. Después de conocer la gran mayoría de obras importantes, me detuve a meditar, viendo las piezas de Donatello y Luca de la Robbia. La Magdalena de Donatello me sobrecogió profundo, ya que es una escultura de tamaño natural, labrada en madera, sobre la cual el artista descarga toda su emoción en forma despiadada, logrando crear en el espectador una impresión profunda que lo distancia de la imagen voluptuosa y erótica que debió tener el personaje cuando era una joven. La interpretación de la obra está más cerca de la visión que tuvo el artista para mostrarnos el mundo interior del personaje, empleando para lograrlo elementos que remiten a un ser envejecido y desgarbado, con las ropas roídas, 266


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hasta completar la imagen de una mujer decrépita que con dolor insiste en seguir viviendo. Al doblar la esquina vería El David, pero no sabía qué impresión me iría a causar y, tal vez, muy profundo, sentía el temor de que este primer impacto me fuera a defraudar. Hasta ese momento, y después de visitar muchas obras famosas en Roma y Florencia, había sentido más de una vez decepciones al ver unas que han sido aclamadas universalmente pero que me causaron un impacto negativo, debido a ciertas circunstancias. Como en el caso de La Piedad de San Pedro, pues esperaba verla de cerca y apreciarla en su total belleza; no critico la calidad de la obra, sino la presentación, el enorme vidrio puesto enfrente me pareció no sólo chocante, sino que le quita mucho de su encanto a la obra. Hubiera preferido ver hombres armados custodiándola, que no una pantalla, que lo único que hace es reflejar todas las imágenes del entorno y que sumergen a La Piedad en un mundo brumoso de imágenes distorsionadas. Y así mismo me sucedió con muchas piezas pictóricas que conocía a través de las fotografías de libros de historia y que en realidad son obras en pequeños formatos, cuando tenía en mi mente la idea de que eran creaciones de gran tamaño. Algo similar me sucedió con la estatua de El David en la Plaza de La Señoría, con ese aspecto gastado en su superficie y exagerado en su desproporción, expuesto a la luz solar que destruye toda su expresión, al mostrar de modo agresivo los cortes entre la luz y la sombra. Todos estos motivos establecían en mi cerebro múltiples inquietudes que me atormentaban y sembraban desconcierto. Me 267


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faltaban algunos segundos y muy pocos pasos para estar al frente de la realidad, tan fácil como girar en la esquina de ese muro… —Papi, mira esas personas que entran… —No, no me distraigas mujer, que estoy impulsado como el cohete, esto que estoy viendo es majestuoso… El David estaba ahí, soberbio y radiante, altivo, apoyando su humanidad sobre la pierna derecha; decenas de ojos veían lo que yo presenciaba, pero no todos veían igual. La distancia que hay para llegar a El David es de cerca de treinta metros y al recorrerlos se encuentran a cada lado Los esclavos inconclusos. Al fondo, El David se ve como un punto amarillento, bañado por la luz natural que entra al recinto a través de un dispositivo especial que filtra la luz solar y quita a ésta la agresividad de la luz directa. A esta distancia no alcanzo a percibir los detalles de la obra, pero siento la vibración de una luz mágica que construye sobre la materia una imagen sugestiva y potente. Podría decirse que esta distancia es propia para captar la esencia que emana de esta obra encantadora. Desde esta distancia observo también a las gentes que como yo son atraídas por una energía especial. Estas emanaciones energéticas afectan a todos los seres sensibles y no pueden ser detenidas por ningún obstáculo. Ni siquiera una pared de plomo puede detener su efecto, ya que están hechas de una fuerza que cabalga sobre los elementos neutrinos que viven en el espacio. 268


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—Lucy, Lucy, ah, creí que te habías salido del museo, por favor hazme unas fotos aquí parado al pie de El David para mostrar a mis alumnos en la Universidad. —Ya voy, Papi, es que estoy cambiando el rollo a la cámara, a mí también me gustarían unas foticos al pie de los esclavos, qué obras tan expresivas, parecen salir del bloque de mármol. Es muy difícil contemplar con tranquilidad una obra de arte famosa, ya que éstas, como las personas, cuando alcanzan la cima de la fama pierden de inmediato su tranquilidad. Por lo tanto, lo primero que se debe hacer es armarse de paciencia y madrugar a la visita, la cual se realiza en medio de una asombrosa cantidad de grupos de excursionistas que desfilan ante ellas atraídos como hormigas y que tienen que escuchar al director de cada excursión con su propia versión sobre la obra y en diferentes lenguas. El lapso que dejan entre cada grupo es apropiado para poder desarrollar el trabajo de observación. Veamos: El David con sus 4.30 metros — según se dice en la placa — de estatura más dos metros del pedestal, imprime diversas sensaciones en el espectador y lo afecta psicológicamente en alto grado. Es la imagen de un joven que sugiere estar en un momento de alta tensión; cada uno de sus músculos da la idea de estar listo para entrar en acción en pocos segundos, sus manos gigantescas y su cabeza girada en dirección del hombro izquierdo son quizás las partes de la composición que expresan más carga emotiva y expresiva; la cabeza, aparentemente grande por el enorme 269


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volumen de cabellos revueltos, caracteriza vivo a un juvenil y vigoroso personaje, expresando a través del tratamiento de su construcción un invento extraordinario para capturar la luz, por medio de un relieve profundo. Su rostro, como toda su estructura humanizada, es la de un espécimen de raza blanca. En sus ojos y entre cejas el artista logra sugestionar, al lograr que el personaje exprese su intención. Los ojos no miran al espectador, ellos están contemplando un punto fijo y distante. Sus mandíbulas, fuertes y contraídas, lo mismo que la boca, y la construcción de la nariz, parecen estar a punto de explotar. Todo indica que en pocos segundos todo cambiará, expresando ya no la ira contenida, sino un volcán a punto de la inevitable explosión; su mano derecha flexionada hacia adentro y su brazo extendido cae plásticamente hasta la mitad del muslo y entre sus dedos, no se ve, pero se siente la presencia de un guijarro mortal; su mano izquierda se acerca con suavidad, pero decididamente, sobre su respectivo hombro, muy cerca de sus mandíbulas cuadradas, en estado de alerta, con su honda. Es muy curioso, pero todo el personaje de El David, mirado en su conjunto, sugiere la pose de quien está dispuesto a entrar en la lucha. Sus piernas, su torso, sus brazos y su cabeza son los de un combatiente, sin embargo, por parte alguna se siente la presencia de sus primitivas armas. Pero todos, absolutamente todos los presentes estamos convencidos de la existencia de éstas y de su efectividad. —Lucy, ¿qué pasó pues con la cámara?, quiero una fotos 270


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desde aquí en este punto antes de que lleguen más excursionistas y se tomen el espacio. —Ya voy, Papi, es que estaba haciendo fotos de la bóveda encima del El David, es tan luminosa que parece una antorcha encendida. Durante cerca de dos horas estuve rondando la obra de arte, examinando punto por punto cada una de sus partes, meditando sobre la diferencia existente entre los objetos construidos por los artistas y el significado de los mismos. Tal vez fue a partir de ese momento desde cuando siento que mis conocimientos han encontrado los elementos esenciales que he estado buscando toda mi vida para comprender cuándo se encuentra uno ante una verdadera obra de arte y diferenciarla de la que no es verdadera, y cuándo una obra es bella pero superflua, y cuándo otra contiene vida interior. Es así que comprendo por qué han existido verdaderos artistas que han trascendido en el tiempo y en el espacio, bien diferentes a otros que han sido prefabricados por manipuladores inescrupulosos que asesinan el arte, como ya lo dije, en nombre del arte. Cuando se está al frente de una verdadera obra de arte también se entra física y mentalmente en su órbita por voluntad de su creador, transformándose en parte de ella y en cierta medida todo lo que se piensa y se dice es más trascendental, como resultado de obrar y pensar bajo su influjo. Librado de mi compromiso con El David me sentí más liviano 271


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y con más sabiduría para emprender la tarea de visitar los demás museos y sitios de interés en Florencia. —Papi, Papi, Papi, ¿qué pasó? ¿Te dormiste de nuevo? —No Lucy, es que estaba retraído pensando cómo pudo Miguel Ángel construir semejante obra tan grande y tan perfecta. —Ah, sí, ¿pero no te dormiste como en El Vaticano? —Ya te dije Doña Terca que estaba meditando sobre El David. Vámonos mejor de aquí antes de que cierren, lo mejor es que busquemos comer pastas en alguna buena trattoria. —Pero que sean pastas acompañadas de un buen vino ¿verdad?, dejemos entonces para mañana la visita al Museo de Marino Marini. Al día siguiente, en efecto, salimos temprano de la casa de Gigi Dilembo camino del Museo de Marino Marini, sin embargo, a pesar de que pensamos que íbamos en la dirección correcta, no veíamos más que un templo cristiano en esa dirección. En la esquina donde venden libros de la colección del museo una señora nos informó que el templo era el museo. —Sí, Papi, si ella lo dice es porque es así, asomémonos a ver. —Correcto, es el museo, la señora estaba en lo cierto. Lucy, ¿trajiste mi libreta? —No, ¿por qué?

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—No la veo en mi morral. Seguro se nos quedó en la trattoria cuando la saqué, vamos rápido, antes de que otro la coja para él, vamos. —No la veo en la mesa, pregunta tú a ese viejo gordo que parece el dueño. —El gordo dice que no sabe nada, a lo mejor la dejaste en el hotel, vamos allá. —Hay que encontrarla. —Papi, no está tampoco en el cuarto del hotel, tal parece que tu descuido fue muy grave porque nadie da cuenta de ella. —Si no la encontramos Lucy, habremos perdido media vida de trabajos y estudios. ¡Por Dios, qué descuido tan grande! —No te desanimes, Papi, a lo mejor la encontramos pronto. ¡Ah, ya! Ya sé dónde la dejaste hombre, vamos pronto, sígueme. —Pero, pero, ¿dónde vamos a esta hora cuando empiezan a cerrar el comercio? Lucy emprendió la carrera por todas las calles como si fuera una experta en el manejo de las direcciones de la ciudad, mientras yo, jadeante, la seguía al trote sobre las calles adoquinadas. Al llegar a la esquina de un antiguo edificio de piedra, giró sobre su izquierda y en un par segundos se me perdió de vista, no vi dónde se metió esta loca de mujer mía, desaceleré el paso y emprendí su búsqueda paso a paso mirando en todos los rincones y pasajes, 273


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pero no la vi. De repente, salió de un antiguo zaguán con la libreta en alto y una sonrisa descomunal, y comprendí mi error: la había dejado olvidada en la portería del convento de La luz Divina, con la monja portera con cara de albina y bigote de gato. El día anterior habíamos visitado ese monasterio para entregar una encomienda de un amigo colombiano para la madre superiora y fue precisamente en este lugar donde tuve el gran olvido; si no la hubiera encontrado habría sufrido un paro cardiaco o no sé qué, gracias a Dios se encontró.

El Museo Marino Marini Este museo había sido inaugurado hacía pocos meses. Fue para mí muy grato descubrirlo, ya que no lo tenía previsto en mi itinerario y lo recibí como agua fresca. Después de visitar los museos repletos de obras antiguas, mirar las grandes obras de un artista de este siglo fue una experiencia interesante y en un momento muy feliz, pues lo hacía con los ojos renovados. Por un instante pasaron por mi mente infinidad de imágenes de obras representativas de diferentes periodos de la historia del arte que me ayudaron a comprender cómo cada uno de estos está impregnado de su momento histórico. Este museo se estableció en una antigua iglesia del cuatrocento, adecuada para tal fin, tratando de no deteriorarla. Las modificaciones que sufrió se diferencian muy nítidas, siendo 274


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muy notable el empleo de los diferentes materiales utilizados. Básicamente, el espacio interior fue subdividido para crear un segundo nivel, para lo cual se emplearon estructuras de hierro, acrílicos y maderas con los que se construyeron los pisos y donde se destaca la intención de los diseñadores de crear un contexto adecuado para su funcionamiento, en donde se diferencia bien y por contraste lo antiguo y lo nuevo. La muestra del museo, que creo era una exposición permanente, incluía dibujos, pinturas y esculturas; además de que también cumple una función didáctica, pues la muestra se completa con grandes despliegues literarios sobre la vida, obra y milagros del maestro de Pistoya, de quien está expuesto lo más representativo de su trabajo. Es así como se pueden ver varios de sus famosos Caballeros en materia policromada, pomonas, retratos y bronces policromados. Pero la nota novedosa de esta muestra radica en la posibilidad de apreciar sus estudios bidimensionales de dibujos y pinturas. Después de terminada la visita a Florencia y luego de ir a sus museos, templos, plazas, puentes, mercado, y a la iglesia de San Lorenzo con toda la obra del Mausoleo de la familia de Lorenzo de Médici, construido por Miguel Ángel Buonarroti, queda uno tan saturado de ver tanta belleza, que lo primero que se piensa es en ir a otro lado o cambiar de panorama. Así fue como continuamos hacia el norte en bus y llegamos a la ciudad de Pisa, en la región Toscana.

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—Uff, Papi, no es fácil ver tantas obra famosas y quedarse uno como si nada, ni siquiera en la casa de Gigi tuviste tiempo de tomar notas, pues te pusiste a tomar vino y te emborrachaste con Gigi; si sigues así, vas mal. —Así es muñeca, pero cómo dejaba ese vino tan rico, ¿no miraste el rótulo?, era de mil ochocientos, de la mejor cosecha de ese año, era tan fuerte y tan concentrado que tumbaba hasta un monumento tan grande como El David. Ahora no soporto el dolor de cabeza y hasta la luz del sol me parece que es más brillante. Ya casi llegamos a Pisa, creo que en media hora estaremos allá. —A mí lo que me tiene impresionada es el paisaje, es tan hermoso, tan lleno de flores en los árboles y en los jardines de las casas de los campesinos… qué belleza. Voy hacer unas fotos de estas montañas. ¿Qué fue lo que más te llamó la atención en Florencia? —Pues la verdad, todo. —A mí, las peleas de Leonardo y Miguel Ángel. Yo pensé Papi que los genios no reñían porque como genios se respetaban, pero no es así, ellos eran celosos y cada uno decía que era mejor que el contrario, qué peloteras tan feas las que armaban. —Así es, Lucy, las peleas de ellos dos eran tan bravas que no se podían ver ni pintados; y así nos preocupamos nosotros por los problemas de la Facultad, que son como peleas de niños, si las comparamos. Mira, ya estamos en las goteras de la ciudad. 276


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—Bueno, Papi, por qué no hablamos mejor de la Torre de Pisa y aprovechamos que vamos a almorzar para que revisemos tus notas, no sea que perdamos después el hilo del libro, recuerda que seré yo y no tú quien dará orden a los capítulos. —Sí, señora, así se hará, pero primero vamos a comer pizza y también a tomarnos unos buenos vinos, estoy con la boca con sabor a cobre y me babeo de ganas de un trago bien fuerte. —Bueno, Papi, pero que no sean muchos. —Eso es, para eso estás tú que eres mi freno y me controles con el alcohol y las mujeres bellas. —Maldito, lo primero es lo primero y la escritura está por encima de las demás actividades, vamos pues a comer.

