Ortner, Helmut - Sacco y Vanzetti. El enemigo extranjero [anarquismo en pdf]

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SACCO Y VANZETTI. EL ENEMIGO EXTRANJERO HELMUT ORTNER


HELMUT ORTNER

SACCO Y VANZETTI El enemigo extranjero


Fuente: Helmut Ortner – Sacco y Vanzetti. El enemigo extranjero, Txalaparta, Tafalla, 1999 Traducción: Alejandro Flores Bustamante Edición digital, revisión y corrección: La Congregación [Anarquismo en PDF] Portada y álbum: Reybum

Rebellionem facere Aude!


ÍNDICE

1 LOS DISPAROS DE BRIDGEWATER Y SOUTH BRAINTREE ............ 5 2 SALIDA HACIA LA TIERRA PROMETIDA ................................... 30 3 A LA CAZA DE ROJOS Y RADICALES .......................................... 52 4 LA TRAMPA SE CIERRA DE GOLPE............................................ 82 5 «POR LO MENOS DOCE AÑOS…» ........................................... 101 6 TILDADOS COMO ENEMIGOS PÚBLICOS ..................................126 7 EN LA JAULA DE DEDHAM .................................................... 140 8 LA DECISIÓN SAGRADA .........................................................163 9 LA CONSPIRACIÓN JURÍDICA ................................................ 198 10 ENTRE LA ESPERANZA Y LA DESESPERACIÓN ........................ 211 11 LA CONFESIÓN ................................................................... 224 12 «¡USTEDES ESTÁN CONDENANDO A MUERTE A DOS INOCENTES!» ...................................................................... 239 13 LIBERTAD O MUERTE ......................................................... 246 14 EL ÚLTIMO INTENTO DE SALVACIÓN ................................... 258 15 EL FIN DE LA TRAGEDIA ...................................................... 267 EPÍLOGO ................................................................................. 286 FUENTES E INDICACIONES LITERARIAS .................................... 288 ÁLBUM ....................................................................................291


Here’s to you, Nicola and Bart Rest forever here in our hearts The last and final moment is yours That agony is your triumph. Joan Baez/Ennio Morricone


1 Los disparos de Bridgewater y South Braintree

AQUEL INVIERNO ERA ESPECIALMENTE DURO en Nueva Inglaterra, la nieve caída ya sobrepasaba a la de años anteriores. La mañana fría y húmeda del 24 de diciembre de 1919 iba el pagador Alfred Cox, con más de treinta mil dólares en salarios, desde la Bridgewater Trust Company a su firma, la L. Q. White Shoe Company, en Bridgewater en el estado federal de Massachusetts. Cox iba sentado de espaldas a su chófer Earl Graves, sobre una gran caja metálica galvanizada en donde se hallaba el dinero. Al lado de Graves, que a causa del hielo existente sobre el pavimento guiaba con mucho cuidado el pesado vehículo Ford de techo de lona cerrado y grandes neumáticos, iba sentado el guardia Benjamin Bowles. El reloj marcaba las ocho menos veinte cuando Graves dobló en la esquina de la calle Summer para luego continuar por la calle Broad. Como por el centro corrían las vías del tranvía, Graves disminuyó la velocidad a casi veinte kilómetros por hora pues sabía lo resbaladizas que podían ser estas vías que estaban congeladas. Cuando el vehículo se encontraba a no más de cien metros de un tranvía que viajaba en la misma dirección, Graves se percató de que en la esquina de la calle Hale un coche frenaba bruscamente. Tres hombres saltaron de su interior y se dirigieron hacia el vehículo Hale un coche frenaba bruscamente. Tres hombres saltaban de su interior y se dirigieron hacia el vehículo de transporte. Se dio cuenta en segundos de |5


que algo no andaba bien. El primero de los tres hombres no iba encapuchado, llevaba bigote negro y vestía un abrigo negro. Graves vio que este portaba un fusil. Los otros portaban armas de fuego pequeñas. Repentinamente el hombre del bigote abrió fuego y dio de lleno en el parabrisas del vehículo. «¡Un asalto!», gritó Graves. No sabía si acelerar o frenar, en ese instante los otros dos hombres también comenzaron a disparar. Las balas chocaron estrepitosamente contra la carrocería metálica del vehículo. Bowles y Cox respondieron al fuego con dos disparos mientras que Graves aceleraba fuertemente y guiaba el vehículo sobre las vías del tranvía para alcanzar el otro lado de la calle. Como estaban congeladas al igual que el pavimento, Graves no pudo controlar el vehículo y lo perdió. No ayudó en nada que Bowles tomara el volante, el camión siguió su loca carrera y se estrelló contra un poste telegráfico. El metal hizo un gran ruido, los vidrios se rompieron en mil pedazos y del motor comenzó a salir un humo negro. Poco después del choque los tres delincuentes corrieron hacia su coche. Un cuarto hombre, de gran estatura, les había estado esperando durante toda la acción con el motor en marcha. Precipitadamente abrieron las puertas y se subieron en el coche que aceleró por la calle Hale haciendo chirriar sus neumáticos. El destruido camión ya había sido rodeado por una gran cantidad de paseantes. Gesticulando contaban lo que habían visto o lo que creían haber visto. Bowles, Graves y Cox tenían aún el susto metido en los huesos. Con los rostros pálidos agradecían a Dios no haber sido alcanzado o herido. La caja con la paga tampoco había sufrido daño alguno. La firma L. Q. White Shoe Company encomendó el mismo día a la agencia de detectives Pinkerton las investigaciones del caso. Un agente de esta firma interrogó a los tres involucrados como también a algunos testigos del asalto. Sus primeras investigaciones resultaron escasas y contradictorias. Pero el agente |6


ya estaba acostumbrado a esto. El testimonio de testigos de un delito suele ser inseguro. Algo así acontece demasiado rápido, cada persona percibe solamente una parte de lo sucedido y muchos ven frecuentemente solo lo que quieren ver y no lo que pasa realmente. Así, Frank Harding, un vendedor de repuestos automotrices, declaró que en el momento del tiroteo pensó primeramente que se trataba del rodaje de una película. Cuando llegó a la calle Hale los asaltantes corrían hacia su vehículo. Quizá un Hudson, pero de todas maneras un coche negro, eso sí lo recordaba, como también su matrícula: 01773C. Otro testigo, un médico joven llamado John Murphy, dijo que había terminado en ese momento de vestirse cuando escuchó los tiros. Inmediatamente abrió la ventana y vio cómo un coche aceleraba apresuradamente. Efectivamente era un coche negro. «A fin de cuentas, el color del coche coincide con el declarado por Harding», pensó el agente de Pinkerton. Pero también el doctor Murphy declaró, así consta en los apuntes dictados por él al detective, que se dirigió desde su casa en la calle Broad al lugar del accidente en donde se había estrellado el camión. Allí encontró un cartucho que recogió y guardó. «¿Tiene usted la vaina consigo?», preguntó el detective algo impaciente. El médico se metió la mano al bolsillo de la chaqueta y se la dio. Otros testigos no fueron tan productivos para el detective, sus testimonios eran difusos, superficiales y contradictorios. Tres de ellos dijeron que el hombre del fusil llevaba abrigo, pero otro lo desmintió. Algunos afirmaron que iba con la cabeza descubierta, lo cual fue contradicho por una mujer. «Llevaba un gorro de fieltro negro». A pesar de las numerosas contradicciones, la agencia Pinkerton se pudo hacer una primera imagen del caso; cuatro hombres, coche negro, el bandido del fusil era un hombre moreno de recortado bigote, mediano de estatura y de aproximadamente unos cuarenta años de edad. |7


En aquella época era habitual clasificar a las personas por su origen étnico y por eso se pensó inmediatamente en extranjeros, en griegos, polacos, rusos o italianos... Un detective de la agencia Pinkerton habló con Michael E. Stewart, jefe de la Policía de Bridgewater. El asalto había sido para él un acontecimiento excepcional. Stewart era jefe de policía de la ciudad desde 1915 y no había vivido nunca algo parecido. A decir verdad, sabía que en la zona industrial de Boston se sucedían constantemente asaltos y robos a locales comerciales y bancos, como tampoco le era extraño que la prensa escribiera sobre «Una ola de delincuencia». En los artículos se criticaba continuamente la incapacidad de acción de la policía. En Randolp, ciudad cercana a Bridgewater, el 17 de noviembre había sido asaltada por primera vez una caja de ahorros. Cuatro asaltantes habían logrado un botín de 35.000 dólares y luego habían desaparecido sin ser reconocidos. Pero esto había sido en Randolp y no en Bridgewater. Stewart consideraba como su éxito personal que en Bridgewater el mundo estuviera aún en orden. Le hacía sentirse orgulloso. Pero para él, que tenía dos agentes de policía, un hombre que por el día patrullaba, y otro que hacía el turno de noche, el asalto al transporte de dinero era un número muy grande. Le intranquilizaba. Le tocaba su orgullo de policía tener que trabajar junto a los detectives de la agencia Pinkerton. Stewart, un hombre grande y robusto entrando en los cuarenta, veía también en esta situación un desafío. Ahora podía probar que estaba llamado a cumplir tareas mayores que las de un policía de provincia. El detective le dio a entender que una gran cantidad de «rojos y bolcheviques» habían llegado a Bridgewater y que el asalto podría haber sido obra de una banda rusa venida de fuera de la ciudad. Stewart no sabía verdaderamente de dónde provenía la palabra «bolchevique», pero la usaba como insulto para denominar a los que consideraba gente del hampa. Y así lo hacían también |8


todos en Bridgewater. «Bolcheviques» eran los extranjeros, anarquistas, comunistas y algunas veces los sindicalistas. En resumidas cuentas, un bolchevique era la imagen opuesta de un estadounidense. Stewart, descendiente de una familia irlandesa radicada desde hacía dos generaciones en el país, se sentía superior a esos inmigrantes. Con esa gente él y su familia no tenían nada en común. «Soy un estadounidense, un americano», decía frecuentemente. Y como irlandés no solo se sentía un pionero en ese gran país, que se había convertido en su hogar, sino también una clase muy especial de estadounidense. El inspector Albert Brouillard, de la policía estatal, enviado como refuerzo a Bridgewater para ayudar a Stewart en el esclarecimiento del delito, tenía otra opinión. Veía el asalto relacionado con el hecho de que muchos delincuentes habían abandonado Boston, después de que la policía hubiera terminado con su huelga, para permanecer en las localidades cercanas a la ciudad y ahora, según Brouillard, estaban buscando nuevos terrenos para sus delitos. El detective de Pinkerton no daba mucho crédito a esas especulaciones. En su oficio contaban solamente los hechos y no las fantasías. Para lograr un par de pistas concretas probaron, a través de la recompensa de mil dólares que la compañía L.Q. White Shoe otorgaba, ganar a algunos de los contactos que tenían en el bajo mundo. El 30 de diciembre un detective anotó lo siguiente: Hoy, llamada telefónica de un informante, le encuentro más tarde para cenar. En el transcurso de la conversación me comunica que le había contado un conocido italiano suyo que los hombres que habían participado en el asalto de Bridgewater se habrían ocultado en un cobertizo en las cercanías de la ciudad. Allí habrían dejado el coche, unos trajes de faena y otras prendas de vestir. Añadió que los hombres serían italianos.

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Inmediatamente, los agentes de Pinkerton tantearon el terreno en el barrio italiano. Pasaron algunos días hasta que la dirección del locuaz informante fue detectada. La casa de tres pisos, construida de ladrillos, estaba en la periferia, en Brighton. El 3 de enero de 1920, el jefe de policía Stewart, el policía estatal Brouillard y el detective de Pinkerton, Hellyer, le fueron a buscar. La verificación no careció de problemas. Tuvieron que golpear un sinnúmero de puertas para que alguna por fin se abriera. Allí supieron que el hombre que ellos buscaban había salido por la mañana para Alston y que estaba por llegar. Entonces se decidieron a esperar su regreso. En el último descansillo de la escalera se pusieron a matar el tiempo. Era un lugar bastante pobre, en donde habitaban principalmente extranjeros, seres que habían llegado al país con grandes esperanzas pero que habían tenido que comprobar que esa sociedad les consentía alcanzar solo una vida sencilla. Eran polacos, rusos, griegos, armenios e italianos. Un olor a podrido flotaba en el ambiente. Las viviendas estaban húmedas y el revoque de las paredes desprendido. «El olor de la pobreza», pensó Stewart y miró por la ventana de la escalera hacia el patio. En ese momento le quedó claro que el asalto había sido obra de esa gente. «Quizás fueron rusos los que avisados por un espía en la fábrica supieron del transporte del dinero», le dijo a Brouillard. Este, aburrido, movió la cabeza como afirmando lo que le decían. «Quizás fueron italianos, casi todos suelen llevar bigote recortado y el hombre del fusil también llevaba el bigote recortado. Ahora sí que todo está claro», pensó Stewart. Se calló repentinamente al escuchar los pasos lentos y seguros de alguien que comenzaba a subir por la escalera. Habían esperado más de cuatro horas y por fin llegaba el hombre al cual habían estado aguardando. Vestía de forma bastante singular, abrigo negro y sombrero de fieltro de ala ancha. Su nombre: Carmine Barasso, pero se hacía llamar C. A. Barr porque | 10


sonaba más estadounidense. No quería que los funcionarios públicos supiesen a través del nombre que estaban tratando con un inmigrante. Carmine Barasso, había comprendido desde hacía tiempo que en ese país un falso orgullo le traería solamente desventajas. Por eso se había cambiado el nombre. Los tres hombres le abordaron para hablar sobre Bridgewater y este se mostró cooperativo para contar lo que sabía. Más tarde el detective de Pinkerton, Henry Halley, informaría que cuando habían estado en la vivienda de Barr les había narrado una extrañísima historia sobre una máquina de su invención que podía descubrir al autor de un delito independientemente del lugar en donde este se hubiese cometido. Estuvieron de acuerdo en que se trataba de un loco, un presumido al que gustaba hacerse el importante, y al que no se podía tomar en serio. Stewart, enojado y decepcionado, se dirigió esa tarde a casa por la carretera en la que se habían formado montículos de nieve a ambos lados. Las diligencias habían resultado infructuosas. ¿Quiénes eran los autores del robo? Solo estaba seguro de algo y era de que se trataba con seguridad de extranjeros. En lo de la nacionalidad había diferentes opiniones pero que eran extranjeros, en eso sí, todos estaban de acuerdo. La sospecha de que habían sido anarquistas era compartida por él mismo. «Esos cabezas de chorlito tienen a sus seguidores especialmente entre los italianos…», pensó Stewart. Pero si el asalto había sido realizado verdaderamente por los anarquistas, era una triste señal para Bridgewater. «Este es el comienzo del fin», se dijo a sí mismo. Semanas después del asalto hubo de reconocer, con el orgullo ofendido, que en el caso de White Shoe Company no se había logrado nada. La agencia de detectives Pinkerton retiró a sus agentes del caso y el policía estatal Brouillard emprendió su viaje a casa. En su oficina, una habitación interior del edificio municipal de Bridgewater, Stewart archivó el caso para volver a su trabajo habitual. | 11


Al poco tiempo ocurrió en South Braintree, Massachusetts, un nuevo asalto. Esto hizo recordar nuevamente a Stewart el tiroteo sin aclarar de diciembre. Un jueves, el 15 de abril de 1920, llegaron como siempre en el tren de la mañana los sueldos de la Compañía Slater & Morrill Shoe Company. Las vías ferroviarias de la New Haven Railroad y de la estación de South Braintree pasaban entre los dos edificios de la fábrica, a unos trescientos metros uno del otro. Eran las nueve y media de la mañana cuando Shelley Neal, un agente de American Express Company recogió una caja de metal para llevarla a la llamada «fábrica de arriba» en el edificio I, en donde se encontraba la oficina de sueldos de la compañía Slater & Morrill. La contable Margret Mahoney comenzó inmediatamente a introducir en las bolsas el dinero destinado a los sueldos de la «fábrica de abajo». Eran casi las tres de la tarde cuando terminó de sellar las, aproximadamente, quinientas bolsas con sueldos que sumaban 15.773 dólares y 59 centavos. A continuación, las depositó en dos cajas de madera que luego introdujo en las cajas metálicas. Cuando estaba por cerrar con candado dichas cajas metálicas entró en la oficina el pagador de la fábrica, el señor Parmenter, y su guardia Berardelli. Frederick Parmenter, hombre en la mitad de los cuarenta, de cabeza redonda y bigote corto, era muy estimado por el personal de la fábrica. No solo porque era el portador, el día de pago, de la nómina de sueldos duramente ganada, sino también porque era un hombre alegre, que propagaba un buen estado de ánimo. Por eso Margret Mahoney y las otras mujeres se alegraban de la visita semanal que les hacía. Parmenter era un bromista y siempre tenía un chiste en los labios. Ese jueves llevaba como siempre un sombrero de fieltro marrón que se prestaba a las bromas de la contable. Como lo sabía no solía llevarlo puesto cuando entraba en la oficina. A las 15 horas Parmenter tomó una de las cajas metálicas, la otra la tomó Alessandro Berardelli, su guardia, un italiano reservado, | 12


de aspecto tímido, que raramente intercambiaba palabra con otra persona. Luego, ambos hombres salieron de la oficina de pagos. Acostumbraban a viajar en coche por el camino más corto hacia la «fábrica de abajo», pero ese jueves lo hicieron a pie. Parmenter iba sin abrigo y seguía a Berardelli, que caminaba unos pasos delante de él; ambos iban desarmados. Desde su puesto de trabajo en el tercer piso de la firma Slater & Morrill, el cortador Mark Carrigan observó cómo el pagador y su guardia se aproximaban a la señal de precaución que estaba ante el paso ferroviario. Cuando se acercó a la ventana para abrirla más, por el calor que hacía ese día, se dio cuenta de que ambos se detenían para hablar con un hombre después de haber cruzado el paso ferroviario. Unos segundos más tarde prosiguieron su marcha. También las ventanas del primer piso estaban abiertas; dos costureras especializadas en cueros, Minnie Kennedy y Louise Hayes, podían ver desde sus puestos la calle. Les llamó la atención un coche que aparcó a la orilla de la calle a más o menos diez metros del edificio de la fábrica. Un hombre se puso a inspeccionar el motor con una herramienta en la mano, primero de un lado del capó y luego del otro. Después se paró ante el coche, puso un pie sobre el parachoques y encendió un cigarrillo. Pasado un rato las muchachas observaron cómo el hombre se subió al coche, condujo lentamente por la calle Pearl para luego volver y quedar a unos setenta y cinco metros del edificio. Jimmy Bostock, encargado del mantenimiento de la maquinaria de la fábrica, venía también por la calle Pearl. Llevaba prisa porque quería alcanzar el bus de las 15.14 a Brockton. En el camino se cruzó con Parmenter y Berardelli a los cuales saludó. «Bostock», le llamó Parmenter, «tengo que comunicarte que en el edificio I hay un motor que no anda bien». Bostock no podía detenerse y le contestó, «hoy no va a ser posible, | 13


quiero alcanzar mi bus. Mañana es también día de trabajo». Luego prosiguió su apresurado camino. «De acuerdo», contestó Parmenter haciéndole unas señas de despedida. Pasaban en ese momento por delante de un garaje, ya la «fábrica de abajo» estaba a la vista. Cuando se encontraban al lado de un poste de teléfonos que tenía una alarma de incendios, Parmenter vio a dos desconocidos apoyados en una cerca. Eran dos tipos de aspecto tenebroso y de baja estatura. Uno llevaba una gorra, el otro un sombrero de fieltro, y ambos ocultaban sus manos en los bolsillos. Parmenter acababa de pasar por su lado cuando sacaron las manos del bolsillo. Repentinamente el hombre de la gorra saltó ante Berardelli y le disparó. Parmenter se volteó y pudo ver el rostro del tipo. Inmediatamente le apuntó con el arma y abrió fuego. Parmenter, herido en el pecho, se tambaleó por la calle, a tropezones pudo dar un par de pasos. El hombre disparó nuevamente y le alcanzó esta vez en la espalda. Luego dio un tiro al aire. A esa señal, el coche que estaba aparcado cerca de la fábrica se dirigió a toda velocidad hacia ellos. Testigos declararían más tarde que el coche era un Buick gris claro. Berardelli, a pesar de sus graves heridas, se había podido levantar. Antes de que el coche emprendiera la huida, salió un tercer hombre desde su interior con un arma automática y se dirigió hacia Berardelli. A quemarropa le volvió a disparar. Los asaltantes tiraron las dos cajas en el asiento trasero del coche y se subieron rápidamente. En el momento en que salían huyendo a gran velocidad, uno de los hombres disparó una ráfaga hacia las ventanas superiores de la fábrica. Jimmy Bostock, que totalmente petrificado había sido testigo del asalto, tuvo que saltar a un lado porque el coche en su huida casi le atropelló. El auto llegó al cruce ferroviario de la calle Pearl cuando el guardabarrera, Michael Levangie, bajaba las barreras porque se aproximaba un tren. Levangie vio cómo le encañonaban los asaltantes. «Sube las barreras» le gritó alte| 14


radamente uno de ellos. «¡Súbelas o te mandamos a mejor vida!». Levangie subió las barreras lo más rápido que pudo y salió corriendo para buscar protección dentro de la garita. Los asaltantes dispararon hacia la garita y salieron a toda velocidad cruzando las vías justo antes de que el tren pasara. Durante la huida uno de los asaltantes sacó la pistola por la ventanilla trasera, que no tenía cristal, para cubrirse de posibles perseguidores. Hubo cantidad de tiros al aire, hacia cada lado de la calle Pearl, para asustar a los posibles testigos. Arrojaron chinchetas con cabezas de goma para reventar los neumáticos de los autos que les persiguieran. Ray Gould, un vendedor ambulante que iba camino de la fábrica para vender a los trabajadores una pasta de su invención con la cual se podía devolver el filo perdido a las hojas de afeitar, estaba al otro lado de las barreras cuando una de las balas de los asaltantes le perforó la bastilla del abrigo. Gould se quedó inmóvil de miedo y unas gotas de sudor le cubrieron la frente. Sin embargo, probó fijarse en el rostro de uno de los asaltantes cuando estos pasaron, en su huida, a su lado. Más tarde recordaría otros detalles: uno de los hombres tenía poco cabello, era rubio y llevaba un traje azul... Jim McGlone, un trabajador de la construcción que se encontraba cerca del lugar de los hechos excavando una fosa, corrió hacia donde yacía Parmenter. «Le cogí por los hombros y le pregunté si estaba herido. Pero no me respondió. Le recosté nuevamente sobre el suelo. Luego traje una manta y se la coloqué bajo la cabeza», declaró dos días más tarde. También Jimmy Bostock corrió al lugar después de que el coche de los asaltantes se hubiera perdido de vista. Atendió a Berardelli. «Sus labios estaban abiertos, con cada hálito se le llenaba la boca de sangre», dijo más tarde. Hizo todo lo que se podía hacer por él, pero al poco Berardelli dejó de respirar. Bostock descubrió tirados en la calle cuatro casquillos que guardó en el bolsillo de su pantalón. | 15


Entretanto, había llegado al lugar bastante gente que nerviosamente gesticulaba y rodeaba a los heridos. Las ventanas de la fábrica vecina estaban atestadas de empleados. Aunque nadie sabía con seguridad lo que había ocurrido, lo cierto era que para todos se había tratado de un tiroteo. Poco a poco se fueron enterando de que Parmenter y Berardelli habían sido asaltados y los sueldos habían sido robados. Fred Loring, que había venido junto a otros desde la «fábrica de arriba», vio algo que los otros no habían visto: un gorro que no estaba lejos del cadáver ensangrentado de Berardelli. Lo levantó y lo guardó. Parmenter, que aún mostraba señales de vida, fue llevado al edificio Colbert por McGlone y otros. Todos ellos vieron que el estado de Parmenter era bastante delicado porque había perdido mucha sangre. Entretanto, el jefe de policía, Jeremiah Gallivan, había llegado y se abría paso a través de los curiosos. La gente a su alrededor se empujaba entre sí y se apretujaba, todos decían a gritos desordenados dónde había ocurrido el tiroteo y qué camino habían tomado en su huida los asaltantes. Gallivan se encontró con el jefe de bomberos, Fred Tenney, quien le dijo que se trataba de un coche verde. «Quizás les podamos atrapar aún, no pueden encontrarse muy lejos», opinó Tenney. Agitadamente se subieron al pequeño vehículo rojo del bombero y acompañados del sonido de las campanas de alarma comenzaron la persecución. Salieron a toda velocidad, por pura intuición, en dirección sur hasta llegar a dos millas de la ciudad de Holbrook. Allí le preguntaron a un soldado que se encontraba en un cruce de calles. «Sí, hace diez minutos pasó por aquí un coche verde», dijo el soldado. «Giraron hacia la calle que lleva a Abington», e indicó hacia la izquierda. «¡Hacia Abington!», ordenó Gallivan, y Tenney condujo el auto al este, en dirección a Abington. Entretanto el policía había sacado su pistola y había bajado la ventanilla del coche. A gran velocidad se dirigieron a la pequeña | 16


ciudad. Allí, confundidos ya en la primera calle, perdieron rápidamente la orientación, se dirigieron al otro extremo de la ciudad, deambularon de un lado a otro, pero sabían que la cacería se había terminado, los delincuentes se habían escapado. Una hora más tarde retornaron decepcionados a South Braintree. No habían pasado más de dos horas del asalto cuando comenzó a desvanecerse la realidad de lo ocurrido, las fantasías y especulaciones se apoderaron de todos. Como ocurrió meses antes en Bridgewater lo visto por los testigos, los que habían vivido cada paso del asalto, era diferente y contradictorio. Como siempre no estaban de acuerdo en qué cosa y a quién habían visto. El coche era gris claro, dijo la muchacha de Slater & Morrill; era verde, opinó el bombero Tenney. Otros, dijeron que habían visto un coche negro. ¿O había sido un coche pintado de dos colores? No, otro testigo dijo que los bandidos habían huido en dos coches. Los individuos que dispararon fueron descritos como de tez oscura y luego como pálidos y rubios; primero que eran azules, luego marrones o grises los trajes que llevaban. Tenían puesto gorros, sombreros o simplemente no cubrían su cabeza. Cada uno portaba un arma, no, solo uno de ellos. ¿O eran dos? ¿Había cinco hombres? La situación había sido tan poco clara, dijo otro testigo, que podrían haber sido más de cinco. Por lo menos en algunos puntos hubo concordancia. El asalto fue realizado a pleno día, planeado y llevado a cabo hasta el más mínimo detalle. Los expertos estaban de acuerdo en que eran profesionales los que estaban detrás de aquello. La determinación de los asaltantes de dar muerte a cualquier precio a Berardelli produjo una serie de especulaciones, como por ejemplo que él los conocía o que era su cómplice. Cuando el coche partió, descrito cada vez más frecuentemente por los testigos como un Buick iban sentados dentro, al parecer, cinco hombres, dos delante y tres atrás Muchos testigos oculares coincidieron en que el individuo al volante habría sido un hombre | 17


joven y pálido, de pelo rubio. Los tres que participaron directamente en el asalto fueron descritos como italianos de mediana estatura. Mientras que en la calle se tomaban los testimonios de los testigos, Parmenter yacía semiacostado en un sofá de una oficina del edificio Colbert. Estaba casi inconsciente y apenas movía sus labios. «Uno era moreno, pequeño y regordete», susurró con esfuerzo, «el otro pequeño y delgado». Luego dejó caer nuevamente la cabeza sobre la almohada. Cuando llegó el médico de la policía, doctor Frazer, ordenó inmediatamente llevar a Parmenter al hospital estatal de Quincy. Allí fue operado por el cirujano Nathaniel Huntig. Aunque logró extraerle las balas de su cuerpo, la vida de Frederick Parmenter no pudo ser salvada. Una de las balas mortales había penetrado en la cavidad abdominal y le había destruido una de las venas principales. A las cinco de la madrugada, catorce horas después de haber sido herido, falleció. El cadáver de Berardelli, que también después del asalto había sido llevado al edificio Colbert, fue sometido esa misma noche a una autopsia. Se le pudieron comprobar cuatro heridas de bala: la primera en la parte superior del brazo izquierdo, la segunda cerca de la axila del mismo brazo, la tercera al lado izquierdo del cuerpo y la cuarta en el hombro derecho. Según los médicos, las tres primeras heridas no habían sido mortales, en cambio la cuarta bala había desgarrado el lóbulo pulmonar derecho y dañado una gran arteria. Las cuatro balas se encontraban aún en el cuerpo de Berardelli. Más tarde fueron cuidadosamente extraídas y marcadas en su base con números romanos. Por la tarde todavía peregrinaban los curiosos al lugar donde había sido el asalto. Familias completas paseaban lentamente después de la cena hacia la calle Pearl para poder ver por sí mismos el lugar de los hechos. | 18


No solamente llegaba gente de todos los rincones de South Braintree, sino que también venían de las ciudades vecinas de Randolp, Quincy, Holbrook y Wymonth seducidos por la noticia del delito. Cuchicheando se paraban sobre las secas pero aún visibles manchas de sangre que bajo la tenue luz de las lámparas del alumbrado público conformaban una visión macabra. Los casquillos que Jimmy Bostock había encontrado se los había dado dos horas más tarde a un jefe de la fábrica Slater & Morrill, el cual se los entregó posterior y personalmente al capitán William Proctor. El jefe de la policía de Massachusetts se interesó personalmente por el caso y viajó a South Braintree apoyado por detectives de la firma Pinkerton. Los casquillos encontrados, dos proyectiles de la marca Peter, uno Remington y el cuarto un Winchester, eran pistas materiales de mucho valor. También el gorro que había sido guardado por Fred Loring fue entregado más tarde a los investigadores. El capitán William Proctor se encontraba bajo una fuerte presión. La opinión pública y la prensa demandaban de la policía una rápida y certera aclaración de los hechos. ¿Pero cómo? ¿De dónde se debía sacar las pistas para llegar a los malhechores? Al día siguiente Proctor llamó a todos los detectives, al jefe de policía Gallivan y a sus subalternos a reunirse en su improvisada oficina. «Debemos hacer todo lo posible para detener rápidamente a los delincuentes, aquí se trata de la seguridad de nuestros conciudadanos y la de la nación. La gente espera de nosotros, con toda razón, que presentemos buenos resultados», les dijo duramente y mirándoles a los ojos. Cuando pronunció estas palabras no dejó de pensar en Bridgewater. Había muchas similitudes entre los dos casos y aún seguía sin ser aclarado el primero. Que en aquel entonces se había tratado también de un asalto al transporte de dinero destinado a los sueldos de una fábrica de zapatos era lo que más les llamaba la atención a todos. Como también que los asaltantes habían ac| 19


tuado con la misma sangre fina que ahora y habían comenzado a disparar de inmediato. Por eso el capitán Proctor declaró la alarma general. Durante el fin de semana el jefe de la policía y sus hombres rastrearon el coche de los asaltantes por calles, parques públicos y bosques de South Braintree y sus alrededores. Pero fue en vano. El asalto fue titular de primera página en todo el estado federal. Por todas partes se habló de él, los rumores y suposiciones sobre los autores circularon por doquier. Esto dio a la policía muchos indicios, pero de nada sirvieron. Repetidamente se comentó que Berardelli conocía al hombre que le había disparado, así como también el plan de los asaltantes y que por esto habría sido asesinado. Otros testigos, a los cuales los detectives de la firma Pinkerton les habían mostrado una serie de fotos de delincuentes habituales del archivo criminal de Boston, habían reconocido «con absoluta seguridad» al asaltante de bancos, Anthony Palmisono, como a uno de los autores. Solo había un problema, en el momento del asalto Palmisono se encontraba recluido en la prisión de Buffalo. En New Bedford el inspector de policía Jacobs recordó haber visto poco tiempo antes a un tunante al volante de un Buick nuevo. Se trataba de Mike Morelli que junto a su hermano habían organizado una banda criminal, la llamada «banda Morelli». Desde el día del asalto Jacobs no había vuelto a ver el Buick por South Braintree, pero sí otro con el mismo número de placa de matrícula. Frank, otro hermano de Morelli, le explicó a Jacobs que como su hermano era vendedor de coches simplemente había cambiado las placas. La sospecha de que los hermanos Morelli habrían tenido algo que ver con el asalto quedó sepultada al presentarse un hombre en New Bedford ante el capitán Proctor y contarle una historia que dirigió las investigaciones hacia una nueva dirección. Era E. Stewart, jefe de la policía de Bridgewater. | 20


El 16 de abril, el día del asalto, Stewart fue consultado por un funcionario de la oficina de emigraciones para indagar sobre los antecedentes de un italiano anarquista de nombre Ferrucio Coacci que por repartir propaganda anarquista debía ser expulsado del país. Coacci junto con otros cinco individuos llamaban a derrocar al Gobierno estadounidense. Bajo la Ley de deportación, que había entrado en vigor en 1918, les notificaron la deportación y los pusieron en libertad provisional después del pago de una fianza. Coacci, que algunas veces se hacía llamar Ercole Parrecca, había trabajado durante largo tiempo en la fábrica de calzados L. Q. White. Cuando fue detenido, uno de sus amigos, Joseph Ventola, pagó la fianza de cien dólares que se exigía. Las autoridades gubernamentales sabían que Ventola tenía contacto con grupos anarquistas. Coacci fue liberado bajo la condición de que pagara la manutención de los dos hijos que había tenido con su mujer Ersilia, con la que vivía esporádicamente. Mientras esperaba la decisión de la oficina de emigración sobre su expulsión del país, trabajaba en la fábrica de calzados Slater & Morrill. La orden de presentarse el 15 de abril ante los funcionarios de emigración fue desoída por Coacci con el pretexto de que su mujer había enfermado. Stewart no estuvo ese día en condiciones de seguir personalmente la pista a Coacci porque por la tarde debía ensayar con el grupo de teatro que frecuentaba. Por eso envió a uno de sus subalternos a casa de Coacci a quien encontró con el equipaje preparado como para salir apresuradamente de viaje. Por la noche Stewart fue informado telefónicamente por su compañero de trabajo de que la mujer de Coacci gozaba de buena salud y de que el italiano había querido solamente ganar un poco de tiempo. Después de escuchar esto Stewart no se pudo dormir, pasó toda la noche cavilando... Coacci vivía con su mujer y un joven coterráneo, llamado Mike Boda, en una casa bastante descuidada en la esquina de las calles Lincoln y South Elm, un terreno baldío en el oeste de | 21


Bridgewater. Hasta ese momento esos extranjeros no habían mostrado nada extraño, esto lo sabía Stewart. Nadie podía decir de qué vivía verdaderamente este Boda, un joven bien parecido, de cuidado bigote, nariz aguileña y ojos marrones hundidos. Algunos que le conocían sospechaban que tenía que ver con el comercio ilegal de alcohol. Cuando se juntaba, respondía que era representante de una firma frutera de Nueva York. En efecto, Boda había trabajado junto a su hermano durante largo tiempo como bootlegger 1, destilando alcohol cerca de Needham. Pero esta actividad fue realizada por muchos hombres durante la época de la prohibición en Estados Unidos, período en que se castigaba la venta y producción de alcohol. También se le conocía otro detalle. Era anarquista. Cuando tenía tiempo repartía folletos y periódicos anarquistas entre la colonia italiana. Esto también lo sabía Stewart. que sospechaba de cualquier tipo de actividad política que mantenía bajo observación, aunque no intervenía si no se extralimitaban. Stewart. sentado ante su escritorio, pensaba solo sobre el caso. Si Coacci no se había presentado el 15 de abril como debía hacerlo, tenía que tener una buena razón. ¿Tal vez no se había presentado porque había tenido que ver con el asalto de South Braintree...? Por otra parte, Barr, el chiflado, había declarado que un grupo anarquista que vivía en las cercanías de Bridgewater había ejecutado el asalto en esa ciudad. Barr había hablado de un cobertizo abandonado. Stewart llego a la conclusión de que Coacci podría ser el nexo... Dos días después del asalto, en la tarde del 17 de abril, Charles Fuller, gerente de la revista Enterprise, cerró su oficina situada no muy lejos de la de Stewart. Como cada sábado se dirigió a pie a la plaza de la feria para encontrarse con su amigo Max Winter porque ambos tenían allí, en un establo, sus caballos. También ese día salieron cabalgando por la puerta trasera El término designa tanto al que destila como al que vende alcohol de manera ilegal. | 22 1


en dirección a West Bridgewater. Su camino los llevaba a través de un pequeño bosque con gran cantidad de arbustos. Fuller, que precedía a Winter, vio repentinamente entre los arbustos un coche que estaba detenido. Desmontaron e hicieron a un lado las ramas para ver mejor. «Un Buick con la ventana trasera rota, dijo Fuller, tenemos que verlo más de cerca». Cuando echaban una mirada dentro del coche se percataron de que en el asiento delantero había un par de monedas, detrás había un abrigo marrón salpicado de pedazos de vidrio. Antes de que volvieran a montar, notaron que habían quitado los números de matrícula. «Charles, dijo Max Winter, este coche tiene un parecido con el auto que, según los periódicos, se usó en el asalto». Fuller asintió con la cabeza, «vamos a informar a la policía». Veinte minutos más tarde estaban el comisionado Ryan y el agente de policía William Hill, del destacamento de West Bridgewater, en el lugar. Conjuntamente, los cuatro hombres revisaron el coche por dentro y por fuera. Aparte de las monedas y del abrigo encontraron en la puerta posterior un impacto de bala. Fuller, que tenía experiencia en la conducción de los Buick, condujo el coche hasta la comisaría de Brockton. Allí se le hizo al día siguiente una nueva revisión Mientras tanto ya se les había notificado el hecho a los colegas de la sección de Bridgewater. Stewart y el agente de la policía estatal Brouillard llegaron al lugar para participar de las inspecciones. Juntos descubrieron que faltaba la rueda de repuesto y que el número de fabricación había sido adulterado, aunque el número del motor aún se podía leer: 560.490. Era, como rápidamente se pudo comprobar, el número de motor de un coche que estaba a nombre de Daniel H. Murphy de Dehdam, y había sido robado el 23 de noviembre. Inicialmente el dueño se había puesto a buscar por sí mismo el coche, pero más tarde había ido a dar parte del robo a la policía. Aquel día, el 23 de noviembre, el policía Warry Totty estaba | 23


parado bajo el arco de luz del edificio Memorial Hall en Dedham y vio cómo un coche pasó a toda velocidad cerca de la plaza. El número de matrícula coincidía con el del anotado por el testigo Harding durante el asalto ocurrido en Bridgewater. Para Stewart quedó todo claro: era el coche usado en ambos delitos. Pero algo no se le iba de la cabeza: el Buick había sido encontrado en un lugar que no estaba a más de dos millas de la calle Elm, en donde vivían los italianos Coacci y Boda. «La gente que lo hizo no cree en Dios», dijo Stewart con gran convencimiento. Los demás asintieron sin decir palabra. Todos sabían lo que pensaba Stewart porque ellos también lo pensaban. El martes por la tarde Stewart y Brouillard se dirigieron nuevamente hacia la derruida casa de Coacci y Boda. Esperaban encontrar allí algunas huellas. Después de que Stewart golpeara la puerta varias veces, abrió Boda. Ellos se identificaron como agentes de la policía de extranjería y preguntaron por Coacci. «Pero si Coacci se encuentra ya desde hace tiempo fuera del país», contestó sorprendido Boda. «Se encuentra a bordo del barco que lo lleva rumbo a Italia. Su administración le expulsó». Stewart y Brouillard se quedaron por un momento sin habla. Con el pretexto de buscar una fotografía de Coacci, que no había sido enviada a la policía, revisaron toda la casa. Boda les siguió desconfiado por todas las habitaciones. «¿Poseía Coacci un arma de fuego?», preguntó finalmente Stewart. Boda contestó «Sí, siempre la mantenía en la gaveta de la cocina». Stewart fue a la cocina y abrió la gaveta. El arma no se hallaba en su interior, solo encontró las instrucciones de uso de un arma automática de la marca Savage. Brouillard le preguntó a Boda si él también tenía un arma, este sacó sin titubear del escritorio un arma automática española. «¿El permiso para portar armas?», le pregunto Stewart y Boda negó con la cabeza. Luego comenzó a justificarse: «De acuerdo, no tengo permiso para portar armas, pero ¿quién tiene | 24


uno? No la llevo nunca conmigo fuera de mis cuatro paredes, pero aquí con ella me siento seguro...». Stewart le devolvió el arma y le preguntó si Coacci recibía frecuentemente la visita de hombres y dónde vivía ahora su familia. Boda respondió que un amigo, Joseph Ventola, les había llevado en un camión a South Braintree, adonde, específicamente, no lo sabía. Stewart le miró escéptico y pensó: «A los anarquistas no se les puede creer de ninguna forma...». Los tres hombres salieron de la casa y cuando se encontraban bajo el alero, Stewart descubrió un cobertizo a pocos metros de la casa. «¿Podemos echar una mirada ahí dentro?», le preguntó a Boda. Boda se dirigió hacia allí y abrió la puerta de madera. «Normalmente guardo aquí mi Overland, pero en este momento está en el garaje de Johnson», dijo Boda mientras abría la puerta para que entrara más luz en el cobertizo. «Precisamente ayer lo llevamos al garaje, necesitaba algunas reparaciones...». Stewart y Brouillard revisaron completamente el cobertizo. Stewart creyó reconocer huellas de neumáticos, demasiado grandes para un Overland, pero adecuadas para un Buick. Luego los policías dejaron el cobertizo y Stewart dio las gracias a Boda no sin antes decirle que quizás deberían volver por ahí. En el camino de regreso a Bridgewater, Stewart iba de mal humor. «N0 confío en ese tipo, quizás deberíamos haberle detenido». Brouillard le dijo, desaprobando con un movimiento de cabeza. «¿Qué tenemos en la mano contra Boda? Bien, no tiene permiso para portar armas, pero por eso no le podemos acusar. Haríamos el ridículo». Stewart no hizo ni un gesto y siguió conduciendo el coche; él también sabía que cualquier juez ante tales delitos tomaría en cuenta el sentir popular y actuaría de forma bastante liberal. Por último, desde siempre en Estados Unidos los hombres portaban armas de fuego. Pero eran extranjeros e incluso anarquistas, pensó, a esto debía encontrarle una solución... | 25


A la mañana siguiente Stewart volvió a casa de Boda para hablar con él. Quizás creía que caería en contradicciones puesto que el muchacho estaba dispuesto a hablar y quien mucho habla puede cometer también algún error... Pese a golpear repetidamente la puerta nadie abrió. Stewart se dirigió bastante molesto al garaje de Johnson para ver si aún estaba ahí el Overland de Boda. Cuando vio a Simon Johnson, el dueño del garaje, le preguntó por el coche. «Sí, el coche está aquí, respondió Johnson, va a durar un poco más de tiempo la reparación porque tenemos bastante que hacer». Stewart estaba furioso. Ni una señal de Boda, la información sobre el Overland era cierta. Ese muchacho conocía su oficio... repentinamente se le vino a la cabeza una idea. «Johnson, le dijo en tono tranquilo, con el coche hay algunos problemas. Puede ser que el Overland esté involucrado en una historia oscura». Johnson quedó algo inseguro ante lo que oyó, «¿qué tipo de historia?, ¿el pequeño Boda no se ha comportado bien?». Stewart fue más claro: «Escucha Johnson, no puedo contarte nada porque las investigaciones aún están en marcha. Pero para nosotros sería de gran ayuda si nos llamaras en cuanto alguien, da igual quién, viniera a recoger el Overland». Johnson estuvo de acuerdo y Stewart volvió, satisfecho de su idea, a Bridgewater. Pensaba: «quizás ahora sí se puede cerrar la trampa...». Pasó una semana hasta que Boda llamó por teléfono a Simon Johnson para informarse sobre el Overland. «Sí, lo puede pasar a buscar, está en orden», contestó Johnson lacónicamente. Pero Boda se tomó su tiempo. Después de su llamada, contactó nuevamente con Johnson el 5 de mayo. Era de noche, un poco después de las nueve. Simon Johnson y su mujer se preparaban para dormir cuando golpearon fuertemente la puerta. Cuando la señora Johnson bajaba por la escalera oyó que una voz llamaba: «¡Soy yo, Mike Boda, deseo recoger mi coche!». Simon Johnson, que estaba sentado a la orilla de la cama, tam| 26


bién escuchó la llamada. Al oído le dio a entender a su mujer que tenía que salir con algún pretexto a casa de un vecino para avisar al jefe de policía Stewart de lo que pasaba. Cuando la señora Johnson abrió la puerta de la casa la cegaron las luces de una motocicleta. Aun así, pudo reconocer a un hombre que llevaba puesto un sombrero que le cubría la frente y que montado sobre ella esperaba a Boda. Por detrás de la cerca pudo distinguir muy tenuemente a otros dos hombres. «Mi esposo baja enseguida para abrir el garaje», le dijo a Boda que se encontraba a un par de metros de ella. Luego se dirigió a través del patio a la casa de un vecino. Cuando Simon Johnson salió de casa descubrió también a Boda y a sus tres acompañantes. No les pudo ver los rostros, pues se encontraban muy lejos. Le dijo a Boda: «¿tienes el permiso de circulación aquí? Le respondió que no. «Me voy a arriesgar excepcionalmente a salir sin el permiso de circulación». Johnson movió la cabeza preocupado, pero hizo como que estaba dispuesto a entregar el coche sin el permiso de circulación. Lentamente se dirigió al garaje. Mientras tanto la señora Johnson, nerviosa, trataba de localizar telefónicamente a Stewart. Al final se comunicó con Warren Laughton encargado de esa circunscripción y le pidió que le comunicara a Stewart lo antes posible que habían venido a buscar el Overland. «¡Stewart sabe de qué se trata!», gritó por el auricular pues el policía no había entendido del todo lo que pasaba. Entretanto, Boda había cambiado de idea. Le parecía sospechosa la ausencia de la esposa de Johnson. Cuando ella volvía, el hombre del sombrero estaba poniendo en marcha la motocicleta. Boda gritó: «¡Mañana mando a alguien!». Luego se montó en el asiento trasero y salieron de allí a toda velocidad. Los otros dos hombres se fueron en dirección a Brockton. El matrimonio Johnson los observó hasta que se perdieron en la | 27


oscuridad. «¿Se habrán dado cuenta de que fui a telefonear?», le preguntó a su marido. Él se encogió de hombros y no contestó. La calle North Elm estaba a esas horas sin gente. Por casualidad los dos hombres se toparon con una mujer que más tarde declaró que ellos le habían preguntado por la parada del tranvía de la línea Bridgewater-Bockton, a lo cual ella respondió y luego de agradecerle se marcharon. Eran pasadas las nueve y media de la noche cuando los dos hombres llegaron a la parada. Un par de minutos más tarde llegó el tranvía. Se subieron. El controlador preguntó si se dirigían a Brockton y uno de ellos, el que no llevaba barba, contestó afirmativamente. Tomaron asiento al fondo del tranvía. Luego este salló traqueteando en dirección a la calle Copeland Mientras tanto Stewart ya había sido informado por su colega Warren Laughton y se había dirigido al garaje de Johnson. Pero era demasiado tarde. Boda se había escapado nuevamente. Cuando Stewart escuchó que dos de los acompañantes de Boda habían partido a pie en dirección a Brockton, telefoneó, desde la casa vecina a la de Johnson, a la policía del lugar. Dejándose llevar por su instinto de investigador y seguro de que los dos hombres se habían ido a la parada del tranvía, le ordenó al policía de servicio Michael Connolly detener a dos hombres que se encontraran en el tranvía que venía de Bridgewater. A la pregunta de qué razón había para esto, respondió que ellos habían querido robar un coche. Connolly le hizo una seña a su compañero de trabajo Earl Vaughn que se encontraba sentado al otro lado del escritorio: «Vamos, tenemos que detener a dos tipos...». Los agentes de policía se fueron caminando hacia arriba por la calle principal. Eran las diez y cuatro minutos de la noche cuando vieron las luces del tranvía que acababa de doblar desde la avenida Keith hacia la calle principal. Connolly le hizo señas al conductor, que disminuyó la velocidad. El tranvía viajaba tan lento que los policías pudieron subirse. Cuando se encontraron dentro del tranvía se dirigie| 28


ron hacia los únicos hombres que había allí. Connolly preguntó: «¿De dónde vienen?». «Bridgewater», contestó el hombre de bigote oscuro. «¿Qué hicieron en Bridgewater?». «Visitamos a un amigo». «¿Cómo se llama su amigo?». El hombre sin barba contestó: «Poppi» «Muy bien, dijo Connolly, así que estuvieron en casa de Poppi... Nosotros les estábamos buscando. ¡Quedan detenidos!». Los hombres preguntaron por las razones. «Ustedes son sospechosos», contestó Connolly. En ese instante un coche policial esperaba en la parada final en Brockton para llevarlos a la comisaría. Sus nombres: Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti.

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2 Salida hacia la Tierra Prometida

EN LO ALTO, EN LAS MONTAÑAS DE PIAMONTE, en el norte de Italia, donde las pequeñas casas pintadas de azul, rosa y verde cuelgan de los Alpes, la vida sigue su flemático curso. No se ve ninguna huella de prisa y agitación. Desde las montañas se extiende la provincia de Cuneo hasta las riberas del río Marga. El pueblo Villafalleto, un pequeño grupo de casas, está situado directamente al lado del río. Allí nació Bartolomeo Vanzetti el 11 de junio de 1888. La vivienda en donde nació aún existe, pero ya no pertenece a la familia Vanzetti. Es una casa de deteriorado ornamento, con el techo de tejas rojas, algo típico en ese lugar. Una casa como tantas otras, a la que nadie presta atención. Los padres de Bartolomeo eran considerados como económicamente acomodados con relación al nivel que tenía la gente en Villafalleto. Poseían una casa con jardín y un terreno para cultivar. Como vecinos eran muy apreciados, el alcalde y el sacerdote del pueblo los alababan como personas honestas y devotas. Ocho años antes del nacimiento de Bartolomeo, su padre, Giovanni Vanzetti, que por esa época tenía treinta años y aún no estaba casado, había resuelto probar suerte en Estados Unidos. Pero solo se quedó dos años allí. Las dificultades laborales y la nostalgia que sentía por su tierra le hicieron regresar en 1882 a su patria. Tras su regreso contrajo matrimonio con la viuda Giovanna Nivello Brunetti. También ella, junto a su hijo Nalin, había dejado Italia por algunos años. Después de la | 30


muerte de su primer marido había aceptado un trabajo como nodriza en Francia. Luego de su matrimonio con Giovanni Vanzetti dejó a su hijo Nalin bajo la custodia de un tío. Bartolomeo era el mayor de los cuatro hijos del matrimonio Vanzetti, un muchacho reservado y tranquilo. Amaba a los pájaros, a los que observaba con mucho agrado para luego anotar sus apreciaciones en una libreta de apuntes. También le interesaba la música, tenía una guitarra con la que practicaba constantemente. Como todos en la familia, era un católico devoto que nunca faltaba a la obligatoria misa semanal. En su autobiografía, publicada en 1923, escribió: «Iba a la escuela del pueblo y me gustaba mucho aprender. Mis primeros recuerdos se remontan a la obtención de premios en mis estudios, uno de ellos fue un Segundo premio en religión. Mi padre no estaba seguro de si debía dejarme estudiar o enviarme a algún taller para aprender un oficio. Un día leyó en el periódico La Gazzetta del Popolo que, en Turín, 42 abogados habían aspirado a un puesto de trabajo con un sueldo de 35 liras al mes. Esta noticia jugó un papel decisorio en mi juventud porque mi padre resolvió enviarme a aprender un oficio». Giovanni Vanzetti, a su regreso de América, había abierto un café, de ahí su interés en que Bartolomeo aprendiese el oficio de pastelero. Con trece años fue mandado a Cuneo como aprendiz donde un maestro panadero. Su padre le acompaño personalmente, «para que el muchacho conozca lo que es el trabajo duro e intenso». Quince horas diarias y siete días a la semana trabajaba el pequeño Bartolomeo en el amasadero aceptando esa tortura sin protestar. La primera carta que envió a casa le mostraba como un hijo obediente. El 23 de agosto de 1901 escribió a sus padres: Vuestra carta me alegró mucho, os agradezco el regalo que me enviasteis. Vuestros buenos consejos los he tomado en cuenta y os prometo que los voy a seguir… | 31


Como sabéis, tengo en este momento solo un par de zapatos pues los otros ya no me calzan, si debo llevarlo a reparar tendré que ir descalzo. Por favor os pido que seáis bondadosos y me enviéis un par nuevo… Mandadme medicina contra la papera (el clima de Cuneo me ha producido una infección al bocio) y las instrucciones de uso. Estoy contento, me gusta estar aquí… Gozo de buena salud.

El pequeño Bartolomeo no gozaba ni de buena salud ni tampoco se encontraba contento en ese lugar. Veinte largos meses aguantó esa miseria en Cuneo, luego partió a Cavour. Allí, en la panadería del señor Goitre, las condiciones de trabajo se podían aguantar, pero no era raro estar quince horas o más en el amasadero. «No me gusta este oficio, pero lo continúo solo por darle una alegría a mi padre», escribiría lapidariamente en su autobiografía, refiriéndose a aquella época. Soportaba su desgracia con piadosa resignación, reprimía sus lamentos. En las cartas a sus padres no escribía sobre su desgracia sino sobre lo que ellos deseaban leer. Como por ejemplo un día antes de Navidad, el 23 de diciembre de 1902: Os escribo esta carta para comunicaros novedades mías, alentado por las festividades os deseo confiar mis pensamientos y sentimientos. Hoy es Navidad, el día que nos recuerda la llegada de la luz verdadera a la Tierra, el arribo del niño celestial para iluminar al mundo, para librarlo de la oscuridad, para redimirlo con el sacrificio. Este es un día de fiesta y alegría que debería pasarse junto al calor del hogar, y yo daría tanto por estar entre los que me son tan queridos y sagrados. Pero esto no es posible. Debemos agradecer a Dios que vivo junto a una buena familia, una Fortuna que no llega a cualquiera. Le pido a Jesús con todo mi corazón que nosotros podamos vivir días felices, miles de semejantes días de paz y de amor, por lo menos unidos en nuestros corazones cuando verdaderamente no es posible estar juntos. También os escribo esta carta para desearos un buen final para el año | 32


que termina como también un buen comienzo para el año venidero. Añoro terriblemente veros y cuando pienso en el tiempo que queda para esto, me pongo muy triste. Os abrazo a todos.

En cartas posteriores a sus padres, Bartolomeo Vanzetti evidenció su miseria y les participó sus sentimientos. «Mi única queja se refiere a mis pies, que me duelen mucho. Por la tarde, cuando termino con mi trabajo, después de dieciocho horas, los pies me arden como si estuviera parado sobre brasas candentes. A decir verdad, estoy harto de esta mísera vida», escribió el 10 de junio de 1903 desde Cavour. Dos años más tarde dejó la panadería en Cavour y se marchó a Turín a buscar otro trabajo. En vano. Solo en una Segunda ocasión (mientras tanto había estado seis meses en el pueblo) encontró un puesto de trabajo como fundidor de caramelo en Turín. En febrero de 1907 Bartolomeo enfermó seriamente de pleuresía y su estado de salud empeoró de tal forma que su padre tuvo que viajar a Turín para llevarle de vuelta a casa. Aún no había cumplido los diecinueve años. «Y de esta manera regresé, después de pasar seis años en atmósferas apestosas de panaderías y cocinas de restaurantes donde solo ocasionalmente se podía gozar de un poco del bendito aire fresco de Dios y del maravilloso panorama de su mundo», escribió en su autobiografía. Más de dos meses pasó en su lecho de enfermo, a pesar de lo cual llamó a ese tiempo el más feliz de su vida, especialmente los meses posteriores. Se ocupaba del jardín, solía pasear por las colinas circundantes a Villafalleto, charlaba con la gente del pueblo. Pero su suerte no duró mucho tiempo, su madre, a la que amaba especialmente, enfermó de cáncer. Bartolomeo la cuidó, pasaba días enteros sentado al lado de su cama. Inútilmente. Con solo cuarenta y cinco años un cáncer pulmonar terminó con su vida. | 33


Vanzetti comentó más tarde que después de la muerte de su madre había quedado tan desesperado que había pensado en suicidarse. En su autobiografía escribió sobre aquello: «La pérdida fue muy grande para mí. El tiempo no calmó mi dolor, sino que lo aumentó. Veía cómo mi padre se iba encaneciendo prematuramente. Me volví retraído, callado; durante días no hablaba una palabra y caminaba solitario por el bosque a la orilla del río Marga». Después de la muerte de la madre, Bartolomeo tuvo que ayudar mucho más que antes en el hogar. Su hermana Luigia apenas tenía dieciséis años, Vincenzina, cuatro y el menor, Ettore, dos años. Cuando un día sorprendió a su padre con la decisión de emigrar a América, este no se mostró del todo feliz. Si bien él mismo había probado suerte en la tierra prometida, fracasado y retomado, aún le fascinaba ese país. Pero habiendo perdido recientemente a su mujer, no podía admitir esa fascinación. No quería perder también a uno de sus hijos. Tarde tras tarde Bartolomeo y su padre conversaron sobre la planificada emigración. Al final Giovanni, con el dolor en su corazón, accedió. El 9 de junio de 1908, dos días antes de su vigésimo cumpleaños, Bartolomeo se marchó a Estados Unidos. Medio pueblo le acompañó hasta la estación de ferrocarril. ¡A América!, muchos de Villafalleto no habían llegado tan lejos. Cuando el pequeño tren abandonó jadeante la estación despidiendo vapor y humo, muchos tenían lágrimas en sus ojos. También el joven Vanzetti. Sus impresiones las relató más tarde en su autobiografía: Mi dolor por la separación era tan grande que no podía decir palabra. Mi partida había despertado gran interés en el pueblo, los vecinos llenaban nuestra casa, cada uno con una palabra de aliento, un buen deseo, una lágrima. Me acompañaron en un largo cortejo, como si un habitante de la ciudad se separara para | 34


siempre de ellos. Así abandoné mi país, como un caminante apátrida…

Cuando Bartolomeo Vanzetti dejó su país Natal para marcharse a la gran tierra prometida, al país de sus añoranzas y esperanzas, buscaba la libertad personal. Pero su partida de asemejaba mucho a una fuga. Por un lado, no quería pasar más días de su juventud en una fétida panadería y por otro deseaba huir de la autoridad omnipotente de su padre. Su partida fue dolorosa y a la vez llena de esperanzas. Tres largos días viajó en tren por Francia y el 13 de junio se embarcó en el puerto de Le Havre. El viaje marítimo en el barco de vapor duró siete días y siete noches. Las condiciones a bordo eran catastróficas. La carencia de instalaciones higiénicas y un estado de ánimo tenso desembocaban, no raramente, en agresiones. En la sección de entrecubiertas, donde Vanzetti halló alojamiento, las personas iban apretujadas, una al lado de la otra, iluminadas tenuemente por una lámpara, todos a la espera de la tierra prometida: Estados Unidos. Cuando el barco entró en el puerto de Manhattan muchos de los pasajeros se sintieron intimidados por la altura de los edificios de esa ciudad, se taparon el rostro con las manos y comenzaron a sollozar. «Yo estaba en la cubierta y pretendía, entre la masa, descubrir qué había para nosotros allí dentro que nos invitaba y nos amenazaba al mismo tiempo». En la oficina de emigración, en un edificio de ladrillos oscuros Justo al lado del muelle de desembarco, se le rompieron a Vanzetti las primeras ilusiones. Nadie le ofreció un saludo cortés de bienvenida o una palabra de ánimo. Las esperanzas que él y los otros habían puesto en ese país se mostraron rápidamente como meras ilusiones. Hacía apenas dos semanas era el hijo de una admirada familia en Villafalleto, un joven recono-

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cido y querido. Aquí era solo uno de esos dagos 2, como los estadounidenses llamaban despectivamente a los inmigrantes italianos. El estado de ánimo, estando solo en la calle con pocos efectos personales, unos pocos dólares y la dirección de un coterráneo en el bolsillo, lo describió así: Recuerdo muy bien ese momento, cómo, después de mi llegada, me encontraba solo en los barrios bajos de Nueva York con un par de pobres ropas y muy poco dinero. En días anteriores había estado entre gente que me entendía. Y repentinamente me parecía haber despertado en un país en donde mi lengua no tenía más significado que el lastimoso ruido de un animal mudo. ¿Hacia dónde debía ir? ¿Qué debía hacer? Aquí estaba la tierra prometida. El tren pasaba a toda velocidad y no respondía a mis preguntas. Los automóviles corrían y no me percibían.

Vanzetti probó alojarse en la Séptima Avenida. Allí vivía el hombre del cual tenía la dirección que le habían dado al salir de Villafalleto. Pero recibir alojamiento allí resultó imposible. Más de treinta parientes vivían en cuatro habitaciones pequeñas, por esto se puso a buscar un lugar donde dormir. Finalmente encontró una casa en la que se podía alquilar una cama. En cada habitación había diez de ellas. Tres días después de su llegada encontró trabajo en un restaurante como lavaplatos. Durante tres meses trabajó allí. Terminado el trabajo dormía en una habitación al lado de la cocina; como el calor era insoportable allí dentro, solía, para poder respirar aire fresco, levantarse frecuentemente por las noches para ir a caminar por el parque que quedaba cercano. Por la mañana le costaba mucho esfuerzo mantener los ojos abiertos.

2 Dago es un insulto de carácter étnico referido a los italianos e, incluso, a españoles y portugueses. Podría derivar del nombre propio Diego. | 36


Más tarde halló un puesto de trabajo en el elegante restaurante Mouquin. Allí había, para la adinerada clientela, magníficos comedores; sin embargo, las condiciones de trabajo en la cocina eran de temer. El vapor que se producía al fregar nublaba tanto la fétida habitación que algunas veces no se podía distinguir a los colegas. La basura de la cocina, que se guardaba en grandes toneles, despedía un penetrante hedor. A menudo se cegaba la tubería del desagüe y en el suelo se formaban charcos de agua sucia que envolvían todo con el mal olor. Vanzetti trabajaba diariamente doce horas y los domingos recibía cinco horas libres. Su sueldo ascendía a seis dólares a la semana. Las condiciones de trabajo le recordaban a las de Cuneo. ¿Pero no había emigrado a ese país para huir de ese Martirio? ¿No había dejado su país Natal para escapar de la servidumbre, de los que tenían poder y explotaban su mano de obra? ¿No quería ser un hombre libre? La realidad se veía diferente, triste y anonadada. Después de ocho meses renunció a su trabajo porque temía enfermar de tuberculosis en ese ambiente húmedo. Vanzetti era ahora uno más de los incontables desempleados que en esa época deambulaban por Nueva York en busca de trabajo. Cada mañana se ponía a la cola en una oficina de empleo para desocupados. Pero muchos esperaban lo mismo, demasiados para los pocos puestos de trabajo que había. Una mañana encontró a un hombre joven que no llevaba ni siquiera un dólar en el bolsillo. Hacía días que no probaba una comida caliente. Vanzetti le llevó a un local barato y le invitó a una pobre comida. «Es casi imposible encontrar un trabajo en esta ciudad», opinó el joven; por eso quería probar suerte en el interior del país, según él, allí había mayores posibilidades laborales. Vanzetti también se quejó del problema que significaba encontrar trabajo siendo un inmigrante. Juntos decidieron abandonar Nueva York. Con los últimos dólares que le quedaban a Vanzetti navegaron en un pequeño vapor a Hartford, en Connecticut. | 37


Atravesaron el país sin un destino fijo, golpeaban todas las puertas preguntando por trabajo, así también lo hicieron en casa de un granjero: Le imploramos; hacemos cualquier trabajo, lo que usted pida. Él no podía darnos ninguno, pero se conmovió por nuestra pobreza y por nuestra hambre evidente. Nos dio de comer y luego nos acompañó por toda la ciudad en busca de trabajo. Nada, absolutamente nada fue posible encontrar. Entonces, por lástima, nos llevó nuevamente a su granja, aunque no necesitaba trabajadores. Catorce días nos permitió quedarnos. Siempre voy a tener un gran recuerdo de esa familia americana porque fueron los primeros estadounidenses que nos trataron como seres humanos a pesar de que nosotros veníamos de la tierra de Dante y Garibaldi.

