The Wax # 1

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TERROR & BOMBONES N°1


TERROR & BOMBONES N°1


“Las dificultades preparan a personas comunes para destinos extraordinarios”

¿Qué es ésto? ¿Estamos en presencia de un nuevo Fanzine? Sí…quiero decir: ¡No! No exactamente. Reformulemos la pregunta, entonces. ¿Estamos ante una suerte de experimento especializado? Tsk… No sabemos qué es. The Wax nace originalmente como una idea de conglomerar cierto gusto por el terror en todas sus expresiones, pero sobre todo, explorar sus márgenes allí donde el absurdo se reúne con lo grotesco —Son latitudes raras, mi Capitán; el lorito de la suerte le ha comido el brazo al grumete Figueroa, a quien por cierto, no le quedan más brazos (entonces láncenlo por la borda) Es que ya lo hemos desollado, Capitán, por inútil—. Siguiendo esa línea, si logramos encharcarnos en lo más infecto y periférico del género, será natural ver florecer también cierto tipo de humor, desprolijidades, memeces, exabruptos, y por qué no, algún que otro escupitajo certero. Otra pregunta: ¿Tiene The Wax muchos brazos, como un calamar, siendo esta humilde revistita nada más que un pequeño tentáculo? Sí. La definición es bastante correcta. Pero no por eso deberíamos subestimar a este incipiente apéndice. Los más notables científicos han comprobado que en cuestiones de evolución casi siempre la conveniencia se asocia con lo conveniente, y en eso, el tamaño no tiene nada que ver. ¿Lo has oído negro de whatsapp? ¡A tomar por culo, aberración de la genética! En todo caso, buen día. Bienvenidos a nuestra endeble casita en el bosque. Abrimos las puertas para ver qué pasa. No hay mucho que perder. Tal vez nos llenemos de ratas. O tal vez, con viento a favor, los que se llenen de ratas sean ustedes. Teno.


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LA CASA NO SE RE5PONSABIL1ZA POR 3FECTO5 ADV3RSO5

Colaboran en este número: Rogelio Oscar Retuerto. Natalia Cáceres. Iván W. Tovar. Alejandrina Bujalis. Franco Guarino. Gustavo Ramos. Abi Costa. Celso Lunghi. Dalechiguana. Leandro Antonio Sosa. Marcela Williams Lara. Derechos televisivos para Argentina y el resto de los países de América Latina: Ariel S. Tenorio.



EDÉN ANÓMALO IVÁN W. TOVAR

— ¡Vamos! Tranquilo, puedes contarme. ¿Qué sucede? — Es que… Es que no sé si debiera, no sé si está “bien” ¿Me entiendes?— suspiró— temo decepcionarte… La leña de la chimenea escupía pequeños meteoritos de carbón ardiendo, la llama se veía roja, vivaz, ardiente. No se escuchaba el motor de un solo carro, ni los pasos de algún transeúnte impertinente. Eso era todo lo que quería. Celebrar su primer año de novios con Juan, alejados, simplemente eso, lejos de toda urbanización, en la cumbre de una casa solitaria donde la noche sacudiera todo con la brisa. —¡No lo harás! —exclamó—. Mira, mírame…—Juan posó sus atractivos ojos castaños en sus senos desnudos, luego la miró a los ojos— ¿Quién soy yo? —Mi novia —susurró Juan. —¿Quién soy yo? Juan soltó una sonrisa y le acarició el hombro derecho. —Eres mi Helena, mi Julieta, mi Briseida, mi muerte, mi Dios —empezó a besarla—. Eres eso que sostiene mis huesos aun en todo este mundo aburrido e injusto. Rosaura se apartó de él, ya empezaba a sentir en la rodilla izquierda como su miembro volvía a recobrar fuerzas. —Entonces ¿Crees que no merezco saberlo todo? ¿Por qué siempre que terminamos de hacer el amor te pones así? Juan se acostó bocarriba mirando la madera del techo. Afuera, el viento movía los árboles, y la luna alumbraba junto con una vela de llama débil la cabaña. —Quiero, contarte… —se apretó los labios para no llorar— ¿Me prometes que no me abandonarás? Este… Te juro que eso no forma parte de nosotros, al menos eso he logrado todo este tiempo… Pero no te niego…. —Que te llama —terminó Rosaura—. En realidad, me intrigas mucho. Haz tenido padres perfectos, tu mamá es una excelente psicóloga, tu papá es un gran maestro de matemáticas. Y… —Sí, sí, a veces no tienes que nacer en un infierno o tener una infancia traumada para construirte uno. O… —¿Le llamas infierno? —interrumpió Rosaura con el ceño fruncido. Decidió posar su cabeza sobre su pecho y acariciarle el abdomen. La cama estaba suave, acogedora. No había que ser adivino para saber lo mucho que Juan quería esa cabaña. —Es difícil de explicar. Cuando se trata de… de algo que tenga que ver conmigo y mis sentimientos, siempre se me es difícil explicarlo. Juan quedó desconcertado con la mirada que dio ella. ¿Qué estaría pasando por su cabeza? —Acaso, ¿te violaron? —¡No! —respondió Juan—, ¿cómo crees? —soltó una sonrisa. —¡Entonces habla! Harás que me enoje. El Chevrolet Spark LT rojo en el que habían llegado, estaba estacionado frente de la entrada de la cabaña. La cabaña tenía cinco cuartos, dos baños, una cocina, una sala y un sótano. En una esquina de todas las habitaciones había una lámpara eléctrica de vidrio. Sólo un baño tenía calentador. Y era el que siempre utilizaban. La cocina estaba totalmente desordenada, residuos de mecatos y comidas rápidas. Ya llevaban dos días, mañana tocaba volver a casa, a la ciudad. Tocaba volver, al sonido de los carros, de los accidentes, de los celulares; al aroma del ambiente contaminado con dióxido de carbono y de diferentes residuos químicos; a la extravagante y monótona vida de ciudad. —Entonces sígueme, ven. Rosaura se levantó, fue a uno de los sillones cercanos donde estaba su bata rosa y se la colocó. Juan se colocó una toalla. Sus ojos se notaban vidriosos y confundidos, sin saber si eso que venía era lo correcto, si estaba correcto hacer eso, ¿acaso lo de Cincuenta sombras de Grey podía pasar en la realidad? De que ella aceptara entrar y quizá, entretenerse y jugar junto con él ahí. —¿A dónde? Ya conozco toda la cabaña, amor —sonrió—. De toda la cabaña, el sitio que más me gusta es éste, la sala… Por eso te insistí en que sacaras un colchón —se mordió el labio. —¿Por qué? —preguntó Juan sonriendo y ajustándose la toalla. —No sé, quizás sea por la chimenea, siempre había soñado hacer el amor frente una chimenea… Creo, que está en toda mujer soñar con algo así… —Y en todo hombre —terminó Juan.