La torre inclinada de Pisa Cuando Galileo Galilei realizaba malabares intelectuales tratando de comprender el intrincado juego de movimientos de los astros en el espacio cósmico, ya sospechaba que el planeta Tierra no era el ombligo del Universo; fue también en esa época cuando, llevado por su extraordinaria observación, veía en la catedral de Pisa, donde se acogía para hacerle creer a sus enemigos sobre sus creencias religiosas, cómo una de las lámparas que pendían del techo a cada vaivén señalaba las leyes irrefutables del movimiento pendular. 277


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Lo que observó el sabio fue cómo el hermoso campanario de su ciudad iniciaba en ese entonces uno de los procesos más interesantes de la época moderna: la inquietante inclinación de su mole. La torre inclinada de Pisa no hubiera pasado de ser una torre más, de no ser porque ella tomó la gran decisión de su “vida”: lanzarse al espacio para, desde entonces, mantener en vilo al mundo entero y convertirse en una de las maravillas del universo. En lo que no acertó el gran astrónomo fue en que el movimiento del péndulo es nada si lo comparamos con el eterno movimiento de caída de una torre de más de dos mil toneladas de piedra. Y más aún, ni siquiera alcanzó a adivinar cómo esa extraña arquitectura con su hazaña y fama ante los ojos del mundo aplastaba de paso y sin caer aún, el nombre de su propio autor: Donnanno da Pisa. Para subir a esta enorme torre (que por cierto Lucy no quiso acompañarme por miedo a las alturas) de forma cilíndrica, hay que hacerlo trepando uno tras otro sus 220 peldaños, distribuidos en 156 metros de altura y siete niveles construidos en forma de espiral. Esta construcción fue hecha por entero de mármol, y debido al uso constante a que ha estado sometida durante varios siglos, cada peldaño presenta una concavidad muy marcada que dificulta plantar bien el pie. En el último tramo y cuando empieza a escasear el aliento, suceden dos fenómenos bastante interesantes: de un lado, la escalinata sufre un estrechamiento muy marcado, al punto de dar el paso sólo a una persona, haciendo penoso y lento el ascenso; de otro lado, se siente más marcada la inclinación de la 278


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torre, lo que produce la sensación de inestabilidad e inseguridad. De todos modos, no deja de ser intrigante el fenómeno de su inclinación, convirtiéndose en un reto para los visitantes la aventura de subirla para conocerla y percibir las diversas sensaciones que esta famosa obra nos ofrece, para compartir su fama universal y dejarnos disfrutar del panorama más delicioso sobre la ciudad de Pisa. —Te perdiste un espectáculo maravilloso Lucy, desde la parte más alta de la torre se ve la ciudad y sus alrededores, hasta el mar, los barcos y los botes de los pescadores, las muchachas bellísimas en esta primavera fenomenal, la catedral y las murallas cerrando la ciudad antigua, todo esto te lo perdiste por miedosa. —No importa, aquí abajo vi a muchos hombres hermosos que me atraían mientras tú mirabas el panorama desde las alturas. —Ya sé que eres una mujer coqueta y maliciosa, no me digas que viste al tipo aquél que te coqueteaba en la Plaza España en Roma, cuando me retrasé comprando unos mapas para conocer mejor la ciudad; por poco me abandonas por ese narizón mugroso. —Bueno, Papi, esta es una ciudad muy pequeña con poco para conocer, vamos a la catedral y pidamos ante su puerta de bronce un deseo, caminamos por sus calles, almorzamos y luego seguimos hacia el norte en tren hasta llegar a Pietrasanta. —Te propongo algo mejor, Lucy: paseamos la tarde aquí en la ciudad de Pisa y mañana temprano nos vamos para Pietrasanta 279


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en tren, ¿de acuerdo? —Como tú digas Papi, no hay problema. —Así aprovecho para ordenar notas esta noche y mañana viajamos. Ah, se me olvidaba, debemos asegurar el billete del viaje desde hoy mismo. —¿Por qué mientras viajamos en el tren no me hablas de Pietrasanta y al llegar tendremos tiempo para corroborar la historia? —Eso está muy bien, mientras no te detengas a hablar con los pasajeros de otros temas y te distraigas del compromiso. Te lo digo porque conozco lo parlanchina que eres cuando estás al lado de otras personas. —Bueno, Papi, no me cuestiones mi forma de ser.

Pietrasanta Continuamos hacia el norte, en búsqueda de los famosos talleres de fundición artística llamados fonderías. Viajamos en tren, un día maravilloso de primavera. Llegamos antes del mediodía, y luego de encontrar un hotel iniciamos la exploración. Este pequeño y antiguo poblado está situado al lado de los montes Apeninos que guardan las más famosas minas de mármol del mundo. Ocho talleres de fundición y doce de marmolerías alberga el pequeño pueblo de pocos habitantes. La gran mayoría de las gentes viven 280


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en la ciudad de Pietrasanta Marina, a pocos kilómetros de allí, en dirección de Carrara, otro poblado famoso por la explotación del mármol. “Aquí estuvo Miguel Ángel Buonarroti”, reza la placa de un antiguo edificio, como evidencia de que esta población fue visitada por grandes personalidades del arte en otros tiempos. “Fondería Mariani”, nos dijo el señor del hotel en buen español. “Es allí donde le funden a su compatriota Fernando Botero, el señor de las gordas”. —Cómo así señor, ¿es que aquí vive Fernando Botero? Qué bueno conocerlo, aunque me han dicho que es muy selectivo y no habla sino con personalidades. —Sí, señora, allá en esa loma que usted ve, cerca de las canteras de mármol, tiene su morada y permanece allí cuando tiene un encargo importante y necesita de los fundidores o canteros de aquí. Antes cuando él venía y no había comprado esa finca, se alojaba en este hotel — añadió el señor. Saliendo a la puerta, nos indicó cómo llegar a la Fondería Mariani. El compromiso con nuestros compañeros del taller de fundición de la Universidad de Antioquia era llevarles información sobre la fundición a la cera perdida. Al llegar a la Fondería Mariani encontramos a pocas personas que nos atendieran ya que ese día había paro nacional de transporte en toda Italia y por consiguiente no estaban laborando. Sin embargo, insistimos a las personas que nos atendieron para que nos permitieran mirar el taller, pero no fue posible. Lo mismo sucedió con otras fundiciones que sí 281


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estaban funcionando pero en las que era evidente el egoísmo que tenían de mostrar los procesos de trabajo en los talleres. Ya nos lo había advertido Federico Estrada Vélez, embajador de Colombia en la ciudad de Roma, cuando lo visitamos en su oficina de la embajada: “Es difícil conseguir información porque los italianos en esas cosas son muy egoístas con los extraños. Les deseo suerte”. No estábamos dispuestos a renunciar después del largo viaje hasta ese poblado, donde después de caminarlo en menos de una hora ya no había nada más para ver. Son cuatro calles, un pequeño mercado, algunos almacenes de herramientas para la escultura y nada más. Pero no perdimos la esperanza. Cerca de las doce del mediodía llegamos al taller de fundición Belfiori, propiedad de un señor Giuseppe Belfiori, presente en ese momento y quien muy gentil nos atendió en compañía de un familiar suyo que hablaba algo de español y que nos sirvió de traductor. Después de la presentación de rigor, de explicarles que éramos de Colombia y que estábamos interesados en conocer el funcionamiento del taller, se mostraron en un comienzo remisos, pero después de enseñarles el álbum de fotografías de mi obra escultórica, pasaron a ser amables y hasta nos ayudaron con sus respuestas sinceras a todas nuestras inquietudes, mientras nos mostraban el proceso de fundición en molde grueso. Lucy — Maestra en Artes Visuales — iba anotando en una pequeña libreta todo lo que nos decían los italianos, y al final nos prometieron mayor información con fotocopias de fórmulas para hacer la cáscara cerámica y aleaciones de bronce para la fundición de piezas artísticas. “Vuelvan después del mediodía y les entrego las 282


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fotocopias”. Llegamos después del almuerzo y nos tenían suficiente material escrito sobre el tema de la fundición de precisión a la cera perdida para nuestros amigos de la Universidad. Al día siguiente viajamos de nuevo a Florencia, a la casa de nuestro amigo Gigi Dilembo, profesor de Derecho de la Universidad de Florencia y quien gentilmente nos había llevado a su casa muy cerca del Duomo. Dilembo es de estatura media, delgado y hablantinoso como buen florentino. “Yo tengo que viajar a Roma y durante una semana no voy a estar aquí. Ahí les dejo el apartamento, podéis disponer de él como os plazca, hay comida suficiente, y cuando deseen viajar, echan las llaves en el buzón y nada más. ¡Chao!”. Así son estos italianos: descomplicados y gentiles. Permanecimos tres días en la casa de Gigi Dilembo; allí descansamos y recorrimos luego las calles y lugares que no habíamos visitado antes, como el campanil de la Catedral de Florencia de Giotto, arquitecto y pintor nacido en 1267 y muerto en 1337 en Florencia. También visitamos el bautisterio y el Museo de la Opera en donde se encuentra otra de las obras de Miguel Ángel, La piedad de Rondanini. La Galería de los Oficios (Galería Uffizi) es un palacio y museo que contiene una de las más antiguas y famosas colecciones de arte del mundo. Allí se encuentran: Retrato de Elisabetta Gonzaga, de Rafael, Nacimiento de Venus, de Sandro Botticelli, Descendimiento de Cristo, de Bronzino, Venus de Urbino, de Tiziano y miles de obras pictóricas y escultóricas del Renacimiento hasta 1800, en cerca de 55 salas. 283


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—Bueno, Papi, anota pues en tu libreta todo lo que hemos visto. —Bien, hasta ahora hemos logrado todo lo que esperábamos ver en Florencia; volvamos a Roma entonces, para que busquemos al embajador Gonzalo Bula Hoyos para que nos entregue la visa y poder entrar a Francia y así, como por entre un tubo, estemos en París esta misma semana, además, el embajador nos prometió unos dolarcitos para poder seguir nuestra ronda por Francia. —Sí, Papi, ya me siento cansada de tanta viajadera de un lado a otro; cuando volvamos a Roma, nos damos un descanso y luego seguimos a París, pero recuerda que debemos dejar listos los textos de lo hasta ahora visto, porque lo que es París es otro cuento. Viajamos toda la noche en tren, cerca de 12 horas. Llegamos en horas de la mañana de un día esplendoroso lleno de luz y de cansancio. Esperamos la llegada de Pacho, mi exalumno en la Facultad de Artes, quien nos condujo a un hotel a nuestro alcance, cómodo y muy central. —Bueno maestro, aquí lo dejo, yo vendré en la tarde para que tomemos vino y me cuente muchas cosas. Nos comunicaremos con Marcela, la estudiante de música en Colombia que se vino a vivir aquí hace ya varios años. —Bien Pachito, mientras tanto con los mapas de la ciudad podremos caminar por los alrededores conociendo un poco las calles mientras nos encaminas a los museos. 284


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—Mira, Lucy, Pachito Rojas fue alumno mío en el Instituto. Desde que llegó a la Universidad no pensaba más que en viajar a París con Rocío, su esposa, ese era su tema de siempre, vivía obsesionado con el viaje, hasta que por fin se vino para acá. Ahora está encargado de restaurar los monumentos para la conmemoración de los doscientos años de la Revolución Francesa; gana mucho billete, pero me dice Rocío que se dedicó a tomar vino y que está alcoholizado. Peso que coge, peso que se toma en vino. La pobre Rocío ha tenido que ocuparse como un verraco haciendo trabajos menores como el aseo en casas. Espera, Lucy, creo que ya llegamos al Louvre. —Lucy, te aconsejo que pongamos mucha atención a esta parte del texto, porque el ambiente y los personajes son distintos y debemos primero acondicionar nuestros cerebros para asimilar esas nuevas costumbres y situaciones. —Claro que sí, y además me gustó mucho esa ciudad tan hermosa, llena de elegancia y colorido por los cien años de la Torre Eiffel y los doscientos de la Revolución Francesa. Pondré mucha atención, pero tú también debes escoger bien los temas para el libro, para no ser redundantes y repetitivos. —Veamos entonces cómo nos quedó esta parte después de las primeras caminadas.

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París Es París, pasado y presente, nombre bendito en el cual está conjugado el verbo libertad. De todas las ciudades que por suerte tuvimos la oportunidad de conocer en este viaje, fue quizá París la que nos pareció más hermosa y excitante. Centro del clasicismo, cuna del pensamiento moderno y hasta hace pocos años ciudad por excelencia del mundo de la cultura; polo magnético para artistas y bohemios, científicos y pensadores, cumbre desde la cual los esclarecidos se lanzaban a gritarles a los mortales nuevas formas de amar y de sentir. El embrujo que irradia París es irresistible, desata en las personas deseos incontrolables de vivirla plenamente, de caminar hasta perderse en sus calles y en los trenes subterráneos, y de no dejar escapar un solo segundo del día o de la noche para conocer y amar este pedazo de Francia. La decisión de visitar París fue muy afortunada, al momento de nuestra visita se descubría engalanada y esplendorosa, con sus gentes preparadas para participar de las celebraciones. Todo el ambiente que se respiraba era de alegría. El monumento más querido de toda Francia, la Torre de Eiffel, fue remozado para darle vida a sus estructuras, al cambiársele cientos de piezas oxidadas y colocarle millones de remaches nuevos para ser recubiertos luego con pintura protectora. El gigantesco aviso luminoso, compuesto por millones de bombillas amarillas, anunciaba su llegada victoriosa a su primer siglo de “vida”. Reflectores y juegos pirotécnicos, cantantes, escenógrafos y políticos se preparaban para la celebración. 286


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Nuestro querido amigo de muchos años y antiguo estudiante de la Facultad de Artes había recibido del gobierno francés el encargo de realizar la restauración de la Columna de Julliet en la Plaza de la Bastilla. Pacho Rojas, silente pero con tesón de colombiano, se metió, sin proponérselo, por el camino de la celebración de la Revolución Francesa, poniendo un granito de arena por Colombia en el rejuvenecimiento de este monumento. Teníamos muy poco tiempo para conocer los lugares más importantes de la ciudad, de modo que recurrimos al juego delicioso del azar. Tomamos un mapa de París y después de analizarlo, extractamos los nombres de los lugares que queríamos visitar. Luego de elaborar las papeletas bautizadas, las introdujimos en una pequeña bolsa y todos los días antes de salir las manos delicadas de una francesa hermosa que laboraba en la recepción del hotel nos conferían la suerte. Días después, Marcela, la estudiante de violín, nos encaminó a su casa para que ahorráramos unos pesitos y luego, con gran generosidad, nos fue llevando de su mano por toda la ciudad. —Bueno maestro, empecemos por el Museo del Louvre y mañana iremos a la Casa Museo de Rodin. —Yo narraré esta parte Papi, me lo prometiste, ya me imagino escribiendo el libro… —No, Lucy, es mejor que yo lo haga para que me quede fresco en la memoria y poder compartir luego.

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—Eres un faltón Alonso, no creas que te voy a volver a decir Papi, eso se le dice es a la persona amada, no a un ventajoso como vos que no me deja contar las historias a mí también. ¿O es que crees que lo haces muy bien? Las historias no fueron así, siempre estás tergiversando las verdades, ¡mentiroso! —Mira, Lucy, siempre te he dado gusto en todo, pero esta vez no lo voy hacer, todo lo que yo he hecho al dejarte hacer es crearme contigo un monstruo lleno de caprichos y zalamerías al que hay que perdonarle todas las groserías como si fueras tú una reina a la que hay que obedecer; pero no, se acabó, si insistes en manejarme hasta en mi conciencia, no lo voy a permitir. Recuerda que soy yo y no tú quien escribirá la novela; vuelve a tu puesto de crítica, no más, y si no te gustó así, me dices y no vuelvo a invitarte a mis viajes. —Ah, sí, pues me voy y no cuentes más conmigo. Me largo para Colombia, no creas que no puedo viajar sola, lo que es a mí no me da miedo, ¡orgulloso!, no me vuelvas a dirigir la palabra, ya encontraré a otro hombre que me quiera y me permita ser una loca como crees que soy, chao. Con mucho dolor vi cuando Lucy, mi amor, mi querida Lucy, se fue rabiosa para no sé dónde, ella que como yo desconocía París. Se fue y tal vez no la vuelva a ver jamás. Desde ahora tendré que solucionar los problemas del texto de la novela solo, sin su ayuda; gracias a Dios me quité este problema de encima, así yo solito decidiré el orden y la secuencia de los capítulos, ya lo verá. 288


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El Museo del Louvre Al otro lado del río Sena y después de cruzar el Puente de los Artistas se encuentra el Museo del Louvre, el más grande de Francia. En él habitan centenares de obras de diferentes periodos del arte; en su gran mayoría, pictóricas y escultóricas. En su gran plaza se inauguraron por aquella época tres grandes pirámides de cristal y hierro que ahora son precisamente las que le conceden un aspecto singular al museo. De estas tres formas arquitectónicas construidas a escala de las pirámides de Egipto, la del centro es la de mayor tamaño. Están ubicadas en la médula de la plaza que encierra en forma de una herradura gigantesca los edificios de corte clásico del museo. Mirando las diferentes edificaciones a prudente distancia, se observa el contraste violento de estas dos construcciones; es como mirar en un solo lugar el pasado, representado en las formas arquitectónicas de los edificios, y el presente, con formas de pirámides de cristal y hierro; las pirámides son, a su vez, el lugar de entrada al museo a través de la pirámide mayor. Debajo de estas, están instaladas las elegantes escaleras de corte ultramoderno que llevan al visitante a un nivel inferior, en donde están ubicados los puestos de venta de las tiqueteras, restaurantes, almacenes y librerías. Bien, ¿pero qué hago para seguir?, necesito quién me ayude con este proyecto y ya Lucy se fue: qué tristeza.