Luego continuaron su viaje de pueblo en pueblo en busca de trabajo y albergue. A menudo estaban satisfechos con una rebanada de pan y un techo sobre sus cabezas. Finalmente, después de más de dos semanas de peregrinaje, encontraron ocupación en una fábrica de tejas y ladrillos en Springfield, Massachusetts. El trabajo era singularmente difícil y el compañero de Vanzetti desistió, extenuado, a los pocos días. En cambio, él duró en la fábrica diez meses. Sobre aquella temporada escribió: El trabajo era verdaderamente difícil para mí, aunque había alguna que otra alegría después del fatigoso trabajo. Éramos una colonia de inmigrantes de Piamonte, la Toscana y Venecia, casi como una familia. Por las noches olvidábamos las desgracias del día.

Finalmente, Vanzetti partió nuevamente en su peregrinaje en busca de un trabajo mejor, de mejores posibilidades. Pero su buena voluntad raramente fue premiada. Aunque por el trabajo que realizó en una cantera de Meriden recibió un poco más de dinero que en Springfield, también fue insoportable. | 38


El 12 de enero de 1911 le escribió una carta a su hermana Luigia desde Meriden. Allí mencionó que había planeado marcharse al oeste del país pero que después había resuelto quedarse por el momento en Meriden. Detalladamente describió sus impresiones de Estados Unidos, el país en el que él, un inmigrante de veintitrés años aún creía, aunque, a menudo, le parecía incomprensible. Pues bien, ahora te quiero contar un poco sobre América. Me llevaría mucho tiempo relatar cada una de mis aventuras, suficientes para llenar un libro, por eso te voy a hacer un resumen. Como ya pudiste darte cuenta en mi primera carta, esta región, a mi llegada, sufría una fuerte crisis económica. Yo tuve la suerte de encontrar trabajo en hoteles y así vivir bastante bien durante diez meses. Trabajé dos meses para Caldera (Caldera era un primo de Villafalleto que había emigrado tiempo atrás) y diez meses en un restaurante francés. Realmente por mi temperamento no pude seguir allí, ya que mi carácter no permite que en mi presencia se cometan injusticias y también porque mi salud empeoró. Dejé Nueva York y me fui al interior del país. Trabajé en granjas, talé árboles, hice ladrillos y tejas, cavé fosas y estuve empleado en una cantera. Luego realicé trabajos en una confitería, en una heladería y para una compañía de teléfonos. Al final de la primera temporada me quedó un poco de dinero que gasté durante el invierno. Este año tuve mejores empleos que los años anteriores y pude ganar un poco más. Por el momento no tengo trabajo a causa del frío. En invierno, todos los trabajos al aire libre se suspenden. Tengo buenas perspectivas de empleo ya que uno de mis amigos, un viejo piamontés, está haciendo todo lo posible por conseguírmelo. En el campo me puse más fuerte y saludable. Aunque digo campo, tienes que entender que se trata verdaderamente de una ciudad de treinta mil habitantes. Aquí hay una biblioteca municipal, una escuela primaria y otra secundaria. La ciudad está rodeada de parques y lagos. No existen nacionalidades sobre la Tierra que no estén representadas aquí. Padecí mucho cuando descubrí que estaba rodeado de personas extrañas, indiferentes y hasta, a veces, hostiles. Tuve que tolerar insul| 39


tos de gente a las cuales les habría hecho comer polvo de haber sabido una décima parte de buen inglés de lo que sé de italiano. Aquí la justicia se basa en la violencia y la brutalidad, y pobre del extranjero, especialmente italiano, que defienda sus derechos con métodos enérgicos; a él le espera el garrote policial, la cárcel y el código penal. Si bien tienen muchas buenas cualidades, no creas que los estadounidenses son civilizados. Cuando se les quita su dinero y su elegante ropa, son bárbaros, fanáticos y criminales. No hay un país en el mundo que tenga tantas religiones y rarezas religiosas como este bendito Estados Unidos. Aquí es bueno quien es rico, aunque robe y asesine. Muchos se han vuelto ricos vendiendo su dignidad humana, espiando a sus compañeros de trabajo y a sus compatriotas. Reducen su moral a un nivel que está por debajo del de los animales. Aunque aquí cada religión está permitida, triunfa el jesuitismo. Las sagradas enseñanzas europeas, sabias y gentiles, no iluminan este lugar o a su gente. Yo no he cambiado en esta Babilonia, y la cobardía nunca ha formado parte de mí. Siempre he estado bien considerado no solo por estadounidenses, sino también por los italianos e incluso por los negros. Aún nadie ha podido convencerme de que lo blanco es negro y si alguien no me puede mirar a los ojos, entonces, en este caso, él sabrá que yo le voy a despreciar. Debes saber que aquí hay muchos jóvenes italianos, especialmente del sur de Italia, que no trabajan; se divierten continuamente y van por lo general elegantemente vestidos. Pertenecen a la Mano Negra y viven del fruto de sus delitos. Yo estoy casi siempre solo porque los italianos en Estados Unidos, comúnmente, son incultos. Me junto solo con gente honesta e inteligente. Asisto desde hace dos años a cursos de inglés y estoy logrando grandes avances. Entiendo casi todo, pero tengo algunas dificultades al responder. Solo me fío de mí, de mi voluntad, de mi decencia y mi salud. Espero poder imponerme. Ama a los niños, trata a papá tan cariñosamente como te sea posible, ha padecido tanto por nosotros. Ha trabajado para nuestro bienestar y lo sigue haciendo. Ejerce la virtud, huye del vicio. Piensa que cuando te comportas de esta manera entonces cumples con tus obligaciones de hermana e hija. Caerán sobre ti | 40


muchas bendiciones y la buena conciencia, que para la paz del alma es indispensable, te traerá aquel Consuelo y aquella dulzura que solo el Bien puede alcanzar. Piensa también que a través de este comportamiento estás satisfaciendo los deseos de tu hermano que te ama con todo corazón.

De Meriden se trasladó nuevamente a Nueva York. Algunos amigos le habían convencido de volver a practicar su viejo oficio de confitero y pastelero. Como trabajador no cualificado, se decía, no ganaría nunca lo suficiente. Y Vanzetti tuvo, de hecho, suerte. Encontró rápidamente un empleo como pastelero en el restaurante Savarin, en Broadway. Pero la suerte duró poco. Después de ocho meses fue despedido sin recibir explicaciones. De ahí se cambió a la cocina de un hotel en la Séptima Avenida, pero de allí también fue despedido a los cinco meses. Por último, probó el mecanismo de las agencias que gestionaban empleo y compartían parte de la comisión con los jefes de cocina. Como estos estaban interesados en ganar unos pocos dólares más a través de este sucio método, hacían todo lo posible para que se empleara constantemente a nuevos trabajadores. En Nueva York se quedó poco tiempo, un episodio triste. Esa ciudad no le trajo buena suerte. Después de cinco meses de desempleo se fue a trabajar en la construcción de una línea de ferrocarril en Massachusetts. Una agencia había estado buscando a hombres fuertes y un amigo le había aconsejado presentarse allí sin camisa. Un pecho velludo, según el amigo, denotaba fuerza y resistencia. Así pues, Vanzetti, que era muy peludo, se presentó a la agencia con la camisa abierta y consiguió el trabajo. Trabajaba, en un grupo, de diez a doce horas diarias. Era una tropa bastante dispar, hombres que habían fracasado en otros lugares, que habían enterrado sus sueños de Libertad y de una vida digna. Hombres sin futuro. Cada nacionalidad estaba representada y Vanzetti casi no podía recordar los nombres | 41


de cada uno de sus compañeros de trabajo. De todas maneras, esto no era necesario. Todos habían recibido un número de identidad y, no solo por aquel detalle particular, se parecía a una tropa de trabajos forzados. Vanzetti no se daba por vencido y cumplía, silencioso, con su duro trabajo. Su destino no debía ser determinado por agentes de trabajo codiciosos. Tenía aún la inquebrantable voluntad de seguir su propio camino en ese país y no terminar sus días como trabajador de las líneas del ferrocarril. Quería ser un hombre libre, aceptado y respetado. ¿Era mucho pedir? En 1914, después de dejar su trabajo en la construcción del ferrocarril, se trasladó a Plymouth donde se empleó como cargador en una fábrica de cordaje. Por esa época, después del trabajo, comenzó a leer. Más tarde lo recordaría de esta manera: Ah, cuántas noches he pasado delante de un libro, a la luz titilante de una lámpara de gas, hasta la llegada de la mañana. Apenas había puesto mi cabeza sobre la almohada, sonaba la sirena a vapor de la fábrica y tenía que ir a trabajar.

Vanzetti leía sobre todo libros de política y crítica social: Marx, Gorki y las obras del revolucionario italiano Mazzini. Su alojamiento quedaba en un callejón de nombre Suosso, uno de los tantos sin pavimentar de Plymouth, en el cual ni las casas tenían numeración. El barrio estaba compuesto por barracas contiguas de forma heterogénea. Se le llamaba en el lenguaje popular La pequeña Italia, particularmente porque allí vivían inmigrantes italianos. Vanzetti vivía con la familia Brini, que había construido con sus ahorros una casa de madera con dos departamentos. Vicenzo Brini y su mujer Alfonsina vivían allí con sus tres hijos. Uno de ellos, Lefevre Brini, recuerda así a Bartolomeo Vanzetti: Recuerdo cómo llegó con una gran maleta a nuestra casa, mejor dicho, con dos maletas, una negra grande y una más pequeña | 42


marrón. Sabe, como niños creíamos que en las maletas había algo para comer. Nosotros le seguimos por todas partes, pero no dejó las maletas en ningún momento, solo hablaba. Lo puedo recordar bastante bien. Finalmente puso las maletas en el suelo, pero nosotros no nos atrevimos a tocarlas. Luego mi madre le indicó su habitación y él tomó las maletas y fue hacia allí. Cuando llegó a nuestra casa se veía bastante extraño, llevaba barba de chivo y bigote y cuello alto almidonado. Se veía bastante diferente a otras personas, en el vecindario no había nadie que llevara barba de chivo. Por esto nos pareció, de alguna manera, algo raro. Pensamos, veremos cómo nos podemos entender con él pues parece amable. Nos acariciaba la cabeza y los domingos les ayudaba a mis padres con el desayuno.

Vanzetti era muy querido por los niños de la familia Brini. Solía pasear con ellos, les ayudaba con las tareas, iba con ellos a la biblioteca y les enseñaba italiano ya que ellos solo hablaban el dialecto boloñés. Ellos a su vez le enseñaban inglés porque aún al piamontés le resultaba difícil la lengua de su nueva patria. Vanzetti era un hombre casero, la unión a una familia le hacía bien. Cuando no asistía a los cursos nocturnos que ofrecía en diferentes áreas políticas el club Amerigo Vespucci, el punto de encuentro de la colonia italiana, leía sus libros, jugaba con los hijos de los Brini o discutía con Vicenzo Brini sobre el anarquismo. Formar una familia aún no estaba en sus planes y no tenía interés en el matrimonio. Esto lo corrobora Vanzetti en una carta a una de sus tías, en la que escribe: «La idea del matrimonio aún no me ha pasado por la cabeza. No he tenido nunca una enamorada y cuando he estado enamorado de alguien, ha sido esa clase de amores que he tenido que esconder en mi pecho». En otra oportunidad escribió que la anarquía era su amante y el anarquismo tan bello como una mujer. Pero estos no eran más que los vuelos de un romántico revolucionario, influido | 43


por las lecturas anarquistas clásicas. Vanzetti, que originalmente había sido un creyente católico convencido, había encontrado en América su nueva religión, el anarquismo: En América experimenté toda la aflicción, el desengaño y la privación que son forzosamente la suerte que corre un ser humano que llega a este país a los veinte años de edad, no sabiendo mucho de la vida y con algunos sueños en la cabeza. Aquí vi toda la crueldad de la vida, toda la injusticia y la corrupción que la humanidad trágicamente lleva consigo.

Vicenzo Brini era un anarquista convencido. En su casa se daban cita compañeros que vivían en los alrededores. Frecuentemente se llevaban a cabo allí reuniones y discusiones, en las que Vanzetti tomaba parte con ahínco. En las pocas horas que le quedaban entre el trabajo, cursos vespertinos y las horas de sueño, profundizaba su saber en libros de filosofía y política. Malatesta, Kropotkin, Darwin, Tolstói, Zola. Leía ávidamente todo lo que caía en sus manos. Cuando en enero de 1916 se produjo un paro de actividades en la fábrica de cordaje, Vanzetti participó en el comité que administraba los fondos de huelga. En aquel tiempo los hombres ganaban seis dólares por semana. Los trabajadores pedían más sueldo. Sus exigencias eran doce dólares para los hombres y ocho para las mujeres. Se llevaron a cabo reuniones en la empresa en las que, frecuentemente, Vanzetti hablaba exhortando a los trabajadores a perseverar. Después de dos semanas se rompió la solidaridad entre los trabajadores y la huelga se vino abajo. Los trabajadores reaccionaron indignados ante el ofrecimiento de la dirección de pagar un suplemento general de un dólar, pero por último tuvieron que aceptar desalentados. Ninguno quería perder su puesto de trabajo. Vanzetti, al finalizar la huelga, fue puesto en la lista negra como dirigente, lo que significó el aviso de despido. Con esto quedó marcado | 44


en todas las empresas y fábricas de la región como «un elemento de inestabilidad, revolucionario y agitador». En los meses que vinieron, se convirtió nuevamente en un trabajador jornalero realizando diferentes labores. Acarreó piedras para la construcción, excavó pozos, transportó helado y quitó la nieve en invierno. Lentamente comenzaba a comprender que en ese país iba a vivir constantemente en conflicto con su forma de pensar, que su porfía y su voluntad de lucha por una vida Justa le condenarían a trabajos humillantes. La tierra prometida, hacia la que había salido hacía unos años desde su país Natal para convertirse en un hombre de respeto, se desenmascaraba y se le mostraba como una ilusión. En esa época conoció a un hombre que también militaba en el movimiento anarquista y con el que entabló amistad. Su destino se vincularía irrevocablemente con el de este hombre. Su nombre, Nicola Sacco. El 22 de abril de 1891 nació Nicola Sacco en la pequeña ciudad de Torremaggiore, al sur de Italia, como uno de los diecisiete hijos del matrimonio Sacco. La familia era considerada, a pesar de la gran cantidad de niños, como una de las más acomodadas de Torremaggiore. Sus campos eran los mayores de la región y poseía una muy buena empresa de aceitunas y vino. Nicola pasó una infancia sin problemas. Más tarde, cuando recordaba aquel tiempo, solía rememorar casi un cuadro idílico: Distante a más o menos sesenta pasos de nuestro viñedo, teníamos un gran terreno sembrado con diferentes clases de verduras que labrábamos mi hermano y yo. Cada mañana, a la salida del Sol, y por las noches, al atardecer, les echaba a las plantas y a las flores un cubo de agua, también regaba los árboles que habíamos plantado. Cuando por las mañanas temprano terminaba con mi trabajo era el momento mismo de la salida del sol, yo saltaba al estanque y me maravillaba de cuán hermosos podían ser los rayos del sol. | 45


A los catorce años Nicola dejó la escuela y comenzó a trabajar en los campos y en el viñedo de la familia. El padre estaba orgulloso de sus hijos, eran trabajadores y fiables. Su padre era un hombre excepcional para esa época. A pesar de su prosperidad económica se sentía comprometido con las ideas liberales de los republicanos. Era miembro del Club Republicano, una agrupación de librepensadores y socialistas que, en sus tardes de club, forjaban planes para la construcción de un mundo más Justo. También Sabino, el hermano mayor, militaba entre los socialistas. Así, el joven Nicola entró tempranamente en contacto con pensamientos políticos y escritos que le interesaban ávidamente. Punto central de su visión del mundo era la libertad individual, la libertad contra la opresión, la esclavitud y la explotación. «Un país como Estados Unidos, grande, libre y justo», decía Sabino. Sabino, Nicola y muchos de sus amigos hablaban regularmente del país allende el gran océano. Aunque recibían de algunos compatriotas cartas desilusionadoras que describían lo difícil que era la vida por allí, veían en aquella nación el país de la libertad y de los grandes logros. Cuando Sabino fue llamado a cumplir por tres años el servicio militar, Nicola asumió sus tareas y se convirtió en el principal apoyo de su padre. Los sueños sobre América de Sabino y Nicola intranquilizaban al padre. Pensaba en ello, y en cómo de ahí en adelante debería llevar a cabo todo el trabajo. Entendía bastante bien el deseo de partir de ambos hermanos, pero ellos también alimentaban con esto sus miedos. Al fin y al cabo, tenían en Torremaggiore todo lo que necesitaban. Por lo tanto, ¿qué deseaban sus hijos en ese desconocido país? Cuando Sabino y Nicola recibieron respuesta de un amigo de su padre que había emigrado tres años atrás a Milford, Massachusetts, y al que le habían escrito una carta, se intensificaron los temores del padre. Ellos debían viajar lo antes posible, contestó el amigo exaltadamente, y Nicola ardía de ganas por aban| 46


donar la patria. «Estaba fuera de mí por llegar a ese país porque yo apreciaba los países libres», declaró más tarde. Sabino terminó el servicio militar en la primavera de 1908 y en abril los hermanos Sacco se embarcaron en un vapor de la compañía White Star Line directo a América. Toda la familia les acompañó a Nápoles y les hicieron señas agitando pañuelos multicolores cuando el enorme barco abandonó lentamente el puerto. El 12 de abril de 1908, diez días antes del decimoséptimo cumpleaños de Nicola, Sabino y Nicola Sacco desembarcaron en Boston. Ellos habían alcanzado su objetivo: Estados Unidos, el país de sus sueños. La misma noche prosiguieron camino a Milford, en donde fueron recibidos calurosamente por la familia de su amigo. El alojamiento dejaba mucho que desear y la comida era pobre: dormían en una estrecha buhardilla, por las tardes había solo un plato de sopa. Sabino encontró al poco tiempo trabajo en una fundición. Se sentía responsable por su hermano menor: «Mi primer pensamiento fue enviar a mi hermano a la escuela, era aún tan joven para trabajar. Siempre me esperaba en la puerta de la fábrica cuando yo salía». Pero también a Nicola le fue posible, después de un corto tiempo, encontrar un trabajo como aguador; transportaba agua para los operarios que realizaban trabajos en un camino cerca de Milford. En la colonia trabajaban muchos italianos. Entre ellos se sentía bastante bien. Las grandes máquinas que vertían alquitrán sobre la carretera, su apisonamiento y el jadeo de estas al trabajar le fascinaban. Cuando llegó el invierno se puso a trabajar en una fábrica de productos de hierro en donde tenía que limpiar la escoria. Era un trabajo pesado, pero Nicola, entretanto, se había convertido en un muchacho bastante fuerte. Se quedó allí todo un año. Por otro lado, Sabino ya había tenido suficiente con su sueño americano. Volvió a Torremaggiore e invirtió lo que había ahorrado en América en ampliar el negocio de su padre. | 47


Sabino trató sin éxito de convencer a Nicola de volver a Italia; este no estaba dispuesto a abandonar aún ese país. Quería aprender un oficio porque se había dado cuenta de que un trabajador no cualificado en ningún lugar iba a encontrar un empleo bien remunerado. Cuando la compañía de calzados Milford Shoe Company ofreció a los inmigrantes instruirles en el oficio de acabador de calzados en un curso que costaba cincuenta dólares, Nicola se inscribió de inmediato. Este curso duró tres meses que para él significaron tres meses sin recibir sueldo. Finalmente, Nicola Sacco fue contratado por la fábrica de calzados y comenzó a ganar entre sesenta y setenta dólares por semana. Sacco, un chico de aspecto bastante viril, no era muy instruido. En aquel tiempo se hizo miembro de un grupo anarquista italiano, asistía a un curso de inglés, que era obligatorio para todos los trabajadores extranjeros de la fábrica, y aunque era considerado como una persona ávida de saber, leer no era su fuerte. Sus lecturas se limitaban a los periódicos y a los obligatorios panfletos anarquistas. Era más un hombre de acción, que prefería abordar las cosas directamente a esconderse silencioso detrás de libros. Sacco se diferenciaba de sus compañeros de trabajo principalmente porque al finalizar la labor diaria siempre estaba bien afeitado y bien vestido. Para ser considerado un radical, así se les llamaba por aquel entonces tanto a los miembros del sindicato como a los anarquistas, socialistas y librepensadores, esto era poco común. La mayoría de esas personas eran trabajadores o jornaleros que ganaban poco y que si contaban con algún ahorro este estaba destinado para cosas más importantes que vestirse correctamente. Sacco, sin embargo, prestaba mucha atención a su presentación personal, sí, era incluso un poco vanidoso. Pero no por esto carecía de conciencia de clase. Participaba en discusiones políticas en círculos anarquistas y tomaba parte en todas las fiestas y actos de la colonia italiana. | 48


Allí conoció en un baile a Rosina Zambelli. Ella había llegado hacía un par de meses desde una escuela en un convento en Italia para reunirse con sus padres en América. En 1912 se casó con la muchacha. Ella tenía diecisiete años, él veintiuno y estaban muy enamorados uno del otro. A su maestra de inglés, la señora Jack, le escribió más tarde: Recuerdo, señora Jack, nuestros días de amor de años atrás, cuando compré el primer vestido azul para mi amada Rosina y ese recuerdo de amor aún vive en mi corazón. En la mañana del 1 de mayo de 1912 me puse mi nuevo terno azul y fui hacia la casa de mi querida Rosina, allí le pregunté a su padre si le permitía a Rosina ir conmigo de compras a la ciudad y respondió que sí. Nosotros fuimos a eso de la una de la tarde y entramos en unos grandes almacenes donde compramos un sombrero marrón, una enagua blanca, un vestido azul, un par de zapatos marrones y cuando estuvo vestida, señora Jack, me gustaría que usted hubiese visto lo bonita que se veía aquella vez, mientras que hoy, con los sufrimientos que ha padecido, se ve como una anciana. Señora Jack yo no tuve nunca la idea de comprarle diamantes o cosas de esa índole, pero sí le compré lo que podía ser natural y útil.

Su primer hijo nació en mayo de 1913 y le llamaron Dante. «Puesto que Dante fue un gran hombre en nuestro país», comentaba Sacco al respecto. Si no se hubiese casado y no se hubiese convertido en padre, habría vuelto probablemente, como su hermano, a Italia. Aunque había encontrado en la fábrica de calzados de Milford un empleo seguro, estaba bien considerado entre sus compañeros de trabajo y era apreciado por sus superiores por su buen trabajo, no se había podido identificar con su nueva patria. Pronto renunció a mejorar su inglés. Después del trabajo su vida se desarrollaba solamente entre italianos. En 1913 ingresó en el club anarquista del lugar que llevaba por seguridad el nombre de Círculo Social. Allí ayudaba a or| 49


ganizar las asambleas, repartía panfletos políticos y recaudaba dinero entre la colonia italiana. En casi todas las ciudades industriales existían dichos clubes y círculos en los cuales las minorías progresistas, entre los inmigrantes italianos, se juntaban. Más que una férrea organización, lo que les unía era un sentimiento de camaradería, de espíritu de cuerpo, de homogeneidad, una hermandad espiritual. Se encontraban para apoyarse unos a otros: ya en huelgas, en asambleas o, sobre todo, en momentos difíciles. Muchos de los inmigrantes italianos simpatizaban con las ideas del anarquismo, donaban pequeñas cantidades de dinero o compraban sus periódicos. Aunque no militaban y tampoco tomaban parte de la vida política de estos grupos, se sentían de algún modo comprometidos con estos hombres y mujeres que abierta y valientemente habían hecho de la lucha contra la explotación y la transgresión de la dignidad humana su bandera de guerra. Leían la Cronaca Sovversiva, un periódico redactado y publicado por Luigi Galleani. Galleani era una figura carismática, el guía intelectual dentro de los círculos anarquistas. Pronunciaba conferencias, hablaba en reuniones con huelguistas y escribía artículos. Nicola Sacco se sentía atraído por las ideas y las exigencias político-sociales de Galleani. Él conocía el estado de los trabajadores en las fábricas, los salarios de hambre que recibían los jornaleros, había experimentado y vivido en cuerpo y alma lo que hablaba Galleani. Nicola Sacco no apareció nunca en público. Pertenecía a los compañeros que, en silencio, activos y francos, se mantenían en la sombra del movimiento. Aunque se había consagrado por entero a las ideas anarquistas, su interés principal seguían siendo su mujer Rosina, su hijo Dante y su sencillo hogar. En 1916 Sacco fue detenido junto a otros correligionarios en una asamblea y tuvieron que pagar una multa ya que no pudieron presentar el permiso oficial para dicha reunión. Estos permisos oficiales eran subterfugios para controlar desagrada| 50


bles actividades políticas y los actos de los anarquistas eran observados con especial desconfianza. Para la autoridad estadounidense, así como también para la mayoría de los ciudadanos, los anarquistas eran «agitadores maldecidos por Dios», que intentaban llevar inestabilidad a los obreros. Consignas llamando a la lucha de clases, protestas y huelgas desencadenaban entre muchos estadounidenses temores alarmantes, y todo aquel que guardaba simpatía por esas cosas era rápidamente registrado, detenido, perseguido o deportado a su país de origen. Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti: dos italianos que, en el mismo año, 1908, habían llegado a Estados Unidos y se habían convertido en ese país en anarquistas. Desde hacía medio siglo el anarquismo era el espectro terrorífico de todos los estadounidenses «íntegros y amantes de la libertad» y por esta razón les habían declarado la guerra a esos «hombres sin Dios ni ley». Sacco y Vanzetti se prestaban como la imagen ejemplar del enemigo. Su destino estaba siendo determinado por acontecimientos que se fraguaron en años anteriores, en una historia que no les correspondía.

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3 A la caza de rojos y radicales

LA HISTORIA DEL MOVIMIENTO OBRERO estadounidense corre paralela a la historia de la inmigración. Los inmigrantes suministraron el ejército de fuerza laboral para un mercado en expansión. Para aumentar la producción se introdujo el sistema de montaje en cadena en el que, frecuentemente, las personas realizaban monótonamente un mismo trabajo. En todos los lugares en donde no era necesario el conocimiento especializado de un trabajador, sino más bien la obra de mano mecánica, los inmigrantes sin oficio encontraban un puesto de trabajo. Los empresarios necesitaban personas, así como necesitaban carbón y acero. Alrededor de 1800, los trabajadores especializados fundaron los primeros sindicatos para defenderse de los peones y operarios semicualificados en los que veían un peligro para sus puestos de trabajo. Estos últimos se organizaron en sindicatos mucho más tarde porque la mayoría de ellos se sentiría feliz por el solo hecho de poder tener un empleo. Cuando los sindicatos exigieron aumento de sueldos, reducción de horarios de trabajo, mejores condiciones laborales y para lograr su finalidad organizaron boicoteos y huelgas, se descargó una ola de rechazo en su contra. El New York Times, que por cierto no era un periódico cercano a la clase trabajadora, describió en su época la huelga como algo totalmente «contrario a lo americano» e hizo notar que los que hacían uso de estos medios no «tienen ni verdadera | 52


idea de la esencia y del significado de la ciudadanía estadounidense». Entre 1882 y 1886, las graves crisis económicas llevaron a una gran cantidad de trabajadores a unirse al movimiento sindical. Por primera vez en la historia de Norteamérica la Labor Union se convirtió en un factor de poder real. Los empresarios reaccionaron ante las huelgas y la inestabilidad con la fortificación de su ejército privado, los Pinkerton. Estos eran una organización fundada por Alian Pinkerton y debían su mala fama especialmente a las actividades que realizaban contra los sindicatos y el movimiento obrero. Por regla general, los Pinkerton fueron usados como esquiroles contra los trabajadores. Sin embargo, se crearon agrupaciones sindicales en casi todas las grandes ciudades industriales. En aquel tiempo, el intento de un trabajador de negociar con el empresario se igualaba a construir una muralla con un grano de arena. Quien protestaba aisladamente era inmediatamente despedido y puesto en una lista negra. Los trabajadores especializados y los semicualificados debieron unirse a los sindicatos para poder socavar el sistema de los empresarios que constantemente empleaban a grupos de inmigrantes como esquiroles y mano de obra barata. Los inmigrantes eran tan pobres que no hacían preguntas ni formulaban exigencias. Y cuando un grupo de inmigrantes comenzaba a quejarse ya había otro más hambriento en la puerta de la fábrica esperando poder tomar el puesto de trabajo de estos. Los obreros no podían oponerse por mucho tiempo al método de los empresarios si no se organizaban conjuntamente. Solamente así podían alcanzar mejores sueldos y condiciones de trabajo tanto para los trabajadores semicualificados como para los no cualificados. Sobre los salarios de los trabajadores estadounidenses escribió el New York Herald en 1878: «El trabajador estadounidense debe hacerse a la idea de que en el futuro no va a estar mejor que el inmigrante europeo. Tiene | 53


que estar satisfecho con poder encontrar un trabajo con un sueldo bajo y también contentarse con el puesto que Dios le asignó en la vida». Si en 1870 el ingreso medio en Estados Unidos ascendía a cuatrocientos dólares, en 1880 había caído a trescientos dólares, muy por debajo del mínimo que una familia necesitaba para existir, estimado en setecientos veinte dólares, incluyendo el trabajo de diez a catorce horas diarias de la mujer y de los niños, que estaba a la orden del día. Pero ya no era la crisis económica la que mantenía los salarios bajos, sino que la afluencia de mano de obra extranjera era la que sostenía artificialmente el bajo nivel salarial. El historiador estadounidense Philip S. Foner escribió sobre esto en su obra modelo Historia del movimiento obrero en Estados Unidos: El europeo normal se tambaleaba con un pesado saco sobre sus hombros por el puente de desembarco, el impostergable y abrumador problema ante sus ojos, el tener que ganarse el sustento en un país extranjero. Por regla general el inmigrante era recibido por las agencias de colocaciones y enviado a sociedades ferroviarias, fábricas, minas y campamentos madereros. Estas agencias de empleo mandaban circulares en donde ofrecían a los empresarios grandes contingentes de peones resaltando que podían trabajar por un sueldo muy bajo, muy por debajo del acostumbrado. Así, por ejemplo, la oficina de colocaciones de la ciudad de Nueva York se ofrecía para suministrar trabajadores en la cantidad deseada con un sueldo de cincuenta a sesenta centavos de dólar por día sin exigencias de aumento de sueldo en sus puestos de trabajo en cinco años.

En 1881 el mercado laboral estadounidense fue provisto solo desde Alemania con 210.000 trabajadores y cada año se incrementó con la misma cantidad. Alrededor de 400.000 inmigrantes entraban en masa a Estados Unidos desde el resto | 54


de Europa. Venían desde Irlanda, Escandinavia, Polonia, Rusia, Bohemia, Austria-Hungría e Italia. Al respecto escribe Foner: Demasiado frecuentemente los inmigrantes de todas las nacionalidades hicieron su primera entrada a la industria estadounidense como esquiroles. Arrastrados por las ardientes promesas de sus agentes en Europa, totalmente ignorantes de las costumbres del nuevo mundo, se convirtieron de manera inintencionada en la herramienta de los capitalistas en su campaña por reducir los salarios y desarticular los sindicatos.

Los empresarios resolvieron el problema de las nacionalidades a su manera, intentando sacar provecho de esto. Solamente cuando el trabajador especializado y el trabajador inmigrante no cualificado actuaron en común, cambió fundamentalmente la relación entre capital y trabajo. Los industriales acusaban a agitadores extranjeros, a socialistas y a «otros ateos antipatriotas» de querer, con sus exigencias abocar al país a una revolución. Para defender sus prebendas y su beneficio, aprovechaban su considerable influencia sobre la prensa, la política y los tribunales con el fin de obstruir y convertir en delito la labor de los sindicatos. Una y otra vez las huelgas fueron prohibidas por decisión judicial y los huelguistas llevados a juicio por insurrección y conspiración. A menudo fue empleada la milicia, (cuerpo militar que estaba destinado a un servicio menos activo que el del Ejército) y también el Ejército para terminar por la fuerza de las armas con una huelga. Así ocurrió en la gran huelga de los ferroviarios que estalló después de que la Compañía Ferroviaria de Pennsylvania —en el cénit de la crisis económica— que ya venía reduciendo sueldos desde 1873, anunciase para el 1 de junio de 1877 una nueva reducción del 10%. Otras compañías en el este del país imitaron esta reducción de salarios, pusieron a dirigentes sindicales en listas negras y despidieron masivamente a maquinistas, fogoneros y controladores. La huelga | 55


comenzó el 16 de julio de ese año en la línea ferroviaria Baltimore/Ohio, cerca de Camden Junction, en Maryland, y se propagó por las vías en los días posteriores hasta Martinsburg, en Virginia del oeste. A las tropas de milicianos no les fue posible tomar el control de la situación, la huelga solo pudo ser sofocada gracias a la intervención de las tropas federales. Pero mientras tanto el movimiento se había extendido a Cumberland y Maryland por el este y a Kentucky y Ohio por el oeste. Pasó a otras líneas y llegaron a producirse enconados combates entre huelguistas, policía y milicia en Philadelphia, Harrisburg, Scranton, Reading, Columbus, Cincinnati, Chicago, St. Louis y otros lugares. Las huelgas fueron sofocadas por la policía, gremios de voluntarios, la milicia, y las tropas federales, que el 2 de agosto restablecieron la circulación ferroviaria normal. Esta huelga fue la más grande del siglo XIX. La movilización no solo alcanzó a los trabajadores ferroviarios, sino también a los mineros, a los tejedores y a los desocupados. Miles de personas tomaron parte en ella. La actuación brutal en contra de los huelguistas llevó a que el movimiento sindical extremara su postura. La Central Labor Union, fundada en 1833, un sindicato en el cual se habían unido trabajadores y anarquistas, amenazaba abiertamente con hacer uso de la violencia como medio de lucha política. En octubre de 1885 los delegados, por petición del ciudadano de origen alemán August Spies. tomaron la siguiente resolución «Nosotros llamamos a todos los asalariados a armarse y hacer uso de estas armas para defenderse de los explotadores. Solo un argumento es válido, ¡la violencia!». Y el 18 de marzo de 1886 el periódico de los trabajadores publicó un artículo que decía: «Si no nos animamos pronto a una revolución sangrienta, les dejaremos a nuestros hijos nada más que pobreza y esclavitud. Por lo tanto, ¡estad preparados!». Tales exhortaciones eran del gusto de aquellos que veían en las organizaciones sindicales nada más que a grupos organiza| 56


dos de extranjeros radicales, los que instigaban a pacíficos obreros para convertir en realidad sus utopías revolucionarias. De hecho, aunque la mayoría de los trabajadores quería aumento de salarios y reducción de horas de trabajo, ninguno deseaba la revolución. El 1 de mayo de 1886 en Chicago, el centro del movimiento sindical estadounidense, casi cien mil trabajadores se declararon en huelga y se manifestaron a favor del día laboral de ocho horas. A pesar de la gran cantidad de manifestantes no se llegó a actos violentos ni a tumultos de ninguna clase. Una parte de la prensa y algunos políticos apoyaron, incluso públicamente, las exigencias de los trabajadores. Esto no podía ser aceptado por el sector empresarial. ¿Hacia dónde nos llevaría aquello, si se comenzaba a ceder a la presión de la calle? Nuevas exigencias emergerían. Se convertiría en un barril sin fondo. Dos días más tarde hubo nuevas manifestaciones. Trabajadores en huelga de la fábrica de maquinaria agrícola McCormick, que habían sido excluidos de sus puestos de trabajo, atacaron a los esquiroles y destrozaron las ventanas de la fábrica. La dirección de la empresa llamó a la policía. Más de doscientos agentes llegaron a la fábrica y golpearon a los manifestantes, uno de ellos resultó muerto y otros tantos heridos de bala. Nuevamente se sintió esa rabia, esa impotencia, a merced de algo o alguien. Muchos de los trabajadores que habían sido golpeados pensaban en las palabras de sus colegas más radicales: «Quien siembra violencia, cosecha violencia». Al día siguiente se convocó en Haymarket Square una asamblea de protesta. Como había comenzado a llover, la multitud estaba a punto de dispersarse. Cuando el último orador decía: «Y para finalizar...», aparecieron un centenar de policías. Un capitán exigió por altavoces a los manifestantes desalojar la plaza y disolver la asamblea, pero la multitud empapada por la lluvia y pacífica hasta la aparición de la policía, se sintió provo| 57


cada y con derecho a criticar públicamente la actuación de la policía, algo restringido en la fábrica McCormick. Una bomba fabricada con cartuchos de dinamita fue lanzada por los aires y detonó ante el primer grupo de policías. La policía abrió inmediatamente fuego. El caos y el pánico se apoderó de todo, se sucedieron escenas espantosas. Al final quedó un agente de policía muerto y otros seis fallecieron días más tarde a consecuencia de sus heridas. Incontables fueron los manifestantes heridos de bala. Era la primera vez que en una manifestación de protesta era arrojada una bomba. Una ola de histeria colectiva se apoderó de Chicago. Por quién y desde dónde había sido lanzada la bomba nunca fue investigado. El periódico New York Times declaró a los radicales de Chicago como culpables de este hecho y manifestó abiertamente su esperanza de que los culpables sufrieran la merecida pena de muerte. Para la policía, para los representantes de la fiscalía del Estado y para la opinión pública estaba claro que había sido la obra diabólica de los anarquistas. Treinta y un hombres fueron detenidos y finalmente ocho llevados a juicio. Seis de ellos eran inmigrantes alemanes. Mientras que Georg Engel, Adolph Fischer, Louis Lingg, Albert R. Parsons y August Spies, quien había hecho un llamamiento a la violencia unos meses antes, fueron condenados a morir en la horca, los tres restantes recibieron altas penas de reclusión. Ninguno fue acusado de haber arrojado la bomba. Fueron llevados a juicio principalmente por complicidad y por complot para asesinar. El incidente de Haymarket causó gran conmoción incluso más allá de las fronteras de Chicago. Los afectados habían sido condenados por sus ideas y no por su participación en el atentado. Uno de los condenados a muerte se suicidó en su celda, los otros cuatro hombres fueron ahorcados el 11 de noviembre de 1887. Habían sido víctimas de un asesinato judicial. La bomba de Haymarket distorsionó aún más la negativa imagen de los inmigrantes, transformándola en un cuadro | 58


monstruoso. El hecho de que cinco de los acusados hubieran nacido en Alemania condujo a que en la cabeza de los estadounidenses la imagen de los inmigrantes se convirtiera en la de colocadores de bombas y que el cliché de que la agitación sindical era obra de radicales extranjeros se confirmara. El temor hacia los extranjeros tomó formas histéricas. Para algunos estadounidenses los extranjeros se igualaban en su significación con los rojos y radicales y eran considerados como la personificación del demonio sobre la tierra. Cuando en 1903 entró en vigor la Ley de Inmigración, los inmigrantes fueron por primera vez en la historia de Estados Unidos discriminados por sus ideas. La ley precisaba la exclusión de «anarquistas o personas que encontrasen correcto o abogasen por la caída a la fuerza del Gobierno de Estados Unidos u otros gobiernos o toda forma de legalidad como también el homicidio de funcionarios públicos». Dos años antes, en 1901, había sido asesinado el presidente William McKinley en un atentado. Leon Czolgosz, el autor de este asesinato, había nacido en Estados Unidos pero sus padres venían de Polonia. Aseguraba ser anarquista, aunque no se le conocía ninguna vinculación a grupos anarquistas y tampoco estaba organizado en ningún lugar. Tras el asesinato de McKinley, la imagen de los extranjeros radicales, que para alcanzar sus abstrusos objetivos no se detenían ante un asesinato, fue divulgada con agudos matices. Y esto produjo su efecto. En Boston fue creada por iniciativa privada la Inmigration Restriction League, una ley para mantener alejados de la ciudad extranjeros por su raza o por su nacionalidad de origen, especialmente a inmigrantes que se identificaran con las políticas radicales. La prensa y los políticos fomentaron esta atmósfera de pogromo. Los inmigrantes no solo podían ser rechazados por su opinión, sino también por sus relaciones políticas. La ley determinaba la exclusión de alguien que perteneciese a una organización o que estuviese vinculado a una organización que propagara y ali| 59


mentara esas falsas opiniones. Quien conseguía atravesar la red de control podía ser aún deportado en el plazo de tres años después de su llegada. La ley era la herramienta de juristas y de políticos carentes de conocimiento del mundo e ideológicamente estrechos de mente, pues no solo no eran capaces de entender que la lucha entre capitalistas y trabajadores no se terminaría bajo el lema «si no hay más radicales extranjeros, los sindicatos pierden en influencia», sino que también se negaba el hecho de que los seres humanos no nacían radicales. Ni Sacco ni Vanzetti eran en el momento de dejar su patria natal anarquistas. Ellos eran librepensadores, creían en la justicia y en la dignidad del hombre, solamente después de sus experiencias en Estados Unidos se radicalizaron. Cuando en 1914 estalló en Europa la Primera Guerra Mundial, la histeria contra los extranjeros y radicales se calmó un poco. Si bien era cierto que la Ley de Inmigración aún se aplicaba rígidamente y los empresarios todavía se preocupaban por los «agitadores extranjeros», la campaña en contra de los inmigrantes ya no determinaba su imagen en la opinión pública. Estados Unidos tenía ahora otra clase de problemas: el estallido de la guerra en Europa causaba confusión y dividía al país en dos posiciones. Unos opinaban que la guerra en ultramar no competía a los estadounidenses. «Sería una tontería si nosotros quisiésemos saltar al abismo sin tener un propósito evidente», escribió el ex presidente Theodore Roosevelt. El presidente Wilson, entretanto, que durante largo tiempo había intercedido por la neutralidad, exhortaba al Congreso, «después de encarnizados debates», a declararle la guerra a Alemania, Austria-Hungría, Bulgaria y Turquía. Como razón daba la siguiente: «El mundo debe ser asegurado para la democracia». Una concepción muy noble pero que no tenía nada que ver con la guerra que en ese momento se llevaba a cabo. | 60


Es algo terrible llevar a esa gran y pacífica nación a la guerra, reconocía el presidente. Sin embargo, abogaba por la guerra: ... pero el derecho es más valioso que la paz, y nosotros vamos a luchar por las cosas que están en nuestro corazón, por la democracia, para el derecho de aquellos que se subordinan a una autoridad que los representa en el régimen, por el derecho y por la libertad de pequeñas naciones, para un orden internacional general a través de la cooperación de los pueblos libres, que es adecuado para llevar a todas las naciones, como también al mundo entero, la libertad y la seguridad. Para semejante obligación podemos sacrificar nuestras vidas y nuestro patrimonio.

Detrás de esa niebla de retórica era casi imposible reconocer por qué quería entrar en la guerra. Quizás creía Wilson que con el apoyo de Inglaterra se podía salvar la civilización occidental, cuando decía que «Inglaterra lucha nuestra batalla». Contra la participación estadounidense en la guerra estaban principalmente los sindicatos, organizaciones de inmigrantes, pacifistas, progresistas y radicales. Los anarquistas en torno a Sacco y Vanzetti defendían la postura de que la guerra mundial sería el resultado de las batallas que tenían los capitalistas por la partición del mercado mundial. Ellos intentaban hacer ver a sus partidarios, en asambleas y manifestaciones, que esa guerra no se trataba de defender sus intereses sino los de los empresarios y de la clase pudiente. En un panfleto se leía: «Los trabajadores no tienen una patria por la cual luchar, esta les pertenece a los capitalistas y a los plutócratas. Ellos deben procurar por sí mismos su defensa, y si declaran la guerra, entonces deben marchar al campo de batalla y asesinarse mutuamente» En Washington se organizó y se puso en marcha una maquinaria propagandística que tenía por finalidad atizar la histeria de guerra y el odio. Quien estaba en contra de una participa| 61


ción estadounidense en la guerra era visto como un radical, un anarquista y un traidor a la patria. Pogromos en contra de «espías» y «holgazanes» se desencadenaron por todo el país. El Ministerio de Justicia se convirtió de un día para otro en un centro de espionaje con un millar de detectives que afanosamente buscaban a alborotadores y «agitadores». Tropas especiales del Gobierno asumieron la localización de los convocados al servicio militar obligatorio, el sabotaje de asambleas antibélicas, y la persecución e intimidación de extranjeros, sindicalistas, pacifistas y radicales. Para ganarse al pueblo estadounidense en su cruzada, el presidente Wilson creó una organización para el lavado de cerebro, el Comité para la Información Pública (Committee on Public Information). El propósito principal del comité, según las palabras de su presidente, el periodista George Creel, era ganar el cerebro y el corazón de los estadounidenses para la guerra. Creel y sus colaboradores inundaron el país con propaganda belicista. En cines y periódicos, en columnas de anuncios y emisoras de radio, en clubes y aulas de clase se le aseguró al pueblo estadounidense que esta era la mejor y más justa guerra. Como entre la población aún existían grandes grupos que no se dejaban cegar por esa omnipresente propaganda, el régimen endureció las leyes ya existentes, que permitían actuar contra ciudadanos desleales. Por ejemplo, la Ley de Espionaje de 1917. Aunque esta se refería originalmente al espionaje, a la protección de secretos militares y a la subversión en contra del poder militar, fue ampliada a delitos excepcionales: Quien, en el momento en que Estados Unidos se encontrase en estado de guerra, conscientemente diera declaraciones e informes falsos con el propósito de perturbar las operaciones y el éxito bélico del país o de las fuerzas navales de los Estados Unidos o para el beneficio de sus enemigos..., será condenado a una | 62


multa de hasta diez mil dólares o a una pena de presidio de hasta veinte años o a ambas a la vez.

La crítica antibelicista y la crítica a la política bélica del régimen fue con esto definida como un grave delito. Pero a aquellos instigadores no les bastaba esta absurda ley. Solamente un par de meses después del endurecimiento de la Ley de Espionaje, el fiscal del Estado, Gregory, llegó a la conclusión de que, aunque la ley era efectiva contra la propaganda organizada, no abarcaba las espontáneas y ocasionales expresiones antibelicistas. Propuso al Congreso una ley suplementaria: la Ley de Sedición (Sedition Act). Esta mezcolanza de delitos punibles entró en vigor en 1918 y abarcaba a todos los estadounidenses, ... los cuales premeditadamente de palabra, de hecho, por medio de la palabra escrita o por publicaciones desleales deshonraran, ocupasen un lenguaje escandaloso e insultante en contra de la forma de régimen de Estados Unidos, las fuerzas armadas de tierra y mar de Estados Unidos, la bandera de Estados Unidos o el uniforme e Ejército o de la Marina de Estados Unidos, o un lenguaje que tienda al menosprecio, la burla, el ridículo o el descrédito de la forma de régimen de Estados Unidos (la Constitución, las Fuerzas Armadas, la Bandera, el Uniforme).

Un estadounidense que contase un chiste sobre soldados debía temer una larga pena de presidio. La Ley de Insurrección hacía de «…la recomendación para restringir la producción de objetos bélicos esenciales para la conducción de la guerra», un delito punible. Con esa disposición se podía, por consiguiente, detener a todos los huelguistas y llevarlos a juicio. Mientras que la propaganda belicista quería hacer creer que el objetivo final de la guerra era derrotar a los alemanes, esta servía como pretexto para atacar al movimiento sindical y a toda la oposición en su propio país. | 63


De esta manera se veía afectada principalmente la izquierda política, los socialistas, comunistas y anarquistas. El rojo era considerado símbolo de resistencia, por lo tanto, había que crear una ley contra la «exposición de la bandera roja». Aquí un extracto de esa absurda ley: Está prohibido exponer la bandera roja como símbolo de aspiración por medio de la violencia a la caída del régimen de Estados Unidos o como símbolo de teorías políticas, sociales o económicas en asambleas públicas, desfiles o en ocasiones similares. Quien actuase en contra de esta ley será castigado con una pena de reclusión de hasta medio año o con una multa de hasta quinientos dólares o con ambas a la vez.

Estados Unidos se asemejaba en esa época a una dictadura. La mayoría de los procesos bajo la Ley de Espionaje y la Ley de Sedición eran casos excepcionales. Solo fueron afectadas personas que por casualidad eran sorprendidas diciendo, en el momento preciso, alguna cosa equívoca. A cualquiera le podía ocurrir en un momento determinado. Allí se encontraba la lógica de esa ley. La guerra le dio al régimen la posibilidad política de efectuar una extensa limpieza interna. No solo los «rojos y radicales» debían ser tocados sino también los llamados wobblies, los molestos inmigrantes. Extranjeros como Sacco y Vanzetti, que habían inmigrado legalmente, que creían en el régimen y la ley, y que tenían a ese país por un país libre, podían ser en cualquier momento deportados. Unos meses después de la declaración de guerra de 1917, el presidente Wilson firmó la Ley de Selección de Conscripción (Selective Military Conscription Bill). Bajo esta ley cada habitante masculino de Estados que se encontrase entre los veintiuno y treinta y un años debía presentarse antes del 5 de junio de 1917 ante una comisión calificadora. Aunque los extranjeros también tenían que registrarse, estos no debían ser llamados a | 64


filas en tanto que su procedimiento de naturalización no hubiese comenzado. Sacco y Vanzetti, que poco antes se habían encontrado y entablado amistad en una asamblea anarquista, se adhirieron, a pesar de las restricciones, a un grupo de correligionarios italianos que a fines de mayo huyeron a México. Ellos no confiaban en la ley. ¿Cómo no los iban a llamar a filas cuando obstinadamente se les obligaba a registrarse? Vanzetti habló de esto en una carta que envió desde la ciudad mexicana de Monterrey el 26 de julio de 1917 a su familia en Italia: Tengo la intención de volver a Estados Unidos en cuanto pueda ver que el sistema de llamada a filas funciona. Aquí estoy por lo menos seguro... Aparte de que me parece que la amenaza de conscripción y deportación en Estados Unidos es solamente una fanfarronada... y si es así, mejor para mí.

La vida del exilio era dura. El grupo se había conformado en una comunidad y vivían de forma bastante reducida en primitivas chozas. Solo unos pocos encontraron trabajo en ese arruinado lugar. Sacco tuvo suerte, ganaba un par de pesos en una panadería. Por las tardes traía algunas veces a casa un saco lleno de pan duro, al cual se arrojaban sus hambrientos camaradas. Como nadie en el grupo entendía el idioma del lugar, los hombres vivían muy aislados. Desde Estados Unidos recibían cartas que les informaban que los sueldos en el último tiempo habían mejorado como consecuencia de la producción bélica. Tampoco tenían que temer a una llamada a filas porque las autoridades militares se habían atenido hasta ahora a la ley y no habían llamado a extranjero alguno. Uno tras otro los hombres volvieron a Estados Unidos. Por un lado, porque reconocieron que realmente ni iban a ser reclutados ni tampoco deportados y por otro lado porque la vida en el extraño México les parecía insoportable. Sacco, que padecía por la separación de su mujer y su hijo, | 65


retornó a fines de 1917 a Massachusetts y encontró rápidamente un empleo, con lo cual se vio que la decisión de haber concluido el curso de acabador de calzados había valido pena. La fábrica de calzados Three-K en South Stoughton pertenecía a un tal Michael Kelly, en cuya escuela de formación profesional en Milford, Sacco se había hecho instruir como acabador de calzados. Primeramente, Kelly no le quería emplear, pero después de acordarse del hábil y formal joven italiano que en aquel tiempo le había llamado la atención, obtuvo el puesto de trabajo. Vanzetti, que por el mismo tiempo había regresado a Estados Unidos, anduvo con una falsa identidad por todo el país ya que la ley penalizaba con un año de presidio a los que no se habían registrado ante la comisión de conscripción. Durante un año vivió como vagabundo. El 26 de septiembre de 1918 escribió desde Youngstown a su familia en Italia: Tengo trabajo y gozo de una excelente salud. Me siento tranquilo y no me he expuesto al peligro. Por favor no os preocupéis por mí. Os podría contar mucho sobre Estados Unidos, pero parece que no se debe decir la verdad, por lo tanto, me voy a quedar en silencio.

Después de residir en Ohio se fue a Pennsylvania. Solo el 1 de septiembre de 1919 volvió a escribir a su padre. El remitente llevaba su nombre. Escribió: Regresé a Plymouth, uso nuevamente mi nombre y os estoy escribiendo desde la casa de los Brini; lamentablemente ya no vivo con ellos. No me pueden ofrecer alojamiento, primeramente porque los niños están creciendo y necesitan más espacio y segundo porque Alfonsina debe ir a trabajar para ayudar a su familia. ¡Así va el progreso de la clase trabajadora!

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A un paisano que había regresado a su tierra natal, Vanzetti le compró una carreta de tiro, una balanza y unos cuchillos para ganarse la vida como vendedor de pescado desde aquel momento. En las calles de Plymouth se hizo rápidamente conocido. «Bart the Beard!», (Bart[olomeo] la barba), le llamaba la gente cuando pasaba por la calle con el coche cargado de pescados. Vanzetti a pesar de su ocupación tenía siempre tiempo para bromear y a sus clientes, casi todos italianos, les gustaba mucho esto. Que leía libros raros y que intercedía por ideas anarquistas, era conocido por la mayoría. ¿Pero qué había de cierto o de malo en esto?, ¿no estaban los anarquistas al lado de los pobres y de los débiles? Nadie era rico por ese lugar. Ellos entendían a Vanzetti, el vendedor de pescado. Después de su regreso de México, Vanzetti tampoco se había dejado amedrentar por la ola de persecución del régimen. Como antes, era un convencido antibelicista, participaba en asambleas y discusiones políticas. Cuando viajaba a Boston para comprar pescado en el puerto visitaba a su amigo Aldino Felicani que trabajaba como tipógrafo en el diario italiano La Notizia. Frecuentemente iba al este de Boston para encontrarse con correligionarios anarquistas. Todos ellos estaban de acuerdo en una cosa: cuando la guerra en la lejana Europa llegue a su fin, continuará en el interior del país. También aquí, también en Boston. Solo el enemigo va a cambia, El enemigo, decían, «no son tanto los alemanes como nosotros». Y tenían razón. El 11 de noviembre de 1918 finalizó la Primera Guerra Mundial con la victoria sobre los alemanes. ¿Pero qué había ganado Estados Unidos con esa guerra? El poder adquisitivo del dólar había bajado desde 1913 en más del 60% y los precios de los alimentos habían subido en el mismo período de tiempo en más del 100%. La depresión económica comenzó cuando la industria bélica cesó su producción. Nueve millones de trabajadores, unidos a los cuatro millones de soldados que volvían a | 67


la patria, atosigaban el mercado laboral. El desempleo aumentó, los precios también lo hicieron. La depresión económica y la inflación se extendieron, así como el miedo de que los «rojos y radicales» sacaran provecho de dicha situación. La inseguridad producida por la situación económica y política condujo nuevamente, como había sucedido antes en la historia de Estados Unidos, a buscar a los chivos expiatorios para desahogar en ellos el mal humor, la decepción y la agresión entre los que pensaban diferente. En todas las grandes ciudades estadounidenses se formaron asociaciones y alianzas nacionalistas en las cuales ciudadanos conservadores juraban ante la bandera estrellada luchar por «el Orden y la Tranquilidad» y también no confiar el país a revolucionarios agitadores ni a instigadores populares. Se organizaron en la Liga para la Seguridad Nacional, la Asociación Ciudadana Nacional o la Liga de la Defensa. El miedo hacia los rojos y radicales se desarrolló a partir de un esquema específico de acción y reacción. Si en algún lugar del país se llevaba a cabo una huelga, una manifestación o un atentado, las asociaciones echaban inmediatamente la culpa a los «bolcheviques». Desde la Revolución Rusa se les llamaba a todos los radicales bolcheviques, sin que importara el porqué de sus disímiles luchas. Cuando en 1919 se realizaron en el país más de tres mil huelgas, en las cuales participaron cuatro millones de trabajadores, la asociación de industriales definió al pensamiento sindical como «bolchevismo» y como «el acto criminal más grande del mundo». Pero los obreros ni se dejaban amedrentar por tales distorsiones ni tampoco por llamadas embusteras a su patriotismo para hacerles callar. En febrero de 1919, cuando más de sesenta mil trabajadores fueron a una huelga general en Seattle para apoyar a los trabajadores de los astilleros en su demanda de mejoras salariales, políticos conservadores y gente de la prensa vieron en esto el comienzo de la caída de la nación | 68


americana. A ellos, que casi no soportaban la idea de un solo sindicato en huelga, les invadía el pánico ante el hecho de un frente unido en huelga. Por aquel tiempo la Revolución rusa había comenzado en Petrogrado con una huelga general, y muchos estadounidenses veían irrumpir acontecimientos parecidos en su país. La prensa informó sobre los sucesos de Seattle con titulares destacados: Los rojos dirigen una huelga en Seattle para probar la Revolución. En las informaciones de la prensa los trabajadores en huelga eran insultados llamándoles «bolcheviques» que perseguían solo una finalidad: la toma del poder en Estados Unidos. Algunos políticos llegaron a proponer que se deportara a todos los dirigentes sindicales huelguistas a Rusia. El alcalde de Seattle hizo llegar tropas federales, que actuaron violentamente contra los huelguistas. Al quinto día los sindicalistas terminaron con la huelga. Con esto querían impedir más violencia y más derramamiento de sangre. El 28 de abril de 1919 el alcalde de Seattle, Ole Hanson, recibió un paquete que contenía una bomba. Como Hanson se encontraba de viaje, el paquete se quedó cerrado. Su secretario notó cómo un líquido parecido a un ácido escurría por el interior del paquete y llamó inmediatamente a la policía. Así fue como el alcalde escapó de ese atentado, pues el paquete contenía una bomba casera que pudo ser desactivada a tiempo. Un par de días más tarde un ex senador recibió en su casa en Georgia un paquete similar. Cuando este fue abierto por una persona encargada del servicio doméstico, la violenta explosión le arrancó ambas manos. Toda la prensa escrita informó sobre los atentados con paquetes bombas. Un funcionario de correos de Nueva York que leyó estos artículos recordó haber dejado a un lado 16 paquetes similares, que no había expedido por no haber tenido franqueo suficiente y dio aviso a la policía. Los 16 paquetes fueron controlados; contenían también bombas caseras en su interior. Desconoci| 69


dos habían tratado, a través de Correos, de hacer volar por los aires a prominentes personajes estadounidenses, entre los que se encontraban el juez del Tribunal Supremo Holmes y el fiscal general A. Mitchell Palmer. Como remite los paquetes llevaban la dirección de unos grandes almacenes de Nueva York y la inscripción «novedad - muestra gratis» pegada a un costado. En investigaciones realizadas en todas las oficinas de Correos del país aparecieron otros 18 paquetes destinados, entre otros, al director de la Policía de Extranjería, al presidente de la Comisión Investigadora de Intrigas Bolcheviques, al ministro de Correos, al ministro de justicia y a dos grandes empresarios. La prensa y la opinión pública ardían de rabia. La mayoría de los periódicos adjudicaban las bombas a los radicales y les llamaban «escoria humana». El New York Times opinaba que los bolcheviques, anarquistas y los miembros de los sindicatos eran responsables de esto. Otro periódico escribió «si no se hace algo ahora en contra del radicalismo, podemos invitar inmediatamente a Lenin y a Trotski a asumir el poder en este país». Aunque tanto los sindicatos como los grupos anarquistas negaban toda responsabilidad en los hechos, eran considerados por la mayoría de los estadounidenses como los autores. La exigencia de actuar definitivamente más fuerte contra los radicales se hizo general. Un diario eclesiástico llamó a sus fieles a tomar la justicia por su propia mano. «Cada persona que ame a Dios y a este país debe armarse con un hacha para destrozar con ella el mal del anarquismo, dónde y cuando este se muestre». Las voces críticas que señalaban que debía diferenciarse entre las personas violentas y los cultores del anarquismo, fueron acalladas por la atmósfera de pogromo que se vivía. Tropas federales del FBI y unidades locales de la policía buscaban febrilmente en todos los estados de la Federación a los autores de los atentados. La policía partía del supuesto de que se trataba de uno o más extranjeros, el escaso franqueo en | 70


los paquetes daba como indicio que estas personas no estaban familiarizadas con el sistema postal del país. A menudo se anunciaba en la prensa que la policía estaba ante una detención importante, pero estas no mostraban ningún resultado. En su lugar explotaron, en la noche del 2 de junio de 1919, en ocho ciudades diferentes, otras tantas bombas de alto poder. Edificios públicos y privados fueron destruidos y dos personas encontraron la muerte. El más espectacular de estos atentados tuvo lugar en la casa del ministro de Justicia, Palmer, en Washington. En el momento mismo en que él y su familia se iban a la cama, explotó una bomba ante la casa que devastó la fachada y destruyó en mil pedazos las ventanas del vecindario. Solo por un milagro Palmer y su familia resultaron ilesos. La policía habló inmediatamente de anarquistas como los autores del atentado y fundamentó sus sospechas en un panfleto que se había encontrado cerca de la casa de Palmer. En él estaba escrito: «Va a seguir corriendo sangre. No vamos a claudicar. Vamos a asesinar. Vamos a matar… Vamos a destruir... Estamos dispuestos a hacer todo lo posible para dominar a la clase capitalista. Los combatientes anarquistas». El ministro de justicia Palmer era un cuáquero de Pennsylvania que durante largo tiempo había sido diputado del Congreso y había renunciado a asumir el cargo de ministro de Guerra porque no creía que un «hombre de paz» fuese apto para ese tipo de tareas. Por esto el presidente Wilson le nombró en 1919 ministro de Justicia. Muchos vieron en su nombramiento la posibilidad de que los órganos de justicia actuaran de forma más liberal que como lo habían hecho bajo su antecesor en el cargo, el ministro Thomas Gregory. Pero los atentados habían cambiado su actitud. Además, como cuáquero, odiaba a los radicales, de los que decía que la mayoría eran ateos que negaban cada forma de la existencia de Dios. Después del atentado a su casa en junio de 1919, Palmer exigió del Congreso quinientos mil dólares para la formación | 71


de la General Intelligence Division, una sección de investigaciones contra los radicales. Una vez que el Congreso, bajo presión de la opinión pública y en un procedimiento bastante rápido, concedió dicha suma, tomó posesión de la dirección del nuevo departamento J. Edgar Hoover. Que este era el hombre adecuado para ese trabajo de persecución se podía ver por sus comentarios. Como, por ejemplo: «La civilización se enfrenta a la más terrible amenaza desde que las hordas bárbaras invadieron Europa del Oeste e iniciaron el oscuro medievo». Hoover y sus funcionarios, dedicados a la persecución y la investigación, se veían a sí mismos como los salvadores de la civilización. En contra del peligro de radicalismo se legitimaron toda clase de métodos. Había comenzado una caza de brujas nacional. El derecho y la ley sucumbieron bajo el subterfugio de defender la Constitución de los enemigos de la nación. El 7 de noviembre de 1919, segundo aniversario de la Revolución rusa, comenzaron las redadas de Palmer. En las «redadas contra los rojos» participaron agentes de Gobierno, policías, funcionarios de comisiones especiales y detectives privados contratados para este fin. Los agentes se desplegaron por todas las ciudades estadounidenses, devastaron oficinas y salas de reuniones, confiscaron ficheros con los nombres de miembros de diferentes organizaciones y detuvieron a un millar de ciudadanos. El ministro de Justicia Palmer había instruido a sus cazadores de hombres para que actuaran sin ninguna consideración: «Cualquiera que esté en contacto con ese movimiento radical, aunque sea de forma distante, es un asesino en potencia o un ladrón. Las normas legales convencionales no necesitan encontrar aplicación alguna frente a ellos». Entre los miles de «bolcheviques» que cayeron por ese medio en manos de la justicia se hallaban mujeres y hombres que se encontraban por casualidad en las dependencias de organizaciones políticas para tomar parte en cursos de inglés para extranjeros, o que participaban en otros cursos totalmente apolí| 72


ticos, o que habían llegado simplemente para escuchar alguna conferencia. Los comandos de asalto de la policía demolían las oficinas, destruían archivos, hacían pedazos el mobiliario y maltrataban a las personas que se encontraban en ese momento allí. Solo el que se podía identificar como ciudadano estadounidense se libraba de esto. Para los periódicos todos los detenidos eran «elementos peligrosos» y «anarquistas». Un «tren rojo especial» llevó a Nueva York a una parte de los detenidos para deportarlos. Poco antes de Navidad zarpó el vapor Buford a Rusia con 249 ciudadanos rusos que habían sido expulsados. Muchos de ellos debieron dejar en Estados Unidos a sus mujeres e hijos. La acción de noviembre fue solo un adelanto de las amplias redadas que se realizaron el 2 de enero de 1920 simultáneamente en 33 ciudades estadounidenses. Previamente, el 27 de noviembre de 1919, el director de la Oficina de Investigaciones de la Policía Federal del país, Frank Burke, envió una circular a todos los jefes de distrito en la que decía. «La fecha fijada provisionalmente para la detención de los comunistas es el viernes 2 de enero de 1920 por la tarde». La circular daba instrucciones y recomendaciones para los investigadores y los encargados de las persecuciones. ¿Quién se preguntaba por la dignidad humana, el derecho y la ley en ese momento? El exterminio del radicalismo se elevó a nivel de tarea nacional. Los comunistas eran considerados, al igual que los anarquistas, como una clase especial de enemigos públicos; estaban bien organizados, tenían un programa revolucionario claro y, por último, invocaban la Revolución rusa. Terminar con ellos se convirtió para los políticos en casi un mandamiento supremo. Todos los medios para este fin fueron legitimados. La circular llevaba las siguientes instrucciones: Las razones para la pena de deportación se van a apoyar exclusivamente en la filiación al Communist Party of America o al | 73


Communist Labor Party. Si fuese posible, usted debería procurar a través de sus informantes que para la fecha prevista se realizasen asambleas o reuniones del Communist Party of America o del Communist Labor Party... Esto podría naturalmente facilitar las detenciones. No es el propósito ni tampoco el deseo de esta autoridad pública que ciudadanos estadounidenses, que pertenezcan a estas dos organizaciones políticas, sean detenidos en ese momento. En el caso de que ciudadanos estadounidenses Miembros del Communist Party of America o del Communist Labor Party sean detenidos por equivocación entonces se procederá inmediatamente a entregar estos casos a las autoridades locales. Se debe prestar especial atención a la detención de todos los funcionarios de ambos partidos, siempre y cuando sean extranjeros; las viviendas de estos funcionarios deben ser en todo caso registradas en busca de documentos, fichas de registros de miembros, actas de reuniones y asambleas y correspondencia en general... Todo escrito, libro, papel y todo lo que esté pegado a la pared debe ser incautado, techos y paredes deben ser golpeados para detectar posibles escondites. He mencionado anteriormente que las salas de asambleas como las viviendas de los miembros deben ser registradas minuciosamente. Le dejo a su criterio el método que quiera usar para poder acceder a esas habitaciones. La tarde de las detenciones, nuestra oficina central va a estar abierta toda la noche y le rogaría que informara telefónicamente de todo hecho importante que acontezca durante las detenciones al señor J. Edgar Hoover. A la mañana siguiente de las detenciones deseo que se le envíe por medio de mensajeros especiales y con la inscripción «entregar personalmente al señor Hoover» una lista completa de las personas detenidas con la información referente a su dirección y a la organización a la que pertenezcan y especificando si estaba o no en la lista de personas por detener. Si se detuviese a personas que no tuviesen orden de detención previa, usted deberá exigir inmediatamente de las autoridades de inmigración local orden de detención para todos estos casos y se deberá poner en contacto al mismo tiempo con nuestra oficina. | 74


Fueron cursadas más de seis mil órdenes de arresto. Miles de extranjeros fueron capturados y detenidos con o sin orden de arresto, alrededor de tres mil personas fueron retenidas en prisión. Al final solo pudieron ser expulsadas del país 466 personas. Las redadas de Palmer significaron el punto culminante de las acciones masivas en contra de los inmigrantes en Estados Unidos. Por primera vez la opinión pública se había dividido con relación a la actuación de la policía y la justicia. Muchos estadounidenses habían sentido miedo y susto en el transcurso de las redadas, habían pasado largas horas en recintos policiales y habían tenido que defenderse de absurdas sospechas. Cuando el Senado promulgó, una semana después de las redadas, otra ley contra «la sedición en tiempos de paz», la Cámara de representantes se negó a dar su voto. Diputados y ciudadanos reconocieron que se le habría otorgado al régimen el derecho de hacer con ellos lo que se había hecho con los extranjeros. El rechazo a la Propuesta de Ley se basó principalmente en un informe sobre las investigaciones realizadas por la organización de derechos humanos American Civil Liberty Union y por el movimiento pro derechos civiles National Popular Government League. Su Informe, que enumeraba en una larga lista los casos relacionados con las redadas de Palmer, había sido firmado por 12 abogados y juristas famosos. En este informe se leía: No podemos cerrar por más tiempo los ojos ante acontecimientos que en la historia de nuestro país no tienen igual. A través de ciudadanos conscientes y responsables llegó a nosotros información en la que se demostraba cómo se había llegado a transgredir los derechos personales, evocando las peores prácticas de una tiranía. Durante más de seis meses los arriba firmantes, abogados, que hemos jurado respetar y proteger las leyes y la Constitución de Estados Unidos hemos visto, con creciente cons| 75


ternación, cómo el Ministerio de justicia atenta contra la Constitución e infringe la ley de este país. Además, bajo el pretexto de una campaña para la represión de las intrigas del radicalismo, el Departamento del Fiscal General, representado por sus oficinas locales, ha perpetrado reiteradamente una serie de contravenciones a las leyes en todo el país y por orden especial emanada de Washington. Detenciones masivas fueron emprendidas no solo contra extranjeros sino también contra ciudadanos estadounidenses, sin orden de arresto y sin atender a las formalidades legales; hombres y mujeres fueron encarcelados e incomunicados, no se les permitió tomar contacto directo o escrito con sus amigos u abogados. Sus viviendas fueron asaltadas sin orden de registro y sus pertenencias requisadas. Otros objetos de su propiedad fueron destrozados intencionadamente. Hombres y mujeres de la clase trabajadora, sospechosos de simpatizar con el radicalismo, fueron insultados y maltratados. La policía envió agentes secretos a organizaciones radicales con el propósito de espiar y cometer provocaciones. Estos agentes recibieron sus normas de comportamiento directamente del Gobierno de Washington. Tenían la misión de organizar asambleas en fechas determinadas, con el propósito ya señalado, para generar la oportunidad de realizar por asalto detenciones masivas. Para apoyar estas acciones ilegales y para crear una atmósfera favorable, el Ministerio de Justicia se convirtió en una oficina de propaganda que ponía a disposición de periódicos y revistas material apropiado para instigar a la opinión pública contra los radicales; todo esto fue financiado por el Gobierno y se encontraba fuera de la competencia del Fiscal General.