A Juan le temblaban las piernas, no era por el frio, la noche no estaba tan fría como las anteriores, era por los nervios. Iba a mostrarlo, por primera vez se lo mostraría a alguien que está muy lejos de esos temas, pero debía, lo sentía, la amaba y quizás ella también lo amara más después de conocerle todos sus gustos. Ella era estudiante de química y él de medicina, haberla encontrado a ella en esa universidad de personas hipócritas, fue como si un náufrago encontrara un barco en mitad de un mar frio y salado, o como si te cayera un rayo en un día soleado. Un rayo que te electrocutara con todas las sensaciones que regala el amor, las buenas y las terroríficas. Por la mente de Rosaura pasaban diversas imágenes. ¿Qué había ahí? Estaban bajando al sótano, ¿acaso estaba repleto de correas y fetiches sexuales? Por su mente pasó por unos segundos la idea de que Juan la encerraría en aquel lugar. Las escaleras del sótano estaban oscuras, la oscuridad era densa y aterradora, ya no le parecía gracioso; quería decirle que en otro momento le mostrara lo que sea que estuviese ahí, pero ya no era necesario, estaba a sólo unos metros de conocer por completo al hombre que amaba. ¿Acaso no es la fantasía y el deseo de toda mujer, conocer todos los gustos, fobias y traumas del hombre al que le entregan el corazón? ¿Al hombre, que si por ellas fuera, le harían una disección simplemente para conocerlo por dentro y ver constantemente, que ninguna mujer esté manoseando alguno de sus órganos? ¿No son los celos y la curiosidad de una mujer, tan iguales de obsesivos, que incluso el diablo se sienta a tomar té a escondidas cuando dos mujeres se cuentan sus secretos más íntimos de expiación? Rosaura sintió un una brisa fría en su rostro, en sus piernas desnudas, ya casi terminaban de bajar las escaleras de tablas frías. ¿Qué era? ¿Una ventana abierta? Algo expulsaba aquella oscuridad infinita, como un pequeño aliento de bienvenida a sus visitantes. Por un momento sintió que vomitaría. La oscuridad no sólo era oscuridad, también era una lluvia negra de un olor apestoso. Bajó el último escalón y se llevó las manos a la boca, no sería como esa película donde un hombre abre una puerta roja llena de fetiches sexuales de hermosos colores. Para nada. Eso era irreal, y esto era real, aquí abundaba lo real hasta la médula. Frente a aquel olor apestoso, el corazón de Rosaura quería explotar, escuchó los pasos de Juan hacia una esquina, seguramente buscando el interruptor de la luz. Lo encontró, se escuchó el sonido del interruptor, dejó un pequeño eco. Rosaura con las manos en la boca se estremeció, caminó hacia atrás con temor y cayó sentada sobre los primeros escalones de la escalera por donde habían bajado. ¿Qué le diría? ¿Qué esperaba él de respuesta? ¿Y si simplemente se marchaba? ¿Y si simplemente le pedía cariñosamente que la llevara a casa? No, no, no. Lo amaba, era a él a quien necesitaba en su vida, era perfecto. No había encontrado ningún defecto en Juan, pero… No sabía precisamente si eso que veía era un “defecto”. No aceptes rosas si no quieres espinas, pero ésto era una espina demasiado grande, demasiado dolorosa, con veneno; una espina llena de dientes expulsando pus, pudriendo todo a su paso… Al menos así lo veía Rosaura. ¿Qué haría? Había dos estantes, pero en ellos no había libros ni correas para que ella sea azotada por él hasta que le diera la señal de que pare. Recordó la pecera que sus padres le habían regalado a los cinco años con dos peces de colores, cuadrada, si, era cuadrada; pero en esta pecera cuadrada no había peces… Cinco pequeñas peceras cuadradas portaban excremento. Una era marrón y las otras eran más oscuras. En medio del sótano había una hermosa cama de cobijas rojas, arreglada, como diciéndole que la esperaba para que Juan defecara y orinara sobre ella y ella sobre Juan hasta llegar al coito. Habian bacinillas de aluminio regadas en el sótano, algunas llenas de excremento, otras de orina y otras seguramente de… ¿Vómito? Juan, decepcionado por la reacción de Rosaura, se sentó en el borde de la cama de cobijas rojas. —Ya sabes todo de mi —susurró. Rosaura quería hablar, intentaba hacerlo, pero buscaba las palabras perfectas. Temía que él la malinterpretara y la ahorcara, o la encerrara ahí para violarla y torturarla hasta que muriera de inanición. Porque eso eran cosas de locos, cosas con las que ella nunca pensó toparse en la vida. —Te… —soltó el llanto. —No me temas, por favor, no te haré daño alguno. —Te tengo miedo… Juan —masculló. Juan sintió que en su corazón le penetraban una daga. Una daga filosa, ancha y macabra. —¿Cómo… ¿Cómo le dices a ésto? —No sé… —suspiró. A Rosaura le fue difícil asimilar como él suspiraba con esa naturalidad entre todo ese hedor —Al principio —continuó él—, lo tenía todo, ¿sabes? Buenos padres, buenos amigos, buenos hermanos… dinero… una vida de lujos. Pero…—se interrumpió al escucharla llorar—. Pero, cuando lo tienes todo, empiezas a desear cosas que nadie más tiene, y como ya lo tienes todo, esas cosas por lo general son aquellas que sólo los “locos” tienen. Quedó en silencio, no soportaba ver un segundo más al amor de su vida llorando en frente de él, viéndolo como un monstruo, como un psicópata planeando la muerte de su medrosa novia. Rosaura tenía la mirada posada en unas letras negras escritas al fondo del sótano, “¿Edén del infierno?”. El jardín del diablo, pensó Rosaura.


—Yo no diría “locos”, ¿sabes?, Un hombre sin un fin es un hombre muerto, por eso teme tenerlo todo, Rosaura. Porque cuando lo tengas todo, empezarás a querer cosas que para los demás son prohibidas, malditas. Y te mirarán como tú me miras ahora a mí, como a un demonio. —Llévame a casa —soltó al fin Rosaura.

***

Iván W Tovar es un escritor colombiano de 21 años, reside actualmente en Carta-gena de indias. Estudia psicología; la mayoría de su tiempo lo dedica a leer y a escribir narrativa y poesía. Unos de sus autores predilectos son: Fernando Soto Aparicio, Victor Hugo, Thomas Ligotti y Mario Mendoza. Comparte relatos en su blog (personal) de literatura de horror, terror y ficción, llamado, Marihuana en la luna.


RULETA RUSA ARIEL S. TENORIO

El Sao terminó de masturbarse y se limpió la pija con el mantel, luego manoteó el atado de cigarrillos y le sonrió a Marina al estilo James Dean, con la comisura izquierda muy por encima de la derecha. —¿Me darías fuego, amiga? Marina le alcanzó el encendedor sin prestarle demasiada atención, estaba concentrada en la casita de cartas de tarot que ya ostentaba la marca de cinco pisos delante de las habilidosas manos del fantasma. —Sos un asco, Jao. Estás enfermo —Dijo Javi. —Vos cerrá el culo, gato. Yo los miraba y me daba cuenta de lo mucho que me aburrían, me hubiera gustado proponer una caminata nocturna por el barrio, un paseo largo como para renovar el aire de encierro que se respiraba entre esas cuatro paredes, y también para librarme de la opresión que me cerraba el pecho. Pero no dije nada. Me hubieran tildado de cobarde y no quería dar explicaciones al respecto. Me puse a hacer zapping en la vieja tele sin volumen, doscientos treinta canales y en ninguno había algo que valiera la pena, una mierda. Dejé un documental sobre hormigas tropicales mientras esperaba mi turno. Le guiñé un ojo a Ceci que en ese momento se estaba escarbando la nariz con ganas. Ceci me sonrió, se sacó un moco de considerable tamaño y lo pegó en el borde de mi vaso de vino tinto. ¡Ah! La verdad es que me gustaba su estilo…No era muy ortodoxo, pero me ponía caliente. —De vuelta a empezar —dijo Nico, y tosió a propósito sobre el castillo de cartas que tembló y se desmoronó maravillosamente. Risas. Marina y el fantasma se indignaron. —¡Pará un poco, pelotudo! —Marina empezó a juntar las cartas desparramadas y se las devolvió al fantasma con solemnidad ceremonial. Estaba claro que desde la noche del cumpleaños de Ceci, el fantasma se había ganado la simpatía de las chicas, sobre todo después de haber demostrado sus increíbles condiciones de médium. Si hubiese sido un poco menos idiota, podría haberse cogido a cualquiera de las pendejas con solo desabrocharse el pantalón. Pero el tipo mantenía el perfil de caballero respetuoso y nunca se sobrepasaba con ninguna de ellas, para él, lo más importante era mantener el aura de misterio. Y lo peor es que le salía bien al cabrón. Otra de las cosas que me molestaba era que no podía saber que pasaba exactamente dentro de su cabeza. Tal vez era mejor así. El fantasma rechazó las cartas que le ofrecía Marina con un cortés movimiento de cabeza. Casi nunca decía nada. Yo no terminaba de entender en qué momento se nos había colado en el grupo, pero coincidía con los chicos en algo: el tipo nos caía gordo y no queríamos darle ningún margen para integrarlo. Probablemente tenía que ver con la desconfianza que nos generaba su silencio. Encontré algunas respuestas en los ojos de ternera enamorada de Marina. Entonces era eso. Las chicas necesitaban un héroe, las chicas necesitaban un caballeroso héroe que subiera la apuesta y no les babeara encima como un animal enjaulado. Alguien que las hiciera sentir trascendentales en los momentos precisos, pero que también las ignorase con altura, alguien distante y cargado de secretos para tomarlo como un desafío y así competir entre ellas para seducirlo. Prendí un cigarrillo para distraer la idea de agarrarme a trompadas con el fantasma. —Dale rata, te toca a vos —Javi le pasó el fierro al rata y le dio llama a un porro que tenía el tamaño de una salchicha casera. —Esperá, primero quiero fumar —Por muy extraño que resultara en nuestro ambiente, el rata estaba nervioso.


