sa, sino decidida a no pasar inadvertida: tan pronto leía libros marxistas (y no propiamente a escondidas) como se declaraba partidario de Hitler y opuesto a los aliados; o se negaba a estar encerrado y se daba a tareas de alfabetización; o se dedicaba a proyectar cine en los pueblos boyacenses durante las vacaciones. Y cuando fue amenazado por sus superiores, acudió, en busca de ayuda, ni corto ni perezoso –y tal vez recordando el dicho “el que a buen árbol se arrima buena sombra lo cobija”– Monseñor Crisanto Luque, quien fuera primer Cardenal de Colombia, en el que encontró desde entonces un aliado y protector. De éste fue la idea de mandarlo, una vez ordenado sacerdote, a la pequeña Sutatenza, pueblo conservador muy cercano al más populoso y dinámico de Guateque, de tradición liberal y cuna del presidente Olaya Herrera. A estas poblaciones se llega desde Bogotá, primero por la relativamente moderna vía a Tunja y luego por una carretera local que va haciéndose cada vez más sinuosa y difícil, pues no está en el mejor de los estados. En aquellos tiempos, según cuentan los cronistas que recrean la vida de Salcedo, era apenas una trocha que se convertía en lodazal con los aguaceros. Por ella llegó el joven cura en agosto de 1947 con un menaje muy completo, entre el que se contaba una cama más larga de lo corriente para acomodar su flaca anatomía.1 El paisaje quebrado que acompaña al viajero que se adentra en el Valle de Tenza es tan hermoso y apacible como todos los de Boyacá, donde “el verde es de todos los colores” como en el verso de Aurelio Arturo. De un lado están Guateque y Sutatenza, de otro Somondoco, y más allá está Chivor, tierra famosa por sus esmeraldas, no ajena en muchas épocas a la violencia entre los explotadores de sus minas. Por todas partes se ven campesinos vestidos todavía a la vieja usanza: las mujeres de amplias polleras y chales cruzados y los hombres de ruana y sombrero. Con esos campesinos, sumidos en la precariedad y la ignorancia, iba a comenzar pronto a trabajar el cura Salcedo.
1 Datos extraídos del artículo de Indalecio Rodríguez “ACPO: origen y nacimiento”.
En el marco de la plaza de Guateque reconozco al que hasta hace unos días fuera el alcalde de Sutatenza, Luis Enrique Sastoque Medina. Recuerdo que trabajó como conductor de Monseñor Salcedo y me acerco para conversar un poco con él. Es un hombre blanco, de ojos muy vivos y risa fácil, en cuyos rasgos mestizos se adivinan sus orígenes indígenas. Sus palabras revelan una persona inteligente, sagaz, ponderada, que habla en forma entusiasta de los logros de su gestión, la cual le mereció dos importantes premios: el del Mérito Ejecutivo, otorgado por Planeación Nacional y la ESAP, que lo reconocieron como uno de los alcaldes más importantes del país, y el de Alta Gerencia otorgado por la Presidencia de la República. Me cuenta que gestionó con el Japón una biblioteca pública para niños que está a punto de inaugurarse, con 74.000 volúmenes y 25 computadores. Que acaban de conseguir banda ancha para Sutatenza. Que con las regalías del petróleo construyó un polideportivo. Que a cada campesino de su municipio lo dotó con un tractor. También que en asocio con Jairo Rodríguez, secretario de gobierno, creó un modelo de transporte seguro para escolares que deben transitar por terreno montañoso. Y reconstruye brevemente su trayectoria, sin hacer mayores énfasis: a los 20 años, al salir del ejército, comenzó a trabajar en el almacén de ACPO empacando cartillas; luego Monseñor Salcedo –así le dice todo el mundo– lo contrató para entregar el periódico El Campesino en todas las iglesias de Bogotá. Más tarde lo hizo jefe de celadores, operario de la Editorial Andes –donde aprendió a manejar los equipos de impresión– y finalmente le dio trabajo como chofer del carro del director de ACPO y como conductor del propio Salcedo, al que sirvió por años. A su lado conoció todo tipo de personalidades: presidentes, ministros, embajadores. “Monseñor regalaba ruanas –me dice– y yo le acabo de regalar una ruana al embajador de Japón en agradecimiento por su donación”. Todo esto me lo cuenta en el “Salón Carmenza”, una cafetería manejada por discapacitados, que más allá de ser una bonita empresa nacida de la iniciativa de un particular posee una asombrosa
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