Este informe tuvo una gran resonancia en la opinión pública. Aunque las personas no cesaron de tener miedo ante el supuesto peligro rojo, dejaron de creer en todo lo que les decía el Gobierno. El ministro de justicia Palmer y los funcionarios del FBI se esforzaban, entretanto, por enmendar efectivamente ante la opinión pública el daño causado. Para ello necesitaban algún resultado positivo en el caso de las bombas. Los detectives del | 76


Ministerio de Justicia primeramente concentraron sus investigaciones en el origen de los panfletos encontrados en casa de Palmer después del atentado. Un italiano que se hacía llamar Ravarini prestó su ayuda para este propósito. Hacía bastante tiempo se había ganado la confianza de los grupos anarquistas de Nueva York, Nueva Jersey y Nueva Inglaterra. Su misión era la de descubrir imprentas en las que se elaboraran panfletos radicales y documentos agitadores. Ponía un celo particular en animar a personas ingenuas a editar nuevos periódicos y panfletos. Proporcionaba dinero y se preciaba de ser un «partidario de la acción directa» que se ofrecía a «darle al sistema capitalista unos cuantos golpes». Ravarini coincidió también una vez con Sacco y Vanzetti. Les propuso editar un periódico anarquista en donde Vanzetti se haría responsable de la redacción. Después de que Ravarini fuera desenmascarado como agente provocador por diferentes miembros anarquistas, desapareció de la escena y se refugió entre las autoridades policiales. Previamente les dio a sus contactos en la policía el nombre de un tal Robert Elia, con quien un poco antes había entablado amistad. Elia era un empleado de la imprenta Canzani en la que constantemente imprimían documentos anarquistas y también algunos panfletos. Y allí, según informó Ravarini a la policía, se habría impreso el panfleto que fue dejado en la casa de Palmer por los autores del atentado. En la noche del 25 de febrero de 1920, Elia fue detenido por agentes del FBI en su casa. Tras un registro de la imprenta fue encontrado por los funcionarios papel rojo, similar al que se había usado para imprimir el panfleto hallado en la casa de Palmer. Los agentes del FBI estaban seguros de ir tras las huellas de los autores de dicho panfleto. Para mayor seguridad detuvieron también al tipógrafo de la imprenta. Su nombre: Andrea Salsedo. Se les llevó a ambos a la oficina del Ministerio de Justicia en la calle Park Row 21. Allí fueron interrogados | 77


separadamente durante largas horas. Elia y Salsedo aseguraron no saber nada del panfleto. Para los grupos anarquistas de Nueva York la detención de los dos correligionarios era más que alarmante. A ambos se les impidió cualquier contacto con el exterior y se temió que fueran torturados para forzar una confesión. El domingo 25 de abril de 1920 anarquistas del este de Boston se reunieron en su sala de asambleas para discutir lo que se debía hacer por los compañeros de Nueva York. Sacco y Vanzetti también participaron en esa deliberación. Vanzetti recibió la misión de viajar a Nueva York para conocer, junto con varios amigos, la situación jurídica de ambos detenidos. Allí se encontró con Luigi Quintiliano, presidente de un comité de defensa de las víctimas de las redadas. Este le advirtió que pronto se realizarían más redadas. Sobre Elia y Salsedo él no tenía ninguna información nueva. En encuentros posteriores en el Italian Naturalization Club, Vanzetti les habló a sus compañeros de Boston sobre las inminentes redadas. El grupo decidió hacer desaparecer cualquier tipo de literatura anarquista para así no proporcionar a los agentes de la policía ninguna clase de pretexto que condujera a un arresto. Cuando los anarquistas se reunieron nuevamente en mayo de 1920 para organizar la desaparición del material comprometedor, Andrea Salsedo ya había muerto. Su cuerpo se encontró totalmente destrozado y desfigurado sobre el pavimento, directamente debajo de la ventana del decimocuarto piso en donde se habían llevado a cabo los interrogatorios. Las primeras informaciones radiofónicas citaron a un portavoz del Ministerio de Justicia que aseguraba que ambos italianos habían confesado haber sido los autores del atentado con bomba y que también habían dado información sobre amigos que estaban en complicidad en este caso. «Salsedo y Elia han entregado información muy importante con relación a la | 78


conspiración del 2 de junio de 1919», anunció el portavoz y aclaró que «por miedo a las represalias» ambos habrían pedido que se les permitiera permanecer en prisión. Ninguno de los hombres en Boston creyó lo que se divulgó por las emisoras de radio. Estaban de acuerdo en algo: esto no había sido suicidio sino un homicidio. La única persona que podría haber aclarado algo no pudo hacerlo debido a los funcionarios del Departamento de Justicia. Robert Elia, compañero de celda de Salsedo, fue enviado apresuradamente a Ellis Island para ser deportado lo antes posible. Pese a todo lo hecho público, no fueron suficientes las «confesiones» ni las «informaciones reveladas» para acusar a Elia de actividad «criminal anarquista». Entonces, ¿por qué razón se habría suicidado Salsedo? La eliminación de los documentos anarquistas se convirtió en algo urgente porque nadie quería caer en manos de la justicia para sufrir la misma suerte que Salsedo. El compañero Boda, que tenía un coche, debía realizar una vuelta en él por los lugares acordados para recoger todos los libros, folletos y panfletos para esconderlos en un lugar seguro. Los demás, entre ellos Sacco y Vanzetti, debían ayudarle en esta acción. Después de encontrarse como habían acordado, Sacco le habló a Vanzetti sobre su deseo de retornar a Italia. Quizás, así lo creía Sacco lleno de esperanzas, podría comprar los billetes en mayo para el viaje por mar. Si esto ocurría no podría tomar parte en las acciones futuras. En marzo Sacco recibió una carta de su hermano Sabin en la cual le comunicaba la muerte de su madre. Esto le afectó profundamente, especialmente el hecho de que no había estado junto a ella en el momento de fallecer. La carta de Sabino llegó en el momento en que Sacco ya jugaba con la idea de abandonar Estados Unidos. Ese país le tenía harto. Aunque aquí podía ganar relativamente mucho dinero, la libertad que había venido a buscar no existía. Sus opiniones políticas lo dejaban fuera | 79


de la ley. En los meses anteriores le había quedado claro que no había ninguna oportunidad para él. Con un retorno voluntario a su país natal quería evitar problemas peores. Sacco pensaba sobre todo en lo que les podía acaecer a su mujer y a su hijo. Inmediatamente después de haber recibido la carta de su hermano Sabino, se puso a resolver las formalidades para su partida. En el consulado de su país en Boston se informó de cómo recibir un nuevo pasaporte. Se le dijo que debía traer dos fotos en las cuales estuviera él, su mujer y su hijo. En la tarde del 15 de abril de 1920, Sacco llevó las fotos al consulado. Fue el día del asalto a la Slater & Morrill Company, bandidos fuertemente armados habían asaltado a los empleados encargados de transportar los sueldos y les habían dado muerte. Como las fotos que había llevado eran demasiado grandes para el pasaporte hizo sacar otras a finales de abril y las llevó nuevamente. El lunes 3 de mayo Sacco fue a la fábrica de calzados Three-K para recoger sus herramientas y su ropa de trabajo como también para despedirse del director de la firma, Georg Kelley, y de sus compañeros de trabajo. Todos lamentaron su partida y les desearon a él y su familia un buen viaje de retomo al país natal y mucha suerte para su futuro. Vanzetti había viajado esa mañana de lunes a Boston. Deseaba comprar pescado fresco en el puerto, pero como los precios de ese día estaban demasiado altos, desistió de hacerlo. Se encontró con unos amigos italianos al mediodía para almorzar en un restaurante en las cercanías de Haymarket Square. Durante el almuerzo se volvió a discutir sobre la muerte de Salsedo. «¿Quién va a ser el próximo?», se preguntaban en silencio a sí mismos. El miércoles Vanzetti visitó a la familia Sacco. Rosina, la esposa de Sacco, había comenzado a hacer las maletas. Mientras comían, Sacco dijo que estaba feliz porque el hijo que esperaba Rosina iba a nacer en tierra italiana. Los tres brindaron por | 80


eso. «Va a ser una verdadera y orgullosa italiana!», dijo al brindar Sacco. Alrededor de las cinco de la tarde llegaron Orciani y Boda. Este último contó que la avería de su auto ya estaba reparada y que el coche estaba disponible para llevar los documentos a un lugar seguro. Los cuatro bebieron vino en la cocina. «Sacco, tú nos vas a hacer falta, especialmente en este momento», le dijo Boda. Sacco lo afirmó sin decir palabra. El 5 de mayo, alrededor de las siete de la tarde los hombres se marcharon. Sacco y Vanzetti tomaron el tranvía a Brockton en donde debían cambiar a Bridgewater. Orciani y Boda lo hicieron en motocicleta. Querían encontrarse en el garaje de Johnson para recoger el Overland de Boda y así comenzar esa misma tarde a reunir los documentos comprometedores. En el tranvía Vanzetti ideó el texto de un panfleto para una asamblea que debía realizarse el 9 de mayo. Se lo leyó a Sacco y este propuso acortar algunas frases para disminuir el costo de impresión. Luego Vanzetti le entregó el borrador del texto y él se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta para llevarlo al día siguiente a la imprenta. Después de bajarse del tranvía en Elm Square, en el oeste de Bridgewater, se dirigieron a pie hasta el garaje de Johnson. Orciani y Boda ya se encontraban allí cuando ellos llegaron al lugar. Parados al lado de la cerca del jardín observaron cómo Boda preguntaba por su auto. Allí pasaba algo extraño. ¿Por qué la mujer del dueño del garaje tenía tanta prisa por ir en ese momento a la casa vecina? Boda y Orciani señalaron que para mayor seguridad había que desaparecer del lugar. Boda había sido interrogado días antes por el jefe de la policía local que sospechaba que él estaba al corriente de los asaltos llevados a cabo por esa zona. ¿Quizás debía cerrarse la trampa aquí?

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4 La trampa se cierra de golpe

«DETÉNGANSE AQUÍ CON LA CARA HACIA LA PARED!», ordenó una voz en tono rudo. Ambos hombres, que minutos antes habían sido detenidos en el interior del tranvía y llevados a la comisaría de Brockton, estaban apoyados con la palma de las manos en la pared pintada de gris, de espaldas a las ventanas. Mientras un agente de policía caminaba indiferentemente de un lado a otro pasando por detrás de los detenidos, otro observaba esta escena desde una distancia segura. Un segundo policía fue hasta donde se encontraban los detenidos y les abrió las piernas golpeándoselas con las botas. Luego comenzó a registrar cuidadosamente al hombre del bigote. «A ver, a ver... ¿Qué tenemos aquí?», exclamó el agente en tono paternalista cuando extrajo de la chaqueta de este un revólver cargado Harrington & Richardson, calibre 38. Después de haber registrado todos los bolsillos, quedaron sobre el escritorio de su oficina una navaja, veinte dólares, algunos cartuchos y diferentes panfletos anarquistas. Las pesquisas también fueron rápidas y positivas con el hombre de las facciones delicadas. En la pretina del pantalón llevaba escondida una pistola Colt calibre 32 y en los bolsillos 23 balas del mismo calibre de distintas marcas. Un papel que contenía un texto en italiano fue encontrado en el bolsillo de su chaqueta. Entretanto, el jefe de policía de Bridgewater, Stewart, había llegado a la comisaría, junto con los agentes Frank Le Baron y | 82


Warren Laughton, así como también Simón Johnson, dueño del garaje. «¿Son estos los hombres que estaban apoyados sobre la cerca cuando Boda fue a buscar su coche?», preguntó Stewart. Johnson asintió con la cabeza. «Sí, son ellos. Los reconozco». Stewart estaba satisfecho. Sabía que su trampa se había cerrado y que era todo un éxito. Se dirigió al hombre de bigote y le informó que no tenía que contestar, si no quería, a preguntas que le pudieran incriminar. «Todo lo que usted diga aquí podrá ser usado en su contra», le explicó en tono grave. Pero aquel hombre fuerte que entretanto había tomado asiento estaba dispuesto a contestar a todas las preguntas que se le hicieran. Bartolomeo Vanzetti era su nombre, 32 años de edad, italiano, domiciliado en Plymouth, calle Cherry 35 y vendedor de pescados de profesión. «¿Es usted anarquista?», le preguntó Stewart directamente. «No, no sé lo que usted entiende al respecto. Yo soy algo diferente...» respondió vacilante Vanzetti. «¿Respeta usted a nuestro Gobierno?», preguntó Stewart luego de una corta pausa. Vanzetti se dio cuenta de que debía ser cuidadoso. «Pues bien, dijo lentamente, me gustaría que algunas cosas fueran de otra manera...». «¿Usted cree en el cambio de régimen, caso que sea necesario, a través de la violencia?», insistió Stewart y se sentó en una esquina del escritorio. Él miraba pensativo hacia los agentes que se encontraban en el cuarto; entonces se dirigió nuevamente a Vanzetti sin esperar respuesta y le preguntó: «¿Está usted suscrito a periódicos o a documentos de algún grupo anarquista?». «Algunas veces los leo», contestó Vanzetti. Stewart le preguntó que por qué portaba un arma de fuego. Como él tenía un negocio de venta de pescados y frecuentemente estaba en Boston para comprar en el puerto pescado | 83


fresco, dijo Vanzetti, necesitaba una pistola para protegerse; además solía llevar consigo una considerable suma de dinero. No, él no tenía un permiso para portar armas de fuego, pero pretendía procurarlo en un futuro próximo. Stewart, que había mandado llevar al otro hombre a una habitación contigua, ordenó a un agente que le fuera a buscar y que llevara a Vanzetti a la otra habitación. «¿Cómo se llama usted?», preguntó el jefe de policía mientras le ofrecía una silla en donde sentarse. «Nicola Sacco», respondió el detenido con voz apacible. Stewart repitió su interrogatorio; un agente levantaba acta de las declaraciones. Sacco declaró estar casado, tener un hijo pequeño, estar domiciliado en South Stoughton y vivir desde hace once años en Estados Unidos; haber trabajado, en los últimos tres años, en la fábrica de calzados Three-K y no haber estado nunca en West Bridgewater; no conocer a ningún italiano llamado Boda o Coacci; no ser ni comunista ni anarquista. Declaró querer volver con su familia ese mes a su país natal. «¿Y por qué lleva un arma de fuego consigo?», preguntó Stewart. Contestó que cantidad de gente mala muestra agresividad en contra de los extranjeros y de ellos quería protegerse. El arma la había comprado hacía ya un buen tiempo en Boston, y hoy la traía consigo por casualidad, porque quería ir junto con unos amigos a practicar tiro al bosque. Stewart le dejó hablar, aunque no le creía ni una palabra. «¿A dónde quería ir?», le preguntó y Sacco le contó que habían venido a West Bridgewater para visitar a un amigo apodado Poppi del cual no sabía su verdadero nombre. Pero se había hecho un poco tarde y por eso habían cambiado de planes. Stewart sabía que ésa tampoco era la verdad. Para él esos italianos eran anarquistas, bolcheviques, alborotadores y tenían algo que ver con los asaltos. Era solo una cuestión de | 84


tiempo hasta que comenzaran a caer en contradicciones y que los testigos los identificaran como los bandidos y asesinos. Había dos casos delictuales y aquí, en la oficina, había dos autores. La red estaba echada y él iba a hacer todo lo posible para que ellos no se pudieran librar de esta. Después del interrogatorio Sacco y Vanzetti fueron encerrados en celdas contiguas. Cuando preguntaron por mantas para abrigarse, recibieron por respuesta, «ya vais a entrar en calor cuando os coloquemos contra la pared y os usemos como blanco para practicar tiro». Uno de los vigilantes le mostró a Vanzetti un cartucho que introdujo en su revólver, lo cargó y le apuntó a través de los barrotes de la celda. «¡A gentuza como vosotros habría que cargársela!», dijo en tono despreciativo y escupió al suelo. Vanzetti le miró tranquilamente y no se movió. Tenía miedo. Bajo la tenue luz de las lámparas del techo, sentado sobre el catre de madera, le vino a la mente Salsedo. Él también había sido detenido y encerrado. Luego había caído desde la ventana del Ministerio de Justicia hacia la muerte. No, había sido empujado. Había sido un asesinato. La suerte de Salsedo no se le iba de la cabeza. ¿Qué deseaba de él ese jefe de policía? ¿Por qué habían sido detenidos? Al contrario de Vanzetti, que nunca antes había estado entre rejas, Sacco había pasado un corto tiempo en prisión después de que la policía disolviera una protesta. Pero en aquel tiempo había estado encarcelado en una gran celda junto a otros compañeros de protesta, se podía charlar y darse ánimos unos a otros. Aquí en la lúgubre celda de la comisaría de Brockton él se encontraba solo. Afuera todavía nadie sabía de su detención, ni siquiera su mujer. También Sacco cavilaba sobre las razones que le tenían en esa maldita jaula. De acuerdo, ellos eran anarquistas y portaban armas de fuego sin tener los permisos pertinentes. Pero esto no lo podía saber la policía antes de las detenciones. Entonces debía existir algún indicio, una sospecha, alguna trai| 85


ción. Les querían imputar algo, él lo presentía. ¿Pero qué? ¿Tal vez los funcionarios les habían seguido la pista a través de sus actividades en asambleas anarquistas y los querían deportar? Esto no sería tan malo porque, en resumidas cuentas, él quería abandonar ese país con su familia lo antes posible. Entretanto, los agentes de policía habían descubierto que la motocicleta que había sido conducida por Boda pertenecía a un italiano de nombre Ricardo Orciani. Este fue detenido esa misma noche en su casa y en la mañana del 6 de mayo llevado ante el matrimonio Johnson para ser identificado. Como llevaba la misma chaqueta que la noche anterior fue identificado fácilmente por ellos como la persona que conducía la motocicleta. Pero Orciani, un hombre bajo de estatura, cuidado bigote y cara redonda, no se dejaba intimidar fácilmente. «¿Está acaso prohibido por la ley prestarle ayuda a un amigo que desea ir a recoger su coche?», protestó. Los funcionarios no le dieron ninguna respuesta. Al contrario, le preguntaron sobre el revólver que habían encontrado durante su detención en el interior de su escritorio. «Mucha gente posee un revólver, yo también. Por último, existen situaciones en las cuales hay que defenderse», respondió Orciani. Los agentes no se dejaron impresionar por sus respuestas. Esa misma mañana fue encarcelado provisionalmente. En ese tiempo era normal que los italianos llevaran armas de fuego. Esto no significaba que fueran personas peligrosas, sino que eran personas que tenían miedo. Y miedo tenían todos, mucho más desde la muerte de Salsedo y las redadas acontecidas en el país. Vanzetti escribió años más tarde, el 5 de diciembre de 1926, una larga carta a su hermana Luigia en la cual aclaraba el porqué de haberse armado: Sacco llevaba una pistola con él y yo tenía un viejo revólver que me habían regalado hacía poco tiempo cuando fui a Nueva | 86


York para defender a Elia y Salsedo (tú ya habrás oído sobre ellos). Yo llevaba tres o cuatro cartuchos, que había sacado de la casa de Sacco para dárselos a un viejo amigo mío aficionado a la caza que vive en Plymouth. Esto te parecerá extraño y necesario de explicar. Sacco estaba a punto de partir hacia Italia y su mujer hacía las maletas. Vi los cartuchos sobre la repisa de la chimenea y le pregunté si los necesitaba. Me dijo que los iba a disparar en el bosque si tenía tiempo pero que, si no era posible, los iba a tirar. A continuación, me los metí en el bolsillo y le dije que se los iba a vender a un simpatizante para luego donar el dinero a nuestra causa… Casi siempre andaba desarmado excepto las veces que debía ir a un lugar peligroso o cuando llevaba mucho dinero conmigo. Esa vez iba armado con el revólver porque desde que había vuelto a Nueva York tenía que ir constantemente de un lado a otro por razones políticas.

A Vanzetti no le habían regalado el revólver, sino que se lo había comprado un par de meses antes. Cuando viajó a Nueva York para visitar a Sacco lo podía haber dejado en casa, a pesar de ello se lo guardó. Ya que la idea de andar armado le producía sentimientos contradictorios y no correspondía con la imagen que tenía de sí mismo, Vanzetti no le dijo a su hermana toda la verdad, como años antes tampoco lo había hecho con los agentes que le interrogaron. ¿Entonces cuál era la verdad de aquel 5 de mayo de 1920? Considerando los hechos acontecidos en aquel tiempo, la muerte de Salsedo, la detención y deportación de muchos de sus correligionarios y amigos, las advertencias sobre nuevas redadas hicieron que los dos italianos mintieran cuando fueron interrogados por Stewart, el jefe de policía, para protegerse a sí mismos y para amparar a sus amigos. Ellos pensaron que les habían detenido por ser anarquistas extranjeros. Desde su punto de vista ellos se encontraban en guerra con el Gobierno | 87


y este con ellos. Y como en tiempo de guerra no se le otorga ayuda al enemigo, ellos faltaron a la verdad en el primer interrogatorio. La policía les mintió de igual manera. Nadie les dijo que se encontraban bajo la sospecha de haber participado en un robo con homicidio. Sin embargo, se comunicó al día siguiente a la prensa que la policía de Brockton había detenido a dos italianos que estarían involucrados en los asaltos de Bridgewater y South Braintree. El hecho de que Sacco y Vanzetti hubiesen mentido en el primer interrogatorio no enfadó de ninguna manera al jefe de policía Stewart, todo lo contrario. A su modo de ver ellos habían faltado a la verdad porque se sabían culpables. También el fiscal que investigaba el caso interpretó las falsas declaraciones como una señal de culpabilidad. Así también lo vio el fiscal del Distrito de Norfolk Country, Frederick G. Katzmann, que el 6 de mayo tomó a su cargo el caso de Sacco y Vanzetti. Katzmann era una persona ambiciosa, un hombre que, llegado de una de las regiones más pobres, de Hyde Park, un lúgubre distrito industrial en Boston, se había abierto paso hasta llegar a ser un respetable jurista. Su sueño siempre había sido llegar a ser abogado. Para financiar sus estudios trabajó varios años leyendo los contadores de energía eléctrica para una compañía de electricidad y también como cajero de esta misma. Sin la ayuda económica de sus padres, que ya tenían suficientes problemas para poder alimentarse, alcanzó por fin su objetivo: en 1902 realizó el examen de titulación de la carrera de Derecho en la Universidad de Boston con todo éxito. Directamente encontró un puesto de trabajo como asistente en un renombrado bufete de Boston. Pero el distinguido mundo de Slate, donde se encontraba la oficina del bufete de abogados, no aceptaba precisamente a gente de los suburbios de Hyde Park porque tuviesen un excelente examen de titulación bajo el brazo. Allí de poco le servían | 88


al joven abogado su capacidad y talento. En ese lugar reinaban reglas estrictas. Katzmann, que procuraba a través de su apellido de origen alemán hacer resaltar su descendencia anglosajona, retornó a la región de Hyde Park y abrió allí una oficina de asesoramiento legal. Pero su ambición por salir de esa masa de pobres y sin nombre era inquebrantable. De 1907 a 1908 fue elegido como representante del distrito en el Parlamento de Massachusetts y al año siguiente fue nombrado fiscal suplente. En 1916 postuló al cargo de fiscal y fue elegido con amplia mayoría. Las posibilidades de alcanzar el puesto de Fiscal General de Massachusetts eran, en el momento de asumir el caso de Sacco y Vanzetti, bastante prometedoras. El fiscal era, por consiguiente, un hombre público muy respetado, socio del club de tenis y del club de golf de Boston, vivía con su mujer y sus dos hijas en una gran casa de la alta burguesía en la calle River. Pertenecía al Partido Republicano cuyo programa político correspondía a su conservadora y tradicional visión del mundo. Según él, ambos detenidos no eran delincuentes comunes y corrientes, sino que se trataba de criminales que hacían uso de la violencia con fines políticos. Para Katzmann el caso de Sacco y Vanzetti era un caso político. Sabía lo que estaba en juego y lo que significaba para su carrera profesional y política. El 6 de mayo de 1920 Frederick G. Katzmann comenzó con los interrogatorios. Para ello desarrolló una estrategia especial. Tampoco les dijo por qué se les consideraba sospechosos. Los llevó a una trampa, interrogándolos con preguntas indirectas las cuales no levantaron en ellos sospecha alguna. Así él se podía sentir corroborado en su «teoría de la conciencia de la culpabilidad», cuando ellos mintiesen. En primer lugar, interrogó a Sacco. «Si usted es sincero conmigo le voy a tratar con respeto», dijo en un tono que despertaba confianza antes de comenzar con las preguntas de ru| 89


tina sobre sus anteriores puestos de trabajo, su familia y su círculo de conocidos. Después de unos minutos le preguntó repentinamente: «¿De dónde sacó el arma de fuego?». «Compré el arma hace dos años en un local de North End, pero ahora no recuerdo exactamente dónde se encuentra dicho local. Por miedo no di mi verdadero nombre...», contestó Sacco. Katzmann comenzó a tomar notas en una libreta. Luego preguntó concisamente: «¿Conoce usted de cerca a Orciani, Vanzetti y Boda?». Sacco había estado esperando esa pregunta. Con voz resuelta respondió: «Sí, a Orciani superficialmente, pero a Boda y Vanzetti no los conozco. Sus nombres no me son familiares». Después de un rato Katzmann le preguntó si había oído algo acerca del asalto con homicidio en South Braintree. Sacco le contestó que había leído sobre eso. «Bueno, eso será todo por el momento». De este modo finalizó Katzmann el interrogatorio. Posteriormente Vanzetti fue llevado a la oficina de Katzmann. «¿Habla usted inglés?». «Un poco», respondió el italiano. Katzmann le explicó que no tenía que responder, especialmente cuando no hubiese comprendido totalmente una pregunta. «No, estoy dispuesto a contestar a todas sus preguntas», replicó Vanzetti. A continuación, narró que conocía desde hacía más de un año a Sacco, que querían visitar a un amigo, que habían subido al tranvía en Brockton. No, él no había visto ninguna motocicleta la noche del 5 de mayo y tampoco había oído el nombre Boda anteriormente. «¿Y el revólver?», preguntó tajantemente Katzmann. «Lo compré hace cuatro o cinco años por menos de veinte dólares en un local de la calle Hannover. También compré una | 90


caja de municiones que disparé en la playa de Plymouth; las seis restantes están aún en el tambor del revólver», contestó Vanzetti. Durante el transcurso del interrogatorio, Katzmann no le preguntó a Vanzetti dónde había estado el 15 de abril sino dónde había estado el jueves anterior al Patriots’ Day, el 19 de abril. Vanzetti contestó que no lo podía recordar. Katzmann finalizó el interrogatorio y dos agentes de policía llevaron a Sacco y Vanzetti a la comisaría donde fueron fotografiados de frente, de lado, de pie, sin afeitarse, empapados de sudor y con cansancio en sus rostros. Las fotografías logradas mostraban a Sacco y Vanzetti de una forma que correspondía precisamente a cómo el ciudadano estadounidense se imaginaba a los criminales: sombríos, venidos a menos, de aspecto sospechoso. Acto seguido fueron llevados ante el juez por tenencia ilícita de armas. Un abogado local fue designado abogado defensor. Los italianos se declararon culpables de ese cargo y el juez ordenó prisión preventiva para ellos. Así le quedó al fiscal Katzmann suficiente tiempo para proseguir con sus indagaciones. Mientras que Sacco y Vanzetti todavía creían que se les había encarcelado por tenencia ilícita de armas, el fiscal reunía indicios que los incriminaba como anarquistas. El hecho de que le hubieran mentido al igual que lo habían hecho ante el jefe de policía Stewart, facilitaba su tarea. Comenzó de este modo a aceptar la vaga sospecha de Stewart de que anarquistas italianos serían los responsables de los asaltos en Bridgewater y South Braintree. Buscaba indicios que encajaran con los autores y no con el delito. En primer lugar, partía del supuesto de que la banda que había realizado los dos asaltos estaba compuesta por cinco anarquistas: Sacco, Vanzetti, Orciani, Coacci y Boda. Pero esta hipótesis la tuvo que abandonar rápidamente. Orciani pudo demostrar que en el momento de los asaltos se encontraba en | 91


su puesto de trabajo. Coacci había sido deportado semanas antes y la figura corporal de Boda no correspondía a la imagen del autor del delito, su excepcionalmente pequeña estatura habría sido fácilmente registrada por los testigos y sobre un hombre de baja estatura no se había dicho nada en las declaraciones de los mismos. De todas maneras, Boda no había sido localizado, a pesar de una búsqueda intensa. Entonces solo quedaban Sacco y Vanzetti. En resumidas cuentas, no quedó nadie después de que Katzmann hiciera comparar las huellas de ambos con las encontradas en el interior del Buick usado en el asalto de South Braintree. Sus huellas eran evidentemente diferentes a las encontradas en el coche. Además, no se podía probar que Sacco y Vanzetti hubiesen tenido contacto con el dinero del robo. Ninguno de ellos había cambiado su forma de vida después del asalto y el dinero no se encontraba en su poder. Tampoco los registros que se hicieron en sus hogares arrojaron éxito alguno ni dieron nuevos indicios. Los anarquistas, según las especulaciones de Katzmann, eran seres de una clase muy especial que podían llegar a cometer un robo, no con el propósito de enriquecerse personalmente, sino por apoyar la causa política. Pero por ningún lugar habían aparecido, así lo habían informado los espías de la policía, grandes sumas de dinero en los grupos anarquistas. Las investigaciones de Katzmann habían logrado también confirmar que el día 24 de diciembre, el día del asalto en Bridgewater, Sacco se encontraba en su puesto de trabajo en la fábrica de calzados Three-K. Las declaraciones de su encargado y las de sus compañeros de trabajo debilitaron la posición de la acusación. Sacco tenía una coartada irrefutable. Sobre este punto, el receloso fiscal debería haber retirado la acusación contra Sacco y Vanzetti para comenzar la búsqueda de los verdaderos autores, pero Katzmann se negó a tomar esta decisión. Tenía a dos hombres que eran adecuados para ser los | 92


autores y estaba fanáticamente encaprichado en probar que estos hombres eran los verdaderos autores. Este era su caso y se aferraba a cada hilo del tejido de la acusación, por fino que fuese, para mantenerla en pie. Y le quedaban dos hilos finos a su disposición. Uno era que Sacco el 15 de abril, el día del asalto en South Braintree, no apareció en su puesto de trabajo. Así lo registraba el control de asistencia de la empresa. Sacco aseguraba haber estado en el consulado italiano en Boston ese día para informarse sobre su documento de identidad. Tenía testigos, pero primeramente debía probarlo. Declaraciones inequívocas de los funcionarios de la entidad consular no estaban aún a disposición de la Fiscalía. El otro hilo que estaba en las manos de Katzmann, así lo pensaba él, era que sería fácil convencer al jurado de que por lo menos Vanzetti habría estado involucrado en el asalto de South Braintree. Y a Vanzetti, que no trabajaba en ninguna fábrica, no le era fácil probar fehacientemente su paradero en dichas fechas. Al día siguiente fueron traídos varios testigos de South Braintree y Bridgewater a Brockton para participar en la identificación de los acusados como los autores de uno o ambos asaltos llevados a cabo en esas ciudades. La acusación estaba tan segura de su causa que rompió con la práctica acostumbrada de poner a los sospechosos en una fila junto a otros individuos que se les pareciesen. Sacco y Vanzetti fueron llevados de uno en uno a la sala de interrogatorios y presentados ante los testigos de la misma manera. Ambos tenían un aspecto deplorable. Afligidos por los anteriores interrogatorios, daban la impresión de cansancio; no estaban afeitados porque no se lo habían permitido. Ante más o menos cincuenta testigos de los hechos fueron entregados a un ritual humillante. Cuando se les ordenaba debían arrodillarse, ponerse de pie o sentarse, colocarse o quitarse sus sombreros o gorros o adop| 93


tar una actitud amenazadora. Si algunos testigos creían recordar que uno de los bandidos llevaba el pelo desgreñado, entonces, el cabello de los acusados era desordenado por los funcionarios para completar la imagen. Si uno de los testigos tenía en la memoria haber visto a los bandidos en una postura corporal específica, se les obligaba inmediatamente a adoptarla. Como Sacco y Vanzetti no tenían en ese momento a su disposición un abogado defensor, nadie les podía decir que el procedimiento de identificación era totalmente ilegal. A pesar de todo, las declaraciones de los testigos fueron vagas y contradictorias. Muchos de ellos no pudieron identificar a ninguno de los dos hombres y solo uno nombró a Sacco como el individuo que le había disparado al guardia en South Braintree. A petición de las testigos Frances Devlin y Mary Splain, se le ordenó a Sacco alzar el brazo como si tuviese un revólver en la mano. Después de esto ambas mujeres fueron de la opinión de que Sacco podría haber sido el hombre que se había apoyado en el coche y habría disparado. Ellas estaban seguras de haber reconocido a Vanzetti como uno de los autores del asalto. También Michael Levangie, el guardabarreras de South Braintree, describió a Vanzetti como el conductor del vehículo que se usó en la huida. En lo que correspondía al asalto en Bridgewater, los testimonios fueron también contradictorios. «Yo me inclino a suponer que Vanzetti no es uno de los hombres», opinó el pagador Alfred Cox, mientras que su colega Benjamin Bowles, que iba sentado cerca del conductor el día del asalto, comentó que «no podría asegurar que fuese imposible». El testigo llamado Harding, que inmediatamente después del asalto testificó no haber visto claramente los rostros de los asaltantes, sostenía ahora al ver a Vanzetti con su bigote caído: «Sí, ese es el hombre de la escopeta». Orciani fue llevado esposado de igual manera ante los testigos oculares. El jefe de policía Stewart lo había hecho traer a | 94


Brockton y Needham, de ahí a Braintree y finalmente a Bridgewater. En este caso también las declaraciones fueron divergentes y difusas. En Braintree tres testigos quisieron reconocerle como uno de los autores del asalto perpetrado el 15 de abril. Pero Orciani, que ese día había estado trabajando, tenía una coartada perfecta. Esto lo sabía también la policía, pero la acusación no quería aún prescindir de él. Orciani había sido elegido para este fin, para causar confusión. Al fin y al cabo, él había declarado en el interrogatorio no haber visto nunca antes en su vida a Sacco y Vanzetti. Y Katzmann sabía que esto era una mentira. Orciani pertenecía al ambiente anarquista y esto sí que era seguro. Solo que: ¿qué papel jugaba él en ese grupo? ¿Era un simpatizante, un instigador que desde las sombras manejaba los hilos o solamente un criminal astuto y muy particular? Katzmann hizo un primer balance de los resultados de sus investigaciones, tenía detenidos a dos anarquistas que durante los interrogatorios no habían dicho la verdad y que posteriormente, cuando habían sido presentados ante testigos presenciales de los asaltos, varios los habían identificado como los autores. El fiscal estaba seguro de que Sacco había participado en el asalto de South Braintree. En cambio, con Vanzetti no lo estaba tanto. Aunque había testigos que le señalaban como uno de los autores. En todo caso para Katzmann, estaba claro que Vanzetti había tenido algo que ver con Bridgewater. No tenía ninguna prueba concreta, solo indicios y declaraciones contradictorias, pero esto le bastaba. La trampa estaba cerrada definitivamente. Este caso debía ser el más importante de su carrera. Mientras tanto se había corrido la voz, a través de toda la colonia italiana, de la detención de Sacco y Vanzetti. Los compatriotas se compadecían mucho de ellos, pero al mismo tiempo se sentían desamparados y temerosos. Funcionarios públicos y agentes de policía evitaban tener cualquier contacto con los | 95


inmigrantes, nadie quería verse envuelto como simpatizante. Solo los amigos anarquistas no dejaron de lado a los detenidos. Durante su permanencia en la comisaría de Brockton fueron visitados por el profesor Felice Guadagni, un hombre comprometido políticamente, que entre otras publicaciones editaba el periódico italiano Gazzetta del Massachusetts. Vanzetti opinaba sonriente que solo los deportarían. «Por lo menos volveremos a Italia a costa del Estado». Guadagni asintió con la cabeza. «Vosotros no estáis detenidos por ser anarquistas sino porque sois sospechosos de asesinato». Sacco y Vanzetti se le quedaron mirando sin decir una palabra. Para ellos había sido un shock enterarse de que eran sospechosos de haber participado en los asaltos de South Braintree y Bridgewater. Claro que habían oído algo, cualquiera habría podido leerlo en la prensa. Pero con un asalto, con el asesinato a dos hombres del pueblo, no tenían nada que ver. «Nosotros no somos ninguno asesinos», le dijeron a Guadagni, que trataba de calmarles. Otro hombre se enteró entonces de las precarias condiciones en que Sacco y Vanzetti se encontraban y decidió inmediatamente tomar parte en el asunto: Aldino Felicani. Se trataba de un joven compañero que Vanzetti había conocido en 1919 y que desde entonces habían desarrollado una amistad. Sobre la amistad que le unía a Vanzetti, contó más tarde «Sentía una gran simpatía por Vanzetti. Pensábamos de forma bastante parecida... No necesitaba preguntarle si había cometido aquel crimen... Yo sabía que no lo había hecho». Felicani estaba convencido de la inocencia de Sacco. Les propuso, a unos cuantos anarquistas italianos, formar un comité para ayudarles. Pero estos vacilaron. Tenían miedo de caer bajo sospecha, de tener que aguantar interrogatorios o de encontrar dificultades con las autoridades. Y de esto ya tenían suficiente. Felicani entendía que no quisieran abogar pública| 96


mente por Sacco y Vanzetti. Pero él no desistía. Pidió al editor de La Notizia permiso para reunir entre la gente de la redacción dinero para ambos detenidos. Finalmente encontró algunos radicales italianos con cierto renombre que estuvieron dispuestos a participar en una campaña para reunir donaciones en dinero para la defensa de los inculpados. Ese fue el comienzo del Comité para la Defensa de Sacco y Vanzetti. Las primeras donaciones procedieron de los italianos, de grupos anarquistas, y también de diferentes amigos de Sacco y Vanzetti. Enviaban diez centavos de dólar, veinticinco centavos de dólar, algunas veces hasta un dólar. Pasaron semanas hasta que Felicani pudo tener suficiente dinero para poder contratar a un abogado. Un amigo suyo le recomendó a un abogado defensor llamado James M. Graham. En el primer encuentro el abogado exigió quinientos dólares de anticipo y prometió hacer todo lo posible por ellos. Para poder pagar dicha suma, Felicani tuvo que pedir prestada parte de ella. Pero merecía la pena: a fin de cuentas, se trataba de dos inocentes y uno de ellos era su amigo Bartolomeo Vanzetti. También los amigos de Plymouth habían comenzado a realizar ciertas actividades. Vicenzo Brini, el antiguo casero de Vanzetti, había convencido a vecinos y correligionarios de que era muy importante conseguir un buen abogado defensor. Contrataron al abogado John P. Vahey, quien le aseguró a Brini tener excelentes contactos con las autoridades y poder ayudar a Vanzetti. Pero la Fiscalía y la policía tampoco se habían quedado quietas. El jefe de policía Stewart, basándose en la declaración del testigo Harding, que aseguraba haber reconocido en Vanzetti al hombre que portaba la escopeta en el asalto llevado a cabo en Bridgewater, le acusó formalmente el 11 de mayo. En la mañana del 18 de mayo se celebró una vista preliminar bajo la dirección del juez Herbert Thorndike ante el Tribunal de policía de Brockton. Los representantes de la acusación convo| 97


caron al pagador Alfred Cox, al guardia Benjamin y al testigo ocular Frank Harding. Earl Graves, el hombre que el día del asalto conducía el vehículo de transporte de dinero, había fallecido. Los tres individuos aseveraron que el hombre que portaba la escopeta llevaba el bigote bien cuidado y recortado, lo mismo que sucedía con Vanzetti, por lo que estaban seguros de que el hombre aquel era idéntico a este. En el interrogatorio cruzado que hizo el juez Herbert Thorndike a Cox, este declaró que ciertamente no estaba tan seguro de lo que había dicho. Los otros dos se quedaron con sus declaraciones. Más tarde se trajo a una nueva testigo. La acusación había convocado a la señora Georgina Brooks, la que unos minutos antes del asalto había pasado por la calle Broad. Aquel día, declaró, había pasado muy cerca del coche de los asaltantes y había visto muy bien a cuatro hombres. Uno de ellos la había mirado. «¡El hombre que está allí era el hombre que estaba tras el volante!», exclamó señalando a Vanzetti. Había llegado el momento de que el abogado de Vanzetti, Vahey, tomara la palabra, pero este permaneció en silencio. Tampoco convocó a ningún testigo que pudiera exculpar a su cliente. Días antes de la vista preliminar, Vanzetti le había dicho que el día 24 de diciembre, día del asalto en Bridgewater, había estado vendiendo anguilas en su barrio. Para los italianos católicos las anguilas componían una parte importante de la cena que realizaban en esa fecha, por eso ese día había tenido solamente anguilas para vender. De ahí que no sería difícil, pensaba Vanzetti, encontrar a gran cantidad de testigos que pudiesen corroborar que en el momento de los acontecimientos él les habría estado vendiendo anguilas. Vahey prometió preocuparse de los testigos de descargo. También se discutió la intención de Vanzetti de declarar como testigo en su propia causa. El abogado no estuvo de | 98


acuerdo. «Supongamos que en el estrado de testigos se le pregunta sobre el significado de los términos socialismo y bolchevismo», dijo Vahey. «Y qué —respondió Vanzetti—, contesto lo que entiendo sobre eso». Vahey le previno: «Entonces va a ser enviado inmediatamente a prisión por el jurado. La gente es conservadora e ignorante, usted no debe venirles con aquellas cosas». Finalmente, Vanzetti se dejó convencer y renunció a ser llamado como testigo de su propia causa. En silencio asistió a la vista preliminar el 18 de mayo, también en silencio reaccionó cuando descubrió que su abogado había prescindido de buscar y localizar en su barrio a los testigos de descargo de los que él le había hablado. Al final de la vista preliminar declaró el fiscal suplente de Katzmann, el abogado Kane, que había numerosas y convincentes pruebas que demostraban la participación de Vanzetti en el asalto de Bridgewater. El juez estuvo de acuerdo con él. La petición de dejar en libertad bajo fianza a Vanzetti fue denegada. En su lugar se ordenó llevar al detenido a la prisión de Plymouth. «El proceso en contra de Bartolomeo Vanzetti por intento de robo en Bridgewater el 24 de diciembre de 1919 será convocado para el 22 de junio de 1920», proclamó el juez Thorndike en tono festivo. Luego abandonó la sala de audiencias. Katzmann había alcanzado su objetivo, su estrategia había agarrado a su presa. Pero aún estaba convencido de que Sacco y Vanzetti habían tomado parte en ambos asaltos. A pesar de ello, instruyó primeramente un sumario en contra de Vanzetti por intento de robo en Bridgewater. El primer éxito fue la acusación contra Vanzetti en el caso de Bridgewater. Normalmente un fiscal habría reclamado en primer lugar la acusación por homicidio, ya que el asesinato es un crimen más grave que el intento de robo. Deseaba lograr primero la condena de Vanzet| 99


ti en el caso Bridgewater y luego proceder en contra de ambos hombres por el asesinato en South Braintree. Katzmann sabía que cuando un acusado ya ha sido condenado anteriormente por otro delito, fácilmente se le cree capaz de haber ejecutado otro. Queda marcado como un criminal brutal y esto impresiona al jurado, especialmente cuando se trata de un acusado que es extranjero. Y aún peor si es anarquista. El jefe de policía Stewart y el representante de la acusación Katzmann gozaban con la atención pública que se les brindaba. Estaba ya olvidado el ridículo que habían tenido que pasar al tener que dejar libre a Orciani porque su coartada no se había desmoronado tras la férrea investigación de la policía. Olvidados estaban también los disgustos provocados por los agentes encargados de las pesquisas para dar con el paradero de Boda, los cuales no tuvieron ningún éxito. Para Stewart y Katzmann, tanto ahora como antes, era válida la teoría de que el deportado Coacci y el desaparecido Boda eran cómplices en los asaltos. Mientras que la policía le buscaba, Boda vivía sin ser reconocido en casa de unos amigos en Boston, desde donde se mudó más tarde a New Hampshire. Allí solicitó en el consulado italiano un pasaporte bajo el nombre de Buda, su nombre original, que recibió sin mayores dificultades. Sin provocar ningún escándalo regresó a Italia. Dos hombres habían quedado atrapados en la red: Sacco y Vanzetti. Dos víctimas ejemplares de ese tiempo. Necesitaban autores.

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5 «Por lo menos doce años…»

EL PROCESO EN CONTRA de Bartolomeo Vanzetti por intento de robo y asesinato en Bridgewater comenzó el 22 de junio de 1920 en el Palacio de Justicia de Plymouth, Massachusetts. Los abogados defensores de Vanzetti eran James M. Graham, contratado por los miembros del Comité para la Defensa de Sacco y Vanzetti, y John P. Vahey. Los honorarios de este último habían sido asumidos por los vecinos de Vanzetti. La acusación fue representada por el fiscal de distrito Frederick G. Katzmann y el juez era Webster Thayer, perteneciente al Tribunal Supremo de Massachusetts. El jurado estaba compuesto principalmente por granjeros de los alrededores con la sola excepción de uno que trabajaba como capataz en la compañía Plymouth Cordage Company, la misma fábrica de cordajes en la cual Vanzetti fue puesto por su dueño en la «lista negra» por participar en una huelga. Desde los días en que se realizaron esas huelgas, Vanzetti estaba considerado el portavoz de este movimiento y los dueños de la Plymouth Cordage Company, que ejercían un poder significativo en la ciudad, no habían olvidado de ninguna manera el nombre de aquel «agitador extranjero». El Palacio de Justicia de Plymouth era una edificación de ladrillos sombría y lúgubre. Ese día la sala de audiencias en la que transcurrió el proceso contra Vanzetti, solo estaba a media capacidad de público. Aparte de los vecinos de Vanzetti, unos | 101


pocos amigos y algunos reporteros de periódicos de tercera clase de Boston, nadie más se interesaba por su suerte. Vanzetti fue llevado a la sala de audiencias esposado y luego lo dejaron en un recinto especial en el centro de la sala. Allí le quitaron las esposas. Un alguacil le llevó hacia adelante y llamó con voz ceremoniosa: Escuchen todos, escuchen todos: toda persona que tenga algo que decir ante el juez superior del Tribunal Supremo que hoy celebra sesión en Plymouth debe acercarse y hacerse notar para ser escuchado. Dios salve a la Comunidad de Massachusetts.

Luego el juez ordenó a uno de los alguaciles que dejara entrar al primer testigo: el testigo de la acusación. Mientras los testigos Bowles, Cox y Harding entraban en la sala, Vanzetti observaba concienzudamente al juez: un hombre mayor, de poco pelo, bajo de estatura, frente amplia y pequeños e inquietos ojos. Sobre su prominente nariz llevaba unos quevedos. Los labios se movían rigurosamente y sobre ellos crecía un pequeño bigote. La voz del juez sonaba penetrante. A cada uno de los presentes les comunicaba con sus gestos: «Yo soy juez de este país, presido este proceso por el bien de esta patria. Estoy orgulloso de poder ejercer mi deber patriótico». Webster Thayer era un hombre de sesenta y tres años que quería demostrar quién era. Hijo de un carnicero, tuvo que trabajar duramente para salir de esa humilde condición hasta llegar a ser juez del Tribunal Supremo de Massachusetts. Por eso se sentía orgulloso. Pero aún más orgulloso se sentía de poder servir como juez en el país que amaba, defendiendo sus ideales. Le había resultado difícil aceptar que siendo miembro del Partido Republicano no hubiese podido defender a su patria como soldado en 1917. En aquel entonces fue rechazado por tener demasiada edad para incorporarse a filas. Sin em| 102


bargo, ahora, siendo juez, podía ejercer lo que él creía que era su deber patriótico: la defensa y rechazo a los enemigos internos para salvaguardar la libertad. Para defender a Estados Unidos. Vanzetti y sus amigos presentían que ese hombre no sentía ninguna simpatía por ellos. Los extranjeros eran considerados por él como agitadores y pleitistas, especialmente aquellos que se comprometían políticamente. Para Thayer se trataba solamente de inmigrantes sin Dios ni Ley, los cuales, en vez de estar agradecidos, incitaban a la rebelión con ideas radicales. Pero Thayer había aprendido, en su larga carrera judicial, a subordinar sus sentimientos a los artículos y leyes cuando presidía un proceso. Y esto era lo más importante para él, dirigir correctamente un proceso. No debía ser estrictamente justo, pero sí correcto. De eso sí se preocupaba, lo demás era asunto de la acusación, de la defensa y del jurado. Todas las partes en causa comprendieron sus señales, especialmente el jurado. En lo que concernía al juez Thayer, se debía tratar en este proceso solamente el caso ocurrido la mañana del 24 de diciembre de 1919, cuando unos bandidos intentaron robar el transporte de sueldos. Uno de los hombres llevaba una escopeta y otros dos, pistolas. La acusación sostenía que Vanzetti era el hombre de la escopeta. Como Vanzetti estaba considerado anarquista, afirmación conocida por Thayer, este no quería dirigir un proceso político. Opinaba que se debía tratar únicamente en este proceso el intento de robo y asesinato, otros puntos no entraban en debate. Según él, esta era la mejor estrategia en contra de esos «cabezas de chorlito». El fiscal Katzmann presentó primero un resumen de los puntos relevantes en las pesquisas llevadas a cabo. Su acusación se basaba, principalmente, en los testimonios tomados a Bowles, Cox, Harding y la señora Brooks en la vista preliminar, el 18 de mayo. El rostro de Katzmann enrojecía mientras leía su resumen, hablaba con voz firme y de vez en cuando subra| 103


yaba algunas de sus afirmaciones con gestos teatrales mirando penetrantemente al jurado. Era un buen actor. Interrogaba a los testigos de tal manera que cualquier respuesta torpe u olvido era usado magistralmente por él para provecho de la acusación. Katzmann era un brillante acusador. Usaba la sala de audiencias como un dramaturgo eficiente usa el escenario, pero, eso sí, nunca infringía las reglas del proceso. Sin embargo, los testigos de la acusación cayeron en contradicciones. Sus declaraciones discrepaban gravemente de aquellas hechas en la vista preliminar. Ya en aquel tiempo, cuando se les había presentado a Vanzetti como el principal sospechoso, Cox, Bowles y Harding habían comenzado a enmendar las declaraciones que inmediatamente después del asalto habían hecho constar en el acta. Cox, que había notado un «color de rostro oscuro», cambió su declaración por «color del rostro semioscuro», color que coincidía mucho más con el de Vanzetti. Cuando se le exhortó a identificar al individuo que llevaba la escopeta, dijo en el primer careo: «Creo que es el hombre que está detrás de las barreras, el hombre del bigote», acotó, además, «pero tengo algunas dudas». Bowles describía todavía el bigote como «bien recortado», luego realizó una descripción facial del bandido que se ajustaba a la de Vanzetti, en quien creía reconocer al asaltante. Harding, que no había visto claramente los rostros de los bandidos, dijo en la vista preliminar que el hombre llevaba bigote oscuro y que Vanzetti era ese hombre. Ahora, en el transcurso del proceso, cambiaban sus declaraciones. Bowles describió el bigote, que antes era «bien recortado», como «ligeramente corto». Cox impugnaba haber dicho, cuando se le careó en Brockton por primera vez con Vanzetti, la frase que constaba en el acta: «Yo me inclino a suponer que Vanzetti no es uno de los hombres». Katzmann sometió a sus testigos a un interrogatorio cruzado: «¿Es ese en resumidas cuentas o no?». Preguntó señalando | 104


el banquillo del acusado en donde Vanzetti, silencioso, seguía el curso de los acontecimientos. «Sí, se parece al bandido de Bridgewater», contestó Cox. Y luego de una corta pausa, «pero no estoy completamente seguro...». Katzmann escondía el enojo que le producía la inconstancia de los testigos. Harding, interrogado inmediatamente después, tampoco le facilitó su trabajo. Al poco tiempo del asalto del 24 de diciembre, describió ante un agente de la agencia Pinkerton al asaltante de la escopeta como «delgado, 175 cm. de estatura, vestido con un abrigo negro y largo y un sombrero tipo Derby», aquí declaraba que el hombre «llevaba un abrigo, pero ningún tipo de sombrero, tenía la frente amplia, el rostro duro y ancho y la cabeza redonda». Por qué los tres testigos se contradecían en sus declaraciones y por qué la imagen del bandido, que al principio era difusa, se asemejaba cada vez más a la de Vanzetti, podía responder a la razón de que dos de ellos trabajaban en la fábrica de calzados, el «objeto asaltado». Quizás se sentían en el deber de ayudar para, por lo menos, condenar a uno de los asaltantes. Además, era más fácil hacer crecer el bigote del inculpado que contradecir a Katzmann. Sus discrepantes declaraciones requerían de toda la habilidad de Katzmann. Especialmente crítica se le presentaba la situación cuando la defensa interrogaba a uno de sus testigos en forma cruzada. La señora Brooks declaró nuevamente que Vanzetti estaba tras el volante del coche usado por los asaltantes. Pero Vanzetti no sabía conducir. Por otra parte, si él hubiese estado al volante del coche no habría podido ser el individuo que llevaba la escopeta, ya que otros testigos habían declarado que el hombre tras el volante se había quedado dentro del coche. «¿De qué manera pudo ver usted, después de todo, el trecho de la calle en donde ocurrió el asalto?», le preguntó el abogado | 105


defensor de Vanzetti, Vahey, a la testigo que declaraba haber corrido inmediatamente después de haber escuchado los disparos hacia el interior de la estación de ferrocarril. «¿Cómo pudo ver el tiroteo en esta situación?», le insistió Vahey. La señora Brooks se puso visiblemente nerviosa e insegura. Dependía solamente de Katzmann el crear, a partir de las declaraciones de su testigo, un cuadro coherente para el jurado. Para descifrar estas contradicciones tuvo que usar al máximo su eficiencia retórica. «La testigo Brooks, cuando corrió inmediatamente después de los disparos hacia el interior de la estación de ferrocarril, pudo reconocer claramente al conductor del vehículo. El coche en la huida pasó muy cerca de ella», replicó. Vahey, el abogado defensor, no acotó nada nuevo a ese punto. No hizo notar, según lo que quedó en acta, que Vanzetti no podía conducir coches. El juez hizo llamar a un testigo que hasta ese momento no había aparecido por ninguna parte. Maynard Shaw, un escolar que en el momento del asalto repartía el periódico de la mañana, A aproximadamente cincuenta metros de distancia, había visto al hombre de la escopeta bajarse del auto y disparar hacia el transporte de dinero. «Allí se encuentra el hombre que vi esa vez», dijo el joven apuntando a Vanzetti apenas había entrado en la sala de audiencias. Agregó «a pesar de la distancia pude notar rápidamente que se debía tratar de un extranjero por la manera de correr que tenía». Aquí tomó nuevamente la palabra el abogado defensor de Vanzetti. Vahey se puso de pie, fue hacia donde se encontraba el muchacho y le interrogó. «¿Usted pudo reconocer, por la manera de correr, que se trataba de un extranjero?», le preguntó en un tono tranquilo. «Sí», contesto el muchacho. «¿Qué tipo de extranjero?». | 106


El muchacho se puso nervioso e inseguro: «¿Usted se refiere a qué nacionalidad?». Vahey contestó con un movimiento de cabeza. «Pues, era un europeo». «¿Qué tipo de europeo?», preguntó Vahey que ahora había levantado un poco la voz y comenzaba a caminar de un lugar a otro. El escribano judicial tuvo que esforzarse para poder seguir el interrogatorio. Shaw: «O bien italiano o ruso». Vahey: «¿Qué era definitivamente, ruso o italiano?». Shaw: «No lo puedo decir a ciencia cierta». Vahey: «¿Corre de manera diferente un ruso o un italiano a un sueco o a un noruego?». Shaw: «Sí». Vahey: «¿Cuál es la diferencia?». Shaw: «Irregularmente». Vahey: «¿Tanto los italianos como los rusos corren irregularmente?». Shaw: «En lo que a esto concierne, no lo sé». Vahey: «Entonces usted no sabe cómo corre un sueco, ¿no?». Shaw «No». Vahey: «¿Corre un sueco con las piernas torcidas hacia afuera juntando mucho las rodillas?». Shaw: «No». Vahey: «¿Usted pretende hacerle creer al jurado que puede reconocer la nacionalidad de un extranjero por la manera que este tiene de correr?». Shaw: «Sí, lo puedo hacer». Vahey: «¿Entonces, a qué nacionalidad pertenecía?». Shaw: «Pues, quiero decir..., creo..., pues bien, lo primero que se me ocurrió fue que debía ser un italiano o un ruso. No lo puedo asegurar... podía haber sido también un mexicano. No diría que venía de Alaska o África». | 107