—¡Dale, loco! —lo apuró el Sao— Quiero ver cómo te volás los sesos. A ver si es verdad que tienen el tamaño de un kinoto. —Que gracioso. El único que festejó el chiste fui yo. Después me di cuenta de que ya todos estaban jugando en serio otra vez. Nos pasaba a veces. Algo en la expresión cambiaba de lugar y reptaba de manera imperceptible, era la señal del trance melancólico que se propagaba en nosotros, o tal vez era locura, pura y simple. Me quedé mirando al rata, esperando mi turno. —Quiero elegir mi carta —Dijo el rata, y se acarició la barbilla con la yema de los dedos. El fantasma mezcló el mazo a una velocidad inhumana y lo plantó frente a él. Antes de que el rata moviera siquiera un músculo, el fantasma tomó de nuevo el mazo y con un movimiento elegantísimo extendió los veintidós arcanos mayores en un abanico perfecto. —Esa —dijo el rata. El fantasma dio vuelta la carta. —La rueda de la fortuna —dijo. —¡Ah! Que ojete que tiene el puto éste —observó el Sao. Pero el rata no parecía muy feliz. Agarró el arma y la miró como si fuera un bicho repugnante. —Tengo derecho a sacarle una bala, la rueda de la fortuna es una bala menos ¿No? —¡Sí, sí! Tenés derecho a sacar una bala y a girar el tambor —Concedí en un tono más brusco del que pretendía. Me estaba empezando a fastidiar que se demorara tanto. El rata siguió mis indicaciones. Levanto el arma y se la apoyó en la sien. La mano le temblaba visiblemente. Todos a su alrededor guardamos silencio y esperamos. El rata cerró los ojos y apretó el gatillo. Click. —¡Hijo de puta! ¡Cómo zafaste! —festejamos a los gritos mientras lo veíamos palidecer de alivio. Yo era el siguiente en la ronda, así que la risa me cosquilleó un poco en la boca del estómago. En ese momento Ceci se levantó de la mesa y caminó hacia el dormitorio. —¡Eh! ¿A dónde vas? —Le preguntaron Nico y Javi al mismo tiempo. —Voy a poner música, me embola jugar a ésto sin música. —Poné el disco de Los Tumbas que te regalé para tu cumpleaños —le gritó el Sao y estaba por agregar algo más pero Nico le metió un puntapié en el tobillo. —¿Qué hacés, forro? —Ese disco se lo regalé yo, la concha de tu hermana. —Si amigo, pero vos no te la pudiste coger esa noche ¡Ja, ja, ja! —Y vos tampoco, pajero de mierda…creo que serías el último pedazo de carne que tocaría en mi vida —contestó Ceci desde la otra habitación. El Sao se encogió de hombros y esperó hasta que volviera para sacarle la lengua. —Tu concha seca no me interesa. Preferiría cogerme una galleta marinera. —Adorable, como siempre —terció Javi. —¿Vos que te metés, ortiba? Desde el dormitorio estalló una tormenta de guitarras distorsionadas y una voz cavernosa empezó a vociferar no sé qué acerca del fin del mundo y la llegada de la era de Satán. —¿Qué carajo es eso? Parece una pelea de chanchos —Dijo Marina. —Morbid Angel. Está bueno ¿No? —¡Por Dios! ¿Qué les pasa? —A mí me gusta —dijo Nico y aceptó el porro que le pasaba Javi. —Dame el chumbo, rata. Me toca a mí —Yo estaba impaciente por terminar con la ronda. Después de eso, podría proponer sin culpas salir a dar una vuelta por ahí. Incluso la expectativa de alojar una bala en mi cabeza me resultaba absurda. Sentía la necesidad de moverme, de escapar a cualquier otro lugar que no fuera ese cuarto asfixiante.


gatillo.

Tomé el arma y sin pensar en otra cosa la coloqué debajo de mí mentón y apreté el

Click. No pasó nada. Los últimos cuatro fines de semana que nos habíamos reunido para jugar, el asunto había ido pasando de original y emocionante a una suerte de rutina infantil, un ritual sin gracia ni significado. La pequeña diferencia era que ésta vez lo hacíamos con balas de verdad. —Bueno, visto y considerando que… —¡No! Estás haciendo trampa, loco. Se supone que tenés que hacer girar el tambor antes de tirar —la voz gangosa de Nico me tomó por sorpresa. Con la ansiedad por apurar los trámites no me había dado cuenta de respetar las reglas del juego. —Tiene razón —apuntó Marina con enojo —el rata tiró con una sola bala porque le correspondía, no te hagás el boludo, Peta. Tenés que jugar en serio. Los demás asintieron. El fantasma me sonrió con una de sus sonrisas falsas y empezó a mezclar las cartas para mí. Sus manos eran envidiablemente habilidosas. —Está bien. Está bien. No me gustaría que piensen que los quiero cagar. No soy esa clase de tipos ¿Saben? Pero de todas maneras se pueden ir todos a la concha de su madre. Elegí una carta sin entusiasmo. El fantasma me miró como si supiera cosas decisivas acerca de mí. El muy hijo de puta. —La muerte —dijo, y me volvió a sonreír con esa mueca de hiena que yo tanto aborrecía —. Aunque no necesariamente implica que tengas que morir ahora. Me prometí en lo más profundo agarrarlo a solas y romperle la cabeza. —Esto comienza a ponerse tenso —comentó Ceci, y apoyó el mentón sobre sus manos entrelazadas sin quitarme los ojos de encima. Decidí tomármelo con calma. Agregué las balas que me correspondían hasta que en el tambor solo quedaron dos cámaras vacías. Dos sobre seis, pensé mientras sopesaba mis razones. Todavía tengo chances de salir airoso. El rata seguía mis movimientos con una sincera expresión de pánico. Abrió la boca como para decir algo, pero luego pareció pensárselo bien y optó por quedarse callado. —No los quiero ilusionar —dije, haciendo alarde de un coraje que no sentía. Giré el tambor y acaricié el gatillo frío con la yema. Cuando sentí la punta del cañón sobre mi sien, un súbito pensamiento me despojó de toda incertidumbre: habíamos cruzado la línea. La noche estaba cargada de tragedia y nos respiraba encima, nosotros la habíamos desafiado. Una sombra más negra que la oscuridad del cielo se posó sobre el techo de la casa como un pájaro gigantesco. No habría ningún lugar seguro donde ir después de ésto. Ya no. Apreté el gatillo al tiempo que apretaba la mandíbula. Estaba completamente seguro de no pasar de esa ronda. El ángel de la buena suerte lejos de mí, perdido y desesperado en algún extraño paraje sin fronteras. Click. Fue casi una desilusión. Permanecí sentado en la misma silla, con los ojos fríos, mirando el asombro reflejado en la cara de mis amigos. No sonreí cuando estallaron en gritos y carcajadas. Vi que parecían felices. El rata me miraba con la boca abierta y en sus ojitos brillantes se leía una palabra: admiración. Casi me hace vomitar. De la falsa alegría de mis amigos no me importaba nada. Una tristeza enorme fue ocupando el lugar de mi ansiedad, como convencida del derecho a ocupar toda la extensión de mis sentimientos. La idea de salir a caminar había dejado de interesarme. Nico me palmeó la espalda y me dió un sonoro beso en la mejilla. —Te debo una botella de Vodka, viejo. —Más te vale, marica. Javi me arrebató el revólver de las manos y apagó la tuca contra el cenicero atiborrado de colillas.


—¿Cuantas vueltas hace que salió Ana? —preguntó señalando con la cabeza el cuerpo despatarrado en la alfombra. —No sé. Cinco, seis vueltas. ¿Por qué? —Le debía plata —dijo el Sao. Y esta vez todos, incluido el fantasma, nos reímos con ganas. Javi eligió su carta. La justicia. Retiró cinco balas del tambor y se mordisqueó los labios. Hacía algún tiempo que la idea de volver a picarse le martillaba los nervios. Me lo había confesado la noche anterior y mientras lo hacía, se había puesto a llorar y a hipar como una nena. Si no te querés picar, poné botón de pausa. Un botón de pausa imaginario. Eso le había respondido yo, con mi corazón a años luz de él. Para que estaban los amigos ¿No? —Ésta va por ustedes, chicos —susurró Javi mientras cerraba sus grandes ojos grises. No había botón de pausa. El disparo sonó como un estampido en la habitación. Javi se desplomó contra la mesa como una marioneta sin dueño, volcando en su caída las botellas y los vasos de vino que se derramaron sobre el mantel y se mezclaron con la sangre, los grumos de sesos y los fragmentos de cráneo. Me quedé mirando mi remera nueva de los misfits que ahora estaba salpicada con sangre y me pregunté si eso le añadiría algún valor de coleccionista. Creo que fue Ceci la que se largó a reír con una carcajada histérica. La situación se tornó confusa mientras ayudaba a Jao a arrastrar el cuerpo hasta el otro cuarto. Lo acomodamos junto al cadáver de Ana, sobre la alfombra, ambos con las manos sobre el estómago, como un matrimonio de jóvenes suicidas tomando una pequeña siesta o planeando vacaciones. —Che, Peta… El Sao me miraba de un modo raro, hasta me pareció ver lágrimas rodando por sus mejillas. —Nadie nos dijo como termina ésto…es como si no pudiéramos parar, boludo. El Sao me recordaba a alguien, su cara entrevista en un sueño dónde los personajes aparecían con los nombres cambiados ¿O era un actor en alguna vieja película de conspiraciones? Por más que me esforzaba no podía descubrirlo. Le sonreí un poco extrañado de ponerme a pensar en esas cosas ahora. —Ésto no termina viejo, ésto sigue y sigue y sigue —respondí. Cuando volvimos al living, los demás ya habían ordenado la mesa. Nico abrió una botella de ginebra y sirvió seis medidas generosas con un gesto teatral. Ceci me estudiaba con expresión ausente, tenía los ojos enrojecidos y un ligero tic en el labio inferior. En la pantalla muda del televisor un ejército de hormigas tropicales devoraba a una mariposa moribunda. Marina eligió su carta sin quitar los ojos del fantasma.

