COMO INTRODUCCIÓN: Algunos entretelones de la vida del querido Stepan Trofimovich Verhovenski 1 Puestos a dar comienzo al relato de los recientes y muy particulares sucesos ocurridos en nuestra ciudad —que hasta el momento no ha recibido ni ha merecido el mote de notable—, considero oportuno, por falta de pericia, retroceder hasta una época algo anterior y aportar ciertos detalles biográficos a propósito del querido e ingenioso Stepan Trofimovich Verhovenski. Estos datos deben ser entendidos como una introducción a la crónica que aquí se ofrece mientras queda para más adelante la historia que me propongo referir. Dicho sin rodeos: Stepan Trofimovich siempre había desempeñado entre nosotros un rol en cierto modo especial y, por así decirlo, cívico; rol que disfrutaba con pasión, hasta un punto tal que me atrevo a decir que sin él no habría podido vivir. No quiero decir con esto que fuera un histrión; Dios no lo permita, ya que le tengo un gran respeto. Es posible que todo sea cuestión de costumbre o, mejor dicho, de una propensión suya, tan notable como pertinaz, a fantasear, desde la infancia y con agrado, sobre lo bello y lo cívico de su posición. Por dar un ejemplo, se vanagloriaba siempre de su condición de «perseguido» y, si se permite la expresión, de «exiliado». Estas dos palabritas encierran cierto fulgor clásico que lo había deslumbrado de una vez para siempre y que, elevándolo gradualmente en la opinión que de sí mismo tenía, terminó ubicándolo en un pedestal tan alto como lisonjero para su vanidad. Hay una escena en cierta novela satírica inglesa del siglo pasado, en el que un tal Gulliver, que antes ha estado en el país de los liliputienses donde los habitantes no pasaban de tres pulgadas y media de altura, al volver a su tierra llegó a considerarse como un gigante hasta el punto de que, caminando por las calles de Londres, gritaba maquinalmente a los transeúntes y los carruajes que se quitasen de delante y cuidasen de que no los atropellase, imaginándose que él seguía siendo gigante y los otros liliputienses. Por eso se convirtió en el hazmerreír y en objeto de tremendos improperios. Más de un cochero zafio midió con su látigo las espaldas del gigante. ¿Eso estaba bien? ¿Hasta qué extremos puede conducirnos la costumbre? La costumbre llevó a un lugar similar al pobre Stepan Trofimovich, pero de un modo más inocente e inofensivo, si así cabe decirlo, porque se trataba de un buen hombre. Yo me inclino a creer que hacia el final todos y en todas partes le olvidaron; y, sin embargo, no cabe decir que antes fuera enteramente desconocido. No hay duda de que también él compartió algún tiempo el glorioso ideal de algunos prohombres de nuestra generación precedente y de que en cierto momento —aunque sólo en un breve instante— muchos irreflexivos de aquella época pronunciaban su nombre casi a la par de los de Chaadayev, Belinski, Granovski y Herzen —éste último acababa de irse a vivir al extranjero—. Ahora bien, la actividad de Stepan Trofimovich concluyó casi en el minuto mismo en que había empezado, como consecuencia, por así decirlo, de un «torbellino de circunstancias coincidentes». Bueno, ¿y qué? Pues que, como luego se vio, no solo no hubo «torbellino» sino ni siquiera «circunstancias», al menos en esa ocasión. Con gran asombro mío, pero de fuente absolutamente fidedigna, supe hace días que Stepan Trofimovich no solo no vivía entre nosotros, en nuestra provincia, en calidad de exiliado, como solíamos creer, sino