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—Lucy, Lucy… Perdone, señora, usted es igual de parecida a mi esposa que no la encuentro, discúlpeme. Dónde se metería esta mujer, por Dios, tal vez la encuentre por aquí en alguna parte entre el público, no creo que haya ido lejos, la buscaré por estos lados… debo seguir haciendo notas para el libro en mi libreta. No veo a mi loca, Dios la proteja. Cabe destacar el sorprendente edificio interno, su luminosidad y el diseño de las estructuras que soportan las enormes vidrieras. Entrar al Museo del Louvre no es tarea fácil porque frente a la entrada comienza la más larga y heterogénea serpiente humana que he visto en mi vida y esperaba ingresar tanto al museo como a las nuevas instalaciones piramidales. Mi esperanza de poder ingresar disminuía a cada momento, a pesar de haber empleado diferentes estrategias para saltar la horrible cola. Al final fue preciso emplear a fondo todas mis facultades, forzando mi imaginación a idear una estrategia formidable, resultado de mezclar en una sola acción la astucia indígena, la paciencia oriental y la audacia antioqueña para aprovechar y colarme entre un grupo de excursionistas japoneses. Los porteros ojiazules deben estarse preguntando todavía cómo fue que los burlé: el museo era mío. Ya en el interior sentí la necesidad de apurar el desplazamiento para ganar tiempo, pues lo que me esperaba era una labor ardua, ya que asimilar el contenido de esta inmensa colección es tarea más difícil que entrar al edificio. La suerte seguía de mi lado: me enteré que una muestra itinerante, organizada por el museo, exhibía en 290


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varias de sus salas una colección enorme de dibujos de Miguel Ángel Buonarroti, traída desde Florencia. Esta exposición, que completaba la visión más amplia de este maestro renacentista, llenó de gozo mi espíritu. En este momento me siento incapaz de describir la cantidad de obras de arte que contiene el maravilloso Louvre, comprendo que esta tarea es propia de analistas muy especializados y estudiosos de la historia del arte, con preparación y destrezas mentales para desempeñar este oficio. A mí me basta con dejar que ellas me afecten libremente, permitiendo que me atrapen en sus órbitas y que sus influjos penetren mi mente al momento de recibir su mensaje. Dejaré estas notas hasta aquí mientras busco a la loca de mi mujer que no debe de estar lejos… Camino por todas partes a ver si la veo, pero no está, tal vez por el lado de las esculturas de la colección del arte griego en el primer piso la vea, no creo que ella se vaya sin entrar a este museo tan importante, tal vez esté por el lado de La Gioconda de Leonardo de Vinci o se unió a un grupo de una excursión. Debo encontrarla, no debí tratarla con dureza, al fin y al cabo ella también es dueña de mis libros y de mis actos, ¡Dios, que la vuelva a ver! Ayúdame Marcela a encontrarla antes de que me enloquezca. Mi conciencia me dice que la debí perdonar, pero es que ella es tan rabiosa que no recapacitó al momento. Pobrecita, si se pierde yo no me lo perdonaría jamás, mira a ver Marcelita si puedes ayudarme, no tendré descanso hasta encontrarla. Llama al teléfono de Nubia, a ver si ella sabe alguna cosa de Lucy. 291


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—No maestro, llamé del teléfono público y no me contestan donde Nubia, ¿qué más podemos hacer? Vamos al restaurante y mientras almorzamos podemos armar una estrategia para buscarla. —Bueno, pero primero daré un vistazo por la gran plaza, mientras tanto pide el almuerzo, a lo mejor la vea en algún lugar. No sé qué hacer, si no la encuentro no tendré paz ni vida, en la gran plaza no está, mejor vuelvo donde Marcela a ver si ya sabe algo de Lucy. —Maestro, me encontré con Jean Pierre hace media hora y me dice que nos va a ayudar a buscarla, fue a buscar a Nubia que se encuentra en la sala de la colección de La vida de María de Médicis de Rubens. —Terminemos de almorzar Marcela y vamos a buscar a Jean Pierre y Nubia para que nos dirijamos a distintos lugares del museo, luego nos encontramos todos debajo de la pirámide de cristal. La tenemos que encontrar. No sé por qué pero primero me dirigí a la sala de arte griego ya que tenía la sugestión de encontrar a Lucy por esos lados debido a su gran interés en el arte griego y su amor por las artes del Partenón. Al pasar por la sala de la exposición de los dibujos de Miguel Ángel, me detuve al ver a una mujer con un vestido parecido al de Lucy, me acerqué a ella, pero no era mi mujer. Mi conciencia me martillaba: la dejaste ir, la dejaste ir egoísta. Me sentía agotado de caminar por todas las salas del museo y sentía 292


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dolor en todo el cuerpo, pero no podía dejar de buscarla. ¿Tal vez salió del museo? La verdad es que no estaba seguro de que estuviera en él. Marcela llamó al hotel y no le dieron ninguna respuesta positiva. Tengo que encontrarla por estos lados… Iban a ser las cinco y ya había sonado el primer llamado al público para que empezara el desalojo. Caminé como desgonzado y salí del museo por debajo de las pirámides de cristal, sin mirarlas. Al salir a la plaza me fui caminando como si levitara. Me ubiqué al frente de una de las fuentes de agua a meditar: este museo es el más visitado del mundo, viendo salir las gentes del museo se llena la gran plaza y es difícil encontrar a una persona, lo mismo que en sus enormes salas y pasillos, un recorrido de varios kilómetros. Me senté al borde de una de las fuentes a esperar a que vinieran los amigos. Estaba cabizbajo, mirando el agua que en rizos se reunía contra las paredes formando minúsculas olas en las cuales aparecían retratados los edificios del museo y el cielo de esa tarde luminosa. Mirando como en un gran espejo en la fuente, imaginé a los grandes escritores de Francia: Gustave Flaubert y su escritura magistral, recordé Madame Bovary, su tremendo realismo y su interminable búsqueda de la palabra exacta; Honoré de Balzac y su estilo realista del siglo XIX, de sus novelas recuerdo a Papá Goriot y Eugenia Grandet, su monumental La comedia Humana donde retrata la sociedad francesa en varias novelas… y al triste Van Gogh, el pintor, él también fue escritor y la prueba está en Cartas a Theo, su hermano menor y gran marchante de obras de arte en París, su mecenas; él pasó por aquí también como queda 293


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demostrado con la siguiente cita que aún recuerdo cuando estudié al misterioso pintor: “Estaré en el Louvre desde el mediodía, o antes, si lo deseas”, le decía a Theo el día de su llegada a París. Cuando yo estudiaba en el antiguo Instituto de Artes Plásticas tuve la oportunidad de estudiar la obra de Van Gogh y conocí el libro con las cerca de 800 cartas dirigidas a su hermano Theo, recuerdo muy bien este fragmento que todavía me da vueltas en la cabeza: “Ayer, al atardecer, yo estaba en un brezal pedregoso donde crecen muy pequeños y retorcidos robles, en el fondo de una ruina en la colina, y campos de trigo en el valle. Era romántico, no podía ser más, a la Monticello, el sol derramaba sus rayos amarillos muy por encima de los arbustos y el suelo, absolutamente una lluvia de oro”; o este otro fragmento de las cartas: “He pasado una semana en Saintes-Maries. En la playa de arena había pequeñas barcas verdes, rojas y azules, de formas y colores tan bellos que hacían pensar en flores. Son tan pequeñas que casi nunca van a alta mar. Salen cuando no hace viento y vuelven a tierra cuando sopla con demasiada fuerza”. Si este no era un escritor ¿entonces quién lo es? Embelesado estaba mirando el espejo del agua de la fuente imaginando personajes de la historia que pasaron por estos lugares, como Picasso, Salvador Dalí, Rodin… cuando sentí un golpe en la espalda que me volvió a la realidad, giré mi cabeza y vi a Lucy, sí, era ella, se me abalanzó al cuello, al punto de casi tirarme de cabezas a la fuente de agua, nos abrazamos con fuerza mientras yo le decía que me perdonara y prometía jamás volver a despreciar sus arrebatos. Ella no modulaba palabras, sólo se sentía su sollozo sobre mi pecho. 294


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En horas de la tarde Marcela nos invitó a tomar café en un pequeño negocio cerca del Sena. Allí conversamos de muchas cosas, entre ellas la idea de que fuéramos al día siguiente a la Universidad de Sorbona y pudiéramos almorzar en un ambiente de estudiantes y conocer aquellos edificios y espacios universitarios de renombre. Así lo hicimos al otro día, y estuvimos felices compartiendo con los amigos universitarios de Marcela. Saliendo de allí nos encaminamos al Museo Rodin. Qué felicidad volver a tener a mi loca a mi lado diciendo: “¡Me gusta, me gusta, me gusta!, yo también quiero ir allí, no sean egoístas ¿verdad Papi?”

El Museo Rodin Ambición de todo escultor es visitar el Museo Rodin. Digo de todos porque Rodin es considerado el padre del arte contemporáneo, pilar del cambio más radical que ha sufrido el arte de la escultura en los últimos tiempos. Rodin, al querer imitar al gran Miguel Ángel, encontró el fragmento como concepto de un todo y el valor que le concedió a la superficie fue su gran aporte al arte. Rodin es considerado el modelador más importante de todos los tiempos, es sólo a través de esta técnica como logra sus proezas. En este agradable recinto, que según la historia fue su morada, se siente su presencia poderosa y genial. Es analizando su obra como se entiende el poder inmenso de su intuición, 295


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cómo toda su obra es el resultado de una capacidad desbordante, expresiva, llena de espontaneidad y vida, plasmada en bronces de insuperable calidad. Es en La Puerta del Infierno donde se conjuga toda su proeza. Después de conocerla, le queda a uno la sensación de que lo más representativo de esta obra son los detalles. El genial ignorante concebía la obra escultórica para ser vista en todas sus partes, modelando en sus 360 grados, a los cuales imprimía el poder asombroso de la vida, pensándola de adentro hacia fuera. En mi concepto, su creación es más interesante cuando se mira en los detalles que cuando se mira en el conjunto. —Bueno Papi, empieza por poner en tus notas que Augusto Rodin era un sinvergüenza que se la jugaba a la pobre esposa con la loca de Claude. —No, Lucy, yo no puedo decir eso, a mí lo que me importa es el estudio de la obra escultórica del artista y su repercusión en la tradición de los impresionistas del siglo XIX, no sus errores y tropiezos en su vida íntima, eso se lo dejamos a los historiadores de farándula. Háblame mejor de la obra El Beso, labrada en mármol. —Como tú digas Papi, digamos pues que… No, sigue tú mejor… —Bueno. El Beso es una talla en mármol, un poco mayor que el tamaño natural y junto con El Pensador son tal vez las dos obras más famosas y universales de este artista, todas dos se derivaron 296


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de La Puerta del Infierno, sin embargo obedecen a concepciones diferentes. El Pensador es una realización en bronce que fue creada como el detalle de un conjunto escultórico de mayor tamaño: La Puerta del Infierno; en cambio El Beso (que también derivó de La Puerta del Infierno) es esculpido en mármol y fue concebida como una obra en sí, con un objetivo bien diferente. Esta excelente composición es una muestra clara del concepto espacial de Rodin, permite rotar a su alrededor y captar la infinidad de perfiles cuidadosamente estudiados, logrando por este medio afectar al espectador llenándolo de gozo y ternura. Es también notable cómo el trabajo de la talla de las obras de Rodin no tiene la capacidad de sus obras modeladas, lo que deja al descubierto fallas en la técnica del tallado. Es por este motivo por lo que siento mayor admiración por el Rodin modelador que por el Rodin tallador, de todos modos fue un placer fantástico haber podido conocer su casa y su taller. —Papi, yo creo que en esta parte de la narración deberías enfatizar sobre Francisca la que come carne de caballo, ¡gaass! —Sí, está bien, pero no estoy de acuerdo contigo, loca: la carne de caballo es gustosa y aperitiva, a mí me gusta mucho, ojalá en Colombia tuviéramos conciencia de esto y comiéramos carne de caballo bien criado y alimentado y no de esos burros enfermos que sacrifican en San Antonio de Pereira: eso sí es vulgar, gas. Esta es la historia…

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Una tarde Pachito Rojas nos invitó a conocer a Francisca, la francesa que tenía tres niñas adoptadas de Colombia y que vivía en el centro de la ciudad. Era muy rica y cordial. Cuando llegamos, estaba en compañía de Rodrigo Barrientos, un pintor residenciado en París desde hacía años y que había llegado en busca de oportunidades. Ella vivía con sus niñas en un caserón antiguo, rodeado de árboles y espacios verdes en cerca de seis mil metros cuadrados. Cuando se sirvió el almuerzo que consistía básicamente en carne y legumbres, Lucy mostró una cara de sorpresa al ver la carne casi cruda destilando sangre y mejor esperó a mirar el comportamiento de los demás comensales. Todos empezamos a comer la carne con la naturalidad de quien está acostumbrado a comerla de esa manera. Lucy se paró de la mesa y se internó en la cocina, prendió el fogón de gas y asó la carne hasta poderla ver oscura sin sangre vertiendo, luego se sentó de nuevo con nosotros, diciendo: “Yo no como carne cruda, eso se lo dejo a los leones y tigres”. Terminada la cena, doña Francisca con su voz tierna y hablando en español preguntó: “¿Cómo les pareció la carne de caballo?” Todos permanecimos en silencio complacidos con aquel sabroso manjar, mientras que Lucy, que ya terminaba el último trozo de carne, se quedó con el tenedor en los labios sin saber si terminar de comer o expulsar la carne de su boca; al final terminó de comerla con desconcierto y fastidio, se paró y fue al baño a lavarse la boca con jabón. Salimos de allí con la intención de conocer al día siguiente París de noche en el carro de la amiga francesa. Así fue. Nos 298


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encontramos en su casa, como a las seis, y emprendimos uno de los más fascinantes paseos por la Ciudad Luz. La torre Eiffel se encontraba perfectamente iluminada con luces de colores. La señora Francisca se veía sonriente, llena de optimismo, con orgullo nos compartía cada detalle de lo que nos quería mostrar. Lucy iba también contenta y orgullosa en el Mercedes Benz de lujo, cojines de cuero y una pequeña despensa con licores y jugos de diversas marcas y calidades. Fuimos a sitios famosos como Rue Pigalle, Molin Rouge, Arco del Triunfo… Al amanecer, el espedómetro del carro mostraba que habíamos recorrido cerca de cien kilómetros en esa noche de ensueño que jamás podré olvidar. Al día siguiente nos encontramos con Pachito Rojas para tomarnos unos vinos y recordar las aventuras que tuvimos en Roma con el conde Carlo Santuci y su esposa Rosita. —¡Sí, sí, yo quiero, yo quiero!, esa parte sí me toca a mí, no me la quites ¡bribón! —Tranquila, Lucy, cuenta la historia pues. —No, perdona, fue otra vez la emoción. Cuéntala tú.