Ariel S. Tenorio. 1975. Garín. Bs As. Argentina. Escritor de Ciencia Ficción y Terror. Muchas de sus historias han sido publicadas en revistas especializadas y antologías. Entre ellas: Axxón, Sensación!, Próxima, Lilith, Insomnia y CruzDiablo. En 2015 su relato Plasmatrón fue traducido al francés para la antología de Ciencia Ficción "Hola Babel" dedicada exclusivamente a autores noveles latinoamericanos. Otro de sus cuentos, La *** razón de las estatuas fue publicado en la antología Española “Fabricantes de Sueños”. Recientemente participó en el tomo 13 de la colección de terror “Pelos de Punta” con un relato llamado La sombra en el faro. También es miembro fundador del grupo de horror experimental The Wax.


POSTALES DEL CABALLO SUBTERRÁNEO


“Soy Abi Costa, tengo 33 años y desde que nací vivo en General pacheco, Partido de Tigre. Inicie la carrera Licenciatura en Artes Visuales en el I.U.N.A. (hoy UNA) en el año 2003 y la finalice en el 2014. Pasé por la pintura, conocí el amor, único, por el grabado y el arte impreso, conformo un grupo pequeño de muralistas mujeres, participio de convocatorias de Arte Correo, y he incursionado en la creación de libros de artista. Me llevó un buen tiempo pero finalmente entendí cuál era mi camino y mi lenguaje creativo. Me animé a reconocer cual es: el arte textil, específicamente el bordado. Desde mi infancia y gracias a mi abuela materna, el bordado estuvo presente en mi vida. Hoy lo siento como medio de expresión y de comunicación. Y de eso se trata mi actual obra ”

“Con la misma Tijera” Instalación

“00842” Video Instalación.

“Punto atrás”. Performance


¿Qué te impulsó a convertirte en un escritor de género? El gusto, básicamente. Creo que tiene que ver con una cuestión muy orgánica. A mí me gustan mucho las historias de terror, desde chico, y cada vez que me cuentan cualquier anécdota la mente se me dispara para ese lado. Así como a otro se le puede disparar para un enigma policial, a mí se me dispara, por ejemplo, para el lado de una de fantasmas. Es algo que no controlo y que está determinado por el gusto y los gustos (estoy convencido) no tienen explicación. ¿Qué diferencias encontrás entre tu primera novela, Me verás volver, y la recién editada Seis Buitres? Muchísimas. De hecho, la premisa fue que se diferenciaran. En Seis Buitres hay recursos totalmente distintos a los de Me verás, que es lo que a mí más me interesa como escritor: explorar recursos distintos novela a novela. La cuestión se reduce a cómo contar una historia. Incluso, ahora que lo pienso, me doy cuenta de que las tres novelas que he escrito hasta el momento hablan, en el fondo, de eso: de la dificultad de contar o de reconstruir una historia. ¿Cómo es tu método de escritura? Me levanto todos los días a las siete y escribo una o dos horas. Hasta las nueve o diez. No más. Lamento no tener la capacidad de dedicarle más horas a la escritura o de poder escribir a cualquier hora, pero ya me resigné y lo compenso con constancia. ¿De qué manera influye en la temática de tus historias el hecho de haberte criado en una ciudad como Pehuajó? Supongo que en el entramado de las historias, pero es algo que me cuesta dimensionar. Lo que sí reconozco es que la mayoría de las historias o de las subtramas salen de Pehuajó, de cosas que yo he visto o que me han contado. Y un día alguien se va a ofender y me van a recagar a trompadas, pero es un riesgo que estoy dispuesto a correr. Siempre lo digo: no tengo imaginación. Jamás pude construir una historia de cero. Por eso admiro tanto, por ejemplo, a J. K. Rowling o a cualquier escritor que haya construido su propio universo.


¿Cuáles son tus escritores favoritos o mayores influencias dentro del género de terror? ¿Qué libro le recomendarías a un lector novato? Stephen King, sin duda. En ese aspecto, soy un fundamentalista. De hecho, hay muchos otros autores que no me gustan nada: Clive Barker no me mueve un pelo (ojalá tuviera su imaginación pero sus narradores me parecen demasiado fríos y creo que el terror es un género que exige un poco de desprolijidad en la escritura), Peter Straub me aburre, Joe Hill no me termina de convencer. Para mí el referente es King, un tipo que reinventa el género, que lo trae al siglo XX, que lo saca de los castillos medievales y lo lleva a una escuela en la que los compañeros le hacen bullyng a una chica tímida que sufre porque su madre la hace padecer también un infierno en su propia casa. Además, King explota esta idea del terror como un género oral y, por ende, coral, como un cúmulo de historias que se transmiten en ciertos contextos de intimidad y que se van nutriendo de las versiones de los que las cuentan. Su mejor libro es, sin dudas, Cementerio de animales. Recomendaría arrancar por ahí. Pero tiene librazos: El umbral de la noche es el mejor libro de cuentos, Cujo es una novela de terror no sobrenatural y no hay demasiados exponentes de ese subgénero, El resplandor es una historia de fantasmas llevada a su máxima potencia, It es un libro acerca del miedo. En síntesis: el chabón es una máquina. Desde hace unos años y con escritores como Mariana Enríquez a la cabeza, pareciera que la literatura de terror ha cobrado un nuevo vigor en el país. ¿Cómo ves el panorama? Cada vez mejor. Mariana fue la punta de lanza, pero hay un montón de otros autores: Marcelo Di Marco, Nicolás Correa, Luciano Lamberti. Ahora el género se presenta como un proyecto organizado, tanto desde el punto de vista de los autores como de las editoriales. Antes había exponentes pero muy aislados. Lo que sí noto es que hay gente que dice que escribe terror cuando, en realidad, escribe parodias. No voy a dar nombres pero creo que los que se toman el género realmente en serio son los que nombré anteriormente. ¿Cuáles son tus mayores obstáculos a la hora de crear a tus personajes? Lo que más me cuesta es encontrar la voz del personaje. Parece una frase hecha, pero es así. En Seis Buitres fue una constante. En ese sentido, al ignorar cómo hablaba un hachero o un contratista del Norte a comienzos del siglo XX, elegí que las voces sean muy artificiosas, deliberadamente artificiosas. De hecho, en general, mi premisa es: si hay artificio, que se note. No creo en la escritura como mímesis. Pero una vez que encontrás el tono del personaje, el que a vos te cierra, ya está. Como oriundo de una localidad con tradición rural, ¿tienen algún cuento o creencia sobrenatural propio de la zona? No. La provincia de Buenos Aires, en general, no es demasiado rica en leyendas o tradiciones ligadas a criaturas fantásticas. Salvo la llorona o la luz mala. En algún momento se había llegado a hablar del chupacabras, cuando aparecían las vacas mutiladas en los campos, pero fue una creencia que no se instaló. Creo que lo más sobrenatural pasa por la fuerte presencia de la religión: no sé si es tanta la gente que va a misa pero si es mucha la gente que cree. Y la religión siempre fue un buen caldo de cultivo para el terror, no sólo por el peso de las historias que la sostienen (¿hay algo que dé más miedo que el diablo?) sino también por toda la simbología que está ligada a ella. ¿Cuáles son tus proyectos después de Seis Buitres? Este año terminé otra novela, Bruja, que se trata de dos hermanos que acaban de perder a su madre (en qué circunstancias la perdieron es el nudo de la novela) que contactan a un grupo de gente que asegura haber desarrollado una técnica para comunicarse con los muertos. En enero voy a empezar otra, que va a estar narrada únicamente por dos voces, y que es la historia de una secta en la Patagonia. En esa novela pretendo explorar el horror no sobrenatural y el título tentativo es El buen pastor. ¿Qué consejos le darías a un escritor principiante? Que se siente y escriba. No hay, para mí, mas consejo que ese. Lo primero que escriba le va a parecer una porquería, lo segundo le va a resultar un poco mejor, con lo tercero se va a sentir más cómodo y, a medida que vaya avanzando, se va ir encontrando con su voz, con su tono, con su registro, con su estilo. Hay que tachar, borrar, tirar, pero nunca dejar de escribir. Otro consejo es no quedarse en la cómoda: cuando descubrís que algo te sale bien, intentá otra cosa, porque si no te estancás y no hay nada peor que un escritor que se repite.