Vahey: «¿Usted quiere decir con esto que no era una persona de color?». Shaw: «No». Vahey: «¿Por lo tanto usted excluye a los africanos de sus reflexiones?». Shaw: «Sí». Vahey: «¿Por lo tanto, él no era ni ruso, ni italiano, ni griego, ni brasileño, ni ninguno de ésos?». Shaw: «Sí». Cuando Vahey terminó su interrogatorio se podía ver en el rostro del joven el alivio que sentía por haber terminado con esa prueba. Un funcionario de justicia le acompañó al salir de la sala. Katzmann se apoyó satisfecho en su silla. La declaración del muchacho podía ser muy útil porque sabía que la constancia y firmeza del joven habían causado buena impresión en el jurado. Su estrategia procesal se igualaba a la de una competición deportiva en la cual había que acumular, principalmente, puntos para ganar. Solo el que tenía al final la mayor cantidad de puntos a su favor, se decía, iba a ser consagrado por el jurado como el vencedor. Y Katzmann quería ser el vencedor. Aparte de los testigos presenciales, la acusación llamó a otros testigos. De esta manera el doctor Murphy contó cómo había encontrado un cartucho en la calle, el matrimonio Johnson informó sobre sus impresiones cuando el coche, que el señor Johnson había reparado, debía ser recogido por Boda. Al final el agente de policía Michael J. Connolly, el policía que había arrestado a Sacco y Vanzetti, hizo su declaración. El fiscal Katzmann, después de presentar previamente ante el juez y el jurado cinco cartuchos de escopeta, le preguntó a Connolly: «¿Encontró usted cartuchos cuando registró al acusado?». «Sí, los encontré», contestó el policía. «¿Cuántos?». | 108


«Cuatro». Katzmann miró a Connolly fijamente. «Mire estos cartuchos, por favor, y diga si se trata de los cartuchos encontrados por usted o no». Connolly se acercó a la mesa en donde se encontraban cinco cartuchos que estaban uno al lado del otro: los cuatro hallados en la detención de Vanzetti y una vaina Winchester calibre 12, encontrada por el doctor Murphy. Después de un momento que ocupó para mirar más de cerca los cartuchos dijo, «Sí, se parecen a aquellos». El abogado Vahey protestó: «La expresión, se parecen a aquellos, no manifiesta ninguna identificación». Después compareció el capitán William Proctor, experto en balística, dijo que la vaina Winchester calibre 12 encontrada por el doctor Murphy solamente se diferenciaba de las halladas en el bolsillo de Vanzetti porque las últimas estaban aún sin disparar. Vahey replicó inmediatamente que el hecho de que Vanzetti llevase consigo el día 5 de mayo cartuchos de cualquier marca no probaba de ninguna manera que él fuese el bandido que el 24 de mayo había actuado como tirador. Por esa razón no se podía autorizar a usar los cartuchos como prueba. Pero el juez Thayer decidió que el jurado debía asumir esta competencia y admitió los cartuchos como prueba. Katzmann podía estar satisfecho. Nuevamente había acumulado un punto a favor Luego de una pequeña pausa tomó la palabra la defensa. Especialmente los amigos italianos escuchaban atenta y ansiosamente las declaraciones. Ahora tomaría el proceso el giro liberador, pensaban. Con la esperanza de poder afectar a la credibilidad de los tres testigos principales de la acusación. Cox, Bowles y Harding, cuyas descripciones sobre el aspecto de Vanzetti habían cambiado desde el primer interrogatorio, la defensa llamó a | 109


una gran cantidad de testigos que debían jurar que Vanzetti no había cambiado su aspecto desde que vivía en Plymouth, especialmente en lo que se refería al largo del bigote. El abogado defensor Graham interrogó primeramente a John Vernazano, el peluquero de Vanzetti, un hombre regordete de cabello negro y barba. Declaró que en los últimos cinco o seis años había afeitado y cortado el pelo a Vanzetti. «¿Le recortó o cortó alguna vez el bigote?», preguntó Graham. «No, señor: de vez en cuando lo redondeaba por debajo», contestó Vernazano. Graham fue hacia él. «Muestre en su propio bigote el lugar al cual usted se refiere». Vernazano apuntó a su labio superior, «cortaba solo dos o tres pelos aquí, justamente al borde del labio». «¿Le cortó o recortó alguna vez las puntas?», preguntó inmediatamente Graham. «No, no, no…», respondió Vernazano. «¿Le vio alguna vez con el bigote recortado?». «No...». Graham se paró ante su testigo e indicando hacia donde estaba Vanzetti le preguntó: «¿Le ha visto usted alguna vez con un aspecto diferente al que tiene ahora?». Vernazano movió la cabeza. «Nunca, él siempre ha llevado el bigote largo». Dos policías de Plymouth declararon también a favor de Vanzetti. John Gault, agente de policía desde hacía cinco años, afirmó conocer al italiano al menos desde tres años atrás y que coincidía con él de tres a cuatro veces por semana. Su bigote había tenido siempre el mismo aspecto. Su colega John Schilling, desde hacía diez años en el servicio policial, relató que encontraba a Vanzetti de dos a tres veces semanales y que su bigote había permanecido inalterado. | 110


Le había llegado a Katzmann el momento de poner en duda las declaraciones de los testigos. «¿Quiere hacer creer al jurado que el bigote se mantuvo inalterado?», le preguntó a John Schilling. «No, no lo deseo», contestó el funcionario mostrando inseguridad. Katzmann continuó inmediatamente: «¿Desea hacer creer al jurado que las puntas nunca estuvieron cortadas?». Schilling contestó en voz baja: «No señor, no lo deseo». La forma intimidatoria que tenía Katzmann de preguntar tampoco había fallado en su cometido esta vez. Ambos policías se habían desenmascarado como irrelevantes para la defensa. Si ya era de por sí difícil encontrar testigos que no fueran italianos y que quisieran testificar a favor de Vanzetti, muchos agentes de policía de Plymouth le conocían desde hacía años y le encontraban casi semanalmente. Muchos eran clientes habituales de Vanzetti, le compraban el pescado regularmente, pero cuando ambos abogados comenzaron a buscar testigos entre estos policías de Plymouth sufrieron desagradables sorpresas. Los agentes de policía confirmaron conocer bien a Vanzetti, pero se negaron a ser testigos de la defensa. Temían perder sus puestos de trabajo. Solamente Gault y Schilling dijeron, con vacilación, estar dispuestos a hacerlo, aunque ahora, bajo las preguntas punzantes de Katzmann, causaban en el jurado una impresión de inconstancia e inseguridad. Pero la defensa no había jugado aún su verdadera carta de triunfo: el hecho de que Vanzetti tuviera una coartada singularmente buena para la mañana del 24 de diciembre. Y había suficientes testigos que lo podían asegurar. Mary Fortini, la dueña de la casa de Vanzetti, fue la primera en ser llamada al estrado. Daba la impresión de estar inquieta e intimidada. Nunca antes en su vida había tenido que ver con un tribunal y, además, solo hablaba italiano, por lo que, tanto sus declaraciones como las preguntas de la defensa o las del | 111


fiscal, debían ser traducidas por un intérprete. El 24 de diciembre, así lo declaró, Bartolomeo le había despertado a las seis y cuarto de la mañana. Un par de minutos más tarde él había bajado por la escalera hacía la cocina. Ella le calentó leche para el desayuno, luego él salió de casa. Katzmann sabía que había llegado la fase decisiva del proceso. La defensa había anunciado a catorce testigos italianos que querían certificar haber visto o haberle comprado anguilas a Vanzetti el 24 de diciembre. Por lo tanto, Katzmann debía tratar de minar ante los ojos del jurado la credibilidad de estos testigos. Y para esto tenía que recurrir a cualquier medio. Un ejemplo de los modales rudos de Katzmann y del efecto intimidatorio que estos tenían sobre los testigos italianos fue el interrogatorio que realizó a Mary Fortini. Desde el principio, así lo muestran las actas procesales, procedió al ataque. Katzmann: «¿Qué día fue detenido Vanzetti?». Fortini: «Creo que el miércoles». Katzmann: «¿Qué miércoles?». Fortini: «No lo sé». Katzmann: «¿Hace dos meses, no es cierto?». Fortini: «No lo sé». Katzmann: «¿Hace tres meses, no es verdad?». Fortini: «No lo sé». Katzmann: «¿Hace una semana, no es cierto?». Fortini: «No lo sé». Katzmann: «¿A qué hora se levantó Vanzetti el día después de Navidad?». Fortini: «No lo recuerdo». Katzmann: «¿A qué hora se levantó Vanzetti el primer día de este año?». Fortini: «No lo sé». Katzmann: «¿A qué hora se levantó Vanzetti el día del cumpleaños de Washington este año?». Fortini: «No lo sé», | 112


Katzmann: «¿El sábado por la noche antes del lunes Pascua, a qué hora se fue Vanzetti a la cama?». Fortini: «No lo sé, no señor». Katzmann causaba una situación notoriamente divertida y algunos miembros del jurado no podían aguantar una sonrisa. El fiscal había interrogado hasta ahora a Mary Fortini con la ayuda de un intérprete; entonces solicitó al juez Thayer poder hacerlo en inglés. Thayer no se informó sobre las razones de Katzmann, más bien aburrido dijo: «Por favor, si le parece importante». El fiscal Katzmann podía continuar su deshonesto interrogatorio en inglés a pesar de que él había preguntado a Mary Fortini si hablaba inglés, a lo que ella contestó que no. Tras su proceder había un propósito infame como se puede ver en el acta del interrogatorio: Katzmann: «¿Sabe usted en qué lengua estoy hablando? ¿Entiende mi lengua?». Fortini: «No». Katzmann: «¿Qué es un caballo, lo sabe?». Fortini: «Yo no entender nada». Katzmann: «¿Sabe lo que es un caballo?». Fortini: «No, señor». Katzmann: «¿Sabe lo que es un Brini?». Fortini: «No, señor». Katzmann. «¿Sabe lo que es un Balboni? ¿No es algo que el día del lavado se cuelga sobre la cuerda para secar la ropa?». Fortini: «Yo no lo entender. Usted venir en mi país y no entender y así ser también con mí». Ni el juez Thayer ni los abogados de la defensa intentaron detener la humillante exposición de Mary Fortini. Si Katzmann hubiese preguntado si el día del lavado se colgaba un Thayer o un Vahey sobre la cuerda para secar la ropa, entonces se hubiese desencadenado en la sala de audiencias una tormenta de | 113


indignación, pero no fue así con los nombres de los inmigrantes italianos, estos podían ser ridiculizados en público. Como próximo testigo se presentó John DiCarlo, zapatero en la calle Court. Declaró haber abierto su negocio el 24 de diciembre, como de costumbre, a las ocho menos cuarto de la mañana. Estaba poniendo en orden el taller cuando Vanzetti llegó con un paquete de anguilas. Las anguilas son parte de la fiesta de Navidad, dijo, y podía recordar bastante bien que había sido una libra y media de pescado. Para subrayar su opinión de que todos los testigos italianos mentían en favor de Vanzetti, Katzmann le hizo la siguiente pregunta al panadero Enrico Bastoni, que declaró después de DiCarlo: «Pienso señor testigo que usted desea decir aquí solo la verdad, ¿no es cierto?, le pregunto si usted tiene la intención de decir la verdad». Bastoni no se dejó impresionar y respondió concisamente: «Para eso he venido hasta aquí». Luego declaró que Vanzetti había llegado a su local ese día un poco antes de las ocho de la mañana y le había preguntado si le podía alquilar el coche y un caballo. A la pregunta de para qué lo necesitaba, Vanzetti le habló de un barril muy pesado y que esa era la mejor forma de transportarlo. Vanzetti quería entregar las anguilas lo más temprano posible para que las mujeres las pudiesen adobar y cocinar para la cena. Con su carreta necesitaría mucho más tiempo y por eso deseaba un coche tirado por un caballo. Sin embargo, tuvo que comunicarle que necesitaba los animales porque tenía, también él, que entregar muchos pedidos. Debía haber sido un poco después de las ocho de la mañana porque escuchó enseguida la segunda señal de la fábrica de cordaje. Beltrando Brini, el hijo de trece años de los Brini, que tenía una buena amistad con Vanzetti, le ayudó esa mañana a vender pescados. Se dirigía a su encuentro cuando le halló entregando un pedido de anguilas en la calle Court. El joven Bel| 114


trando le preguntó a Vanzetti que dónde estaba el caballo y Vanzetti le dijo que no estaba disponible. Beltrando Brini expuso la situación en el proceso de esta manera: Yo estaba muy desilusionado porque él no había conseguido el caballo. Le hubiese ayudado de cualquier forma, pero, sabe usted, yo tenía la esperanza de poder estar sentado sobre una carreta y desde allí poder guiar a un caballo, y él no tenía ninguno. Pero se disculpó conmigo. Me dijo que lo sentía mucho. Y estoy seguro de que hubiese estado feliz si lo hubiese tenido porque tenía una carga de pescado bastante grande. La carreta no era liviana, yo no la podía mover.

En el mismo momento en que se llevó a cabo el asalto en Bridgewater, él y Vanzetti estaban entregando los pedidos de anguilas con la carreta. La cadena de coartadas parecía haberse cerrado. Todos los testigos interrogados habían confirmado haber visto a Vanzetti el 24 de diciembre y haber hablado con él. Beltrando Brini, que estuvo con él todo el tiempo, corroboró sus declaraciones. El joven era el testigo principal a favor de Vanzetti. Katzmann comenzó el interrogatorio del joven simulando una amistad paterna. Se dirigía a él usando la palabra «hijo», le preguntó si no deseaba estar sentado mejor. Pero luego su voz se puso más dura: ¿Cuánto tiempo más iba a seguir contando la historia de su amigo? ¡Todo era un cuento aprendido de memoria! «¿Quién te dijo lo que tenías que declarar?», preguntó con voz cortante. «Nadie me dijo lo que tenía que decir», respondió el joven. «¡Pero tú contaste ya la historia a diferentes personas! ¿o no?», agregó, y se dirigió hacia donde estaba Beltrando Brini, que, por su estatura infantil, parecía estar perdido dentro del estrado. | 115


«Se la conté a mi madre, a mi padre y al abogado», contestó el joven Brini. «Entonces conoces la historia de memoria», dijo Katzmann antes de volver a tomar asiento. El juez Thayer, que debería haber tomado la palabra en este punto, hizo todo lo contrario. Mostró su apoyo al fiscal cuando dijo: «Usted ha demostrado el hecho de que el testigo ha ensayado sus declaraciones y que las ha aprendido de memoria». Con esto Thayer corroboraba lo mantenido por Katzmann, las declaraciones de Beltrando Brini habían sido inventadas para proporcionar a Vanzetti una coartada. Pero Katzmann, un fiscal brillante y sin escrúpulos, fue más allá. A través de trucos retóricos intentó inducir al joven a que declarase que Vanzetti era anarquista. Katzmann volvió a interrogar a Beltrando, aunque ya lo había hecho durante dos horas, pero esta vez en forma cruzada. El taquígrafo judicial anotó: Katzmann: «¿Llegaba Vanzetti algunas veces a vuestra casa para conversar con tu padre?». Beltrando: «Sí». Katzmann: «¿Te quedabas en la habitación cuando ellos charlaban?». Beltrando: «Sí». Katzmann: «¿Les oíste hablar sobre nuestro Gobierno?». Vahey: «Solicito su intervención, su señoría». Beltrando: «¿A qué se refiere usted con nuestro Gobierno?». Katzmann: «Tienes que responder con sí o con no». Beltrando: «No». Katzmann: «¿Pertenecían tu papá, Vanzetti y el panadero a alguna organización o asociación?». Beltrando: «No». Katzmann: «¿Escuchaste al señor Vanzetti alguna vez pronunciar un discurso ante italianos?». Beltrando: «No». | 116


Katzmann: «¿Le escuchaste decir alguna vez que él quería ir a Bridgewater?». Beltrando: «No». Katzmann: «¿Le oíste hablar de un hombre llamado Sacco?». Beltrando: «No». Katzmann: «¿Cuando él hablaba con tu padre o con el panadero, viste alguna vez en Plymouth a un hombre de nombre Sacco?». Beltrando: «No». Katzmann parecía satisfecho. Vuelto hacia el jurado dijo: «Los padres de este joven tan inteligente tienen derecho a estar orgullosos de él. Pero lo que mostró aquí ha sido una lección aprendida de memoria». Sus preguntas sobre Sacco y Boda, que se referían a otro caso y no al que se estaba tramitando, no movieron, ni a los abogados de Vanzetti ni al juez Thayer, a intervenir ante este sucio interrogatorio. Peor aún, James Graham, uno de los abogados defensores de Vanzetti, profirió un comentario improcedente, al decir que su cliente seria también sospechoso del delito en South Braintree. Katzmann había logrado su objetivo, remitir a los miembros del jurado a South Braintree y al modo de pensar anarquista de Vanzetti. Por cierto, de forma discreta y subliminal. Katzmann quería proceder paso a paso: en primer lugar, se trataba de obtener una condena en el caso en cuestión. Y él se había acercado un trecho considerable hacia esa meta. La defensa había intentado dejar fuera del proceso las ideas anarquistas de Vanzetti y no quería que prestara declaración como testigo a favor de su causa. Vanzetti escribió más tarde: «Vahey me preguntó cómo explicaría en el estrado el significado de socialismo, de comunismo y de bolchevismo en el caso de que el fiscal de distrito me exigiera hacerlo. Ante esta pregunta yo comencé a explicarle el contenido de estos conceptos y el señor Vahey me interrumpió inmediatamente. Si intentase | 117


decir este tipo de cosas ante los miembros del jurado, conservadores e ignorantes, sería enviado directamente a prisión». Vahey había ponderado toda la situación: ¿Qué era lo más razonable? ¿Quedarse con la reacción de los miembros del jurado que naturalmente habrían interpretado el deseo del acusado de sentarse en el estrado como una confesión de su culpabilidad o transformar la sala de audiencias en un foro radical en el cual Katzmann convertiría el proceso en un tribunal político? Vahey aconsejó a Vanzetti no subir al estrado; de todos modos, sus declaraciones respecto al asalto en Bridgewater carecían de importancia. Y, finalmente, así lo creyó Vahey, los puntos de la acusación en su contra se habían debilitado en las últimas horas. A su favor hablaron tres testigos que habían visto otro tipo de bigote y dado descripciones contradictorias de él, así como también la magnífica coartada de Vanzetti con una cantidad innumerable de testigos que aquella mañana le habían comprado anguilas. Pero en el transcurso del proceso la defensa no atendió con la suficiente energía a las contradicciones en las declaraciones de los testigos de cargo. Por ejemplo, así sucedió con el testigo Harding que en su primera declaración dijo haber visto un Hudson, en relación con el coche usado por los bandidos, mientras que en el proceso habló de uno de la marca Buick. También los abogados defensores se abstuvieron ante los métodos deshonestos de interrogación usados por Katzmann y no procedieron en contra de la difamación evidente de los testigos italianos. Si la estrategia de aconsejar a Vanzetti no expresar sus ideas anarquistas en el estrado, aunque los miembros del jurado probablemente ya lo sabían a través de los periódicos o por las insinuaciones de Katzmann, fue la correcta o no, pronto se pondría de relieve. El proceso en Plymouth llegó a su fin sin que el acusado hubiese pronunciado una palabra. Vanzetti siguió el juicio oral en silencio. El 1 de julio por la mañana se retiraron los miembros | 118


del jurado a deliberar. Pero antes el juez Thayer hizo categóricamente presente que la nacionalidad de un testigo no debía repercutir sobre la credibilidad de este. Instruyó literalmente a los miembros del jurado: «El hecho de que algunos testigos sean italianos no debe producir conclusiones desfavorables». Pero las palabras del juez sugerían verdaderamente: «El acusado no puede ser absuelto sin las declaraciones de los testigos italianos. Por consiguiente, decidan cuán válidas son esas declaraciones...». Los miembros del jurado deliberaron hasta las cuatro y dieciocho de la tarde. Entonces se pronunció su veredicto: «Bartolomeo Vanzetti es declarado culpable de intento de robo y de homicidio». Cuando el presidente del jurado, Henry S. Burgess, pronunció su «culpable», se produjo un grito en la fila en donde los amigos y conocidos de Vanzetti estaban sentados. Los murmullos se mezclaron con las palabras del juez Thayer que agradecía a los miembros del jurado por tan «magnífico y eficaz servicio público». Cuando la calma volvió a la sala, el juez Thayer se dirigió nuevamente a los miembros del jurado y con voz patética les dijo: «Ustedes se pueden ir a casa con el sentimiento de haber cumplido con su deber. Así como lo hizo el soldado cuando obedeció la llamada de la patria y se marchó a tierras lejanas allende el mar». Los miembros del jurado entendieron esa señal. A ellos no solo se les agradeció la sentencia sino, sobre todo, haber cumplido con su deber patriótico en un proceso en el cual se trataba, aunque no manifiestamente, de demostrar a los inmigrantes radicales el poder de la justicia estadounidense. Vanzetti permaneció, como siempre, tranquilo. «¡Coraje!», les gritó a todos en la sala. Luego fue conducido por dos funcionarios de justicia fuera de ella. | 119


Semanas más tarde, en la mañana del 16 de agosto de 1920, Vanzetti estaba de nuevo ante el juez Thayer, que reinaba sobre su elevado asiento bajo el escudo de la ciudad de Plymouth. El italiano, flanqueado por dos guardias, escuchó el fallo: «Una pena de cárcel de por lo menos doce años, de ahí un día de confinamiento en solitario... a cumplir en la prisión estatal situada en Boston, en nuestra comarca de Suffolk». Thayer no le condenó por maltrato de obra con intención de homicidio, sino solo por intento de robo. Esto tenía sus razones. El día después del veredicto de los miembros del jurado, la mañana del 16 de julio, Thayer y Katzmann se enteraron de que, en la habitación del presidente del jurado, Henry S. Burgess, se habían abierto los cartuchos que allí se encontraban como parte de las pruebas materiales. Para aclarar la pregunta sobre «intento de homicidio», los miembros del jurado habían querido comprobar el tamaño de los perdigones. Grandes perdigones pueden herir mortalmente a una persona, no así los pequeños. Los cartuchos contenían perdigones grandes. Por esta razón los miembros del jurado decidieron que existía una intención de homicidio y que Vanzetti era culpable. La apertura secreta de los cartuchos era una lesión a los derechos de Vanzetti. Los miembros del jurado no debían valorar ninguna prueba material que no constara en las actas y aún no existían pruebas, de ninguna clase, de que los cartuchos que se hallaban en la habitación de los miembros del jurado fueran los mismos que los encontrados en el bolsillo de Vanzetti el día de su detención. Y otro hecho también se ignoró: si Vanzetti hubiese sido el hombre que portaba la escopeta el día del asalto, entonces los cartuchos que llevaba consigo la tarde del 5 de mayo no podían ser los mismos que habían sido usados seis meses antes en el asalto de Bridgewater. Pero los miembros del jurado habían llegado al veredicto, culpable, y le habían imputado «la intención de matar». | 120


Thayer y Katzmann no quisieron de ninguna forma que la apertura ilegal de los cartuchos constase en las actas. Para hacerle imposible a Vanzetti que solicitara la apertura de un nuevo proceso a raíz de esta falta, el juez Thayer le condenó solamente por «intento de robo». Pero a pesar de esto la sentencia no fue menos dura: «...por lo menos doce años de cárcel». Katzmann había alcanzado su meta. Vanzetti se sintió derrotado después del veredicto de culpabilidad. Había esperado cualquier cosa, pero no una pena de prisión tan alta. Su amigo Aldino Felicani, que le visitaba frecuentemente en la cárcel de Charlestown, en donde Vanzetti cumplía su pena, había percibido desde un principio que allí se trataba de algo más que de un asalto. Ya en el transcurso del proceso había viajado constantemente a Plymouth para hacer reportajes para el periódico La Notizia. La intención de Felicani era mantener informada a la opinión pública de lo que ocurría en el proceso de Plymouth. Los otros periódicos de Boston solo dedicaron a este proceso unas cortas líneas en las últimas páginas. Para Felicani estaba claro que se trataba de un proceso político de gran significado para todo inmigrante con conciencia política. Mejorando su propia capacidad propagandística, envió a diferentes periódicos de distintas ciudades estadounidenses cartas ficticias en las cuales se sugería que las personas en todas partes se sentían indignadas por el proceso en sí y por el papel de la acusación. Después de que Vanzetti fuera condenado, llegaron, efectivamente, tras ser purificadas eficazmente por la pluma periodística de Felicani, cartas de apoyo como contribución del lector a los periódicos. El hecho de que para muchos inmigrantes, no necesariamente radicales, la imagen negativa de la justicia estadounidense se hubiera confirmado en el proceso, llevó a formar comités y a reunir donaciones para pagar a los abogados de Sacco y Vanzetti. | 121


Felicani intentó apoyar con empeño, paralelamente a su trabajo en la redacción, esa organización. Tarea no del todo fácil en ese tiempo en que las innumerables ideologías políticas entre los radicales italianos frecuentemente se contraponían. Solo el hecho de que todos por igual estaban en contra de la justicia estadounidense, ayudaba a Felicani a mantener una alianza, ciertamente frágil, en torno a Sacco y Vanzetti. Con excepción de los comunistas, que definían el caso como netamente criminal, Felicani recibió el apoyo de las corrientes políticas más importantes, de partidos políticos y de diferentes grupos: sindicatos, socialistas, anarquistas y movimientos de derechos humanos. Cuando Felicani viajó a Boston junto a la esposa de Sacco, que esperaba su segundo hijo, para encontrarse con la dirección del Partido Comunista y recibir su apoyo, fue nuevamente informado de que ellos no estaban interesados en casos criminales. «Ésa fue la primera ayuda comunista en el caso Sacco y Vanzetti», comentó amargamente Felicani. Pero no solamente amigos, vecinos y compañeros de ideología estaban afectados por la condena que había recibido Vanzetti. Los que más sufrían eran sus familiares allá, en la lejana Villafalleto. Más tarde comentaría su hermana Vincenzina: Nos enteramos por los periódicos de su detención, luego amigos nuestros nos escribieron contándonos más detalles. Eran italianos que vivían en Boston y sus alrededores. Sufrimos muchos años por ello. Nos recluimos en casa. Mi reacción fue de pesadumbre y dolor.

El padre de Vanzetti siempre estuvo en contra de que su hijo emigrara a Estados Unidos y le exigió reiteradamente el regreso a casa. Para él la condena de Bartolomeo, que era llamado en los periódicos estadounidenses criminal, fue una humillación inaguantable. Tanto a sus hermanas Luigia y Vincenzina como a su hermano Ettore, lo que había hecho su hermano en | 122


el extranjero les parecía un enigma. ¿Bartolomeo un ladrón, un bandido, un criminal? Eso no podía ser. En una carta de Vanzetti a su padre, enviada el 1 de octubre desde Boston, describe su situación: Querido padre, He reprimido hasta ahora mi deseo de escribirte con la esperanza de poder darte buenas noticias. Las cosas han ido de mal en peor y por eso me he decidido a escribirte. Yo sé cuán doloroso debe ser para vosotros este acontecimiento de mi vida y por esto es por lo que más sufro. Os pido que seáis tan fuertes como yo lo soy en estos momentos y que me perdonéis el dolor que involuntariamente os he causado. Sé que muchas personas os han escrito, pero no sé si estáis en poder de todos los pormenores, ya que varias cartas y periódicos enviados por amigos a Italia no llegaron a su destino. Presumo que o las autoridades italianas o las estadounidenses censuraron toda la correspondencia que tenía relación conmigo. Sé, sin embargo, que tú recibiste algunas cartas y por ellas te son conocidas algunas cosas de mi proceso. Fue un verdadero crimen contra el derecho. Un amigo me trajo vuestros saludos y me comentó que vosotros creíais en mi inocencia como también la buena noticia de que vosotros estabais bien. Estos son consuelos de incalculable valor. Sí, soy inocente y a pesar de todo me siento bien y hago lo mejor para seguir saludable. Ahora me acusan de homicidio. Nunca he asesinado, herido o robado a nadie, pero, si las cosas marchan como lo hicieron en el anterior proceso, entonces hasta Cristo, al cual ya crucificaron, va a ser declarado culpable. Tengo testigos que voy a nombrar para mi defensa y voy a luchar con todas mis fuerzas. Las armas son desiguales y la lucha será desesperada. Voy a tener a la ley con todos sus medios en mi contra; a la policía junto a su experiencia de siglos en el arte de condenar a inocentes, una policía de proceder incontrolado imposible de controlar. Aparte de eso está en mi contra el odio político y racista; el gran poder del oro de este país y todo esto en un momento en que la humanidad ha alcanzado su degradación más | 123


baja. La codicia por el oro ha causado que ciertos sinvergüenzas hayan difundido mentiras viles sobre mí. No tengo nada que pueda contraponer a esa alianza de poderosos enemigos aparte de la inocencia reconocida por el pueblo, el amor y la preocupación de un puñado de personas generosas que me aman y ayudan. La opinión pública predica mi inocencia y pide mi liberación. Vosotros estaríais orgullosos si supierais cuánto han hecho por mí y cuánto van a hacer. Espero que el apoyo de mis compañeros italianos no me falle. Estoy seguro de que esto no pasará. Pedí una copia de las actas del proceso. Las van a traducir al italiano y a otras lenguas para mandarlas a Italia ya otros países europeos. Por eso, mantened el valor y sed optimistas. Al fin triunfa siempre la justicia y va a suceder lo mismo en mi caso No os dejéis afligir por esta adversidad, consideradla mejor como un aliciente para seguir viviendo. ¿Quién sabe qué sorpresas mortales nos depara el destino? ¿Quién habría pensado días antes de mi detención, en qué circunstancias me habría de encontrar? ¿Quién podría predecir a partir de la terrible situación en la que me encuentro, lo que me traería el mañana? Confianza y continuemos la lucha... Deseo decirte a ti y a todos los que amo lo siguiente: No mantengáis mi detención en secreto. No guardéis silencio, soy inocente y no hay nada de lo que os tengáis que avergonzar. No os silenciéis, gritad desde los tejados el crimen que se ha cometido conmigo. Decidle al mundo que un hombre honesto ha sido encarcelado para restablecer la reputación de la policía, que a través de cientos de escándalos y fracasos había sido destruida. En la abultada cadena de crímenes, la policía no pudo detener a ninguno de sus autores. Voy a ser encerrado en prisión porque un viejo sádico se aferra a su posición y a su poder y porque él quiere ver privada mi libertad y mi sangre. No os calléis porque el silencio sería vergonzoso. Por el momento no necesito dinero. Cuando necesite algo os lo haré saber. Las cárceles por aquí son mucho mejores que las de Italia; digo esto por simple sentimiento y porque lo he escuchado ya que en Italia nunca estuve en prisión. Aquí cada uno tiene una | 124


celda propia. El mobiliario se reduce a una cama pasable, un armario, una mesa y una butaca. La luz está encendida hasta las nueve de la noche. Recibimos tres comidas por día y una o dos bebidas calientes diariamente. Tenemos permitido escribir dos cartas por mes y una adicional cada tres meses. El director de la prisión me ha permitido escribir unas cuantas cartas adicionales, esta es una de ellas. Aquí hay una biblioteca en la que se encuentran obras maestras mundialmente conocidas del arte y la ciencia. Trabajamos ocho horas diarias en una atmósfera saludable. Tenemos permitido pasear diariamente por el patio de la prisión. ¿Y de los presos? Aparte de unas cuantas víctimas de las circunstancias que son más de compadecer que de criticar, se trata de gentuza. Les trato tan bien como puedo, pero mantengo amistad solo con los pocos que están en condiciones de entenderme, que conocen mi caso y que saben apreciarme. Si has guardado mis últimas cartas, envíalas de vuelta a la dirección de uno de mis amigos y hazlas certificar en la oficina de correos. Pueden ser para mí de gran ayuda. Para terminar, quiero hacerlo con una noticia alegre: es casi seguro que por las cosas que fui culpado se va a realizar un nuevo proceso. Por lo tanto, sé fuerte y consuela a mis hermanas y a mi pequeño hermano, así como también a todos mis parientes y amigos.

Bartolomeo Vanzetti no había perdido aún la esperanza. Esta se revelaría ilusoria.

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6 Tildados como enemigos públicos

FRED MOORE ERA UN HOMBRE de aspecto bohemio. Se negaba a cortar su largo pelo castaño que ya le llegaba hasta los hombros. Llevaba un vestuario extravagante y llamativo, y sobre su vida privada circulaban rumores y leyendas. Se decía que era un mujeriego insaciable, que se relacionaba con artistas decadentes, y no faltaban los que afirmaban que era un radical. Por lo tanto, Fred Moore era un hombre que ofrecía a su entorno diversos motivos para la sospecha y era constantemente tema de conversación. Conocidos, vecinos y colegas veían en él lo que en el momento querían ver: a un pensador extravagante y confuso, a un provocador de tardía pubertad, a un chiflado radical. Parecía llevar una deplorable existencia. Que su entorno reaccionara de forma tan ruda con él, tenía que ver con su profesión: Fred Moore era abogado, un abogado que, a menudo, infringía las normas burguesas de su gremio. Así, por ejemplo, se quitaba, durante la vista de una causa, la chaqueta y el chaleco, algunas veces también se descalzaba. Puede parecer una estrechez de mente el que algunos jueces, por este proceder, le condenaran, pero de la misma manera era una estrechez de mente el que Moore se obstinara en esta conducta extravagante. Además, Moore solía desaparecer en medio de una causa. Abandonaba la sala de audiencias para relajarse en las habitaciones vecinas de la biblioteca. Entre sus amigos comentó una vez que sabía usar mejor su tiempo que estar aburriéndose en | 126


una sala de audiencias. Frecuentemente volvía después de horas a la sala de audiencias, a menudo para perjuicio de su cliente. Cuando Moore defendió en una ocasión a sindicalistas en la ciudad de Chicago por haber participado en una huelga ilegal, este abandonó, sin decir palabra, la sala de audiencias y desapareció durante dos días. Su conducta irregular dio pábulo a todo tipo de especulaciones. Albert Carpenter, un empleado del bufete de abogados que investigaba para él, dijo más tarde que Moore padecía de cáncer y que, periódicamente, sufría fuertes ataques de dolor. A otros se les pasó por la mente que tomaba drogas. Moore no se manifestó nunca sobre estas especulaciones y no ofreció ninguna aclaración sobre sus extrañas apariciones y desapariciones. A lo sumo comentaba su conducta con ironía concisa, pero solo entre amigos, nunca en público. Así pues, Moore siguió siendo, para jueces, fiscales y para la mayoría de sus colegas abogados, una personalidad trastornada, inescudriñable y contradictoria. Aunque en Massachusetts era un pecado imperdonable, como miembro de la burguesía, rebelarse en contra de su propia condición, lo que más encolerizaba a los ciudadanos puritanos era la abierta simpatía de Moore hacia los radicales. Estaban considerados como enemigos declarados de la libertad y el orden, y quien apoyara sus descompuestas ideas, ya fuese como abogado o defensor, era considerado, de la misma manera, sospechoso y potencial enemigo del Estado. Los radicales, ya fuesen sindicalistas, socialistas o inmigrantes, confiaban en Moore. Que fuese egocéntrico y que pudiese ser de vez en cuando irresponsable, pasaba inadvertido. Para ellos era un defensor de sus derechos, un abogado que había conseguido la libertad de sus líderes después de la huelga en Lawrence. | 127


Carlo Tresca, uno de los radicales más conocidos del país, le habló a Felicani de Moore. «Radicales deben ser defendidos por abogados radicales», dijo, y Felicani quedó impresionado con esta idea. Tras el decepcionante veredicto de Plymouth, Felicani pensó que Moore era el hombre más adecuado. En agosto de 1920, Moore asumió la defensa en el caso Sacco y Vanzetti. En una carta sin fecha, Vanzetti le cuenta a su padre sobre el nuevo abogado: Sé que mucha gente te ha escrito y algunos te han visitado, por lo tanto, sé también que estás enterado de todo lo que me ocurre. Quiero contarte que las cosas andan tan mal porque todo el que me debía defender ha hecho lo contrario. Tengo un nuevo abogado, un hombre fiable y competente. El primer sumario se ha vuelto a abrir y el segundo ha sido aplazado hasta marzo. Ya debes saber que los trabajadores de Italia y otras personas de gran corazón se interesan por el caso. Mexicanos, españoles y franceses vienen en mi ayuda ya sea con donaciones en dinero o de diferentes formas. En estos días y en estos tiempos una persona ya no puede ser transformada en víctima solo porque ama la libertad y la justicia. Vosotros debéis saber que mientras cumplí condena en la ciudad de Plymouth, fui tratado por los ciudadanos de esa ciudad como si fuera su propio hijo. Cada día venía alguien a visitarme. Recibí tantas flores y cigarros, tantas frutas y golosinas que me vi obligado a devolver parte de tan generosos regalos. Cada domingo me traían un almuerzo..., diariamente escribía la prensa italiana del país en nuestro favor. El último domingo recibí una carta firmada por doscientos mil trabajadores neoyorquinos. Se declaraban solidarios con mi causa, me pedían no abandonar la esperanza y demostraban su fe en mi inocencia. Gozo de buena salud y espero que lo mismo suceda contigo; entiendo muy bien que este acontecimiento en mi vida sea doloroso para ti, que no estás acostumbrado a la desdicha como yo lo | 128


estoy. Pero, sin embargo, sería irrazonable en este momento llegar a desanimarse.

Vanzetti le escribió esta carta a su padre desde su celda en la cárcel de Charlestown, donde un mundo cerrado dirigido con disciplina militar. En los rostros de los hombres, condenados a cumplir largos años de reclusión, se veía agresividad y desesperanza. Vanzetti no fue tomado muy en cuenta por los demás reclusos. Era uno más entre muchos, un wop, como los estadounidenses llamaban con desprecio a los inmigrantes italianos, y nada más. Entretanto, los esfuerzos propagandísticos de Felicani habían tenido éxito y Vanzetti era un privilegiado en comparación con los otros reclusos. Recibía muchas cartas, pequeños regalos y flores; tampoco podía quejarse por la carencia de visitas. Esto reforzaba su sentimiento de no estar perdido. Su lucha le parecía la lucha de muchos que abogaban por los derechos de los extranjeros y de los que pensaban diferente. Al otro lado de los muros de la prisión había gente que se preocupaba por su suerte y por la de Sacco, y esto le tranquilizaba. Moore encargó a Felicani la organización del Comité de defensa y que para ello alquilara una oficina. Felicani recordó unas oficinas que estaban desocupadas en los pisos inferiores de la redacción de su periódico, La Notizia, y pensó que podía convencer al dueño del inmueble para que se las alquilara. Allí, en la calle Battery Place 32, el comité abrió su primera oficina. Los preparativos para el segundo proceso debían hacer imposible que se repitiera un procedimiento judicial como el de Plymouth. Esta vez se debía demostrar a todo el mundo que se trataba de un proceso político. Aquí se llevaba a dos hombres a juicio porque eran italianos, extranjeros y anarquistas, y este juego sucio no lo podía ejercer a escondidas la justicia estadounidense. | 129


En el primer panfleto redactado en italiano, que llevaba el título A todas las personas de buena voluntad, se decía: Dos de nuestros amigos y camaradas están envueltos en una trágica conspiración judicial en la cual la inocencia se reacuña como culpabilidad y la honestidad es solo una máscara bajo la cual los viles canallas se allegan. En un país en el que las ideas subversivas se persiguen con la misma furia que a los herejes en la Inquisición, los anarquistas están fuera de la ley. Estamos convencidos de que a través del proceso contra Sacco y Vanzetti se pretende llegar a todos los elementos disconformes y a sus ideas que discrepan de las normas establecidas. Una sentencia de culpabilidad querría decir que todos los que aman la libertad son viles criminales y que sus ideas no están en concordancia con las del derecho constitucional. Ante nosotros se presenta una seria, una terrible prueba.

Moore y Felicani se preocuparon de la organización, de la agitación y de la propaganda. Sus adversarios eran los mismos: el fiscal de distrito Katzmann y el juez Thayer. Katzmann había fortalecido en los círculos judiciales su reputación de brillante acusador después de la primera sentencia. Pero Plymouth había sido solamente un prólogo para el verdadero proceso, el proceso contra Sacco y Vanzetti por robo y homicidio en South Braintree. La condena a Vanzetti le garantizaba a Katzmann que, en Dedham, donde se iba a desarrollar el proceso, no habría un juicio correcto y libre de prejuicios. Katzmann ya había tomado las primeras medidas para ello. Retiró la competencia para investigar el caso de South Braintree al capitán de la policía William H. Proctor porque había puesto en duda la participación de Sacco y Vanzetti en el delito. En su lugar encargó las investigaciones al comisario Michael E. Stewart, quien comentó poco después de haber ocurrido el delito que «los hombres que cometieron este delito no | 130


conocen Dios». Stewart había organizado en aquel tiempo la captura de Sacco y Vanzetti, y estaba aún convencido de su culpabilidad. Para Katzmann él era el hombre ideal. El 11 de septiembre de 1920 Sacco y Vanzetti fueron acusados formalmente de haber perpetrado el robo con homicidio en South Braintree. El juez Thayer, cuyos servicios judiciales fueron nuevamente solicitados, no admitió la petición de realizar procesos separados a ambos inculpados, muy de acuerdo con la idea de Katzmann, que veía en un proceso conjunto una buena oportunidad para que la sentencia de Plymouth manchara a Sacco. Moore y Felicani eran conscientes de esto y empleaban toda su fuerza para hacer fracasar las intenciones de Katzmann. Aquí se incluía también el hacer más conocida la suerte de ambos hombres y el trasfondo del delito. Al principio pidieron ayuda para su campaña entre los círculos más cercanos: compatriotas italianos, radicales y sindicalistas. Pero el hecho de mostrar públicamente simpatía por Sacco y Vanzetti, en aquel tiempo en aún muchos estadounidenses temían una «revolución roja», significaba ser tildado de canalla y desagradecido. Además, no estaban dispuestos a dejar que extranjeros y radicales criticaran la esencia de su Derecho y de su sistema judicial. Moore reconoció esto. Era necesario buscar apoyo no solo en círculos radicales, que también estaban tildados de malditos, sino especialmente entre los que representaban a la ciudadanía liberal estadounidense. Felicani comentó más tarde: «A través de Moore llegamos a gente que en caso contrario nunca habríamos ganado para nuestra causa». Pero también existían críticas en contra de Moore. Le reprochaban que se concentrara tanto en la presentación pública del caso y que descuidara la inminente lucha en la sala de audiencias. Quizás pensaba Moore que, con el apoyo de periódicos liberales, podía ganar a ciudadanos estadounidenses que se interesasen por la suerte de los acusados. Pero, así argumenta| 131


ban las voces críticas dentro del Comité de Defensa, ante todo se debía tratar de ganar a los doce miembros del jurado. En las semanas que sucedieron, Moore demostró ser, en efecto, un abogado problemático; no solo lo advirtieron los miembros benevolentes del comité, sino también Nicola Sacco, al cual no le agradó, en el primer encuentro que mantuvo con Moore, su comportamiento dinámico y singular. Sacco, que siempre había preferido el contacto personal y la relación basada en el afecto humano, se quedaba siempre en segundo plano en la campaña pública de Moore y Felicani. Algunas veces tenía la impresión de que Vanzetti llevaba él solo esa tragedia. Esto ocurría porque Vanzetti, por naturaleza, era más abierto y luchador que Sacco, y no porque buscara e protagonismo, tal y como lo hacían los demás miembros del Comité de Defensa. Sacco no quería ser una figura propagandística de ideólogos, deseaba solamente que el proceso acabara de una vez para poder reunirse con su mujer o para caer en manos del verdugo. Moore y Felicani no pensaban en el verdugo, sino en la sentencia absolutoria y estaban convencidos de que su estrategia era la correcta. Pero las voces de los escépticos no se podían desoír. Sobre todo, la personalidad de Moore causaba divergencias. ¿Cómo quiere un abogado ganar un proceso cuando, con su conducta extravagante, ha llevado vistas judiciales casi hasta el margen de la suspensión? ¿Qué hay de cierto en los rumores que dicen que Moore sería un drogadicto o un enfermo terminal? ¿Es este el abogado adecuado para tal proceso? ¿No sería más correcto que él se confiara a sus clientes y a los miembros del comité a que ocultase sus problemas?, se preguntaban los compañeros más críticos. Pero nadie escuchó las voces previsoras, especialmente Felicani. A decir verdad, él también había tenido que vivir en las últimas semanas algunas experiencias desilusionadoras con | 132


Moore, sobre todo cuando este no se mantenía en lo convenido. Solo cuando se trataba de recaudar sus honorarios, que alcanzaban la suma de 150 dólares por semana, parecía recordar su tarea de defensor. Interpelado por Felicani sobre la fecha del proceso que ya se avecinaba, Moore dijo que estaba preparando el caso concienzudamente y que en el momento oportuno iba a contratar a abogados locales para que se encargaran de los múltiples procedimientos judiciales. Verdaderamente esperó hasta el último momento para decidir a qué abogados podía contratar para el proceso. Finalmente se personó en el bufete de abogados McAnarney, en Quincy, dirigido exitosamente por los hermanos John, Thomas y Jeremiah McAnarney. Años más tarde John McAnarney recordaba así este primer encuentro:

El señor Moore apareció en nuestra oficina y nos explicó que uno de los jueces del Tribunal Supremo le había preguntado si podía ganar para la defensa de ambos acusados a los hermanos McAnarney. Yo escuché la historia y le dije que por tener otros casos pendientes no lo podía asumir personalmente pero que si él estaba de acuerdo mi hermano J. J. McAnarney (Jeremiah), abogado procesal en Norfolk County, lo asumiría sin dudas... y T.F. (Thomas) ayudaría... Pero primeramente quería indagar sobre la naturaleza del delito, respecto a la inocencia o culpabilidad de esos hombres. Esto me llevó a viajar a Dedham, a decir verdad, nos llevó a viajar a mi hermano y a mí. Estuve charlando toda una tarde con Sacco y su mujer; creo que Vanzetti estaba cumpliendo su pena de quince años de presidio en Charlestown. Más tarde tuve una conversación con él. Examiné las palabras de Sacco detalladamente y le sometí a una serie de pruebas… Salí con Moore y hablé más de una hora con él. Quería averiguar si me ocultaba algo con relación a la culpabilidad o inocencia de estos hombres. Por mis conversaciones con Sacco y Moore llegué a la conclusión de que Sacco era inocen| 133


te. Le dije a mi hermano que debía usar todas sus facultades para lograr una sentencia absolutoria, que lo podía hacer con la conciencia tranquila. Yo vivía en Quincy y el delito se había llevado a cabo en South Braintree. Había sido un delito terrible; yo no quería tener algo que ver con él y mi bufete tampoco se quería ocupar de esto. Los autores debían recibir un castigo justo, pero, en el caso de que Sacco y Vanzetti no fuesen los culpables. Entonces yo los quería absueltos.

Jeremiah y Thomas McAnarney asumieron oficialmente la defensa de Vanzetti; su hermano John también trabajó en el caso; Moore se encargó de la defensa de Sacco. Felicani y los miembros restantes del comité contabilizaron la división como el primer resultado estratégico ya que con este procedimiento cada uno de los abogados defensores tenía el derecho a defender la causa ante los miembros del jurado y a interrogar a los testigos. En resumidas cuentas, los tres abogados trabajaban para ambos acusados, desde luego bajo los hilos conductores de Moore, quien consideraba el caso como suyo. Durante ese tiempo el juez Thayer reflexionó sobre si debía autorizar a Moore que llevara el caso ya que no pertenecía a la Cámara de Abogados de Massachusetts. No eran pocos los que esperaban una denegación y no por la propaganda ruidosa de Moore en contra de las autoridades judiciales y su cooperación en el trabajo del comité. Pero el juez Thayer tomó la resolución de permitir a Moore participar en el caso, en lo que Vanzetti y Felicani vieron un nuevo punto a su favor. No así Sacco, que nunca había encomendado a Moore su defensa y que tenía serias dudas de que no significase una carga en el proceso. Moore le parecía un actor egocéntrico que se valía del caso para aumentar su propio renombre. Sacco hubiese preferido prescindir de tal defensa, pero la presión que ejercía sobre él el comité era muy grande. Felicani y la mayoría de los miembros del comité estaban de tal forma entusiasmados con las habilidades propagandísticas de Moore que no cabía | 134


preguntarse si era el defensor adecuado para sus compañeros de ideología. Sacco y su esposa Rosina, la cual había llorado de desesperación al saber que el juez Thayer había autorizado a Moore para hacerse cargo de la defensa, temían por su suerte. Sacco tenía un abogado que no quería, un abogado que en las semanas venideras habría de cometer tantos perjuicios que quizás el proceso se perdería antes de comenzarlo. Moore esperaba impaciente poder causarle una derrota al juez Thayer y al fiscal Katzmann, pero muy a menudo olvidaba cuán débil era realmente su posición. Ejemplar es el caso de la traductora judicial Angelina De Falco, que trabajaba en la audiencia comunal de Norfolk y que pocas semanas antes de comenzar el proceso se presentó en la sala de redacción de La Notizia para proponerle a Felicani un negocio inusual. La señora De Falco le dijo a Felicani que tenía estrechas relaciones con Katzmann y que podía procurar comprar la libertad de ambos. El comité debía pagar suficiente dinero para que el fiscal del distrito pudiese sobornar a su representante y al presidente del jurado. Sacco y Vanzetti quedarían en libertad después de un proceso ficticio. Como contraprestación habló de pagar cuarenta mil dólares. Aparte de esto, la señora De Falco exigió que el comité nombrara a otros dos abogados defensores, entre ellos Percy Katzmann, el hermano del fiscal de distrito. En este caso el fiscal de distrito se declararía incompetente, se retiraría del caso y se lo entregaría a su suplente. Cuando Felicani informó a Moore y a otros miembros del comité, el primero presionó para que se aceptara esta propuesta. Felicani sugirió a la señora De Falco que se encontraran unos días más tarde en su oficina para hablar detalladamente sobre las condiciones. Después de que ella se mostrase de acuerdo, fue instalado en las habitaciones de La Notizia un primitivo sistema para intervenir conversaciones. Todo lo que ella dijese debía ser grabado. | 135


Finalmente se encontraron una mañana Felicani y otros cuatro miembros del comité con la señora De Falco. Pero el artilugio instalado no cumplió con su función. Felicani tomó nota de las condiciones: una sentencia absolutoria costaba cuarenta mil dólares, cinco mil dólares debían pagarse de inmediato; el comité tenía el resto del verano para reunir el dinero. Teniendo en cuenta esta propuesta, Moore decidió dirigirse a la opinión pública y denunciar ante ella la corrupción del sistema judicial. Presentó una denuncia en contra de la señora De Falco y consiguió la autorización para poder llevar él mismo el caso. Aunque la señora De Falco hasta el momento no había recibido ningún dólar, fue acusada de haber intentado realizar negociaciones judiciales sin ser miembro de la Cámara de Abogados. En el proceso se mostró rápidamente la precipitada y francamente necia estrategia de Moore, que pretendía de este modo afectar la credibilidad de Katzmann y la del presidente del jurado. Cuando el juez Michael Murray le preguntó a la señora De Falco que de parte de quién había partido la oferta, ella contestó que el Comité de Defensa se había dirigido a ella y no al revés. El abogado Percy Katzmann declaró no haber hablado nunca con la señora De Falco sobre el posible papel como defensor en el caso de Sacco y Vanzetti. Su hermano, el fiscal de distrito Frederick Katzmann, hizo notar que antes de la detención de la señora De Falco nunca había oído hablar de ella. El juez Murray, finalmente, exculpó a los testigos, caracterizó a la señora De Falco como «descuidada e inquieta» y le reprendió por haber actuado tan imprudentemente siendo traductora judicial. No deseaba sin embargo condenarla sino más bien criticar a aquellos que «sin razón… merman la confianza pública de los que representan la administración de la justicia» y llamó «reprochable» el intento de desacreditar públicamente al fiscal de distrito Katzmann. | 136


Estaba claro a quienes se refería con «aquellos»: los miembros del Comité de defensa, especialmente el abogado Fred Moore, Él había denunciado públicamente al poder judicial de Massachussets por soborno y había acusado a Katzmann de haberse ofrecido a través de intermediarios para resolver el caso por dinero. Ahora, después de que las acusaciones se hubieran esclarecido como pasos equívocos y aventureros de una pequeña traductora judicial, la clara imprudencia de haber aceptado la oferta de miembros del comité, que a través de ofrecimientos simulados querían probar la venalidad de la justicia, debía aparecer ante la opinión pública como la obra de hombres que no retrocedían ante métodos reprochables. Moore no había hecho a sus clientes ningún buen servicio con la acusación contra la señora De Falco. Katzmann debía hacer realidad sus prejuicios para probar que un hombre como él no era comprable. Al final las no comprobadas afirmaciones de Moore consiguieron, no el propuesto escándalo público, sino que la justicia de Massachusetts se uniera en un frente común contra esos agitadores externos. Moore había cometido un error decisivo: había apostado alto, pero los perdedores eran Sacco y Vanzetti. En una carta a su padre, fechada el 30 de enero de 1921, Vanzetti describe aún su situación como alentadora:

Querido padre, No tengo nada especial que informarte, pero te escribo esta carta para que intercambiemos algunas palabras y para contarte de mi excelente estado de salud como también del buen estado de ánimo en el que me encuentro. Espero que suceda lo mismo contigo, con mis hermanas y con Ettore. Te pido que hagas todo lo posible para conservarte saludable y de buen ánimo. También te escribo porque sé que mis cartas son siempre bienvenidas y tú las esperas con ansia. Hoy el cielo está gris y nublado. Mi celda está | 137


oscura y no quiero leer para no dañar mi vista. Por eso, hoy por la mañana, fui a la misa católica y protestante. Voy allí porque me gusta mucho oír la música y el canto que ofrecen los reclusos y porque también puedo subir y bajar los once peldaños que llevan a la iglesia, un ejercicio grato y bueno para mi salud. Después de la última misa pudimos quedarnos toda una hora en el patio y charlar entre nosotros. Luego llegó el almuerzo, que estuvo magnífico. Pronto iré al teatro. No sé si habrá una película o música y canto. De todas maneras, voy a pasar allí dos entretenidas horas. Después de la cena voy a aprender un poco de inglés y de aritmética y también leo unas cuantas hojas de un libro. Más tarde hago unos ejercicios y me voy a la cama. Así paso el domingo en la cárcel cuando está nublado. Cuando el sol ilumina mi celda, paso poco tiempo en la iglesia y me dedico a leer. En lo que se refiere al proceso, las cosas se desarrollan cada día mejor. Estamos seguros de que en lo que se refiere a la primera acusación voy a recibir la revisión de la causa y que bajo criterios humanos es imposible que me declaren culpableEn relación con el proceso que se acerca, cuento con pruebas irrefutables que demuestran mi inocencia. Mi defensa no está en las manos de... los cómplices del fiscal sino en las de hombres capaces y sinceros. Ahora los periódicos... precisan, en nombre de la verdad, escribir a nuestro favor. Hace unos días el jefe de la policía, el señor Palmer, fue insultado públicamente por miembros del Congreso... Le acusaron de pisotear la ley con su actitud en contra de los rojos... Y como si no fuese poco, un nuevo escándalo acaba de salir a la luz pública. Mi abogado ha hecho detener a una italiana. Ella trabaja como traductora judicial en el juzgado en donde se tramitó mi causa. Ella le pidió cincuenta mil dólares al Comité de Defensa que trabaja en favor de Sacco y de mí. Dijo que este dinero serviría para quitarse de encima a nuestros abogados y contratar para nuestra defensa al hermano del fiscal de distrito. ¡Qué porquería más grande! ¡Qué burla a la justicia! ¡Qué perros más deshonestos!

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El período entre la redacción de la carta y el comienzo del proceso no se desarrolló favorablemente semana tras semana, todo lo contrario: Katzmann debía pulir su reputación y el juez Thayer debía salvar nuevamente a la República de los anarquistas. Un panorama nada alentador. El 24 de mayo de 1921 Vanzetti escribió a su padre: La próxima semana, el 31 de mayo, comenzará mi segundo proceso... El propósito de esta carta es para aclarar nuevamente mi inocencia y para participarte que tengo un buen abogado que me apoya. También voy a ser apoyado por una gran cantidad de almas caritativas que nunca me han dejado caer y que no lo harán tampoco en el futuro. Además, te escribo para decirte que me encuentro física y espiritualmente saludable. Cuando recibas esta carta, probablemente el proceso ya habrá acabado; esperamos que me hallen inocente. No te imaginas el estado en que se encuentra esta nación. Ya no es la tierra que... originó tu admiración. En todo caso el mundo ya no es lo que una vez fue. Vivimos en una época triste. Una época de corrupción total, una época en que el poder es atacado desesperadamente y se defiende desesperadamente. Ya no puede ser excepcional lo que nos puede sorprender. No puede ser posible que a pesar de mi inocencia sea declarado culpable por segunda vez. Pero ante Dios este error no va a ser eterno. El tiempo es noble y nos dará la razón.

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7 En la jaula de Dedham

APARTADA DE LA VIDA ACELERADA DE BOSTON, distante de la pestilencia de humos y basuras de los lúgubres barrios industriales, se encontraba la ciudad de Dedham. Allí, donde ciudadanos pudientes y pequeños terratenientes de Nueva Inglaterra se consagraban a cultivar los valores idílicos de una vida pequeño burguesa, comenzó el 31 de mayo de 1921 el proceso contra Sacco y Vanzetti. La sola idea de que en su pequeña ciudad, en su mundo de orden y bienestar, se llevase a cabo durante semanas un proceso por asesinato contra dos italianos radicales, hacía que los descendientes de los primeros puritanos llegados a colonizar Nueva Inglaterra se pusieran a temblar. Ellos, que odiaban a cualquiera que fuese diferente, se sentían amenazados por los acusados y sus correligionarios extranjeros. El racismo no era solo un rasgo particular y desagradable de su carácter nacionalista, sino que era uno de sus rasgos más esenciales. Así se sentían ellos, los ciudadanos de Dedham, laboriosos, prósperos, temerosos de Dios..., su existencia se reducía a un concepto de mundo remitido a dos fuentes: la Biblia y la Declaración de Independencia de Estados Unidos. El temor de ser asolados por los correligionarios de Sacco y Vanzetti se convirtió en una verdadera histeria colectiva. Tropas gubernamentales y una fuerte presencia de la policía de la ciudad custodiaban cada una de las puertas de acceso a los tribunales. También el periódico local intentó calmar a sus preocupados lectores informándoles de que los violentos acusados iban a estar, durante el desarrollo del proceso, encerra| 140


dos en una jaula de acero especialmente construida para guardar la seguridad de todos los ciudadanos de Dedham. Además, así escribió el tabloide, habría policías uniformados en toda la sala de audiencias para sofocar de raíz cualquier intento de perturbación del orden. No obstante, circulaba el miedo de que una banda de la Mano Negra o de Bolcheviques dispuestos a todo, pudieran tomar por asalto la sala de los tribunales para liberar a ambos acusados de las manos de la ley. En resumidas cuentas, no se trataba de ladrones comunes y corrientes, sino, así habían escuchado los habitantes del lugar, de dos tétricas figuras con nombres italianos que estaban acusadas de complicidad y robo con homicidio. Uno de ellos ya había sido condenado a una larga pena de reclusión por participar en un asalto en Bridgewater, eso también había sido escrito en los periódicos. Además, el acusado pertenecía a los círculos radicales; uno de los del Comité de Defensa, que hacía campaña para su absolución, le había llamado «combatiente íntegro». En pocas palabras, así lo creía la gente de Dedham; tras los hombres, acusados de homicidio y robo, se encontraban no pocos inmigrantes radicales y políticos agitadores para los cuales nada era sagrado, ni siquiera la libertad de Estados Unidos. Se trataba de su país, de su libertad. El miedo ante posibles acciones de liberación o probables atentados no solo afectaba a honrados ciudadanos que temían por su existencia, sino también a las personas que eran candidatas a formar el jurado. De los quinientos propuestos siete se mostraron dispuestos a participar como miembros del jurado. Los otros se asustaban ante la venganza de «los rojos» y no querían verse envueltos en ese asunto. La mayoría había denegado su participación con la excusa de que eran contrarios a la pena de muerte y que en caso de una condena tendrían que actuar en contra de su conciencia. Ante estos argumentos el juez Thayer hervía de rabia y despotricaba: «¿Qué, ellos desean | 141


contraponer su opinión personal a la capacitada y antigua convicción del Estado de Massachusetts?». Para conseguir a los restantes y necesarios participantes, la policía recibió la orden de exhortar a ciudadanos «respetuosos y dignos» para que cumplieran con su «deber patriótico como miembros del jurado». Finalmente se reclutaron suficientes «ciudadanos honrados» de la logia masónica y de otras organizaciones conservadoras, más bien reaccionarias, entre los que se seleccionó rápidamente a los cinco miembros del jurado que hacían falta. En Massachusetts, donde solo el juez tenía derecho a interrogar a los miembros del jurado, la proposición del abogado Fred Moore de preguntarles si eran miembros de organizaciones secretas y contrarios a los sindicatos no tuvo la menor posibilidad de prosperar. El juez Thayer rechazó esta proposición con el argumento de que estas preguntas eran «irrelevantes para la causa que estaba en curso». No le servía de nada a la defensa, en esta situación, hacer uso de su derecho a rechazar a un miembro del jurado. No había dónde elegir. Los hombres que tenían que juzgar a ambos acusados eran todos iguales: representaban a la América inmaculada, a la elegida por Dios, se sentían los legítimos descendientes de los puritanos que habían colonizado Nueva Inglaterra. El anciano Walter Ripley, antiguo jefe de policía en Quincy, fue elegido por los doce miembros del jurado como presidente. Su conciencia de justicia se puede ver ilustrada en dos declaraciones que fueron hechas públicas al final del proceso. Un policía italiano dejó constancia en el acta de que «Ripley estaba fuertemente predispuesto en contra de los italianos; les tenía una fuerte antipatía y nunca les llamaba italianos sino dagos u otras palabras similares e insultantes... Proclamaba constantemente que si tuviese el poder suficiente los mantendría alejados del país». | 142


Un empresario de la construcción llamado William H. Daly, que conocía a Ripley desde hacía más de treinta años, aseguró en una declaración jurada haber expresado ante Ripley su opinión sobre la inocencia de ambos italianos. Ripley le contestó indignado: «Váyase al diablo, a ellos se les debe colgar de todas maneras». Esto lo habría manifestado, según Daly, cuando Ripley se encontraba en camino hacia el tribunal de Dedham. Pocos minutos más tarde, cuando conducía a los miembros del jurado hacia sus puestos, se quedó teatralmente parado ante la bandera estadounidense que estaba cercana al asiento del juez Thayer, se puso lo más derecho que pudo y saludó marcialmente el estandarte estrellado. Esta era la obertura. El proceso podía comenzar. Bartolomeo Vanzetti y Nicola Sacco estaban acusados esta vez de robo con homicidio y asesinato en la persona del contable encargado de los sueldos, Frederick A. Parmenter, y su guardaespaldas, Alessandro Berardelli. La prueba de indicio, con la que la acusación quería lograr una condena, era la misma para ambos. Se basaba en la afirmación de que Sacco y Vanzetti, después de su detención, se habrían traicionado a sí mismos a través de su «mala conciencia». Ambos se habrían enredado en un sinfín de mentiras y afirmaciones defensivas. La prueba de indicio directa, la identificación por parte de testigos oculares y las declaraciones de expertos en balística sobre el revólver, era para ambos acusados diferente, tanto en lo concerniente a la clase de acusación como a la gravedad de esta. Katzmann defendió nuevamente los intereses de la acusación, pero esta vez apoyado por Harold P. Williams, su representante, y por los asistentes William F. Kane y George E. Adams. El proceso fue conducido de nuevo por el juez Webster Thayer, quien debería haber recusado esta misión por haber condenado a Vanzetti en Plymouth. Como abogados defensores actuaron Fred Moore y William J. Callahan representando a | 143


Sacco; en representación de Vanzetti lo hicieron Jeremiah y Thomas McAnarney. Cuando la puerta de la sala de audiencias se abrió se produjo inquietud entre el público. Sacco y Vanzetti, precedidos por un grupo de policías, fueron introducidos en la sala. Iban esposados por ambas manos a sus vigilantes. La jaula de acero, que había sido instalada en el centro de la habitación, estaba vigilada por agentes de la policía judicial. Las pesadas puertas enrejadas fueron abiertas, era como que si se tratase de encerrar a dos animales de rapiña. Cuatro veces al día y siete largas semanas, maniatados y bajo fuerte vigilancia, tuvieron que soportar este humillante ritual. Las absurdas medidas de seguridad cumplieron, ya el primer día de sesión, su verdadero y psicológico objetivo: los miembros del jurado veían en estas las prevenciones ante dos criminales violentos, y esto era precisamente lo que se habían propuesto el juez Thayer y el fiscal Katzmann. A ello se sumaba que Vanzetti se presentaba ante el jurado con antecedentes penales. Se acordó entre las partes no tomar en cuenta este factor y por esto la defensa tuvo que pagar un alto precio: no se debía presentar ningún certificado que diera fe del carácter de Vanzetti y que se remitiera al período anterior a la detención de este. Lo que quedó fue una caricatura de Vanzetti, un hombre que, al parecer, aparte de la política y la agitación no tenía nada más en la cabeza, un hombre que no tenía ni mujer ni hijos y que había sacrificado su vida privada por las «ideas revolucionarias». Esta impresión debía causar Vanzetti en el jurado. Desde luego se habían enterado de la sentencia de Plymouth a través de la prensa escrita y le veían como a un individuo con «antecedentes penales». Y por estar ambos presentes en la sala de audiencias, esta condena recaía de la misma forma sobre Sacco. Al estar los dos involucrados en un proceso similar, no debían soportar las declaraciones en su contra, sino también el peso de las que se hacían en contra del otro. | 144


Esto se evidenció al inicio de la vista del sexto día, cuando el juez Thayer, algo pálido y contenido, concedió la palabra al primer testigo de la acusación. De lo que se trataría en los días siguientes se vio en la pregunta sobre la identificación de los autores: «¿Son Sacco y Vanzetti idénticos a alguno de los hombres que dispararon a Parmenter y a Berardelli o no lo son?». La teoría de Katzmann era que Sacco había disparado, mientras que su cómplice Vanzetti se había quedado dentro del coche en el asalto con homicidio realizado en South Braintree. En total fueron 55 los testigos oculares presentados por la acusación, los cuales aseguraban haber reconocido a ambos italianos la mañana del 15 de abril. Katzmann intentaba demostrar que Sacco habría sido visto matando a tiros a Berardelli y que les habrían reconocido, a él y a Vanzetti, huyendo en el coche usado en el asalto. Por supuesto, el fiscal de distrito no quiso tampoco desaprovechar la posibilidad de hacer alusión a la conducta embustera, plagada de mentiras, mostrada por los acusados en el momento de su detención y poco después. Al finalizar, y este fue su último triunfo, las armas encontradas en su poder debían servir como pruebas acusatorias. Katzmann llamó en primer lugar a 16 testigos que debían identificar a Sacco como a uno de los autores, un hecho que sorprendió a la defensa puesto que, en la vista preliminar realizada en Quincy un año antes, no había sido reconocido fehacientemente por nadie. Uno de los testigos, Lewis L. Wade, declaró por aquel entonces: «No deseo cometer un equívoco. Esto es muy serio... pero él se parece a aquel hombre». Cuando Wade fue llamado por Katzmann al estrado de los testigos para que identificara a Sacco, se mostró de igual manera vacilante: «Pues bien, él se asemeja, en cierta forma tiene un parecido con él», dijo Wade titubeante. Exhortado por Katzmann a ser más preciso contestó: «Pues, ahora ya no estoy totalmente seguro. Tengo algunas dudas». Thayer probó con | 145


voz tajante a hacer de Wade un testigo útil: «¿Qué recuerda usted más claramente, si de algo se acuerda? ¿Qué puede usted declarar inequívocamente?». Wade respondió: «Lo que puedo declarar inequívocamente es lo siguiente: si tengo una duda significa que no creo que él sea el hombre». Lewis Wade fue sacado rápidamente del estrado. Katzmann estaba indignado. El testigo Louis De Berardinis entró luego en la sala de audiencias. A él era a quien, al pasar por su lado el coche de los asaltantes en su huida, uno de los ladrones le había apuntado con una pistola. Cuando el representante de Katzmann, Williams, le pidió que describiera a aquel hombre, De Berardinis declaró: «Tenía el rostro largo, era pálido y de pelo claro». Williams movió la cabeza malhumorado y le participó a su testigo lo que había declarado en el careo con Sacco en la comisaría de Brockton: «Tengo la impresión de que el de allí fue quien me apuntó con el revólver, pero no lo puedo asegurar». De Berardinis le contradijo: «No, yo dije en aquel entonces que el hombre que iba dentro del auto era rubio, y Sacco tiene el pelo oscuro». En ese momento Williams se impacientó. «¿Es ese hombre o no lo es?», preguntó en tono alto e indicando a Sacco, el cual seguía el interrogatorio en silencio. De Berardinis miró por algunos segundos hacia la jaula, luego se dirigió a Williams y le respondió vacilante: «No estoy seguro de que ese hombre sea el que vi aquel día». Katzmann y Williams habían tenido ese día poca suerte con sus testigos. Ni Wade ni De Berardinis habían hecho declaraciones claras que identificaran a Sacco como a uno de los bandidos. Por eso, los siguientes testigos de la acusación, Mary E. Splain y Frances Devlin, debían recuperar el terreno perdido. Ambas habían estado trabajando en el segundo piso de la fábrica Slater & Morrill cuando escucharon los disparos el día de los hechos, corrieron hacia la ventana y vieron pasar un Buick. | 146


Mary Splain identificó a Sacco como a uno de los hombres que iba dentro del coche, y esto a pesar de que apenas lo había tenido cuatro segundos en su campo visual y que la calle se encontraba a veinte metros de ella. En el proceso declaró lo siguiente: El hombre que apareció entre el respaldo del asiento delantero y el asiento trasero era grande. Pesaba alrededor de 64 o 67 kilos. Era musculoso, un hombre más bien activo. Su mano izquierda era bastante grande y fuerte.