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El conde Seguramente que el viaje a Francia no hubiera podido ser realidad de no haber sido por Gonzalo Bula Hoyos, embajador de Colombia ante la FAO en esa época, a quien conocí el día que la condesa Rosita Santuci nos invitó a que nos presentáramos con Federico Estrada Vélez, embajador de Colombia ante el gobierno italiano. Este, luego de la entrevista, me sugirió que bajara al segundo piso de esa misma edificación para que hablara con el embajador Bula. Federico Estrada me dijo: “El doctor Bula es una persona muy bondadosa y le puede ayudar, ya que le gusta mucho el arte”. Al llegar a su oficina solicitamos a su secretaria que por favor le dijera al doctor Bula que unos colombianos querían saludarlo. Luego de una corta espera apareció el embajador y sin mediar palabra nos invitó a pasar. Era una persona cordial, que desde el momento mismo de instalarnos en su oficina y luego de una corta presentación nos pidió que le diéramos noticias de nuestro querido país. Al enterarse de mi profesión, se alegró. Me dijo que justamente estaba buscando un escultor para que le hiciera un monumento al Padre Pío, un sacerdote que había muerto hacía muchos años pero que en esos momentos estaba realizando muchos milagros. Me ilustró sobre el sacerdote en mención, me entregó unas fotografías y un pequeño libro sobre su vida. “Él tenía estigmas como los de Cristo en sus manos y pies, y también en el costado”, nos dijo el embajador. No había trascurrido media hora y ya hablábamos como viejos amigos. Luego de observar mi obra escultórica en el álbum, me dijo: 300


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—Usted es la persona que yo esperaba: yo sabía que el Padre Pío me lo enviaría. Media hora más tarde estábamos firmando el contrato para la ejecución de la obra en bronce y tamaño natural de este personaje hacia quien el embajador confesó su devoción, para ser realizada en Colombia. Era tal la euforia del doctor Bula, que salió de su oficina y a todas las personas que trabajaban en la dependencia les contó orgulloso el nuevo milagro del Padre Pío. Pero éramos nosotros los que estábamos más contentos con el milagro del Padre Pío. —Se nos arregló el viaje a Francia — le dije a Lucy. —Bueno, pues, Lucy — dijo el embajador —, mientras ustedes viajan al norte de Italia yo voy a avisar a Pedro, el chofer, para que vaya haciendo las gestiones ante el consulado de Francia para que puedan viajar. Recuerden que mientras estén aquí en Roma pueden contar conmigo. Además, “negra”, como tú cumples años la próxima semana, te voy a invitar a un club muy famoso. Aquel restaurante donde días después se le celebró a Lucy el cumpleaños, tenía los muros decorados con grandes fotos de personajes célebres como Sofía Loren, Franco Nero, Charles Chaplin… El embajador nos deseó mucha suerte en nuestro viaje al norte del país y nos despedimos de él. Salimos con la condesa, y al momento Rosita nos invitó a su casa al norte de la ciudad, en la plaza Mincio, adonde llegamos en un antiguo y 301


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lento tranvía. Era su casa un antiguo palacete del cuatrocento, muy hermoso, de estilo clásico, con un portón de madera tallada con incrustaciones de bronce. Entramos por un corto pasillo que desemboca en un salón lleno de luz. Luego de sentarnos en unos lujosos muebles abollonados con telas estampadas, Rosita nos pidió que la disculpáramos unos minutos. Regresó acompañada de su esposo, el conde Carlo Santuci, un hombre de baja estatura, de unos setenta años, con un vestido de paño azul oscuro, de ademanes dulces, con profundos ojos azules y un bigotito bien cuidado enmarcando una tierna sonrisa. Departía en español y sabía mucho sobre nuestra patria, pues su amada Rosita — como citaba cariñoso a su esposa — era colombiana. “Si me esperáis unos minutos os voy a invitar a comer, yo mismo prepararé la comida”, nos dijo. Con movimientos ágiles desapareció el conde por entre los corredores de la hermosa mansión. Mientras aguardábamos en el salón, pudimos observar los objetos de lujo que lo decoraban de manera fantástica: pinturas de valor artístico invaluable, pequeñas y antiguas esculturas de bronce sobre hermosas mesas de mármol de colores, y finas cristalerías. Los muros del salón estaban finamente decorados y limpios. Después de terminada la cena quiso el conde que nos quedáramos a conversar de temas de interés general y algo sobre historia del arte. Gratos recuerdos guardo de este simpático personaje. De Rosita, la barranquillera, recuerdo su gracia y juventud, y esa avidez tan particular del que vive fuera de su país muchos años por querer saber las noticias frescas de su tierra. Fresco en mi memoria tengo 302


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el viaje que hicimos a las playas de Ostia en compañía del conde, de Rosita y de su hijo Rudy, de escasos nueve años, y la forma como compartieron con nosotros ese día de primavera, en una playa fría, de aspecto extraño para nosotros, acostumbrados a nuestras playas de hermosas arenas blancas y mares de transparencia multicolor. Esta playa era gris, de suelo pedregoso, erizado de plantas ásperas y plegado de peligrosas tunas que brotaban entre las rocas; una playa irregular, con dunas, barrancas y rocas que permitían a los amantes ocultarse de las miradas curiosas. Por cada paso que dábamos en la playa, el conde inquiría con cuidado dónde ponía sus pies. Yo que lo observaba, le pregunté: “Señor conde, ¿por qué mira con tanto detalle el suelo? ¿Acaso es usted también estudioso de los suelos como los geólogos?” El conde contestó: “No, maestro, miro que no me vaya a chuzar los pies con las agujas, por eso no me quito los zapatos”. —¿Agujas?, ¿de qué me habla señor conde?, yo no veo sino cardos del desierto y piedras afiladas. —Mire le explico, artista, aquí a esta playa en las vacaciones de verano vienen muchos jóvenes a pasear y también algunos a chuzarse las venas con heroína, luego que usan las agujas hipodérmicas las clavan en la arena y se van, muchas de esas agujas están contaminadas de enfermedades peligrosas como VIH, ¿comprendido? Luego de la explicación que me diera el conde no tuve sosiego, llamé a Lucy y en secreto le conté las nuevas enseñanzas. 303


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Siguiendo los consejos del conde, pusimos mucho cuidado de dónde poníamos el culo sobre la arena. Rudy, el hijo de Rosita, lanzó el balón hacia atrás y cayó detrás del matorral, y al ir a buscarlo no lo encontró. Fui en su ayuda y tampoco vi el balón y no lo volvimos a ver jamás, como si se lo hubiera tragado la tierra. El caso era inexplicable, pues en la playa había pocas personas, en su mayoría adultas. Un muchacho de escasos quince años, blanco, rubio y hermoso, en medio de las dunas, acostado boca abajo recibía las caricias de su amante, un hombre de edad adulta que tiernamente cuidaba de su mancebo. Mientras continuamos en la playa y el conde y Rosita permanecían sentados mirando el horizonte, Lucy y yo nos entretuvimos observando curiosos a una mujer rubia en vestido de baño que jugaba con un perro corriendo de un lado a otro como si fuera su íntimo amigo homínido. Pachito Rojas se reía de nuestras historias con el conde y con el embajador, mientras tomábamos vino hasta que nos salía por las orejas. ¡Huy, qué rascas nos pegamos en su casa y en la casa de Marcela! —Bueno, Lucy — dije —, el dinero se nos agotó y el tiempo también. Dos días después le dijimos a Pachito: Pachito, nos vamos para Colombia, se acabó el paseo, ahora sí, a trabajar para ahorrar y volver por aquí si Dios quiere; dale saludos a tu esposa Rocío y a doña Francisca. 304


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En el viaje de regreso a Colombia trabajé duro en el texto, hasta ver cómo mis dedos, y hasta el pobre y pesado portátil que compré en París, se recalentaron. Hasta me pareció ver humo sobre el teclado y ardor en la yema de mis dos dedos del corazón. —Papi, me gustaría que me contaras las historias que nos faltan para dar por terminado el trabajo de la novela, ¿sí? —Claro que sí muñeca, pero déjame escribir esta parte del relato antes de que se me olviden los detalles.

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PARTE 5 El retorno

Dejamos en cada ciudad del viejo mundo que visitamos un pedazo de nuestras vidas. Pero qué se iba a hacer, ya era hora y el trabajo nos esperaba. Qué alegría es volver a ver el verde del paisaje, la exuberancia de nuestros campos y la alegría de nuestras gentes. Qué gozo es ver cómo en tan poco tiempo han crecido nuestros hijos después de dos meses de viaje. Todo se ve bien, nuestros espíritus están alegres y deseosos de seguir viviendo. Lo mejor de cada viaje es el retorno. No me gustaría tener que partir de mi patria para no volver. Amo mi tierra y siento por ella un gran apego, eso me ayuda a luchar con más fuerza y ardor. Me duele ver cómo muchos de nuestros compatriotas tienen que irse de su tierra, desplazados por las infames persecuciones políticas producto de la intolerancia. Todos somos hermanos en esta bendita tierra, pero algunos seres egoístas piensan que el planeta es sólo de ellos y de nadie más. —Mire, profesor Héctor Daniel, esto es lo que he conseguido 307


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en Italia para el taller de fundición: un libro de fundición artística, cinco documentos fotocopiados de cerca de diez páginas cada uno, y estas notas en la libreta. Era el efecto de lo conseguido. Ameritó una rápida reunión del grupo del taller, para someterlo a una rigurosa evaluación. Se hicieron algunos ensayos, pero sin obtener un resultado del todo convincente. Algunos de los materiales nuevos debían ser importados, como la sílice coloidal, que es el material “ligante” de los componentes de la fórmula; es decir, a pesar del esfuerzo realizado todavía teníamos que esperar unos años más para dominar la técnica. No bastaba con tener las nuevas fórmulas, pues era poco lo que se entendían. Todavía debíamos esperar a que Alejandro Echavarría viajara a Argentina y Héctor Daniel Mejía a Chile, cada uno a un seminario sobre la técnica. —Bueno, Papi, cojámosle el golpe a esta vaina y retomemos esta historia ya en nuestra casita. ¿Por qué mejor no cuentas algo distinto para amenizar esta larga novela con algo más tranquilo? —Tal vez quisiste decir más creativo, porque, la verdad, de tranquilidad no puedo hablar: cada vez que intento hacer algo vienen los inconvenientes y las dudas, parezco condenado a tener conflictos y mal entendidos en todo momento, espera y verás esta historia.

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Hacedor de mundos “Un maestro es un hacedor de mndos, porque cada alumno es un mundo y ¿Qué hace el maestro? Lo forja, le entrega el conocimiento para que sea en el futuro otro hacedor.” Escultor Alonso Ríos En el año de 1992 fui nombrado representante de los profesores de la Facultad de Artes ante el Consejo de la Facultad. Ninguno de los profesores quería ser representante debido a los problemas que había en ese momento en la Facultad con las directivas, que querían imponer a unos profesores extranjeros sin tener en cuenta a los profesores de nuestro país. Todo profesor que había estado en ese puesto de representante se “quemaba” y terminaba por abandonar el compromiso. Aun así, con este funesto antecedente, acepté la responsabilidad, a sabiendas de que podía fracasar. Empecé entonces ese duro trabajo y claro, al momento tuve a las directivas en mi contra neutralizando mi accionar en el Consejo de Facultad. Ser representante de los profesores es bastante difícil porque, en ocasiones, se encuentra uno con directivas parcializadas que manejan conceptos diferentes a los intereses de los profesores. En esas estaba, cuando en una de las sesiones de la Asociación, que se reunía siempre en horas de medio día, siendo su presidente el doctor Jorge Restrepo de la Facultad de Derecho, este expuso ante la junta la necesidad de dotar a la Asociación de un símbolo que fuera como su logotipo, a la manera de una escultura, que podría llegar también a ser 309


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también un monumento, para ser colocado en un espacio abierto en uno de los predios enfrente de la sede, y se pudiera también usar el diseño como membrete en la papelería oficial de la Asociación. Toda esta exposición ante la junta la hizo siempre mirándome y aspirando el cigarrillo que nunca apagó, como si la idea desde el primer momento tuviera dueño. Sintiéndome aludido por el presidente y los demás profesores, no me quedó mas remedio que decirles que sí, que la idea era buena, y aclararles que en la Facultad de Artes había muy buenos artistas para desarrollar la idea. Pero no, al instante todas las miradas se posaron de nuevo sobre mí, entendiendo que era para que yo, en colaboración con la Asociación, desarrollara la propuesta. Al momento empecé a rayar unos papeles que tenía al frente y emprendí la búsqueda del diseño del logotipo. A la semana siguiente, en una sesión de la Asociación y mientras escuchaba la enumeración de problemas a tratar, se me ocurrió la idea de diseñar un hombre arrodillado, en actitud de estar modelando el mundo, como si fuera una pelota de barro. Significa al maestro que mediante el trabajo paciente de la docencia moldea amorosamente a sus alumnos, enseñándoles los sanos principios del conocimiento, para hacer de ellos unos nuevos hombres útiles a la sociedad que más tarde se transformen en otros moldeadores de conciencias, para que la transmisión del conocimiento no tenga fin. La idea se aprobó y el logo se adoptó para que fuera el símbolo de la Asociación. Espero que algún día este símbolo tridimensional sea una realidad como monumento que engrose la riqueza artística de Campus Universitario. 310


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Cascada musical Mientras los profesores discurrían sobre los problemas de la técnica que había de sacar la cara por el taller de fundición, me enrolé en otro proyecto artístico: la obra Agua-Tierra-Cielo, para Expo-Universidad, en la ciudad de Medellín, en el año de 1993, la cual tenía como tema “Agua, Cultura y Vida”. Por ese tiempo la aburrición se había tomado por asalto mi alma en la Facultad de Artes, cosa que me tenía al borde de la locura. Sólo pensaba en desaparecer y pasar el menor tiempo posible en sus instalaciones. Quise entonces presentar ante los organizadores del evento el proyecto de una obra con el tema del agua, que de entrada parecía una idea descabellada. Consistía en la construcción de dos grandes instrumentos musicales que emitirían melódicos sonidos de varillas con discos metálicos accionados por la caída de piedrecitas que se desprenderían de enormes témpanos de hielo. Después de estudiar el proyecto durante dos meses, lo presenté al comité seleccionador de los trabajos a realizar. Con gran alegría para mí, fui escogido. —Tu obra será la que dé la bienvenida a los visitantes de la feria a la entrada de los edificios — me dijo Gloria Elena Molina, la arquitecta de planeación organizadora del evento —: Va a lucir esplendorosa. Los diseños terminados los presenté a la administración de mi Departamento y solicité a la vez la lista de los mejores estudiantes 311


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para conformar un grupo de trabajo que me ayudara en la realización de la obra. Reuní a una docena de los más destacados alumnos y les presenté el proyecto en un tablero, en el cual dibujé los esbozos principales de la obra. Al terminar la exposición invité a los que estuvieran interesados para que se presentaran en mi oficina al día siguiente, pero nadie, absolutamente nadie se postuló para colaborarme. Salí a la cafetería un poco preocupado a tomar un café, cuando vi entre la gente a un antiguo alumno mío del taller de escultura, Fernando Henao. “Este es, lo más seguro es que este sea el hombre”. Lo llamé, le expuse el proyecto y al momento, muy emocionado, Fernando respondió que sí, con mucha seguridad, y me comunicó con otro compañero suyo, de nombre Álvaro, con quien podíamos trabajar también. Visité con optimismo al Rector de la Universidad, en compañía de la arquitecta Gloria, con el fin de conseguir recursos económicos para la realización de la obra. Luego de una larga espera el Rector nos mandó entrar en su oficina. —Bueno, hombre — dijo el Rector —, ¿sí crees que valga la pena invertir en tu obra? ¿Qué sucedería si esa obra de hielo se derrumba y quedamos mal? Piensa en que tenemos muchos invitados de todo el mundo. Mira, vienen altos dignatarios, investigadores de universidades de Francia, Estados Unidos, Canadá, Japón, Inglaterra, etcétera, etcétera, y si ese monigote de hierros, alambres y hielo se cae y se destruye, la Universidad quedará en ridículo ante los ilustres visitantes y medios de comunicación de todo el mundo. 312


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Yo apenas miraba desconsolado a Gloria, mi protectora amiga, me sudaban las manos y hasta las orejas me ardían. Mientras la arquitecta convencía al Rector de la importancia de la obra, éste permanecía impávido e incrédulo. “Mire, doctor, es un proyecto hermoso, que le cuesta muy poco a la Universidad, doscientos mil pesitos y nada más”. Al final, después de los ruegos y súplicas de Gloria, el Rector dijo: —Bien, pero ¿qué pasaría si no canta la cucaracha la bendita obra? Yo respondí: —La obra no va a cantar la cucaracha ni ninguna otra canción, pero sí va a producir hermosos sonidos cristalinos, doctor. —Voy a enviarte a un profesor especializado en física que te asesore para que no vayas a fracasar. Y así, aburridos, salimos de la rectoría con la esperanza todavía viva de recibir la anhelada ayuda económica. A otras facultades como las de Ingenierías y Medicina les habían destinado varios millones de pesos para que realizaran los diferentes proyectos; pero para mi proyecto, que se podía realizar con palos de tabaco, no había dinero. —Eh Ave María Papi, qué Rector tan desconfiado, yo creo que no quería que hicieras la obra; si no hubiera sido por Gloria, la arquitecta, te hubiera sacado de la oficina a trompicones. Pero sígueme contando la historia yo le cojo el hilo para saber dónde debemos mejorar. 313