LA CURVA Rogelio Oscar Retuerto

El coche entró en una curva cerrada y ciega. Juan ralentizó la marcha. Promediando la curva el sonido del motor cesó, como si el auto hubiese sufrido el colapso de su sistema eléctrico. Se apagaron las luces y el auto quedó muerto. Juan miró el tablero, extrañado. –Se murió –dijo. Desde el asiento trasero Mariela pudo notar el sonido del tambor de encendido girando y los movimientos de Juan intentando darle arranque, pero el auto en verdad estaba muerto. Mariela sintió calor, bajó la ventanilla y sintió la brisa fresca de la noche ingresando al auto. Cerró los ojos y dejó que el zumbido de los neumáticos sobre el asfalto la acunara. El murmullo de los insectos y alimañas del monte la envolvió por completo. –¿Qué pasó? –preguntó Carla, despertando en el asiento del acompañante. –No sé. Se murió –atinó a decir Juan. Cuando completaron la curva divisaron un paisaje que los dejó atónitos. Cien metros por delante un automóvil se encontraba estacionado con las puertas abiertas. Sobre el asfalto había un bulto atravesado. Carla se tapó la boca, ahogando un grito de terror. –¿Es un cuerpo? –preguntó Carla. –No sé. Puede ser. Parece que hubo un accidente –contestó Juan. El auto se fue deteniendo sobre la banquina con la última reserva de inercia que le quedaba. El cielo veteado de nubes descubrió la luna por completo y la claridad fue avanzando como una mano gigantesca que acariciaba el monte. Cuando la claridad se derramó sobre la ruta, el panorama que se abrió delante de ellos se tornó aún más aterrador. A veinte metros del auto con las puertas abiertas se encontraba otro auto detenido. Diez metros más adelante otro, luego otro y otro. El auto detuvo su marcha. Quedaron a treinta metros del auto con las puertas abiertas. El extraño bulto sobre el asfalto dejó de ser una incógnita: era un cuerpo. –Parece que hubo un accidente, y groso –dijo Juan. –Está lleno de autos –agregó Mariela, como si ese detalle le preocupara–. Acá pasó algo grave –agregó. El cementerio de automóviles, con un cadáver tirado sobre la ruta a modo de prefacio, se extendía hasta donde la claridad nocturna permitía ver. Mariela se estremeció en su asiento. Aquellos autos estaban tan muertos como el auto de ellos. Un pensamiento siniestro atravesó su alma como un ave de alas frías y filosas: “así debió empezar para todos ellos”. De repente se dio cuenta que los sonidos del monte habían desaparecido. Pero algo le resultaba aún más extraño. Los insectos no se habían llamado a silencio, temerosos por la presencia de extraños. No. Fue como si el propio lugar se hubiese vaciado de todo vestigio de vida. –Esto es grave –dijo Juan–, parece un choque en cadena. –No –antepuso Mariela–, esto no fue un accidente. Mariela agarró la manija del levantavidrios y comenzó a girarla con desesperación hasta que el cristal se topó con el marco de la puerta. –Voy a ver qué pasó –dijo Juan. –Yo te acompaño –propuso Carla. –¡No! –suplicó Mariela–. ¡No salgan, por favor! –Vamos a ver qué pasó allá adelante –le dijo Juan–. Quedate tranquila. Carla se soltó el cinturón de seguridad, abrió la puerta y se puso de costado, bajando las piernas, como suelen hacer los ancianos o las personas obesas para bajar de un vehículo. Su panza de ocho meses y medio limitaba todos sus movimientos.


Juan avanzó hacia el auto. Carla lo siguió muy despacio por detrás, permitiendo que le saque una notable distancia. Mariela pudo ver a Juan extraer del bolsillo del pantalón su teléfono celular y golpearlo varias veces contra la palma de la mano. “También está muerto” pensó Mariela. Juan caminó muy despacio sin mirar al frente, miraba su teléfono muerto Mariela pudo observar a Carla contraerse en espasmos producto del llanto y de los gritos de terror. Un charco comenzó a dibujarse alrededor de sus pies. Una sombra avanzó junto al auto en donde aguardaba Mariela. Cuando pasó frente a la ventanilla la vio con claridad. Eran animales, no cualquier animal. Eran leones. Otro animal pasó por delante del auto con la cabeza a gachas en dirección a Carla. Mariela solo pudo soltar un grito de angustia que se ahogó en el rugido de las bestias. Carla solo tuvo tiempo de darse vuelta. Uno de los leones saltó apoyando sus enormes patas en los hombros de Carla y clavando sus dientes en el cráneo. Carla cayó de espaldas sobre la ruta. Mariela lloraba dentro del vehículo mientras veía como las bestias desgarraban y despedazaban a su amiga. Uno de los leones comenzó a desgarrar su vientre y a mover la cabeza como si fuese un cachorro jugando con un muñeco de trapo. La bestia que tironeaba de su vientre comenzó a retroceder arrastrando un pedazo de Carla por la ruta: se llevaba el cuerpo del no nacido. Mariela creyó ver movimientos en los brazos de la criatura. Se tapó los ojos y lloró hasta que sus energías se lo permitieron. De pronto, en un intento desesperado por detener aquella locura, bajó del auto, cerró los ojos y gritó con todas las fuerzas que quedaban en ella: –¡¡¡Basta!!! El rugido de los leones desapareció. El sonido de los insectos del monte regresó. La frescura de la noche envolvió su rostro transpirado. Mariela comenzó a relajarse entre jadeos, exhausta. A través de sus párpados notó encenderse las luces de la ruta, sintió los motores de los autos. Escuchó los gritos desesperados de personas que la llamaban. Abrió los ojos y vio pasar un vehículo a toda velocidad. Miró hacia la banquina y vio a Carla y a Juan que la llamaban con desesperación. Sintió un fuerte rugido a sus espaldas, pero no era un león, no era el rugido de ningún animal conocido, era un rugido que iba creciendo a cada segundo. La sensación fue la de cincuenta toneladas de metal que se le vinieron encima. ***

Rogelio Oscar Retuerto, Rogelio Oscar Retuerto, argentino, nació el 18 de febrero de 1972 en Hurlingham, Buenos Aires. La mitología americana y las creencias populares adquirieron un papel de relevancia tanto en su formación literaria como musical. Su primer acercamiento a la literatura fue a temprana edad a través de la narrativa oral en la comunidad tonocoté de Mailín, de donde es oriunda su familia materna. Ha brindado charlas y talleres sobre mitología americana en el ciclo denominado “Fauna de las tinieblas”. Su obra la componen cuentos y novelas cortas de terror y ciencia ficción. En 2015 fundó la Revista Literaria Cruz Diablo con la finalidad de difundir la obra de los nuevos escritores del género fantástico.


YOGA NAZI ALEJANDRINA BUJALIS

—Viniste acá porque la divinidad te Mayra vestida pulcramente de blanco y regordeta y petiza... con una delantera Con semejante recibimiento pasé, no estacionadas sus camionetas cuatro por cuatro, desde afuera, y por dentro, tuvimos que dictaba las clases. Mientras nos dirigíamos al vestida de negro, ya que, al parecer, los maestros color no era para meditar. Lo acepté pero no de punk o el color de los poetas románticos. En la tercera clase y en medio maestros se comunicaban sólo en interrogación mental, me metí en las demás palabras de la maestra Me la imaginé en medio de una chamán, me lo imaginé con tres mosquitos y el gusto amargo de pobre chamán, con un mano para comunicarse con Y a todo esto, yo rubia. Algo no cerraba: sus cursos, tanto aroma a musiquita de mantras, lámpara de sal. Cosas final de las clases. Pero obvio. Un día, en una de sentados ella cerró los revelación .

trajo, el que llega acá es un elegido —me dijo descalza. Mayra era rubia de ojos azules, importante. Sí, parecía una matrona nórdica. dejé de observar que afuera estaban el espiritual chalet de dos pisos, imponente atravesar varias salas para llegar al lugar donde cuarto de yoga, mi maestra me retó por ir celestiales le habían comunicado a ella que ese buen agrado. A veces me gusta recordar mi pasado de un Ommm, nos informó que los inglés. Con un gran signo de una nebulosa donde se me escaparon Mayra. selva, en la selva estaba sentado un días de ayuno y el calor y los la ayahuasca... me imaginé al diccionario inglés-español en su el Dios del que hablaba Mayra. veía a Mayra cada vez más tanta gente en sus clases, en sahumerios, flor de loto, tanta figura de la India y que intentaba venderte al la equivocada era yo, sus clases, todos alrededor de Mayra, ojos y nos hizo una

—Esto no sale de acá. Esta revelación es para ustedes… Hitler no era un ser humano común, era un maestro espiritual que vino a cumplir una misión divina. Otra vez el signo de pregunta y otra vez la nebulosa en mi mente. El ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? como un eco en medio del pecho. Ella estaba cada vez más rubia. —El vino para que los judíos pagaran su karma por no haber reconocido al maestro Jesús, y haberlo mandado a matar por los romanos. Yo tragaba saliva, mientras miraba a mis compañeros extasiados. Cuando me levanté, sentí el famoso plexo solar del que tanto hablaba Mayra, el que tenía dibujado en las láminas de su salón. Me dolía ahí No voy más a yoga, pero voy vestida de negro, a veces, a gimnasia Estoy contenta de no pertenecer a la raza elegida de la que tanto hablaba mi maestra de Yoga. *** Alejandrina Bujalis nació en San Fernando, provincia de Buenos Aires, en la segunda mitad de la década del 70. Se recibió de profesora de Lengua y Literatura en el Instituto Superior de Formación Docente N°39, de Vicente López. Participó en varias antologías, entre ellas: “Galería”, “Segunda Antología de Literatura de Amor”, “A dos años de 2000”. Participó en revistas como “Algo que leer”, “Bitácora” y “Paredes de Altamira”. Es autora de los libros “Cuerpo Elemental” y “Jumper”.