Pregunta: «¿Dónde vio aquella mano?». Respuesta: «Era la mano izquierda. La llevaba sobre el respaldo del asiento delantero. Vestía una camisa gris o gris azulada y tenía un rostro bien delineado. Esta parte (la cual señaló) era un poco delgada. El cabello lo llevaba peinado hacia atrás y tenía un largo de cinco a seis centímetros. Tenía las cejas castañas y su rostro era blanco, una clase especial de palidez, casi verdosa». Pregunta: «¿Era el mismo hombre que le fue mostrado en Brockton?». Respuesta: «Sí». Pregunta: «¿Está segura?». Respuesta: «Absolutamente». De esta manera quedó registrado el interrogatorio en el acta del proceso que, al finalizar, alcanzaría la cantidad de 2.266 páginas. La defensa de Sacco estaba sorprendida, puesto que, en la audiencia preliminar, la testigo no había estado en condiciones de identificar con seguridad a Sacco como a uno de los ladrones. En aquella época Sacco fue careado en solitario, violando las normas policiales, con Mary Splain. Sin embargo, ella declaró en esa oportunidad: «Creo que no puedo decir que él es el hombre». | 147


Pero ahora, después de un año, pretendía reconocer a Sacco. Cuando Moore, uno de los abogados defensores, la confrontó con ambos testimonios, sostuvo que sus testimonios habrían sido mal registrados por el taquígrafo del juzgado. Más tarde el Doctor Morton Prince, un psicólogo que enseñaba en la Universidad de Harvard, escribió con relación al testimonio de la testigo: No vacilo en constatar que la testigo de cargo de la acusación declaró con verdadera honestidad, pero lo que asegura es psicológicamente imposible. La señorita Splain vio a los bandidos en la fracción de un instante, a una distancia de más o menos veinte metros, en un coche que aceleraba a 27 o 33 kilómetros por hora. Que ella recuerde lo que vio después de un año y describa 14 detalles diferentes de esa persona, como el tamaño de sus manos, el largo de su pelo y hasta el color de sus cejas..., una capacidad tal de percepción y de recuerdo es psicológicamente imposible... Aun un genio en memorizar no sería capaz de esto. ¿Pero de dónde había sacado la señorita Splain tantos detalles? La respuesta es fácil. Ella vio a Sacco. Ella tuvo la oportunidad de observarle detalladamente en Brockton. Aún más, él se encontraba ante ella en la sala de audiencias. En la audiencia preliminar no le tuvo que reconocer entre otros allí presentes, pues fue presentado solo.

El jefe de la policía de Braintree, Jeremiah Gallivan, que había estado presente tanto durante la audiencia preliminar en Quincy como en el proceso realizado en Dedham, fue más tajante: «No podía entender cómo estaba más segura en Dedham de lo que lo había estado en Quincy». El agente de policía se debió sorprender también con Frances Devlin, la colega de Mary Splain. Ella también respondió evasivamente cuando se le preguntó sobre si Sacco sería uno de los autores del delito: «No lo puedo asegurar». En Dedham, muy al contrario, dijo reconocer claramente a Sacco. | 148


El acta del proceso cita a otro testigo que con el pasar del tiempo recuperó su capacidad de rememoración. Louis Pelser, un joven cortador, declaró que había observado el asalto desde su ventana y aseguró haber visto cómo uno de los bandidos mataba a tiros a Berardelli. Así consta en el acta: Pregunta: «¿Ve usted en la sala al hombre que aquel día disparó contra Berardelli?». Respuesta: «Bien, no quiero decir directamente que fue él, pero se parece mucho, así como un huevo se parece a otro». Pregunta: «¿Le vio nuevamente después de ese día, aparte de esta vez aquí, en la sala de audiencias?». Respuesta: «No». Pregunta: «Usted dice que no podría decir que fue él, pero que él se parece como se parece un huevo a otro. ¿Qué quiere decir con esto?». Respuesta: «Bien, lo que quiero decir es que él es idéntico a aquel hombre». Interrogado posteriormente, Pelser tuvo que admitir que el 6 de mayo, después de la detención de Sacco, no había sido capaz de confirmar la cuestión de la identidad. La razón quedó clara más tarde, cuando la defensa presentó como testigos a tres de sus compañeros de trabajo que se encontraban aquel día junto a Pelser. Contaron que Pelser no había mirado por la ventana, sino que con ellos se había parapetado, después de escuchar los disparos, tras un banco. Como siguiente testigo, la acusación presentó a un hombre llamado Carlos E. Goodridge. Declaró haber corrido hacia un local después de haber escuchado los disparos. Cuando se enfrentó al coche, uno de los asaltantes le apuntó con un arma. Goodridge le identificó como Sacco. La defensa hizo presente el hecho de que el testigo no solo tenía un largo historial delictivo, sino que también se encontraba bajo remisión condicional por un delito de hurto, lo que podría haber estimulado su disponibilidad para trabajar con | 149


los representantes de la acusación. Después de una corta conversación con las partes, el juez Thayer decidió no hacer valer ese testimonio como prueba. Tenía de antemano razones para ello. Katzmann tuvo mala suerte con los testigos que prosiguieron; raras veces permanecieron tan firmes como la señorita Splain y su compañera de trabajo la señora Devlin. Cuando Lola Andrews fue llamada al estrado a declarar, Katzmann estuvo obligado a conceder a esa testigo un peso especial. «¡Aquí, ante nosotros se encuentra Lola Andrews!», dijo dirigiéndose al jurado. «Llevo más de once años en mi cargo. En mis largos años de servicio al Estado nunca surgió ante mis ojos o mis oídos testigo tan excelente como Lola Andrews». La testigo, tan patéticamente anunciada por Katzmann, se encontraba la mañana del 15 de abril, junto a la señora Campbell, buscando un trabajo. A las once de la mañana pasaron cerca de un coche que se encontraba estacionado ante la fábrica Slater & Morrill. Un hombre rubio, así lo declaró la señora Andrews, se encontraba en su interior, en el asiento trasero, mientras que otro hombre de tez oscura estaba reclinado sobre el capó del vehículo. Ellas entraron en la fábrica para preguntar por algún empleo. Quince minutos más tarde, cuando salían, vieron al hombre de piel oscura tendido bajo el auto, donde aparentemente reparaba un desperfecto. Ellas le preguntaron por el camino hacia la empresa Rice & Hutchins, donde querían informarse sobre puestos de trabajo. Él les indicó brevemente el camino. Después de la detención de Sacco, fue llamada a la prisión de Quincy, allí reconoció nuevamente a Sacco como al hombre de tez oscura. En la sala de audiencias le identificó de nuevo: «Sí, ese es el hombre». Por qué había relacionado al hombre que estaba debajo del auto con el asesinato que había ocurrido cuatro horas más tarde y que la había llevado a denunciarlo ante la policía, se ente| 150


raron las partes comprometidas en el proceso cuando Lola Andrews fue interrogada. Pregunta: «¿Usted diría que el hombre tenía una cara más bien redonda o su cara era delgada?». Respuesta: «Tenía un rostro algo singular». Pregunta: «¿Quiere decir que se trataba de un rostro no del todo amigable o más bien brutal?». Respuesta: «Simplemente no tenía un aspecto simpático». Pregunta: «¿Y qué pensó cuando supo del tiroteo?». Respuesta: «Bueno, sobre eso solo puedo decir que cuando escuché lo del tiroteo lo relacioné de alguna manera con el hombre del coche». Las respuestas de la «excelente» testigo fueron más que dudosas. Cinco testigos declararon más tarde que la señora Andrews o habría mentido o habría cambiado su declaración. Uno de ellos fue la señora Campbell, que el día de los hechos acompañaba a Lola Andrews. Ante el juez declaró sorprendida: «Ninguna de nosotras habló con el hombre que estaba debajo del coche. La señora Andrews no intercambió palabra con ninguna persona. Yo fui la que pregunté cómo se podía ir hasta la fábrica Rice & Hutchins. Pero le pregunté al hombre que estaba en la parte posterior del automóvil y no al que estaba debajo». Durante el transcurso de la vista del proceso, la señora Andrews perdió frecuentemente el conocimiento, al parecer por las declaraciones contradictorias de los demás testigos, hasta tal punto que le fue otorgado por la prensa que seguía el proceso el apodo de «La desvanecida Lola». El fiscal de distrito Katzmann estaba enfadado. La «excelente» testigo, anunciada tan presuntuosamente, se había convertido en una figura trágica. De las 16 personas que había presentado como testigos, con las cuales creía poder probar la culpabilidad de Sacco, nueve defraudaron sus expectativas. Al final del cuarto día de proceso, cuando Sacco y Vanzetti fueron sacados de la sala de audiencias esposados a dos agentes de | 151


policía, Katzmann supo que tendría que usar en los próximos días todo lo que estaba a su alcance para convencer al jurado de la culpabilidad de Sacco. A la mañana siguiente recurrió a una de sus pruebas materiales: la gorra. Esta fue encontrada junto al cadáver de Berardelli, mucho después del tiroteo, por un trabajador llamado F. L. Loring, que, posteriormente la entregó al señor Frazer, su capataz. Katzmann presentó a este hombre, quien identificó la gorra como medio probatorio. Aunque por lo menos dos testigos declararon que el bandido, Sacco, llevaba un sombrero y no una gorra, y a pesar de que esta fue encontrada mucho después del tiroteo, pudiéndola haber perdido alguien que se encontrara entre la muchedumbre que se acercó al lugar de los hechos, Katzmann decidió endilgársela a Sacco. Katzmann ya había adelantado su trabajo. La policía había entrado en casa de Sacco sin contar con autorización judicial y había requisado algunas de sus prendas de vestir, sobre todo sus gorras. A más tardar, en ese momento de las indagaciones, Katzmann debería haber sabido que la «teoría de la gorra» era inservible. Todas las gorras requisadas eran del número 7 1/8 lo que significaba que la encontrada era demasiado pequeña para Sacco puesto que era del número 6 7/8. Pero Katzmann no se dio por vencido. Presentó a los miembros del jurado otras pruebas acusatorias que debían señalar a Sacco como propietario de la gorra. Williams llamó a declarar a George Kelley, el capataz de Sacco en la fábrica de calzados Three-K. Este dijo que Sacco llevaba, ocasionalmente, una gorra oscura que durante el trabajo dejaba colgaba en un clavo, al lado de su puesto de trabajo. Williams le preguntó a Kelley si la gorra encontrada en la calle «¿se asemejaba en su aspecto a la que, según lo declarado por usted, llevaba Sacco?». Kelley tomó la gorra en la mano, la observó largo tiempo y respondió: «Lo único que puedo decir sobre su gorra es que se asemeja a esta en el color. En detalles no podría decir que esta es la suya». | 152


Williams siguió intentando presentar la gorra como prueba incriminatoria. Cuando ambos abogados defensores, McAnarney y Moore, protestaron, el juez Thayer intervino. Este, que en los días anteriores había tenido que comprobar, con preocupación al igual que Katzmann, que la mayoría de los testigos presentados por la acusación poco o nada habían hecho para demostrar la culpabilidad de Sacco, llegaba ahora en auxilio de Williams. Lo valioso de su ayuda consta de esta manera en el acta: Thayer: «Deseo preguntarle al testigo, aunque (dirigiéndose a Williams) preferiría que usted lo hiciera, lo siguiente: ¿según su conocimiento y conciencia, la gorra que en este momento tiene en sus manos el señor Williams, se parece a la usada por el acusado?». Moore: «Su señoría, protesto ante esa pregunta». Thayer a Williams: «¿Ha hecho usted la pregunta?, debería ser hecha preferiblemente por el señor Williams. ¿Desea hacerla?». Williams: «Señor Kelley la gorra que le muestro, según su conocimiento y conciencia, ¿se parece en su aspecto a la que llevaba Sacco?». Kelley: «Solo en el color». Thayer: «Eso no responde a la pregunta. Deseo que responda sobre esto si puede». Kelley: «No puedo responder si no estoy completamente convencido de que es la misma gorra». Thayer: «No le estoy pidiendo que lo haga. Solo deseo que responda con relación a su convicción». Kelley: «Solo con relación a su aspecto general es lo que puedo decir. No había visto hasta ahora la gorra tan de cerca». Thayer: «¿En su aspecto general es la misma?». Kelley: «Sí, señor». Moore: «Protesto en contra de la última pregunta y su respuesta». | 153


Thayer: «Se puede plantear la pregunta como si viniera de parte de la acusación y no como de parte del tribunal». Williams: «¿En su aspecto general es la misma?». Kelley: «Sí». Williams: «Si su señoría lo permite, presento la gorra como instrumento de prueba». Thayer: «Autorizado». Con la ayuda de Thayer le fue posible a la acusación declarar como propiedad de Sacco una gorra encontrada por casualidad en el lugar de los hechos y presentarla como instrumento de prueba. Cuando Sacco fue exhortado finalmente por Katzmann a ponerse la gorra encontrada en la calle, este trató de hacerlo, pero era muy pequeña. «No me queda bien», dijo y se la pasó a través de las rejas a un guardia. Katzmann intentó persuadirle para que declarara que la gorra era pequeña porque estaba hecha de un material más grueso que las requisadas en su casa y que previamente se la habría puesto sin problemas. Pero Sacco le contradijo: «No se trata del material, es demasiado estrecha». Katzmann no desistió. A través de una nueva ocurrencia se dispuso a confundir tanto a Sacco como a los miembros del jurado. La gorra encontrada tenía en el forro una rotura. Katzmann procuró insinuar que esta rotura se debía al clavo que se encontraba en el puesto de trabajo de Sacco, y que había sido mencionado en su declaración por Kelley. Para muchos de los miembros del jurado, el agujero en el forro de la gorra debía corroborar la afirmación de que la gorra pertenecía a Sacco. Ellos no podían adivinar que, años más tarde, el jefe de la policía de Braintree, Gallivan, declararía que en aquel entonces había rajado el forro de la gorra, «para buscar un nombre u otra identificación». Gallivan no encontró nada, pero la fiscalía supo sacarle el mejor provecho a la rotura. El agente guardó | 154


silencio durante el proceso. Solo años después su conciencia le llevó a decir la verdad. Pero ya era demasiado tarde. La prueba más importante y controvertida presentada por la acusación se refería a la afirmación de que la bala que había matado a Berardelli habría provenido de la pistola de Sacco. Para apoyar esta tesis, la acusación presentó a dos peritos. El capitán Charles Van Amburgh explicó: «Creo que la bala fue disparada por un Colt automático». Basó su afirmación refiriéndose a una minúscula marca, solo visible al microscopio, que habría encontrado en tres proyectiles después de haberlos disparado con la pistola de Sacco. También la bala extraída durante la autopsia del cuerpo de Berardelli mostraba este pequeño corte. Pero Van Amburgh reconoció también que las marcas, apenas perceptibles, podían haber sido producidas por óxido o por suciedad. Entonces apareció en la sala de audiencias el experto en balística y jefe de la policía de Massachusetts, capitán William Proctor. Informó haber examinado los seis proyectiles extraídos de ambos cadáveres. Cuatro de estos, según su declaración, no podían provenir del arma de Sacco porque habrían sido disparados por un arma con el rayado en el interior del cañón hacia la derecha. El Colt automático, arma similar encontrada en poder de Sacco al ser arrestado, por el contrario, tiene el rayado hacia la izquierda y marca el proyectil en esa dirección. Solo el proyectil que había dado muerte a Berardelli, según las declaraciones del forense, habría provenido del revólver Colt, calibre 32, de Sacco. Pero eso no era una prueba significativa. Proctor confirmó más tarde en una declaración jurada: Durante las acciones preparativas del proceso, el fiscal del distrito y su representante dirigieron repetidamente mi atención a la pregunta de si era posible encontrar indicios que justificaran que el proyectil extraído del cuerpo de Berardelli, disparado por un Colt automático, hubiese provenido del arma encontrada en poder de Sacco. Ocupé todos los métodos que estaban a mi disposi| 155


ción para poder llegar a esta conclusión […] en ningún momento pude encontrar indicio alguno que me pudiera convencer de que dicho proyectil venía del arma de Sacco y en este sentido informé al fiscal del distrito y a su representante antes de comenzar el proceso.

Katzmann se convenció tras el informe de Proctor de que este no le era de gran valor. Así se lo comunicó, informalmente, a Moore, abogado de Sacco, que ya no trataría de probar que uno de los proyectiles venía del revólver de Sacco. Solo días más tarde Moore se dio cuenta de que podía usar el informe balístico para exculpar a Sacco. Contrató a dos expertos para que elaboraran un nuevo informe balístico: James E. Burns, funcionario de alto rango de la United States Cartridge Company, y James H. Fitzgerald, que pertenecía a la junta directiva del departamento de pruebas de la Colt’s Manufacturing Company. Moore le explicó a Sacco, por precaución, que estas nuevas investigaciones podrían encontrar indicios que condujeran hasta el arma desde donde habrían sido disparados los mortales proyectiles. Sacco respondió con tranquilidad: «pueden experimentar todo lo que quieran». Cuando ambos expertos de la defensa presentaron sus resultados se puso en evidencia por qué Katzmann se había mostrado cuidadoso en este punto. Burns explicó que el proyectil no podía haber sido disparado ni por un Colt ni tampoco por un revólver Bayard. A continuación, informó de las conclusiones de su investigación y aseguró categóricamente que la bala que había causado la muerte de Berardelli no había provenido de la pistola de Sacco. El perito disparó ocho balas con aquella arma y ninguna presentó las características que pudieran relacionarla con la bala «número 3», como se identificó a la bala en cuestión en el proceso. La declaración de Fitzgerald no hizo más que corroborar lo dicho por Burns. Katzmann debía estar bastante insatisfecho con los resultados de esos primeros días de proceso. Por un lado, los testigos | 156


no respondían como se lo había imaginado y tampoco las pruebas, supuestamente concluyentes, eran reconocidas como tales. En cuanto a si la gorra encontrada en el lugar de los hechos pertenecía o no a Sacco, no pudo ser aclarado como también quedó sin aclarar si la bala que había matado a Berardelli había sido o no disparada por su pistola. Katzmann y su representante sabían que la presentación de pruebas se había debilitado. Aunque contaban con mayor simpatía que la defensa por parte de los miembros del jurado, debían presentarles a aquellos doce honrados ciudadanos, que tenían que decidir entre la vida y la muerte, pruebas claras y no especulaciones dudosas. A la acusación le quedaban solo cuatro testigos, testigos que debían testificar en contra de Vanzetti. Katzmann sabía que si Vanzetti era reconocido como uno de los bandidos, Sacco también caería bajo sospecha. Ésa era, desde el comienzo, su estrategia: acusaciones separadas y condena común. Pero necesitaba testimonios fehacientes. Uno de estos testigos era Michael Levangie, el guardabarrera de South Braintree. Era el hombre al que los bandidos, en su huida, habían ordenado subir las barreras. Aquella vez, cuando un reportero le preguntó si podría identificar a los bandidos, respondió que estaba muy asustado. Solo había visto la pistola que le apuntaba, de lo demás no se había percatado ya que había buscado refugio inmediatamente en el interior de la garita. Cuando el 18 de abril fue interrogado por un detective de la compañía Pinkerton, declaró que el conductor del vehículo era de «tez oscura y pelo negro e iba perfectamente rasurado». Vanzetti, por el contrario. llevaba bigote y, como era ya conocido por la defensa, no sabía conducir. Durante el careo realizado en las dependencias de la policía, Levangie sostuvo haber reconocido a Vanzetti. «Sí, ese hombre conducía el automóvil». Como el testimonio de Levangie también produjo dudas, Katzmann se dirigió a los miembros del jurado y les dijo que lo que Levangie quería decir era que había visto a Vanzetti senta| 157


do en el asiento trasero del coche. Levangie negó con un movimiento de la cabeza, pero guardó silencio. Los testimonios de los otros testigos hacían referencia a lugares y momentos que no tenían relación con los del delito. Así fue como uno de ellos, John W. Faulkner, declaró haber visto a Vanzetti en un tren la mañana del 15 de abril. Dicho individuo le habría preguntado reiteradamente si la estación en la que se encontraba era East Braintree. Dos meses después del crimen identificó en la comisaría a Vanzetti como a aquel hombre. El abogado McAnarney le pidió a un hombre que se encontraba entre el público asistente a la vista que pasara hacia adelante. Llevaba el bigote como solía llevarlo Vanzetti, pero no se le parecía en absoluto. «¿Este es el hombre que usted vio en el tren?», preguntó el abogado. «No sé, podría ser», contestó Faulkner con cierta inseguridad. Indagaciones posteriores realizadas en la oficina de ventas de ferrocarriles dieron como resultado que aquel día no hubo venta de pasajes de Plymouth a East Braintree. Si Vanzetti hubiese sido aquel hombre visto por el testigo, habría salido de Plymouth, su lugar de residencia. Pero, ¿por qué razón habría de haber viajado a East Braintree? El asalto había ocurrido en South Braintree. Así quedaba claro que el testimonio de Faulkner carecía de cualquier valor. El siguiente testigo que presentó la acusación fue Austin T. Reed, guardabarreras de profesión, como Levangie. Él vio la tarde del asalto, un poco después de las cuatro, un coche en el cual se encontraban algunos extranjeros. Uno de ellos, «un hombre de tez oscura, pómulos hundidos y bigote particularmente grande», le gritó en inglés: «¿Por qué diablos nos detiene aquí?». En ese momento intervino el abogado Moore y comenzó a interrogar al testigo: Moore: «¿Y esa llamada fue hecha en voz alta y clara, con la formulación que usted nos acaba de comunicar: “por qué diablos nos detiene aquí”?». | 158


Reed: «Sí, señor». Moore: «Y la voz sonó alta, clara y fuerte a una distancia de cuarenta pies, ¿verdad?». Reed: «Sí, señor». Moore: «¿Cómo ha dicho?». Reed: «Sí, señor». Moore: «¿A pesar de estar el motor del auto en marcha?» Reed: «Sí, señor». Moore: «¿Y estaba pasando un tren en ese momento o se aproximaba alguno?». Reed: «Sí, señor». Moore: «¿Y en un inglés claro y carente de errores?». Reed: «Pues...». Moore: «¿Es verdad? Conteste por favor con un sí o un no». Reed: «Sí». El inglés que hablaba Vanzetti era entrecortado y accidentado, y así lo pudieron verificar los miembros del jurado al día siguiente, cuando pidió la palabra y se dirigió a ellos. En consecuencia, se deducía que un año antes, cuando ocurrió el delito, Vanzetti no podía haber hablado en un inglés carente de errores. Como último testigo de la acusación fue llamado Austin Cole, el conductor del tranvía donde fueron detenidos Sacco y Vanzetti. Declaró que ambos habían cogido su tranvía, la tarde del 15 de abril, en West Bridgewater. Pero esta prueba no les relacionaba de ninguna forma con el asalto llevado a cabo en South Braintree. La acusación usó como último testimonio uno que venía de las filas de personas que fueron llamadas a formar parte del jurado. Harry E. Dolbeare declaró haber visto a Vanzetti junto a «gente de aspecto amenazador» la mañana del 15 de abril, en el interior de un auto en South Braintree. Estaba completamente seguro de que uno de los hombres era Vanzetti, a pesar de que no podía describir a los otros que le acompañaban. | 159


En resumidas cuentas, había cinco testimonios en contra de Vanzetti, pero, ¿qué valor tenían? Levangie, que aseguraba haberle reconocido le colocaba al volante; Reed, que a una distancia de 12 metros le había escuchado maldecir en un inglés claro y carente de errores; Faulkner, que aseguraba haberle visto en el tren; Cole, que situaba a Sacco y Vanzetti en el tranvía, en un lugar diferente al que había ocurrido el atraco; y, finalmente, Dolbeare, que pretendía haber visto a Vanzetti la mañana del asalto en compañía de «gente de aspecto amenazador». Ningún jurado sensato podía tomar estos testimonios, contradictorios y sin relación con los hechos, como prueba determinante de que la identidad del asesino coincidía con la del acusado y con esto poder llegar a una condena. Tampoco los indicios materiales resultaron pruebas fehacientes. No fue encontrado el botín en manos de los inculpados ni tampoco sus huellas dactilares fueron halladas en el Buick abandonado después del asalto. El intento de imputar a Sacco la pertenencia de la gorra y de la bala extraída del cadáver de Berardelli resultó un fracaso. Solo quedaba una última posibilidad, demostrar a través de medios probatorios que uno de ellos había actuado como cómplice. Katzmann se concentró en el arma hallada en poder de Vanzetti en el momento de su detención: una Harrington & Richardson, calibre 38. Un arma similar, que había desaparecido después del asalto, había pertenecido al asesinado Berardelli. La fiscalía desistió de probar que Vanzetti la habría cogido después de haber sido asesinado Berardelli. A decir verdad, no existía ninguna prueba que determinara que Berardelli, aquel día, llevaba consigo un arma. Durante el proceso, Katzmann llamó al estrado de los testigos a la viuda de Berardelli y le pidió que observara el revólver de Vanzetti. «Sí, se parece al de mi marido», dijo después de unos segundos. Los interrogatorios posteriores dieron como resultado que Berardelli había | 160


llevado el arma a reparar días antes de su asesinato por tener un defecto en el muelle. Cuando los abogados defensores le preguntaron a la viuda si había ido a buscar el revólver al taller de reparaciones esta contestó: «No lo sé». El encargado de dicha armería confirmó que el arma de Vanzetti concordaba con la que llevaron a reparar. Lo que no pudo confirmar fue cuándo había ido a recogerla. Cuando el arma de Vanzetti fue examinada para ver si tenía un muelle nuevo, dos expertos comprobaron que el muelle no era más nuevo que las otras partes del arma. Más tarde, la defensa llamó a testificar a una vecina de la señora Berardelli, Aldeah Florence, en cuya casa encontró hospedaje la viuda después de la muerte de su marido. Declaró que la señora Berardelli le había dicho días después del entierro de su esposo: «Si él hubiese seguido mi consejo y hubiese retirado el revólver del taller de reparaciones no estaría quizás en donde hoy se encuentra». Además, la defensa nombró al testigo que declaró haber vendido el arma a Vanzetti. Pero Katzmann puso en duda su credibilidad: italiano, inmigrante, anarquista. ¿Se podía confiar en tal gente? ¿No pretendía proteger con su testimonio a un correligionario? Muchos de los miembros del jurado pensaban como Katzmann, a pesar de los testimonios y argumentaciones contradictorias y difusas de posteriores testigos llamados a declarar por parte de la acusación. Así, por ejemplo, un testigo dijo haber visto a un bandido con un «revólver blanco», mientras que el de Vanzetti era niquelado. Katzmann no desistía. Tenía la intención de salvaguardar la lógica de su teoría; según esta, Sacco habría tomado el revólver del agonizante Berardelli para luego entregárselo a Vanzetti, que se lo habría guardado en un bolsillo. En su invectiva final, dirigiéndose al jurado, reconstruyó los hechos basándose en esa teoría y haciendo hincapié en las | 161


mentiras del italiano en el momento de su detención. En ese punto, según Katzmann, se evidenciaba su culpabilidad. Tuvo que emplear todos los medios retóricos y procesalmente estratégicos para poder imprimir el sello de culpabilidad a los acusados. Cincuenta y cinco testigos fueron llamados por la acusación a testificar, y con sus testimonios se formó un puzle con el cual se debía identificar a Sacco y Vanzetti como a los individuos que habían disparado contra Parmenter y Berardelli. Katzmann había intentado demostrar que Sacco era el hombre que había matado a tiros a Berardelli, que posteriormente se les habían descubierto a ambos armas ocultas y que, al ser interrogados por la policía y por el fiscal de distrito, habían mentido. Un hecho que Katzmann no se cansó de repetir. Todos los testimonios y declaraciones de los testigos mostraban una clara sentencia: ¡culpables! La defensa, por medio del interrogatorio, había intentado confrontar a los testigos de la acusación con sus contradicciones y también desvelarlos como poco dignos de crédito. Recurrieron a peritos y expertos que llegaron a resultados diferentes con relación a las pruebas materiales presentadas por la acusación. Ahora, después de que Katzmann y su representante hubieran llamado a su último testigo, la defensa quería convocar a los suyos para que refutaran lo que afirmaban aquellos. Se trataba de probar que Sacco y Vanzetti no eran idénticos a los bandidos de South Braintree, que no eran unos asesinos. Noventa y nueve testigos debían contribuir a convencer a los miembros del jurado de que ambos inmigrantes italianos eran inocentes. Pero Katzmann se propuso no facilitar las cosas a la defensa. Se preparó bien para el interrogatorio que venía. Libertad o muerte, la sentencia quedaba abierta.

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8 La decisión sagrada

CUANDO VANZETTI FUE LLEVADO A JUICIO en Plymouth por el asalto en Bridgewater, no declaró como testigo de descargo en su propia causa. Aquella vez tuvo miedo de que su opinión política fuera usada en su contra a la hora del veredicto. Por eso guardó silencio, un obstinado silencio que al final le perjudicó. La sentencia fue: ¡culpable! En Dedham, los abogados defensores estaban totalmente de acuerdo en que la descripción de las condiciones de vida del acusado y sus puntos de vista, podrían ayudar a esclarecer el enigmático comportamiento de este la tarde de su detención, el hecho de portar armas y, por último, sus mentiras. Los dos acusados debían comparecer, sin importar las consecuencias. John McAnarney narró después del juicio que él y su hermano habían conversado con algunos amigos abogados sobre si era aconsejable o no que la posición política de los italianos se presentara ante el tribunal como elemento de descargo. Estos les aconsejaron: «Si son inocentes, sentadlos en el estrado para que declaren la verdad. Si son culpables, mantenedlos alejados de allí». Los abogados decidieron por unanimidad dejar declarar a Sacco y a Vanzetti como testigos de descargo en su propia causa. John McAnarney fundamentó esta decisión de la siguiente manera: No encontré ninguna posibilidad para eludir que ambos hombres se subieran al estrado y hablaran abierta y honestamente sobre sus relaciones con el partido comunista o el movimiento | 163


anarquista, al cual estaban unidos. Lo único que podían hacer era asumir toda la responsabilidad y, si lo hacían, en ese momento podrían explicar su comportamiento, que por lo demás debía causar una impresión bastante sospechosa... es decir, tenían que aclarar por qué intentaron ir a recoger el auto a la casa de Johnson, por qué se subieron al tranvía portando armas de fuego, por qué mintieron a la policía y al fiscal de distrito, aunque sabían que esto los llevaría a ser acusados de asesinato... Estaban totalmente convencidos y creían, en aquel entonces, que habían sido arrestados por su radicalismo. Le dije a mi hermano que estaba en sus manos contar todo lo sucedido... para presentar inequívocamente a los miembros del jurado todos los hechos verídicos; aquellos que no podían ser aclarados de otra forma sino a través de la narración que hicieran ellos de toda la situación y fundamentaran su comportamiento.

El primero en pisar el estrado fue Vanzetti. Declaró que el 15 de abril había estado vendiendo pescado, y nombró a las personas a quienes había entregado sus pedidos. Al mediodía, así lo contó, se encontró con Joseph Rosen, comerciante de textiles, quien le ofreció una chaqueta de lana a precio reducido por tener esta un pequeño agujero. Se interesó por ella, pero primero quiso ir a pedirle consejo a la dueña de su casa, Alfonsina Brini, que por trabajar en una fábrica de telas le podría dar información sobre la calidad del tejido. Salió junto al comerciante en dirección a la casa de los Brini, ya que sabía que la señora Brini se encontraba enferma. Dos enfermeras que estaban con ella corroboraron esto. Luego le compró la chaqueta a Joseph Rosen, que se había quedado esperando fuera de la casa. A continuación, tomó su carreta y se marchó para vender lo que le quedaba de pescado. Más tarde, en la playa, se topó por sorpresa con el pescador Melvin Coerl, con el que charló un rato. Posteriormente llevó su carreta a casa. Había sido un día de trabajo común y corriente para él. | 164


El testimonio de Vanzetti fue confirmado por los testigos Rosen, Coerl, la señora Brini y su hija Lefevre. Incluso Rosen nombró a otras personas que podían corroborar haberle visto junto a Vanzetti a la hora señalada. Katzmann retomó su método usual en el interrogatorio, provocando inseguridad en los testigos a través de imputaciones infundadas y tergiversaciones. Así fue como les preguntó qué habían hecho un día determinado a una hora precisa, días y horas que nombró al azar. Naturalmente, algunos de los testigos no pudieron recordar tales informaciones, con lo que Katzmann quiso demostrar a los miembros del jurado que los testigos en sus otras declaraciones habían mentido a favor de Vanzetti. Su truco, confundir la memoria retentiva de los testigos de descargo para desacreditarlos, había demostrado nuevamente su efectividad. Años después del proceso, la testigo Alfonsina Brini, que necesitó a un intérprete simultáneo para declarar, le dijo al respecto a la estadounidense Roberta Strauss Feuerlicht en una entrevista: Es una lástima que no se pueda hablar en el propio idioma, puesto que te hacen polvo, si quieren te hacen polvo. Se dice una cosa y luego comienzan con otra. Es gente muy mala. Sabe, le dan vuelta a las leyes hasta dejarlas como las necesitan.

Katzmann, en el interrogatorio, se sirvió de su conocido repertorio para desacreditar a la señora Brini y a los demás testigos de la defensa. Para él estaba claro que, no solo Alfonsina Brini sino también su hija Lefevre, mentían a favor de Vanzetti ya que este, en su calidad de subinquilino, era como parte de la familia y —cosa que no dejó de mencionar— ellas habían ocultado, en su tiempo, información sobre el paradero de Vanzetti cuando este se encontraba en México. | 165


Para Katzmann había llegado el momento de poner claramente sobre la mesa las ideas políticas de los acusados. Hasta ese momento no le había sido posible desorientar a la mayoría de los testigos italianos. Sus declaraciones eran congruentes con las de Vanzetti que lograba de este modo una coartada evidente para el día del asalto de South Braintree. La intención de Katzmann era presentar a los miembros del jurado a dos acusados que representaban todos los prejuicios existentes en esa época: dos agitadores, dos radicales, dos enemigos de la sociedad. La manera que tenía de desarrollar el interrogatorio solo obedecía a un propósito: confrontar a los miembros del jurado con hechos que no tenían relación con el asesinato, el verdadero asunto a debatir, pero que eran bienvenidos por servir como pruebas para demostrar de lo que eran capaces estos elementos radicales, especialmente en cuanto a hechos que no se podían comprobar. El interrogatorio realizado por Katzmann a Vanzetti, y más tarde a Sacco, dejó en evidencia que, a estas alturas del juicio, se trataba de un proceso ideológico. La primera pregunta que dirigió a Vanzetti fue la siguiente: «Así que abandonó Plymouth en mayo de 1917 para escapar de la llamada a filas, ¿no es verdad?». Mirando significativamente a los miembros del jurado, continuó: «Cuando nuestro país se encontraba en estado de guerra, ¿usted huyó para no tener que luchar como un soldado?». «Sí», contestó Vanzetti. Katzmann sonrió con sarcasmo y burla, luego preguntó: «Usted se pronunció en una asamblea pública contrario a que los hombres de este país fueran llamados al frente. ¿Fue usted quien lo dijo?». Vanzetti contestó titubeante y en un inglés bastante malo: «Sí, señor, con seguridad no soy el hombre a quien usted está buscando, pero en aquel caso lo soy». Cuando Vanzetti quiso comenzar a expresar sus puntos de vista sobre la guerra y las consecuencias que traía esta sobre | 166


los pueblos, fue interrumpido abruptamente por Katzmann con una pregunta, ciertamente mal intencionada, sobre su estancia en Springfield: Katzmann: «¿Ha trabajado alguna vez en Springfield, Massachusetts?». Vanzetti: «Pues, en la ciudad de Springfield no he trabajado propiamente, sino en una barraca en las afueras de esa ciudad». Katzmann: «¿En una barraca cerca de Springfield?». Vanzetti: «Sí. En una barraca, sabe, en una de esas pequeñas casas en la que los italianos trabajan y viven como animales, trabajadores italianos en este país». Katzmann: «¿En la que el hombre italiano vive y trabaja como un animal?». Vanzetti: «Sí». Katzmann: «¿Por qué ha expuesto esto?». Vanzetti: «Lo he expuesto para decirle que cuando me negué a ir al frente de batalla no lo hice porque no amara a esta tierra o a su gente. Me hubiese negado a ir también si hubiese estado en Italia». Katzmann le había preguntado sobre Springfield porque tenía la esperanza de que Vanzetti respondiera de forma incauta y contara que condujo un camión durante aquel período en que realizó esta labor. Pero él no lo hizo. Para Katzmann había fracasado, por el momento, la última posibilidad de conseguir que un testigo se contradijera por medio de preguntas sin relación las unas con las otras. Vanzetti no había conducido nunca un camión y, por lo tanto, no podía ser el hombre al que Katzmann quería llegar: el conductor del automóvil usado en el asalto y fuga en South Braintree. Pero Vanzetti no solo necesitaba una coartada para el día en cuestión, sino que también la necesitaba para los días 5 y 6 de mayo, para explicar, especialmente, lo que había hecho el día de su detención, es decir, las razones de sus mentiras. | 167


Cuando Vanzetti fue interrogado por McAnarney declaró haberse alojado el 1 de mayo, a su regreso de Nueva York, a donde había ido a causa de la muerte de Salsedo, en casa de un amigo. Dos días más tarde, el 3 de mayo, se marchó al puerto para comprar pescado. Como ese día el pescado estaba muy caro, se dirigió a Stoughton para visitar a la familia Sacco. Luego narró cómo Sacco, Orciani y Boda fueron la tarde del 5 de mayo a recoger del taller de reparaciones el coche de Boda. «¿Para qué necesitaban el auto?», preguntó McAnarney dirigiéndose al estrado donde Vanzetti se encontraba esposado y vigilado por dos guardias. «Queríamos ir a buscar el coche para poder transportar libros y periódicos», contestó Vanzetti. McAnarney se hizo el sorprendido y dijo que no entendía esa respuesta. «¿Para qué necesitaban el auto?», volvió a preguntar. Vanzetti repitió nuevamente: «Para sacar de las casas y viviendas documentos, libros y periódicos». Fingiendo confusión volvió a preguntar: «¿De qué casas y viviendas querían sacar los libros y documentos?». «De diversas casas», respondió Vanzetti en un inglés entrecortado, «desde cinco o seis sitios, en cinco o seis lugares. Tres, cinco o seis personas tenían demasiados documentos y nosotros teníamos la intención de sacarlos de allí para llevarlos a un lugar adecuado». Respondiendo a la pregunta de McAnarney sobre qué entendía por «un lugar adecuado» dijo intrépidamente: «Por un lugar adecuado entiendo un lugar donde los agentes de policía no se dirijan a revisar, a ver documentos, periódicos y libros, como aquella vez que registraron las casas de muchos hombres militantes del movimiento radical, del movimiento socialista y sindical, entrando y llevándose cartas, llevándose libros y periódicos, y metiendo a hombres en prisión y deportando a muchos de ellos». | 168


El abogado de Vanzetti siguió indagando sobre si después de su detención se les había informado en la comisaría de Brockton de que eran sospechosos de robo y asesinato. En el acta de proceso se lee: McAnarney: «¿Le explicó el jefe de policía Stewart, en la comisaría de Brockton, o el señor Katzmann, que se encontraba bajo sospecha de robo y asesinato?». Vanzetti: «No». McAnarney: «¿Se le hizo alguna pregunta o se realizó algún comentario con el que usted pudiera deducir que estaba acusado del delito del 15 de abril?». Vanzetti: «No». McAnarney: «¿Qué creyó usted, a partir de las preguntas que se le hicieron, sobre el porqué de su detención en la comisaría de Brockton?». Vanzetti: «Creí que me habían detenido por un asunto político». McAnarney: «¿Por qué tuvo la impresión de que estaba detenido por su opinión política?». Vanzetti: «Porque se me preguntó sobre si era socialista. Les dije que “desde ahora sí”». McAnarney: «Quiere decir que por las preguntas hechas...». Vanzetti: «Porque fui preguntado si era socialista, si era del IWW, si era radical, si pertenecía a la Mano Negra». Por eso no había dicho la verdad el día de su detención, había temido ser deportado. «Las autoridades de este país estaban por aquel entonces más en contra de los elementos socialistas que de la guerra. Eran tiempos excepcionales», explicó Vanzetti. McAnarney sometió nuevamente a discusión todo lo referente a la tarde en la que ambos fueron detenidos: McAnarney: «¿Por qué no le dijo la verdad al señor Stewart la tarde en que este le detuvo y le interrogó en la comisaría?». Vanzetti: «Tenía miedo de dar los nombres de mis amigos, porque sabía que en sus casas se encontraban casi todos los | 169


libros y periódicos que podían ser usados por las autoridades en su contra, para detenerlos y deportarlos». McAnarney: «En cuanto pueda recordar, díganos qué le preguntó el señor Stewart». Vanzetti: «Me preguntó por qué habíamos estado en Bridgewater, desde hace cuánto tiempo conocía a Sacco, si era radical, si era anarquista o comunista. Y me preguntó si creía en el Gobierno de Estados Unidos». En lugar de seguir por ese camino para hacerles entender a los miembros del jurado a qué tipo de represiones y persecuciones estaban expuestos los inmigrantes radicales, sobre todo los que se ponían en contra de las instituciones establecidas o tenían otras ideas sobre el derecho y otra ideología política, McAnarney tocó la delicada pregunta sobre la huida de Vanzetti a México. No para poner en claro que muchos estadounidenses sujetos al servicio militar habían huido de la llamada a filas y que Vanzetti, como extranjero, no podía ser convocado de todos modos, sino que le preguntó, de nuevo, por qué se había marchado. Vanzetti respondió: «Me marché para no ser soldado». Con otras irrelevantes informaciones finalizó el abogado el interrogatorio directo al acusado. De esta forma se había despilfarrado la oportunidad de proporcionar a los miembros del jurado una imagen de las condiciones reales de la vida del acusado. En ningún momento y en ninguna frase se dijo que los hombres como Sacco y Vanzetti tenían, en su nueva patria, solo obligaciones, pero apenas derechos, que por ser extranjeros eran discriminados, en resumidas cuentas: que eran ciudadanos de segunda clase. Solo quedó en la cabeza de los miembros del jurado que Vanzetti era un radical, un hombre que como desertor se había negado a cumplir con su deber patriótico, un hombre que no aceptaba las leyes del país. | 170


El interrogatorio, muchas veces incoherente e inconstante, de McAnarney no había logrado corregir la imagen predeterminada que el jurado tenía de Vanzetti. Ellos no podían entender al acusado, aun cuando había testigos que habían declarado a su favor proporcionándole una perfecta coartada para el 15 de abril. Pensaban que era el autor de un delito. Esto no fue producto solamente del mérito indiscutible de su abogado. Katzmann era diferente. Sabía lo que querían escuchar los miembros del jurado. Se trataba de hombres con hondo sentimiento patriótico y con un irrefutable concepto del mundo. Por ejemplo, su presidente, Walter Ripley, no dejaba nunca de saludar la bandera estadounidense al entrar en la sala de audiencias. Para él, este no solo era un proceso penal sino, sobre todo, político. Se trataba del respeto a las leyes de su país, la lealtad al Gobierno y, ante todo, de la libertad. Así pensaban y sentían casi la mayoría de los miembros del jurado. Katzmann lo sabía. En el interrogatorio tomó como base el cuestionario realizado a Vanzetti el 6 de mayo, un día después de su detención. Necesitaba probar ante el jurado que las afirmaciones de Vanzetti, en las que aseguraba haber mentido aquella vez por temor a que le hubieran detenido por ser radical, eran solo una mentira inocente y piadosa. Ahora declaraba Vanzetti haber mentido para proteger a algunos correligionarios. «Si la primera vez dije algo falso entonces debo haber dicho siempre algo falso», explicó Vanzetti, e intentó con esto debilitar las recriminaciones de Katzmann con relación al hecho de haber negado conocer a Boda. «Si le digo la verdad sobre Boda, le debo decir también los nombres de muchos de mis amigos». La intención de Katzmann era dejar en la conciencia del jurado que Vanzetti era un italiano radical. Por este motivo mencionó también el panfleto que convocaba una asamblea el 9 de mayo, redactado por Vanzetti camino a Bridgewater, y que después de su detención fue encontrado en el bolsillo de Sacco. | 171


Katzmann leyó el texto de este panfleto, previamente traducido del italiano, en voz alta. Compañeros de trabajo, vosotros habéis combatido en la guerra. Habéis trabajado para esos capitalistas. Habéis atravesado de un lado a otro este país. ¿Habéis cosechado el fruto de vuestro esfuerzo, el premio a vuestra victoria? ¿Os consuela vuestro pasado? ¿Os sonríe vuestro presente? ¿Os promete algo el futuro? ¿Habéis encontrado un pedazo de tierra en la cual podáis vivir como seres humanos, y como seres humanos podáis morir? Sobre estas preguntas, sobre los argumentos y sobre este tema, la lucha por existir, habla Bartolomeo Vanzetti. Hora... Día... sala... Entrada gratuita. Libertad de palabra para todos. Traed a vuestras mujeres.

Katzmann no solo deseaba incidir en la opinión del jurado mostrando que era radical, sino que también Vanzetti era un desertor. «Señor Vanzetti, ¿es usted el mismo hombre que en una asamblea en Brockton, el 9 de mayo, quería explicar a sus conciudadanos que había combatido en la guerra, trabajado para los capitalistas y conocido su forma de ser? ¿Es usted el hombre que de esta manera quería hablarles a los soldados que retornaban a casa?», preguntó Katzmann usando un tono petulante en la última pregunta. «Sí, señor», contestó Vanzetti. «¿Deseaba darles, a los hombres que habían estado en la guerra, cierto tipo de consejos, en una asamblea pública? ¿Es usted aquel individuo?», continuó Katzmann mientras miraba a los miembros del jurado. «Sí, señor, soy aquel hombre, pero no aquel que usted está buscando», respondió Vanzetti. Las preguntas del fiscal no tenían ni una sola relación con el asalto en South Braintree, pero llevaban a presentar a Vanzetti como a un agitador radical, que no se detenía ante nada para | 172


clamar públicamente contra el deber patriótico de los estadounidenses. La estrategia de Katzmann era siempre la misma: con preguntas que no tenían ninguna relación con los puntos de la acusación, desacreditar a Vanzetti, como radical, como desertor, como mentiroso, como el hombre capaz de cualquier cosa, hasta llevar a cabo un robo con homicidio. Donde faltaban los indicios y las pruebas, él las reemplazaba por sospechas y propaganda. Así ocurrió, también, al final del interrogatorio hecho a Vanzetti. El fiscal leyó a los miembros del jurado cada pregunta y cada respuesta hechas por él a Vanzetti, incluidas en su día en el protocolo, en la comisaría de Brockton, y que hacían referencia a lo realizado por el acusado el día 15 de abril. Entonces Vanzetti respondió negativamente a la pregunta: «Por lo tanto, ¿no sabe dónde estuvo usted el jueves 19 de abril, jueves posterior a ese día, lunes?». Nuevamente deseaba Katzmann dar la impresión de que Vanzetti también había mentido aquella vez. El acta del proceso muestra lo refinado de su proceder: Katzmann: «¿Pero después de meses pudo recordar?». Vanzetti: «No después de meses, sino que después de tres o cuatro semanas me di cuenta de que debía ser más cuidadoso si quería salvar mi vida». Katzmann: «¿No fue cuidadoso cuando respondió a esas preguntas?». Vanzetti: «Sí, pero no sabía que el día 15 y el día 24 eran los días del asalto en South Braintree y Bridgewater. Aquella vez no lo sabía». Katzmann: «¿No tuvo la intención de decirme la verdad cuando le pregunté dónde había estado esos días?». Vanzetti: «Quería decirle la verdad, pero no me imaginé ni en sueños que usted diría que yo había ido los días 15 y 24 hacia esos lugares para robar y asesinar a un ser humano». | 173


Katzmann: «Por consiguiente, si usted ni siquiera en sueños pensó que sería acusado por el asesinato del día 15 de abril, ¿por qué podía estar tan seguro de que no podía recordar dónde había estado el 15 de abril?». Vanzetti: «Porque… el día 15 de abril fue un día como cualquier otro para mí. Vendí pescado». A pesar del gran número de testigos que confirmaban que el día del delito Vanzetti había estado vendiendo pescado, Katzmann intentaba obsesivamente denunciar que la coartada de Vanzetti era un complot urdido, posteriormente a los hechos, por los testigos de descargo. ¿Qué valor tenían los testimonios de testigos italianos? ¿Qué significaba la coartada de un anarquista? El Fiscal de distrito se había preparado también para los días que llegaban: Nicola Sacco tenía mejor coartada que Vanzetti, pero no le podía salvar de la acusación. Sacco no estuvo el día de autos en su puesto de trabajo. Para Katzmann, y también para los miembros del jurado, quedaba claro que había sido unos de los autores del delito. En la sala de audiencias de Dedham los representantes de la acusación no tenían que probar su culpabilidad, sino que era obligación de la defensa probar su inocencia. Comenzó reconstruyendo los hechos acaecidos el día 15 de abril, día que para Sacco se convirtió en fatal. A fines de marzo Sacco recibió una carta de su hermano en la que le participaba la muerte de su madre. Sacco decidió, a partir de ese momento, volver a Torremaggiore. Verdaderamente jugaba desde hacía algún tiempo con la idea de volver junto con su familia a Italia; ahora ese vago plan se veía concretar. El 15 de abril lo tomó libre para solicitar en el Consulado italiano en Boston un nuevo pasaporte. Un poco antes de las 9 de la mañana se subió al tren en la estación de Stoughton y cuarenta minutos más tarde llegó a Boston. | 174


En primer lugar, se dirigió al barrio italiano en North End en donde encontró por casualidad al profesor Felice Guadagni, periodista y conferenciante, a quien había conocido un tiempo atrás después de un acto. Cuando este le propuso ir a almorzar juntos, se dirigieron al restaurante Bonis donde encontraron a Albert Bosco, redactor del periódico La Notizia y a John D. Williams, que trabajaba como captador de anuncios publicitarios. Al terminar el almuerzo, Sacco se despidió del grupo y abandonó el restaurante para dirigirse hacia el Consulado. Allí llegó a las dos de la tarde y habló con el empleado Giuseppe Andrower. En el proceso, Sacco describió este encuentro: «Le dije: “deseo retirar mi pasaporte familiar”. El empleado me preguntó: “¿tiene la fotografía consigo?”. Le dije que sí la tenía y le di una foto grande. Me dijo: “Discúlpeme, pero esa fotografía es demasiado grande”. “¿No podríamos cortarla?”, le respondí. “No, esa foto no la podemos emplear porque es demasiado grande. Usted debe traer una fotografía para pasaporte, pequeña, mucho más pequeña”. Y fue lo que hice más tarde». Sacco hizo reproducir la fotografía en el laboratorio del fotógrafo Edward Maertens en Stoughton, acción que también pudo ser probada por la defensa. En el transcurso de la tarde, Sacco estuvo en un café en donde había quedado con Guadagni. Este le presentó a un sacerdote católico llamado Antonio Dentamore, quien había trabajado durante mucho tiempo como redactor en La Notizia. Juntos bebieron café. Sacco les contó sus planes para regresar a Italia. Un poco después de las 4 de la tarde, tomó el tren en dirección a Stoughton, en donde, a su arribo, realizó algunas compras, llegando a su casa a eso de las seis de la tarde. La coartada de Sacco fue verificada por una gran cantidad de testigos. Solo se produjo un error: casi todos eran italianos. En las mentes de los miembros del jurado, cosa que ya se había visto en el proceso de Plymouth contra Vanzetti, se presumía | 175


que detrás de los testimonios de extranjeros había una conspiración, un complot de correligionarios italianos que testificaban a favor de ambos acusados para salvarles la cabeza. La defensa sabía que contra esas presunciones solo se podía actuar con testimonios convincentes y sólidos. Por eso presentó a diez testigos que corroboraron la versión de Sacco. George Kelley, el capataz de Sacco en la fábrica de calzado Three-K, declaró que este le había preguntado al principio de la semana por un día libre para poder viajar a Boston a resolver unos problemas en el Consulado italiano. Le respondió que era posible solo cuando hubiese terminado el trabajo que tenía pendiente. Ante el tribunal, Kelley hizo constar en acta: «Le dije que cuando terminara con el trabajo que le habían asignado podía tomarse un día libre No se habló aquella vez de qué día debía ser. Y así llegó el miércoles para decirme que el próximo día se lo tomaría libre». El 14 de abril Sacco le participó que se tomaría libre el día siguiente para retomar su puesto de trabajo el día 16 de abril. ¿Es posible pensar que un delito tan bien planificado dependiera de que Sacco terminara a tiempo su trabajo? Para culpar a Sacco, se debería suponer que este habría distribuido el trabajo cuidadosamente para poder terminar a tiempo y así poder tener libre el día del delito. Aparte de Kelley, la defensa citó a otros testigos que confirmaron haber visto a Sacco el 15 de abril en Boston. El profesor Guadagni, Albert Bosco y John D. Williams, que almorzaron con él en el restaurante Bonis, así como Antonio Dentamore, que entonces trabajaba como director del departamento de comercio exterior del Haymarket National Bank, testificaron a favor de Sacco. Giuseppe Andrower fue interrogado por el vicecónsul estadounidense en relación con el día 15 de abril; en especial, se le preguntó por qué podía recordar tan claramente este día. En la declaración que fue presentada por la defensa, Andrower ex| 176


plicaba respecto a esto último: «... porque el día 15 de abril fue un día muy tranquilo en el Consulado real italiano y en especial porque nadie nos había traído hasta ese momento una fotografía tan grande para ser usada en un pasaporte. Recuerdo que la tomé y se la llevé al secretario consular. Reímos y charlamos sobre este hecho. Recuerdo haber visto un calendario sobre el escritorio del secretario con la fecha en cuestión marcada mientras hablábamos sobre este suceso. Eran entre las dos y las dos y cuarto de la tarde, lo que recuerdo bien porque media hora más tarde cerré con llave la oficina». «¿Por qué debía mentir un funcionario público representante del Estado italiano?», preguntó el abogado McAnarney. El siguiente testigo que fue llamado por la defensa a declarar fue, quizá, el más convincente de todos. No por lo que declaró, sino por su nacionalidad. Era estadounidense y un testigo auténticamente casual: James Matthew Hayes. Albañil de profesión, que se ganaba la vida como agrimensor de calles, fue invitado al proceso de Dedham porque un experto de la defensa requería información sobre los trabajos que se realizaban en las calles en donde había sucedido el hecho delictivo. De esta manera, la defensa pretendía encontrar a trabajadores que pudiesen dar algún indicio sobre el automóvil usado por los bandidos. El señor Hayes resolvió, después de la conversación con el experto, sentarse en la sala de audiencias para poder seguir un poco más de cerca el desarrollo del juicio. Sacco se dio cuenta de la presencia de Hayes en la sala y le comunicó a McAnarney que había viajado de regreso junto a ese hombre en el tren de Boston a Stoughton, la tarde del 15 de abril. El abogado le pidió a Hayes que le acompañara a una sala contigua y allí le preguntó si podía recordar dónde había estado aquel día. Luego de ser verificado esto por Hayes, a petición de McAnarney, fue llamado al estrado. Su declaración quedó de la siguiente manera en el acta: | 177


McAnarney: «¿Se dirigió usted a casa, como consecuencia de nuestra conversación, para indagar si podía comprobar dónde había estado el día 15 de abril de 1920?». Hayes: «Sí, señor». McAnarney: «¿A qué resultado llegó?». Hayes: «Pude comprobar que el 15 de abril de 1920 viajé a Boston». McAnarney: «Díganos, por favor, ¿por qué recuerda que el 15 de abril viajó a Boston?». Hayes: «Lo recordé tras haber revisado mi agenda y también por otros acontecimientos que sucedieron con anterioridad». McAnarney: «¿Tiene consigo su agenda?». Hayes: «Sí». McAnarney: «¿A qué hora llegó a Stoughton?». Hayes: «Entre las cinco y las seis de la tarde». McAnarney: «¿El 15 de abril?». Hayes: «Sí, señor». McAnarney: «¿Conocía a Sacco?». Hayes: «No, no le conocía. Nunca le conocí». McAnarney: «¿Pensó, antes de que le preguntara sobre ello, dónde había estado el día 15 de abril?». Hayes: «No, no tenía ningún motivo para hacerlo». McAnarney: «¿Y no sabe si Sacco estaba en aquel tren?». Hayes: «No, no lo sé». McAnarney: «¿Pero usted viajó en ese tren?». Hayes: «Sí, señor». Luego el abogado llamó al estrado a Nicola Sacco y le preguntó dónde había visto a «aquel hombre». «Recuerdo haberle visto el 15 de abril en Boston», respondió Sacco y acotó: «También le vi en el tren en el viaje de regreso a casa». McAnarney asintió con un gesto aliviado: «Gracias, no tengo más preguntas». El juez Thayer, esmerándose en otorgarle la palabra a Katzmann en el momento oportuno, le permitió someter a | 178


Sacco a un interrogatorio. Pero, en primer lugar, le pidió al testigo Hayes que abandonara la sala de audiencias. Katzmann inició su interrogatorio preguntando tajantemente: «¿En qué lugar del vagón se sentó?». Sacco: «Recuerdo haberme sentado a la derecha del vagón, en dirección a Stoughton». Katzmann: «¿A qué distancia del primer puesto y a qué distancia del último? ¿Dónde estaba su lugar?». Sacco: «Más o menos en la mitad». Katzmann: «¿Dónde iba sentado el hombre del que se habla?». Sacco: «Al lado izquierdo, inmediatamente al lado mío». Katzmann: «¿En el asiento al lado del pasillo central?». Sacco: «Al lado del pasillo central». Katzmann: «¿Y dónde estaba usted sentado? ¿Al lado del pasillo o al lado de la ventana?». Sacco: «Estaba sentado al lado del pasillo». Fuera de la sala de audiencias esperaba Hayes sin poder seguir el diálogo que se desarrollaba en su interior. Por esto, la sorpresa fue grande cuando Katzmann le pidió pasar a declarar: Katzmann: «¿En qué lugar del vagón se sentó usted en viaje de Boston a Stoughton, en el izquierdo o en el derecho?». Hayes: «Me senté en el lado izquierdo». Katzmann: «¿Y en qué parte del vagón?». Hayes: «Aproximadamente en el centro del vagón». Katzmann: «¿Y en qué parte del asiento?». Hayes: «En el interior». Katzmann: «¿Al lado de la ventana o del pasillo central?». Hayes: «Al lado del pasillo central». Katzmann: «¿Habló usted con Sacco antes de pasar a declarar al estrado?». Hayes: «No, señor». Katzmann: «¿Posiblemente con su abogado?». Hayes: «No, señor». | 179


