Elenemigo

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to y lograron saltar, revolcarse en la banquina. El enemigo, impávido, sereno como el cronómetro de una bomba, esa vez pelirrojo y con los ojos claros, bajó del auto cuando el susto se disipaba y se volaba el pollo. “El pavo”. Diego corrió a agarrarlo, pero Amadeo no pudo pararse y correr con él porque le dolía una pierna. “¿Están bien?”. “Sí, me doblé el pie, ¿No nos vio?”. “Yo los ví, pero pensé que usted iban a moverse”. Es extranjero. Habla raro. “¿Qué hacen parados en medio de esta ruta?”. “Atrapamos un pavo”. “No es un pavo, es un pollo”. “Tengan más cuidado. ¿Qué le pasó a su pie?” “Nada”. “Tiene sangre en su pantalón. Lo llevo al hospital, no puede pararse así”. “No hace falta”. “Suba que lo llevo, no puede dejarlo, es cerca, el hospital, de acá unos kilómetros. No hay nada que hacer importante si no es el cuerpo”. Accedió Amadeo a subir al coche. No por su pie, no por el dolor que no era tanto. Por el tono de voz extranjero, esa manera de hablar algo ridícula. Ahora sabe, en ese momento no lo supo: subió porque debía. Ahora que va a matar de nuevo y cruzan la ruta con el enemigo, piensa Amadeo en el primer viaje al hospital. “Hay muchas vacas más aquí que cabras sueltas en los campos, eso sorprende”. Tenía los bolsillos llenos de guindas y se las ofrecía como se ofrecen a un perro golosinas. “Las compré a un señor de la ruta. Es la época, son las que quedan acá. Si no las venden, las tiran. Acá la comida sobra, la tiramos”. “¿Está de paseo?” “No, no hay paseos, hay planes y trabajo”. Traje de verano, de tela liviana y clara, mocasines lustrados y una corbata azul enganchada a la camisa con un broche dorado. “¿De dónde viene?”. “Para el trabajo de la 91


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