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En la cafetería de la Facultad de Artes los estudiantes y algunos profesores de la Facultad cuchicheaban: “Se va a caer esa obra de hielo y el maestro Ríos va a fracasar”. Como siempre, las personas negativas en todo momento desean la mala suerte y llevan su vida con inseguridad y pobreza espiritual. ¡Son una verdadera peste! A los pocos días, en horas de la tarde, apareció por mi oficina un profesor largo y flaco, de bluyines, camisa de manga corta y aspecto juvenil, que fumaba sin descanso, encendía un nuevo cigarrillo sin filtro con el que ya iba a botar y se veían en sus dedos varios tonos amarillentos por efecto de la nicotina. Dijo: “El Rector me envió, maestro, para que lo asesore en su proyecto, tenga la bondad y me lo enseña”. Le mostré los dibujos a lápiz que tenía en una carpeta de las que usan los arquitectos para guardar sus diseños. Al ver que en forma peligrosa para mi rinitis alérgica se llenaba de humo la oficina mientras el profesor seguía bombeando las inmensas bocanadas de humo hasta crear una inmensa cortina, empecé a estornudar y lagrimear, faltándome el aire en los pulmones. En forma desesperada y excusándome, lo invité para el ancho corredor de afuera donde se sentía una fresca ventisca, alegre y vivificante, y donde le podía mostrar mejor las dimensiones de la obra. Después de escuchar mis argumentos por algunos minutos y de hacer algunas preguntas desatinadas, se retiró el largucho profesor de Física con su oloroso y humeante juguete entre los dedos, con largas zancadas y sus dientes manchados por efecto del vicio más potente y peligroso que algunas personas acostumbran para calmar sus ansiedades. Se fue diciendo: “Informaré al Rector 314


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de tu proyecto”. No lo volví a ver jamás. Mientras el largo profesor se alejaba por el ancho corredor camino de la cafetería de Artes, me dirigí a mi oficina a guardar la carpeta llena de dibujos y de ilusiones; mas cuando abrí de nuevo la puerta, la nube gris amarillenta todavía invadía el espacio, flotando con su pestilente olor que me aceleró los estornudos y la tos. Puse la carpeta sobre el escritorio y presuroso me alejé. De nuevo el ángel de la guarda se me apareció días después en la figura de la menudita arquitecta, con un buen mensaje: Ese proyecto tuyo de la cascada musical, estoy segura que lo sacamos adelante. ¿Es que acaso ya lo aprobó el señor Rector?”, le pregunté ansioso, a lo que me respondió Gloria: Sí, y está feliz, ya verás que sacamos la obra adelante y, lo mejor, ha autorizado la amplificación de los sonidos. ¡Esa, qué bueno que te aprobaron la obra! Sigue, sigue que esto suena bueno para que conozcan los lectores lo difícil que es convencer de una idea a un rector universitario. Después de trabajar por cerca de dos meses en una fábrica de producción de hielo en bloques, logré solucionar la parte más compleja de la obra: el moldeo y formación del enorme bloque de 30 kilos de hielo con las piedrecillas dentro. Este elemento era la novedad y el alma de la obra, ya que las pequeñas piedras al desprenderse del hielo poco a poco actuarían, al caer y resbalar, como martinetes sobre las varillas de bronce y los discos metálicos, golpeándolos, creando los sonidos de una cascada. Para poner a 315


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funcionar la obra en la exposición durante cinco días, se necesitaban 800 bloques de hielo, 4.000 kilos de granos de piedra de playa, 20 varillas de bronce, 200 discos de hierro y 250 metros de cuerdas de nylon; todo esto iría montado en dos estructuras cúbicas de hierro de 2.50 de altura, 4 metros de largo y 2 metros de ancho. En la parte inferior se dispondría una piscina donde se recogerían los granos de piedrecillas y el agua de los témpanos de hielo. Es decir, se necesitó la producción de la fábrica de hielo durante una semana para alimentar semejantes instrumentos sonoros. —Espera un momento, ¿por qué no me contás de dónde salió esa idea tan genial de poner a llover unos bloques de hielo sobre varillas de bronce, Papi? Esta obra es la respuesta a las vivencias que durante muchos años he tenido con el campo donde he vivido. En este ir y venir he aprendido a valorar el paisaje campestre y los elementos que lo integran. El campo despliega todos sus colores por contrastes, por ejemplo, el azul cálido del cielo sobre el campo verde tranquilo produce un efecto vivaz y paralizante. En la lejanía, donde se unen el firmamento y las montañas, las formas adquieren matices grises, opacos y oscuros. En el campo vine a saber del agua por el sinnúmero de aguaceros que he soportado. En mi valoración del agua también ha influido profundamente la vinculación con el acueducto veredal de la comunidad donde resido, del cual he hecho parte de su administración. También he ido aprendiendo y descubriendo nuevas sensaciones y experiencias con el mero hecho de chuparme un terrible aguacero, o sentirlo caer sobre los árboles 316


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y escurrir por sus hojas y sus tallos. Mirar cómo se deslizan las gotas de agua por cada hoja y verlas caer una a una. Los guaduales suenan bellísimo bajo un aguacero bien intenso y sus ramas se mueven en la dirección que sople el viento. Cuando el agua se derrama por los techos de las casas, las tejas ocres caldeadas por el sol cambian de tonalidad. El agua que cae sobre las piedras de los caminos cambia la textura de su forma volviéndolas brillantes y lisas. Es bello también ver a las señoras recogiendo el agua lluvia en vasijas cuando escurre del techo como si fuera la más pura. Estas experiencias con el agua hicieron surgir el proyecto. —Genial, Papi, ese proyecto era interesante, pero no te olvides de que al narrarlo debe quedar muy convincente y bello para el libro. El día llegó, el Palacio de Exposiciones de Medellín se inundó de gente. Expo-Universidad fue todo un éxito, mostró durante cinco días lo mejor del pensamiento investigativo de todas las universidades del país. La Universidad de Antioquia, la anfitriona, mostró con luz propia su liderazgo en el campo organizacional y científico de Colombia. Su Rector, Rafael Aubad, se sintió orgulloso y seguro con la creación de esta muestra científica y cultural. Vinieron personajes de todo el mundo, y fue ésta la primera de una serie de eventos organizados por la Universidad que han marcado un nuevo derrotero científico y cultural en estos años. Pero más orgulloso estaba yo con mi cascada musical que se robó el show: fue la admiración de los visitantes al evento. 317


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La prensa, la radio y la televisión lo destacaron, y a pesar de mi cansancio, ese día me sentí alegre y triunfador. Todos querían hacerse una foto al lado de la fantástica cascada, hasta el Rector lo hizo, para luego, con inmenso orgullo, dar algunas declaraciones a la prensa y destacar la grandeza de la Universidad, de sus profesores y alumnos. El público también quería llevarse una grabación de los sonidos que nacían de la fabulosa máquina de sueños que había sido afinada por uno de mis amigos, Darío Rojas, un profesor de Música de la Facultad de Artes que gustosamente se involucró en el proyecto. El periodista Andrés Vergara escribió en esos días sobre la Cascada Musical para El Colombiano, uno de los periódicos más importantes del país: “En el comienzo todo era quietud y silencio, pero un día la naturaleza se transformó; muchas nubes cargadas de piedrecillas poblaron el firmamento. De esas nubes pendían cuerdas que sostenían disquitos y varillas metálicas. Abajo un gran lago, un mar artificial. Los hombres, al verlo, pensaban que aquello estaba allí simplemente para adornar y decían que era bonito. Otros decían que el creador estaba loco: ¿colgar cosas así del cielo? Hasta que sucedió lo nunca imaginado: se desprendió una gota que al caer formó eco y su onda se extendió por el pequeño mar. Los hombres fueron a ver lo que sucedía. Cayeron más gotas, tantas que se formó un aguacero. Los hombres se maravillaron al escuchar los sonidos que producían las gotas al caer sobre el lago, cerraban los ojos para sentir el correr de un arroyuelo y muchas otras cosas. Después sucedió lo más asombroso: se 318


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precipitó una piedrecilla, rodó por el firmamento y chocó contra uno de los discos que estaban más altos; rebotó y fue cayendo de disco en disco. Era como una nota que al rodar se transformaba y se prolongaba. Cayeron tantas piedrecillas que formaron lo que desde hoy será conocido como el concierto más hermoso que ha presenciado hombre alguno: un diluvio musical”. —Qué maravilloso invento Papi, lo recuerdo y me estremezco. No sé si te enteraste que en ese congreso del agua y cuando vinieron muchas personalidades de otros países, un japonés en su intervención propuso que la obra musical AguaTierra- Cielo se considerara como símbolo de la inteligencia en los 190 años de la Universidad de Antioquia. —Claro que lo recuerdo Lucy, evoco ese momento y se me pone la carne de gallina. También recuerdo a aquellas personas que se burlaban diciendo que la obra hecha con bloques de hielo y piedrecillas se iba a destruir y la Universidad sufriría una vergüenza ante todo mundo. Los vi también posando ante la obra, reclamando grabaciones de los sonidos cristalinos de la obra musical. —Bueno, Papi, eso ya es historia, no nos podemos quedar soñando con algo que fue importante pero que ya solo queda de aquello notas periodísticas y fotografías. Sigamos adelante con lo nuestro. —Sí, señora, mejor ayúdame con la anécdota de la 319


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construcción de la escultura para la Facultad de Ingenierías, El sembrador de Estrellas, y me refrescas la memoria porque ya se me están olvidando algunas facetas del cuento. —No, ya me convenciste, lo mejor es que lo cuentes tú.

El sembrador de estrellas En 1993, cuando todavía me desempeñaba como Jefe del Departamento, un día en la tarde apareció por mi oficina el profesor Alejandro Echavarría en compañía del Decano de la Facultad de Ingenierías, el doctor Gabriel Darío Restrepo, quien me dijo: —El año que viene vamos a celebrar los sesenta años de la Facultad y me gustaría que fueras pensando en una escultura que sea el símbolo de la Facultad. Tras pensarlo unos minutos contesté: —Mire, doctor, hace días vengo trabajando en la idea de una escultura que represente a un sembrador en el campo, pero si usted está de acuerdo, a este sembrador de granos lo adaptamos y en vez de sembrar granos lo ponemos a sembrar estrellas; se transformará en un maestro que siembra el conocimiento en sus alumnos. Tomé la pequeña obra que estaba modelada en arcilla gris ya seca y que mantenía en el alféizar de la ventana de mi oficina. Con cuidado, se la entregué al Decano en sus manos. Este la miró 320


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cuidadosamente durante unos minutos, y exclamó encantado: “Esto es lo que yo necesito; la haremos en bronce, en tamaño natural. Ya la imagino en medio de un hermoso jardín en mi Facultad”. Luego añadió: Quiero que empiece pronto y haga los estudios pertinentes que amerite la obra allá mismo en mi Facultad; dígale al profesor Héctor Daniel que le abra un espacio en el taller de fundición para que pueda trabajar allá, mientras yo me encargo de conseguir los recursos. Cuando el Decano y el profesor Alejandro salieron de mi oficina, sentí una gran alegría por lo oportuno de su visita y luego recordé que el doctor Gabriel Darío era un amigo que conocía de tiempo atrás, cuando él era el Director Académico de la Universidad en los años setenta y pico y quiso que yo viajara a los Estados Unidos a estudiar, cosa que nunca se pudo concretar. Era una de esas personas de la Universidad que siempre creyó en mí y que desde los diferentes puestos administrativos que ocupó me tuvo en cuenta en mi labor de escultor. Era ingeniero químico, una persona de ademanes finos y gran inteligencia, sagaz e imaginativo, y gozaba de credibilidad en toda la Universidad. Se caracterizó por ser alegre, como muestra de ello participó muchas veces de nuestras tertulias en el taller de fundición, a pesar de que sus críticos lo reñían siempre por su carácter festivo y que mal interpretaban como alcahuete. También fueron muchas las veces que le escuchamos entonando con la guitarra hermosas canciones románticas con su característica voz de barítono. Solicité a la Facultad de Artes me concediera el año sabático, ya que cumplía con todos los requisitos para ello. Pensaba por 321


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este medio poder dedicarme de lleno a este proyecto revestido de un gran interés para la Universidad y la Facultad de Artes. Por alguna circunstancia me fue negado. Otros profesores por esa misma época lo habían solicitado y sin mayor esfuerzo lo habían obtenido, a pesar de presentar proyectos de menor significación para la Facultad. Eso ocurría con frecuencia en esa época. No me desanimé, con la responsabilidad de cumplir con la carga académica asignada logré que me concedieran medio tiempo; en esas condiciones inicié el nuevo reto. Empezamos la obra cuatro personas: el Decano, los profesores Alejandro Echavarría y Héctor Daniel Mejía y yo. Pero en la medida en que avanzaba la obra se fueron sumando otras personas, como por ejemplo el ayudante de escultura Fernando Henao y el modelo Isaac Pino. El Decano inició la campaña con los estudiantes y egresados de la Facultad de Ingenierías, a los cuales les pidió colaboración en dinero, en materiales o en mano de obra. El trabajo en el taller se desenvolvía normalmente en medio de la camaradería y la unión, sin ningún contratiempo. Siempre estaban allí Alejandro y “el viejo”, como le decían los alumnos al profesor Héctor Daniel por tener las barbas blancas y gafas de miope que le dan ese aire tan particular, a él que en verdad no es tan viejo. “La que es vieja es la cédula”, me dijo la estudiante Lucha (Luz Elena), la mona de los rizos de oro. Los profesores se preparaban para enfrentar el reto de hacer una fundición aplicando todo lo aprendido en los últimos años mediante la legendaria técnica de fundición a la cera perdida, tal como lo hiciera Benvenuto Cellini 322


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entre los años 1548 y 1549 cuando fundió el famoso Perseo de la Plaza de La Señoría en Florencia. Él mismo afirmó que aprendió la técnica de la cera perdida de una descripción del monje Theophilue que data del año 1100. Los orígenes de la fundición a la cera perdida se remontan a los principios de la Edad de Bronce, las piezas más antiguas fabricadas por este proceso aparecen alrededor de 4.000 años antes de Cristo y son provenientes de Asia Menor. Enfrentar este reto era una empresa difícil, pues no existían historiales en Colombia de una fundición de ese tamaño: 400 kilos poco más o menos. No se podía fallar, ya que teníamos que defender los intereses del taller y de la Facultad de Ingenierías ante la Universidad, que estaba atenta a este experimento único en ese momento en el país. Hacer el modelado de la obra en yeso en realidad no era un problema, puesto que yo estaba acostumbrado a situaciones de esta índole y el tamaño de la obra no era de ningún modo grande para mi experiencia. El problema residía en el tamaño a fundir, ya que desde el comienzo estuvimos de acuerdo en que se haría en una sola pieza fundida sin empates y vaciada en una sola operación. La gran mayoría de obras fundidas mediante esta técnica en nuestras culturas indígenas siempre fueron de tamaños que nunca superaron los 30 centímetros en la cultura Quimbaya, considerada la más elevada en el manejo del oro en toda la América indígena precolombina. El famoso Poporo Quimbaya mide 11.4 centímetros de ancho por 23.5 centímetros de alto. También se estudió el libro de Leonardo da Vinci en el que habla sobre la construcción de 323


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Il cabalio, un caballo de 7.20 metros de alto para Ludovico Sforza, entre 1483 y 1498, obra que fue destruida antes de ser fundida, en la guerra por el poder entre los principados, y las 158.000 libras de bronce que se tenían para la fundición fueron al fin destinadas a la fabricación de balas de cañón. En el Codex Madrid II (8.939) da Vinci describe en forma minuciosa y con dibujos la forma como pensaba fundirlo. Doscientos años después, guiados por estos mismos estudios de Leonardo, se fundió en Francia la escultura ecuestre de Luis XIV, de cerca de cinco metros de alto, destruida a la postre en la tormenta de la Revolución Francesa. Ahora, cuatrocientos años después del caballo de Leonardo, guiados por sus teorías y estudios, pensábamos hacer lo mismo con El Sembrador de Estrellas. “Con unas pocas variaciones respecto al proceso en sí mismo, es viable fabricar El Sembrador de Estrellas de esa manera, será uno de los pocos ejemplos en Latinoamérica de un solo vaciado a la cera perdida. A escala industrial la mayor pieza producida por la fundición de precisión norteamericana fue exhibida en 1989: tenía 1.60 metros de altura, 0.40 metros de diámetro promedio y un espesor de 75 mm, destinada para la industria aeronáutica”, me informó Alejandro Echavarría. Todos los artistas en la antigüedad se han valido de esta técnica para vaciar sus esculturas en bronce y otros metales: La columna del Cristo de San Bernward, en la catedral de Hildescheim, los pórticos del baptisterio de Florencia, de Ghiberti; El David de Donatello, y hasta las esculturas de nuestro compatriota Fernando Botero han empleado esta técnica de fundición. 324


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—Uff, tantos datos técnicos me aflojan la imaginación, ¿por qué mejor no le dejas esos detalles a tu amigo Alejandro, el investigador? Y mejor tú te concentras en la parte literaria, ¿no lo crees mejor? —Está bien, pero no te olvides que yo también escribo para los ingenieros y estudiantes de materiales en el mundo. Por esto me esfuerzo en investigar algunas cosas que, aunque suene pesado, son importantes como complemento de esta obra. Durante la construcción de El sembrador de estrellas se revivió la tertulia de los viernes; ahora se le decía “la Tertulia del Sembrador”. Alegres reuniones acompañadas de aguardiente y música en las que participaban los estudiantes y algunos profesores amigos, se fueron convirtiendo en unas bacanales miedosas y ya nuestro Decano empezaba a recibir las críticas de sus enemigos, quienes se reunían en la cafetería a hacer apuestas de que la obra iba a fracasar cuando la fundiéramos. —Ese taller es un nido de borrachos — decían los enemigos políticos del Decano en las cafeterías y reuniones académicas, cuando nosotros lo que hacíamos era no más departir tomando unos traguitos al lado de la escultura que todos los días se veía más acabada. “Exagerados que son esos envidiosos”, decía “Hussein” (Juan), uno de los alumnos del taller, de aspecto grandulón y rostro árabe.

