Elenemigo

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vidrio y el humo, va a ver flotar sus ojos líquidos. “¿Son amigos tuyos?”. “No. Son chicos”. Cuando baje de la camioneta, va a mover su brazo del mismo modo en que los toreros hacen pasar su capa roja delante de los cuernos del toro. Sin decir nada, los cuatro adolescentes van a responder al gesto juntando sus remeras, algunas botellas y yéndose rápidamente hacia el bosque, a perderse entre los sauces. “Estaban molestando a los patos, ensuciando todo el lago”. “Sí. Eso hacen para divertirse”. “Van a tener que encontrar otra forma de entretenerse”. “¿Usted vino a vivir a la casa blanca, no?”. “Sí. Voy a quedarme un tiempo. Es mi casa”. “¿Y la señora Vogel? ¿La conoce?”. “La señora Vogel murió. Era mi madre. Se podría decir que ahora yo soy la señora Vogel”. “Usted no es una señora. Usted es joven”. Despacio, los patos van a ir volviendo al lago. No habrán ido lejos, tal vez a la copa de los árboles o a las terrazas y los tejados de las casas del pueblo. “Gracias por espantar a los chicos. No me estaba resultando fácil convencerlos de que se fueran”. “Yo no los espanté. Yo eché a los patos con la bocina y los chicos se fueron solos. Ellos trataron de explicarle, los escuché: no estaban molestando a los patos, estaban jugando juntos”. Cuando despierte y camine por el bosque, después de haber alimentado a las gallinas y los chanchos, se va a decir a sí misma que tal vez no haya sido una mala idea ir a pasar una temporada a la casa del campo. Va a pensar que, una vez que termine el inventario y releve el estado del suelo, las paredes y las cañerías, no 59


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