Katzmann: «¿Le preguntó alguien, antes de que lo hiciera yo, en qué lugar del vagón se había sentado?». Hayes: «No». Katzmann: «¿O en qué lugar del asiento?». Hayes: «No». Hayes se reveló como el testigo más importante para Sacco. Sus declaraciones habían demostrado que había estado en el tren de Boston a Stoughton la tarde del 15 de abril. Con esto quedaba malograda, temporalmente, la intención de la acusación de presentar a Sacco como a uno de los autores del asalto en South Braintree. Cuando Katzmann se dio cuenta de que la coartada de Sacco para el 15 de abril era irrefutable, intentó compensar esta derrota con un recurso ya probado. Sometió nuevamente a discusión los sucesos acontecidos los días 5 y 6 de mayo. Aquella vez, cuando Sacco fue detenido junto a Vanzetti, habría hecho un movimiento como si quisiese hacer uso de su arma de fuego. Esta suposición se basaba solamente en la declaración hecha por uno de los funcionarios que los detuvieron. Sacco negó haber realizado tal movimiento, lo mismo que Vanzetti. En el primer interrogatorio, ambos intentaron ocultar sus pasos, el día de autos, con declaraciones irreales. Vanzetti justificó su actuación diciendo que lo había hecho porque tenía miedo de correr la misma suerte que Salsedo. Sacco, que solo había sido interrogado por Katzmann y no por otro representante de la acusación, argumentó de igual manera. Pero Katzmann veía en este comportamiento un claro «sentimiento de culpabilidad». Especialmente el hecho de que portaran armas demostraba este «sentimiento de culpa», sobre todo Sacco, que, mal aconsejado en este punto por sus abogados, había afectado parte de su propia credibilidad a través de respuestas absurdas. Cuando Moore le preguntó a Sacco en el proceso por qué portaba consigo una pistola, contestó que su esposa había en| 180


contrado la pistola y las balas en el interior de una cómoda, cuando estaba haciendo la limpieza, y le había preguntado si la quería. Sacco dijo que la había tomado para poder «ir con Vanzetti a disparar al bosque». Luego se habían encontrado con Boda y Orciani, con lo cual había olvidado la pistola y los proyectiles. Katzmann observó durante esta declaración los rostros escépticos de los miembros del jurado y preguntó: Katzmann: «¿Usted quiere decirle al jurado que cuando dejó su casa el día 5 de mayo no sabía que llevaba una pistola en su bolsillo? ¿Desea sostener esto?». Sacco: «Sí». Katzmann: «¿No pudo percibir su peso?». Sacco: «No, señor». Katzmann: «¿No lo pudo sentir?». Sacco: «No». Katzmann: «¿No pudo notar los 22 proyectiles que llevaba en su bolsillo?». Sacco: «No». Las respuestas tuvieron que sonar absurdas en los oídos de los miembros del jurado. Estos, que nunca habían experimentado lo que significaba estar amenazados por batidas policiales, que no conocían el tipo de sentimiento que despertaba la persecución, la discriminación y la emigración, ¿cómo podían entender que alguien llegara a la situación de tener que mentir para poder protegerse? Los inmigrantes radicales percibían como peligroso un país que, antes de abandonar sus lugares de origen, representaba para muchos la tierra prometida. «Estaba ansioso por llegar a este país, porque gustaba de países libres, denominados países libres», dijo Sacco, en un inglés entrecortado, respondiendo a la pregunta de Moore que hacía referencia a sus razones para venir a Estados Unidos. Katzmann, como era de esperar, echó mano también a esta declaración en su interrogatorio: Katzmann: «¿Dijo ayer que amaba los países libres?». | 181


Sacco: «Sí, señor». Katzmann: «¿Amó este país en el mes de mayo de 1917?». Sacco: «No he dicho que... no he querido decir que no amo a este país». Katzmann: «¿Amó este país en las últimas semanas de mayo de 1917?». Sacco: «Me resulta muy difícil responder con una sola palabra, señor Katzmann». Katzmann: «Hay dos palabras que puede usar, señor Sacco: sí o no. ¿Cuál escoge?». Sacco: «Sí». Katzmann: «Y cuando fue llamado a filas por Estados Unidos, ¿demostró su amor por Estados Unidos echando a correr hacia México?». Esta había sido una pregunta puramente demagógica, igual a la usada con Vanzetti, puesto que Katzmann sabía que, como extranjeros, no podían ser llamados a cumplir con el servicio militar. Aunque no tenía ninguna relación con los puntos de la acusación, servía exclusivamente para poner al jurado en contra de Sacco. Por otro lado, el juez Thayer apoyaba de nuevo a Katzmann para darle más fuerza: Thayer: «¿Lo hizo?». Katzmann: «¿Huyó a México?». Thayer: «Él no ha dicho que haya huido a México. ¿Viajó a México?». Katzmann: «¿Viajó a México para no tener que ser soldado del país que amaba?». Sacco: «Sí». Katzmann: «¿Ésa es su forma de demostrar el amor a Estados Unidos?». Sacco: «Sí». Katzmann: «¿Y sería ésa la forma de demostrarle el amor a su esposa, abandonándola cuando lo necesite?». Sacco: «No la he abandonado». | 182


Los defensores de Sacco, que durante el interrogatorio no habían dicho ni una palabra, protestaron contra esa comparación, pero el juez Thayer recusó esta protesta y Katzmann continuó su interrogatorio deshonesto y subjetivo, ahora con su beneplácito: Katzmann: «¿Por qué no se quedó en México?». Sacco: «Pues porque con mi profesión no podía lograr mucho. Tenía que haber aceptado otro tipo de empleo». Katzmann: «¿No se trabaja en México con la pala y el azadón?». Sacco: «Sí». Katzmann: «¿Ha trabajado en nuestro país con pala y azadón?». Sacco: «Sí, lo he hecho». Katzmann: «¿Entonces por qué no se quedó allí, en ese país libre, y trabajó con pala y azadón?». Sacco: «Pienso que no me sacrifiqué aprendiendo un oficio para viajar a México a mover tierra con una pala o un azadón». Katzmann: «¿Es por eso... su amor a Estados Unidos corresponde al sueldo que recibe por semana en este país?». Sacco: «Mejores condiciones de trabajo, sí». Katzmann: «¿Un buen país para ganar dinero, no es verdad?». Sacco: «Sí». Katzmann: «¿Significa, señor Sacco, que su amor a nuestro país se podría medir en dólares y centavos?». En ese instante McAnarney alzó la voz y dijo: «Su señoría, protesto por esa pregunta. Y deseo hacer presente mi crítica ante la forma como se está llevando a cabo el interrogatorio». A pesar de todo, Thayer dejó que Katzmann continuara con sus preguntas. Katzmann: «¿Se expresa su amor a nuestro país a través del sueldo que podría ganar aquí?». Sacco: «No he amado nunca el dinero». | 183


Katzmann: «¿Entonces cuál fue la razón para retornar de México si no ama el dinero?». Sacco: «La primera razón es que todo me iba a contrapelo, una comida totalmente extraña, otra naturaleza, en resumidas cuentas, todo era diferente». Katzmann: «Ésa fue la primera razón. No le convenía en absoluto. La comida no era la precisa». Sacco: «La comida y muchas otras cosas». Katzmann: «Pero también había por aquel lugar comida italiana, ¿no es verdad?». Sacco: «Sí, pero la que nosotros cocinábamos». Katzmann: «¿No podía haber hecho traer comida italiana desde Boston a Monterrey en México?». Sacco: «Sí hubiese sido D. Rockefeller lo hubiese hecho». Katzmann: «Si le he entendido bien, usted volvió a Estados Unidos, en primer lugar, para lograr algo de comer. Algo que le gustaba, ¿verdad?». Sacco: «No, no solo por la comida». Katzmann: «¿Pero no acaba de decir que fue la primera razón?». Sacco: «La primera razón, pero...». Katzmann: «¿No dijo que fue la primera razón?». Sacco: «Sí». Katzmann: «Bueno, fue un deseo ardiente, ¿no es verdad?». Sacco: «¿Deseo ar…?». Katzmann: «Sí». Sacco: «No». Katzmann: «Fue un deseo del estómago, ¿verdad?». Sacco: «No solo por el estómago sino también por otras razones». Katzmann: «Hablo en primer lugar de su primera razón. Por lo tanto, su primera razón para amar a Estados Unidos se basó en que este país le satisfacía el estómago. ¿No es cierto?». Sacco: «No voy a decir que sí». | 184


Katzmann: «¿No lo dijo ya?». Sacco: «No por el estómago. No creo que se trate solamente de satisfacer el estómago». Katzmann: «¿Cuál fue su segunda razón?». Sacco: «La segunda razón fue que la lengua era muy extraña». Katzmann: «¿Una lengua extraña?». Sacco: «Sí». Katzmann: «¿No residió en una colonia italiana?». Sacco: «¿Si recibí alguna cosa italiana? No le entiendo, señor Katzmann». Katzmann: «Discúlpeme, por favor. ¿Se encontraba usted viviendo con un grupo de italianos?». Sacco: «Sí». Katzmann: «Cuando vino en 1908 a Estados Unidos, ¿entendía inglés?». Sacco: «No». Katzmann: «La lengua local de este país le era ajena, ¿verdad?». Sacco: «Sí». Katzmann: «¿Cuál fue la tercera razón, en el caso que haya existido?». Sacco: «La tercera razón. Estaba demasiado lejos de mi esposa y mi hijo». Katzmann: «¿Existe otra razón para amar a Estados Unidos, aparte de las tres que ha nombrado?». Sacco: «Pues bien, no lo puedo decir propiamente. Pienso que aquí hay más posibilidades para la clase trabajadora que en otros lugares, más oportunidades para ser diligente y más industrias. Se puede obtener una oportunidad para lograr todo lo que se quiere». Katzmann: «Quiere decir que se puede ganar más dinero, ¿verdad?». Sacco: «No, dinero no, nunca he amado el dinero». | 185


Katzmann: «¿Nunca ha amado el dinero?». Sacco: «No, el dinero nunca me ha satisfecho». Katzmann: «¿Nunca le ha satisfecho el dinero?». Sacco: «No». Katzmann: «¿Cuáles fueron, entonces, las condiciones económicas que aquí le gustaron, si no fue la oportunidad de ganar más dinero?». Sacco: «Un ser humano, señor Katzmann, no tiene satisfacción solo por el dinero para la panza». Katzmann: «¿Para qué?». Sacco: «Quiero decir el estómago». Katzmann: «Sobre el estómago ya hablamos. Ahora me refiero al dinero». Sacco: «Sobre eso hay muchas cosas». Katzmann: «Pues bien, queremos oírlas todas. Deseo saber por qué amaba tanto a Estados Unidos, por qué después de huir a México, encontrándose este país en guerra, retornó». Sacco: «Sí, está bien…». Katzmann: «Deseo escuchar todas las razones que le hicieron retornar». Sacco: «Pienso que ya se las dije». Katzmann: «¿Ésas son todas?». Sacco: «Sí, a través de la industria de un país muchas cosas son diferentes». Katzmann. «¿Allí hay de comer, es ésa una razón?». Sacco: «Sí». Katzmann: «¿La lengua extranjera es la segunda?». Sacco: «Sí». Katzmann: «¿Su esposa y su hijo son la tercera?». Sacco: «Sí». Katzmann: «¿Y las mejores condiciones económicas?». Sacco: «Sí». Katzmann: «¿Eso es todo?». Sacco: «Sí, es todo». | 186


Katzmann: «¿Encuentra entre estas cuatro razones una que se pueda llamar amor patrio?». Nuevamente protestó la defensa. Moore se quejó de la manera de realizar el interrogatorio. Sin embargo, el juez Thayer le permitió a Katzmann continuar: Katzmann: «¿Halló amor patrio entre esas cuatro razones?». Sacco: «Sí, señor». Katzmann: «¿Cuál es?». Sacco: «Todas juntas». Katzmann: «¿Todas juntas?». Sacco: «Sí». Katzmann: «¿Comida, mujer, idioma, economía?». Sacco: «Sí». Katzmann: «¿Eso significa amor a la patria, a la tierra?». Sacco: «Sí». Katzmann: «¿Es lealtad a la patria, cuando necesita de sus soldados, una prueba de amor al país?». Parecía que ese proceso se trataba solo de la huida a México. En una discusión posterior entre Thayer y Moore se habló sobre quién había comenzado con esa forma de interrogatorio y si este tipo de preguntas tenían, de alguna manera, relación con la causa. Thayer, que se enfurecía cada vez más, preguntó a la defensa si pretendía afirmar que el papel de Sacco en la distribución de documentos había obrado en favor de los intereses de Estados Unidos, «para impedir la transgresión de la ley a través de la distribución de esos documentos». McAnarney le respondió: «Evidentemente no hemos tomado tal posición y las pruebas que existen actualmente no justifican la presunción de esa pregunta». Pero Thayer no daba su brazo a torcer. Instaba a la defensa una y otra vez a responder a sus preguntas: Thayer: «¿Pretende sostener que lo hecho por el acusado, se circunscribe a los intereses de Estados Unidos?». | 187


McAnarney: «Por favor, su señoría, reclamo categóricamente contra las suposiciones de usía porque prejuzga los derechos del acusado, y le solicito que esas afirmaciones no sean tomadas en cuenta por los miembros del jurado». Thayer: «No soy consciente de haber hecho un comentario que prejuzgue al acusado ni tampoco he tenido la intención de hacerlo». McAnarney: «Si su señoría lo permite. Me refiero a los comentarios relacionados con nuestro país y a la pregunta de si lo que ha hecho el acusado ha sido beneficioso para el país. Pienso que solo se pueden sacar conclusiones que son perjudiciales para el acusado». Después de un debate encarnizado, en el que tomaron parte, en algunos momentos, Katzmann y Moore, Thayer aseguró a los miembros del jurado que de ninguna manera había querido hacer comentarios que pudiesen perjudicar al acusado. Pero fue eso exactamente lo que provocó. Permitió que un dudoso proceso penal se transformara en un tribunal ideológico. Todo hacía ver que detrás de esto había una intención deliberada, y en los miembros del jurado había causado tal efecto. La estrategia de Katzmann quedó reservada para que, en el momento adecuado, Sacco apareciera ante los ojos del jurado como absolutamente deshumanizado. Le ofreció a Sacco la oportunidad de explicar a qué se refería cuando había declarado que él amaba un país libre. Sacco, sin haber sido advertido por sus abogados defensores, pronunció un largo discurso sobre el tema que le habría de costar el cuello. He aquí un resumen de lo que dijo: Cuando aún vivía en Italia, siendo un adolescente, era republicano. Pensaba que siendo republicano tendría mejores posibilidades para desarrollarme, para instruirme, llegar algún día a formar una familia y así poder criar a mis hijos. Así pensaba por aquel entonces, pero cuando llegué a este país, vi que todo era diferente, que no era como me lo había imaginado, como había | 188


pensado, sino todo lo contrario. En Italia nunca tuve que trabajar tan duramente como en este país. Y también allí era libre. Debía trabajar, quizás bajo las mismas condiciones, pero nunca tan duro, siete u ocho horas diarias y con mejor alimentación. No les estoy mintiendo. Naturalmente, aquí también hay buena comida, ya que es un país muy grande. Quien tiene dinero puede comprar alimentos de buena calidad, pero no así el trabajador, este en Italia tiene más oportunidades para comer verduras. Llegué a este país. Trabajé duro y lo hice durante más de trece años. Pero no pude permitirme darle lo que me había imaginado a mi familia. No pude llevar nada al banco. No hubiese podido enviar a mis hijos a buenos colegios u ofrecerles todo lo que eso conlleva. Me explicaron que aquí cada uno tenía el derecho de decir todo lo que pensaba, de hacerlo imprimir, de escribirlo, de pronunciarlo en un discurso. Pero me equivoqué. Vi cómo gente buena e inteligente fue a parar a la cárcel durante años, cómo muchos de ellos murieron en prisión. Por ejemplo, tomemos a Debs, uno de los hombres más significativos en este país. Se encuentra en prisión y solo por ser socialista. Quería lograr mejores condiciones de vida para la clase trabajadora y le metieron en la cárcel. ¿Por qué? A causa de la clase capitalista. Ellos conocen el terreno. Están en contra porque no desean que nuestros hijos también puedan asistir a Harvard. Porque entonces no tendrían más oportunidades... si los trabajadores fueran instruidos. Desean mantener al trabajador siempre por debajo de ellos. Estamos de acuerdo en que, algunas veces, los Rockefeller y los Morgan dan cincuenta... quiero decir, cincuenta mil dólares al colegio Harvard. Donan un millón a otro colegio. Y luego se dice continuamente: ese Rockefeller es un gran hombre, el mejor hombre del país. Pero me pregunto: ¿y quién va a Harvard? ¿Qué provecho sacan los trabajadores con el dinero que dona a Harvard? Ellos no tienen la posibilidad de enviar a sus hijos a Harvard, porque la gente que gana a la semana veinte dólares o treinta dólares o, si se quiere, ochenta dólares y tienen cinco hijos, no pueden mandar a ninguno de ellos a Harvard si quieren comer medianamente. Deseo que el ser humano viva como debe vivir. Quiero que la gente reciba todo lo que la naturaleza le ofrece. Por eso mis ideas cambiaron. | 189


Por eso estoy por la gente que trabaja y trabaja, que se desarrolla y que no hace la guerra. No queremos disparar. No queremos asesinar a otros jóvenes. Las madres padecieron y se afanaron por lograr que esa gente joven fuera algo. Entonces esas madres también tendrían que tener algo de todo esto, ver a sus hijos crecidos. ¿Por qué enviar a sus hijos a la guerra en beneficio de los Rockefeller y los Morgan? ¿Por qué? ¿Qué es la guerra? La guerra es nada cuando se lucha como Abraham Lincoln por un país libre, por mejor educación, por la igualdad de derechos de los negros y de los blancos, porque se sabe: los negros son como cualquier otro ser humano... En este caso solo se trató de una guerra de los millonarios. No de una guerra para la civilización. Esta fue una guerra para que alguien nuevamente pudiera ganar un millón. ¿Tenemos el derecho de matar a otro ser humano? Trabajé para irlandeses. Trabajé para alemanes y para franceses. Trabajé para gente que procedía de otros pueblos. Los aprecio como son, como aprecio a mi mujer y a mi pueblo. ¿Por qué tendría que matarlos? ¿Qué me han hecho? Nada. Y por esto no creo en la guerra. Preferiría destruir todos los cañones. Solo puedo decir que el Gobierno nos debería dar más educación. Recuerdo que en Italia existió hace más de sesenta años un hombre que decía: “¡A terminar con los regímenes!”. Si se desea terminar con toda esta desgracia, si se desea acabar con todo acto criminal, hay que darle una posibilidad a la literatura socialista, a la educación de las masas y a la emancipación. Por esto se deben abolir los regímenes. Por esto estoy a favor del socialismo. Por esto aprecio a la gente que desea tener una educación, una vivienda en la cual poder vivir razonablemente. Eso es todo.

Sacco se había mostrado tal y como Thayer y Katzmann le querían representar, por este motivo Thayer no le había interrumpido. Sacco había osado sacudir los conceptos más sagrados: un radical y desertor había dicho en inglés deficiente que en Italia podía vivir mejor. Esto debió enojar a los miembros del jurado y a la vez produjo en ellos nuevas preguntas.

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Si era más grato vivir en Italia que en Estados Unidos, ¿por qué él y Vanzetti habían temido una deportación? ¿Por qué, entonces, habían mentido? Para asegurarse de que todo hubiese quedado claro, en el caso de que los miembros del jurado, en su enojo, no hubiesen podido seguir completamente el estallido emocional de Sacco, Katzmann retomó algunos puntos. «¿Dijo que la vida en Italia era mejor?». «No», respondió este para luego acotar, «sin embargo, los obreros pueden comprar más fácilmente frutas frescas, pero en lugar de eso, no existe la educación y otras cosas». Katzmann le llevó a tratar nuevamente los comentarios sobre Harvard. «¿Quiso usted condenar Harvard?»; Sacco negó con un movimiento de cabeza. «¿Su hijo asiste a un colegio estadounidense?»; Sacco respondió con una cierta resistencia afirmativamente. «¿Sabía usted que Harvard otorga becas a personas pobres?»; Sacco volvió a negar con un movimiento de cabeza. Ante los miembros del jurado parecía un hombre que no solo estaba mal informado y lleno de prejuicios, sino también desagradecido. Se podía tener de nuevo la impresión, basándose en los argumentos tratados en los días anteriores sobre deserción, patriotismo y convencido anarquismo, que aquí ya no se trataba de un proceso por robo y asesinato, sino más bien de un tribunal político. Las preguntas penetrantes de Katzmann en el interrogatorio a los acusados no tenían nada que ver con los hechos acontecidos el 15 de abril, pero se adecuaban a la perfección para fortalecer aquel sentimiento de rechazo, menosprecio y odio que la mayoría de los miembros del jurado, de todos modos, albergaba dentro de sí contra los extranjeros radicales. La defensa solo raras veces protestó por esa forma de llevar el interrogatorio, y, cuando lo hizo, el juez Thayer estuvo presto a no admitir tal objeción con la misma frase estereotipada: «Usted ha planteado este tema». | 191


La representación sin escrúpulos de la acusación sabía que el resultado de este proceso dependía más de las emociones que de los hechos. Las supuestas pruebas acusatorias contra Sacco y Vanzetti se habían convertido en nada en el transcurso del proceso; las declaraciones de los testigos eran contradictorias o totalmente inservibles. Para llegar a la conclusión de que Sacco y Vanzetti eran los autores del delito de South Braintree, los miembros del jurado debían ignorar todo el desarrollo del proceso. La estrategia de Katzmann, cambiar la lógica de los hechos acontecidos por la suya, había dado buen resultado. En su informe final, Katzmann ofreció, por última vez, su interpretación de los hechos: los acusados eran extranjeros, radicales y desertores. Mentían, se comportaban sospechosamente y portaban armas de fuego. Había testigos que los habían identificado. Katzmann había conseguido ordenar todos los indicios bajo su lógica: Sacco y Vanzetti eran los autores del delito. Hábil y dramáticamente se dirigió, al final de su informe, a los miembros del jurado: «Señores miembros del jurado, cumplan con su deber. Háganlo como hombres. ¡Manténganse unidos!». Las palabras finales de la defensa fueron comprometidas, pero al fin y al cabo descoloridas. Cierto es que el abogado Moore hizo todo lo imaginable para demostrar la inocencia de Sacco y Vanzetti, para probar sus coartadas y para afectar la credibilidad de los testigos de la acusación. En comparación con el primer proceso contra Vanzetti, esta vez la defensa había desarrollado un trabajo mejor: había presentado nuevos testigos de descargo; había procurado nuevos peritajes que se contraponían a los de la acusación; en un trabajo conjunto con el Comité de Defensa había informado puntualmente a la prensa sobre el acontecer del proceso. ¿Pero había sido suficiente? El de Dedham no fue un proceso común y corriente, las semanas que habían transcurrido lo habían demostrado claramente. | 192


Sacco y Vanzetti habían tenido que seguir su proceso, en la sala de audiencias, desde el interior de una jaula de acero, algo que en la cabeza de los miembros del jurado representaba una prueba avasalladora de su culpabilidad. Seis veces al día, por la mañana, al mediodía y por la tarde, fueron conducidos desde la cárcel hasta el tribunal por una escolta armada a través de las calles acordonadas de Dedham. Deben haber parecido una amenaza horrorosa. El abogado McAnarney dijo más tarde, refiriéndose a las medidas excepcionales de seguridad: Al entrar en aquel tribunal, en primer lugar, el candidato a miembro del jurado se topaba con una guardia armada... Era retenido por un guardia en la puerta del tribunal. Esta era la primera indicación que señalaba que se trataba de un caso excepcional. Estuve en Norfolk trabajando como abogado defensor en muchos casos de homicidio, pero algo así nunca había ocurrido. Tan pronto como se atravesaba la puerta de entrada, otros vigilantes interceptaban al público al pie de la escalera. Ahí estaba la segunda señal. La conciencia humana reacciona usualmente en forma tal que relaciona instintivamente a la guardia con los acusados, y eso mismo les sucedió a los miembros del jurado. La guardia no estaba allí para proteger a las autoridades del Estado. Estaba allí para custodiar a los acusados. En la parte superior de la escalera también había guardias armados, y de la misma manera los encontrabas dentro de la sala de audiencias. Los miembros del jurado pasaban de la sala de audiencias a la habitación que se había habilitado en lo que antiguamente era la biblioteca judicial. En aquel corredor, que comunicaba ambas dependencias, había, a cada lado del pasillo, guardias armados. Todo esto despertaba en los miembros del jurado la sensación de estar ante una situación poco común. Esos guardias estaban por esa razón allí... para proteger a los miembros del jurado de los acusados y sus amigos.

El proceso finalizó el 14 de julio. | 193


Más de dos mil páginas fueron escritas por el agente. Thayer volvió a hacer uso de la palabra. Según el derecho estadounidense, el juez debe informar a los miembros del jurado; en otras palabras, tiene que hacerles recordar los momentos más esenciales a favor del acusado. La mesa de Thayer estaba adornada con flores cuando entregó su instrucción la mañana del 14 de julio: «El municipio de Massachusetts les invitó a cumplir un servicio público de gran importancia», les dijo a los componentes del jurado. Luego continuó: Aunque sabían que una tarea de esta índole demandaría esfuerzo y sería dolorosa y fatigosa, acudieron a este llamado como verdaderos soldados, insertos en el más alto espíritu de fidelidad estadounidense. No hay mejor palabra en esta lengua que «fidelidad». Pues aquel que muestra su lealtad a Dios, a su país, a su Estado y a su prójimo, pone de relieve el más alto y noble tipo de ciudadano estadounidense, algo sin igual en el mundo entero.

Después de su llamada patriótica, Thayer resumió los hechos dejando fuera las declaraciones que tenían relación con la identificación o con las coartadas de los acusados que, en resumidas cuentas, eran el punto esencial del proceso. Les explicó que debían tener bien claro si existía en los acusados un sentimiento de culpa, y voluptuosamente les mencionó pormenores que aparecían como agravatorios para los acusados. ¿Los acusados abandonaron la casa de Johnson en compañía de Orciani y Boda porque el automóvil no tenía el número de permiso de circulación para 1920, o porque tuvieron la sospecha de que la señora Johnson telefoneaba desde la casa vecina? En el primer caso no se podría hablar de sentimiento de culpa, pero si nos referimos al segundo caso, entonces tendremos que verlo como clara expresión de culpabilidad.

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También sometió nuevamente a discusión el tema de las mentiras. Reprendió las afirmaciones de los acusados en las que aseguraban haber mentido «porque temían algún tipo de castigo» por ser extranjeros radicales. Estaba claro que veía en esta versión una forma de protección y esperaba que los miembros del jurado la interpretaran de la misma forma. La instrucción de Thayer al jurado se escuchó como una repetición de las palabras finales de Katzmann; un resumen del caso desde la perspectiva de la defensa allí no tenía cabida. Los testigos que declararon a favor de Sacco y Vanzetti no fueron casi mencionados, como tampoco lo fue el hecho de que la acusación no pudo encontrar un motivo para el delito ni pudo entregar una prueba que demostrara que los acusados estaban en posesión del dinero robado. No se escuchó nada sobre los otros tres bandidos, nada sobre el hecho, fuera de lo común, de que dos hombres que, presuntamente, habían participado en un gran delito criminal, volviesen inmediatamente a su vida cotidiana. Después de más de treinta días de proceso, del interrogatorio de 167 testigos, de las declaraciones de Sacco y Vanzetti a su favor, del torpe informe final de la defensa, del distorsionado pero brillante informe final de Katzmann, el juez Thayer cerró su resumen con estas palabras: Por consiguiente, pongo en sus manos la decisión sagrada de este caso. Se llevan consigo esta gran responsabilidad a esa habitación a donde se retiran, santuario de paz, en la que vela el gran creador de justicia, sabiduría y sano discernimiento por todas sus decisiones. Tengan siempre presente que están sirviendo a su patria, a Dios y a la verdad.

Los miembros del jurado abandonaron la sala de audiencias, persistentemente patrióticos y unánimemente temerosos de Dios. Se retiraron para deliberar. Después de siete horas y media retornaron a la sala de audiencias. | 195


El juez le ordenó al agente que contara a los miembros del jurado. «Si los miembros del jurado están preparados, por favor entreguen el veredicto», dijo Thayer. Ripley, portavoz y presidente del jurado, respondió con voz festiva: «Estamos preparados». El agente llamó a Nicola Sacco. «Aquí», contestó este desde el interior de la jaula de acero poniéndose en pie. «Señor presidente del jurado, alce su mano derecha y mire al acusado. Acusado, mire al presidente del jurado. ¿A qué conclusión han llegado, señor presidente?, ¿el acusado es, ante el tribunal, culpable o inocente?», le preguntó el agente a Ripley. «Culpable», contestó secamente Ripley. «¿Culpable de asesinato?». «Sí, de asesinato». Luego fue llamado Vanzetti. Este se puso de pie. El macabro ritual se volvía a repetir. «Señor presidente del jurado, alce su mano derecha y mire al acusado. Acusado, mire al presidente del jurado. ¿A qué conclusión han llegado, señor presidente?, Bartolomeo Vanzetti, ¿es ante el tribunal culpable o inocente del delito de homicidio?». «Culpable». «¿En primer grado, en cada punto?». «Culpable». «Según la sentencia que se hizo constar a la corte, ustedes, señores del jurado, declaran bajo juramento que ambos, Bartolomeo Vanzetti y Nicola Sacco, son culpables de asesinato en primer grado en cada punto de la acusación. ¿Esto declaran, señor presidente? ¿Esto, señores del jurado, declaran todos juntos?». «Sí, sí, ciertamente sí». El juez Thayer se mostró satisfecho. En un tono leal se dirigió al jurado por última vez: | 196


Señores del jurado no tengo más que agregar a lo que dije esta mañana, aparte de darles las gracias en nombre del Estado por su servicio prestado. Pueden volver a sus hogares, de los que permanecieron alejados por casi siete largas semanas. La corte se puede retirar.

Guardias armados condujeron a los acusados fuera de la sala de audiencias. Las últimas palabras de Sacco en aquel lugar, en donde se había sellado su suerte, se perdieron entre la gran confusión de la salida: «Sono innocente! ¡Están matando a gente inocente!».

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9 La conspiración jurídica

EL VEREDICTO DE CULPABILIDAD de Dedham generó una gran ola de repulsa e indignación a nivel mundial. Especialmente los periódicos de las organizaciones de trabajadores exigían que se reabriera el proceso y denunciaban el procedimiento judicial como incorrecto y el veredicto como manipulado. También algunas voces liberales se alzaron a favor de los sentenciados. El escritor francés Anatole France, que junto a Zola pertenecía al grupo de autores críticos de su país, hizo pública, a finales de octubre de 1921, una carta con el título Al pueblo de Estados Unidos: Escuchad la llamada de un anciano del viejo mundo, quien no es ningún extraño porque se ve a sí mismo como ciudadano de toda la humanidad. En uno de sus estados federales se ha condenado a dos hombres, Sacco y Vanzetti, por su modo de pensar. Es una idea aterradora que un ser humano tenga que pagar con su vida el ejercicio de este derecho sagrado, derecho que debemos defender todos nosotros sin importar a qué partido pertenezcamos. No permitáis que ese veredicto inicuo se cumpla. ¡La muerte de Sacco y Vanzetti les va a transformar en mártires y a vosotros os cubrirá de deshonra! Vosotros sois una gran nación. Tendríais que ser una nación justa. Entre vosotros hay mucha gente inteligente que sabe pensar claramente. Pero prefiero dirigirme a vosotros. Os llamo a no engendrar mártires. Esto sería un delito imperdonable que no se podría borrar con nada y que os pesaría por generaciones. | 198


¡Salvad a Sacco y Vanzetti! Salvadles por vuestra voluntad, por la honra de vuestros hijos y la de las generaciones que vendrán después de ellos.

Por supuesto que el fervoroso alegato de France no tuvo resonancia en la mayoría de los estadounidenses. Las reuniones de protesta contra la sentencia eran organizadas, casi en su totalidad, por el ala izquierda del movimiento obrero estadounidense. Una resolución del congreso de la federación de sindicatos estadounidenses, congreso organizado a petición del sindicato de Boston para exigir la reapertura del proceso, fue la excepción. Para qué hablar de los grandes periódicos estadounidenses, que apenas le dedicaron algunas líneas en las últimas páginas, al inicio del proceso. Las poderosas protestas llevadas a cabo por los trabajadores en Europa, o fueron ignoradas en las informaciones o fueron comentadas malintencionadamente. Como lo hizo, por ejemplo, el New York Times: «En todas partes de Europa han comenzado a lloriquear, por una presunta injusticia, los grupos que simpatizan con los bolcheviques». Para sugerir a sus lectores la peligrosidad de las personas que acudían a estas protestas, el periódico publicó una noticia al lado de la citada anteriormente que informaba sobre la llegada al país, entre septiembre y octubre de 1921, de más de cien comunistas con la misión de causar desorden e inestabilidad en el caso de que Sacco y Vanzetti fueran ejecutados. La mayoría de los estadounidenses no querían saber nada sobre la suerte de ambos inmigrantes. Después de haberse dictado la sentencia. la prensa de Boston escribió: «La justicia sigue su curso» y una gran parte de la ciudadanía de Boston compartía la opinión del diario Boston Globle: La justicia no se va a dejar desviar de su curso por los gritos de algunos radicales; en el caso de que se haya incurrido en algún error durante el proceso, el Tribunal Supremo de Massachusetts sabrá enmendarlo. | 199


De entre todos los grandes periódicos burgueses, solo el American de Boston se atrevió a poner en duda la sentencia dictada: Las pruebas encontradas en las actas taquigráficas del juicio nos parecen poco convincentes y casi todos los reporteros que asistieron a este proceso concuerdan en que el veredicto de culpabilidad no se justifica.

Vanzetti, desde una celda en la prisión estatal de Charlestown, observaba atentamente el desarrollo de las reacciones que generaba el desenlace del proceso. Aún no había renunciado, aún creía que la sentencia escandalosa, que les afectaba a él y a Sacco, podría ser revisada. En su calabozo le escribió, el 4 de septiembre de 1921, una carta a su hermana Luigia: Es imposible describir en una carta los pormenores de un proceso que duró seis semanas, especialmente uno en el que concordaron tantas fuerzas sociales, enemistades, odios y prejuicios. Lamentablemente ya conoces el resultado final de este. Fui condenado por segunda vez por un crimen que no cometí; nunca he estado en el lugar en donde se llevó a cabo este delito. Pero la última palabra aún no ha sido dicha. Hemos apelado el veredicto y esperamos saber la sentencia del juez en algunos meses. En el caso de que esta sea negativa, nos vamos a dirigir al Tribunal Supremo de Massachusetts. Si esto último sucediera, tendríamos que esperar por lo menos un año para recibir una sentencia final. Como ves las cosas se desarrollan lentamente y hay que tener mucha paciencia. Mis abogados defensores están muy optimistas, ellos esperan que el juez suspenda por sí mismo la sentencia. Con relación a los periódicos e informaciones que deseas, voy a hacer todo lo posible para que los recibas cuanto antes… La gente italiana y algunos estadounidenses están ahora más dispuestos a ayudarnos que al comienzo del proceso. Por esto te | 200


pido que seas fuerte y que no pierdas la calma. Si llegas a vacilar, piensa, ¿qué va a ser de mí sin tu apoyo? A pesar de todo estoy tranquilo y gozo de buena salud. Pero me sentiría aún mejor si supiese que tú no te dejas perturbar por estos acontecimientos. Me he encontrado incontables veces en peligro, durante mis viajes, en mi trabajo y en Nueva York, ciudad que es más peligrosa que una jungla. Pero a pesar de todo siempre pude salvar el pellejo. ¿Por qué razón tendría que ser víctima, esta vez, de un error o de una venganza judicial…?

Y en una carta contemporánea a la anterior pero carente de fecha, Vanzetti se mostró seguro de que la pena de muerte no se ejecutaría: Ya sabes todo. Conoces la indignación general que ha levantado por todos lados esta inesperada sentencia; conoces también la generosidad y la simpatía que el pueblo italiano en Estados Unidos siente por nosotros; sabes cuánta gente influyente está a nuestro lado; como también sabes que el proletariado italiano protesta para conseguir nuestra liberación. Con estas cosas a nuestro favor podemos mantener nuestra tranquilidad y nuestro coraje. Pero te puedo contar aún mejores cosas: aunque fuimos condenados a muerte, esta pena no se llegará a ejecutar. En este momento se lleva a cabo una gran e intensiva campaña contra la pena de muerte, que aspira a salvarnos del patíbulo. Ya que las mejores fuerzas de la sociedad toman parte en esta campaña, se puede esperar un resultado exitoso. Además, nuestra inocencia fue claramente demostrada durante el proceso. Aquí no hay nadie que no crea que fuimos sentenciados por razones de odio político y racial. No se nos va a abandonar nunca. La prensa revolucionaria en Italia va a comenzar una campaña a nuestro favor. Nuestra vida y nuestra libertad están en manos de los trabajadores italianos. Ellos tienen el poder de hacer temblar a los tiranos... y bajo la presión pública, el Gobierno italiano se verá también obligado a intervenir. Los trabajadores españoles se alzarán de la misma manera por nuestra causa. ¿Y aquí? Aquí el amor, el | 201


afecto y la solidaridad escribirán una página indeleble para cuando la inquisición capitalista vuelva a extender sus garras. ¿Por qué no confío en la justicia? Todo el que está dispuesto a buscar entre la escoria del mundo va a encontrar un sinnúmero de testigos dispuestos a perjurar: son aquellos que hacen esto para fomentar su carrera. Los miembros del jurado son, en general, gente pobre, irresponsable, cretina y fanática, dejando de lado su odio racial, etc. En todo caso, estoy esperando pacientemente lo que la justicia va a hacer.

La paciencia de Vanzetti sería, en los años de prisión que siguieron, puesta a prueba hasta los límites de lo insoportable. Entre 1921 y 1927 fueron presentadas por la defensa ocho peticiones para reabrir el proceso. La primera solicitud se presentó el 18 de julio, solo cuatro días después del pronunciamiento de la sentencia, e hizo constar que la decisión de los miembros del jurado divergía de las pruebas presentadas. El 24 de diciembre la petición fue rechazada. Como siempre el juez Thayer se había tomado su tiempo, y escribió en su denegación que los miembros del jurado sabían mucho más del caso que sus propios críticos y que habían examinado minuciosamente cada prueba y cada declaración realizada por los testigos. Sus palabras finales fueron: Si quisiese poner en duda el veredicto alcanzado, tendría que anunciar ante todo el mundo que los doce miembros del jurado han violado su sagrado juramento y, animados por predisposiciones y prejuicios, han lanzado al viento su honor, su discernimiento, su cordura y su conciencia...

Moore presintió la denegación de esta petición ya que había presentado el 8 de noviembre una llamada instancia suplementaria. Estas solicitudes, esas mociones, eran la única posibilidad que tenía la defensa para forzar un nuevo proceso. Por | 202


cierto, la preparación de estas demandaba una gran cantidad de tiempo y, por consiguiente, de dinero. Por eso la tarea más importante del Comité de Defensa se centró en recaudar donaciones en dinero para poder financiar la labor de los abogados defensores. Felicani, como siempre, seguía siendo una de las cabezas más importantes del comité y el principal encargado de sus finanzas. Entre el momento en que se formalizó la acusación de ambos, a través de los procesos de Plymouth y Dedham, durante los años que transcurrieron en revisiones, hasta el momento mismo de la entrada en vigor de la sentencia, Felicani logró recaudar más de trescientos mil dólares en donaciones. A él y a Gardner Jackson, un joven reportero que durante el proceso de Dedham se adhirió al comité y llegó a convertirse en su secretario, había que agradecerles que, entre los grupos y organizaciones integrados en el comité, con frecuentes desavenencias, no se hubiese llegado a la fragmentación. Hubo grupos que se unieron a las protestas para poder instrumentalizarlas y así poder usarlas para sus propias ideas políticas. Otros, por otra parte, corrían el riesgo de transfigurar a ambos acusados en mártires y por eso pasar por alto el importante trabajo judicial realizado por los abogados. Fue el liderazgo conciliador de Felicani y Jackson el que procuró que entre cada uno de los miembros del comité no se llegase a tensiones insalvables. También fue mérito de ambos la integración de ciudadanos liberales estadounidenses que se pusieron a favor de Sacco y Vanzetti después de haber sido dictada la sentencia. En los años 1922 y 1923 el comité se concentró en buscar el apoyo de la opinión pública para lograr abrir otro proceso. Con esto se pretendía, ante todo, que las diferentes instancias suplementarias presentadas por la defensa fueran acompañadas efectivamente por la opinión pública ya que solo a través de las mociones era posible obligar a la apertura de un nuevo proceso. | 203


Lo que no faltaba, de ninguna manera, eran las razones para una revisión. La primera solicitud de Moore, presentada el 8 de noviembre de 1921, se refería a la conducta del presidente y portavoz del jurado, Walter Ripley, fallecido a los pocos meses del proceso, el 10 de octubre. Ripley, según un testimonio bajo juramento hecho por su amigo y miembro del jurado William H. Daly, había tenido consigo algunas balas durante la retirada del jurado para las deliberaciones. Estos casquillos se igualaban en marca y calibre a los presentados en la vista. Aunque a los miembros del jurado les estaba prohibido tomar en consideración lo que en el juicio no jugaba ningún papel, se discutió sobre los proyectiles en la sala del jurado. Esto contravenía las disposiciones del orden procesal. Daly agregó en otra declaración jurada: «Antes de comenzar el proceso le comenté que no creía que Sacco y Vanzetti fueran los autores del delito; este me contestó: ¡Al diablo con ellos, se les debe ahorcar de cualquier forma!». La moción fue rechazada. El segundo recurso se presentó el 4 de mayo de 1922 y se refería a la declaración del testigo Louis Pelser. Este era el testigo que había declarado en el proceso que Sacco era el «fiel retrato en persona» del hombre que había visto disparar a Berardelli. Antes del proceso explicó, en una declaración jurada presentada por la defensa, que solo había visto por un instante al bandido, tan brevemente que no era posible identificarle. Sin embargo, en el proceso reconoció a Sacco inequívocamente. En el interrogatorio realizado por el representante del fiscal, que hizo mención a la contradicción de sus declaraciones, respondió que el día que había conversado sobre el delito con Moore había bebido demasiado. Además de que Moore le había influido en su declaración. Cuatro meses después de esas agravantes declaraciones, Pelser apareció en la oficina de Moore y le entregó una sorprendente confesión: había impugnado su prime| 204


ra versión de los hechos porque el fiscal general le había inducido a ello. Ahora se sentía culpable y por eso lo confesaba. Seis meses más tarde se desdijo de esta última en una carta enviada a la fiscalía. Ahora sostenía que la primera declaración no correspondía a la verdad y que solo la realizada en el proceso, en donde había dicho que Sacco se parecía al bandido como «un huevo se parece a otro», era válida... En Pelser, por aquel entonces un joven de 21 años que parecía tímido, la defensa vio a una persona demasiado fácil de influir. Debido a su constante cambio de declaraciones y aclaraciones, la defensa exigió que los testimonios realizados por él fueran anulados. La reapertura del proceso podía aclarar estos testimonios. La moción fue nuevamente denegada. La tercera petición fue presentada el 22 de julio de 1922. Carlos E. Goodridge, quien había sido acusado de fraude, se había declarado culpable y había sido condenado a libertad condicional, había reconocido a Sacco «casualmente» en el tribunal cuando era llevado para ser interrogado. Luego en el proceso declaró que Sacco había sido el hombre que le había disparado desde el interior del auto en fuga cuando salía corriendo junto a otros amigos del interior de un salón de billar, cercano al lugar de los hechos, para mirar lo que pasaba. Los abogados de Sacco intentaron hacer notar que Goodridge había sido acusado ante ese mismo tribunal de fraude y que había sido sentenciado a libertad condicional. Thayer no vio «ninguna relación» entre sentencia y declaración, por esto no lo admitió como prueba. La defensa, finalizado el proceso, investigó la vida de este testigo y descubrió que Goodridge, en realidad, se llamaba Erastus Corning Whitney, condenado a prisión en varias ocasiones por estafa y fraude. Su tercera esposa declaró bajo juramento que su marido odiaba a las personas de origen italiano y que una vez había dicho echando pestes: «Todos los | 205


italianos que vienen a América en barco deberían ser sumergidos en el puerto». La defensa formuló su recurso basándose en esta declaración discriminatoria y en la sospecha de que Goodridge debía su benévola sentencia al testimonio que identificaba a Sacco como uno de los autores del delito. La moción no fue admitida. El cuarto recurso afectaba a la testigo Lola R. Andrews y fue materializado el 11 de septiembre de 1922. La mujer, apodada por la prensa como «La desvanecida Lola» por su aparición teatral en los tribunales, sostuvo que la mañana del 15 de abril le tocó el hombro a Sacco, que se encontraba bajo el coche, para preguntarle sobre una fábrica que estaba cerca. Nueve meses después de finalizar el proceso admitió haber testificado incorrectamente. Lola Andrews tenía, esto también lo descubrió la defensa, un hijo natural de 19 años que vivía en Maine. Los empleados de Moore le localizaron y organizaron un encuentro entre madre e hijo en un hotel de Boston. La señora Andrews dijo, en presencia de otros testigos, que como la defensa había investigado detalladamente su pasado estaba obligada a declarar la verdad sobre el asalto. John, su hijo, le pidió a su sorprendida madre que dijera la verdad ya que de esto dependían vidas humanas. «Si no lo haces, no te podré ver más como a mi madre». Ella se echó a llorar y relató cómo el representante del fiscal, Williams, había influido para obligarle a realizar una declaración acusatoria. Firmó una aclaración jurada para Moore que indicaba que el hombre que había visto el 15 de abril en el lugar de los hechos no era Sacco. Más tarde Lola Andrews desmintió lo dicho y se lamentó de que la defensa la había puesto bajo presión a través de la sorpresiva confrontación con su hijo al que no había visto durante años. Al igual que Pelser, desmintió su testimonio. La defensa | 206


basó su petición de reapertura del proceso en las disímiles declaraciones y aclaraciones de la testigo. La moción fue denegada. La quinta solicitud, fechada el 30 de abril de 1923, se centraba en el peritaje balístico realizado por los capitanes Charles Van Amburgh y William H. Proctor que fueron llamados a testificar por la fiscalía del Estado. «La pistola de Sacco fue la que realizó el disparo que causó la muerte de Berardelli», dijo aquella vez Proctor. Dos expertos, Albert H. Hamilton y Augustus H. Gill, encargados por la defensa para realizar un peritaje del arma y la munición con la ayuda de un microscopio de alta precisión, llegaron a una conclusión contraria con su informe de 93 páginas: ni la supuesta bala mortal ni su correspondiente vaina fueron disparadas con la pistola de Sacco. A continuación, explicaron en su investigación que el percutor en el revólver de Vanzetti no era de ninguna manera nuevo, una refutación más a lo sostenido por la acusación que afirmaba que se trataba del arma de Berardelli. Proctor hizo saber que había conservado la bala letal y la pistola de Sacco durante más de un año bajo custodia y las había sometido a diferentes exámenes. Ahora, el 23 de octubre de 1923, admitía bajo juramento que durante la vista del caso no había estado seguro de que la bala hubiese sido disparada por el arma de Sacco. Aquella vez, dos años y medio antes de esta declaración, el juez Thayer anunció durante la instrucción del jurado que debían recordar el peritaje de Proctor que atestiguaba que la bala en cuestión había sido disparaba por la pistola de Sacco. Y Katzmann, en su informe final, les dijo a los miembros del jurado: «Pueden prescindir de todos los testimonios identificadores y apoyarse solamente en las declaraciones de los peritos». Naturalmente el fiscal hacía referencia únicamente a los expertos presentados por la acusación. El capitán Proctor murió cinco meses después de su declaración. Con esta declara| 207


ción no había enmendado solamente su peritaje, sino que también había hecho presente que, si en el proceso de Dedham le hubiesen formulado las preguntas adecuadas, se habría suscitado la impresión de que él consideraba a Sacco inocente. Este reconocimiento llegó demasiado tarde. También esta, la quinta moción, fue denegada. Con la denegación de los cinco recursos para la reapertura del proceso comenzaron las tensiones entre Moore y Felicani. También el trabajo de los hermanos McAnarney con el excéntrico Moore empeoró con el pasar de los años. Le reprochaban a Moore el que antepusiera, a menudo, sus intereses personales al trabajo judicial mancomunado. A ello se le sumaban sus exigencias desmesuradas de sueldo que sobrepasaban todas las posibilidades financieras del Comité de Defensa. Felicani, después de los sucesivos rechazos a las apelaciones formuladas, ponía frecuentemente en tela de juicio, ante sus amigos, las capacidades profesionales de Moore y hacía presión para lograr prescindir de este. Moore, hondamente amargado por la ingratitud de Felicani, en noviembre de 1924 dimitió oficialmente del caso Sacco y Vanzetti. Pero previamente se quiso vengar de que le hubiesen quitado «su caso» y así decidió combatir al Comité de Defensa. Fundó su propio grupo The Sacco-Vanzetti New Trial League (La Liga para un nuevo proceso Sacco-Vanzetti), y no fue para seguir apareciendo ante la opinión pública como el defensor de ambos acusados sino más bien para mantener en sus manos los recursos financieros dedicados a Sacco y Vanzetti. Moore mantenía buenos contactos con liberales estadounidenses influyentes y pudientes a los que condujo a participar en la liga. La intención de Moore de destruir el trabajo de Felicani resultó infructuosa. Por un lado, no podía ganar para su causa a ningún italiano, pues ellos preferían seguir trabajando dentro del Comité de Defensa, y, por otro lado, ni Sacco ni Vanzetti habían aceptado su liga. | 208


Especialmente Sacco, que desde un principio tuvo objeciones para trabajar con Moore, se negaba a permitir que su fotografía y su nombre apareciesen en los folletos de propaganda de la liga. En una furiosa carta dirigida a Moore le exhortaba a «sacar las manos del caso» y le reprochaba el que se aferrara a este solo por el «dulce dinero». The Sacco-Vanzetti New Trial League se desplomó muy rápidamente y Moore abandonó, amargado, Boston. El Comité de Defensa se decidió por un abogado menos excéntrico, por William G. Thompson. Un miembro conservador del consejo de la Asociación de Abogados y Juristas de Boston, respetado docente de la facultad de leyes de la Universidad de Harvard y hombre de gran influencia. Contrastando con su antecesor, al que el juez Thayer en una ocasión llamó «mono greñudo de California», Thompson era un jurista muy poco dogmático, en su carrera había hecho hasta de representante del fiscal general y nadie le podía tildar de radical. El interés de Thompson por el caso de Sacco y Vanzetti comenzó el día en que el juez Thayer trató de impedir en el proceso de Dedham la labor de Moore. Ese día se encontraba presente como observador en la sala de audiencias y se percató de inmediato de que allí se trataba de obstruir con métodos dudosos la labor de la defensa; tampoco se le escapó que Moore, a través de provocaciones innecesarias, animaba a Thayer para que restringiera los derechos de la defensa. Posteriormente apoyó a Moore con su consejo y le prestó su ayuda en la formulación de la última moción que, como después se vio, no alcanzó el éxito esperado. Thompson asumió la defensa del caso preocupado principalmente por la suerte de Sacco y Vanzetti; por un lado, creía en la inocencia de ambos y, por otro, veía como su deber la lucha contra la evidente prevaricación que había observado contra ambos en el proceso. Para esto quería hacer valer toda su influencia. Le fue posible aumentar el interés, en la nueva | 209


fase, de un creciente número de ciudadanos del sector burgués de la sociedad para que prestaran atención al caso de los dos inmigrantes italianos y así moverles a apoyar su tenaz lucha en los tribunales con donaciones de dinero. El 2 de octubre de 1924 Thompson se pronunció, en una apelación extensa y detallada, contra el rechazo de revisión de la causa. Solo el 12 de mayo de 1926 el Tribunal Supremo de Massachusetts resolvió sobre la petición de Thompson. El resultado: «Indiferentemente a si la sentencia de Dedham es correcta o falsa, esta conserva su vigencia». No se trataba de la exactitud de la sentencia sino más bien de determinar si el juez Thayer había dirigido de forma correcta el proceso. Este era, exactamente, el caso. Se había manipulado lo suficiente las letras del código penal para que la lógica torcida de la justicia quedara intocable. A Thompson, que después de que se retiraran del caso los hermanos McAnarney quedó como único abogado de Sacco y Vanzetti, le quedaba solo un camino: presentar una petición de reapertura del caso al juez Thayer. ¿Pero dónde había razones de peso para una revisión del caso? ¿Dónde había, después de todo, puntos de partida para convertir la sentencia en causa? ¿Cómo se podía probar que Sacco y Vanzetti no eran ni bandidos ni asesinos? Thompson debía encontrar, en la montaña de declaraciones y pruebas, una pista que no pudiese ser bloqueada por el juez Thayer. El tiempo corría en su contra y sabía que, sobre todo, corría en contra de Sacco y Vanzetti, los que, desde que se había pronunciado la sentencia, languidecían en una celda de las cárceles de Dedham y Charlestown.

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10 Entre la esperanza y la desesperación

LA CÁRCEL DE DEDHAM era diferente a los otros penales de la nación, estaba rodeada de viejos árboles de gran altura y de prados, una edificación extraordinariamente bien cuidada. Pero Sacco no podía ver los verdes prados. La mancha azul de cielo que veía a través de los barrotes de su celda le despertaba dolorosos recuerdos. Su patria natal, los viñedos, los olivos, su niñez. La señora Evans, que junto a otra dama de nombre Winslow y a Aldino Felicani se ocupaba especialmente de la familia de Sacco, recibió una carta de este desde la cárcel: Aquí siempre estoy sentado sin compañía, solo, pero en mi alma, en mi corazón, en mis pensamientos está toda esa legión de amigos y compañeros generosos y dispuestos a sacrificarse. Aquí estoy sentado, escribiendo estas líneas. La luz del sol toca mi cara y por un momento me siento redimido. Me reanimo cuando veo el cielo azul.

Pero se le hacía cada vez más difícil poder reprimir la dura realidad de la prisión. Desde hacía más de cuatro años sufría en su celda acompañado del miedo y de la duda, desde aquel día 5 de mayo de 1920 en que fue llevado a prisión preventiva, durante el tiempo que transcurrió entre la acusación y el proceso, hasta el momento en que su nuevo abogado preparaba la apelación. Aún no se había dictado la sentencia final, aún no estaba tildado definitivamente de criminal. Pero la lucha por su | 211


inocencia y el ir y venir entre la esperanza y la desesperación le habían fatigado. ¿Qué sabían esos jueces del sufrimiento de un recluso, de sus anhelos y temores? Para ellos era solo un condenado, un objeto de jurisprudencia un concepto jurídico, nada más que eso. No se podían imaginar lo que significaba contar los días que quedaban para la llegada de la próxima visita, el tener que soportar esas interminables horas esperando que una nueva noche irrumpiera, para que al final de esta comenzara todo nuevamente No sabían lo que era esperar y volver a tener que esperar… Sacco, que toda su vida había trabajado duramente, que nunca había experimentado lo que significaba el ocio y la desocupación, estaba condenado en prisión a la inactividad. Ya que su sentencia no era definitiva, era considerado como reo en prisión preventiva y solo podían trabajar en el penal de Dedham los convictos condenados a trabajos forzados. En su robusto cuerpo se acumulaba energía que no podía emplear. Sacco no poseía una naturaleza filosófica ni un carácter sociable como Vanzetti. Hablaba poco y se identificaba a través de su trabajo, su familia y su posición política. En prisión se le había apartado de todo esto, pero lo que más le hacía padecer era la separación de su familia. A pesar de que Rosina, su esposa, y sus hijos Dante e Inés le visitaron regularmente durante todos los años que pasó confinado, y de que Felicani, la señora Evans y la señora Winslow cuidaban abnegadamente de su familia, se produjeron en él violentos estallidos emocionales a raíz de esta separación, viviendo momentos de honda desesperación. A fines de 1921 ya había vivido sus primeras crisis psíquicas y comenzaba a quejarse de su reclusión. La dirección de la penitenciaría le consiguió, al poco tiempo, un trabajo en la fábrica de calzados de la prisión, pero unas semanas más tarde tuvo que volver a ser confinado en su celda ya que durante su trabajo no se podía concentrar y se había herido repetidas veces. | 212


Para que la opinión pública se enterara de su deprimente situación carcelaria el 17 de febrero comenzó una huelga de hambre que mantuvo durante 31 días. Cuando Vanzetti se enteró de esto en su celda de Charlestown se mostró muy poco encantado. En una carta, el 15 de marzo de 1923, le escribió a su hermana Luigia en tono disgustado: Ya debes saber que Sacco ha tomado como medio de presión la huelga de hambre. Está decidido a quedar en libertad o a morir. Estuvo 29 días sin ingerir alimentos... Se encuentra muy débil y si continúa con su propósito no va a durar mucho tiempo más. Tiene, a lo sumo, una o dos semanas de vida. Su discernimiento ha sido afectado indudablemente por la mala suerte que está viviendo. Mientras está totalmente consciente de lo que está haciendo, existe de hecho la esperanza, en él, de que, con esto, y de eso está convencido, pueda lograr su libertad. Esto es una gran equivocación y prueba que su espíritu está un poco perturbado. Todas las súplicas y el amor de sus amigos resultan vanos. El abogado solicitó la autorización al comité, a la esposa de Nicola y a mí para poder examinar a Sacco y así tomar las medidas que permitiesen salvarle, esto significa alimentarle de forma artificial. Pero luego tomó la responsabilidad en sus manos y pidió al tribunal que fuera trasladado al hospital para restablecer su salud mental y poder salvar su vida. Yo estaba furioso y a la vez impotente con lo que estaba pasando, me mordí los labios y no dije nada…

Vanzetti escribió en la misma carta que confiaba en los trabajadores, pero no en la justicia. Se mostraba combativo, pero una huelga de hambre no le parecía el medio apto para lograr que la opinión pública tomara conciencia de su caso. Los miembros del Comité de Defensa estaban divididos en cuanto a la postura de Vanzetti. Unos se preguntaban por qué no había apoyado a Sacco con una huelga de hambre, protesta que ha| 213


bría tenido un doble efecto. Otros veían en el rechazo de Sacco a ingerir alimentos su derrumbamiento espiritual. Argumentaban: «Ahora es necesaria la ayuda médica y no el trabajo de agitación política». El 16 de marzo de 1923, después de cuatro semanas de huelga de hambre Sacco fue examinado por tres psiquiatras por orden del juez Thayer. Sacco les hizo patente que se sentía perseguido y que había comenzado la huelga de hambre para no tener que seguir sufriendo. En el informe realizado por los médicos, le comunicaron al juez Thayer que el paciente estaba «mentalmente perturbado»; este ordenó inmediatamente su internamiento en el Psychopathic Hospital de Boston para que se le realizaran nuevos reconocimientos de su estado psíquico. En el hospital se le participó que sería alimentado por la fuerza si seguía negándose a ingerir comida. Sacco dijo más tarde: «Estaba demasiado débil para resistir, por lo tanto, les dije que comenzaría a comer». En los días que siguieron, Sacco experimentó diferentes ataques de rabia. Gritaba: «¡Soy inocente, no existe la justicia!», y tenía que ser controlado por cuatro hombres del personal de guardia. No había duda, Sacco, por sus experiencias humillantes vividas durante el proceso y por su situación deprimente en prisión, había enfermado psíquicamente. Jugaba con la idea del suicidio. Poco después de que el tribunal ordenara su internamiento suplementario para continuar con el tratamiento médico, su estado se deterioró rápidamente. Cuando le visitó la señora Evans, le dijo que, si le volvían a encerrar en prisión, le daba exactamente un día al juez Thayer para que le pusiera en libertad, de lo contrario, se quitaría la vida. También en los días que prosiguieron se alternaron períodos de tranquilidad, en los que el director del hospital llegó a comentar que «no existe ningún indicio de perturbación psíquica», con furiosos ataques en los que gritaba que quería vivir en libertad, estar con su esposa y sus hijos. | 214


El médico Ralph Colp escribió años más tarde en la revista The Nation refiriéndose al estado de Sacco por aquel entonces: «Le quitaron las cosas más importantes de su vida; su mujer, sus hijos, su trabajo, su caminar libre y su contacto con la naturaleza». Además, Sacco aún no entendía totalmente a lengua de los que le tenían en prisión o le examinaban, no solo se sentía como un «objeto jurídico» sino también como una «víctima de la medicina». El 22 de abril de 1923, el día de su trigésimo segundo cumpleaños, fue ingresado en el penal psiquiátrico Bridgewater para ser sometido a tratamiento clínico. Allí mejoró su estado. Trabajó en la farmacia del penal, tomó nuevamente contacto con su abogado y volvió a tener fe en que se aceptaría la apelación cursada. El 29 de septiembre de 1923 fue dado de alta y se le trasladó nuevamente al lugar donde había comenzado su derrumbe existencial: a su celda en la prisión de Dedham. Durante los quiebros existenciales de Sacco y sus estancias en clínicas psiquiátricas, Vanzetti estuvo en una triste celda de la cárcel de Charlestown. Su anhelo por alcanzar la libertad no era menos doloroso que el de Sacco, pero tenía una mentalidad robusta que le permitía soportar mejor la tortura del arresto. Vanzetti era un hombre afable, cultivaba la amistad con los demás reos del penal con los que jugaba frecuentemente en el patio de la cárcel a la pelota; «ellos son más reparadores que cien especulaciones», le dijo a Felicani. También solía pensar sobre su caso y la rabia le inundaba cuando recordaba los procesos, los días vividos en Plymouth y Dedham. Quería romper ese destino impuesto, quería seguir luchando junto a sus amigos, correligionarios y abogados. No se daba por vencido. Contrariamente a lo que le sucedía a Sacco, a Vanzetti sí se le permitía trabajar en la penitenciaría. Primeramente, se le ocupó en la sastrería, luego encontró un puesto de trabajo en el depósito de carbón. Para compensar el trabajo físico, se dedicaba a leer cualquier libro que encontraba. Intentó realizar tra| 215


ducciones del inglés al italiano, redactó varios artículos sobre anarquismo, así como también informes del proceso que envió a periódicos italianos, donde fueron publicados. En esa época comenzó a escribir una autobiografía; resúmenes de esta fueron publicados por una gran cantidad de periódicos de organizaciones de trabajadores, provocando un gran interés sobre su caso. Al mismo tiempo, escribió muchas cartas a sus amigos y compañeros, pero, sobre todo, le escribió a su hermana. Un hecho interesante es que en todas las cartas enviadas no hay casi ninguna alusión a la necesidad de amor personal. Escribió páginas y páginas sobre la situación de la clase trabajadora, esbozó visiones para una sociedad futura, se exteriorizó sobre la carencia moral de la clase dominante, clamó por más justicia y tolerancia perdiéndose en pensamientos e ideas metafísicas. Era muy apreciado, no solo entre la comunidad penitenciaria, por su sentido del humor y su ironía. Así escribió al final de un manuscrito: Lo que se refiere a las ideas, esas son sinceras. Pero la escritura no sale bien, es como si se tratase de un huevo, que creo está cocido, y que se rompe dentro del bolsillo de mi pantalón poniendo fuera de combate todo mi sistema nervioso.