DONDE ENTRA EL SOL GUSTAVO RAMOS

Cuando todo sucedió yo tenía dieciséis años. Hacía tiempo que no veía a mi tío Oscar y ya había empezado a preocuparme. Tenía una relación muy estrecha con él desde que era pequeño; él era un fanático acérrimo de las películas de terror, más que nada, de las clásicas. Su cuarto era una enorme videoteca, estantes repletos exclusivamente llenos con ese género. Yo vivía con mi madre en la casa de al lado, conectados por un patio y un portón de rejas. Mi padre había formado otra familia hacía tiempo. Mi madre, en cambio, había buscado otras compañías pero ninguna de sus relaciones parecía prosperar por mucho tiempo. Mi tío Oscar vivía solo, encerrado en el altillo del caserón que antes había pertenecido a mis abuelos. Mi madre, Rebeca, veía con malos ojos la cercanía que yo tenía con mi tío, tal vez porque no había mantenido ningún vínculo con la familia de mi padre. Ella creía que era mórbida esa costumbre de encerrarse allí, de vivir de pensiones, de dormir casi todo el día, de despertarse al atardecer luego de estar mirando películas durante la noche; ella pensaba que era un tipo extraño, un trastornado que no había podido encontrar una compañera en su vida. Esa condición de soltero, de solitario a ultranza, de ermitaño incluso, no le hacía ninguna gracia. No tenían muy buena relación, no se hablaban casi nunca aunque vivían uno al lado del otro. Lo que más le molestaba era que yo imitara sus prácticas, pensaba que era una mala influencia para mí, que no era bueno estar todo el día encerrados. De por sí yo tenía una condición enfermiza, una debilidad sietemesina que agravaba al no ver el sol. Creo que eso era lo que mi madre aborrecía, que ante la ausencia de mi padre biológico mi tío Oscar fuera mi ejemplo. Creo también que por eso, aunque no le gustara, mi madre se guardaba muchas veces el enojo y no me buscaba pelea ni me detenía; sabía que no le haría caso y que ya estaba en edad de decidir mis relaciones. Mi tío Oscar rondaba los cuarenta años. Siempre estaba con una sonrisa más allá de que nadie lo viera. Era un hombre pálido y de costumbres excéntricas. A veces no se bañaba por largos días, argumentando que el agua le sacaba las defensas, o se dejaba las uñas largas porque le daba lástima cortárselas. Las uñas eran parte suya, decía, nacían naturalmente de él al igual que su barba. Por eso mi madre pensaba que era un depresivo, un enfermo que siempre estaba en penumbras —aunque lo hacía para no gastar inútilmente la luz—. Al mismo tiempo, no miraba canales de aire, lo aburrían en extremo los chimentos y los noticieros. La verdad es que yo no lo veía triste, más triste era mi madre, o los profesores de mi colegio, o la gente que circulaba por las calles. Mi tío era más bien un adolescente incurable y mi madre exageraba. No estaba tan recluido como decía, solía ir a comprar sus cosas al atardecer y también hubo veces en las que fui a visitarlo y escuché, a través de la puerta, la voz de una mujer. Nuestra costumbre era que yo lo visitara cuando caía la noche. A veces me dejaba elegir alguna película de su enorme videoteca. Cuando elegía una, él

exclamaba: “¡Buena elección!” y me contaba que pertenecía a una de esas legendarias compañías: la Amicus, la Hammer o la Universal. Le encantaba cuando, por ejemplo, optaba por una de Vincent Price (su actor fetiche), el príncipe de las tinieblas, tenía todo lo que había hecho en el cine. Sin embargo, a mi tío Oscar, por encima de todo le encantaban los vampiros. Supongo que de esa forma lo vería mi madre, un extraño Lugosi en una ciudad desencantada. Tal vez, al igual que el actor, querría ser enterrado con capa y colmillos. Yo lo apodaba en broma “Doctor terror”, un mote que a él le daba mucha risa. Era una película ya antigua que me había gustado mucho cuando me la mostró. Me gustaba cuando contaban varias historias en una película, me gustaba el porte serio y refinado de Cristopher Lee, las cartas de Tarot que siempre terminaban con la guadaña, “La casa de los horrores” de Peter Cushing. Yo tenía más preferencia por los hombres lobo, siempre elegía alguna que tratara de ellos. Las habíamos visto todas, y muchas veces las repetíamos. Nunca nos cansábamos de encender la videocasetera y apagar las luces, cerrar las cortinas, armar nuestro cine privado y deleitarnos con los gritos y alaridos, con el peludo rostro que aparecía entre las sombras, su aullido, su constante maldición de tantas noches de luna llena. Así pasábamos las noches. Muchas veces elegía estar con él los fines de semana antes que salir con mis amigos; no me complacía ir a bailar, yo era muy tímido, pensaba que no lograría encarar a nadie y que sería al pedo gastar en entradas y bebidas. Mi madre se preocupaba, pensaba que esta costumbre agravaba mi salud, porque siempre me atacaban gripes con altas fiebres y quedaba en cama por semanas casi sin poder levantarme. Y en esos días siempre me alegraba ver cómo mi tío me hacía llegar alguna película de su colección ante la mirada molesta de mi madre. Ella veía en esto la causa de mi mal, mis bajas defensas, mis repetidas enfermedades, me decía que debía salir más, estar con mis pares, que tenía que tomar más sol. Porque “donde entra el sol, no entra el doctor”, me decía parafraseando a mi abuela, pero yo reía para mis adentros porque para mí el doctor era mi tío y entonces trastocaba esa frase: “Donde entra el doctor Terror, no entra el sol” y me reía de nuevo por mi ocurrencia. Era verdad que mi tío Oscar parecía tener una aversión por el sol, siempre tenía las persianas cerradas, decía que le hacía mal tanta luz, que era sensible de piel, no quería ser molestado por los gritos de afuera, que así podía ver bien, sin ningún reflejo de luces en el televisor. Mi tío siempre andaba con trajes oscuros. Le gustaba lanzar de vez en cuando una risotada maléfica como una broma, los dos reíamos y seguíamos conversando y viendo películas. Yo le había mostrado el video de Michael Jackson donde salía la voz de su adorado Price y él había quedado encantado. Era una constante reciprocidad, los mejores años que he vivido. Jamás pensé que pudiera estar loco, sí tal vez que era un poco raro. Recuerdo que se le había metido en la cabeza que quería hacer una película de vampiros. Ese era su verdadero sueño, quería crear su propio vampiro como Lugosi y Cristopher Lee y no quería morir sin