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Terminado el modelado en yeso se procedió a hacerle el molde en fibra de vidrio, con la ayuda de Claudia Mira, una estudiante de ingeniería industrial, gordita y simpática, que se vinculó al trabajo porque le llamó la atención y le pareció interesante, y del profesor Rubén Zapata, del Departamento de Química. Luego se procedió al vaciado en cera, y ya listo con el enrejado de tubos alimentadores y respiraderos conectados a la copa de vaciado, se continuó con la construcción del gigantesco molde refractario de más de cuatro toneladas (4.396 kilogramos), hasta tener todo listo para la fundición. El molde se construyó combinando la técnica moderna de cáscara cerámica que fue traída de mi viaje a Pietrasanta, siete años atrás, y el molde grueso que nos enseñó a hacer el maestro Fánor Hernández. Hasta aquí todo era un trabajo lento, rutinario y factible, pero lo que siguió fue una verdadera locura que llevó inclusive a que el profesor Héctor Daniel perdiera la tranquilidad. Se tornó en un hombre irascible y mandón: que vaya, que no vaya, que traiga, ¡pero que no sea estúpido, hombre!, que levante, que baje, que corra y no corra; ¡ahora esto!, ¡ahora aquello!, ¡tráelo aquí!, ¡llévatelo allá!... y así todo el día y la noche, porque también trabajaban en ese turno los estudiantes que en ese entonces sumaban como cincuenta de todos los programas de Ingeniería. —Sigue el relato Papi, que aunque me suena muy académico no deja de tener interés, además, quien escribe es un escultor fundidor, más terco que una mula.

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La quema de la pieza del molde refractario duró 15 días. Se consumieron en ella 5.5 toneladas de carbón coke y 110 galones de ACPM combustible, en ese inmenso horno. Pero para recursivo nadie le gana al “viejo” Héctor Daniel. Todos los días yo encontraba con gran asombro una cosa nueva: mangueras y sofisticados sistemas de enfriamiento con agua, interconexiones de tubos y tubitos, láminas para irradiar el calor y evitar que afectara la estructura metálica del techo, periscopios para examinar las rastras de cera en el interior del molde, controles de temperaturas con termocuplas y termómetros digitales, etcétera, hasta convertir el taller en un inmenso laboratorio que emitía señales, chispas y humo por todos los lados. Y mangueras de agua que salían de los rincones del taller, toda una maraña junto con los cables y objetos que solamente él sabía para qué servían y que lo mantenían corriendo como un loco que subía y caía, como un gato, por los andamios y por todas partes, examinando controles, alambres, objetos indescifrables y gritando. Al final de la tarde se le veía extenuado, con la cara tiznada, las ropas hechas un desastre, con manos de fogonero, sin haber comido. Como loco cogía su campero y sin despedirse se iba hasta el día siguiente, cuando volvía muy temprano a la misma brega. —Esta parte del libro se me está pareciendo un texto de ingeniería, uff, se nos perdió el orden, ¡que Dios nos socorra! ¡Terco! —Espera un poco, ya verás el desenlace que estoy preparando, ten paciencia mujer. 327


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—Lo importante es que no decaigas en la calidad de la narración y el lector no tire el libro, ¿entendido? —Sigamos así entonces. De otra parte, Alejandro Echavarría, silencioso, ensayaba toda la información acumulada, inquiría aquí y allá sobre todo lo que se hacía, y con mucha paciencia corregía la temperatura y escribía en una libreta todo cuanto sucedía a su alrededor, hasta el zumbar de una mosca detenía su atención, analizaba los instrumentos y reconocía los materiales y los utensilios. Este ingeniero, de temperamento investigativo, era todo lo opuesto a mi amigo Héctor Daniel, que es de temperamento fogoso e impaciente; Alejandro es el amo de los datos y de los números, nada se le escapa. A cada problema siempre le encuentra solución, y cuando no sabe, entonces imagina, repasa y con su gran memoria recoge lo sucedido y lo guarda con exactitud y precisión. Con algunos ensayos que se hicieron, Alejandro observó que los alfileres de alambre de cobre para sujetar el matacho no resistían el calor del fuego y se desintegraban. De pronto se iluminó su rostro y se le ocurrió usar alfileres de acero inoxidable, que soportan más temperatura y son más resistentes a la flexión. “Claro, Ríos, esto era lo que se necesitaba”, y a la postre tuvo toda la razón cuando se fundió la obra. El grupo de investigación de la fundición a la cera perdida está constituido en principio por tres profesionales: uno es un artista loco y soñador, el otro un investigador insatisfecho con 328


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las cosas que conoce y estudia, y el tercero es un ser pragmático creativo que sueña con ser capitán de barco algún día. La obra solo pudo hacerse realidad con este grupo de descocados, ilusos y soñadores que apoyados por un grupo de estudiantes sin miedo al fracaso expusieron la vida en la realización de algo de lo cual no había noticias en Colombia. Pero era todavía más loco el Decano Gabriel Darío, que confió (temerariamente, diría yo) su prestigio y seguridad a unos locos imaginativos y audaces. —Si esta fundición fracasa —me confesó una vez cuando al calor de unos tragos de aguardiente departíamos en el taller—, la volvemos a fundir, ¡cueste lo que cueste! ¡Pongo mi vida en sus manos, maestro! Pero ya la suerte estaba echada, y los sacrificios y desvelos causados por este desalmado trabajo dieron buen resultado. Un día dijo el viejo: “Se prepara todo el mundo porque mañana es el día de la fundición y ninguno de los fundidores se toma un solo trago, porque si me doy cuenta, ¡se tiene que ir para el carajo!”. “El día de la quema se verá el humo”, añadió una estudiante de nombre Gloria. “Pero debemos hacer primero un conjuro con mi prima, Tines, que sabe de brujerías, para que no vayamos a fracasar”, sentenció “el viejo”. Sin saber si seguirle el hilo o ponerme a reír, se formó un círculo alrededor del gran molde refractario, caliente como un infierno, y los estudiantes y profesores cogidos de las manos entramos en trance, orientados por las palabras de la mentalista, quien con voz trémula poco a poco fue guiando a la cofradía de ilusos. Cuando Fernando Henao el estudiante de Artes 329


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vio semejante profanación, salió disparado del taller, mascullando: —¡Estos hijueputas es que son bobos todos! —y se alejó, rabiando y peleándose consigo mismo. El día de la fundición fue un viernes. Los estudiantes comprometidos en el proyecto desde muy temprano estuvieron listos para empezar la fase final de la aventura. La quema del molde se había suspendido tres días antes y estaba relativamente frío, tal como lo recomendaba la experiencia. —A ver, Don Terco, cómo es que vas a sortear esta parte del capítulo que lo veo más enredado que las marañas de Héctor Daniel el fundidor mayor. —Mira, Lucy, en vez de hacerme críticas, escucha con atención y toma nota detallada de este enredo porque lo voy a necesitar más tarde para desenredarlo. A las ocho de la mañana se iniciaron los preparativos, y fue el viejo Héctor Daniel quien tomó la iniciativa. Como el capitán de un barco al mando del timón, con mano firme orientó el trabajo con destreza y sabiduría. Con serenidad ordenó la “cobijada” del molde con costal impregnado de yeso, con el fin de soportar las enormes presiones que se generan durante el momento del vaciado del metal y evitar así deteriorar en pocos minutos el trabajo de varios meses. Alrededor del molde, ya protegido de esta manera, se realizó un “aporcamiento” de arena humedecida al 2% de agua y apisonada entre capas de ladrillo hueco. Por si lo anterior fuera 330


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poco, el viejo fundidor ordenó extremar las precauciones. Todos los ladrillos exteriores que soportaban la arena fueron amarrados con fuertes alambres de acero y tensionados mediante cuñas de madera… había llegado el momento del vaciado. “El viejo” examinó la altura del gran molde de 1.70 metros del nivel del piso, y el entarimado donde estaban puestos los hornos a una altura de 2.50 metros, con capacidad cada uno para 500 kilogramos de metal fundido. Se subió al entarimado donde estaban los hornos, con infinita paciencia examinó la canaleta central de 15 grados de declive que interconectaba los dos hornos y ordenó revestirla de arcilla refractaria, y la calentó con carbón de leña, hasta 500 grados, para eliminar totalmente el agua que pudiera contener y evitar así el peligro de explosiones. Con ojo de águila repasó el diseño del sistema de ventilación o exhosto de salida, de tal manera que evacuara con eficiencia los gases calientes generados durante la fusión del metal hacia fuera de la planta, con el fin de evitar un peligro de incendio. Asimismo, repasó el diseño del sistema de refrigeración de la estructura metálica que soportaba el techo, para evitarse su debilitamiento y posterior colapso como consecuencia del pavoroso calor que tendría que soportar al momento de encender los dos poderosos hornos. Luego el maestro fundidor se bajó del andamio y permaneció durante varios minutos en silencio. Recordó a Benvenuto Cellini cuando fundió el famoso Perseo, el cual al momento de la fundición no llenó el pie derecho; y repasó las enseñanzas del famoso maestro en su libro Mi vida. Decía Benvenuto a Su Señoría: “Voy a daros a 331


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vuestra excelencia una razón que comprenderá muy bien: sabed, señores, que, por su condición, el fuego tiende a irse hacia arriba, y por esto seguro que la cabeza de la Medusa saldría muy bien; pero como por el contrario, la naturaleza del fuego le impide ir hacia abajo, y será preciso hacerlo llegar a seis brazas de profundidad por los medios de mi arte, por eso digo a vuestra excelencia que es imposible que ese pie se funda bien, pero me será fácil rehacerlo…”, esto retenía el viejo fundidor mientras advertía la figura de El Sembrador de Estrellas que presentaba un problema similar al Perseo de Benvenuto, con la mano derecha más alejada del lugar de la entrada del metal. Dudó por unos momentos, y pensó que hizo falta colocar un canal en cera que alimentara la mano directamente desde el vaso superior, pero ya era imposible hacerlo con el molde listo para la fundición. Luego miró detenido la parte superior de la escultura, y no dudó que iba a salir en perfecto estado. Volvió de nuevo a recordar a Cellini… Dijo al respecto Benvenuto mirando su Perseo: “Cuando esté el molde medio lleno, confío en que el fuego, al ascender desde aquella mitad por su propia naturaleza, dejará perfectamente hechas las cabezas del Perseo y de la Medusa; podéis tenerlo por seguro”. Cavilando y cavilando se continuó con los preparativos y de nuevo se escuchaban sus órdenes: ¡coja aquí!, ¡que lleve allá!, ¡que corra hombre!, ¡que es peligroso!... bueno ya, ¡prendan los hornos! Y en medio de chisporroteos y humaredas espantosas se escuchó una explosión seca y un fogonazo brillante, enceguecedor, anunciando el encendido. 332


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Comenzaron a desgajarse torbellinos de fuego de los hornos que salían hacia arriba, y el público, que ya había llegado en ese momento, aplaudió como si estuviera en un circo. Eran las tres de la tarde cuando un nuevo grupo de asistentes llegó de la clausura de un congreso nacional de tratamientos térmicos donde habían estado participando los profesores Asdrúbal Valencia y Alejandro Echavarría, quienes aún llevaban sus ropas elegantes de conferencistas. Con el rostro agitado, buscaron un lugar propicio para presenciar el rito. De pronto el viejo Héctor Daniel descubrió con estupor que el metal de la fundición en los hornos no fluía, se había “enmarañado”. Espantado por esta situación, manifestó que el análisis que le habían entregado estaba equivocado y decía así: NÍQUEL 3%, ALUMINIO 4%, COBRE 88%, ESTAÑO 2%, ZINC 2%, HIERRO 1%. —Esta aleación no es la correcta y la pieza así fundida jamás va a llenar. Corrió a su oficina a buscar en un libro técnico una solución al problema, y cuando la preocupación lo enceguecía, apareció en la puerta de la oficina donde se hallaba encerrado, la figura del profesor y buen escritor Asdrúbal Valencia, experto metalúrgico. Al “viejo” se le iluminó la mente y emocionado le dijo: —¡A usted me lo mandó la Virgen, mire la aleación que estamos fundiendo, si seguimos así la fundición va a fracasar! El profesor Asdrúbal cogió el listado del análisis del metal que fundían y luego de unos minutos que parecieron siglos y después de hacer cuentas con una calculadora, dijo: 333


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—¡Pues démosle plomo un 6% y listo! Cerca de las cuatro de la tarde se comenzó a llenar el taller de curiosos en la medida en que llegaba la hora programada para el vaciado. Para esto tuvieron que delimitar la zona despejada para las maniobras de los fundidores y destinar el mezanine para el público. Eran ya las cuatro, y había cerca de cuatrocientas treinta y una personas. El maestro fundidor ordenó apagar los hornos después de 2 horas y 50 minutos de fuego constante, hasta alcanzar 1.140 grados de temperatura. Se examinaron los contenidos de los hornos por medio de un sensor de temperatura, y se verificó la fusión del metal. —Todo está perfecto — dijo el maestro al ver el torbellino incandescente, rojo verdoso, del metal fundido en cada crisol iluminando de un rojo sangre los rostros de los fundidores. Los obreros sudorosos corrieron a ocupar el puesto adecuado y esperaron la orden del maestro fundidor, quien lucía seguro y callaba. El maestro se ubicó en la delantera de la rueda de uno de los hornos basculantes, como a la cabeza de un timón de barco; todo el público, entre el cual se veía a profesores y discípulos de la Facultad de Ingenierías, educandos de otras facultades y personas ajenas al claustro universitario, se silenciaron, con la emoción contenida, y como hipnotizados esperaron el momento crucial. El maestro levantó su brazo y luego de unos segundos que parecieron horas, lo bajó raudo como un director de banda de música dando inicio al vaciado.