Otra carta que pone de manifiesto el humor de Vanzetti fue la que le escribió a la señora Evans en el otoño de 1921. Le habían despertado a las seis de la mañana y le habían dicho que se preparara para salir de viaje hacia el tribunal: Cuando volví a mi celda me dije: podría haber sido peor... y fue peor. Sobre la mesa de mi celda se encontraba mi desayuno, una taza de café, tres rebanadas de pan y puré de patatas. Todo estaba tan frío como lo puede estar solamente el hielo.

Sobre el transporte, que como siempre iba acompañado de guardias armados y con esposas en las muñecas, comentó: | 216


Seis o siete funcionarios penales estaban en la puerta, con la mano derecha puesta cerca del bolsillo del pantalón, preparados para defenderme de cualquier ataque. Habría que ser la persona más desagradecida del mundo para no haberse sentido honrado en aquel momento.

Con seguridad Vanzetti era más comunicativo que Sacco; tenía diferentes intereses intelectuales y era, como lo demuestra su abundante correspondencia, un hombre político que reflexionaba sobre diversos temas de forma colérica, irónica, inocente y dogmática. Sobre su postura política escribió: Nos llamamos libertadores; en pocas palabras, creemos que la perfección humana se puede lograr a través de la mayor cantidad de libertad posible y no a través de la fuerza. Lo malo, en la naturaleza del hombre y en su conducta, se puede suprimir solo eliminando sus razones más profundas y no a través de la fuerza o la presión, lo que a fin de cuentas lleva a un nuevo mal y lo malo se une a lo peor. Lo que quiere decir: lo que me sirve es bueno, el resto es lo malo. Gorki, hablando sobre la moral del salvaje, dijo: si robo la mujer de mi vecino, eso es bueno, si mi vecino me roba mi mujer, eso es malo. Si miramos detenidamente, veremos que muchos principios morales, desde un punto de vista abstracto, son auténticos. Pero se pudren cuando se aplican. El anarquista va más allá y dice: todo lo que me sirve, sin perjudicar a otros, es bueno, todo lo que sirve a otros, sin perjudicarme, es bueno también, el resto es lo malo.

Puede ser que estas ideas hayan sido mal formuladas, pero representaban la filosofía política de Vanzetti. En ella se veía su principio de justicia, claro y marcado, al igual que su rechazo intuitivo a todo tipo de poder. La ley y el tribunal no eran, para él, ninguna protección contra el poder establecido, eran los dóciles instrumentos de trabajo de este mismo. | 217


«Las leyes son la codificada voluntad de la clase dominante... El rebelde e innovador siempre es culpable ante la ley que sirve a los conservadores», expresó en una de las incontables líneas que redactó en sus años de prisión. Su concepto de religión y fe estaba principalmente caracterizado por una resuelta actitud de rechazo a las instituciones eclesiásticas. Tenía razones históricas, económicas y morales para ello. En cartas de notable extensión ponía en claro que su rechazo al poder eclesiástico solo era válido para él. Referente a la fe, pensaba que era una determinación individual que a nadie quería obligar a tomar: Veo que usted está profunda y verdaderamente convencido de la reencarnación y semejantes doctrinas. Puede que sean ciertas y usted tiene todo el derecho a tener esta opinión que apacigua los temores de nuestra pobre existencia. Solo sé que no soy así, que no puedo creer en ninguna de las muchas religiones que han pasado por mis ojos. Sin embargo, soy un gran místico y no me puedo manejar sin una creencia.

Vanzetti tenía, como anarquista, un gran respeto por la libertad del individuo. Por este motivo separaba tajantemente su utopía socioanarquista de los sistemas comunistas como el de la Unión Soviética. El colectivismo era solo una variante más del poder que amenazaba la libertad de cada uno: Creemos decididamente que debe haber un cambio, pero sin que nos lleve a mayor coacción, sino a más libertad. Por esta causa, estamos en contra de cualquier teoría que provenga del comunismo o del socialismo autoritario, pues con estas solo se pondrá aún más en aprieto al espíritu humano. Lo que queremos abandonar del actual sistema es principalmente su carácter coercitivo.

La imagen que Vanzetti tenía de una sociedad libre, opuesta a la actual, cuya base era «la posesión de una igualdad física, | 218


de derechos y obligaciones entre los hombres», quedó en sus textos como un proyecto únicamente esbozado En ninguna parte fue descrita detalladamente la organización política de la nueva sociedad. Así como eran tajantes sus análisis cuando se trataba de describir las estructuras de poder y los peligros que estas conllevaban, con relación a algunas preguntas sobre el anarquismo sus pensamientos carecían de profundidad. La cuestión de la violencia, algo que había ocupado desde siempre a los anarquistas y que a Vanzetti no solo le afectaba teóricamente sino concretamente, a través de la imputación y condena del acto criminal más radical, como era el asesinato de dos hombres, fue tema en una carta que escribió una semana antes de ser condenado en Dedham: No podemos ocultar que actos de violencia han sido realizados por personas que se denominaban anarquistas y que hasta algunas veces fueron cometidos por hombres que tenían el derecho a denominarse anarquistas. Pero ellos llegaron a ese extremo por la persecución de la que fueron objeto. Actuaron en defensa propia o instigados por la violencia, la represión y la intolerancia ejercida por aquellos que están en el poder.

Su postura política no queda muchas veces exenta de críticas. Sin embargo, es sorprendente la poca cantidad de frases cliché o palabrería inútil que se puede encontrar en las innumerables cartas, textos y ensayos de Vanzetti. Este hombre de condición sencilla, que nunca tuvo acceso a una educación especial, disponía de unas características que fascinaban no solo a su abogado: «Poseía una avidez de saber, una gran fantasía, un dominio de la palabra y, sobre todo, era un luchador». Comparado con Sacco, quien de igual manera se definía como anarquista, Vanzetti reflejaba sus opiniones con más complejidad, de forma tajante y con mayor profundidad política. Pero, enfrentado a la desmoralizante disputa con el tribunal, | 219


también comenzó a mostrar los desequilibrios que habían aparecido en Sacco. Después de que Thayer hubiera rechazado las cinco peticiones de la defensa para reabrir el caso, Vanzetti escribió, el 5 de octubre de 1924, una carta a su hermana Luigia en la que le exhortaba a «no perder el valor». Pero su estado físico se deterioraba. A principios de 1925 fue internado, al igual que Sacco, en el penal psiquiátrico de Bridgewater, en donde permaneció hasta mayo de 1925. Los médicos diagnosticaron «estado alucinatorio e imaginario». Como le había sucedido a Sacco, también se sentía perseguido por hombres que le querían asesinar. Hasta hoy no se ha podido aclarar si su enfermedad mental de entonces fue simulada o no. En una carta escrita en el psiquiátrico, le participó a su hermana Luigia: «de ahora en adelante no creas todo lo que te cuenten de mí, todo lo que de mí se afirma». ¿Qué quería lograr Vanzetti con una enfermedad mental simulada? ¿Creía poder cambiar su propio destino o se estaba rebelando contra los fallos negativos de Thayer? Por lo visto el estrés vivido en los años anteriores le había afectado el equilibrio psíquico más de lo que él mismo se imaginaba. Su enorme necesidad de literatura, de comunicación, expresadas en innumerables cartas y ensayos, era seguramente el intento de asimilar su situación de aislamiento. Pero ese intento de salvación hubo de fracasar en el vacío de la celda. La realidad, lo mismo que a Sacco, le había alcanzado dramáticamente. Vanzetti estaba desesperado. El 6 de mayo, de regreso a la cárcel, escribió nuevamente a su hermana: Durante mi estancia en la granja estatal de la clínica psiquiátrica de Bridgewater gané fuerza y valor para vivir, retorné a Charlestown en mucho mejor estado de salud. Mi abogado está feliz de que me encuentre nuevamente aquí, él temía que el juez utilizara mi enfermedad como excusa para negarse a firmar de| 220


terminados documentos dirigidos al Tribunal Supremo. Ese juez nos quiere ver sufrir y morir.

En la Navidad de 1925 le comunicó a Luigia que esperaba que el debate sobre su apelación se efectuara en enero de 1926 en el Tribunal Supremo: Es bastante extraño, tengo un magnífico abogado, cuyos honorarios cuestan una fortuna; ya le he preguntado una docena de veces y aún no sé con seguridad si en la vista en el Tribunal Supremo voy a estar presente. Me gustaría asistir si este fuera un derecho, pero no lo haría si fuera un privilegio. Lo que reclamo es justicia y no privilegios. En todo caso esta cuestión no es del todo importante; me refiero a que mi presencia o ausencia en la sala del tribunal no va a influir en la decisión que allí se tome. Estoy completamente convencido de que esos señores ya saben qué determinación van a alcanzar.

Vanzetti temía lo peor. Cierto era que el nuevo abogado estaba comprometido con la causa, que había trabajado cuidadosamente en la apelación, pero aún no podía depositar una gran confianza en él. Desde el proceso pensaba que «una defensa jurídica era totalmente absurda e inútil». Y cuando Thompson, de manera diferente a la de Moore, pidió al Comité de Defensa prescindir de toda agitación innecesaria, ya que esta solo provocaría a aquellas fuerzas que debían dictaminar la sentencia, Vanzetti se enfadó muchísimo. Contrariamente a Sacco, totalmente convencido de las cualidades jurídicas y humanas de Thompson, Vanzetti se mostró reacio, durante mucho tiempo, a valorar su trabajo. El 11 de enero de 1926, el día en que el Tribunal Supremo trataba el caso, le escribió a su hermana en otra carta: Hoy fue tratado nuestro caso. Ni Sacco ni yo estuvimos presentes porque nuestro abogado nos dijo que no estábamos auto| 221


rizados... Realmente creo que nos mintió. Probablemente quería eludir el gran despliegue policial dentro y alrededor del Tribunal Supremo, lo que hubiese sucedido si hubiésemos estado allí... Esto significa que en dos meses más vamos a recibir el dictamen y va a ser favorable. Tal vez llegue a ser verdad lo que digo...

Cuatro meses más tarde, el 12 de mayo de 1926, hubo de corroborarse lo que Sacco y Vanzetti temían en sus celdas: las sentencias fueron confirmadas, se concedió la razón, en todos los puntos, al juez Thayer y la reapertura del proceso fue desestimada. Así como el juez Thayer lo hizo en su momento, proteger al fiscal general y a los miembros del jurado de las instancias de Moore, así lo había hecho también el Tribunal Supremo, había protegido la integridad de su colega. La justicia de Massachusetts se había aliado en contra de dos inmigrantes italianos, en contra de sus ideas y sus ideales. Desde su celda en la prisión de Charlestown Vanzetti escribió a Luigia:

Sé que la decisión del Tribunal Supremo de Massachussets ya la conoces. Tenemos que ser valientes, tenemos que oponer resistencia al infortunio y no permitir que se nos empuje hacia la desesperación. Veo que fue peor escribir palabras esperanzadoras y alentadoras porque han hecho que este golpe parezca más fuerte e inesperado… Me siento triste e infeliz porque Sacco, asqueado de toda esta confusión, quiere renunciar a todo empeño jurídico. Pienso que tenemos que luchar hasta el final. Espero que pueda conocer, con exactitud, mi opinión.

Sacco, totalmente derrotado, pasó ese día tendido sobre el duro catre de su celda. Algunos acontecimientos no se le iban de la cabeza; todo había comenzado meses atrás, con un pequeño pedazo de papel inserto en una revista que un esbirro de los carceleros le había traído. Temblaba al recordar lo que había leído, al recordar aquella noticia que le había quitado el aliento:

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Confieso a través de la presente que el 15 de abril de 1920 participé en el delito cometido contra la fábrica de calzados de South Braintree y que Sacco y Vanzetti no participaron en él. Celestino F. Madeiros.

Sacco fue inundado por un sentimiento de esperanza al leer esas líneas. Pensó en su familia, en Rosina, en Inés, en Dante y en la libertad... Aquella vez, la tarde del 16 de noviembre de 1925...

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11 La confesión

CELESTINO MADEIROS ERA UNA EXISTENCIA MALOGRADA, una figura trágica. Nació en 1902 en las Azores portuguesas. Sus padres emigraron a Estados Unidos cuando él tenía tres años. En la Tierra Prometida la familia corrió la misma suerte que otros miles de familias inmigrantes: cayeron en los barrios bajos y miserables de New Bedford, una ciudad industrial de Massachusetts. Ya siendo adolescente, Madeiros entró en conflicto con la ley y su registro de antecedentes penales creció a la par que su edad. Después de un atraco a un banco en la ciudad de Wrentham, que realizó con un cómplice llamado Weeks y en el que un cajero resultó muerto, fue detenido. Fue llevado a la prisión de Dedham en donde esperó su primer proceso y también, cuando fue condenado, el resultado de su apelación ante el Tribunal Supremo. Hacía tiempo que trataba de tomar contacto con Sacco, pero el italiano, destinado a una celda vecina a la de Madeiros, se mantenía a distancia. Sabía que soplones y provocadores se apretujaban a su alrededor y con el tiempo había aprendido a ser cuidadoso. Pero a pesar de la actitud de rechazo de Sacco, Madeiros se mantuvo tenaz en su propósito, aun cuando más tarde se le trasladó a otra celda. O en la sala de duchas o durante la hora de la caminata por el patio, Madeiros se acercaba lentamente a Sacco y le murmuraba: «Nick, sé quién fue el que movió la cosa en South Braintree». Pero Sacco le ignoraba. | 224


Finalmente, Madeiros decidió escribir aquella nota que hizo llegar a Sacco a través de algunos compañeros de prisión. La corta noticia, que le aturdió por un momento, era la confesión de un criminal que asumía la culpa de un delito, delito que por mucho tiempo se les imputaba a ellos. ¿Pero por qué tenía que entregar ahora una confesión alguien que debía saber desde hacía mucho tiempo la suerte de estos inmigrantes? ¿Su conciencia no le dejaba tranquilo? ¿Quizás no vio, ya que había sido condenado a muerte, ninguna posibilidad en su apelación y quería poner punto final a todo eso para aliviar su atormentada conciencia? Cuando Sacco envió la noticia a su abogado, este la hizo verificar inmediatamente. ¿Quién era ese Madeiros? ¿Por qué se acusaba de tan grave delito? El 19 de noviembre de 1925 se encontraron Sacco, Thompson y Madeiros en la prisión de Dedham. Desconfiaban, pero al mismo tiempo estaban llenos de expectación. A través de la conversación se dieron cuenta rápidamente de que no se hallaban ante ningún chiflado; nada de eso, ante ellos se encontraba un hombre que había narrado aspectos y detalles del asalto en South Braintree que solo un implicado podía saber. Había cumplido 18 años, así contó Madeiros, cuando tomó contacto con un grupo de italianos especializados en desvalijar vehículos de transporte. Una tarde que se había encontrado con ellos para beber algunas copas, le dijeron: «Escucha, tenemos un buen trabajo para ti» y le propusieron tomar parte en un asalto. Tenía que seguir el desarrollo del asalto desde el interior de un coche y procurar que nadie intentara retenerlos. Un par de días más tarde, el 15 de abril de 1920, ejecutaron el plan. «Estaba sentado en el asiento posterior de un Buick, tenía un revólver Colt calibre 38 en mi poder, me sentía bastante asustado, puesto que los otros habían comenzado repentinamente a disparar». Luego Madeiros describió cómo prepara| 225


ron la huida. Para no ser reconocidos usaron dos autos, un Buick para el asalto y un Hudson al que más tarde se cambiaron en un bosque de Randolph. ¿Dos autos? La acusación siempre había hablado de uno solo. ¿Sabía el fiscal de la existencia de un segundo coche? ¿Había ignorado el Hudson porque el Overland de Boda ya no habría cumplido ninguna función más en su argumentación y porque el Hudson habría indicado la conducta profesional de los bandidos? A Thompson se le pasó inmediatamente esta pregunta por la cabeza, después de escuchar el relato de Madeiros, y quiso enterarse de más detalles, saber más del hombre que estaba frente a él revelando una confesión que podría salvar la vida a sus clientes. «¿Cuántos hombres participaron en el asalto y cómo se llaman?», le preguntó. Habían participado tres italianos, él y un muchacho delgado de cabellos claros, contestó Madeiros. Sin embargo, no quiso decir sus nombres. Para Thompson estaba claro por qué se negaba a descubrir la identidad de los miembros de la banda: temía la venganza de estos. Su brazo criminal podía traspasar las gruesas murallas de la penitenciaria. Se podía encontrar siempre a un asesino dispuesto a dar muerte al que había cantado, por la promesa de recibir un puñado de dólares al terminar su sentencia. Tras esa conversación, Thompson se encontró con uno de los representantes del fiscal de distrito, Dudley P. Ranney, que había tramitado el caso de Sacco y Vanzetti. Ambos estuvieron de acuerdo en que no se debía intentar nada con la confesión de Madeiros hasta que el Tribunal Supremo de Massachusetts decidiera sobre su apelación. El Tribunal Supremo de Massachusetts aceptó, el 31 de marzo, el recurso de casación contra la sentencia de Madeiros, argumentando que el presidente del tribunal había omitido | 226


señalar a los miembros del jurado, durante el proceso, que el acusado debía ser considerado inocente hasta que se probara lo contrario. El presidente del tribunal en el proceso de Madeiros se llamaba Thayer. Que los jueces supremos hubieran actuado de manera tan sensible respecto a los derechos de Madeiros debió asombrar a Thompson. En el caso de Sacco y Vanzetti no veían ningún motivo para poner en duda la manera en que Thayer había llevado la vista, ni para determinar el estilo de este como razón para un recurso de casación. Pero Madeiros era un asesino común y corriente, no un radical. Aunque Madeiros era considerado inocente después de la decisión alcanzada por la Tribunal Supremo, este no dio ninguna muestra de querer retractarse de su confesión, muy por el contrario: mientras esperaba en Dedham su nuevo proceso, entregó nuevas declaraciones juradas respecto al delito. En mayo de 1926 fue llevado, por segunda vez, a juicio por el crimen de Wrentham y encontrado culpable de aquel delito. La sentencia fue pena de muerte. Thompson sabía que la confesión sobre el asalto de South Braintree necesitaba de pruebas adicionales por la larga carrera criminal de Madeiros. Confiaba en ese hombre y en la razón que había dado para su confesión, «me dan lástima la esposa y los hijos de Sacco», pero con esto no podía convencer a ningún juez. Necesitaba otras pruebas que corroboraran lo dicho por Madeiros. Herbert Ehrmann, un joven abogado de Boston, fue contratado por Thompson para que indagara la mayor cantidad posible de hechos. Este se puso manos a la obra y pronto dio con lo que buscaba. Al primero que visitó fue al jefe de policía de Providence; cuando le preguntó si había alguna banda local que se especializara en robos de vehículos de transporte, este le habló de la banda Morelli. Se trataba de una banda formada por los cinco hermanos Morelli, una especie de empresa familiar, todos italianos nacidos en Estados Unidos. Para la policía de | 227


Providence y New Bedford no eran desconocidos, su expediente delictivo era notable. De algo más le informó el jefe de policía al abogado: en la época del asalto realizado en South Braintree, los hermanos Morelli estaban siendo juzgados por el atraco a un camión de transporte, pero tres de ellos se hallaban, el 15 de abril de 1920, en libertad bajo fianza. Cuando Ehrmann se enteró de que cinco de los cargos se referían al robo de calzado en la fábrica Slater & Morrill en South Braintree, supo que la declaración codificada de Madeiros comenzaba a transformarse en hechos concretos. Esto lo llevó a realizar sus pesquisas mucho más tenazmente que antes. En la comisaría de New Bedford, en cuyo distrito la banda Morelli había cometido la mayoría de sus delitos, fue informado por los agentes de que la banda había estado bajo sospecha de haber cometido el asalto de South Braintree. Pero después de haber sido detenidos Sacco y Vanzetti no le habían dedicado más atención a esta idea. Lo que sí les llamó la atención aquella vez fue que Mike Morelli había sido visto conduciendo un Buick nuevo, que después del asalto desapareció. Uno de los hermanos Morelli, Joe, fue visitado personalmente por Ehrmann, en el centro de detención de Leavenworth, e interrogado sobre el asalto. Joe, que estaba cumpliendo una pena, negó todo enfáticamente y se mostró resoluto: «No voy a permitirle que malogre mi buena reputación ante el director del penal», dijo agresivamente y remitió al abogado para que hablara con un hombre llamado Mancini. «Quizás le pueda decir algo sobre Sacco...». Anthony Mancini, uno de los tantos miembros de la banda Morelli, cumplía una condena por asesinato en la prisión de Auburn. Había dado muerte a un cómplice; contrariamente a lo que había sucedido con Sacco, Vanzetti o Madeiros, había sido juzgado por un jurado clemente que le había sentenciado solo a una pena de presidio mayor. Cuando se le preguntó sobre Sacco y Vanzetti, el asesino profesional quedó pensativo: | 228


«¡Ah!, ellos no son bandidos, son radicales... Creen que todo lo que se tiene hay que compartirlo». Más detalles no quiso contarle a Ehrmann, nada sobre si había o no tomado parte en el asalto el 15 de abril o si sabía algo al respecto. «No, no sé nada sobre eso...», dijo resueltamente. Ehrmann no se dio por vencido. Quería presentarle al representante del fiscal de distrito, Dudley P. Ranney, pruebas irrefutables. Presentarle a ese mismo hombre que días atrás, al serle propuesta la idea de anular la acusación contra Sacco y Vanzetti, basándose en la confesión de Madeiros, había contestado despóticamente: «solo sobre mi cadáver». Deseaba impresionarle con nuevos hechos que le obligaran a retirar la acusación contra sus clientes. Viajó a Nueva York con la aprobación de Thompson para someter el arma de Mancini a un peritaje balístico. La banda Morelli poseía una gran cantidad de armas automáticas Colt calibre 32, del mismo tipo a la encontrada en el bolsillo de Sacco. La bala que mató a Berardelli había sido disparada con un arma similar, pero, de dónde provenían las otras cinco, incluyendo la que había matado a Parmenter, no se había llegado a determinar en el proceso. Un perito de la defensa dijo que las balas habían sido disparadas por un arma de origen desconocido, de calibre 7,65. Lo mismo fue corroborado por Hamilton, el experto en balística que declaró como testigo de descargo. Pero esa opinión no encontró resonancia ni en el juez ni en los miembros del jurado. En Nueva York, en el expediente del caso Mancini, encontró la prueba que buscaba; el arma homicida usada en el crimen era un Colt automático calibre 7,65. Cuando Ehrmann cerró su investigación se encontraba totalmente seguro de haber reunido pruebas que le llevarían a identificar a los verdaderos autores del asalto de South Braintree. No solamente había identificado a la banda Morelli como presuntos autores de este crimen, sino también las armas usa| 229


das aquella vez. Incluso creía poder demostrar el paradero de una parte del botín. Poco después del atraco a South Braintree, Madeiros fue sentenciado a cinco meses de presidio por robo reiterado. Inmediatamente después de haber sido puesto en libertad realizó, junto a una amiga, un viaje de placer: atravesó todo el país y llegó hasta México. Indagaciones realizadas por aquel entonces dieron como resultado que Madeiros, un hombre falto de recursos, había recibido en su cuenta bancaria, al salir de la cárcel, un depósito de 2.800 dólares. Ehrmann estaba seguro de que se trataba de su parte del botín. Pero al fin y al cabo era el fiscal de distrito quien debía realizar su propia investigación, procesar a la banda Morelli y dejar decidir a los miembros del jurado. Él solamente podía entregar las pruebas; no podía declarar culpables a los presuntos autores. Pero el fiscal de distrito no mostró ningún interés. Ranney leyó la notificación en nombre de la Fiscalía del distrito: «Creemos haber encontrado la verdad y habiéndola encontrado no existe ninguna otra cosa que pueda jugar un papel en esto». La teoría Morelli, que planteaba que el asalto en South Braintree habría sido obra de una banda profesional, fue presentada en una sexta apelación por Thompson, el 26 de mayo de 1926. La petición no solo hacía referencia a la confesión que Madeiros había realizado, sino también a las pruebas que Ehrmann había reunido en un esforzado trabajo de investigación. Se trataba de lograr la reapertura del caso. Y nuevamente debía decidir un hombre, un hombre que estaba a la cabeza de la conspiración que quería condenar a dos inocentes: el juez Thayer. Vanzetti, que seguía los acontecimientos desde la prisión de Charlestown con la misma inquietud que Sacco lo hacía desde Dedham, se había llegado a convencer de las cualidades profesionales de su abogado. En la carta del 19 de septiembre de 1926 lo elogió ante su hermana Luigia: «Las razones argumentadas en la apelación por Thompson son grandiosas». También | 230


le comentó sobre la serie de artículos que había escrito este sobre el caso y que habían sido publicados por el New York Times, «totalmente a nuestro favor». El 1 de octubre le escribió en otra carta: Cuando la vista concluyó, el juez Thayer dijo que iba a necesitar varias semanas para poder llegar a una determinación... Esa excusa es solo un subterfugio; sirve para engañar un poco a los idiotas. La verdad es que Thayer no quiere permitir una reapertura del caso porque sabe que lo ganaríamos. Sabe que, si aprueba la revisión de la causa y si esta no se lleva a cabo, como acontece algunas veces, sería como confirmar que todas las críticas vertidas contra la autoridad se basan en hechos. Aprobar una revisión de la causa y realizarla sería aún más grave porque se descubrirían uno a uno todos los errores, los abusos y falsedades que se cometieron contra nosotros: se llegaría a un escándalo de monumentales proporciones. Solo hay una salida para Thayer y con ella puede ganar, denegarnos la revisión de la causa... Un reportero del New York World, que asistió como corresponsal a la vista y que analizó en detalle el caso, me escribió una carta muy optimista y alentadora... Yo, que no he tenido la suerte de convertirme en un periodista de renombre, sino que más bien he tenido la mala suerte de ganar una experiencia personal cruel, me mantengo neutral. Más bien pesimista...

El pesimismo de Vanzetti se vio nuevamente reforzado. El 31 de octubre de 1926 el juez Thayer decidió, en una declaración de 2.500 palabras, que los nuevos medios probatorios no eran suficientes para decretar la reapertura de un proceso. Cuando Thompson comunicó la denegación a Vanzetti, este se sumió en la desilusión y la rabia. Y también en viejos recuerdos. Ya le había pasado una vez: a fines de 1921 su abogado Fred Moore había recibido un soplo desde los bajos fondos. Dos hombres, Frank Silva y James Mede, habían tomado parte en el fallido asalto por el que Vanzetti fue condenado en Ply| 231


mouth. Moore visitó a Mede, que se encontraba en la cárcel de Charlestown. Por una cantidad no determinada de dinero, Mede conversó sobre los preparativos para el robo en Bridgewater. Sí, él había planeado el asunto junto a Frank Silva, quien no llegó a participar en él porque fue detenido poco antes por otro delito. El atraco fue cometido por Silva y otros tres hombres. Moore visitó más tarde a Silva en la prisión de Atlanta, pero sin mayor resultado. Silva guardó silencio. En aquella época, a fines de 1921, Vanzetti había tenido la esperanza de que su condena por el crimen de Bridgewater fuera levantada. Pero se engañaba a sí mismo. Las autoridades de Massachusetts no tenían el más remoto interés en Silva ni en Mede, pues ya tenían a un culpable: él. Desilusionado escribió el 3 de septiembre a su familia: «Ahí están las declaraciones de un detenido, pero los compañeros y yo nos encontramos reticentes a tomar este camino... No podemos jugar el papel de policías». Hay que conocer el modo de pensar anarquista para entender que, según ellos, es inmoral cooperar con las autoridades estatales para lograr la detención de delincuentes, por eso Moore y los miembros del Comité de Defensa no fueron persistentes con la declaración de Mede. Las autoridades no querían creer a Vanzetti, ni a Moore, ni a ninguno de sus correligionarios anarquistas. El dogmatismo había bloqueado la visión de la realidad. Ahora que Vanzetti tenía en sus manos la denegación de Thayer, estaba seguro de que tampoco aquella vez el juez Thayer habría permitido, basándose en la confesión de Mede, anular su sentencia. Para él, Sacco y Vanzetti eran el diablo redivivo sobre la tierra y quería la cabeza de ambos. La resolución de Thayer ignoró totalmente la confesión de Madeiros, así como también la abundante cantidad de pruebas reunidas por Ehrmann. En su lugar se ocupó principalmente de la afirmación de Thompson que aseguraba que existían in| 232


dicios concretos para suponer que Katzmann habría trabajado con el Ministerio de Justicia para conseguir la condena de dos italianos radicales. Thompson había sometido a discusión, en su detallada y amplia petición, el sospechoso papel del Ministerio de Justicia en el caso Sacco y Vanzetti. Tenía razones suficientes para hacerlo. Había conseguido declaraciones juradas de dos antiguos funcionarios del Ministerio de Justicia que afirmaban que, ya antes de ser detenidos, Sacco y Vanzetti se encontraban en la lista «de radicales bajo observación». Aparte de esto dijeron que funcionarios del Ministerio de Defensa habían sido enviados al proceso de Dedham para recopilar antecedentes sobre sus actividades radicales o las de sus testigos y simpatizantes. Uno de los funcionarios, Fred J. Weyand, que había participado en las batidas dirigidas por Palmer, describió en esta declaración jurada sus experiencias. De vez en cuando llegaban instrucciones del director del Ministerio de Justicia en Washington relacionadas con el caso Sacco y Vanzetti... A este caso específico correspondían los acostumbrados procedimientos del acuerdo alcanzado entre los funcionarios del Ministerio de Justicia en Boston y el fiscal de distrito, según el cual el Ministerio de Justicia debía prestar su ayuda para conseguir una sentencia mientras que la otra parte debía entregar a los funcionarios del ministerio la información que ellos deseaban... Los funcionarios de Boston consideraban anarquistas a ambos tipos y esperaban, por las declaraciones en el proceso por homicidio, poder lograr las suficientes pruebas inculpatorias que permitiesen aplicarlas en contra de ellos en el caso de que no fueran condenados a muerte. La correspondencia entre el señor Katzmann y el señor West (director de la división general de inteligencia de la oficina de investigaciones de Boston), se encuentra en los expedientes de la oficina central del ministerio en Boston. El señor West envió a Katzmann información de las actividades | 233


radicales de Sacco y Vanzetti para que fuera usada en sus interrogatorios... Estoy y estuve siempre convencido de que cada funcionario del Ministerio de Justicia en Boston sabía de ese asunto, que eran conscientes —y siempre lo fueron— de que en realidad aquellos dos hombres no tenían ninguna relación con el homicidio de South Braintree y que su condena era el resultado del trabajo mancomunado entre los funcionarlos del Ministerio de Justicia de Boston y el fiscal de distrito…

Una segunda declaración jurada, entregada por el ex empleado público Lawrence Letherman, confirmó las informaciones de su colega. Esa cooperación entre el fiscal de distrito y el Ministerio de Justicia suministró a Thompson la prueba que ratificaba que Sacco y Vanzetti habían sido condenados por sus opiniones políticas. Ellos no solo eran inocentes, sino que eran víctimas políticas. En su resolución de denegación, Thayer no creyó descubrir ninguna interacción entre el Ministerio Federal y la justicia de Massachusetts. Acusó a Thompson de «histérico» porque había inculpado a Katzmann «de cooperación conjunta para llevar a ambos acusados a la silla eléctrica no porque fueran asesinos sino porque eran radicales». Al final de su resolución escribió: Está bastante claro que el abogado no sabe de qué están compuestas esas pruebas. Y si así fuese, ¿cómo podría comprobar el tribunal que existen pruebas para una conspiración si estas no se pueden presentar? No se puede presentar lo que no existe.

Era el colmo de la estupidez. Era evidente que Thompson no podía entregar pruebas detalladas; al fin y al cabo, el tribunal había rechazado su petición, que exigía la entrega, a través del fiscal de distrito, de los archivos del Ministerio de Justicia. El aparato jurídico demostraba su poder impúdicamente. | 234


El respetado publicista y jurisconsulto Felix Frankfurter, entonces profesor de Derecho Administrativo en Harvard, resumió su análisis de las resoluciones de Thayer en un libro titulado The Case Sacco and Vanzetti: Hablo aquí como alguien que tiene una experiencia considerable en Derecho Penal, cuya tarea especial fue durante mucho tiempo la de examinar procesos de apelación para el Gobierno y que su actividad científica actual consiste en investigar y examinar una gran cantidad de protocolos procesales, las sentencias basadas en ellos y sus diferentes puntos de vista. Refiriéndome en todo caso a la época más reciente, compruebo con gran pesar, pero sin el más mínimo temor ante la refutación, que la inaudita decisión del juez Thayer guarda relación con la discrepancia entre lo que declaran las actas y lo que pone de manifiesto la decisión. Su detallado documento de 2.500 palabras se podría caracterizar, estrictamente hablando, como una mezcolanza de citas falsificadas, tergiversaciones, omisiones y mutilaciones. Un observador imparcial, a través de este documento, no podría llegar a saber la verdad sobre las nuevas pruebas que le fueron presentadas al juez como base para una revisión del caso. La decisión fue al pie de la letra impuesta con errores comprobables e impregnada de un espíritu que es extraño a una presentación jurídica.

Otros intelectuales también hicieron sentir su voz. John Dos Passos, uno de los escritores más conocidos de Estados Unidos, presentó en 126 páginas un detallado documento de defensa titulado Facing the Chair 3, que fue vendido por cincuenta centavos de dólar. En él atacaba, sobre todo, la incorrección del proceso, el papel del Ministerio de Justicia y la obstrucción a la defensa. No solo las letras de Dos Passos hallaron amplio John Dos Passos, Ante la silla eléctrica. La verdadera historia de Sacco y Vanzetti, Errata Naturae, Madrid, 2011. | 235 3


interés en la opinión pública. Casi todos los periódicos más importantes del país, tanto los de tendencia izquierdista como los burgueses y liberales, informaron sobre el caso después de haber sido hecha pública la resolución de Thayer. Esto se le debía agradecer a Thompson, que se había esmerado en lograr el apoyo de los círculos burgueses. Las manifestaciones y las protestas ya no se circunscribían a las organizaciones laborales o sindicatos (hasta el Partido Comunista de Estados Unidos, que mantenía una fuerte polémica con los anarquistas por el «correcto camino de la revolución», había fundado el comité de emergencia Sacco y Vanzetti), sino que era asunto de miles de ciudadanos estadounidenses encolerizados por la actuación de las autoridades judiciales. Las protestas a favor de Sacco y Vanzetti no se produjeron únicamente en Estados Unidos. En casi todas las metrópolis europeas se realizaron manifestaciones y reuniones; literatos famosos, actores, sindicalistas y políticos, se posicionaron a favor de ambos hombres cuyo caso comenzaba a agudizarse. El diario conservador Boston Herald, que había abanderado una encarnizada lucha contra Sacco, Vanzetti, sus abogados defensores y sus amigos, publicó inmediatamente después de enterarse de la resolución de Thayer un editorial firmado por F. Lauriston Bullard que posteriormente le valió ser merecedor del premio Pulitzer. En este editorial se podía leer: En nuestra opinión, Sacco y Vanzetti no deberían ser ejecutados de acuerdo con la sentencia que los miembros del jurado alcanzaron el 24 de julio de 1921. Ellos no saben si esos hombres son inocentes o culpables. No tenemos ni la menor simpatía con el primitivo punto de vista que sustentan. Pero mientras los meses se convirtieron en años y el gran debate sobre el caso se estancó, nuestras dudas aumentaron y, vacilantes, nos vimos obligados a cambiar nuestra opinión original... Leímos la resolución contraria a la revisión del caso dictada por el juez Webster Thayer, el mismo que actuó como presidente | 236


del tribunal en el primer caso, y somos de la opinión de que el contenido de esta corresponde a la de una parte interesada y no a la de un juez imparcial...

Desde luego hubo otras opiniones. En el Dearborn Independent del 11 de diciembre de 1926 se pudo leer: Los partidarios de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, que ya han sido condenados a muerte, intentan ahora obligar al gobernador Fuller a que los indulte... El Tribunal Supremo de Massachusetts reconoció que esos hombres tuvieron un proceso correcto. El presidente también se expresó en este sentido y se negó a reabrir nuevamente el caso. A los acusados se les regaló cinco años de sus vidas mientras los más renombrados abogados examinaban cada detalle del proceso con la esperanza de poder encontrar un error procesal. Cada acusado tuvo inimaginables posibilidades para demostrar su inocencia... Solo porque Sacco y Vanzetti son miembros militantes de un partido revolucionario se produce un gran griterío. Amenazas de ejecución circulan por doquier. Organizaciones radicales y diferentes matutinos en todo el país exigen su puesta en libertad...

Ya había sido publicada una entrevista, hecha al gobernador Alvan T. Fuller, en el Success Magazine con el título «Por qué creo en la pena de muerte». En ella Fuller dejó claro su punto de vista en relación con el caso Sacco y Vanzetti: «Ninguna consideración con los asesinos, no claudicar ante las presiones de la opinión pública». Fuller veía en esto una agresión al orden gubernamental y a la percepción de justicia que tenían los jueces del país, en los que confiaba plenamente. La entrevista terminaba con un claro reconocimiento: Deseo dejar algo en claro: estoy estrictamente a favor de que se ejecute la pena de muerte, que se ajusticie a aquellos que les han quitado la vida a otros. Ahora se va a utilizar a amigos, pa| 237


rientes e incluso a periódicos para ganar al hombre que ha sido encargado por el Estado para que, ante todo, haga cumplir la ley.

Mientras el gobernador Fuller se dedicaba a divulgar públicamente su opinión sobre la pena de muerte, el Tribunal Supremo revisaba la resolución de Thayer. También los jueces supremos habían pasado por alto este obstáculo. A pesar de la gran cantidad de reparos y objeciones realizadas por prominentes jurisconsultos, no habían podido encontrar nada que objetar en la determinación de su colega. Habían transcurrido casi siete años desde la detención de Sacco y Vanzetti y aproximadamente seis desde que se había dictado la sentencia. El 9 de abril de 1927, cuatro días después de que el Tribunal Supremo confirmara la resolución de Thayer, Sacco y Vanzetti fueron llevados desde sus celdas hasta donde había comenzado la conspiración jurídica: a la sala de audiencias del tribunal de Dedham.

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12 «¡Ustedes están condenando a muerte a dos inocentes!»

«¡NICOLA SACCO!». El oficial del juzgado se levantó. «¿Tiene usted alguna razón que prohíba ejecutar la pena de muerte a la que está condenado?». «Sí, señor», contestó desde el interior de la jaula de acero y dirigió su mirada hacia el banco del juez. Ese trono era ocupado por el juez Thayer, que estaba flanqueado por el pabellón patrio. «No soy un gran orador. Mi dominio del inglés es escaso, y como mi amigo, aquí presente, quiere hablar amplia y detalladamente, deseo darle la oportunidad para que lo haga». Hizo una pequeña pausa y cuando se disponía a tomar asiento, el sentimiento y la emoción le embargaron: Nunca tuve conocimiento, nunca escuché, ni siquiera encontré en la lectura de la Historia algo tan cruel, algo tan parecido a este tribunal. Después de siete años de proceso aún se nos tiene como culpables. Y esa gente sensible fue llamada hoy, al igual que nosotros, ante este tribunal. Sé que va a ser una condena entre dos clases sociales, entre la clase de los desposeídos y la de los ricos, que siempre van a estar en un constante conflicto. Fraternizamos con la humanidad a través de libros, escritos y documentos. Ellos persiguen al pueblo, lo tiranizan y lo asesinan. Pretendemos educar al pueblo. Ellos intentan engendrar un abismo entre nosotros y otros grupos sociales que nos odian. Es por esto que hoy me encuentro sentado en este banco, porque pertenezco a la clase de los reprimidos y dominados. | 239


Juez Thayer, usted lo sabe, usted conoce toda mi vida. Usted sabe por qué fui traído hasta aquí y por qué después de perseguirme a mí y a mi esposa durante siete años aún nos condenan a muerte. Me gustaría narrar toda mi vida. ¿Pero, qué sentido tendría? Usted sabe desde hace mucho tiempo lo que he dicho, lo que ha dicho mi amigo, quiero decir mi compañero, que luego va a tomar la palabra porque puede hablar mejor que yo. Mi compañero y camarada, una persona alegre, ha sido condenado por ustedes dos veces, por el caso de Bridgewater y, junto a mí, por el de Dedham, a pesar de ser inocente. Usted no se da cuenta de toda esa gente que durante siete años ha estado a nuestro lado, ha simpatizado con nosotros y ha demostrado su gran fuerza y amistad. De esto usted no se preocupa. Entre el pueblo, entre los compañeros y camaradas, entre la clase trabajadora hay una legión de intelectuales que han estado a nuestro lado estos siete largos años intentando impedir esta inicua sentencia: a pesar de todo el tribunal continúa con su propósito. Pienso que… quiero agradecerles a todos, a toda la gente, a mis compañeros y camaradas, que estuvieron durante siete años a mi lado, con el caso Sacco y Vanzetti... ahora deseo darle la palabra a mi amigo... He olvidado algo, mi compañero me lo ha hecho recordar. Como ya dije, el juez Thayer conoce toda mi vida y sabe que nunca he sido culpable, nunca... ni ayer, ni hoy, jamás.

Thayer parecía frío y petrificado. No realizó ni un gesto. En la sala de audiencias del tribunal de Dedham, que aquel día no era capaz de dar cabida a todos los parientes, amigos y, en especial, a toda la gente de la prensa allí presente, reinaba un silencio embarazoso. Sacco, que se veía abatido y apesadumbrado después del rechazo de la apelación, se había rebelado. Aquí, donde se debía imponer fría y definitivamente la pena de muerte, se había descargado toda la ira acumulada, toda la desilusión y la impotencia. «Bartolomeo Vanzetti, ¿tiene usted alguna razón que prohíba ejecutar la pena de muerte a la que está condenado?» La voz del oficial del juzgado rompió el silencio reinante en la sala. | 240


«Sí», contestó Vanzetti. Se puso de pie y comenzó su alocución en tono tranquilo. Durante 45 minutos: Sí, lo que deseo decir es que soy inocente, tanto del delito de South Braintree como del crimen de Bridgewater; que no solamente soy inocente de haber cometido esos delitos, sino que también soy inocente porque nunca en mi vida he robado alguna cosa o he derramado sangre. Eso no es todo, soy inocente, no solo porque no cometí ambos crímenes, no solo porque nunca en mi vida robé ni derramé sangre sino porque toda mi vida, desde que comencé a pensar, he luchado para que desaparezca el crimen de la faz de la tierra. Cualquiera que conozca estos brazos, sabe con seguridad que no necesito salir a la calle para asesinar a un hombre y robarle su dinero. Con la fuerza de mis brazos puedo vivir y puedo hacerlo bastante bien... Pues bien, debo reiterar que no solo soy inocente de todo aquello; en toda mi vida he cometido acto criminal alguno, si acaso algún pecado de juventud, pero ningún delito, no solo he luchado para hacer desaparecer el crimen, tanto el crimen que condena la ley y la moral oficial, como también el crimen que consienten y consagran estas. La explotación y la opresión del hombre por el hombre. Si existe una razón para que me encuentre hoy aquí siendo inocente, si verdaderamente hay una razón para que en un par de minutos me puedan destruir, es esta última y ninguna otra... Todos están a nuestro lado, los grandes pensadores europeos, los grandes mandatarios europeos. Los pueblos de naciones lejanas han alzado la voz a nuestro favor. ¿Sería posible que alguno de los miembros del jurado, dos o tres, condenaran a su madre para alcanzar la gloria mundana y la felicidad terrenal? ¿Sería posible que pudiesen tener razón cuando el mundo dice, y todo el mundo ya lo dijo, que es falso lo que yo sé que es falso? Si existe alguno, entonces debo saberlo: si es correcto o si es falso, yo y ese hombre. Estamos desde hace siete años en prisión. Lo que hemos padecido en estos siete años no puede ser narrado por ninguna len| 241


gua humana y a pesar de este sufrimiento me ven ante ustedes sin temblar, me ven que soy capaz de mirarles a los ojos sin enrojecer, sin demudarme, sin avergonzarme o angustiarme. Eugene Debs dijo que ni siquiera un perro, o algo parecido, ni siquiera un perro que hubiese matado gallinas, habría sido condenado por un jurado estadounidense con las pruebas que el fiscal de distrito presentó contra nosotros. Pienso que ni siquiera a un perro roñoso se le hubiese denegado por segunda vez una apelación ante el Tribunal Supremo de Massachusetts, ni siquiera a un perro sarnoso. Se acordó, bajo este mismo techo, permitir una revisión de la causa de Madeiros con el argumento de que el juez había olvidado decir a los miembros del jurado que un acusado tiene que ser considerado inocente hasta que el Tribunal no pruebe lo contrario. Este hombre confesó. Fue llevado a juicio y confesó, y la corte permitió la revisión. Nosotros demostramos que no puede haber sobre la tierra ningún juez tan cruel y prejuicioso como usted es y ha sido con nosotros. Sin embargo, se nos niega una revisión de la causa. Sabemos, como también lo saben ustedes muy dentro de sus corazones, que desde un principio estuvieron en contra nuestra, casi desde el momento en que nos vieron por primera vez. Ya antes de vernos sabían que éramos radicales, que éramos oprimidos, que éramos enemigos de las instituciones del Estado, instituciones en las que creen y valoran de corazón, cosa que no voy a condenar. Y por esto fue fácil, desde el principio del primer proceso, obtener una sentencia... Saben también que ustedes se manifestaron abiertamente contra nosotros, que hablaron de su odio y de su menosprecio con amigos en un viaje en tren, en el club universitario de Boston, en el club de Golf de Worcester. Estoy seguro de que, si la gente ante la que fuimos denigrados tuviese el coraje, tuviese la valentía de testificar, quizás, y siento tener que decirlo, su señoría, pues usted ya es un anciano como mi padre, sería usted el que estaría en el lugar en donde nosotros nos encontramos y pienso que con justa razón… Mi primer abogado se convirtió en el socio del señor Katzmann. El primer abogado que tuve, el señor Vahey, no me defendió. Me vendió por treinta monedas de plata, así como Judas | 242


vendió a Cristo. Si ese hombre y el señor Katzmann no le dijeron que era culpable fue porque sabían que era inocente. Él pronunció un largo discurso ante los miembros del jurado sobre cosas que carecían de importancia. Pasó por encima de los puntos más relevantes de ese proceso con solo un par de palabras. Naturalmente esto debe haber causado la impresión ante los miembros del jurado de que mi abogado defensor no tenía nada que decir; él tenía que actuar como un ser rastrero para poder omitir, con su silencio, las cosas más determinantes y decisivas. Comparecimos ante el tribunal en un tiempo que pasó a la Historia. Me refiero a una época en la que había resentimiento histérico y odio contra las personas que compartían nuestros principios, contra los extranjeros, contra los vagos y holgazanes. Me parece, más bien lo sé, que tanto usted como el señor Katzmann hicieron todo lo que estaba en su poder para instigar contra nosotros todas las pasiones y prejuicios de los miembros del jurado... Las personas que componían el jurado nos odiaban porque estábamos contra la guerra. No podían hacer una diferencia entre un hombre que está contra ella porque cree que es injusta, porque es un cosmopolita, y uno que... está a favor de otro país, que lucha contra nosotros porque es un espía, que comete un crimen al servicio del país de su convicción. No somos gente de esa calaña. Nadie puede decir que somos espías alemanes o espías de alguien. Katzmann lo sabe bastante bien. Katzmann sabe que estamos en contra de la guerra porque no le encontramos sentido. Creemos que las guerras son erróneas, que después de diez años nos podemos dar cuenta de sus consecuencias y resultados. Estamos más convencidos que nunca de que es falso comenzar una guerra. Deseo subir al patíbulo diciéndole a la humanidad: mirad, estáis en las catacumbas. ¿Para qué? Todo lo que se les dijo y se les prometió fue una falsedad, un engaño, un crimen. ¿Dónde está la libertad?, se os prometió progreso ¿y dónde está tal progreso? Ya lo dije, no soy culpable de este crimen, nunca en mi vida he cometido crimen alguno. No robé, ni maté, ni derramé sangre ajena. Luché contra el crimen y me sacrifiqué por extinguir aquello que la ley de la Iglesia y el Estado legitima y consagra. | 243


No le deseo a ningún perro o víbora lo que a mí me ha sucedido, por cosas de las que no soy culpable, ni siquiera a la criatura más baja y mísera sobre la tierra. He tenido que padecer porque soy un radical. He tenido que sufrir porque soy un italiano. Soy radical. Soy italiano. He padecido más por mi familia y por la gente que está cerca de mí. Estoy convencido, me pueden matar solo una vez, pero si fuera posible me ejecutarían por segunda vez. Y si volviese a nacer, volvería a vivir como lo he hecho y haría lo que hasta hoy he hecho. No tengo nada más que decir. Les agradezco su atención.

El juez Thayer se levantó para pronunciar la pena de muerte, pero antes de hacerlo creyó necesario dar una explicación. Con voz sutil intentó demostrar que su conciencia jurídica era inmaculada: Según la ley de Massachusetts los miembros del jurado son los que deciden si un acusado es culpable o inocente. El juez no tiene en absoluto nada que ver con esa cuestión. La ley de Massachusetts determina que el juez no tiene interferencia en los hechos. Todo lo que él puede hacer, a partir de la ley, es exponer las pruebas. Durante el proceso se produjeron muchas reclamaciones y recursos de queja. Esos recursos fueron presentados al Tribunal Supremo. Este examinó todas esas actas y la decisión definitiva fue: «el veredicto alcanzado por los miembros del jurado es justo». Las objeciones fueron desestimadas. Dado que esta es la verdad, al tribunal solo le quedaba una cosa que hacer. Esto no es una cuestión de criterios, es una necesidad fija en los estatutos, y como es real, al tribunal solo le queda cumplir con su deber, es decir, pronunciar la sentencia. En primer lugar, el tribunal pronuncia la sentencia contra Nicola Sacco. El tribunal reconoce y dispone que usted, Nicola Sacco, deba sufrir la pena de muerte a través de la aplicación de electricidad en su cuerpo. En la semana que comienza con un domingo, el décimo día del mes de julio, en el año de nuestro señor mil novecientos veintisiete. | 244


La condena entra en vigor. El tribunal reconoce y dispone que usted, Bartolomeo Vanzetti...

«Espere unos minutos su señoría, ¿puedo hablar con mi abogado?», exclamó Vanzetti, pero Thayer continuó impertérrito: «Pienso que debo pronunciar la condena: que usted Bartolomeo Vanzetti deba sufrir la pena de muerte...». «¡Usted sabe que soy inocente!, le gritó Sacco. Estas son las mismas palabras que pronuncié hace siete años. ¡Ustedes están condenando a muerte a dos inocentes!». Thayer elevó el tono de voz: ... a través de la aplicación de electricidad en su cuerpo. En la semana que comienza con un domingo, el décimo día del mes de julio, en el año de nuestro señor mil novecientos veintisiete. La condena entra en vigor.

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13 Libertad o muerte

LA CONFIRMACIÓN DE LA CONDENA de Dedham desató una oleada de cartas de protesta, peticiones y llamadas telefónicas dirigidas a un hombre: al Gobernador de Massachusetts, Alvan F. Fuller. Este había hecho una típica carrera americana, una carrera selfmade. Crecido en un ambiente de clase media, comenzó como propietario de un local de bicicletas y llegó a convertirse en el mayor accionista de la fábrica de automóviles Packard, a decir verdad, en el hombre más rico de Massachusetts. El periódico neoyorquino Herald Tribune escribió sobre él: Según estimaciones cautelosas, su fortuna se calcula en unos veinte millones de dólares; pero la gente del sector económico de Boston opina que su patrimonio alcanza los cuarenta millones.

Después de que Fuller se impusiera en los negocios, se dirigió a la política. Como miembro del Partido Republicano se instaló rápidamente en la Cámara de representantes. Allí, quien se definía a sí mismo como «una persona que cumple con agrado con sus deberes ciudadanos», ya en noviembre de 1919 había exigido la «ejecución de toda esa escoria de anarquistas, bolcheviques, militantes sindicales y revolucionarios». En 1924 fue elegido por segunda vez Gobernador y cumplió sus «deberes ciudadanos» con el total beneplácito del establishment político, tanto fue así que dos años más tarde fue confirmado en su cargo por los diputados. Fuller personificaba | 246


todos sus ideales: era rico, creyente y, por encima de todo, patriota. A este hombre le tocaba decidir entre la libertad, la cadena perpetua o el ajusticiamiento. El 4 de mayo la defensa dirigió a Fuller a una petición de gracia. Estaba firmada por Vanzetti, pero no por Sacco. Especialmente ahora, en el estadio más dramático de su caso, se veía cuán diferentes eran. Vanzetti luchaba con valor por su vida, en los largos años de encierro no había perdido esa fuerza, todo lo contrario: de sus derrumbes emocionales y de sus internamientos en clínicas psiquiátricas se había recuperado rápidamente, convirtiéndose en un luchador más tenaz. Curiosamente, la prisión le había otorgado una nueva identidad. Allí encontró tiempo para leer incontables libros y le enorgullecía su intercambio epistolar con «seres humanos que, encontrándome en esta situación fatal, pude volver a contactar a través de este medio». Comenzó escribiendo una gran cantidad de artículos y textos que fueron hechos públicos por diferentes periódicos. Vanzetti se transformó en un hombre público, recluido, pero no desconectado de la discusión política. Sacco, por el contrario, había sido vencido por los largos años de prisión, las constantes disputas con la justicia y el desconsolado existir entre la esperanza y la resignación. Pero su aflicción mayor era la separación de su familia. En este punto había perdido toda fe en la justicia; secretamente deseaba un rápido fin. Un alivio, nada más. Por esto había renunciado a la petición de gracia, quería la libertad o la muerte. La negativa de Sacco enfadó mucho a Vanzetti. Este tuvo que cargar solo con el estigma del peticionario. Lo que más le había desagradado en su vida. Él, el luchador, el que había descrito en una carta a Fuller como a un verdadero «piojo plagado de dinero y vanidad, aquejado de un testarudo reaccionarismo», encontraba la postura de Sacco totalmente errada y de una gran estrechez de miras. | 247


Thompson, que tampoco se encontraba feliz con la conducta de Sacco, informó a Fuller de que la negativa de este se debía a su estado mental, desarrollado durante su reclusión. El abogado encomendó al doctor Myerson, el médico que había examinado a Sacco después del colapso nervioso sufrido en 1923, que corroborara sus conclusiones con un pequeño informe médico. El doctor Myerson habló con Sacco, que, entretanto, rechazaba cualquier contacto con las autoridades y se mostraba muy reservado ante los amigos, en la austeridad de su celda. El médico le escribió al colaborador de Thompson: «Señor Ehrmann, en mi opinión él no muestra ningún síntoma de enfermedad mental». Ante el doctor Myerson Sacco había repetido que deseaba la libertad o la muerte. Que no era culpable de haber cometido delito alguno y que por ello no deseaba ser indultado para tener que pasar el resto de su vida en prisión. Al final comentó: «Vanzetti es un buen amigo y compañero, pero tiene una noción del mundo diferente a la mía». El 1 de junio de 1927, el gobernador Fuller dio a conocer la nominación de un comité que le debía asesorar en su investigación del caso. Intentando demostrar que carecía de prejuicios y deseando hacer olvidar su odio encarnizado contra los rojos, invitó a la defensa para que expusiera personalmente su investigación sobre la banda Morelli. Cuando Thompson pidió a Fuller que interrogara a los testigos de cargo en presencia de los acusados, este lo desestimó rotundamente. Deseaba basar su decisión en los resultados del comité nombrado por él. «No pretendo tomar esta decisión a la ligera», les dijo a Thompson y a Ehrmann cuando estos abandonaban su oficina en el palacio de Gobierno de Boston. ¿Había algún motivo para ser optimista? ¿Se había transformado Fuller, un diputado anticomunista, en gobernador carente de prejuicios? Fuller había escogido a tres hombres para formar «su consejo de sabios»; al juez Robert Grant, al presidente de la Uni| 248


versidad de Harvard, Abbott Lawrence Lowell, y al presidente del Instituto de Tecnología de Massachusetts. Ellos constituyeron la llamada Comisión Lowell. Los tres eran totalmente inexpertos en temas delictivos. De Grant, un ex juez del Tribunal Sucesorio, se sospechaba que tenía un prejuicio contra los inmigrantes italianos. Después de que le robaran todo su equipaje en un viaje por Italia, cuando se encontraba entre amigos, solía llamar a los italianos «pícaros y granujas». Pero lo más manifiesto era que los tres miembros de la comisión representaban exactamente la clase social estadounidense ajena a la vida de gente como Sacco y Vanzetti. Sin embargo, no solo los ciudadanos liberales, que se preocupaban de la suerte de los condenados, habían puesto sus esperanzas en la Comisión Lowell y en la decisión que esta tomara, sino también los miembros del Comité de Defensa. Gardener Jackson, como siempre uno de los líderes organizadores, convenció a los demás miembros de este comité para que renunciaran a realizar protestas de apoyo durante el tiempo en que la Comisión Lowell se encontrara deliberando. Esta acción llevaría a evitar posibles repercusiones negativas. Refiriéndose a dicha comisión dijo: «Había escuchado constantemente cosas buenas sobre esta comisión y estaba seguro de que recibiríamos un dictamen totalmente objetivo». La Comisión Lowell comenzó su trabajo el 11 de julio. Las consultas se prolongaron hasta el 21 de ese mes. Diversos testigos fueron escuchados, entre ellos el profesor Guadagni y Albert Bosco, quienes habían confirmado la coartada de Sacco para el día 15 de abril con sus declaraciones, que la comisión pretendía poder demostrar como contradictorias. Pero esto no dio resultado, sus declaraciones levantadas en acta afirmando haberse encontrado en Boston el día de autos con Sacco, quedaron imperturbables. El juez Thayer, así como también Katzmann y los abogados defensores, tuvieron que someterse a las preguntas de la comi| 249


sión. Incluso se le permitió a Thompson someter a Katzmann a un interrogatorio; como era de esperar, este difería de los interrogatorios comunes: Thompson no debía escuchar las respuestas, estas solo podrían ser escuchadas por los miembros de la comisión. La consecuencia fue clara: Thompson no pudo desarrollar una estrategia referente a las preguntas y tampoco pudo crear una táctica que le permitiera aproximarse a Katzmann. El juez Thayer tuvo que hacer frente a las recriminaciones de la defensa, que le acusaba de haber estado desde un principio en contra de ambos acusados. Thompson y Ehrmann intentaron confirmar, por medio de declaraciones juradas, que había marcado con su comportamiento el proceso de Dedham y que también había influido en las decisiones concernientes a las apelaciones en perjuicio de Sacco y Vanzetti. Tres periodistas que habían seguido de cerca el proceso y las vistas posteriores se expresaron con relación a la actitud de rechazo de Thayer y al odio que tenía a los acusados y sus defensores. Una de ellos fue la reportera del International News Service, Elisabeth Bernhopf, que continuamente viajaba junto a Thayer en el tren de la mañana a Dedham. «Se comportaba de una manera como no debería hacerlo ningún juez. Se refería al abogado Moore como un anarquista de pelo largo venido del oeste que no le iba a intimidar…», dijo. John Beffel, reportero de Federated Press, entregó una descripción adicional de la hostilidad de Thayer. «Espere hasta que presente mi acusación a los miembros del jurado. Ya se la voy a presentar», dijo Thayer en su presencia. Frank P. Silbey, del Boston Globe, uno de los más respetados periodistas de Massachusetts, informó sobre unos comentarios durante una pausa procesal, en los que Thayer había llamado a los abogados defensores «malditos idiotas». Otros testigos también confirmaron su rudo y hostil rechazo. George V. Crocker, miembro del Club Universitario de Boston y antiguo concejal, declaró que, durante el proceso, Thayer | 250


le había dicho en repetidas ocasiones que Sacco y Vanzetti «son anarquistas y desertores, por lo tanto, no se merecen ninguna deferencia». También declaró que Thayer se expresó en su presencia diciendo que, de todos modos, había demasiados rojos en el país. Robert Benchley, redactor de la revista Life, confirmó de igual manera las agresiones de Thayer contra los inculpados. En 1921 visitó a un matrimonio amigo, el señor y la señora Coes, en Worcester. Ellos cultivaban la amistad con Thayer, que era miembro de su club de golf. Los Coes le participaron algunos comentarios de Thayer. Había insultado a Sacco y Vanzetti llamándoles «bastardos y bolcheviques que pretenden intimidarme». Pero les iba «a hacer sudar fuertemente». Mientras la Comisión Lowell se ocupaba de estas declaraciones juradas entregadas por la defensa, el gobernador Fuller invitaba a su despacho a gente heterogénea para escuchar su opinión sobre el caso. Aldino Felicani y Gardener Jackson fueron dos de los invitados para hablar con Fuller. Más tarde recordó Jackson esta reunión de la siguiente manera: Al final de nuestra conversación, en la que se nos hizo un sinfín de preguntas detalladas e insistentes, nos participó: señores míos, si todos los testigos fueran tan abiertos y honestos como ustedes, no tendría ningún problema para tomar una decisión sobre este caso. No dudo que han dicho toda la verdad o cuanto de esta conocen. Nos estrechó la mano, nos levantamos y abandonamos su oficina con la impresión de haber logrado algo. Cuando estábamos saliendo me llamó desde su escritorio: señor Jackson, tengo una última pregunta sobre una cuestión que no me ha quedado clara. Como soy un hombre de negocios, deseo siempre tener para todo una prueba escrita. La coartada que tenía Vanzetti para el anterior delito, por el que fue llevado a la corte y condenado... como decía, esta coartada nunca fue apoyada por alguna prueba escrita. | 251


Volvimos Felicani y yo a entrar en la oficina y allí le pudimos demostrar que Vanzetti había vendido anguilas ese día, que había 21 familias italianas que aquella mañana le habían comprado anguilas, exactamente en el momento en que supuestamente se encontraba participando en el asalto de Bridgewater. ¡No me diga nada más, señor Jackson!, dijo Fuller, así que se trata de italianos. A esa gente no se le puede creer.

Fuller corroboró lo que en el proceso de Dedham había sido obvio: los testigos de descargo de Sacco y Vanzetti eran, ante los ojos del fiscal de distrito, de los miembros del jurado y particularmente ante los del juez Thayer, testigos con testimonios carentes de importancia. Eran italianos, amigos, inmigrantes indeseados. La infame discriminación de esos engreídos dominadores les había golpeado con toda su dureza. Felicani y Jackson salieron de la oficina de Fuller con un dejo de insatisfacción e intranquilidad. ¿Cómo podían procurar pruebas irrefutables, aparte de las declaraciones testimoniales existentes, que aseguraran realmente que Vanzetti vendía anguilas mientras se realizaba el asalto en Bridgewater? Pero la cabeza de Vanzetti estaba en juego. Felicani logró encontrar, después de días de búsqueda, una prueba que hasta el momento no había sido considerada: en la buhardilla de un comerciante de pescados encontró una caja con facturas de acuse de recibo de American Express: en una de ellas constaba que el 20 de diciembre de 1919 se había recogido en la compañía Corso un barril de anguilas para ser llevado al vendedor de pescados Bartolomeo Vanzetti en Plymouth. Las anguilas debían ser transportadas a Plymouth el 22 o el 23 de diciembre para que Vanzetti las pudiese vender en Navidad. Las facturas de acuse de recibo fueron entregadas, de acuerdo con Thompson y Ehrmann, al Gobernador. Allí tenía la prueba que deseaba. Pero se engañaban con Fuller, que ante un secretario habría comentado: | 252


Desde Plymouth a Bridgewater hay solamente veinte millas. Un truco bastante inteligente, se comienza en Plymouth con las anguilas, se corre de prisa a Bridgewater para realizar el asalto y luego, ¡se vuelve a Plymouth para continuar vendiendo anguilas! ¿Puede existir una mejor coartada?