verlo realizado. Luego de oírlo tanto, tal vez no soportando más su monólogo , le dije que lo ayudaría. Mi respuesta lo llenó de energía, me dio dinero para que comprara una cámara, algo de vestuario, unos colmillos y algunas velas, rojas y negras, para los decorados. Todo se reduciría a su altillo, que ya era bastante lúgubre, rodeado de telarañas, con pocas luces y una escalera ruinosa. Él no esperaba tanto, con una película clase B quedaría satisfecho. Sólo debía buscar algunos actores, necesitaba víctimas, los dos sabíamos quién sería el Conde. A mí la idea también me parecía fantástica y empezó a darme vueltas durante semanas hasta que se me ocurrió que mis compañeros de clase podían ser perfectos actores para la película. Algunos desistieron, otros no se interesaron, al final, solo quedaron mis amigos más cercanos: Sabrina, una tímida muchacha con aires darkies a la que le apasionó la idea y, por otro lado, Fede, que siempre me bancaba en todas mis locuras y le interesaba manejar la cámara. Cuando le conté la noticia a mi tío quedó enloquecido, ya veía un horizonte más claro para su “gran película”. El guion lo venía masticando desde hacía tiempo, era simple pero así le gustaba: él interpretaría a un Conde antiguo viviendo en un oscuro castillo con un sirviente, Igor, en este caso, yo, con una almohada simulando una deforme joroba. Y luego, una víctima que él cautivaría con sus poderes sobrenaturales. Su baño sería el supuesto exterior, el baño de la joven presa, y así ella finalmente se convertiría en su amada vampiro viviendo felizmente entre las sombras. Ver consumada su obra, verse a sí mismo como un Drácula, era su más grande sueño. Poder prender la videocasetera y mirar aquello, la escena donde aparecía por primera vez su imagen pálida, su capa roja, verse mordiendo la yugular en el clímax de la obra, soltar la sangre falsa, eso sería su mayor logro. Así fue como llegó el día y llevé a mis dos amigos a la casa del “Doctor Terror”. Ellos entraron algo asustados. Sabrina titubeaba entre los escalones y la poca luz, con miedo a resbalarse. Fede, más bien excitado, yo le había contado tanto sobre él, que se lo imaginaría como un monstruo extraño. Ni bien terminaron de subir las escaleras, una figura los recibió con su sonrisa de oreja a oreja, vestido ya como un Conde transilvano, logrando paralizar los corazones de mis compañeros. Luego del sobresalto, más relajados, a los dos les agradó mi nada convencional tío, que los invitó a sentarse y beber un jugo de tomate que pretendía ser sangre y que ellos dejaron en la mesa al poco rato. El Doctor Terror les mostró sus papeles, le enseñó a usar la cámara a Fede y fue riguroso a la hora de describir cómo quería ser filmado en su primer plano, al igual que en el momento de la mordida; allí no había lugar para la improvisación, en lo demás podríamos jugar, pero en eso, terminantemente no. Mi tío estaba tan exaltado, tan apasionado por la idea de que concretaría al fin su obra, que nos apresuraba a que nos pusiéramos los disfraces. Su ansiedad nos contagió a todos y, velozmente, nos pusimos a leer las líneas que nos tocaban. Sabrina pensaba qué canción podría estar tarareando metida en la bañera antes de que el vampiro la atacara. Fede veía las múltiples posibilidades que le daban los efectos de la cámara y yo trataba de meterme en mi personaje ensayando ya los pasos encorvados de ese Igor maltrecho que aparecía en la primera escena. La película se llamaría “La novia del vampiro”, una especie de remake abreviada de una producción vieja de Peter Cushing. Todo iba bien, empezamos a ensayar; a mi tío le gustó mi aparición dejándole una bandeja con mi rostro maquillado y la boca entreabierta. Cuando él debía darse vuelta de la silla y mostrarse entero, detuvo la filmación por un momento, eso debía salir perfecto. Volvió a repetirle a Fede cómo debía poner la cámara y cómo enfocar su rostro con un zoom acelerado que precipitara al espectador hacia la mirada de ese ser de ultratumba. Así se hizo, el Doctor Terror emanaba autoridad, recio, firme en su papel de vampiro. Lejos de sentirse amedrentados, los chicos estaban entusiasmados con las indicaciones. El tío Oscar, lanzó sus líneas al aire, algo así como que “Mis hermanos de la noche ya me llaman de nuevo a la caza, ya debo partir. Estoy tan solo en este castillo abandonado; debo buscar algo más que una presa en esta velada nocturna”. Yo veía cómo se compenetraba con su papel y era como si al parafrasear tantas películas que había visto antes, estuviera también allí su deseo real, el de hallar una compañera que aquietara sus noches solitarias. Entonces llegó la escena principal: la escena de la bañera donde Sabrina, en remerita y pantalón corto, se metía en las aguas que habíamos llenado con espuma de baño. Allí ella tarareó la melodía de “Like a virgen” mientras nosotros nos preparábamos para filmar. Esta escena era un reto mayor que el anterior, contábamos con menos espacio; yo no quería perdérmelo. Estábamos los cuatro metidos en ese pequeño baño: ella ahí, en la tina, Fede filmándolo todo, yo en el marco de la puerta y mi tío, que a la señal también entraría al lado mío. No escuchamos el ruido del picaporte. Dijimos “Acción” con toda naturalidad. No escuchamos los pasos acercándose. Mi tío entró y se acercó a Sabrina con su boca abierta y sus colmillos falsos. No escuchamos la presencia que venía, y ya el Conde tapaba a su víctima con su larga capa, ocultando el jugo de tomate que acercaba al cuello de Sabrina y se precipitaba a morderla, cuando un grito desesperado, histérico, irrumpió con todas sus fuerzas y se lanzó contra la escena para separarlos. Era mi madre, para sus ojos, su pervertido hermano encima de una niña y, para colmo filmándolo, siendo filmado por otros niños, algo tan perverso que no podía entenderlo. Sacó de un tirón a Sabrina de la bañera. Le gritó a mi tío cosas horribles, —degenerado fue lo de menos—, y nos llevó a mi casa. Nos hizo cambiarnos, nos gritó y nos gritó y se llevó a mis amigos a sus respectivos hogares, intentando explicarles a sus padres lo que había pasado. Entre tanto, mi tío no pudo decir palabra alguna, tan callado quedó, tan triste. Su sueño estaba destruido, no importaba que no estuviera haciendo nada malo. Mi tío jamás estuvo loco, pero quién podría explicárselo a ellos. Mi tío era un poco extraño, pero no era un mal hombre. Nosotros quisimos ayudarlo, él no nos forzó. Nadie estaba desnudo, como se dijo después. Nunca hubo contacto real con Sabrina. Estábamos haciendo una peli de terror, nada más. Pero nadie nos creyó, los padres de Sabrina no lo creyeron, mi madre tampoco. Todos terminaron pensando que nuestra justificación era parte del shock, que negábamos todo por miedo a represalias de ese enfermo. Los psicólogos corroboraron todo aquello y a Sabrina la cambiaron de colegio. Fede comenzó a evitarme en los recreos, más por sus padres que por él, y los dos sabíamos que era absurdo. Peor hubiera sido filmarla en la cama, como acostumbraban aquellos clásicos, donde la mujer era abordada estando indefensa. Alguien como mi madre jamás lo entendería. Hace mucho que no le dirijo la palabra, creo que ya es un caso perdido, nunca me escuchará ni buscará entender las razones de ese día. Y lo peor, mi tío, el Doctor Terror se ha marchado.


Por algún tiempo temí lo peor: la cárcel o el neuropsiquiátrico, pero no podían ser tan rápidos. Ellos no podían ser tan rápidos como en las películas, faltaban papeles y apelaciones, testigos y declaraciones. No sé si los padres de mis amigos hicieron una denuncia, si lo dejaron así, si quisieron ocultarlo, lo que sé es que mi tío ya no está. Espero que esté bien, espero que donde esté siga con su sueño, que consiga una dama simple y bella y continúe con su sueño. Nunca tendré palabras para agradecerle por su legado, me ha dejado su videoteca como testamento para que no me olvide de los buenos tiempos que compartimos. No te preocupes tío. Nunca te olvidaré, príncipe de las tinieblas. | *** Gustavo Ramos (1984, Quilmes, Buenos Aires) es docente de literatura y lector asiduo de autores clásicos del género de terror como Poe, Lovecraft o Maupassant. Ha ganado premios de poesía en dos oportunidades. Fue uno de los fundadores del ciclo de lectura mensual “Club Atlético de Poetas” en la ciudad de Bernal, localidad de Quilmes, que aún continúa desarrollándose. Ha publicado el libro de poesía “Un instante en la noche” y un libro de relatos, “De pérdida y olvido”, con la editorial independiente Milena Cacerola.

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SEGURIDAD VIAL FRANCO GUARINO

Un auto va a 230km/h por una autopista. A esa velocidad un choque sería probablemente fatal para todas las personas involucradas. El auto consiste de diferentes elementos mecánicos y químicos que lo convierten en lo que es. El chasis, el motor, los neumáticos, el combustible que lo alimenta. Todo sirve para darle la forma y utilidad que tiene. No sólo es su utilidad la de transportar a alguien de un punto A a un punto B, sino también de dar la mayor seguridad posible a quienes vayan dentro. Para esto existen los cinturones de seguridad, airbags, frenos, etc. Pero aun así con todos los elementos de seguridad con los que cuenta en óptimas condiciones, si va a 230km/h y sufre una pérdida de control o choque, lo más probable es que hayan fatalidades. Éste auto eventualmente pierde el control. El conductor se encontraba ebrio luego de haber festejado el aniversario de la compañía para la que trabaja, y habiendo bebido siete speeds con vodka, decidió volver a su casa. Sacó el auto del estacionamiento del edificio con admirable precisión —para una persona que tomó lo que tomó— y se dirigió hacia la autopista, a unas seis cuadras. No llegó a haber manejado 2 kilómetros sobre la misma, cuando realizó un giro brusco con el volante y tocó el guardarrail, lanzando el auto por los aires y destrozándolo al caer. El paramédico Ricardo Ibarra que atendió la escena del accidente lo declaró muerto en el acto. La cabeza había sido aplastada por el motor y si no fuesen por los registros dentales, hubiese sido muy difícil reconocerlo. Bueno, por eso y porque era el dueño del auto. El águila real puede alcanzar una velocidad máxima de 230km/h yendo en picada para atrapar a su presa. La fisiología aerodinámica de éstos animales les permite descender rápidamente sin ser detectados. Cuando alcanzan a su víctima, utilizan sus filosas garras y potente pico para eliminar cualquier tipo de resistencia. El

chasis, el motor, los neumáticos, el combustible, todo esto alimenta al águila real. El águila real es modelo 2006, full, con cierre centralizado. Ricardo volvió a su casa más tarde de lo normal por culpa del accidente en la autopista. “Que borracho de mierda” —pensó —“¿Cómo carajo te subís a un auto y decidís manejar a esa velocidad teniendo el pedo que tenés… y mirá que he estado en pedo” .El departamento de Ricardo era un monoambiente bastante cuidado, ubicado en el barrio de Once. Tenía una cocina con las comodidades básicas necesarias; horno, heladera, microondas y demás. El living funcionaba como habitación también, teniendo un sillón plegable para dormir y un gran armario que ocupaba casi toda la pared. Ricardo dejó las llaves sobre la mesa, se descambió y entró al baño. “Estos hijos de puta todavía no arreglaron lo del gas, tengo las pelotas llenas de bañarme con agua fría” Ricardo abrió la ducha y mojó todas sus plumas, perdiendo velocidad a la hora de caer en picada para capturar a su presa. CAWCAWCAW soltó Ricardo con su brutal pico. —“A MI ME IMPORTAN UN CARAJO TUS NORMAS DE TRÁNSITO, GIL, BOTÓN, AMIGO DE LA YUTA” — gritaba Ricardo mientras iba a 230km/h por la autopista. El insulto había sido dirigido a un cartel con la cara de Mauricio Macri promocionando su presidencia. Ricardo volvía ebrio de una reunión en la asociación de avistamiento de aves de Lomas de Zamora. Ricardo creyó ver un águila real sobrevolando el descampado del lado derecho de la autopista, pero en realidad era un gorrión. Sin importar que ave fuese, Ricardo perdió el control y chocó contra el guardarrail, matando instantáneamente a sus pasajeros. Si se lo pisa a fondo, Ricardo puede llegar a los 230km/h en solo 10 segundos, pero solo la versión full que viene con airbags laterales y tapizado de cuero. ***

Franco Guarino (23 de abril de 1990, Wilde, Buenos Aires) ha estado escribiendo relatos cortos y dibujando caricaturas y personajes amorfos desde pequeño. Amante de la lectura, tanto de libros como historietas, encuentra en esas páginas un descanso del mundo que lo rodea. Actualmente vive en Capital Federal y entre las polvorientas hojas de lo que sea que se encuentre leyendo en este instante.