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Entretanto, un grupo de profesores de la Facultad balbucía. Comenzaron a hacer apuestas en dinero: “Apuesto diez mil pesos a que fracasa la fundición”, dice un profesor moreno y alto como un sauce, y otro profesor redondo y bajito apuesta lo contrario: “Nuestra obra bien fundida será memoria de un hecho glorioso”, dijo mientras subía su copa y brindaba por el éxito. La bola de fuego fulgurosa salió de cada uno de los hornos al mismo tiempo y como la lava de un volcán en erupción se encaminó serpenteando por el canal al rojo vivo, y llenó el vaso del vertedero, iniciando el recorrido de llenado hasta las entrañas del gran molde refractario. Al entrar en los canales bajó con fuerza, desalojando por los respiraderos los gases calientes, pero al llegar a la mano derecha que estaba ubicada bien lejos y debajo de la entrada del vaso, el metal no la llenó, al faltar un respiradero apropiado, creando una enorme burbuja de gas que impidió el llenado, lo mismo que le había ocurrido al pie derecho del Perseo de Cellini. Los pies y las pantorrillas fueron llenando sin problema, y luego el metal saturó todos los rincones de las rodillas; la alta temperatura del metal desprendió una escama del molde y el metal ocupó ese espacio, creando una pequeña costra de bronce en este punto; llenó el torso perfectamente, y subió por el brazo derecho y por el izquierdo a la vez, llenando sin tropiezo la canasta que lleva la escultura bajo su brazo; cubrió el pecho y la espalda, donde se creó una especie de alas, producto de la dilatación de unas fisuras formadas durante la quema del molde; inició el llenado del cuello, y luego dibujó el rostro, poco a poco, hasta alcanzar las orejas y el cabello, y 335


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culminó glorioso en la coronilla de la cabeza donde estaba ubicada la entrada principal conectada al gran vaso vertedero. Ochocientos sesenta y un ojos (porque uno de los presentes era tuerto) vieron el chorro de fuego que producía un eructo mientras culminaba el llenado. Cuatrocientas treinta y una personas presenciamos el acontecimiento, en un silencio sideral. El molde llenó intachable, y una alegría desbordante inundó el recinto del taller de fundición que lucía más oscuro por la acción del tizne de las humaredas de los últimos quince días, y se escuchó un sonoro aplauso que todavía retumba en los oídos y en la memoria. Los profesores perdedores salieron presurosos maldiciendo y rabiando, escupiendo palabrotas más peligrosas e incendiarias que el horno de fundición. Pero el más contento de todos era nuestro Decano, que brindó con un enorme trago de aguardiente por el éxito e invitó a todos los curiosos y estudiantes a que también brindaran. La euforia de los asistentes y artífices de esta descabellada empresa se manifestó con una fiesta que duró hasta el día siguiente, alimentada con música y licor, hasta cuando se inició el destape del molde que había de coronar el éxito de la descomunal iniciativa. Han pasado varios años desde cuando el maestro se retiró de la Universidad en donde pasó la mayor parte de su vida dedicada a sus alumnos y a sus esculturas; sintió mucha nostalgia tenerse que retirar, pero su familia, sus amigos, sus animales y sus obras artísticas serían sus compañeros de ahora en adelante y los intereses del momento y del futuro más cercanos; la Universidad se quedaba atrás como ese lugar importante donde vivió cerca de 336


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treinta largos años en medio de las dificultades y tormentos, y de momentos felices con sus alumnos y compañeros. Ahora con toda la experiencia podría dedicarse a su mundo, sin las premuras y los afanes de la vida universitaria. Lo veo ante un espejo como si no se conociera, como un extraño desnudo y un poco barrigón, como buscando una puerta para entrar al futuro, como cavilando sobre los misterios de la vida. —Lucy. Déjame esta parte a mí para ir rematando con estos recuerdos que me tienen preso como si hubiera cometido un delito, el delito de haber vivido plenamente esta vida. —Eso no es un delito, hombre, delito es no haber hecho nada y luego pedir reconocimiento, como hacen los políticos de este país que después de robarse el árbol vuelven por el hueco, ¡miserables! Luego de llegar a este punto de la vida estaba cansado de tantas emociones por el trabajo del tan noble oficio de escultor. Me encerré en mi casa y me detuve a poner en orden mis ideas; recogí todas las notas escritas en varios formatos: notas de libreta, servilletas de la cafetería, notas del cuaderno de Lucy y notas en el portátil, fotografías… Y con todo esto empecé a llenar y llenar cuartillas, en la computadora de mi estudio en la finca, con más comodidad y en medio del silencio. Trabajé sin descanso durante una semana, ocho horas diarias, en la cual me puse al día y me preparé para enfrentar el final. Lo que llevaba escrito me pareció que cumplía con el fin acordado, sin embargo, todavía había que 337


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presentarlo al corrector de estilo, un hombre serio pero despiadado al momento de emitir sus conceptos. —Papi, te veo cansado y con las ojeras más grandes que las de tu abuela, el pelo sin cortar y te ves, además, como un gamín de desordenado y feo; tómate un descanso que ya vendrán días mejores. Nunca creí que este trabajo de escribir la novela te iba a afectar tanto, si sigues así, no vas terminar nada, cuídate hombre. —¿Por qué mejor no me animas a terminar que ya estoy en la recta final, en vez de estar observando mi desorden físico? ¿Por qué mejor no miras a ver si hay orden en la historia, al fin de todo tú eras la responsable de esta parte? ¿O fue que ya se te olvidó? Mejor escucha este otro capítulo, para ver como lo mejoramos, ya estoy ansioso de terminar, pero quiero rematar con fuerza y belleza.

El espejo Con la inauguración de esta escultura daba por terminado el ciclo de mi paso por la Universidad. Me despedí de mis compañeros y me retiré a disfrutar de mi pensión como nuevo jubilado. Un día cualquiera, recuerdo, me dijo un funcionario de la Oficina de Relaciones Laborales: “Si deseas puedes jubilarte ya, tienes 50 años y cumples con todos los requisitos que se exigen para pensionarte”. “¿Pero cuándo han pasado tantos años?”, comenté, y agregué: “¡Pero si fue ayer nada más cuando ingresé 338


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a la Universidad! Cómo pasa de rápido la vida cuando se vive intensamente… No he tenido ni siquiera tiempo de pensar en este momento”. Ya en la casa campestre de Marinilla, dueño de mi destino, despertaba todos los días a las 6:00 a.m., así como lo hice en los últimos treinta años en la Universidad, cuando la dinámica era dictar clases de escultura, atender a los estudiantes, a las obligaciones asignadas por el jefe… “Todo cambio implica un esfuerzo”, deducía al caer en la cuenta de mi nueva vida de profesor jubilado. ¿Cómo es que no lo preparan a uno para esta nueva vida? Me sentía encartado con el tiempo, no sabía por dónde organizar mis ocupaciones. Todas mis células estaban programadas para realizar una actividad, pero ahora les tenía que decir que dejaran ese hábito para cambiarlo por otro… ¿Pero, quién soy yo?, me inquiría al levantarme de la cama, y luego de ducharme iba delante del espejo grande y me llenaba de inquietud. No había tenido la curiosidad de mirarme ante un espejo y preguntarme quién era ese señor desnudo y húmedo con el pelo desordenado, y ver que he cambiado… deducía. Me veo un poco más viejo pero aún no observo arrugas en mi cara y solo mi bigote presenta algunas pocas canas, mis barbas se ven algo grises, mi cabellera es todavía negra, apenas alcanzo a ver unas escasas hebras blancas en la región de las patillas; debajo de mis ojos veo cómo se pronuncian las ojeras, mi dentadura está igual desde la edad de los ocho años cuando perdí tres molares y solo muestra el desgaste en los dientes, producto del estrés de los agites de la vida. Estoy un poco obeso, pero me siento fuerte y ágil; el trabajo del arte no ha hecho mella en mi 339


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organismo y siento deseos inmensos de emprender una nueva vida… Gozo de buena salud, no necesito gafas para ver el mundo. Aquí sentado ante este espejo trato de recordar el tiempo pasado (que ya no existe, ¿valdrá la pena?) y veo todo lo que me queda por hacer (un presente inmenso): pintar y esculpir, pensar y de pronto… escribir, pero no. Escribir es para los dioses… no me atrevo ni siquiera a intentarlo… Nunca había escrito más allá de una cuartilla; era tan difícil sintetizar las ideas que rumiaba que posiblemente nunca las escribiría… pero, y si lo intento ¿qué pasaría?, tengo tantas cosas que desearía escribir, pero no me atrevo. José Saramago dice que empezó a escribir a los cincuenta años, yo también tengo esa edad, pero reconozco humildemente que Saramago es un genio de las letras y yo no lo soy. Ese hermoso libro que acabo de leer, Manual de Pintura y Caligrafía, me estimula a escribir. Intentaré un párrafo… ¡Qué difícil es este arte! Yo que pensaba que lo más difícil era hacer esculturas, pero no es así. Lo intentaré nuevamente… me duelen las manos… ahora recuerdo que llevo mucho tiempo sin escribir; con mis manos puedo afanar semanas enteras, meses y no me canso, tallo la madera y pulo los duros metales y no me incomodo, mejor trabajo ese mármol, pero no puedo escribir; no más cojo un lápiz para escribir mi nombre y ya siento que mi mano no me obedece. Qué curioso, no me duelen las manos para dibujar. “Escribe como hablas”, me invita Fabio Zuluaga Ángel, mi amigo profesor de química. “Tu narrativa es agradable e interesante”… Esa tarde, después de despedirnos, di… no, no 340


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puedo. “Inténtalo de nuevo, dilo en forma natural”, mi amigo Fabio me anima de muchas maneras y me convence de que todos podemos aprender a escribir. “Podemos hacerlo a dos manos, si así lo deseas”, me propone, “no te preocupes por la técnica, que eso es después, con mucha disciplina y trabajo lo puedes lograr, al final ya habrá tiempo de pulir”. Intento muchas veces hasta el cansancio. ¡Ah, ya!, descubro que no puedo escribir porque me canso de la mano y me tiembla, pero mi mente está lúcida; me entiendo maravillosamente con la computadora. Mis manos no son ágiles en el teclado y solo puedo manejarlo con un solo dedo de mi mano derecha, el dedo del corazón. —Marisol, hija, enséñame a escribir en la pantalla, tú que eres ingeniera — y ella, paciente, lo hace. La hija enseñando al padre. —El asunto es de práctica, pá; el manejo de Word es simple, emplea todos tus dedos, así… Y me da el ejemplo. Necesito con urgencia saber la ortografía y compro un libro, y como en los mejores tiempos de la escuela inicio el estudio de la ortografía con alegría y esperanza. De ahora en adelante voy a leer los libros de literatura y descubrir cómo los escriben los escritores… Veamos: llevo un año ya desde cuando empecé a escribir y llevo treinta páginas escritas de este libro, y para lograrlo he leído una montaña de libros de diferentes autores: de García Márquez he aprendido a tener respeto por el idioma y descubro su creatividad genial, su imaginación desbordante y 341


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la brillantez de las palabras. Virginia Woolf me enseñó a tener gran cuidado en la descripción de los personajes y a pintar los detalles más insignificantes de mi entorno; Borges, demasiado cerebral para mi temperamento emocional; Faulkner, no lo entiendo y se me hace indescifrable; Dostoyevski, hermoso y profundo; Fernando Vallejo, escritor inteligente pero muy duro y negativo con mi gente, me gustó El Mensajero; Carlos Fuentes, extraordinario narrador y universal en su pensamiento, aunque para mi gusto es un poco pesada su narrativa, leí La muerte de Artemio Cruz, creo que debo leer más libros de este autor y ver qué más le puedo aprender, domina la puntuación perfectamente; Juan Rulfo, me enseñó a tener un valor preciso de la palabra y respeto por el caudal del verbo; Vargas Llosa, composición y manejo del tiempo; Mejía Vallejo, amor por lo nuestro y humildad; Frank Mc Court, esperanza, sensibilidad y apego a la vida; Herman Hesse, sabiduría, paciencia y deseos infinitos de vivir y de amar; Las Mil y Una Noches, anónimo, fantasía desaforada y aprecio por la sabiduría divina. (Ya aprendí a utilizar más ágil mis dos dedos del corazón volando sobre el teclado.) ¡Ah!, y lo que más me asombró: descubrir que el mejor corrector de estilo lo tenía en mi propia casa: mi hijo Miguel Ángel, que es periodista y escritor de relatos cortos.

Otra vez ante el espejo

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¿Pero quién será ese señor? Me mira desde lo más profundo del ser con sus ojos pequeños y redondos. Siento un poco de miedo mirarme así. ¿Cuántos millones de años habrán transcurrido para que yo me vea de este modo? Decía Darwin que el paso del simio al hombre fue una casualidad, un juego del azar, un milagro. Todo está en constante transformación y el ácido desoxirribonucleico es el culpable, son los genes los que en multiplicidad de combinaciones hacen posible que seamos todos distintos. ¡La vida es maravillosa! Me pregunto si Lucy se mirará ante el espejo como yo lo estoy haciendo. De tanto mirarme en el espejo veo cómo me distorsiono y mi semblante cambia, unas veces me veo muy joven como cuando yo estudiaba en el Instituto y era flaco y de facciones idénticas a las de mi hijo Miguel Ángel, de cinco hijos el único varón. La verdad es que mi casa es un verdadero matriarcado; ¡cinco mujeres! Veamos: Lucy, mi esposa, Marisol la hija mayor, la ingeniera; Tatiana, María Alejandra, y Sara, la niña de la casa, con escasos diez años de edad. Se me olvidaba la empleada, monita y pequeña, muy joven, de San Vicente; Miguel Ángel es más emancipado y no vive con nosotros. Esta vida en medio de tantas mujeres me ha transformado en un verdadero experto en temas femeninos; todo lo que se habla en casa es en términos mujeriles: rosado, limpio, en orden y perfumado; es tal la influencia de la mujer en la casa que hay veces que me da la impresión de que yo sobro; cuando miro el tendido de ropas al sol, imperan los cucos, es decir, los calzones de mujer, mis calzoncillos puestos allí se ven extraños porque son únicos, después de que 343


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Miguel Ángel se fue a vivir a Medellín; el armario está invadido de objetos femeninos: sacos, blusas, brasieres, pantalones y faldas. Ropa interior femenina por montones en todas partes, ganchos y adornos, cepillos de cabello, perfumes y barnices para las uñas, espejos grandes y pequeños, champús, juguetes de niñas, etc., etc., etc. Cuando viajo en la camioneta con toda la familia y miro por el espejo retrovisor solo veo mujeres, y cuando estamos en familia no encuentro un tema apropiado para hablar con ellas; es por esto que me alegra tanto que me visiten los amigos, porque con ellos puedo hablar de temas de hombres y escuchar boleros y tangos, o como alternativa me encierro en mi estudio a leer muchas horas mis libros predilectos y de ocasión, y también paso las horas de trabajo en el taller, dedicado a esculpir las esculturas; ahora entiendo por qué el tema preferido en mi obra es la mujer. Muchas veces despierto confundido y no sé quién soy, ja. —Mira, Papi, lo que eres es un hombre muy afortunado, estar rodeado de mujeres lindas y en tu casa es una bendición de Dios, no lo tomes a mal porque todas te queremos mucho. —Lucy, yo no me lamento, solo digo que en mi casa ustedes han hecho un sindicato tan terrible en donde yo como el papá que soy estoy relegado a un segundo lugar, eso no es malo, sino que no tengo mucho para conversar con ustedes mis temas preferidos y es por esto que siempre me alegra que me visiten los amigos para hablar de cosas de hombres. —Bueno, pues ya encontraste con quién conversar, sigue con 344


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el espejo y en pelota, averiguando cosas que no podrías hablar con los amigos en ese estado de despojo, y encontrarás tu verdad.

Más allá del espejo Retomando el hilo de lo que contaba, cuando han pasado muchos minutos ante el espejo y se empieza a distorsionar la imagen, siento escalofrío, me veo en mi total dimensión de mis 1.67 de estatura, desnudo, cambiando y envejeciendo. Acabo de verme al final del laberinto donde no existe el tiempo y recuerdo cuando conocí a Lucy en la Universidad. Era ella muy joven, de 22 años, y entró a estudiar Artes. Era una niña delgada, morena, muy simpática, que a todos llamaba la atención con esa sonrisa amplia de relucientes dientes blancos y parejos. Cuando la conocí, pronto me sentí flechado y no perdí oportunidad para llamar su atención; eran esos momentos de tragedia en mi vida con la modelo. Lucy fue el bálsamo que me ayudó a curar las heridas. Una etapa de noviazgo sin mayores sobresaltos, y luego el matrimonio, celebrado en la capilla de San Antonio de Pereira, un pequeño poblado, jurisdicción de Rionegro. Allá donde ella iba cada fin de semana cuando salíamos por el Oriente en mi antiguo campero Willis a pasear con los niños Marisol y Miguel Ángel y me pedía que nos detuviéramos a comer empanadas para luego entrar en la capilla a implorarle a San Antonio para que yo dijera sí al matrimonio.