En ese momento ni Felicani ni los abogados sospechaban las palabras de Fuller. Se fiaban aún de su honradez y de la promesa «de tomar en cuenta todos los hechos y datos nuevos». Hasta Vanzetti se hallaba convencido del trabajo correcto de los tres sabios de Fuller. Optimista, le escribió a su hermana Luigia el 14 de julio sobre su interrogatorio ante la comisión gubernamental y caracterizó a sus miembros como «hombres de corazón y espíritu que solo decidirían en nuestra contra si estuviesen seguros de nuestra culpabilidad. Ya puedo dejar de temer». En una visita realizada a la penitenciaría de Dedham, a donde había sido trasladado Vanzetti temporalmente, Thompson y Ehrmann explicaron a los dos acusados que las perspectivas de salvación eran mínimas. Ya en las secciones de la comisión se habían dado cuenta de que sus miembros «se consideraban como fiscales que tenían el deber de desvalorizar o debilitar todo lo que hablaba a favor de la inocencia de ambos acusados». El gobernador Fuller postergó la ejecución del 10 de julio al 10 de agosto a causa del trabajo de la comisión. Solo un plazo piadoso, nada más que eso. El optimismo ingenuo de Vanzetti se volatizó después de la conversación con los abogados. El 17 de julio ambos comenzaron una huelga de hambre. «No podemos impedir que nos asesinen, pero podemos hacer saber al mundo que ellos son unos asesinos», dijo Sacco. En incontables ciudades estadounidenses y europeas salieron a la calle miles de personas para mostrar su solidaridad con Sacco y Vanzetti. Ellos no exigían el indulto, exigían una sentencia absolutoria. El caso se había transformado definitivamente en internacional y Fuller ya empezaba a sentir la pre| 253


sión de la opinión pública. Todo el mundo estaba esperando su decisión. Especialmente Sacco y Vanzetti, que en las celdas de Charlestown, a donde habían vuelto a ser trasladados, continuaban con su huelga de hambre. Fuller se dirigió a Charlestown el 22 de julio para entrevistarse con ellos. Expuso a la prensa que antes de tomar su decisión deseaba hacerse su propia imagen del caso. De hecho, parecía preocupado por la huelga de hambre que llevaban los condenados a muerte pues esta podía llegar a poner en peligro su salud por agotamiento. Era la lógica perversa del verdugo la que llevaba a Fuller hasta la cárcel: si han de morir que sea por medio de las descargas eléctricas de la ley. Sacco rehusó la conversación. «Pues, vea usted señor Gobernador ─contestó Sacco cuando Fuller le preguntó sobre las razones de su rechazo─, usted es millonario; a decir verdad, multimillonario, y no puede creer sencillamente que un pobre hombre como yo pueda tener algún tipo de derechos. Sería para usted una pérdida de tiempo tener que escuchar mi historia, mi visión de los hechos. No deseo ser descortés... pero, ¿por qué debería intentar engañarle diciéndole que creo en usted y por qué tendría usted que probar engañarme?». Fuller estuvo un largo momento irritado por la franqueza de Sacco. Luego se dirigió a la oficina del director del penal para entrevistarse con Vanzetti. En comparación con Sacco, este había aceptado la entrevista sin titubear. Creía, como de costumbre, que con su brillante retórica podía Influir en el Gobernador. Fuller quedo impresionado después de la hora y media de conversación que mantuvo con el condenado. Saliendo de su celda le comentó al director del penal: «una persona muy interesante». Vanzetti también sintió un cierto respeto por el Gobernador. En una carta escrita el 28 de julio a su familia comentó: «Parece ser, a su manera, un hombre sincero y bien intencionado». Pero el optimismo no se dejó ver en estas líneas: | 254


No puedo entender cómo nos puede considerar culpables con todas las pruebas que tenemos a nuestro favor. Temo que no da crédito a nuestros testigos, en su mayoría italianos, y que se deja persuadir por el hecho de creer que los miembros del jurado aún están convencidos de nuestra culpa.

Fuller permitió a Vanzetti que presentara su opinión sobre el proceso nuevamente, pero esta vez por escrito. En una amplia y extensa carta, que envió a Fuller el 27 de julio, describió sus experiencias como radical y extranjero: Supongo que usted sabe que la gente sencilla en Italia siempre ha sentido temor de la policía. Es difícil sobreponerse y vencer ese modo de pensar, especialmente cuando se sabe qué ha sucedido con nuestros compañeros de causa en ese país... Pareciese que la gente aún no ha comprendido que los italianos son de cualquier forma mal vistos, particularmente cuando se trata de gente pobre de la clase trabajadora. Sus hábitos no son los hábitos del estadounidense normal y corriente y por eso se convierten en sospechosos. No tienen ante los miembros de un jurado las mismas oportunidades que un estadounidense. El jurado actúa forzosamente con prejuicios contra ellos y cuando se pone de relieve que son italianos radicales, ya no hay manera de impedirlo... Antes de que un estadounidense esté dispuesto a colocar a un italiano en el mismo lugar que él ocupa y admita que probablemente pueda decir la verdad, el italiano debe hacer dinero y poseer una fortuna... Soy italiano, un extranjero en un país extranjero, y mis testigos son gente de la misma naturaleza. Fui acusado y condenado por los testimonios realizados en su mayoría por testigos estadounidenses. Todo está en mi contra; mi origen, mis convicciones y mi modesto oficio.

Este era el último intento para hacerle comprender a ese poderoso hombre sus sentimientos e ideas; a ese hombre que | 255


debía decidir sobre su cabeza y la de Sacco. El día que Vanzetti estaba escribiendo en su celda esta carta para Fuller, ese mismo día, la Comisión Lowell entregó al Gobernador su informe. Fuller comunicó a través de su secretario que quería hacer pública su decisión el 3 de agosto. Mientras Sacco y Vanzetti continuaban con su huelga de hambre, muchos esperaban. Esperaban cientos de periodistas de todo el mundo que habían llegado a Boston y que sitiaban el palacio de Gobierno, esperaban miles de manifestantes que habían salido a la calle para mostrar su solidaridad con los dos condenados a muerte, esperaban los miembros del Comité de Defensa, los abogados Thompson y Ehrmann, la hermana de Vanzetti, su hermano y su padre, Rosina y sus dos hijos, Sacco y Vanzetti, todos estaban esperando la última decisión sobre la vida o la muerte. Cuando Fuller se encaminó, un poco después de las veinte horas, hacia su despacho, les comentó a los representantes de la prensa: «se ve que pasa algo ¿no?». Con gran tensión y excitada expectativa habían tomado asiento por todos lados en los pasillos, en las escaleras, al lado de las ventanas. El palacio de Gobierno se asemejaba a una fortaleza para periodistas. Una hora más tarde apareció Fuller para lamentar, bajo los destellos de luz de las cámaras fotográficas, que por encontrarse con demasiado trabajo y, por ende, extenuado, no le era posible ofrecer una conferencia de prensa. Pero que estaba seguro de que el informe hablaba por sí mismo... «¿Cuál es la decisión?», le preguntaron impacientemente los periodistas. Fuller negó con la cabeza: «Ustedes van a ser informados pronto...», y desapareció apresuradamente tras la puerta de su oficina. Un poco antes de la medianoche se presentó el secretario del Gobernador con un montón de sobres sellados, cada uno de ellos llevaba escrito el nombre de un periódico. La multitud de periodistas se convulsionó en agitados movimientos Uno de | 256


ellos rasgó el sobre que se le había entregado, repasó rápidamente su contenido y lanzó una mirada a la última frase. «Deben morir…, gritó con voz entrecortada, ¡ellos deben morir!».

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14 El último intento de salvación

EN NUEVA YORK, la comisión ejecutiva de la huelga exhortó a los quinientos mil afiliados a organizaciones laborales representadas en la comisión, para que tomaran parte en la huelga de protesta y para que participasen en las asambleas de repudio y protesta. En Boston, durante el desarrollo de una manifestación, aproximadamente diez mil trabajadores intentaron tomar por asalto la penitenciaría estatal. Para reforzar a la policía se tuvo que movilizar a una unidad de Infantería de marina. La policía fue pertrechada con fusiles y munición de guerra. Se teme que el jueves, día de la ejecución, haya tumultos e inestabilidad social.

La noticia, publicada por el periódico Neuen Zürcher el 9 de agosto de 1927, podría haber provenido de cualquier ciudad del mundo occidental. En todas partes, tanto en Berlín como en París, Estocolmo o Londres, en Ámsterdam, Roma, Hamburgo, Bruselas, hasta en el lejano Sídney y en las ciudades sudamericanas de Buenos Aires y Montevideo, se produjeron grandes manifestaciones y asambleas de protesta después de que llegara a sus oídos la decisión de Fuller que dejaba ejecutar a Sacco y Vanzetti en la silla eléctrica. El papa Pío XI, seguramente nada amigo del anarquismo, encomendó al nuncio apostólico en Washington, junto con los cardenales estadounidenses, que intervinieran a favor de ambos condenados ante las autoridades judiciales. Una tormenta de protestas recorrió el mundo entero. Abarcaba mayoritariamente a obreros, a sus organizaciones laborales y sindicales y a sus partidos políticos, pero también a mu| 258


chos liberales destacados de todo el mundo. Artistas, científicos y publicistas tomaron parte en las protestas: Albert Einstein, H. G. Wells, Georg Bernard Shaw y otros prohombres firmaron una resolución en la que criticaban tajantemente la planeada ejecución. Sin embargo, se formó un «frente patriótico» que intercedió por unanimidad a favor del Gobernador y su comisión elogiando el coraje de este. También el Boston Herald, que previamente había golpeado con un editorial en tono crítico, se ponía nuevamente de parte de Fuller. Un hombre llamado Alvin Owsley, antiguo líder del reaccionario movimiento cívico-patriótico Legión Americana, envió un telegrama a Fuller: «Me alegra que su penosa actividad haya terminado. El país entero está con usted...». No eran, de ninguna manera, solamente las frases de un fanático en particular. En miles de telegramas, cartas y editoriales, el Gobernador fue felicitado por su decisión, decisión que fue comunicada la noche del 3 de agosto mediante una escueta aclaración de apenas cinco páginas. «Hombres cuya reputación —por su inteligencia, franqueza, honestidad intelectual y competencia para dirimir— está por encima de toda duda,» así estaba escrito y continuaba: «han llegado unánimemente a una conclusión final que concuerda totalmente con la mía». Luego explicó sucintamente que la finalidad de la Comisión Lowell había sido dar respuesta a tres interrogantes: —¿El jurado había sido imparcial? —¿Tenían los acusados derecho a exigir la revisión de la vista? —¿Los acusados son culpables o inocentes? En el informe se podía leer: Respecto a la primera pregunta hubo reclamaciones, se dijo que los acusados habían sido llevados a juicio y condenados per ser anarquistas. La cuestión del anarquismo fue mencionada por los acusados, como si hubiesen querido entregar una explicación por su sospechoso comportamiento. Contrariando el consejo del | 259


juez, su abogado defensor tomó la resolución de centrar sus acciones y su conducta en el hecho de que eran anarquistas. Mencionó que andaban armados para defenderse, que tenían la idea de comenzar esa noche, a las diez, a recolectar literatura radical y que por estas razones habían mentido, para no traicionar a sus amigos. Hablé con los once miembros del jurado que aún viven. Encuentran que el juez es imparcial ya que él no les dijo nada sobre su opinión. Fueron presentadas diferentes declaraciones en las que se sostenía que el juez estaba predispuesto en contra de los acusados. No pude descubrir ningún indicio de predisposición en las actas del proceso. Que el juez Thayer se haya formado una opinión sobre la inocencia o culpabilidad de los acusados, después de haber sido presentados los medios probatorios, es natural e inevitable. Se sostuvo que distintos sucesos ocurridos en la sala de audiencias habrían afectado desfavorablemente a los acusados. Tras haber sometido a un interrogatorio cuidadoso a los miembros del jurado y a otras personas, no hallé ninguna prueba que corroborara esa afirmación. Los miembros del jurado son personas dignas que llegaron a su veredicto con extrema vacilación, pero forzados por los medios probatorios. La formulación de la acusación realizada por el juez Thayer no fue objetada por la defensa y tampoco se levantó moción alguna en su contra. El Tribunal Supremo de la ciudad de Massachusetts examinó y calificó más de 250 recursos de queja que fueron presentados durante el transcurso del proceso, comprobando que el proceso se condujo de manera completamente correcta y sin ninguna clase de errores jurídicos.

Tampoco encontró en las nuevas pruebas de descargo, presentadas por la defensa junto a la petición de revisión, ninguna razón para corregir su sentencia. Desestimó todas las pruebas, exceptuando la declaración de Madeiros: No le doy ningún peso jurídico a la declaración del señor Madeiros. Se admite en forma general que Madeiros se confiesa au| 260


tor del crimen. Cuando le interrogué no pudo ni dar detalles del delito ni describir el ambiente en que este se realizó. Madeiros opina que la Fiscalía de Distrito ha obrado injustamente con él porque le condenó a muerte mientras que dos de sus cómplices fueron condenados a cadena perpetua, a pesar de haber perpetrado juntos el asesinato. No estoy convencido de su afirmación, de que haya sido cómplice en el delito de South Braintree.

Fuller se dedicó luego a la cuestión de la culpabilidad. No descubrió «en ese caso nada fuera de lo común... amén de que Vanzetti no declaró», al que consideraba culpable porque «había sido reconocido por testigos oculares del delito». Más adelante afirmó: En el primer interrogatorio realizado por la policía, los acusados hicieron declaraciones en las que más tarde admitieron haber mentido. Sacco sostuvo que el 15 de abril, el día de autos en South Braintree, había estado trabajando en la fábrica de calzados de Kelley. Verificaciones posteriores dieron como resultado que esto no correspondía a la verdad. Luego sostuvo que ese día había estado en el consulado italiano en Boston. Esto habría de ser confirmado solo por un empleado del consulado. Este empleado no tenía más prueba que su memoria.

Fuller resumió: Como resultado de mis investigaciones, no puedo reconocer ninguna justificación lo bastante grande para una intervención del poder ejecutivo. Comparto el modo de ver del jurado, esos hombres son culpables y tuvieron un proceso correcto y justo.

El día de la declaración de Fuller, Thompson, Felicani y Rosina transmitieron la aplastante noticia a ambos condenados. Vanzetti estuvo balbuceando constantemente: «No, no, no... no lo puedo creer». Sacco solo dijo: «Lo sabía». Luego Thompson les participó que dimitía de su cargo ya que no veía posi| 261


bilidad ninguna de hacer nada más como abogado defensor. Lo único que le había quedado era ese demostrativo último acto. Pero su afecto personal por ambos no cambió. «Hice todo lo posible, todo...», dijo extendiéndoles la mano. Sacco y Vanzetti le abrazaron notoriamente emocionados. Sacco le dijo: «Le damos las gracias por todo, usted hizo mucho por nosotros, todo lo que era posible». Después le dictaron a Thompson dos mensajes, suplicándole que los diera a conocer. Vanzetti escribió: Compañeros: el gobernador Alvan T. Fuller es como Thayer, Katzmann, como los testigos falsos y todos los otros, un asesino. Me extendió la mano como a un hermano, me hizo creer en sus honestas intenciones e hizo alusión a casos precedentes que harían posible nuestra salvación. A pesar de ello menospreció y rechazó todas las pruebas a nuestro favor, nos humilló y nos asesinó. Somos inocentes. Así lucha la plutocracia contra la libertad, contra el pueblo. ¡Morimos para la Anarquía! ¡Viva la Anarquía! Bartolomeo Vanzetti.

Sacco escribió: Mis queridos amigos y compañeros, En nuestra celda de la muerte hemos escuchado en este momento que el gobernador Fuller ha decidido matarnos el 10 de agosto. No estamos asombrados por esta noticia, pues sabemos que la clase capitalista es dura e inmisericorde con los soldados de la Revolución. Estamos orgullosos de nuestra muerte y vamos a caer como han caído todos los anarquistas. Hermanos, compañeros, vosotros sois los únicos que nos podéis salvar. | 262


Nunca tuvimos confianza en el gobernador. Siempre supimos que Fuller, como Thayer y Katzmann, era un asesino. Calurosamente les saludamos fraternalmente a todos, Nicola Sacco.

Mientras Sacco y Vanzetti se encontraban con Thompson en la celda que estaba reservada para los candidatos al patíbulo, Felicani hablaba con Madeiros, que también se encontraba a la espera de ser ejecutado por el asesinato del banco en Wrentham. Este le dijo: «Qué mala suerte para ellos. Yo soy un criminal, tengo un extenso historial delictivo, pero ellos... esto es vergonzoso e infame». El informe de la Comisión Lowell fue publicado el 7 de agosto, cuatro días después de que Fuller hubiese hecho pública su decisión. A partir de este escrito, los nuevos abogados contratados por Thompson, Arthur D. Hill y Michael A. Musmanno, emprendieron una última acción jurídica, una última carrera contra el tiempo y el verdugo. Musmanno, un joven abogado de Pittsburgh que solamente había tramitado una petición de indulto para la organización de emigrantes Sons of Haly, se entregó a la misión de salvar a ambos condenados. Presentó ante el Tribunal Supremo una séptima y última petición de revisión de la causa con el argumento de que los prejuicios de Thayer contradecían el decimocuarto artículo de la Constitución en que consta que «se debe garantizar un proceso regular y la igualdad ante la ley». Ningún juez del Tribunal Supremo estaba facultado para tramitar una petición de revisión después de haber sido fallada una sentencia. Por eso el juez Hall transfirió la solicitud a su colega Thayer que, paradójicamente, tuvo que decidir por sí mismo si su juicio había estado libre de prejuicios o no. Thayer denegó la petición. El argumento: «En lo que se refiere a la cuestión de la parcialidad, ahora no existe y nunca existió». | 263


¿No había declaraciones juradas y actas que demostraban lo contrario? Pero la conspiración judicial había descartado, entretanto, cada reserva. El mecanismo de la maquinaria legal fijaba rígidamente a sus víctimas. Aquellos que la mantenían en marcha, se refugiaban en formulismos jurídicos. Los abogados Hill y Musmanno habían contado con la denegación de Thayer en su propia causa y por eso habían hecho llegar una petición a los jueces federales, Holmes y Stoney, para que comprobaran el comportamiento parcial de Thayer. Esta petición fue denegada de la misma forma. De manera privada, el juez federal Holmes le dijo a Thompson que estaba convencido de «que no se actuó legítimamente con esos hombres». Pero Holmes no era un hombre que pudiese romper con la desdichada alianza entre la política y la justicia, alianza que se había generado para destruir la vida de dos inmigrantes italianos. «No podemos permitir ninguna intromisión del Gobierno de Estados Unidos en los asuntos de los estados miembros pues socavaría el principio fundamental de la soberanía independiente de los regímenes de los estados miembros y del Gobierno federal», le dijo a Thompson y de esta forma se reveló como un esbirro condescendiente de un sistema que daba más valor a la conservación de sus rígidos principios que a la salvación de dos seres humanos inocentes. Después de que el juez federal denegara la solicitud de revisión, esta fue presentada al juez de la corte del Distrito Federal George W. Anderson. Basándose en que no tenía «ninguna atribución para actuar sobre el proceso judicial de la corte de Massachusetts», lo denegó. Pero aún no se había decidido sobre la petición de aplazamiento de la ejecución que Hill había entregado el 8 de agosto al juez George A. Sanderson. La mañana del 10 de agosto, el día en que Sacco y Vanzetti debían ser ejecutados, el juez Thayer se ocupaba de jugar al golf en su lugar de veraneo. No escuchó los gritos amargos de | 264


hombres y mujeres que protestaban ante el palacio de Gobierno en Boston. Agentes de policía con las bayonetas desenvainadas custodiaban la prisión de Charlestown, donde los dos italianos esperaban en sus celdas a ser ejecutados. También Madeiros padecía su propio calvario. Las horas pasaban una tras otra. Al otro lado, donde se encontraba la silla eléctrica, el verdugo revisaba el buen funcionamiento de la máquina aniquiladora. Los testigos de oficio también esperaban; había un sacerdote para recibir de Sacco, Vanzetti y Madeiros una última confesión y darles un consuelo. Pero los tres habían rehusado este ofrecimiento. Rosina Sacco estaba con sus hijos en la oficina del Comité de Defensa inmersa en un gran silencio. Las autoridades judiciales le habían exigido que recibiera el cuerpo de su marido. Felicani, Jackson y una docena de otros miembros del comité le procuraban asistencia. La situación de Rosina era angustiosa. Si Fuller no actuaba en este momento, habrían de morir esa noche dos inocentes, a pesar de que la solicitud de la defensa aún no había sido resuelta por el juez Sanderson. Fuller se encontraba en una situación delicada. La turba enardecida, que se manifestaba desde hacía horas frente a su despacho, no podía hacerle desistir para que evitara que ambos tuvieran que morir en la silla eléctrica. Su decisión de postergar la ejecución dependía absolutamente de la determinación del juez Sanderson. Fuller había penetrado en un círculo reglamentario. El último acto de ese drama debía mantener las apariencias de justicia. Los golpes de electricidad del verdugo tenían que recorrer el cuerpo del condenado en forma correcta y formal. El Gobernador estuvo hasta altas horas de la noche reunido junto a un grupo de colaboradores. Finalmente, eran las once y veintitrés de la noche, se presentó un portavoz ante los periodistas que esperaban y les comunicó la determinación alcanzada por Fuller: | 265


Para que las deliberaciones del Tribunal Supremo puedan llegar a su fin, el Gobernador ha ordenado aplazar la ejecución doce días. La ejecución se aplaza hasta el 22 de agosto de 1927.

Sacco y Vanzetti supieron la noticia por medio del vigilante William Hendry, que corrió a su celda y les gritó: «¡muchachos, muchachos, todo ha sido suspendido!» Sacco guardó silencio. Vanzetti respondió: «Estoy inmensamente feliz, me gustaría ver a mi hermana antes de morir».

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15 El fin de la tragedia

AGOSTO DE 1927 fue un mes de apelaciones, manifestaciones, huelgas y atentados dinamiteros. Se produjeron explosiones en el metro neoyorquino, en una iglesia de Baltimore y en un teatro de Sacramento. También en la casa de uno de los miembros del jurado de Dedham se perpetró un atentado con un artefacto explosivo. La gente del Comité de Defensa no se sentía muy feliz con esta forma de protesta. Felicani veía en esto la mano de radicales desesperados «tan indignados como para no poder actuar con cordura». El comité llamó a manifestarse ante el palacio de Gobierno y la prisión de Charlestown. Miles de personas respondieron a esta llamada y tomaron parte en estas acciones que resultaban especialmente peligrosas para los extranjeros. Las autoridades de inmigración les habían advertido que no participaran en las protestas a favor de Sacco y Vanzetti, pues «esto echaría por tierra sus posibilidades de nacionalizarse». El director de la Oficina de Inmigración anunció que todas estas manifestaciones iban a ser observadas atentamente. Pero casi nadie se dejó amedrentar por esta clase de amenazas. Manifestaciones masivas se convirtieron en impresionantes expresiones de solidaridad para ambos condenados que esperaban en la celda de la muerte de Charlestown. Pero esta ola de protestas públicas dejaba vislumbrar que la mayoría de los estadounidenses veía | 267


en Sacco y Vanzetti a dos criminales y esperaba impaciente que finalmente fueran ejecutados. El indulto les habría parecido una capitulación, una derrota estratégica en la lucha por la defensa del orden establecido. Necesitaban dos víctimas para ver confirmados sus miedos más hondos e intensos, miedo ante aquellos que denunciaban públicamente este orden. Sacco y Vanzetti se habían convertido en las víctimas ideales. Esto lo sabían sus abogados y no claudicaban en su intento por salvarles. Tenían claro que la batalla jurídica que desarrollaban era una lucha desesperanzada, pero renunciar a ella estaba en contradicción con la concepción que tenían del oficio de abogado. Cuando el juez Sanderson decidió que la defensa tenía derecho a ser escuchada, Hill expuso, el 16 de agosto, una nueva petición de revisión ante el pleno del Tribunal Superior de Massachusetts. Pero el informe de Hill fue en vano. El fiscal general, Reading, le explicó que después de haber sido pronunciada una sentencia de muerte no se podía cursar una petición de revisión. Dos días después el juez hizo pública su decisión. Ese 18 de agosto, Sacco se despidió de su hijo Dante, que entonces tenía catorce años. Sabía que ya no existía ninguna posibilidad de salvación. Con lágrimas en los ojos abrazó a su hijo y le dijo: «Somos inocentes, tu padre no es ningún criminal». Luego le besó. Cuando su esposa Rosina, que le visitaba diariamente desde que se había confirmado la pena de muerte, abandonó la sala de visitas en compañía de sus hijos, Sacco supo que no vería nunca más a Dante y a su hija de siete años, Inés. Este pensamiento le produjo un nudo en la garganta. Sollozando fuertemente fue llevado nuevamente a su celda por dos vigilantes. Ambos trataron de consolarle, aunque difícilmente podían contener sus propios sentimientos. Ese mismo día Sacco escribió una última carta a su hijo: | 268


18 de agosto de 1927, Penitenciaria Estatal de Charlestown. Mi querido hijo y compañero, Nunca creí que nuestras vidas hubiesen podido ser desgarradas, que nos hubiesen podido separar. Sin embargo, después de estos siete penosos años, creo que sí se llegó a ello. Separaron nuestras vidas, pero no alteraron verdaderamente la inquietud y el palpitar de nuestro amor. Aún más, pienso que nuestro amor, indescriptible, es más grande que nunca. Esto es maravilloso porque el amor fraterno no solo se ve en la alegría, sino que se resalta, especialmente, en el agobio del pesar. Dante, ten presente que lo hemos probado y estamos orgullosos de ello. Hemos padecido mucho durante este martirio. Abogamos hoy por lo que siempre hemos abogado, por nuestra libertad. Si recientemente puse fin a mi huelga de hambre fue solo porque en mí ya no quedaba ni un destello de vida. Porque con mi huelga de hambre pugné, y así lo voy a seguir haciendo, por la vida y no por la muerte. Renuncié al sacrificio porque quería volver a los brazos de tu querida hermana Inés, a los de tu madre, a los de todos mis queridos amigos y compañeros de vida y no de muerte. Por consiguiente, hijo mío, la vida comienza a retornar hoy lenta y tranquilamente pero aún sin horizontes y con la melancolía que nos da la visión de la muerte. Después de todo lo que tu madre me contó de ti, después de haber soñado tantas veces contigo, qué bello fue haberte podido ver, haberte podido tener, al fin, entre mis brazos, haber podido hablar contigo como lo hacíamos antes. Te conté muchas cosas aquella vez y hubiese querido contarte muchas más, pero vi que eras el mismo joven cariñoso, el mismo que se quedaría lealmente al lado de la madre que tanto lo ama. No quise cargar por más tiempo tus sentimientos porque estoy convencido de que sigues siendo el mismo joven y que recuerdas lo que te dije. Lo que te estoy contando ahora va a afectar tus sentimientos, pero no vayas a llorar, mi pequeño, pues ya fueron derramadas muchas lágrimas, tu madre derramó tantas en estos siete años y todo fue en vano. Sé fuerte y no llores para que puedas consolar a tu madre. Cuando la quieras distraer de la desalentadora soledad voy a re| 269


velarte cómo lo puedes hacer. Llévala a dar un largo paseo por un apacible campo, recoge flores silvestres y siéntate a descansar bajo la sombra de los árboles, en medio de la armonía del susurro del río y el suave silencio de la naturaleza. Ten por seguro que esto le alegrará y además te va a hacer feliz a ti. Pero piensa siempre que en el juego de la felicidad no puedes tomar todo para ti, da un paso hacia atrás y asiste al desamparado que clama por ayuda, tiéndele la mano al perseguido y socorre a la víctima, ya que estos son tus mejores amigos; son los compañeros que luchan y caen, así como tu padre y Bartolo lucharon y cayeron en el pasado para alcanzar la dicha de la libertad de todos los oprimidos, de todos los pobres trabajadores. En esa vida de lucha vas a encontrar más amor y vas a ser amado. Estoy seguro, por todo lo que me ha contado tu madre, por todo lo que has dicho en estos últimos días, de que vas a ser el hijo amado que siempre vi en mis sueños. Por eso, hijo mío, en el caso de que nos maten, nunca se sabe lo que nos depara el mañana, no debes olvidar mirar a tus amigos y compañeros con ese mismo gesto de agradecimiento con que miras a tus seres queridos ya que ellos te aman como aman a cada uno de los compañeros que han sido perseguidos y han caído. Te lo digo como tu padre, para quien significas toda la vida, como el padre que siempre te amó, como el hombre que los conoce y sabe de sus nobles creencias (también mías), de su gran sacrificio por nuestra libertad, porque luché junto a ellos, porque son ellos los que representan nuestra última esperanza, los que nos pueden salvar de la muerte. Hijo mío, cuando seas mayor vas a entender esta lucha entre ricos y pobres, esta batalla por la seguridad y la libertad, estos años de insurrección interna y de lucha a vida o muerte. Pensé mucho en ti cuando me encontraba en el Corredor de la Muerte. Los cantos y las dulces voces de los niños en el parque infantil, donde había vida y alegría de libertad, estaban separados tan solo por unos pasos de la muralla que rodeaba a estas tres sepultadas almas en escondida agonía. Te recordé a ti y a tu hermana Inés y deseé poder veros siempre. Pero preferí que no vinieses a este Corredor de la Muerte, que no tuvieses que ver el horrible cuadro que componen tres almas agónicas que esperan la muerte, muerte que iba a llegar en la silla eléctrica, porque no | 270


sé qué efecto hubiese podido producir en tu corazón de niño. Si no fueras tan sensible, entonces sería de gran utilidad para ti usar en el futuro este terrible recuerdo para mostrar a todo el mundo la deshonra alcanzada por este país a través de la vileza de esta cruel persecución y la injusticia de esta muerte. Sí, mi adorado Dante, ellos pueden martirizar nuestros cuerpos como lo hacen hoy, pero no pueden acabar con nuestras ideas, que serán conservadas para las generaciones venideras. Dante, cuando te hablé de tres sepultadas almas, quise mencionar también a otro joven, a uno que se llama Celestino Madeiros, que debía ser ejecutado en la silla eléctrica al mismo tiempo que nosotros. Él había estado ya dos veces en ese horrible Corredor de la Muerte, lugar siniestro que debería ser destruido con los martillos del verdadero progreso y que le va a causar deshonra eterna a los ciudadanos de Massachusetts. Ese horrible sitio debería ser devastado y en su lugar se tendría que edificar una fábrica o una escuela para enseñar a los miles de huérfanos del mundo entero. Mi querido Dante, te pido nuevamente que sigas amando a tu madre y a tus seres queridos, que les acompañes en estos días de aflicción, ya que tu valiente corazón y tu complaciente bondad van a mitigar su dolor. No te olvides de amarme un poco puesto que yo te amo tanto. ¡Oh!, mi pequeño hijo, pienso tanto en ti. Mis más sinceros saludos a todos nuestros seres queridos, amor y besos para Inés y tu madre. Te besa y abraza con todo el corazón. Tu padre y amigo P.D. Bartolo te envía un cariñoso saludo. Espero que tu madre te ayude a entender esta carta. Podría haberla escrito más fácil y mejor si me hubiese encontrado con otro ánimo. Pero estoy tan débil.

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El abogado Musmanno se había acercado esa tarde a la cárcel para comunicarles personalmente la decisión del Tribunal Superior. En un primer momento, Vanzetti escuchó las palabras serenamente, pero repentinamente comenzó a enfurecerse. Todas las desilusiones, la impotencia y la rabia estallaron en su interior. Gritó: «¡Id a buscar a los millones de personas, id a buscarles!». Musmanno estaba impresionado de la irrupción sentimental de Vanzetti que no se atrevía a tratar de calmarle. Luego, Vanzetti se sentó y comenzó a escribir una confusa carta a Thompson, su anterior abogado. En ella le ordenaba que movilizara «a todas las naciones del mundo para que agredan a Estados Unidos». Era el documento de un desesperado. Aproximadamente al mismo tiempo, Luigia Vanzetti llegaba al puerto de Nueva York en el vapor con el que había atravesado el Atlántico. Luigia, que había intercambiado un sinfín de correspondencia con su hermano durante esos siete años de presidio, que había vivido y padecido todas las etapas del drama, era una mujer melancólica de 36 años que aparentaba muchos más. Fue catapultada desde su idilio campestre al penetrante mundo de los destellos fotográficos. «Mi misión es traer paz y consuelo», les dijo a los periodistas que la estaban esperando. Era una mujer devota que quería inducir a su hermano a que volviera al refugio de la iglesia. Antes de que desapareciera junto a los miembros del Comité de Defensa dijo: Espero en lo más profundo de mi corazón que este gran país, en donde millones de personas han encontrado la libertad y la felicidad, no permita que mueran mi hermano y Sacco.

Al día siguiente, los hermanos se encontraron en la prisión de Charlestown. Vanzetti, bastante más tranquilo y controlado, estaba impaciente por abrazar a su hermana, por estrechar en sus brazos a la hermana de la que se había despedido hacía ya 19 años en Villafalletto. Previamente, la esposa de Sacco, «mi | 272


hermana en la desgracia», como la llamaba Luigia, le había preguntado al director de la prisión, por encargo de su esposo, si era posible que durante la visita Vanzetti pudiese abandonar su celda para no tener que saludar a su hermana a través de los gruesos barrotes de acero. El director Hendry dio su consentimiento a pesar de que con esto estaba infringiendo las reglas del penal. Se abrazaron envueltos en lágrimas, se besaron repetidas veces y sentados, llorando, recordaron su niñez. No dijeron ni una palabra sobre religión o política. Sacco, que también fue saludado cordialmente por Luigia, se encontraba, como siempre, junto a su Rosina. Estaban tomados de la mano y él le acariciaba lentamente la mejilla. Aquel día le entregó una carta para la pequeña Inés, una carta en respuesta a la que ella le había enviado, una respuesta a todos esos dibujos realizados con tanto cariño. 19 de julio de 1927 Mi amada Inés, Me gustaría que pudieras entender lo que deseo decirte, con el amor más profundo y el alma llena de amargura. Llevo siempre conmigo la carta que me enviaste y la llevaré junto a mi desasosegado corazón hasta el último día de mi vida. Voy a pedir que la dejen conmigo cuando esté en el sepulcro. Mi mayor anhelo fue haber podido vivir contigo, tu hermano Dante y tu mamá en una pequeña casa en las lindes de un bosque, haberme podido arrodillar contigo, un domingo por la mañana, unidos por la misma devoción y el mismo amor y haber podido sentarme bajo un gran roble para enseñarte a leer, a escribir, a creer y a amar. Pero esto no pudo ser. La maldad humana no lo quiso así. Un destino contrario nos separó. Esta vieja sociedad agónica me arrancó cruelmente de los brazos de tu madre y de vuestro profundo amor... | 273


Sé que vais a ser gente buena y honrada. Estoy seguro de que sabéis que en cada minuto de mi vida os llevo dentro de mi alma y que si os digo tantas cosas es porque estoy lleno de apasionada inquietud. Agradéceles en mi nombre a los amigos que lucharon por mi liberación y déjame abrazaros, a ti, a tu hermano y a tu madre. Tu padre.

El sábado 20 de agosto, Aldino Felicani se dirigió, junto a Luigia y Rosina, hacia la residencia de verano del cardenal William O’Connel, la máxima autoridad eclesiástica de los católicos de Boston. Felicani esperaba encontrar su apoyo para intentar hacer llegar al presidente de la nación, Calvin Coolidge, una última petición de gracia. El cardenal les ofreció a ambas mujeres té y su compasión, más no podía hacer... Musmanno se encontraba ese día en Washington para presentar una apelación ante el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Esta apelación se basaba en la transgresión del artículo 14 de la Carta Magna. Luego fue al Ministerio de Justicia para obtener el desbloqueo de las actas sobre el caso Sacco y Vanzetti. Pero todos sus afanosos esfuerzos se malograron ante la arrogancia del poder. Sin haber logrado nada volvió a Boston. Al día siguiente le envió al presidente Calvin Coolidge, que pasaba sus vacaciones en South Dakota, tres telegramas con intervalos de tiempo de algunas horas. En ellos le solicitaba que hiciera uso de su derecho para indultar a Sacco y Vanzetti. Era una carrera contra el tiempo, una lucha a vida o muerte. No quedaban más que treinta horas para llegar al momento fatal. Por la noche llamó al domicilio de verano del presidente y habló con su secretario. Este le participó, lacónicamente, que el presidente se encontraba descansando, que aún estaba fatigado de pescar... | 274


Así transcurrieron las últimas horas. El día de la ejecución, el 22 de agosto de 1927, había llegado. Ya desde la mañana habían marchado hacia la prisión de Charlestown unidades policiales que se encontraban destacadas por todas partes y pertrechadas con fusiles y vehículos blindados. El barrio donde estaba situada la prisión parecía un campamento militar. Sin embargo, por varios lugares surgieron miles de manifestantes. Sacco y Vanzetti se hallaban detrás de las gruesas murallas, en su celda de la muerte, de la que les separaban solo unas pocas horas. Musmanno los visitó muy temprano por la mañana; llevaba consigo una solicitud de aplazamiento de ejecución redactada por un grupo de juristas prominentes. Como quería hacer llegar la petición a la corte del Distrito Federal, les entregó los documentos para que los firmaran. Vanzetti los firmó y le pidió poder hablar con su ex abogado, Thompson. Sacco se negó rotundamente a firmarlos. Mientras Vanzetti esperaba a Thompson, escribió una de sus cartas más impresionante. Estaba dirigida a Dante. 22 de agosto de 1927, desde la Celda de la Muerte de la Prisión Estatal de Massachusetts. Mi querido Dante, Aún sigo en esta espera. Vamos a luchar hasta el último momento para poder recuperar nuestro derecho a la vida y a la libertad, pero todos los que tienen dinero y poder en esta ciudad, toda la reacción, está a favor de nuestra muerte únicamente porque somos anarquistas. Te voy a escribir aquí poco sobre este tema porque aún eres muy joven para entender aquellas cosas que tanto me gustaría hablar contigo. Te transformarás en un hombre y espero que logres entender lo que ha pasado con tu padre y conmigo, que comprendas nuestros principios, por los que nos van a matar. Te puedo decir ahora que, por todo lo que conozco a tu padre, sé que no es ningún de| 275


lincuente, sino que es el hombre más valiente que he conocido. Algún día entenderás lo que quiero decir con esto. Tu padre sacrificó todo, todo lo que es amado y valioso para el alma humana, por su principio de libertad y justicia para todos. Ese día te vas a enorgullecer de tu padre; si eres valiente, vas a tomar su puesto en la lucha entre la tiranía y la libertad y vas a vengar su nombre, mi nombre y nuestra sangre. Si ahora debemos morir es por ello. Cuando hayas podido comprender esta tragedia en toda su trascendencia, sabrás cuán bondadoso y valiente fue tu padre contigo durante estos ocho años de lucha, aflicción, fervor, tormento y angustia. Deseo pedirte que me retengas en tu memoria como tu compañero, como tu amigo y como el amigo de tu padre, de tu madre, de Inés y de Susi. Te aseguro que no soy un delincuente, que no cometí ningún robo y que no asesiné a nadie, sino todo lo contrario, luché modestamente contra el crimen que se comete mutuamente entre las personas y combatí por la libertad de todos. Piensa que cualquiera que sostenga de nosotros lo contario es un mentiroso, un embustero que ofende a dos difuntos inocentes que en vida siempre fueron valerosos. Piensa que, si hubiésemos sido cobardes e hipócritas, si hubiésemos desertado de nuestras convicciones, no seríamos ejecutados hoy. Basándome en las pruebas de cargo presentadas en nuestra contra, no hubiesen podido ni condenar a un perro leproso, ni siquiera hubiesen ejecutado a un escorpión venenoso mortal. Con estas pruebas de cargo, habrían concedido una revisión a un parricida o un asesino habitual. Dante, piensa en esto, no dejes nunca de pensar en esto: no somos criminales; ellos nos condenaron en virtud de falsos testimonios; ellos rehusaron abrir un nuevo proceso y, si después de siete años, cuatro meses y siete días de indescriptible angustia e injusticia nos ejecutan, sucederá por lo que te he descrito; porque éramos pobres y estábamos contra la explotación y opresión del hombre por el hombre. Los documentos sobre nuestro caso, que están siendo reunidos y conservados por ti y por otros compañeros, te demostrarán que tu padre, tu madre, tu hermana Inés, mi familia, tú y yo he| 276


mos sido sacrificados como razón de Estado de la reacción de este país, de la reacción de la plutocracia estadounidense. Llegará el día en que entiendas en toda su gravedad las atroces causas arriba descritas, ese día nos vas a honrar. Mi querido Dante, sé valiente y siempre un hombre de bien. Te abraza con todo el corazón, Bartolomeo.

Musmanno retornó por la tarde a la cárcel de Charlestown para decirles adiós a Sacco y Vanzetti. La última despedida, el doloroso adiós a dos hombres de cuya inocencia estaba totalmente convencido. «Le agradecemos de corazón todos sus esfuerzos», le dijo Sacco. Luego se abrazaron por última vez. Ellos se habían despedido horas antes de Rosina y Luigia. «¡Ah Luigia!, por qué tuviste que venir hasta aquí», le dijo aferrándose a la mano de su hermana. Vanzetti lloraba y ella no dejaba de orar. En la celda vecina, Sacco abrazaba entre sollozos a su mujer: «Rosina, te amo, siempre te voy a amar». «Nick, estoy muriendo contigo». Thompson llegó al anochecer a Boston, desde New Hampshire, para dirigirse de inmediato a Charlestown. En una estrecha habitación, contigua a la sala de ejecución, se encontró con Vanzetti, que le saludó sonriente al verle entrar. Ese encuentro se iba a convertir en una larga conversación, en una reconstrucción estremecedora de su trágica historia. Esa conversación fue hecha pública por Thompson seis meses más tarde en un artículo que apareció en la revista Atlantic Monthly. Comencé nuestro diálogo pidiéndole a uno de los guardias que se encontraba al otro lado de la habitación, que se acercara a mí para que escuchara mis preguntas a Vanzetti y sus respuestas. | 277


Le pregunté a Vanzetti si había hecho algún comentario en presencia del señor Graham o del señor Vahey, en el que se pudiese deducir algo así como un reconocimiento de culpa en algunos de los dos delitos. Con gran énfasis y total sinceridad respondió que no. Luego dijo lo que muchas veces ya me había comentado: los señores Graham y Vahey nunca fueron los abogados de su elección. Los había aceptado como abogados defensores por petición de sus amigos, que habían reunido el dinero para pagarles. Posteriormente se refirió a su relación con ellos, a su conducta en el caso de Bridgewater y, seguidamente, a lo que les había dicho al respecto. Esto lo pude comprobar al día siguiente pero no deseo repetirlo en estas líneas… El vigilante volvió a su lugar. Le dije a Vanzetti que mi fe en su inocencia había crecido continuamente, primero a través del conocimiento de los hechos y luego por la impresión que me había causado su personalidad. Pero naturalmente... siempre existía la posibilidad de que me estuviese equivocando. Le pedí por eso que me asegurara nuevamente, en esa hora de su vida, en la que no los podía salvar, que Sacco y él eran inocentes. Vanzetti me respondió reposadamente, con una franqueza que no dejaba espacio para dudas, que en ese punto no debía preocuparme, tanto él como Sacco eran totalmente inocentes del delito de South Braintree, lo mismo valía para él en el caso de Bridgewater. Estaba más convencido que nunca de que la raíz de la sospecha sobre él y Sacco se encontraba en la profunda desconfianza de los estadounidenses ante la presencia de otras formas de vida, de otras maneras de razonar y en la idea de que todos los radicales eran criminales. No hubiese sido nunca condenado si no hubiese sido un anarquista; tomado de esta manera, moría por su modo de pensar. Dijo que su modo de pensar comprendía la fe en el desarrollo de la humanidad y la extinción de la violencia sobre la tierra. Llevó la conversación con serenidad, reflexivo y con un convencimiento profundo. Me pidió que hiciera todo lo que estuviese en mi poder para limpiar su nombre de esta mancha que había caído sobre el… Me pidió que pensara en estos siete años de encierro y en el continuo cambio entre la esperanza y el temor. Me hizo recordar comentarios que había hecho el juez Thayer en presencia de cier| 278


tos testigos, especialmente ante el profesor Richardson. Quiso saber qué estado mental podría ser capaz de crear dichos comentarios. Me preguntó cómo una persona honesta podía aceptar que un juez fuese capaz de ser imparcial cuando llamaba a los acusados «bastardos anarquistas». Si pensaba que toda la crueldad que había sido ejercida sobre Sacco y él debía quedar impune... Enseguida volvió al principio de la conversación, las luchas de tiempos pasados y el progreso de los grandes movimientos por la mejora de la humanidad. Dijo que todos los movimientos altruistas se habían originado en la mente de algún genio, más tarde malentendido y pervertido por la necedad popular y el lúgubre egoísmo. Acotó que todos los grandes movimientos que habían querido cambiar las normas convencionales, las opiniones tradicionales y las antiguas instituciones, se habían encontrado con la violencia y la persecución. Mencionó a Sócrates, a Galilei, a Giordano Bruno y a muchos otros que ahora no recuerdo, unos eran italianos, otros rusos. Refiriéndose al cristianismo dijo que había comenzado de forma sencilla y franca, que había sido expuesto a la represión y a la persecución y que mucho más tarde, bajo el dominio eclesiástico, había degenerado en tiranía. Le dije que no pensaba que el progreso del cristianismo estuviera estrangulado por las convenciones y el domino de la Iglesia, muy por el contrario, ofrecía a miles de personas sencillas un aliciente. La esencia de ese aliciente se encontraba en la confianza todopoderosa que Jesús había puesto en la verdad de sus ideas sobre el perdón, después de que sus enemigos, perseguidores y difamadores le crucificaran. Esta no fue la primera ni la última vez, durante esta conversación, que Vanzetti mostró el rencor que sentía por sus enemigos. Habló elocuentemente de sus sufrimientos y me preguntó si sería capaz de perdonar a una persona que me hubiese causado durante siete años tanto sufrimiento y angustia. Le participé cuánto le entendía y le pedí que reflexionara sobre la influencia que un ser supremo ejercía sobre él y sobre mí, sobre un poder incomparablemente más grande que el odio y la venganza. Le manifesté que, a largo plazo, el mundo iba a reaccionar al amor y no al odio, que deseaba que él pudiera perdonar a sus enemigos no por ellos sino para que pudiera alcanzar su propia paz interior, ya que un | 279


acto de esta naturaleza iba a producir más efecto para su causa que cualquier otra cosa y que sería el argumento más convincente para su inocencia. Nuevamente se produjo una pausa en nuestra conversación. Me levanté y nos quedamos mirándonos durante dos largos minutos sin decir palabra. Finalmente dijo que quería pensar sobre lo que le había dicho. Le mencioné algo sobre la posibilidad de alcanzar la inmortalidad personal. Le dije que era consciente de que para él era difícil creer en la inmortalidad; pero que, si esta existía, podría tener la seguridad de que ya era partícipe de ella. Esto le hizo guardar silencio... Todo el tiempo, aparte de los pocos momentos que he mencionado, se mantuvo en su conciencia la fe en una superioridad que conduciría a la humanidad a una existencia mejor. Me sentí fascinado por la fuerza de su convencimiento y por la dimensión de su conocimiento. No hablaba como un fanático. Aunque estaba totalmente convencido de la verdad de sus puntos de vista, cuando alguien le explicaba una idea que no compartía en absoluto, le podía escuchar tranquilamente y con gran entendimiento. En ese último momento, la impresión que en los últimos tres años me había formado de él se profundizó, era un hombre con un poderoso convencimiento, un altruista devoto de grandes ideales. No había ninguna señal de derrumbe o de terror ante la muerte que se acercaba... Al despedirse de mí me dio un gran apretón de mano y me miró con enorme firmeza. Una mirada que revelaba la profundidad de sus sentimientos y la fuerza del dominio de sí mismo.

Luego Thompson se dirigió a visitar a Sacco, que se encontraba acostado sobre el catre de su celda. En el mismo artículo reseñó este encuentro: Nuestra conversación fue más bien corta. Se levantó. Se refirió en pocas palabras a unas diferencias de opiniones que habíamos tenido en el pasado y me dijo que esperaba que esas diferencias no nos hubiesen afectado en nuestra relación personal. Me agra| 280


deció lo que había hecho por él. No mostraba temor alguno, me estrechó la mano firmemente y se despidió de mí. Su conducta fue completamente franca como también fue de una bondad infinita el que no hubiera profundizado sobre nuestra diferencia de opiniones. Defendía la idea de que cualquier esfuerzo ante el tribunal o ante la opinión pública era absurdo, porque la sociedad capitalista no se podía permitir concederle justicia a un hombre como él. Yo tenía una opinión diferente, pero en ese último encuentro no quise mencionar nada de ello, ya que los resultados confirmaban su propia tesis.

Aquella tarde, cuando Thompson salió de la prisión y se encontraba atravesando la zona acordonada por la policía, en la que solo se podía encontrar gente con un permiso extraordinario, le inundó una profunda depresión. Las últimas horas le habían dejado pensativo. Esos hombres, cuyas opiniones no compartía pero respetaba, habían sido aniquilados porque eran unos críticos indeseados. Hombres que creían aún, idealmente, en una sociedad enteramente perfecta, ideales que este país predicaba con mucho orgullo y por los que habían dejado, hacía años, su patria italiana. Thompson se sentía derrotado como nunca antes en su vida. Musmanno se encontraba en ese momento, por segunda vez, en la oficina del Gobernador, esperando la decisión definitiva de Fuller, aguardando saber si Sacco y Vanzetti debían morir en las horas siguientes. Al mediodía le había descrito el caso una vez más para pedirle encarecidamente un nuevo aplazamiento. «Solo usted lo puede hacer», le dijo. Más tarde se presentaron Rosina Sacco y Luigia ante el Gobernador para pedirle piedad por ellos. Musmanno asumió el papel de traductor ya que Luigia hablaba solo italiano. Excelencia, mi hermano cree en usted. Cuando usted le estrechó la mano, sintió el apretón de manos de un hermano, un hermano muy comprensivo. Su inocencia está clara. De esto no cabe | 281


la menor duda, Dios le ha abierto su libro. El único problema de este largo caso es que los que poseen el poder no han leído la letra de nuestro señor… por favor, por amor a Dios, por piedad señor Gobernador, salve a mi hermano. Es muy joven para morir. Tenga misericordia señor Gobernador, salve también a Sacco que es un hombre de inmensa bondad.

Rosina Sacco le hizo notar que él también era padre de familia, que tenía una esposa e hijos. Mi marido también tiene una mujer y dos hijos, por favor, considere este caso como padre de familia. ¿Cómo puede permitir que mi esposo, padre de familia, a causa de la declaración de una mujer como Lola Andrews, tenga que morir? Mi marido fue siempre, conmigo, bueno y fiel. Siempre estuvo unido a su hogar. ¿Se comporta así un bandido?

Fuller les respondió que no podía hacer nada, que el Tribunal Supremo había tomado una decisión y que él tenía que respetarla. A lo que Luigia le dijo: Pero, señor Gobernador, he escuchado que usted sí puede hacer algo. Usted tiene plenos poderes para ayudar a mi hermano y a Sacco. Usted es el Gobernador. Deje llevarme a mi Barto a Italia. Las últimas palabras dichas por mi padre a mi partida fueron: trae a Barto de vuelta a casa.

Fuller se levantó de su silla y se dirigió a la ventana, que le permitía tener una gran visión de la entrada del palacio de Gobierno. Todo estaba tomado por unidades policiales. «Lo siento, dijo lacónicamente, lo siento de corazón, pero no hay nada, absolutamente nada, que pueda hacer sin tener que infringir las atribuciones de mi cargo». Ambas mujeres comenzaron a llorar mientras que Musmanno las llevaba al vestíbulo en donde las esperaban algunos amigos del Comité de Defensa, entre ellos Felicani y Jackson. | 282


Era un poco antes de la medianoche. Musmanno estaba sentado en el vestíbulo y esperaba. Tras unos minutos Fuller le llamó. «Señor Musmanno, me es imposible interceder en favor de un aplazamiento de la ejecución», le dijo con frialdad. «¿Y esto es irrevocable señor Gobernador, son sus últimas palabras?» «Sí, hasta el fin de mis días», respondió Fuller concisamente. En la oficina del director de la prisión William Hendry, se habían reunido los siete testigos que iban a presenciar la ejecución, entre ellos el capitán del distrito de Norfolk, un representante de la Fiscalía y un médico. Ya que el reglamento prescribía la presencia de un representante de la prensa, solamente se invitó al periodista de Associated Press, W.E. Playfair. El párroco de la prisión había propuesto con anterioridad a Madeiros, a Sacco y a Vanzetti darles los sacramentos, pero ellos respondieron como aquella vez, cuando días antes del primer plazo para ejecutar la sentencia les había ofrecido asistencia espiritual; no aceptaron. Después de un par de instrucciones, los testigos dejaron la oficina de Hendry en dirección a la sala de ejecuciones Allí tomaron asiento en silencio. La silla eléctrica estaba ubicada en el centro de la habitación pintada de blanco: era una construcción de metal masivo a la que estaban adheridas una gran cantidad de fajas metálicas y correas. Al lado de esta monstruosa máquina de aniquilamiento se hallaba un biombo y, detrás de este, tres camillas verdes, reservadas para los cadáveres. Madeiros fue el primero al que fueron a buscar los funcionarios de prisiones. En su compañía subió las pocas escaleras que le llevaban de su celda a la sala de ejecución, donde su joven vida debía encontrar un temprano fin. Se sentó sin decir palabra en la silla eléctrica, le ajustaron las correas y dieron la señal para conectar la electricidad. Celestino Madeiros fue de| 283


clarado muerto nueve minutos después de la medianoche. Había alcanzado a cumplir 25 años. Los funcionarios de la cárcel volvieron para buscar a Sacco. A las doce y once minutos de la noche apareció entre la resplandeciente luz de la sala de ejecución. Sacco se veía fatigado y pálido. Los treinta días de huelga de hambre, que poco antes había tenido que abandonar, le habían marcado Se sentó en la silla y los funcionarios le abrocharon las frías fajas metálicas a sus extremidades. «¡Viva la Anarquía!», gritó en italiano inundando con su voz toda la habitación. Sabiendo que le quedaban solo unos pocos alientos de vida, dijo en inglés entrecortado: «Hasta siempre mi esposa, todos mis amigos». Sacco miró a los testigos que contribuían con su presencia a este ritual de asesinato judicial. Cuando los funcionarios le terminaron de abrochar la última faja, dijo cortésmente: «Buenas noches, señores…». Luego movió una mano y gritó: «¡Adiós, madre adorada…!». Sus últimas palabras se fueron perdiendo entre la muerte. Diecinueve minutos después de la medianoche, Nicola Sacco fue declarado muerto. Solo había podido llegar a los 36 años. Vanzetti esperaba que le fueran a buscar. Cuando ingresó en la sala de ejecución, a las doce y veinte de la noche, parecía resignado y tranquilo. Le estrechó la mano al guardia y a Hendry, director de la cárcel, y les dio las gracias «por todo lo que habían hecho por él». Luego tomó asiento en la silla eléctrica. Mientras los funcionarios le ajustaban las correas, observó a los testigos y les habló lentamente: Solo deseo decirles que soy inocente, que nunca cometí un crimen a pesar de que algunas veces incurrí en errores… Soy inocente de todos los crímenes, no solo de este, sino de todos. Soy un ser humano inocente.

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Luego de una pequeña pausa acotó: «Perdono a la gente que me está haciendo esto». Por tercera vez fue dada la señal de la muerte para que los golpes de electricidad quemaran el cuerpo de Vanzetti. El director, Hendry, luchaba por contener las lágrimas. Susurrando, apenas perceptiblemente, pronunció la fórmula prescrita por la ley: «Basándome en la ley... le declaro muerto. La sentencia ha sido ejecutada». Pasaban veintiséis minutos de la medianoche. El cadáver de Vanzetti fue puesto sobre la camilla que estaba detrás del biombo, al lado de los cuerpos sin vida de Madeiros y Sacco. Solo había cumplido 39 años. Los testigos abandonaron en silencio el cuarto. Ellos ya no tenían nada más que hacer allí. Solo el reportero W.E. Playfair tenía la triste tarea de comunicarle al mundo que una tragedia había llegado a su fin.

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Epílogo

EL 19 DE JULIO DE 1977, exactamente cincuenta años después de que Sacco y Vanzetti fueran ejecutados, Michael Dukakis, Gobernador de Massachusetts, creyó poder poner un punto final a esta gran tragedia. Se presentó ante los micrófonos de la State House de Beacon Hill para leer la siguiente declaración: Porque Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, ambos ejecutados poco después de la medianoche del 23 de agosto de 1927, no tuvieron un proceso justo, porque tanto el juez como el fiscal tenían prejuicios contra los extranjeros y los disidentes, porque en el proceso dominó un clima de histeria política, se debe limpiar de manchas e injurias, para siempre, el nombre de sus familias y el de sus descendientes. El Gobernador de Massachusetts declara el 23 de agosto de 1927 como el Día Conmemorativo de Sacco y Vanzetti.

La rehabilitación pública llegó tarde para los descendientes, demasiado tarde. Ni el padre de Vanzetti, ni su hermana Luigia, que después de la ejecución regresó inmediatamente a Italia donde vivió retirada del mundo hasta su muerte, pudieron encontrar consuelo en estas palabras. Rosina se quedó en Estados Unidos a pesar de su gran dolor. Dieciséis años más tarde, en 1943, se casó con un anarquista italiano. Dante e Inés crecieron en ese país y llegaron a convertirse en padres. Durante los años que transcurrieron hasta su propia muerte, Rosina, Dante (muerto en 1971), e Inés, casi ni se expresaron públicamente sobre los hechos ocurridos en su pasado. No | 286


quisieron jugar el papel de deudos de un mártir, papel que constantemente les fue tratado de imponer por los grupos políticos. El silencio de la familia Sacco fue la respuesta al dolor infinito que les infligieron. La reparación de Dukakis fue, provisionalmente, el último acto de una tragedia que podría ser la historia de cualquier inmigrante indeseado o disidente. Solo que, en el caso de Sacco y Vanzetti, llegó a haber demasiadas cosas en su contra. Eran extranjeros, ateos, agitadores y anarquistas. Rechazaban el nacionalismo, la guerra y cualquier tipo de autoridad. Tenían una escala de valores diferente a la de los doce miembros de jurado, jurado blanco, que, contagiados por el temor ante los rojos, creía defender la libertad de occidente con estas ejecuciones. Sacco y Vanzetti fueron unas víctimas ejemplares.

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Fuentes e indicaciones literarias

PARA RECONSTRUIR EL CASO DE SACCO Y VANZETTI utilicé gran cantidad de libros y ensayos. Aun cuando las diferentes informaciones, especialmente datos y nombres, generaron frecuentemente confusión, fueron indispensables para mi trabajo. Mi intención fue describir, de la manera más auténtica, la vida y el caso de Sacco y Vanzetti de forma documental y narrativa. Aquellos pasajes donde se usan diálogos o descripciones de pensamientos, frecuentemente se generaron en la fantasía del autor. A continuación, deseo mencionar los libros que me fueron de especial ayuda: Strauss-Feuerlicht, Roberta, Justice Crucified, The Story of Sacco and Vanzetti, New York, 1977 (versión en alemán, Wien 1979). Souchy, Augustin, Sacco and Vanzetti - Dokumentation, Berlín, 1927, Frankfurt am Main, 1977, edición actualizada. Lyons, Eugene, The Life and Death of Sacco and Vanzetti, Berlín, 1928. Fast, Howard, Sacco und Vanzetti - Eine Legende aus Neu England, Berlín, 1956. | 288


Sinclair, Upton, Boston, New York, 1928. Hetmann, Frederik, Freispruch für Sacco und Vanzetti, Baden-Baden, 1978. Frankfurter, Felix, The Case of Sacco and Vanzetti, New York, 1927. Karasek, Horst, 1886 - Haymarket. Die deutschen Anarchisten von Chicago, Berlín, 1975. En diferentes pasajes tomé citas o me orienté en descripciones de las siguientes fuentes: Los informes de la vida de Vanzetti, así como también las cartas de despedida escritas por él a Dante e Inés, fueron citados de la documentación de Augustin Souchy publicada por primera vez en Boston en 1923 bajo el título The Story of a Proletarien Life. Los pasajes de Philip S. Foner y las noticias del New York Herald, en el tercer capítulo, fueron extraídas del libro Haymarket. De especial ayuda fue el trabajo detallado de Roberta Strauss-Feuerlicht, uno de los más concienzudos sobre el caso de Sacco y Vanzetti. Todas las cartas de Vanzetti a su padre y a su hermana Luigia fueron extraídas, resumidamente, de allí. Lo mismo aconteció con las declaraciones, en la medida que fueron reproducidas literalmente, de abogados, peritos y testigos como también de documentos sobre las batidas de Palmer. De la misma forma el texto de Lauriston Bullard (aparecido en el Boston Herald) proviene de este trabajo. La carta del escritor Anatole France fue sacada del libro de Frederik Hetmann, trabajo digno de ser leído, de cuyas líneas también fueron extraídos los recuerdos de Thompson sobre su última conversación con Vanzetti, publicada por primera vez | 289


en 1928 en el periódico Atlantic Monthly, y en forma resumida los textos legales del capítulo tercero: Ley contra la exhibición de la bandera roja. El título original de la obra en alemán se basa en el título de un capítulo del libro de Hetmann. Los resultados alcanzados por la Comisión Lowell y las noticias del Boston Herald en el capítulo decimocuarto están citados del libro de Eugene Lyon. Los protocolos del proceso están citados resumidamente del libro: The Sacco-Vanzetti Case: Transcript of the Record of the Trial of Nicola Sacco and Bartolomeo Vanzetti in the Courts of Massachusetts and Subsequent Proceedings, 1920-1927, 5º volumen, New York, 1928, reeditada en Nueva York en 1969. La carta de despedida de Vanzetti a Dante me fue confiada gentilmente por Katja Behrens, que también se encargó de la traducción. Fue publicada por primera vez en su volumen Cartas de despedida, Düsseldorf, 1987. Deseo agradecer a Roswitha Klein las traducciones realizadas; a Richard Grübling y a Gabriele Gottmann su cuidadoso trabajo del manuscrito.

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ÁLBUM


Bartolomeo Vanzetti y Nicola Sacco.


Bartolomeo Vanzetti y Nicola Sacco.


Bartolomeo Vanzetti y Nicola Sacco durante el juicio.

Manifestantes apoyando a los condenados, algo que sucediรณ en todo el mundo.


Una de las primeras publicaciones sobre el caso.


Tapa del periódico «Industrial Worker» sobre la fecha dictaminada de la ejecución de ambos acusados: Jueves 11 de Agosto.

Tapa de periódico con el titular «Cuerpos de Sacco y Vanzetti descaran en el Estado hasta el domingo». El gobierno los retuvo varios días para realizar fotografías y máscaras mortuorias luego de su ejecución.


Tapa del periódico «The Boston Daily Globe» en el día de la ejecución de Sacco y Vanzetti junto con Madeiros (un inmigrante condenado a muerte por otro caso).


FolletĂ­n sobre el caso.


Manifestaciรณn en apoyo a Sacco y Vanzetti (Massachusetts).


Bartolomeo Vanzetti, Nicola Sacco y Rossa (esposa de Sacco).

Webster Thayer, juez de la Corte Suprema de Massachusetts que condenรณ a los acusados.


Rossa Sacco (esposa) y Luigia Vanzetti (hermana) luego de una visita a los condenados.


Nicola Sacco junto a su esposa y compañera Rossa Sacco y su hijo Dante. Ambos acompañaron al condenado hasta sus últimos días.


«Cierren la puerta». Viñeta de Orr para el Chicago Tribune. La mirada de los extranjeros relacionadas a los anarquistas “ponebombas” fue muy común en la época.

«Sáquenlos y dejenlos afuera». Viñeta para el New York Tribune. La imagen del extranjero inculto e ignorante (y anarquista) contra la “civilización” estadounidense. Un claro apoyo a las leyes anti–inmigración que fueron creciendo con los años.




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