Elenemigo

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incluso el entrenador, tan apático él, tan descomprometido, nos alentó. Tenía un hilo en la espalda el entrenador, con una arandela (lo pude ver claro esa semana), y todas las mañanas su mujer, tan dedicada, tan solícita ella, le cebaba unos mates, le daba unas tostadas y le tiraba del piolín, para que pudiera decir todas las tardes las mismas seis o siete palabras. Esa vez dijo otras el muñeco, con la boca pegada, los ojos de vidrio y las mejillas de goma quieta: “Están para ganar. Felicitaciones”. Yo no había mejorado nada. Entre las fachadas de cartón y una bruma blanca había corrido más sí, había intentado hacer algo distinto, corregir mis errores habituales, pero no había caso. La que había mejorado era Luli. Suficiente. Yo era mala, yo era eso para siempre al final de la semana. Y eso que era yo (yo sola) tenía que ganarle a la chica rubia de Diamante como fuera. El camino que recorríamos era un decorado de torta: todo ese cotillón berreta que se reflejaba en la ventana del micro, campos de grana y mazapán manoseados que separaban Paraná de Diamante. Los chicos cantaban como si tuvieran la garganta afuera del cuello, las chicas se dejaban atar, de broma, los cordones a los asientos para trastabillar y hacer reír a los más grandes, a los más brutos. Había canciones que nos identificaban, a Paraná y al club Estudiantes, y las cantaban todas. La más repetida era una que nos comparaba con Diamante y decía que nosotros no éramos mariquitas, que no éramos nenitas de mamita. Había otras más fuertes, más vulgares, pero el entrenador las censuraba. Yo iba acurrucada en mi asiento pensando en que mi odio a la chica rubia de Diamante no había empezado cuando la había visto la primera vez jugando en los 155


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