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—Ahora sí te veo en tu salsa, sigue pues la familia, que de eso es que te gusta hablar porque para chismosear sí estás listo. —No son chismes, Lucy, es mi forma de ver el mundo; no me vengas a decir ahora que no te gusta que hablemos de la familia. —Bueno, pues cuenta pues cómo fue que nos conocimos, pero ten en cuenta que debe ser concisa y ágil tu narrativa. Lucy hacía parte de una familia numerosa: once hermanas y tres hombres que murieron siendo muy jóvenes. Por la época de nuestro noviazgo, la visitaba con frecuencia en su casa campesina en la vereda El Noral (nombre de un árbol de nombre Noro, que por su abundancia en la región le dicen Noral), del municipio de Copacabana. Durante las primeras visitas observé cómo un arbusto de curazao plantado al pie de la casa y podado en forma de paraguas, era el lugar predilecto para poner a asolear las ropas interiores de las mujeres de esa casa. Era curioso ver cómo en un día de sol cubrían todo el arbusto con estas prendas, que hacían ver multicolor la planta, por la gran cantidad de calzones de disímiles colores asoleándose en su ramaje. No había más remedio, y el santo hizo el milagro: un matrimonio con el padre Pineda, un curita flaco y de enorme nariz, amigo de los licores y de la rumba, que no exigía nada a los novios, ni siquiera les preguntaba los nombres, y era famoso porque casaba en su parroquia a las parejas escapadas de Medellín. Ese 26 de diciembre de 1981 nos casamos (si es que se puede decir así) y nos vinimos a pasar la luna de miel en esta pequeña finca en la vereda Belén, de Marinilla, donde vivimos 346


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desde entonces y construimos nuestro hogar. “Blanca Luna”, así se llama nuestro refugio. El día de nuestro matrimonio se casaban otras siete parejas en la misma misa. Cuando llegué en compañía de mi madre y mi hermana Marta a la iglesia, no estaban ni Lucy ni sus acompañantes, que debían venir desde Copacabana, a más de 50 kilómetros de San Antonio de Pereira. Escuché cuando el cura comenzó la misa. Enterado el padre Pineda de que faltaba una pareja de novios, rezaba con lentitud, sin afán, pero aún así los minutos pasaban y nada que aparecía la novia. Yo no me atreví a entrar a la iglesia, esperé resignado en el atrio. Al principio pensé: “La negra llega porque es muy cumplida, y además es ella la más interesada en este matrimonio”, pero al pasar el tiempo y viendo que no llegaba, me alejé de la iglesia y empecé a caminar nervioso por el pequeño parque frente al templo. Disimulando mi nerviosismo, me entretuve mirando los detalles del parque, los jardines, los árboles, el piso adoquinado, los novios conversando y besándose en las bancas, los niños que jugaban en los columpios y en la arena gritando, la estatua en bronce de José María Córdova, un héroe de la patria que murió asesinado en el municipio de El Santuario cuando Bolívar, celoso porque Córdova, más apuesto, le quitaba sus amantes… lo mandó matar… y los minutos corrían y la novia sin llegar. “Si Lucy no llega, pues mejor para mí, no me caso y punto”, discurría yo con un poco de ira y frustración. El cura inició el sermón y lo alargó más de la cuenta; ya mis ilusiones se diluían y mi decisión era irme a mi casa a rumiar la rabia, cuando al mirar por las calles de las empanadas apareció el carro 347


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de mi hermano Álvaro, con la novia y su familia. Mi alma volvió al cuerpo; entramos a las carreras al templo, y todos los ojos de la feligresía voltearon a mirar. No hubo tiempo ni de un saludo. El cura dio por terminado el sermón que ya tenía a los parroquianos bostezando (para mal orador no hay quien le gane al padre Pineda, habla por entre la nariz con palabras enredadas y siempre se suena los mocos), y con nuestro ingreso a la iglesia la ceremonia volvió a la normalidad. Ya con el compromiso del matrimonio aceptado delante del cura y los testigos, imperó la alegría, abundaron las felicitaciones y los buenos augurios. Todo esto lo veía en el espejo, como imágenes que pasaban como sombras por sus reflejos que misteriosamente me conducían por los laberintos de la memoria. Aquí en esta casa campesina echamos raíces y hemos aprendido a quererla. Uno nace por accidente en algún lugar del planeta, pero se es del lugar donde se vive. Belén es una vereda tan cercana al poblado de Marinilla, que muchas veces cuando vamos allá lo hacemos caminando los dos kilómetros que los separan, por caminos vecinales, amplios, en buen estado, en medio de un paisaje arrobador, hermoso, con muchos árboles, casas de jardines y prados verdes bien cuidados. Aquí tengo mi estudio y mi taller, y los amplios corredores de la casa donde me reúno con la familia y con los amigos a escuchar música los fines de semana. En los diciembres, decoramos la casa con luces y motivos navideños y celebramos la Navidad en compañía de mi familia y la de Lucy. Un enero, cuando se habían terminado las celebraciones, la pequeña Tatiana, al ver que quitábamos los arreglos, muy preocupada 348


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exclamó: “¿Por qué no dejamos el pesebre y las luces y los arreglos para que así sea Navidad todo el año?” Cuando ya creía que la relación con la Universidad se había terminado del todo, apareció otro compromiso que me llevó de nuevo a la ejecución de una obra escultórica para el campus universitario en el Bloque 9, el de la Facultad de Educación. — ¿Cómo que otra obra?, yo creía que a los jubilados no se les daba más trabajo, y yo que creía que por fin te iba a tener aquí en la finca amarradito y solo para mí, ay qué pereza, otra vez para Medellín, qué jartera Papi. ¿Y no puedes hacerla aquí en tu taller? —No, Lucy, hacerla aquí resulta muy caro, además yo aquí no tengo fundición ni la pondría nunca, el trabajo de fundición es muy contaminante y ruidoso. —¿Y por qué no la haces de palo?, por aquí hay muchos y de muy buena madera. —No, Lucy, la obra que me piden es para poner en un patio y debe ser resistente al agua y el sol. —Bueno, tienes toda la razón, pero se me ocurre una idea: todos los días yo viajo contigo en la camioneta y te acompaño, y mientras trabajas yo puedo adelantar escribiendo en el portátil y pasar las notas de la libreta de apuntes, así te puedo ayudar a terminar con esta joda que me tiene harta y salir de una vez con el cuento de la novela.

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—Ah, otra vez tú y tus caprichos de mujer, quédate mejor cuidando las niñas mientras yo hago la obra. —Ya te comprendo, egoísta, lo que piensas es dejarme en la cárcel, aquí en esta finca rodeada de perros y matas, mejor dicho, en el monte. —Si así lo interpretas, entonces así será, las notas de la libreta las puedes pasar al portátil aquí en la casa con las niñas, los perros, los jardines, los árboles y… chao.

El Forjador de Futuros Una llamada por teléfono y en el otro lado de la línea una voz de mujer, la de Eugenia Ramírez, profesora de la Facultad de Educación: — Lo necesitamos en la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia”. Mi corazón latió con fuerza y mi intuición me dijo: “Nada de descansar, me espera el trabajo —. —Necesito que usted nos haga nuestro símbolo para la celebración de los 45 años de la Facultad — me dijo el Decano, Queipo Timaná —. Se cumplen el 1º de marzo de 1999; tiene exactamente seis meses para realizar la obra. De un momento a otro me vi de nuevo en la Universidad con mis compañeros de las ingenierías, lugar donde se elaboró la obra. Este proyecto no era nuevo, ya lo habían aprobado hacía varios años, pero sólo ahora decidían su construcción en tamaño 350


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monumental. Ubicado mi taller en el mismo lugar donde años antes había estado con otras obras escultóricas, me resultaba muy familiar el espacio. La obra escultórica consistió en modelar la imagen de un hombre desnudo sentado con un gran libro apoyado sobre sus rodillas y brazos, en actitud de leerlo debajo de un árbol. Sus dimensiones alcanzan los tres metros de altura y fue realizada en bronce. — Quiero que nuestro símbolo en la Facultad sea la imagen de un Platón —, me dijo el Decano. — Bueno, ¿y dónde me consigo un modelo con esas características griegas en este pueblo de gentes de razas mezcladas, de expresiones latinas, con tanta sangre india metida entre pecho y espalda? —, pensaba yo con preocupación. El taller de fundición de la Universidad donde trabajé la obra está ubicado en el Bloque 18, muy cerca del acceso por la estación del metro. En las horas pico pasan por allí infinidad de personas, estudiantes, profesores, secretarias y gentes que por alguna circunstancia visitan la Universidad, que afanosas se dirigen a recibir las clases en las diferentes Facultades o salen de regreso hacia sus hogares o lugares de trabajo. Comencé mi labor con la preocupación del Decano de que necesitaba una figura de expresiones platónicas. Luego de pensarlo detenidamente, concluí: ¡El decano Queipo está loco! Esta es la imagen que me gusta”, me dijo un día, mostrándome una imagen del filósofo, que la había bajado del Internet. La miré fijamente, y observé la imagen de un hombre de raza blanca, expresiones intelectuales, frente amplia y despoblada, largas barbas y nariz recta y larga, pero 351


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luego, al mirar las gentes que pasaban por el frente del taller, veía solo rostros masculinos de cara aplastada, lampiños y tez morena, o pequeños hombres de cara aindiada, tez oscura y nariz achatada. Por ningún lado veía la cara y expresiones de algo parecido a un filósofo griego. Al continuar con mi labor plasmadora, las gentes se arrimaban curiosas al taller y así tuve la oportunidad de ver más de cerca y con mayor atención los rostros y las expresiones de las gentes. De unas personas miré los ojos, de otras la barbilla, a otras les encontré interesante la frente, y de otras la boca, y así, mirando rostros de hombres y mujeres construí las partes del rostro, pero al no haber unidad el resultado final era una mezcla de expresiones. Un día, en horas de la mañana, observé pasar por el taller a un hombre alto, de ojos azules, barbado, de cabellera larga cogida en cola de caballo (como estaba yo en ese entonces) y al momento, sin siquiera saludarlo, le dije: —Usted es la persona que necesito; venga, quítese la ropa y siéntese ahí. El hombre, sin ninguna muestra de asombro, se desnudó y se sentó al lado, sacó un libro y mirando la maqueta adoptó la figura del Maestro Forjador de Futuros. El nombre del modelo platónico era Luis Álvarez, y días después de estar posando, me anunciaron que vendrían un fotógrafo y el profesor Fabio Zuluaga a hacerme una entrevista para el periódico de la Universidad Alma Máter. Ese día ocurrió un hecho curioso. En el momento en que el fotógrafo realizaba la toma, notó que el libro que utilizaba el modelo era un viejo directorio telefónico de la ciudad y no le gustó el detalle. Al 352


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momento de buscar un libro más decente, apareció milagroso por el taller el maestro Jorge Cárdenas, el famoso y buen pintor que venía de visita a la Universidad, y que tiene en su figura elegante la característica propia del intelectual de llevar siempre consigo un libro bajo el brazo. Al maestro Cárdenas, autor del libro Evolución de la Pintura y la Escultura en Antioquia, no lo veía desde hacía varios años, y me alegré mucho de poder conversar de nuevo con él, ya que es un artista muy ilustre, de conversación amena y sabia, al cual siempre me ha unido una gran amistad. “Maestro, présteme ese libro que lleva”, y el maestro, siempre amable, accedió al pedido. Fue así como se hicieron las fotos publicadas en aquel importante periódico de la Universidad. Ese día, 10 de noviembre de 1998, en horas de la mañana explotó una bomba en el edificio de las oficinas de seguridad de la Universidad, ubicadas frente al taller. Estas oficinas quedaron totalmente destruidas, pero no hubo víctimas humanas, por fortuna. La única víctima fue la perrita de nombre “Mechas”, criolla, pequeña, de largos pelos negros y feos, barriga amarillenta y cara de chucha asustada, con largas barbas. Vive todavía allí, y es la mascota de los funcionarios de esa dependencia. Ese día la pobre “Mechas” voló por los aires, lanzada por la onda explosiva, y perdió el sentido por un tiempo. Luego de que la llevaron a la Facultad de Veterinaria se comprobó que había perdido el ojo izquierdo y quedado sorda. Las heridas fueron curadas por unas manos caritativas y así “Mechas” se salvó de milagro. La onda hubiera destruido la obra, de no ser porque la ubicación 353


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de la misma con respecto al lugar de la explosión conservaba un ángulo de 45 grados y quedaba resguardada por el muro de entrada al taller. Esto hizo posible que la escultura quedara libre por pocos centímetros del efecto destructivo del artefacto. En ese entonces yo estaba buscando mejorar la composición de la obra y había desprendido la cabeza. Con la explosión, se me ocurrió dirigir la mirada de la figura hacia su derecha, en la dirección que había explotado el petardo. Al hacerlo, conseguí darle mayor expresión al conjunto, y esto me motivó para corregir las facciones del rostro, haciéndolo más dramático. “Mientras allí los desgraciados destruyen las instalaciones de la Universidad, yo aquí construyo la imagen de un Platón criollo”, pensaba. Sin mayores contratiempos la obra fue concluida y su inauguración tuvo lugar el 1º de marzo de l999, en horas de la tarde. Los asistentes a la ceremonia pudieron entonces apreciar al Forjador de Futuros, obra de arte que desde entonces enriquece el patrimonio artístico del campus universitario de la Universidad de Antioquia. —Ajá, por fin me traes a la Universidad, yo pensé que no conocería a tu Platón de bronce, gracias por traerme a la inauguración, Papi, recuerda que yo también soy la protagonista de todas tus obras y de la novela, no te olvides de ello o tendrás tu castigo, no me vuelvo a acostar con vos si me dejas por fuera.

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Esculpiendo en las nubes Veo al Papi, mientras escribo en el portátil, mirando el cielo del horizonte tirado bocarriba sobre la grama a las cinco de la tarde de un día de verano, como cuando era niño, para contar los luceros en las noches, con sus dedos entrelazados debajo de su cabeza; el cielo, que como un gran espejo siente sobre su humanidad, ve correr el tiempo y ahí en este gran espejo se ve como un pequeño ser lleno de inquietudes y curiosidades; mirando pasar las nubes como vemos pasar la vida, desfilan sobre su humanidad los recuerdos y labores como en una exhalación. Las nubes crean imágenes de bronce y mármol y él las ve monumentales como muchas de las esculturas que pueblan su razón, y allí, entre formas y colores, lo imagino como un maestro escultor labrando los desnudos, paciente, con cinceles de luz: las nubes negras con perfiles dorados se mueven empujadas por las manos del viento y van enhebrando las formas para recrear figuras monumentales aterradas, en éxodo permanente sobre las montañas; ellas son también como la paleta del pintor de colores y luces que le llenan la imaginación de rostros e imágenes de una belleza absoluta y viva. Veo también a mi familia, de nubes, transformarse en contornos de encanto y de color y son el presente, el futuro y el porvenir; son para el maestro las nubes su campo de batalla donde recrea todo lo que su imaginación quiere y es en ellas, como en un gran pizarrón, donde puede dibujar los contornos de las páginas de esta historia que con tanto amor quiere rescatar de lo más profundo de su ser para llevarlo luego en sus notas escritas a un presente formal; mis 355


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hijos, mis perros, los árboles, los pájaros, las flores, las nubes… con quienes sueña rematar su vida envuelto en la paz y el descanso como un guerrero después de la batalla. En los meandros de las nubes te imagino retocando los colores y recreando las formas de los monumentos gláciles y vaporosos, grises y rojos y amarillos y de oro en la esfera del firmamento colosal… yo también le acompaño en esta tarde sobre la grama mirando al horizonte donde las luces se cambian en segundos a la velocidad del pensamiento. —Espera, espera Papi, ya terminé de trascribir las notas de tu libro, o del mío, no sé, en fin, ya terminamos; mándaselo al corrector a ver si por fin descansamos. Creo que ahora sí podemos pasear sin tropiezos, para que puedas dedicarme todo el tiempo que me robó tu novela, porque lo que es a mí, bobo, me tienes como olvidada. Ah, Papi, ahí en el portátil te dejo un fragmento que acabo de escribir para que lo anexes en el libro.

Fin

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El hombre de los pájaros en la cabeza es una metáfora por aquellos hombres que como Luis Fernando Vélez Vélez viven con ideales y son capaces de morir por ellos. Para quienes indagan en el arte antioqueño, para los artistas y particularmente para los escultores, para los escritores y pintores también, pero sobre todo para los profesores y la gente sensible vinculada al acontecer de la Universidad de Antioquia, este libro tiene un valor especial: la defensa que hace del trabajo docente, de la actividad creativa y de la vida en general, tan llena siempre de dificultades. Con humor, ternura, apreciación artística, filosófica, política, histórica, sentido común e imaginación, Alonso Ríos consigue, a sus 74 años, graduarse de Hombre en mayúscula, el mayor de los logros espirituales de un artista y un pedagogo sincero. ¿Qué hace un profesor de la Universidad de Antioquia cuando le llega la edad de la jubilación? Este libro ofrece una respuesta preciosa; la otra la dio el hombre de los pájaros en la cabeza, asesinado en 1987. Gracias por sus memorias noveladas, maestro. Además de escultor, también usted es escritor. Juan Gil Blas


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