Elenemigo

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también perdí. Esa vez ella me dio instrucciones. Me dijo: “La raqueta se agarra así, con las dos manos, una arriba de la otra, para el revés”. Me dijo: “No hay que saltar en el saque, un pie siempre en el piso”. Me dijo: “Si ves que no llegás, no corras”. Y si los demás hubieran escuchado lo que yo escuché, si hubieran oído que claramente ella, en realidad, estaba diciendo: “Sos tan torpe, sos tan inútil, estás tan tan mal vestida”, se hubieran puesto de mi lado. Pero había que ser yo para escucharla; poder estar mirándola clarito y de cerca a los ojos, tan de colonia diluida, tan de charquito a un costado de la ruta ellos, para entenderla. “Te desprecio”, me decía, con la boquita en forma de corazón dibujado: “Te desprecio a vos y a este club y a tu raqueta larga y ondulada”. No había nadie más que la pudiera oír, ya se había formando nuestra burbuja, nuestra cajita taponada. Éramos ella y yo, desde ese primer día, tan solas las dos, una pena, para siempre. Cuando fui a buscar a Luli esa tarde, una semana antes del partido, empecé a notar que Paraná era un dibujo en una cartulina. Un poco por tanta luz de repente (tanta luz ese sol paranaense de la tarde resurgiendo) dándome de lleno en la cara y otro mucho porque ya andaba endemoniada y sin bozal en la cabeza, obnubilada por la idea de finalmente ganarle a la chica rubia de Diamante. Con papel glasé arrugado podíamos hacer que el sol se reflejara en el río, la costa la dibujábamos con yerba y con retazos de tela las nubes, con algodón. Dibujábamos vacas siempre, aunque no había tantas, no las veíamos, y casas de crayón con chimeneas que exhalaban tiritas de lana. Cuando teníamos que estampar a Paraná en los cuadernos de la escuela, usábamos esos materiales. 150


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