




Todas las tardes, el niño Tonín iba hasta el viejo árbol a buscar agua.


El viejo árbol, de piel rugosa y de sonrisa amable, le hacía cosquilla a la tierra para que Tonín sacara el agua del manantial.

El agua que Tonín recibía en el calabazo, la montaba en su burro y la llevaba a la casa para cocinar y lavarse.


Con ella alimentaba también los animales del patio y las plantas del jardín y del huerto.


El camino era laaaaaaaaaaaaaaargo y a veces difícil.

Pero Tonín lo caminaba con alegría, porque cuando terminaba de cargar el agua, se acomodaba entre las raíces del viejo árbol para escuchar sus historias.

Sobre todo esta semana que el viejo árbol le contaba la historia del arbolito que se quedó solo.
Cuenta el viejo árbol que hace muchos años, un señor Botánico fue a buscar cosas nuevas en un bosque lejano.
En su viaje encontró un arbolito y lo llevó hasta su casa.



Para protegerlo de los peligrosos hombres que cortaban los bosques para convertirlos en leña, en casas… o en papel.


El pobre arbolito , nunca había salido de su bosque, y estaba confundido porque no sabía qué era un jardín y de quiénes eran todas esas plantas: rosales, trinitarias, limoneros…




Él estaba acostumbrado a otras plantas: altos pinos con olorosa savia y con barbas de musgo, adornados con guirnaldas de bromelias y orquídeas.
Ni la lluvia ni la fresca brisa de la montaña alrededor de su nueva casa le hacían feliz.

Su cuidador, quien lo trajo del bosque, sabía que el arbolito estaba triste porque hablaba con las plantas.
El rosal y el limonero le contaron que el arbolito se sentía solo. Le preguntaron su nombre y respondió:
“No sé, nunca nadie me ha puesto un nombre”.

Así que el viejo Botánico volvió al lejano bosque
a buscar otras plantas de la misma familia del arbolito para que lo acompañaran.


Pero cuando llegó no encontró el bosque.

Habían destruido todo: plantas, ríos, hasta las piedras…

El viejo botánico regresó muy triste, a contarle a sus amigos lo que había pasado.

Entonces, sus amigos científicos se reunieron, y juntos encontraron una solución: tomaron un pedacito del pequeño árbol y, con la magia de la ciencia, lo multiplicaron y lo convirtieron en muchos arbolitos gemelos que sembraron a su alrededor.

El
viejo botánico colgó sobre las ramas del arbolito un letrero con su nombre:
Clavija domingensis “Lengua de Buey”.

El arbolito estaba feliz, porque ya tenía nombre y muchos más hermanos, arbolitos que crecían a su alrededor con sus alegres hojas.
Tonín volvió a su casa, con los ojos brillantes de emoción, y encontró en el jardín un hermoso arbolito igual al del cuento, que el viejo árbol le había enviado como regalo.




Tonín lo regó con un fresco chorro de agua, y el arbolito le dio las gracias a Tonín con su más bella sonrisa y su primer ramillete de flores y frutos.