D E S T I E M P O (H I S T O R I A D E U N E S P E J O) NATALIA CÁCERES

Un sonido de canillas goteantes indicaba el escenario en que las tristes sombras de nuestros protagonistas se deslizaban cada noche. Furtivo el uno, a sabiendas de su papel; inocente y despreocupada la otra, ignorante absoluta del destino que jugaba con ellos cual marionetas para diversión exclusiva de algún aburrido lector. Casi todas las frías madrugadas de agosto ella entraba presurosa en el baño público de aquella estación de servicio. Siempre reproducía el mismo ritual, se encerraba unos minutos a orinar, al salir acomodaba su uniforme de camarera con minuciosidad. Ropa interior, medias, pollera y camisa debían quedar en prolijo y perfecto estado, como si esa tarea no hubiese tenido lugar en su vida. Luego, tras una veloz inspección en el espejo, se soltaba el lacio y abundante cabello que parecía explotar bajo la mortecina iluminación del sanitario, extraía un cepillo de su bolso y lo peinaba durante un rato con gesto de satisfacción, volvía a atarlo y salía tan presurosa como había llegado. Hasta aquí podríamos bajar un telón sobre una aburrida y común escena cotidiana que no le provocaría morderse las uñas ni al más ansioso de los espectadores. El asunto se enreda cuando cae en una especie de trampa la primera vez que entra en el mismo goteante y tenebroso baño, el segundo protagonista. Desganado, abúlico y malhumorado, no lo hace con fines libidinosos ni mucho menos, sino a limpiar, tarea que en su contrato figura probablemente en letras pequeñisímas. He aquí que después de haber higienizado cada compartimento, con el rostro sudado pese al frío, el joven gira, enfrentando al espejo y ve salir de una de las puertas a la coqueta camarera que arregla sus ropas sin prestarle atención. Con una disculpa titubeante en los labios y expresión confundida, da media vuelta hacia ella para encontrarse con la vacía penumbra que lo observa burlona. Lo asusta una nerviosa carcajada que escapa de su garganta al ver que el reflejo de la mujer peina su lacio pelo y luego abandona el lugar pero no hay quien provoque aquella imagen. Ni siquiera la puerta, que sabe cerrada con llave por dentro, se ha abierto en realidad. Entonces se percata de que él no se ve reflejado sobre la vidriosa superficie. Nervioso y confundido como nunca en su vida, sale del sanitario e intenta volver a sus tareas habituales con relativo éxito. No puede hablar con nadie de lo sucedido, se reirían de él o lo creerían bajo el efecto de alguna sustancia de sospechosa legalidad y perdería su trabajo. La noche siguiente, con cierto temor, el joven empleado ingresa al toilette con los elementos de limpieza un rato más temprano. Asea cada escusado de manera superficial, con la vista clavándose en el espejo y la puerta alternadamente. Ocurre lo mismo que la noche anterior y él presencia la escena, desde que ella entra, con la espalda oprimida contra la pared. No puede hallar ninguna explicación coherente, no ha visto nunca a esa muchacha por allí. Tantea el espejo buscando vaya uno a saber qué. Nada, ni siquiera encuentra su propio reflejo. Intenta en vano mirar detrás del espejo, desesperado por lograr comprender tamaña ilusión óptica. Así se suceden noches y semanas sin que ella falte a aquella inverosímil cita de madrugada. El empleado comienza a obsesionarse con la joven que peina sus cabellos delante suyo con caprichosa despreocupación. De tanto observarla en detalle se percata de que la situación no es siempre idéntica, existen pequeñas diferencias que le dan esperanzas: ella no es una especie de holograma, cambia. No pasa mucho antes de que comience a conversar con ella, decirle cada vez más esmerados piropos y desespere ante la falta de respuesta y la imposibilidad del contacto físico. Una de aquellas madrugadas en que había bebido unos tragos de más para poder enfrentarla sin enloquecer del todo, sucedió algo que nunca hubiera previsto. Apenas la vio entrar su mirada acarició las piernas ennegrecidas por las medias y una erección lo hizo sonreír alcoholizadamente, ya estaba masturbándose cuando ella salió del retrete y continuó haciéndolo mientras acomodaba su uniforme y peinaba sus cabellos. Sus ojos, que se clavaban en el escote de la camisa y se enredaban entre las esbeltas piernas, se entrecerraron al verla alejarse en el momento en que eyaculaba sobre los sucios azulejos. Al instante se sintió triste, estúpido y avergonzado, limpió todo con meticulosidad y salió a toda prisa. A partir de entonces no pudo mirarla como antes, sentía que debía disculparse y no tenía forma de hacerlo. Si sólo pudiese acceder a aquella extraña dimensión en que ella se superponía al momento en que él cumplía con sus labores... Anduvo cabizbajo unos días, reflexionando, casi sin posar los ojos sobre ella.


Desanimado, compró un ramo de rosas y lo dejó sobre el lavabo con un cartelito que rezaba "perdón". El ramo desapareció, pero no existían indicios de que sus manos lo hubiesen recibido. Comenzó a desesperar, creía que una especie de castigo le era infligido mediante la figura grácil que continuaba desfilando inalterable frente a él. Sucedió que una noche, mientras fumaba intentando aplacar sus nervios sin lograrlo del todo, lo que el espejo le mostró le cortó la respiración. Allí estaba ella, peinando sus cabellos con una placentera expresión en la mirada que se hundía en los ojos de él, asombrados al descubrir que detrás de ella asomaba un hombre. Tragó saliva tembloroso al comprender la situación de que era testigo, los ojos de aquel individuo denotaban el éxtasis perverso de que era presa mientras penetraba a la joven que no cesaba de cepillar su cabellera. La odió por tener que presenciar la cruda escena que rompió en mil pedazos sus esperanzas. La siguió odiando mientras el reflejo de su placer, multiplicado en los trozos de espejo que volaron por los aires cuando el carrito de limpieza se estrelló contra el vidrio, se clavaba en sus ojos, en su carne, en su alma, en su dolor. No tuvo la fuerza suficiente para controlar sus celos enceguecedores y reconocerse en el gesto de aquel hombre que ni siquiera tocaba a aquella mujer desconocida, sino que fantaseaba con su reflejo. La madrugada siguiente no hubo proyección atrasada ni superpuesta de ninguna situación, no había espejo ni espectador. La joven camarera regresó una vez que el baño dejó de estar clausurado, ya no había rastros de sangre puesto que un nuevo empleado se había encargado de la minuciosa limpieza del lugar. Tras el consabido ritual, ella se quedó observando el espejo con extrañeza, había creído percibir algo anormal en él, como si de alguna manera su reflejo fuese acariciado por la misma superficie vidriosa. Debía ser un efecto de la luz, sacudió la cabeza, se encogió de hombros y salió presurosa rumbo a su inalterable rutina.

*** Natalia Andrea Cáceres (nacida en Buenos Aires en 1977) escribe desde que tiene memoria. Esta afición se manifestó en su vida casi con tanta intensidad como su amor por la lectura. La revista Axxón, Ciencia Ficción en Bits ha publicado varios de sus relatos. Forma parte del staff editorial de la revista Cruz Diablo. Publicó de manera independiente una novela corta “Sed” y una antología denominada "Claroscuro", a la cual pertenece el presente relato.


Dalechiguana

Él sale al patio, sólo viste bigotes y una tanga. Desfila un poco ante todos, después se agacha y descarta un roll on por el orto y asi todos ríen de la reina del arroz con pollo. Luego, en el pabellón, en el piso lo descarnan a facazos. Ayer lo vi en Goringa. Vos, mirabas nat geo? seguías a alguien en twitter? te tatuabas un pez koi? boludeabas con el instagram?


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Da lechiguana, (1979) editó Su manera de tajear los sábalos (2014) y Canciones para escuchar en estaciones de servicios(2015) en coautoría con Juan Pablo Susel. Desde 2013 lleva adelante la editorial La Albóndiga Psiquica donde edita sus propios libros y de otros autores desconocidos. Durante 2015 organizó y coordinó el Slam! de poesía z norte. Participa de distintos eventos de literatura en capital y gran buenos aires. Actualmente se encuentra preparando las Reediciones de Dios nos odia a todos (2013), de Juan Pablo Susel y Canciones para escuchar en estaciones de servicio.



Me gustas cuando callas porque estรกs como ausente



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