Úrsula Iguarán

Úrsula Iguarán Ana Lucía Olivero Agón

LABASAD

La siguiente narración visual busca adentrar al espectador en lo que sería un día cotidiano de Úrsula Iguarán, personaje de Cien años de soledad, que se ve afectado por una ceguera que empeora. Se muestra su mirada frente al mundo y su manera de reaccionar ante él, para que el espectador reflexione sobre su propia forma de relacionarse con el suyo.

Cada persona posee una mirada, observa un mundo mermado por su propia visión y, por tanto, se relaciona con ese mundo de manera particular, construyendo un camino mediante acciones condicionadas por el esquema de realidad que cada uno encierra en su cabeza.

Todos somos observadores y ejecutores, aunque la balanza se incline más hacia un lado que hacia otro. La cuestión es descubrir el lugar que se ocupa y encontrar el equilibrio de la propia balanza. ~Tras toda una vida, pues su edad se desconoció siempre, siendo casi matriarca de Macondo, Úrsula Iguarán se catapultaba irremediablemente hacia una postergada vejez.

Los días de manejar con mano diestra y admirable sensatez hasta las briznas de hierba que crecían al pie de las casas, habían culminado en una humillante e inevitable ceguera, causada por las cataratas heredadas de su bisabuelo.

Tal fue la vergüenza al comprender su vulnerable destino, que se consagró a la silenciosa tarea de aprender a ver con la memoria y con el resto de sus ajados sentidos. Cuando las masas, los colores y las luces ya eran demasiado confusas, recurría al mapa mental elaborado durante más de un siglo con su brillante observación, y lograba moverse con más fluidez que nunca entre las paredes de la casa que había construido con sus propias manos. Aprendió a seguir el hilo sedoso que las voces dejaban en el aire, a adivinar quién era el que entraba en una habitación tan solo por la temperatura corporal. Desarrolló un olfato infalible, lo que le dio una sabiduría excepcional sobre los ritmos de la naturaleza, pues con llenar sus pulmones sabía ya cuántas semanas quedaban para la primavera, qué hora del día era, y hasta percibía el crecimiento de las verduras en el huerto.

Pasado un tiempo, se percató de que sin lo estorboso de una vista que le condicionase la mirada, contemplaba las situaciones cotidianas de tal manera que descubría verdades hasta entonces ocultas. Se sintió adentrar en un océano inexplorado, y de pronto comprendió que estaba completamente sola dentro de él.

Se refugió en su ermitaña rutina. Paseaba al amanecer, cuando el pueblo aun dormía, y lo hacía descalza para sentir en sus pies el sendero de vuelta a la casa. Realizaba sus oficios diarios, desgranaba guisantes y frijoles, cogía los huevos escogiéndolos según el peso, y preparaba el desayuno guiándose por el olor que generaba la cocción. Cuando la familia se dispersaba ella retomaba los oficios, iba al huerto y escuchaba el crujir de los tallos para saber si era tiempo de recolecta, desparasitaba la hamaca y entraba de nuevo a preparar el almuerzo con agilidad, pues durante más de cincuenta años ella colocaba la cubertería en las gavetas de la misma forma. Palpaba la ropa mojada tras lavarla, cuando era más fácil distinguir los tejidos, cada uno le indicaba un color, y así tendía la ropa blanca y la oscura separadas, para no confundirse después al doblarla.

Cada tarde, sobre las seis, se sentaba junto al marido mientras él leía o completaba crucigramas, y ella fingía dormir para evitar el riesgo de que él quisiera mostrarle algo de la lectura. Después esperaba a los hijos con la cena ya dispuesta en la mesa para no confundir los puestos de cada uno, y antes de dormir dejaba lista la ropa del día siguiente para no demorarse buscándola en la oscuridad de la madrugada.

Así fue, tras varios años, como se hizo con el domino definitivo del hogar y del pueblo. La nueva mirada agudizaba su atención y llenaba sus manos de energía, sabía de los acontecimientos antes incluso de que sucediesen, entraba en lo profundo de cualquier persona tan solo con una breve conversación, era ella quien decidía cuál era el mejor lugar para la construcción de nuevas casas, o la época idónea para la siembra. Poco a poco revivió el respeto y la autoridad que le profesaban sus conciudadanos allá por los primeros años de Macondo, y hasta sus últimos días navegó entre lo frágil y lo fuerte de su condición sin que nadie, jamás, supiera de dónde provenía su espíritu activo.~

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